Aquella misma noche, mientras cenaban en Los Ángeles, Annabelle reveló a Leo detalles del plan, incluso la idea de encontrar a dos cómplices.
– Me parece bien, pero ¿qué me dices de la estafa perfecta? Eso no me lo has contado.
– Vayamos por partes -le respondió ella mientras tocaba la copa de vino y recorría el fastuoso comedor con la mirada en busca de posibles víctimas.
«Respira hondo, encuentra a un zoquete.» Se apartó la melena pelirroja de la cara y estableció contacto visual durante unos instantes con un tipo que se hallaba tres mesas más allá. Aquel capullo llevaba una hora comiéndose con los ojos a Annabelle -enfundada en un minúsculo vestido negro-, y señalándola sin disimulo mientras su humillada acompañante echaba humo en silencio. Entonces el hombre se humedeció los labios y le guiñó un ojo.
«Vaya, vaya, muy logrado, pero no tienes ni idea de con quién te las estás viendo.»Leo interrumpió sus pensamientos:
– Mira, Annabelle, no voy a timarte. Joder, he venido hasta aquí.
– Sí, has venido hasta aquí pagando yo.
– Somos socios, puedes contármelo. Mantendré la boca cerrada.
Annabelle desvió la mirada hacia él mientras terminaba su cabernet.
– Leo, no te esfuerces. Ni siquiera tú sabes mentir tan bien.
Un camarero se acercó y le tendió una tarjeta.
– De aquel caballero de allí-dijo, señalando al hombre que la había estado mirando con lascivia.
Annabelle tomó la tarjeta. Decía que el hombre era cazatalentos. Resultaba muy útil que en el dorso de la misma hubiera escrito el acto sexual concreto que le gustaría hacer con ella.
«Muy bien, señor cazatalentos. Te lo has buscado.»Mientras se dirigía a la salida, se detuvo en una mesa en la que había cinco hombres rechonchos ataviados con trajes oscuros de raya diplomática. Les dijo algo y todos se rieron. Le dio una palmadita en la cabeza a uno y un beso en la mejilla a otro de unos cuarenta años con las sienes plateadas y hombros corpulentos. Todos se echaron a reír otra vez por algo que dijo Annabelle. A continuación, se sentó y charló con ellos unos minutos. Leo la miró con curiosidad cuando Annabelle se levantó de la mesa y pasó de largo en dirección a la salida.
A la altura de la mesa del cazatalentos, éste le dijo:
– Oye, nena, llámame. En serio. Estás tan buena que me has puesto cachondo.
Annabelle cogió rápidamente un vaso de agua de la bandeja de un camarero que se cruzó con ella.
– Pues entonces refréscate, semental. -Le lanzó el agua a la entrepierna y él se levantó de un salto.
– ¡Joder! ¡Pagarás por esto, puta loca!
Su acompañante se tapó la boca para disimular la risa.
Antes de que el hombre tuviera tiempo de agarrarla, Annabelle estiró el brazo y le sujetó la muñeca.
– ¿Ves a esos chicos de ahí? -Asintió hacia los cinco hombres trajeados que miraban al hombre con expresión hostil. Uno de ellos hizo crujir los nudillos. Otro se introdujo la mano en la americana y la dejó allí-. Estoy segura de que me has visto hablando con ellos, porque no me has quitado los ojos de encima en toda la noche. Son la familia Moscarelli. Y el del extremo es mi ex, Joey Júnior. Aunque ahora ya no soy oficialmente de la familia, nunca se deja de pertenecer al clan Moscarelli.
– ¿Moscarelli? -dijo el hombre con aire desafiante-. ¿Quiénes cono son?
– Eran la tercera familia de crimen organizado en Las Vegas antes de que el FBI los echara, a ellos y a todos los demás. Ahora han vuelto a dedicarse a lo que mejor se les da: controlar los gremios de escoria de Newark y la Gran Manzana. -Le apretó el brazo-. Así que, si tienes algún problema con los pantalones mojados, estoy segura de que Joey podrá arreglarlo.
– ¿Te parece que me voy a tragar esa trola? -espetó el hombre.
– Si no me crees, vete a hablar con él.
El hombre volvió a echar un vistazo a la mesa. Joey Júnior sostenía un cuchillo de trinchar con su mano regordeta mientras uno de los otros hombres intentaba retenerlo en el asiento.
Annabelle le apretó el brazo un poco más.
– ¿ O quieres que le diga a Joey que venga aquí con alguno de sus amigos? No te preocupes, ahora está en libertad condicional, así que no puede darte una buena paliza sin que los federales se cabreen.
– ¡No, no! -exclamó el hombre alarmado, apartando la mirada del violento Joey Júnior y el cuchillo de trinchar antes de añadir con voz queda-: La verdad es que no es para tanto, sólo un poco de agua. -Se sentó e intentó secarse la entrepierna empapada con una servilleta.
Annabelle se dirigió a la mujer que lo acompañaba, que intentaba, sin conseguirlo, reprimir las carcajadas.
– ¿Te parece gracioso, guapa? -preguntó Annabelle-. Resulta que nos estábamos riendo todos de ti, no contigo. ¿Dónde está tu orgullo? A este paso los mierdas como él serán los únicos gusanos con los que compartirás cama hasta que seas tan vieja que nadie moverá un dedo por ti. Ni siquiera tú.
La mujer dejó de reírse.
– Vaya -dijo Leo mientras salían del restaurante-, y yo perdiendo el tiempo leyendo a Dale Carnegie cuando lo único que necesitaba era disfrutar de tu compañía.
– Déjalo, Leo.
– Bueno, vale, pero ¿y la familia Moscarelli? Venga ya. ¿Quiénes eran realmente?
– Cinco contables de Cincinnati con ganas de echar un polvo esta noche.
– Has tenido suerte de que parecieran tipos duros.
– No ha sido suerte. Dije que un amigo y yo ensayábamos en público la escena de una película. Que en Los Ángeles es normal hacer estas cosas. Les pedí que me ayudaran, que tenían que parecer mañosos; ya sabes, hacer que el ambiente fuera el más propicio para ensayar nuestro diálogo. Les comenté que, si lo hacían bien, incluso podrían tener un papel en la película. Seguramente sea lo más emocionante que han hecho en mucho tiempo.
– Sí, pero ¿cómo sabías que ese capullo intentaría pescarte al salir?
– Oh, no sé, Leo, a lo mejor ha sido por la tienda de campaña en la que se habían convertido sus pantalones. ¿O acaso te crees que le he tirado el agua a la entrepierna por casualidad?
Al día siguiente, Annabelle y Leo iban a velocidad de crucero por Wilshire Bulevard (Beverly Hills) en un Lincoln azul oscuro de alquiler. Leo observaba detenidamente las tiendas por las que pasaban.
– ¿Cómo has conseguido seguirle la pista?
– Lo de siempre. Es joven y no tiene demasiada experiencia callejera, pero su especialidad es el motivo por el que estoy aquí.
Annabelle estacionó en una plaza de parking y señaló el escaparate de una tienda que tenían delante.
– Bueno, ahí es donde el as de la tecnología esquilma a los clientes.
– ¿Cómo es?
– Muy metrosexual.
Leo la miró con socarronería.
– ¿Metrosexual? ¿Qué cono es eso? ¿Un nuevo tipo de homosexual?
– Está claro que tienes que salir más, Leo, y mejorar tus conocimientos de informática.
Al cabo de unos minutos, Annabelle entró con Leo en una bou-tique de ropa lujosa. Les recibió un joven esbelto y apuesto vestido de riguroso negro, el pelo rubio engominado hacia atrás, con una moderna barba incipiente de un día.
– ¿Hoy estás aquí solo? -le preguntó Annabelle, mirando a la rica clientela de la tienda. Sabía que eran ricos porque los zapatos más baratos costaban mil dólares, lo cual daba derecho al afortunado propietario a ir tropezando por los campos de golf hasta torcerse el talón de Aquiles.
El asintió:
– Pero me gusta trabajar en la tienda. Soy muy servicial.
– No lo dudo -respondió Annabelle con un susurro.
Esperó a que los otros clientes se marcharan de la tienda y puso el cartel de CERRADO en la entrada. Leo llevó una blusa de mujer a la caja mientras Annabelle se paseaba por detrás del mostrador. Entregó la tarjeta de crédito, pero al dependiente se le escurrió de entre los dedos y el hombre se agachó para recogerla. Cuando se incorporó, se encontró a Annabelle detrás de él.
– Este aparato que tienes aquí es realmente ingenioso -dijo ésta, mirando la maquinita por la que el dependiente acababa de pasar la tarjeta de Leo.
– Señora, no puede ponerse detrás del mostrador -le dijo él frunciendo el ceño.
Annabelle hizo caso omiso del comentario:
– ¿Lo has montado tú?
– Es una máquina antifraude -repuso él con firmeza-. Confirma que la tarjeta es válida. Comprueba los códigos de encriptación que incorpora el plástico. Aquí hemos visto muchas tarjetas de crédito robadas, así que el dueño nos dio instrucciones de que la utilizáramos. Lo intento hacer de la forma más discreta posible para que nadie se ofenda. Supongo que lo entiende.
– Oh, lo entiendo perfectamente. -Annabelle pasó la mano por detrás del dependiente y empujó la máquina-. Tony, esto sirve para leer el nombre y el número de cuenta, y el código de verificación que incluye la banda magnética para falsificar la tarjeta.
– O, mejor dicho, para vender los números a una red de falsificadores de tarjetas -añadió Leo-. Así no tienes que ensuciarte tus manos de metrosexual.
Tony los miró a los dos.
– ¿Cómo sabéis cómo me llamo? ¿Sois policías?
– Ah, mucho mejor que eso -repuso Annabelle, pasándole el brazo por los esbeltos hombros-. Somos gente como tú.
Dos horas más tarde, Annabelle y Leo caminaban por el muelle de Santa Mónica. Hacía un día espléndido, y la brisa del océano transportaba ráfagas de un aire deliciosamente cálido. Leo se secó la frente con un pañuelo, se quitó la chaqueta y se la colgó del hombro.
– Joder, se me había olvidado el buen tiempo que hace aquí.
– Un clima benigno y las mejores víctimas del mundo -dijo Annabelle-. Por eso estamos aquí. Porque las mejores víctimas están…
– Donde están los mejores estafadores -Leo acabó la frase por ella.
Annabelle asintió:
– Bueno, es él, Freddy Driscoll, el príncipe heredero de los documentos falsos.
Leo miró hacia delante entrecerrando los ojos para protegerse del sol y leyó el pequeño cartel que coronaba el puesto al aire libre.
– ¿El paraíso del diseño?
– Eso es. Haz lo que te he dicho.
– ¿De qué otra forma pueden hacerse las cosas, si no?
Se acercaron a la mercancía expuesta, compuesta de vaqueros, bolsos de diseño, relojes y accesorios varios. El hombre entrado en años que estaba al lado del puesto los saludó cortésmente. Era bajito y rechoncho, pero tenía un rostro agradable; bajo el sombrero de paja que llevaba le asomaban mechones de pelo blanco.
– Vaya, están bien de precio -comentó Leo, mientras examinaba los artículos.
El hombre sonrió orgulloso.
– Me ahorro los gastos que implica tener una tienda moderna; sólo sol, arena y océano.
Examinaron la mercancía, eligieron unos cuantos artículos y Annabelle tendió al hombre un billete de cien dólares para pagarle.
Este lo cogió, se enfundó unas gafas de cristal grueso, sostuvo el billete en un ángulo determinado y se lo devolvió enseguida.
– Lo siento, señora, pero este billete es falso.
– Tiene toda la razón -dijo ella, con toda tranquilidad-. Pero me ha parecido justo pagar artículos falsos con dinero falso.
El hombre ni siquiera parpadeó, se limitó a sonreírle con benevolencia.
Annabelle examinó el billete como había hecho el hombre.
– El problema es que ni siquiera el mejor falsificador es capaz de duplicar el holograma de Franklin si se mira el billete desde este ángulo, porque para eso se necesitaría una imprenta de doscientos millones de dólares. Sólo hay una en Estados Unidos, y ningún falsificador tiene acceso a ella.
– Así que coges un lápiz de cera y haces un bosquejo del viejo Abraham -intervino Leo-. Así, el listo que compruebe el billete ve un pequeño destello y le parece haber visto el holograma.
– Pero tú te has dado cuenta -señaló Annabelle-. Porque tú también usabas esa táctica para falsificar billetes. -Tomó unos vaqueros-. Pero, a partir de ahora, yo le diría a tu proveedor que se tome la molestia de estampar la marca en la cremallera, como hace el fabricante original. -Dejó los vaqueros y cogió un bolso-.Y que haga una puntada doble en la correa. Es otra señal delatora.
Leo cogió un reloj que estaba a la venta.
– Y las manecillas de los auténticos Rolex se mueven sigilosamente, no hacen tictac.
– No puedo creer que me hayan vendido mercancía falsa -dijo el hombre. Hace unos minutos he visto a un policía en el muelle. Iré a buscarlo. No se marchen, seguro que querrá tomarles declaración.
Annabelle le sujetó el brazo con sus dedos largos y ágiles.
– No desperdicies tu tapadera con nosotros -dijo-. Hablemos.
– ¿De qué? -preguntó con desconfianza.
– Dos golpes modestos y una gran estafa -respondió Leo, lo cual hizo que al hombre se le iluminara el semblante.