Tardaron una semana entera en hacer los preparativos. Parte del trabajo consistía en dar una lista de documentos e identificaciones a Freddy. Cuando éste llegó al final de la lista, tuvo que leer la información dos veces.
– ¿Cuatro pasaportes norteamericanos?
Tony alzó la vista del ordenador.
– ¿Pasaportes? ¿Para qué?
Leo lo miró con desdén.
– ¿Qué? ¿Te crees que puedes contrariar al loco de Jerry Bagger y permanecer en el país? ¡Venga ya! Un servidor se va a Mongolia a hacer de monje durante unos años. Prefiero llevar sotana e ir en yak que dejar que Bagger me haga picadillo mientras grita que quiere que le devuelva la pasta. -Siguió trabajando en su disfraz.
– Necesitamos los pasaportes para pasar un tiempo en el extranjero, hasta que la situación se normalice.
– ¿En el extranjero? -exclamó Tony, medio levantándose de la silla.
– Jerry no es infalible, pero tampoco hay que ser idiota. Puedes ver mundo, Tony. Aprende italiano -le aconsejó Annabelle.
– ¿Y mis padres? -preguntó Tony.
– Mándales postales -gruñó Leo por encima del hombro, mientras se esforzaba por colocarse un peluquín en la cabeza.
– Anda que no es novato, el chaval.
– Los pasaportes norteamericanos son difíciles de hacer, Annabelle -dijo Freddy-. En la calle cuestan diez mil dólares.
Annabelle lo miró con dureza.
– Pues a ti te pagan seis millones y medio por hacerlos, Freddy.
El hombre tragó saliva, nervioso.
– Entiendo. Los haré. -Freddy se marchó con la lista.
– Nunca he estado en el extranjero -reconoció Tony.
– El mejor momento para ir es cuando uno es joven -dijo Annabelle, sentada a la mesa frente a él.
– ¿Tú has estado en el extranjero? -le preguntó él.
Leo se entrometió:
– ¿Estás de broma? ¿Te crees que Estados Unidos es el único lugar del mundo donde se puede estafar? ¡Ja!
– He estado fuera -respondió Annabelle.
Tony la miró nervioso.
– Pues a lo mejor podríamos viajar juntos. Podríais enseñarme sitios. Tú y Leo -añadió rápidamente-. Y seguro que Freddy también se apuntaría.
Annabelle ya había empezado a menear la cabeza.
– Nos separaremos. Cuatro personas separadas son mucho más difíciles de pillar que cuatro juntas.
– Bueno, vale, claro -dijo Tony.
– Tendrás un montón de dinero para vivir -añadió ella.
– Una mansión en algún lugar de Europa con personal propio. -Tony se animó.
– No empieces derrochando. Resulta sospechoso. Empieza con discreción y mantén la cabeza gacha. Yo te sacaré del país y, a partir de ahí, sigues tú solo. -Annabelle se inclinó hacia delante-. Y ahora voy a decirte exactamente lo que necesito de ti. -Annabelle explicó la misión de Tony con todo lujo de detalles-. ¿Te ves capaz?
– Sin problemas -repuso él de inmediato. Ella le lanzó una mirada crítica-. Mira, dejé el MIT después del segundo curso porque me aburría.
– Lo sé. Ese es el otro motivo por el que te elegí.
Tony dirigió la mirada al portátil y empezó a teclear:
– En realidad, ya lo he hecho con anterioridad: engañé al sistema más seguro del mundo.
– ¿Dónde fue eso, en el Pentágono? -preguntó Leo.
– No. En la cadena de hipermercados Wal-Mart.
Leo lo miró de hito en hito.
– ¿Me estás tomando el pelo? ¿Wal-Mart?
– Oye, los de Wal-Mart no se andan con chiquitas.
– ¿Cuánto tiempo necesitas? -preguntó Annabelle.
– Dame un par de días.
– No más de dos. Quiero probarlo.
– No me supondrá ningún problema -afirmó él con seguridad.
Leo entornó los ojos, rezó en silencio, se persignó y siguió con su peluquín.
Mientras Freddy y Tony se dedicaban a lo que les habían encomendado, Leo y Annabelle se disfrazaron y se dirigieron al Pompeii Casino. Era el mayor establecimiento de juego del paseo marítimo y uno de los más nuevos tras resurgir de las cenizas a partir de un viejo local de apuestas. El Pompeii, fiel a su nombre, también contaba con un volcán activo que entraba en «erupción» dos veces al día, a las doce del mediodía y a las seis de la tarde. El volcán no escupía lava, sino vales que podían canjearse por comida y bebida. Dado que los casinos prácticamente regalaban la comida y la bebida para que los clientes siguieran jugando, no suponía demasiado sacrificio por parte de Bagger. Sin embargo, a la gente le encantaba pensar que conseguía algo gratis. Por consiguiente, las dos erupciones del día eran una atracción asegurada; la gente empezaba temprano a hacer cola y luego se dedicaba a tirar mucho más dinero en el casino del que jamás recuperaría, en forma de comida y alcohol, de las entrañas del falso volcán.
– Menudo es Bagger para conseguir que estos idiotas hagan cola para esa mierda y luego se dejen el sueldo en sus casinos mientras engordan y se emborrachan -gruñó Leo.
– Jerry chupa la sangre a los zoquetes, en eso se basa el negocio de los casinos.
– Aún me acuerdo de cuando se inauguró el primer casino en el 78 -dijo Leo.
Annabelle asintió.
– Resorts International, mayor que cualquier casino de Las Vegas en aquella época, aparte del MGM. Al principio, Paddy pasó por aquí con alguna banda.
– ¡Pues tu viejo nunca debería haber vuelto con nosotros! -Leo encendió un cigarrillo y señaló la hilera de casinos-. Yo empecé aquí. Entonces, las plantillas de los casinos estaban formadas, sobre todo, por lugareños. Había enfermeras, conductores del camión de la basura y empleados de gasolinera que, de repente, se encontraron barajando cartas y controlando las apuestas de los dados y las mesas de la ruleta. Eran tan malos que podías estafarlos como quisieras. ¡Joder!, ni siquiera había que hacer trampa. Ganabas dinero con sólo aprovecharte de sus meteduras de pata. Eso duró unos cuatro años. Pagué la carrera universitaria de mis dos hijos con el dinero que gané en aquella época.
Ella lo miró.
– Nunca me habías hablado de tu familia.
– Ya, como si tú te explayaras con el tema.
– Conociste a mis padres. ¿Qué puedo añadir al respecto?
– Tuve hijos de muy joven. Se hicieron mayores y pasaron de mí, igual que mi señora.
– ¿Ella sabía a qué te dedicabas?
– Al cabo de un tiempo, resultaba difícil ocultarlo. Le gustaba el dinero, pero no mi forma de ganarlo. Nunca se lo contamos a los niños. No quería que se interesaran por el negocio.
– Bien hecho.
– Sí. Aun así, me abandonaron.
– No vuelvas la vista atrás, Leo; aparecen demasiados remordimientos.
El se encogió de hombros antes de sonreír.
– Aquí teníamos una ruleta cojonuda, ¿verdad? Cualquier timador es capaz de apostar con información privilegiada a los dados o el blackjack, pero sólo los verdaderos profesionales pueden hacerlo en la ruleta durante un buen rato. Es lo más parecido a un gran golpe en la mesa de un casino. -La miró con admiración-. Eras la mejor reclamadora que he visto en mi vida, Annabelle. Fría y apasionada. Los jefes de mesa picaban una y otra vez. Y tú veías si echaban humo antes que cualquiera de nosotros -añadió, refiriéndose a los desconfiados trabajadores del casino.
– Y tú eras el mejor mecánico con el que he trabajado, Leo. Incluso cuando algún problema se interponía en tu trabajo, tú seguías adelante antes de que el crupier se percatara.
– Sí, era bueno; pero tú eras igual de buena que yo con las cartas o los dados. A veces pienso que tu viejo seguía contando conmigo porque tú se lo pedías.
– Me apuntas demasiados méritos. Paddy Conroy sólo hacía lo que Paddy Conroy quería hacer. Y lo que acabó haciendo fue jodernos a los dos.
– Sí, y dejar que Bagger se cebara en nosotros. ¿Y si no hubieras sido rápida como el rayo y lo hubieras esquivado por cinco centímetros? -Miró al océano-. Quizás estaríamos en el fondo del mar.
Annabelle le quitó el cigarrillo de entre los labios.
– Y ahora que nos hemos enjabonado mutuamente con nuestros recuerdos, pongámonos manos a la obra.
Iban de camino a la entrada del casino, cuando se pararon de forma abrupta.
– Que pase el furgón de ganado -advirtió Leo.
Todos los casinos tenían autobuses fletados que empezaban a hacer cola a las once de la mañana. Desembarcaban a los pasajeros, que solían ser jubilados, para que se pasaran el día en el casino despilfarrando la pensión e ingiriendo comida basura. Luego se subían al autobús y se marchaban a casa con poco dinero para pasar el mes, pero convencidos de volver cuando recibieran el siguiente cheque de la pensión.
Leo y Annabelle observaron a las brigadas de jubilados que entraban en tropel en el Pompeii a tiempo para la primera erupción del día, y luego se colocaron detrás de ellos. Se pasaron varias horas caminando por el local e incluso jugaron a varios juegos de azar. Leo tuvo suerte con los dados; Annabelle no se separó del blackjack y ganó más de lo que apostó.
Se reunieron un poco más tarde y se tomaron una copa en uno de los bares. Mientras Leo observaba a una escultural camarera en tanga que llevaba una bandeja con bebidas a una mesa de dados en la que los apostadores iban muy fuertes, Annabelle dijo en voz baja:
– ¿Y bien?
Leo masticó unas pacanas y dio un sorbo al whisky con cola.
– Mesa de blackjack número cinco. Parece que hay gato encerrado -dijo, refiriéndose al dispositivo que contenía las barajas de naipes.
– ¿El crupier está en el ajo?
– Ah, sí. ¿Y tú qué me dices?
Annabelle tomó un trago de vino antes de responder:
– La mesa de ruleta, junto al coche que da vueltas: tenemos a un equipo de cuatro apostadores informados que no lo hace del todo mal.
– Pensaba que ahora decían a los crupieres que se fijaran bien en las apuestas. ¿Y qué me dices del ojo que todo lo ve y las micro-cámaras que tienen hoy en día?
– Ya sabes que la mesa de la ruleta es una locura, por eso es la Meca de las apuestas informadas. Y, si eres bueno, todo es posible a pesar de los adelantos de la técnica.
Leo hizo chocar su copa con la de ella.
– Eso ya lo sabíamos, ¿no?
– ¿Qué me dices de los sistemas de seguridad?
– Nada del otro mundo. Supongo que la cámara acorazada está bajo toneladas de hormigón, rodeada de un millón de tíos armados hasta los dientes.
– Menos mal que no vamos a tirar por ahí -repuso ella lacónicamente.
– Sí, supongo que no quieres estropearte la manicura. -Posó la copa-. ¿Cuántos años debe de tener Jerry?
– Sesenta y seis -respondió ella de inmediato.
– Supongo que no se habrá ablandado con la edad -dijo Leo de mal humor.
– Pues no.
Hablaba con tanta seguridad que Leo la miró con suspicacia.
– Tú investigas a la víctima, ¿recuerdas? Estafador 101.
– ¡Joder, ahí está el cabrón! -susurró Leo, y al momento desvió la mirada.
Annabelle vio a seis hombres jóvenes, altos y corpulentos, pasar por su lado. Flanqueaban a otro hombre, más bajo pero en plena forma, ancho de espaldas y con una buena mata de pelo blanco. Vestía un caro traje azul y una corbata amarilla. Jerry Bagger tenía el rostro muy bronceado y una cicatriz en una mejilla, y parecía que le habían partido la nariz un par de veces. Bajo las pobladas cejas blancas se ocultaban unos ojos astutos. Recorría el casino con la mirada, asimilando todo tipo de datos relevantes de su imperio de tragaperras, cartas y esperanzas frustradas.
En cuanto hubieron pasado de largo, Leo volvió a girarse casi sin aliento.
– El hecho de que te pongas como un flan mientras ese tipo recorre el casino no entraba en mis planes, Leo -declaró Annabelle enfadada.
Leo alzó una mano.
– No te preocupes, ya lo he superado. -Exhaló un fuerte suspiro.
– Nunca llegamos a tratar con el tipo cara a cara. Sus gorilas fueron quienes intentaron matarnos. No te puede reconocer.
– Lo sé, lo sé. -Apuró su copa-. ¿Y ahora, qué?
– Cuando llegue el momento de marcharnos, nos marchamos. Hasta entonces, seguimos el guión, ensayamos nuestras entradas y buscamos cualquier ventaja que podamos obtener, porque el cabrón de Jerry es tan impredecible que a lo mejor no basta con hacerlo todo perfecto.
– ¿Sabes? Se me había olvidado que estás hecha una buena animadora.
– Decir lo obvio no tiene nada de malo. Si nos pone en un aprieto, tenemos que estar preparados para salir airosos; o nos vamos a enterar.
– Sí, sabemos perfectamente de qué nos vamos a enterar, ¿verdad?
El y Annabelle observaron en silencio cómo Jerry Bagger y su ejército salían del casino, se montaban en una minicaravana de coches y se marchaban, quizás a romperle las rótulas a alguien por haber estafado al rey de los casinos treinta miserables dólares, mucho menos que treinta millones.