La mañana siguiente amaneció despejada y cálida. Stone y los demás dejaron el hotel, y se llevaron a Trent en un baúl grande que cargaron en una furgoneta. En el interior de ésta, Stone se agachó para darle a Albert Trent una inyección en el brazo con una de las jeringas. Al cabo de un minuto, el hombre abrió los ojos de par en par. Al hacerlo, Trent miró como un loco a su alrededor e intentó incorporarse.
Stone le puso una mano en el pecho y luego desenvainó un cuchillo que llevaba en el cinturón. Sujetando el filo delante de la temblorosa cara de Trent, lo deslizó entre la piel del hombre y la mordaza, para cortar la tela.
– ¿Qué estás haciendo? Trabajo para el Gobierno federal. Puedes ir a la cárcel por esto -dijo Trent con voz temblorosa.
– Ahórrate el discursito, Trent. Lo sabemos todo, y si no haces ninguna tontería, te intercambiaremos por Caleb Shaw de una forma sencilla y limpia. Sin embargo, si no cooperas, te mataré con mis propias manos, a no ser que prefieras pasar el resto de tu vida en la cárcel por traición.
– No tengo ni idea…
Stone levantó el filo.
– Esto no es precisamente lo que yo llamo cooperación. Tenemos el libro, la clave y las pruebas de que delataste a Bradley para que le mataran. También sabemos lo de Jonathan DeHaven y Cornelius Behan. Casi me añadiste a mí y a ella en tu lista, pero decidimos que aún no había llegado nuestra hora.
Stone inclinó la cabeza, mirando a Annabelle.
– Si ordenas a unos matones que se echen encima de gente que ha entrado en tu casa para luego intentar matarles, deberías evitar que el espejo capte tu reflejo, Al. Si por mí fuera, te cortaría el cuello y tiraría tu cuerpo al vertedero, porque ahí es donde se deja la basura, ¿no? -explicó Annabelle, sonriendo.
Stone le quitó las esposas de las manos y los pies.
– Se trata de un intercambio de una persona por otra. Nos dan a Caleb y te liberamos.
– ¿Cómo puedo estar seguro de que lo haréis?
– Del mismo modo que Caleb; tienes que confiar en que así será. ¡Ahora levántate!
Trent se levantó con piernas temblorosas y miró a los demás, que estaban a su alrededor en la parte trasera de la furgoneta.
– ¿Sois los únicos que lo sabéis? Si habéis llamado a la policía…
– ¡Cállate de una vez! -gritó Stone-. Espero que tengas tu pasaporte falso y los billetes de avión a punto.
Reuben abrió las puertas de la furgoneta y bajaron todos, con Trent en medio.
– Dios mío -dijo Trent, al ver a la muchedumbre-. ¿Qué diablos ocurre aquí?
– ¿Acaso no lees los periódicos? Es la Feria Nacional del Libro en el Mall -explicó Stone.
– Y hay una manifestación contra la pobreza -añadió Milton.
– En total, doscientas mil personas -dijo Reuben, metiendo baza-.Qué día tan maravilloso en la capital. Leer libros y luchar contra la pobreza -dijo, empujando a Trent en el costado-. Andando, mamón; no queremos llegar tarde.
El National Mall tenía unos tres kilómetros de largo, y se extendía entre el Lincoln Memorial por la izquierda y el Capitolio por la derecha, y estaba rodeado de museos enormes e imponentes edificios gubernamentales.
La Feria Nacional del Libro era un evento anual y ya superaba la cifra de los cien mil asistentes. Se habían erguido carpas del tamaño de un circo por toda la avenida, adornadas con pancartas que señalaban dónde estaban las obras de Ficción, Historia, Literatura Infantil, Novelas de Suspense y Poesía, entre otras. En estas carpas, escritores, ilustradores, cuenta-cuentos y otros atraían a un gran público, que estaba embelesado con sus lecturas y anécdotas.
En Constitution Avenue la manifestación contra la pobreza se dirigía hacia el Capitolio. Después, muchos manifestantes disfrutarían de la feria del libro, que era gratis y estaba abierta al público.
Stone había escogido el punto de intercambio con sumo cuidado, gracias a la información que le había proporcionado Alex Ford. Estaba cerca del Smithsonian Castle en Jefferson Street. Con miles de personas alrededor, sería casi imposible que un tirador consiguiera disparar y acertar, incluso de cerca. En la mochila Stone llevaba el dispositivo que le permitiría completar esta misión adecuadamente, porque cuando tuviera a Caleb sano y salvo, no tenía ninguna intención de permitir que Albert Trent y sus compañeros espías huyeran.
– Delante, a las dos en punto, al lado del aparcamiento para las bicis.
Stone asintió y avistó a Caleb; estaba de pie en una pequeña zona ajardinada parcialmente rodeado por un seto que le llegaba a la altura de la cintura, con una gran fuente ornamentada detrás. Ofrecía cierta intimidad y protegía de la multitud. Detrás de Caleb había dos hombres encapuchados que llevaban gafas de sol oscuras. Stone estaba seguro de que iban armados, pero también sabía que los francotiradores federales estaban colocados en el tejado del castillo, con las miras globulares sin duda ya apuntando a los hombres. Sin embargo, sólo dispararían si fuera necesario. También sabía que Alex Ford ayudaba a coordinar la operación.
Stone observó a Caleb, intentando atraer su atención, pero había tanta gente alrededor que era difícil. Caleb parecía muy asustado, lo cual era normal, pero Stone detectó algo más en la expresión de su amigo que no le gustó: desesperación.
Fue entonces cuando Stone vio que Caleb tenía algo en el cuello.
– ¡Dios mío! -murmuró-. Reuben, ¿lo ves?
– ¡Qué cabrones! -exclamó el grandullón sorprendido.
Stone se dirigió a Milton y Annabelle, quienes les seguían detrás.
– ¡Apartaos!
– ¿Qué? -preguntó Annabelle.
– Pero, Oliver… -protestó Milton.
– ¡Haced lo que os digo! -espetó Stone.
Los dos se detuvieron. Annabelle parecía especialmente dolida por la orden de Stone, y Milton estaba paralizado. Reuben, Stone y Trent avanzaron hasta estar cara a cara con Caleb y sus captores.
Caleb se quejaba de algo pero no se oía por el ruido de la fuente que tenía detrás, y señalaba lo que parecía un collar de perro que llevaba en el cuello.
– ¿Oliver?
– Ya lo sé, Caleb; ya lo sé.
Stone señaló el dispositivo y se dirigió a los hombres encapuchados.
– ¡Quitádselo inmediatamente!
Ambos hombres movieron la cabeza. Uno sostenía una cajita negra con dos botones.
– Sólo cuando estemos lejos y a salvo.
– ¿Pensáis que voy a permitir que os marchéis dejando a mi amigo con una bomba atada al cuello?
– En cuanto nos hayamos marchado, la desactivaremos -respondió el hombre.
– ¿Y se supone que tengo que creeros?
– Exactamente.
– Pues no os marcharéis y si detonáis la bomba, moriremos todos.
– No es una bomba -explicó el mismo hombre, levantando la caja-. Si pulso el botón rojo, tu amigo se tragará suficientes toxinas como para matar a un elefante. Habrá muerto antes de que suelte el botón. Si pulso el botón negro, el sistema quedará desactivado y podrás quitarle el collar sin que se libere el veneno. No intentes robarme el dispositivo a la fuerza, y si un francotirador dispara, pulsaré el botón involuntariamente por acto reflejo. -Colocó el dedo sobre el botón rojo y sonrió ante el dilema que sin duda se le presentaba a Stone.
– ¿Estás disfrutando con esto, capullo? -espetó Reuben.
El hombre no dejaba de mirar a Stone.
– Suponemos que tienes la zona rodeada de policías para que se abalancen sobre nosotros cuando tu amigo esté a salvo, así que perdónanos por haber tomado precauciones.
– ¿Cómo sé que no pulsarás el botón cuando ya te hayas ido? Y no me vuelvas a contar lo de la confianza otra vez porque me cabreo.
– Mis órdenes fueron no matarte a menos que no nos dejéis huir. Si podemos marcharnos, vivirá.
– ¿Adonde tienes que llegar exactamente para desactivar el veneno?
– No muy lejos. En tres minutos nos habremos largado. Sin embargo, si tenemos que esperar demasiado, pulsaré el botón rojo.
Stone miró a Caleb, luego a Reuben, que estaba furioso, y de nuevo a Caleb.
– Caleb, escúchame. Tenemos que confiar en ellos.
– Oh, Dios mío, Oliver. Por favor, ayúdame.
Caleb no parecía dispuesto a confiar en nadie.
– Lo haré, Caleb; lo haré. -Stone habló con desesperación-: ¿Cuántos dardos cargados hay en este puto trasto?
– ¿Qué? -preguntó el hombre sorprendido.
– ¡Cuántos!
– Dos. Uno en la izquierda y otro en la derecha.
Stone se giró y le dio la mochila a Reuben mientras le susurraba algo.
– Si morimos, no permitas que sea en vano.
Reuben cogió la mochila y asintió, pálido, pero reaccionando con firmeza.
Stone se giró de nuevo y levantó la mano izquierda.
– Déjame meter la mano debajo del collar para que el dardo izquierdo me dispare a mí en vez de a mi amigo.
El hombre parecía totalmente aturdido.
– Pero entonces moriréis los dos.
– Lo sé. ¡Moriremos juntos!
Caleb dejó de temblar y miró directamente a Stone.
– Oliver, no puedes hacer esto.
– Caleb, cállate -ordenó Stone, ahora dirigiéndose al hombre-. Dime dónde tengo que poner la mano.
– No sé si esto es…
– ¡Dímelo! -gritó Stone.
El hombre señaló un punto, y Stone introdujo la mano en la estrecha ranura, tocando ahora con su piel la de Caleb.
– Bien-dijo Stone-. ¿Cuándo sabré que lo has desactivado?
– Cuando la luz roja que hay al lado se ponga verde -explicó el hombre, señalando una burbujita de cristal carmesí del collar-. Luego podrás abrir el cierre y el collar se abrirá de golpe. Sin embargo, si intentas abrirlo antes, disparará el veneno automáticamente.
– De acuerdo -dijo, mirando a Trent-. Llevaos a esta escoria de aquí.
Albert Trent se liberó de las garras de Reuben y se fue hacia los hombres encapuchados. Cuando empezaban a marcharse, Trent se giró y sonrió.
– Au revoir!
Stone no dejó de mirar a Caleb. También estaba hablando a su amigo en voz baja, incluso mientras los mirones se acercaban y señalaban lo que debía de parecer una escena bastante inusual: un hombre con la mano metida debajo del collar de otro hombre.
– Respira profundamente, Caleb. No nos matarán. No nos matarán. Respira profundamente.
Comprobó su reloj. Habían pasado sesenta segundos desde que los hombres se habían marchado con Trent y habían desaparecido entre la multitud.
– Dos minutos más y podremos marcharnos a casa. Vamos bien, muy bien -dijo, mirando su reloj-. Noventa segundos. Ya casi estamos. Aguanta conmigo. Aguanta conmigo, Caleb.
Caleb estaba sujetando el brazo de Stone; era como el apretón de la muerte. Estaba ruborizado, respiraba de forma entrecortada, pero seguía en pie, firme.
– Estoy bien, Oliver -dijo finalmente.
En un momento dado un agente de la policía del parque se dispuso a acercarse a ellos, pero dos hombres vestidos con monos blancos que habían estado limpiando cubos de basura le interceptaron y se lo impidieron. Ya habían comunicado la situación a los francotiradores, que se habían retirado.
Mientras tanto, Milton y Annabelle se habían acercado, y Reuben les había susurrado lo que estaba ocurriendo. Milton estaba horrorizado y se le saltaban las lágrimas, y Annabelle se cubrió la boca con una mano temblorosa, observando a los dos hombres pegados el uno al otro.
– Treinta segundos, Caleb. Ya casi estamos.
Stone iba mirando fijamente la luz roja del collar mientras contaba los segundos.
– Bueno, diez segundos y estaremos libres.
Stone y Caleb hicieron la cuenta atrás moviendo los labios sin emitir ningún sonido. Sin embargo, la luz no cambió a verde. Caleb no lo veía.
– Oliver, ¿puedes quitármelo ya?
En ese momento incluso a Stone empezaron a flaquearle los nervios, aunque no se le ocurrió ni un solo instante quitar la mano de donde la tenía. Cerró los ojos un segundo, esperando el pinchazo de la aguja y el veneno subsiguiente.
– ¡Oliver! -Era Annabelle quien le llamaba-. Mira.
Stone abrió los ojos y contempló la preciosa gotita de color verde de la burbuja.
– ¡Reuben! Ayúdame-gritó.
Reuben acudió como una flecha, y juntos abrieron el collar y se lo quitaron a Caleb del cuello. El bibliotecario cayó de rodillas mientras los demás le rodeaban. Cuando finalmente miró hacia arriba, agarró la mano de Stone.
– Ha sido el acto más valiente que he visto jamás, Oliven. Gracias -se deshizo en agradecimientos.
Stone miró a los demás y entonces comprendió lo que sucedía. Reaccionó en el acto.
– ¡Al suelo! -gritó.
Cogió el collar y lo lanzó por encima del seto, para que acabara en la gran fuente.
Al cabo de dos segundos el collar estalló y mandó geiseres de agua y fragmentos de cemento por los aires. La muchedumbre del Mall se dejó llevar por el pánico y empezó a correr. Stone y los demás se levantaron con cuidado.
– Dios mío, Oliver. ¿Cómo lo has sabido? -preguntó Caleb.
– Es una vieja táctica, Caleb, para que nos reuniéramos y bajáramos la guardia. Me dijo dónde estaban las agujas del veneno en el collar porque sabía que lo que nos mataría sería la bomba, no el veneno, si es que lo había.
Stone cogió la mochila de Reuben y sacó un objeto pequeño y plano, con una pantallita. En ella, se apreciaba un punto rojo que se movía a toda velocidad.
– Acabemos con esto -dijo.