Capítulo 40

– Hoy te veo más contento de lo normal, Albert -dijo Seagra-ves mientras tomaban un café en la oficina de Trent en el Capitolio.

– Ayer hubo un gran repunte en la bolsa; mi plan de pensiones ha salido bien parado.

Seagraves deslizó un manojo de papeles sobre la mesa.

– Me alegro por ti. Ahí están los últimos datos de Inteligencia Central. Dos altos cargos se ocuparán de las sesiones informativas. Los tuyos pueden tomarse una semana para asimilar el informe, y luego programaremos un cara a cara.

Trent observó las páginas y asintió:

– Comprobaré la agenda de los miembros y te daré algunas fechas. ¿Alguna sorpresa? -añadió, mientras daba un golpecito a las páginas.

– Léelas tú mismo.

– No te preocupes, siempre lo hago.

Trent se llevaría las páginas a casa y, poco después, tendría todo lo que necesitaba para que los secretos robados de la ASN pasasen a la siguiente etapa.

Ya en el exterior, Seagraves bajó corriendo las escaleras del Capitolio. Y pensar que los espías solían dejar el material en el parque y recoger el dinero en metálico en el lugar de entrega o en el apartado de Correos, que era donde normalmente se producían las detenciones. Seagraves negó con la cabeza. No pensaba acabar en la CIA con personajes como Aldrich Ames y otros títeres que jugaban a ser espías. Como asesino gubernamental, se había obsesionado hasta por el más mínimo detalle. Como espía, no veía motivo alguno para cambiar de modus operandi.

En esos momentos, le preocupaba otro detalle. El topo de Fire Control, Inc., lo había llamado para comunicarle una desagradable noticia. La noche anterior habían pillado a dos tipos saliendo a hurtadillas del almacén, pero los de seguridad habían tenido que entregarlos al FBI. Seagraves había llamado a sus contactos del FBI y, al parecer, esa detención no había tenido lugar. El topo también le había dicho que los de seguridad habían visto a un tercer tipo alejándose a toda prisa de las inmediaciones de Fire Control y que luego se había subido a una cafetera, un Nova. La descripción del coche y del hombre encajaba con alguien que le sonaba mucho, aunque no lo conocía personalmente. Decidió que había llegado el momento de poner remedio a esa situación. En un mundo en el que los detalles lo eran todo, nunca se sabía lo útil que podría llegar a resultar un cara a cara.

Caleb llegó al trabajo temprano y se topó con Kevin Philips, el director en funciones, abriendo las puertas de la sala de lectura. Charlaron un rato sobre Jonathan y los proyectos en marcha de la biblioteca. Caleb le preguntó si estaba al tanto del nuevo sistema antiincendios y Philips respondió que no.

– No creo que informaran de ello a Jonathan -le dijo Philips-. Dudo mucho que supiera qué gas se usaba.

Cuando Philips se hubo marchado, y antes de que llegaran los demás, Caleb rebuscó en el escritorio y sacó un pequeño destornillador y un bolígrafo linterna. Se colocó de espaldas a la cámara de vigilancia, se guardó los objetos en el bolsillo y entró en la cámara. Se encaminó rápidamente hacia la planta superior y se detuvo junto al conducto de ventilación, sin mirar hacia el lugar donde había muerto su amigo. Abrió la tapa con el destornillador y comprobó que era fácil sacar los tornillos, como si alguien hubiera hecho lo mismo recientemente. Dejó la tapa junto a la columna de las estanterías e iluminó el interior. Al principio no vio nada extraño; pero, al alumbrar por doquier por tercera vez, lo vio: un pequeño agujero de tornillo en la pared del fondo del conducto. Eso habría servido para colgar la cámara. Sostuvo la tapa en alto y la observó con atención. A juzgar por la ubicación del tornillo y la rejilla doblada, la cámara habría tenido una visión completa de la sala.

Caleb atornilló la tapa de nuevo y salió de la cámara. Llamó a Stone y le comunicó lo que había descubierto. Se disponía a empezar a trabajar cuando entró alguien.

– Hola, Monty. ¿Qué llevas ahí?

Monty Chambers, el restaurador jefe de la biblioteca, estaba de pie junto al escritorio de Caleb y llevaba varios tomos. Todavía llevaba el delantal verde puesto y la camisa remangada.

Doctrina y el Constable's Pocket-Book -respondió de forma escueta.

– Has estado trabajando duro. Ni siquiera sabía que estuvieras restaurando Doctrina. -Juan de Zumárraga, primer obispo de México, había escrito La Doctrina breve. Databa de 1544 y tenía el honor de ser el libro completo más antiguo del hemisferio occidental que había sobrevivido el paso de los siglos. El Constable databa de 1710.

– Me lo pidió Kevin Philips -repuso Chambers-hace tres meses. También el Constable. Detalles nimios, pero tenía trabajo acumulado. ¿Los llevas a la cámara? ¿O los llevo yo?

– ¿Qué? Ah, ya los llevo yo. Gracias. -Caleb cogió con cuidado los libros envueltos y los colocó en la mesa. Trató de pensar en el hecho de que, entre Doctrina y el Constable, tenía en sus manos un valioso fragmento de la historia.

– Pronto comenzaré con el de Faulkner -farfulló Chambers-. Me llevará tiempo. El deterioro por culpa del agua es peliagudo.

– Vale, perfecto, me parece bien. Gracias. -Mientras Chambers se volvía para marcharse, Caleb añadió-: Esto… Monty.

Chambers se dio la vuelta con expresión impaciente.

– ¿Si?

– ¿Has echado un vistazo al Libro de los Salmos últimamente?

– A Caleb se le había ocurrido algo terrible mientras estaba en la cámara y, al coger los libros de Chambers, esa teoría de pesadilla se había materializado en forma de pregunta.

Chambers lo miró con recelo.

– ¿El Libro de los Salmos? ¿Para qué? ¿Le pasa algo?

– Oh, no, no. Sólo que hace tiempo que no lo veo. Años, de hecho.

– Yo tampoco. No es un libro que se compruebe así como así. Por Dios, está en la sección de tesoros nacionales.

Caleb asintió. Tenía autorización para ver cualquier libro de la cámara, pero el Libro de los Salmos y otros tomos eran considerados «tesoros nacionales», la categoría más importante de la biblioteca. Esas obras estaban numeradas y alojadas en una sección especial de la cámara. En caso de desencadenarse una guerra o catástrofe natural, se trasladarían a un emplazamiento seguro. Con un poco de suerte, algún superviviente disfrutaría de esos libros.

– Hace mucho tiempo, les dije que deberíamos restaurar la tapa y rehacer las puntadas de refuerzo y reforzar el lomo, todo ello reversible, por supuesto -dijo Chambers con inusual locuacidad-, pero no lo tuvieron en cuenta. No sé por qué. Ahora que, si no hacen algo, el Libro de los Salmos no aguantará mucho más. ¿Por qué no se lo dices?

– Lo haré. Gracias, Monty.

Cuando Chambers se hubo marchado, Caleb se preguntó qué haría. ¿Y si el ejemplar del Libro de los Salmos de la biblioteca había desaparecido? Por Dios, eso era imposible. Hacía por lo menos tres años que no veía el libro. No cabía duda de que se parecía al que Jonathan tenía en su colección. Seis de las once copias existentes del Libro de los Salmos estaban incompletas y en distintos estadios de deterioro. La edición de Jonathan estaba completa, aunque en malas condiciones, similar a la de la biblioteca. El único modo de saberlo a ciencia cierta era echar un vistazo al ejemplar de la biblioteca. Kevin Philips le permitiría verlo. Se inventaría alguna excusa, tal vez argüiría lo que Chambers acababa de decirle. Sí, eso sería lo mejor.

Después de firmar en el registro la devolución de los libros que le había traído Chambers, llamó a Philips. Aunque parecía un tanto perplejo, Philips le permitió comprobar el Libro de los Salmos. Por motivos de seguridad, y para impedir que luego lo acusasen de haber estropeado el libro, Caleb fue con otro bibliotecario. Tras examinar el libro, confirmó que Chambers estaba en lo cierto y había que restaurarlo. Sin embargo, no sabía si era el mismo libro que había visto hacía tres años. Se parecía, pero también se parecía al de la biblioteca de Jonathan. Si Jonathan había robado el de la biblioteca y lo había sustituido por una falsificación, entonces el libro que Caleb había visto hacía tres años tampoco habría sido el verdadero.

«Un momento. ¡Qué estúpido!», pensó. La biblioteca empleaba, para los libros raros, un código secreto en la misma página para verificar su propiedad. Abrió el libro en una página determinada y la hojeó. ¡Allí estaba el símbolo! Respiró aliviado, aunque el alivio le duró poco. El símbolo podría haber sido falsificado, sobre todo por alguien como Jonathan. ¿Tenía el ejemplar de Jonathan ese símbolo? Lo comprobaría. Si lo tenía, significaría que Jonathan había robado el libro de la biblioteca. ¿Qué haría entonces? Maldijo el día en que lo nombraron albacea literario de DeHaven. «Creía que te caía bien, Jonathan», se dijo.

Se pasó el resto de la tarde ocupándose de varias peticiones de investigadores, la consulta de un coleccionista importante, un par de llamadas internacionales de universidades de Inglaterra y Suiza y de los socios de la sala de lectura.

Jewell English y Norman Janklow estaban allí. Aunque tenían la misma edad y los dos eran coleccionistas empedernidos, nunca se hablaban; es más, se evitaban. Caleb sabía cómo había comenzado el enfrentamiento; fue uno de los momentos más dolorosos de su vida laboral. Un día, English le había expresado a Janklow su entusiasmo por las Dime Novels de Beadle. La respuesta del hombre había sido un tanto inesperada, por no decir algo peor. «Los Beadle son bazofia, envoltorios para las masas frívolas y, encima, envoltorios de poca calidad.»Como era de esperar, Jewell English no se había tomado muy bien ese comentario hiriente sobre su pasión literaria, y no pensaba quedarse de brazos cruzados. Sabedora de cuál era el autor favorito de Janklow, le había dicho que Hemingway era, como mucho, un escritorzuelo de segunda que usaba un lenguaje sencillo porque era el único que conocía. El hecho de que le hubieran dado el Nobel por producir sin parar esa porquería desprestigiaba para siempre ese premio. Por si eso fuera poco, English le dijo que Hemingway no le llegaba ni a la suela de los zapatos a F. Scott Fitzgerald y -Caleb se abochornó al recordarlo-le había insinuado que el gran cazador y pescador prefería los hombres a las mujeres y, cuanto más jóvenes, mejor.

Janklow se había puesto tan rojo que Caleb había estado seguro de que al pobre le iba a dar un infarto. Ésa fue la primera y única vez que Caleb se vio obligado a separar a dos socios de la sala de lectura de Libros Raros, ambos con setenta años bien entrados. Habían estado a punto de acabar a tortas y Caleb les había arrebatado los libros que tenían en la mesa para impedir que los empleasen como armas. Los había reprendido por aquel comportamiento, e incluso había amenazado con retirarles sus privilegios de la sala de lectura si no se tranquilizaban. Janklow parecía querer atizarle, pero Caleb se mantuvo firme. No le costaría nada reducir a aquel arrugado viejecito.

De vez en cuando, Caleb alzaba la vista para asegurarse de que no volviera a repetirse un altercado como aquél. Janklow leía un libro mientras jugueteaba con el lápiz sobre el papel y, de tanto en tanto, se limpiaba las gafas gruesas. Jewell English estaba absorta en su libro. De repente, levantó la vista y vio que Caleb la miraba, cerró el libro y le hizo un gesto para que se acercara.

– ¿Recuerdas el Beadle que te mencioné? -le susurró English en cuanto Caleb se sentó a su lado.

– Sí, la joya de la corona.

– Lo tengo, lo tengo. -Aplaudió en silencio.

– Felicidades, maravilloso. ¿Está en buen estado?

– Oh, sí, de lo contrario te habría llamado. Tú eres el experto.

– Bueno -dijo Caleb con modestia. Le tomó la mano entre las suyas nudosas. Tenía más fuerza de la que aparentaba.

– ¿Te gustaría venir a verlo algún día?

Caleb trató de zafarse de aquella garra, pero ella no cedía.

– Oh, esto… tendré que comprobar el calendario. O mejor, la próxima vez que vengas, dime algunas fechas y veré si puedo.

– Oh, Caleb, yo siempre estoy disponible -le dijo en tono coqueto.

– Qué suerte, ¿no? -Trató de zafarse de nuevo, pero ella se mantenía firme.

– Pues elijamos una fecha ahora -le dijo con dulzura.

Desesperado, Caleb miró a Janklow, que los observaba con recelo. Janklow y Jewell solían pelearse por disponer del tiempo de Caleb como dos lobos por un trozo de carne. Tendría que pasar unos minutos con Janklow antes de marcharse para equilibrar la situación o el viejecito se quejaría durante semanas. Sin embargo, mientras Caleb lo miraba, se le ocurrió algo.

– Jewell, creo que si se lo pides, a Norman le encantaría ver tu nuevo Beadle. Estoy seguro de que se arrepiente sobremanera de su último arrebato.

English le soltó la mano de inmediato.

– No hablo del trabajo con neandertales -repuso irritada. Abrió el bolso para que Caleb lo inspeccionara y salió a toda prisa de la sala.

Caleb se frotó la mano sonriendo y estuvo un rato con Janklow, dándole las gracias en silencio por ayudarle a deshacerse de English. Luego retomó su trabajo.

Sin embargo, no dejaba de pensar en el Libro de los Salmos, el difunto Jonathan DeHaven y el también difunto presidente de la Cámara, Bob Bradley, y, finalmente, Cornelius Behan, un contratista de Defensa rico y adúltero que, al parecer, había asesinado a su vecino.

Y pensar que había elegido la profesión de bibliotecario porque detestaba la presión. Tal vez debería solicitar un puesto en la CIA para ponerse al día.


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