– Recibiréis un correo electrónico de los nuestros -dijo Annabelle. Estaba en el centro de operaciones del Pompeii con algunos hombres de Bagger-. Cuando lo abráis, encontraréis todos los detalles.
– Preferimos no abrir los correos si desconocemos su procedencia -intervino uno de los hombres.
Annabelle asintió.
– Pasadle los antivirus. Supongo que los tendréis actualizados.
– Así es -afirmó el mismo hombre con seguridad.
– Entonces, haced lo que os ha dicho y pasadle los antivirus -dijo Bagger con impaciencia.
Leo estaba en un rincón de la sala, observando a los otros hombres. Su trabajo consistía en detectar cualquier atisbo de suspicacia o preocupación mientras Annabelle largaba el rollo. El que llevara una falda corta y ceñida, sin medias y una blusa desabotonada facilitaba las cosas, en parte. Los hombres no dejaban de mirarle los muslos y el escote, lo cual les impedía concentrarse en su trabajo. Hacía ya mucho tiempo que Leo había descubierto que Annabelle Conroy se valía de todas las armas que tuviera a su alcance.
– La única forma de comunicación aceptable será mediante la página web que aparece en el correo electrónico. Es un portal seguro. Bajo ningún concepto usaréis teléfono o fax, ya que pueden rastrearse. Rectifico -añadió, mirando a Bagger-: sin lugar a dudas, los rastrean.
Bagger arqueó las cejas al oír aquel comentario.
– Ya la habéis oído -dijo-. Sólo usaremos Internet. -Bagger estaba muy seguro de sí mismo porque tenía un as, o en este caso dos ases en la manga. Retendría a Annabelle y a Leo hasta recuperar el dinero.
– El correo electrónico os indicará dónde y cómo debéis enviar los fondos. Al cabo de dos días, los fondos serán devueltos a la cuenta, junto con los intereses.
– Y un millón de dólares se convierte en un millón cien mil dólares en un par de días, ¿no? -dijo Bagger.
Annabelle asintió.
– Tal y como te lo hemos explicado, Jerry. Así vale la pena que llegue el día de cobrar, ¿no?
– Más vale -repuso en tono amenazador-. ¿Cuándo empezamos?
Annabelle consultó la hora.
– Deberías recibir el correo de un momento a otro.
Bagger chasqueó los dedos y uno de sus hombres se dirigió al ordenador.
– Ya ha llegado -dijo el hombre. Pulsó varias teclas-. Lo voy a escanear varias veces para asegurarme de que no hay virus. -Al cabo de dos minutos, alzó la vista-. Bien, todo en orden.
– Ábrelo -le ordenó Bagger.
– Supongo que puedes transferir el dinero tú mismo, ¿no? -preguntó Annabelle; aunque, gracias a la minuciosa investigación previa que había efectuado, ya sabía la respuesta.
– Nuestro sistema está conectado directamente con el banco -respondió Bagger-. No me gusta que haya terceros controlándome el dinero ni sabiendo qué hago con él. Los fondos nos llegan del banco y luego nosotros los transferimos. Así es como me gusta hacer las cosas.
«A mí también», pensó Annabelle.
Diez minutos después, el millón de dólares de Jerry Bagger iba de camino a una cuenta muy especial.
– Bien, serás mi «invitada» durante las próximas cuarenta y ocho horas -le dijo Bagger a Annabelle, mientras abandonaban el despacho-. Así tendremos tiempo de conocernos mejor. -Sonrió, y recorrió con la mirada aquel cuerpo largo y esbelto.
– Perfecto -repuso Annabelle.
– Sí, perfecto -añadió Leo.
Bagger miró a Leo como si hubiera olvidado que formaba parte del trato.
– Claro -farfulló.
Durante los dos días siguientes, desayunaron, almorzaron y cenaron con Bagger. El resto del día, los hombres de Bagger vigilaban constantemente las habitaciones del hotel del casino y los acompañaban a todas partes. Annabelle se quedaba hasta bien entrada la madrugada bebiendo con el rey de los casinos y, con mucha diplomacia, se desentendía de sus insinuaciones sin que por ello él perdiera la esperanza. Le contaba algunos detalles de su «pasado»; pero otros los ocultaba para que Bagger siguiera interesado. El hablaba mucho de sí mismo, con el engreimiento y bravuconería que cabría esperar de un personaje de su calaña.
– Creo que habrías sido un buen espía, Jerry -le dijo en tono adulador, mientras se relajaban en el sofá con un par de martinis-. Eres listo y valiente, una combinación bastante inusual.
– Mira quién fue a hablar. -Bagger se le acercó y le dio una palmadita en el muslo. Luego intentó besarla, pero ella se apartó.
– Jerry, eso no me causaría más que problemas.
– ¿Quién se va a enterar? Estamos solos. Sé que ya no soy un jovencito, pero me entreno todos los días y creo que te sorprendería debajo de las sábanas, nena.
– Necesito tiempo. No es que no me atraigas, pero están pasando muchas cosas a la vez. ¿Vale? -Le dio un besito en la mejilla y Bagger cedió.
Al cabo de dos días, Bagger era cien mil dólares más rico.
– ¿Quieres probar con cinco millones, Jerry? Ganarías medio millón en intereses en cuarenta y ocho horas. -Annabelle estaba sentada con toda naturalidad en el borde del escritorio de Bagger, con las piernas cruzadas; Leo estaba en el sofá.
– Sólo si estás presente hasta que recupere el dinero -repuso Bagger.
Ella hizo una mueca.
– Es parte del trato, Jerry. Soy toda tuya.
– Eso dices. Por cierto, ¿adonde fue el dinero?
– Ya te lo he dicho, a El Banco del Caribe.
– No, me refiero a qué operación extranjera financió.
– Ella podría decírtelo, pero entonces os tendría que matar a los dos -intervino Leo. Se produjo un incómodo silencio hasta que Annabelle soltó una carcajada. Luego, Leo y Bagger hicieron lo propio; aunque, el último, de mala gana.
Al cabo de dos días, la transferencia de cinco millones de dólares regresó con medio millón de dólares más.
– ¡Joder! -dijo Bagger-, esto es mejor que emitir dinero. -Estaba otra vez en el despacho, con Annabelle y Leo-. Sé que el Tío Sam tiene mucho dinero, pero ¿cómo puede el Gobierno permitirse algo así?
Annabelle se encogió de hombros.
– No puede; por eso tenemos un déficit que supera el billón de dólares. Si necesitamos más dinero, vendemos más letras del Tesoro a los saudíes y a los chinos. No funcionará toda la vida; sin embargo, de momento, nos vale. -Miró a Bagger y le tocó el brazo con la mano-. Pero si el Tío Sam te da pena, Jerry, podrías dejarnos tu dinero sin cobrar intereses.
Bagger se rio.
– Mi lema no ha cambiado en cuarenta años: cada gilipollas mira por sus intereses.
«Y ese lema te viene como anillo al dedo», pensó Annabelle mientras le sonreía con una admiración teñida de burla.
Bagger se inclinó hacia delante, mirando a Leo:
– ¿Alguna vez das esquinazo a tu sombra? -le preguntó en voz baja.
– Depende -respondió Annabelle.
– ¿De qué?
– De lo amigos que acabemos siendo.
– Sé cómo podemos ser excelentes amigos.
– Cuéntame.
– Hacemos una transferencia de diez millones y me llevo un millón por las molestias. ¿Puede permitírselo el Tío Sam?
– Transfiere el dinero, Jerry, así de fácil.
– ¿Y te quedarás aquí hasta que me lo devuelvan?
– Nos quedaremos los dos -respondió Leo.
Bagger hizo una mueca y bajó aún más la voz para que Leo no lo oyera.
– Supongo que, si me lo cargo, tendré un problema gordo, ¿no?
– ¿Recuerdas la escoria de la escoria de la que te hablé? Si le haces daño, te harían una visita. No te lo recomiendo.
– ¡Joder! -se quejó Bagger.
– No hay para tanto, Jerry. En dos días ganarás un millón de pavos por no hacer nada, salvo comer y beber conmigo.
– Pero quiero algo más que eso, y tú lo sabes, ¿no?
– Jerry, lo supe desde que intentaste meterme mano la primera vez.
Bagger soltó una carcajada.
– Me gustas, jovencita. Eres demasiado buena para el Gobierno. Deberías trabajar para mí. Cambiaríamos la ciudad.
– Siempre estoy abierta a nuevas propuestas. Pero, de momento, ¿por qué no nos limitamos a que ganes ese millón de dólares? Quiero que puedas permitirte el lujo de costear el tren de vida al que estoy acostumbrada. -Le dio una palmadita en la mano y le hundió ligeramente una uña en la palma. Sintió que Bagger se estremecía.
– Vas a acabar conmigo, nena -gimoteó de forma patética.
«Oh, eso vendrá luego.»