Era la oscuridad propia de los interrogatorios. Stone lo advirtió en cuanto se despertó. Estaba tan oscuro que no sólo no se veía el cuerpo, sino que parecía como si no lo tuviera. Estaba descalzo, dolorosamente de puntillas, y tenía las manos atadas encima de la cabeza. En aquel lugar hacía mucho frío. En esos sitios siempre hacía frío, porque el frío desgastaba más rápido que el calor. Se percató de que lo habían desnudado de pies a cabeza.
– ¿Despierto? -oyó que le preguntaba una voz desde la oscuridad.
Stone asintió.
– Dilo -ordenó la voz.
– Despierto -repuso Stone. Les daría lo imprescindible, nada más. Ya había pasado por eso en una ocasión, aunque hacía tres décadas, cuando una misión había salido mal y había acabado prisionero en un lugar en el que ningún norteamericano habría querido serlo.
– ¿Nombre?
Eso era exactamente lo que había estado temiendo.
– Oliver Stone.
Recibió un fuerte golpe en la nuca que lo dejó aturdido durante unos instantes.
– ¿Nombre?
– Oliver Stone -respondió lentamente, mientras se preguntaba si el golpe le habría destrozado el cráneo.
– Lo dejaremos así por el momento, Oliver. ¿DeHaven? -preguntó la voz.
– ¿Quién?
Stone sintió algo en la pierna. Trató de apartarlo de una patada, pero se dio cuenta de que tenía las piernas inmovilizadas. Aquella cosa se le deslizaba como una serpiente por la pierna derecha. Respiró hondo y trató de no sucumbir al pánico. No podía ser una serpiente; se trataba de una simulación, pensó. Entonces, fuera lo que fuera aquello, comenzó a presionarle la carne, no a morder, pero la presión iba en aumento. «Joder, parece una puta serpiente. ¿Tal vez una boa?» En aquella oscuridad, incluso alguien tan curtido como Stone comenzó a flaquear.
– ¿DeHaven? -preguntó la voz de nuevo.
– ¿Qué quieres saber?
La presión disminuyó un poco, pero seguía estando presente a modo de intimidación nada sutil.
– ¿Cómo murió?
– No lo sé.
La presión se intensificó de inmediato. Le había rodeado el estómago. Le costaba respirar hondo. Le dolían los brazos y las piernas y parecía que el tendón de Aquiles le estallaría por llevar tanto rato de puntillas.
– Creo que lo asesinaron -jadeó Stone.
La presión disminuyó de nuevo. Aprovechó para respirar hondo y los pulmones se le expandieron, no sin dolor.
– ¿Cómo?
Stone trató de pensar qué debía decir. No tenía ni idea de quiénes eran esas personas y no quería hablar más de la cuenta. No respondió, y la presión desapareció por completo. Perplejo, se relajó. Debería haber sido más cauto.
Cayó al suelo en cuanto soltaron las ligaduras. Sintió que le levantaban unas manos fuertes y enguantadas. Extendió el brazo de forma instintiva y lo golpeó contra algo duro; era metálico y de cristal, cerca de donde estaría la cara de su captor. «Llevan un equipo de visión nocturna», pensó.
Lo trasladaron a otro lugar. Al cabo de unos instantes, lo colocaron sobre un objeto duro, una especie de tablón largo, y lo ataron. Luego le inclinaron la cabeza hacia atrás y se la cubrieron de celofán. El agua le golpeó con fuerza y le hundió el celofán en ojos, boca y nariz. Le entraron arcadas. Se trataba de una técnica de tortura muy eficaz. Había pocas cosas más terribles que morir ahogado; sobre todo boca abajo atado a un tablón en la más completa oscuridad.
De repente, el chorro paró y le arrancaron el celofán. En cuanto hubo respirado, le hundieron la cabeza en el agua fría. Tuvo arcadas de nuevo y trató de soltarse. El corazón le palpitaba de tal manera que sabía que moriría de un ataque al corazón antes de ahogarse.
Le sacaron la cabeza del agua. Vomitó, y el vómito le cubrió la cara.
– ¿Cómo? -preguntó la voz en tono sereno.
«Claro, el tipo que hace las preguntas siempre está tranquilo -pensó Stone mientras intentaba sacudirse el vómito de los ojos-. Seguramente está en un sala cómoda y cálida con una taza de café mientras me sacan la mierda a hostias.»-Asfixiado -espetó-, ¡igual que acabaré yo, gilipollas!
Eso le costó otro chapuzón. Lo había hecho a propósito, para que el agua le quitase el vómito de la cara. Stone había respirado hondo antes de que le hundieran la cabeza, por lo que cuando se la sacaron se había recuperado un poco.
– ¿Cómo? -preguntó la voz.
– No con halón 1301, con otra sustancia.
– ¿Cuál?
– Todavía no lo sé. -Stone sintió que le iban a sumergir la cabeza de nuevo-. Pero puedo averiguarlo -gritó desesperado.
La voz no replicó de inmediato. Stone lo interpretó como una buena señal. Los interrogadores detestaban titubear.
– Hemos leído tus diarios -dijo la voz-. Estabas informándote sobre Bradley. ¿Por qué?
– Parecía demasiado casual, su muerte y luego la de DeHaven.
– No tienen nada en común.
– ¿Eso crees?
Stone respiró hondo, pero le mantuvieron la cabeza sumergida tanto tiempo que estuvo a punto de ahogarse. Cuando le levantaron la cabeza, parecía que el cerebro le iba a estallar por falta de oxígeno, y las extremidades le temblaban; el cuerpo comenzaba a no responderle.
– ¿Qué crees que tienen en común? -preguntó la voz.
– Te falta un chapuzón para matarme; así que, si ése es tu plan, ¿por qué no acabas de una vez? -dijo con voz débil. Se preparó para lo peor, pero no ocurrió nada.
– ¿Qué crees que tienen en común? -repitió la voz.
Stone respiró a duras penas y se planteó si debía responder ono. Si no era lo que querían oír, era hombre muerto. Pero ya estaba casi muerto.
Se armó de valor.
– Cornelius Behan -respondió.
Se preparó para el chapuzón final, pero la voz le preguntó:
– ¿Por qué Behan?
– Bradley era de anticorrupción. Behan había ganado dos contratos importantes durante el viejo régimen. Tal vez Bradley averiguó algo que Behan no quería que se supiera. Así que lo mató, quemó su casa y culpó a una banda terrorista ficticia.
Se produjo un largo silencio. Lo único que Stone oía era los angustiados latidos de su corazón cansado. Resultaba aterrador, pero al menos estaba vivo.
– ¿DeHaven?
– Es el vecino de Behan.
– ¿Eso es todo? -repuso la voz, claramente decepcionada.
Stone sintió que le inclinaban la cabeza de nuevo.
– ¡No, no es todo! Encontramos un telescopio en el desván de DeHaven que apuntaba hacia la casa de Behan. DeHaven tal vez vio algo que no debería. Así que también tenía que morir, pero no como Bradley.
– ¿Por qué no?
– Que alguien quisiera cargarse al presidente no sería extraño, pero DeHaven era bibliotecario, y Behan, su vecino. Tenía que parecer un accidente lejos de sus casas. De lo contrario, más de uno acusaría a Behan.
Stone esperó en silencio, preguntándose si la respuesta habría sido la correcta o no.
Dio un respingo al sentir un tirón en el brazo. Cerró los ojos, exhaló lentamente y permaneció inmóvil.
Desde un rincón de la sala, Roger Seagraves observó cómo sus hombres se llevaban a Stone. Era un tipo duro para su edad. Seagraves supuso que hace treinta años Stone habría sido tan bueno como lo era él. Al menos, ahora sabía que Stone sospechaba que Cornelius Behan era el culpable de todo. Precisamente por eso, Oliver Stone seguiría con vida.