Al caer la tarde, Reuben y Stone fueron a casa de DeHaven en la motocicleta Indian, el alto Stone apretujado en el sidecar. Caleb y Milton aparcaron justo detrás de ellos en la vieja cafetera Chevy Nova de Caleb, cuyo tubo de escape iba medio colgando. Caleb llevaba las gafas de repuesto, porque supuso que esa noche tendría mucho que leer.
– Bonita choza -dijo Reuben en cuanto se quitó el casco y las gafas y observó la mansión-. Demasiado lujosa para ser de un funcionario.
– Jonathan provenía de una familia acaudalada -respondió Caleb.
– Eso no debe de estar nada mal -comentó Reuben-. La mía no hacía más que meterse en líos. Y eso es lo que parece que siempre acabo haciendo yo con vosotros, chicos.
Caleb abrió la puerta delantera con la llave, desactivó el sistema de alarma y todos entraron.
– Ya he estado en la cámara. Podemos bajar en el ascensor -dijo Caleb.
– ¡Ascensor! -exclamó Milton-. No me gustan los ascensores.
– Pues entonces baja por las escaleras -le aconsejó Caleb, señalando hacia la izquierda-. Están ahí.
Reuben contempló los muebles antiguos, las obras de arte de buen gusto que cubrían las paredes y las esculturas expuestas en hornacinas de estilo clásico. Restregó la puntera de la bota en la bonita alfombra oriental del salón.
– ¿No necesitan un cuidador para la casa hasta que se resuelva el tema?
– Va a ser que no -respondió Caleb.
Bajaron en el ascensor y se reunieron con Milton en la pequeña antesala. La puerta de la cámara acorazada era un mamotreto de acero de más de medio metro de grosor, con un teclado informático y una ranura para la llave de seguridad especial.
Caleb les dijo que la llave y la combinación tenían que introducirse a la vez.
– Jonathan me dejó entrar con él en la cámara varias veces.
La puerta se abrió silenciosamente gracias a unas potentes bisagras, y entraron. El lugar hacía unos tres metros de ancho, un poco menos de alto y parecía tener unos diez metros de largo. En cuanto entraron en la cámara, se encendió una luz tenue especial que les permitía ver razonablemente bien.
– Está hecha a prueba de bombas y es ignífuga. Y la temperatura y la humedad están controladas -explicó Caleb-. Es obligatorio en el caso de los libros raros, sobre todo en los sótanos, donde esos niveles pueden fluctuar drásticamente.
La cámara estaba forrada de estanterías que alojaban libros, folletos y otros artículos que, incluso para el ojo poco avezado, parecían singulares y de gran valor.
– ¿Podemos tocar algo? -preguntó Milton.
– Mejor que lo haga yo -respondió Caleb-. Algunos de estos artículos son muy frágiles. Muchos no han visto la luz natural desde hace más de cien años.
– ¡Joder! -exclamó Reuben, recorriendo con el dedo el lomo de uno de los libros-. Como una pequeña cárcel en la que cumplen cadena perpetua.
– Es una visión muy injusta, Reuben -dijo Caleb, regañándole-. Protege los libros para que las siguientes generaciones puedan disfrutar de ellos. Jonathan no reparó en gastos para albergar su colección con un gusto exquisito.
– ¿Qué tipo de colección tenía? -preguntó Stone. Estaba mirando un tomo muy antiguo cuya tapa parecía tallada en roble.
Caleb sacó con sumo cuidado el libro en el que Stone se había fijado.
– Jonathan tenía una buena colección, aunque tampoco era fabulosa; él era el primero en reconocerlo. Todos los grandes coleccionistas tienen una cantidad de dinero prácticamente ilimitada; pero, más que eso, tienen un plan sobre el tipo de colección que quieren y lo siguen con una determinación que no es otra cosa que obsesión.
Se llama bibliomanía, la obsesión más «sutil» del mundo. Todos los grandes coleccionistas la han tenido.
Miró a su alrededor.
– Hay algunos volúmenes imprescindibles en las mejores colecciones que Jonathan nunca podría haber tenido.
– ¿Como qué? -preguntó Stone.
– Los infolios de Shakespeare. El primer infolio sería un caso obvio, por supuesto. Contiene novecientas páginas con treinta y seis obras de teatro. No se conserva ninguno de los manuscritos originales del Bardo, por eso los infolios tienen tantísimo valor. Hace unos años se vendió un primer infolio en Inglaterra por tres millones y medio de libras.
Milton dejó escapar un silbido y meneó la cabeza.
– A unos seis mil dólares la página.
– Luego están las adquisiciones obvias: William Blake, el Principia Mathematica de Newton y algo de Caxton, el primer impresor inglés. Si no recuerdo mal, J. P. Morgan tenía más de sesenta Caxton en su colección. Un Mainz Psalter de 1457, The Book of St. Albans y, por supuesto, una Biblia de Gutenberg. En el mundo sólo hay tres Gutenberg como nuevas impresas en pergamino. Uno de los ejemplares está en la Biblioteca del Congreso. No tienen precio.
Caleb recorrió un estante con la mirada.
– Jonathan tiene la edición de 1472 de la Divina Comedia de Dante, que sería muy apreciada en cualquier colección de primera categoría. También posee el Tamerlane de Poe, del que existen poquísimos ejemplares y que es muy difícil de encontrar. Hace tiempo se vendió uno por casi doscientos mil dólares. Últimamente, la fama de Poe ha ido en aumento; así que hoy se cotizaría por un precio mucho mayor. La colección incluye una buena selección de incunables, alemanes en su mayoría, pero también algunos italianos, y una muestra representativa de primeras ediciones de novelas más contemporáneas, muchas de ellas autografiadas. Era especialista en curiosidades estadounidenses y tiene una extensa muestra de escritos personales de Washington, Adams, Jefferson, Franklin, Madison, Hamilton, Lincoln y otros. Como he dicho, es una buena colección; aunque no puede considerarse extraordinaria.
– ¿Qué es eso? -preguntó Reuben, señalando una esquina poco iluminada del fondo de la cámara.
Todos se arremolinaron en torno al objeto. Era un pequeño retrato de un hombre de la época medieval.
– No recuerdo haberlo visto anteriormente -reconoció Caleb.
– ¿Por qué puso un cuadro en la cámara? -añadió Milton.
– Y sólo uno… -comentó Stone-. No es que sea una gran pinacoteca.
Examinó el retrato desde distintos ángulos antes de tocar uno de los extremos del marco y tirar de él.
Se abrió mediante unas bisagras y dejó al descubierto la puerta de una especie de cerradura con combinación empotrada en la pared.
– Una caja fuerte dentro de la cámara acorazada -dijo Stone-. Prueba la combinación que te dio el abogado para la cámara, Caleb.
Caleb la probó, pero no funcionó. Luego probó otros números, sin éxito.
– La gente suele utilizar una combinación que le resulte fácil de recordar para no tener que anotarla -comentó Stone-. Pueden ser números, letras o ambos.
– ¿Por qué dio a Caleb la llave y la combinación de la cámara acorazada y no le dio la combinación de la caja fuerte del interior? -preguntó Milton.
– Tal vez imaginó que Caleb la sabría por algún motivo -señaló Reuben.
Stone asintió:
– Estoy de acuerdo con Reuben. Piensa, Caleb. Quizás esté relacionada con la sala de lectura de Libros Raros.
– ¿Por qué? -preguntó Milton.
– Porque podríamos decir que ésta es la sala de lectura de Libros Raros de DeHaven.
Caleb se paró a pensar.
– Bueno, Jonathan abría la sala todos los días, más o menos una hora antes de que llegaran los demás. Lo hacía con unas llaves con alarma especiales, y también tenía que introducir un código de seguridad para abrir las puertas. Pero desconozco ese código.
– Quizá sea algo más sencillo. Tan sencillo que lo tienes delante de las narices.
De repente, Caleb chasqueó los dedos.
– Por supuesto. Lo tengo delante de las narices todos los días. -Introdujo un código en el teclado digital de la caja fuerte y la puerta se abrió sin problemas.
– ¿Qué clave has utilizado? -preguntó Stone.
– LJ239. Es el código de la sala de lectura de Libros Raros. Lo veo siempre que voy a trabajar.
La caja fuerte contenía un solo artículo. Caleb extrajo la caja con cuidado y la abrió lentamente.
– Esa cosa está un poco hecha polvo -dijo Reuben.
Era un libro, tenía la tapa negra y rasgada y estaba empezando a soltarse. Caleb lo abrió con cuidado y fue a la primera página. Luego pasó otra página, y otra más.
Al final, dejó escapar un fuerte suspiro.
– ¡Dios mío!
– Caleb, ¿qué es? -preguntó Stone.
A Caleb le temblaban las manos. Habló lentamente y con voz temblorosa:
– Me parece que… creo que es una primera edición del Libro de los Salmos.
– ¿Es difícil de encontrar? -inquirió Stone.
Caleb lo miró perplejo.
– Es el artículo impreso más antiguo que ha sobrevivido en lo que es ahora Estados Unidos, Oliver. Sólo existen once libros de salmos como éste en todo el mundo, y sólo quedan cinco íntegros. No están a la venta. La Biblioteca del Congreso posee uno, pero nos lo transfirieron hace décadas. Creo que, de lo contrario, no podríamos haberlo comprado.
– ¿Y cómo es que Jonathan DeHaven tenía uno? -inquirió Stone.
Con gran veneración, Caleb volvió a dejar el libro en el interior de la caja y la cerró. La guardó en la caja fuerte y la cerró también.
– No lo sé. El último Libro de los Salmos salió al mercado hace más de sesenta años y se compró por una cantidad récord en aquella época, equivalente a millones de dólares actuales. Está en Yale. -Negó con la cabeza-. Para los coleccionistas de libros, esto es como encontrar un Rembrandt o un Goya desaparecidos.
– Si sólo hay once en el mundo, será muy fácil localizarlos -sugirió Milton-. Podría buscarlos en Google.
Caleb lo miró con desdén. Si bien Milton abrazaba todo nuevo avance del mundo de la informática, Caleb era un tecnófobo declarado.
– No puedes buscar un Libro de los Salmos en Google así como así, Milton. Además, que yo sepa, todos están en instituciones como Harvard, Yale y la Biblioteca del Congreso.
– ¿Estás seguro de que es un original del Libro de los Salmos?-preguntó Stone.
– Hubo muchas ediciones subsiguientes, pero estoy prácticamente convencido de que es la versión de 1640. Lo pone en la portada, y tiene otros detalles del original con el que estoy familiarizado -respondió Caleb sin aliento.
– ¿Qué es exactamente? -preguntó Reuben-. Apenas he podido leer unas palabras.
– Es un cantoral cuya recopilación los puritanos encargaron a varios ministros para que les proporcionaran explicaciones religiosas a diario. Por aquel entonces, el proceso de impresión era muy primitivo; lo cual, unido a una ortografía y caligrafía antiguas, hace que sea muy complicado de leer.
– Pero si todos los ejemplares están en poder de distintas instituciones… -planteó Stone.
Caleb lo miró con expresión preocupada.
– Supongo que existe la posibilidad, por remota que sea, de que haya algún Libro de los Salmos por ahí del que no se tiene constancia. Me refiero, por ejemplo, a que no sé quién se encontró la mitad del manuscrito de Huckleberry Finn en el desván. Y otra persona descubrió una copia original de la Declaración de Independencia detrás de un cuadro enmarcado, y otra más encontró varios escritos de Byron en un libro antiguo. Todo es posible en cientos de años.
Aunque hacía fresco en la sala, Caleb se secó una gota de sudor de la frente.
– ¿Sois conscientes de la gran responsabilidad que esto entraña? ¡Cielo santo! ¡Estamos hablando de una colección que contiene un Libro de los Salmos! Stone apoyó una mano en el hombro de su amigo para tranquilizarlo:
– Nunca he conocido a nadie mejor preparado para esto que tú, Caleb. Y no dudes que te ayudaremos en lo que podamos.
– Sí -convino Reuben-. De hecho, llevo unos cuantos dólares encima, por si quieres deshacerte de un par de libros antes de que los pesos pesados empiecen a circular. ¿Cuánto pides por ese ejemplar de la Divina Comedia ? A ver si me río un poco.
– Reuben, ninguno de nosotros podría siquiera comprar el catálogo de la subasta en el que presentarán la colección -aseveró Milton.
– Perfecto -exclamó Reuben fingiendo estar enfadado-. Ahora supongo que lo siguiente que vas a decirme es que no puedo dejar la mierda de trabajo que tengo en el muelle.
– ¿Qué cono hacéis aquí? -preguntó una voz a gritos.
Todos se giraron para mirar a los intrusos que estaban justo al otro lado de la puerta de la cámara. Había dos hombres fornidos en uniforme de seguridad que apuntaban con una pistola al Camel Club. El hombre que estaba delante de los dos guardias era bajito y delgado, pelirrojo y llevaba una barba bien cuidada del mismo color. Tenía unos ojos azules muy vivarachos.
– He preguntado que qué estáis haciendo aquí -repitió el pelirrojo.
– A lo mejor deberíamos preguntarte lo mismo, amigo -gruñó Reuben.
Caleb dio un paso al frente.
– Soy Caleb Shaw, de la Biblioteca del Congreso, compañero de trabajo de Jonathan DeHaven. En su testamento me nombró albacea literario. -Mostró las llaves de la casa y de la cámara-. El abogado de Jonathan me ha autorizado para venir aquí y echar un vistazo a la colección. Mis amigos me han acompañado. -Sacó el carné de la biblioteca del bolsillo y se lo enseñó al hombre, que cambió rápidamente de actitud.
– Por supuesto, por supuesto, lo siento -se disculpó el hombre, una vez que hubo examinado el carné de Caleb-. He visto que entraba gente en casa de Jonathan, que la puerta estaba abierta y supongo que me he precipitado. -Hizo una seña a sus hombres para que bajaran las armas.
– No hemos entendido su nombre -dijo Reuben, observándolo con suspicacia.
Stone respondió antes de que el hombre abriera a boca.
– Me parece que quien nos acompaña es Cornelius Behan, director general de Paradigm Technologies, el tercer contratista de Defensa más importante del país.
Behan sonrió.
– Pronto seré el número uno si me salgo con la mía, y suelo hacerlo.
– Bueno, señor Behan -empezó a decir Caleb.
– Llamadme CB, como todo el mundo. -Dio un paso adelante y echó un vistazo a la sala-. Así que ésta es la colección de libros de DeHaven.
– ¿Conocías a Jonathan? -preguntó Caleb.
– La verdad es que no puedo decir que fuésemos amigos. Lo invité a una o dos fiestas en mi casa. Sabía que trabajaba en la biblioteca y que coleccionaba libros. A veces nos cruzábamos en la calle y charlábamos. Su muerte me dejó muy sorprendido.
– Como a todos -añadió Caleb taciturno.
– Así que tú eres su albacea literario -señaló Behan-. ¿Y eso qué significa?
– Significa que se me ha encomendado la tarea de catalogar y tasar la colección para luego venderla.
– ¿Hay algo bueno? -preguntó Behan.
– ¿Eres coleccionista? -inquirió Stone.
– Oh, dicen que colecciono muchas cosas buenas -respondió vagamente.
– Pues es una colección muy buena. Se subastará -explicó Caleb-. Al menos, los volúmenes más prominentes.
– Ya -repuso Behan con aire distraído-. ¿Alguna noticia sobre la muerte de Jonathan?
Caleb meneó la cabeza.
– Por ahora, dicen que fue un ataque al corazón.
– Con lo sano que se le veía. Supongo que es un buen motivo para sacar el máximo provecho del día a día, porque mañana… -Dio media vuelta y se marchó, seguido de sus hombres.
Cuando los pasos se oyeron más amortiguados, Stone se giró hacia Caleb:
– Qué considerado por su parte venir a ver qué pasa en la casa de un hombre con el que «charlaba» de vez en cuando.
– Era su vecino, Oliver -señaló Caleb-. Es natural que se preocupe.
– Me ha dado mala espina -reconoció Milton-. Construye artefactos que matan a gente.
– A mucha gente -añadió Reuben-. En mi opinión, CB es un belicista sospechoso.
Se pasaron horas revisando los libros y otros artículos hasta que Caleb tuvo una lista bastante exhaustiva. Milton la fue introduciendo en el portátil.
– ¿Y ahora, qué? -preguntó Milton, en cuanto cerraron el último libro.
– Lo normal sería llamar a un tasador de Sotheby's o Christie's -respondió Caleb-. Pero tengo en mente a otra persona. Para mí, el mejor especialista de libros raros. Y quiero enterarme de si sabía que Jonathan tenía el Libro de los Salmos.
– ¿Está en Nueva York? -preguntó Stone.
– No, aquí mismo en Washington. A unos veinte minutos en coche.
– ¿ Quién es? -preguntó Reuben.
– Vincent Pearl.
Stone consultó su reloj.
– Pues tendremos que ir a verlo mañana. Ya son las once.
Caleb meneó la cabeza.
– Oh, no, ahora es perfecto. La librería de Vincent Pearl sólo abre por la noche.