Después del inolvidable espectáculo de Annabelle, Caleb se recuperó lo suficiente para, al menos, fingir que trabajaba. Al cabo de un rato lo interrumpió Kevin Philips, que entró en la sala de lectura y se acercó a su escritorio.
– Caleb, ¿puedes salir un momento? -le dijo con voz queda.
Caleb se puso en pie.
– Por supuesto, Kevin, ¿qué ocurre?
Philips parecía muy preocupado y habló en voz baja:
– La policía está fuera. Quieren hablar contigo.
Entonces Caleb notó que todos los órganos se le contraían; aunque su mente analizaba a toda velocidad todas las catástrofes posibles por las que la policía quería hablar con él. ¿Habían pillado a la dichosa mujer con el libro adherido a la ingle y ésta había confesado nombrándolo a él como cómplice? ¿Acaso Jewell English había descubierto lo ocurrido y denunciado el robo de las gafas a las autoridades, y todas las flechas apuntaban a él? ¿Acaso él, Caleb Shaw, iba a morir electrocutado en la silla eléctrica?
– Eh, Caleb, ¿puedes levantarte y acompañarme? -dijo Philips.
Caleb alzó la mirada hacia él y se dio cuenta de que se le había resbalado la silla y se había caído al suelo. Se puso en pie como pudo, pálido, y habló, fingiendo la mayor sorpresa de que fue capaz.
– Me pregunto para qué querrán hablar conmigo, Kevin. -«Dios mío, que no me manden a una prisión de alta seguridad, por favor.»Al salir, Philips lo encomendó a la policía, representada por dos agentes vestidos con trajes holgados y de expresión inescrutable yse escabulló rápidamente mientras Caleb lo miraba con cara de pena. Los dos hombres acompañaron a Caleb a un despacho vacío. Tardaron en cubrir la distancia porque a Caleb le costaba que las piernas le respondieran de forma sincronizada. Todo intento de hablar era infructuoso debido a la falta absoluta de saliva en la boca. «¿Todavía había bibliotecas en las cárceles? ¿Tendría que ser la perra de alguien?»El hombre más fornido de los dos aposentó el trasero en una mesa mientras Caleb se quedaba rígido junto a la pared, esperando a que le leyeran sus derechos, lo esposaran y su vida respetable tocara a su fin. De bibliotecario a criminal, la caída había sido increíblemente rápida. El otro hombre introdujo la mano en el bolsillo y extrajo un llavero.
– Son las llaves de la casa de DeHaven, señor Shaw. -Caleb las cogió con mano temblorosa-. Su amigo Reuben Rhodes las llevaba encima.
– Yo no lo llamaría amigo, más bien conocido -soltó Caleb.
Los dos agentes intercambiaron una mirada.
– De todos modos, también queríamos informarle de que ha sido puesto en libertad sin fianza -dijo el más corpulento.
– ¿Significa eso que ya no se le considera sospechoso?
– No. Pero hemos investigado su pasado y el de él. Por ahora, lo dejaremos así.
Caleb miró las llaves.
– ¿Puedo ir a la casa o está prohibido?
– Hemos concluido el registro probatorio de la residencia de DeHaven, así que puede ir cuando quiera. Pero, ¡eh!, por si acaso no vaya al desván.
– Quería revisar su colección de libros. Soy su albacea literario.
– Los abogados nos lo contaron.
Caleb miró a su alrededor.
– ¿Puedo irme?
– A no ser que tenga algo más que contarnos… -dijo el hombre corpulento inquisitivamente.
Caleb miró un punto indefinido entre ellos dos.
– Pues… buena suerte con la investigación.
– Vale. -Bajó del escritorio y los dos agentes dejaron a Caleb allí y cerraron la puerta tras ellos.
Caleb se quedó un rato allí, aturdido y sin dar crédito a la buena suerte que había tenido. Luego se sorprendió. ¿Por qué habían dejado marchar a Reuben? ¿Y por qué le habían dado las llaves de la casa de Jonathan? ¿Se trataba de un montaje? ¿Estaban esperándolo en el exterior para abalanzarse sobre él y decir, quizá, que había robado las llaves o que intentaba huir? Caleb sabía que estas cosas pasaban, había visto estos escándalos en la televisión por cable.
Abrió la puerta muy lentamente y asomó la cabeza. El pasillo estaba vacío. En la biblioteca reinaba la normalidad. No vio ningún indicio de la posible presencia de un equipo SWAT. Caleb esperó otro par de minutos, pero no pasó nada. Como era incapaz de entender la situación, cayó en la cuenta de que había una cosa que ya no podía posponer más. Se marchó pronto del trabajo y fue lo más rápido posible a la casa de DeHaven. Entró en la cámara y fue directo a la caja fuerte situada detrás del cuadro. Necesitaba ver si el libro llevaba la marca de la biblioteca. Introdujo la combinación y abrió la puerta. Entonces volvieron a bloqueársele los órganos.
El Libro de los Salmos no estaba allí.
Cuando por la noche se reunieron en casa de Stone, contaron con la presencia del recién liberado Reuben. Después de felicitar a su amigo, Stone escribió en un trozo de papel: «Preferiría que no habláramos aquí.» Acto seguido, anotó una serie de instrucciones mientras los otros parloteaban.
Milton y Caleb salieron de la casita al cabo de treinta minutos. Veinte minutos después salieron Reuben y Annabelle. Una hora después de que oscureciera, las luces de la casita de Stone se apagaron, y media hora más tarde Stone reptaba por las hierbas altas del cementerio. Salió por un agujero de la verja de hierro forjado que se hundía a lo largo de una lápida grande.
Tras una serie de curvas pronunciadas por la zona antigua de Georgetown, Stone se reunió con los demás en un callejón. Abrió una puerta de madera que había detrás de un contenedor y les hizo señas para que entraran. Cerró la puerta con llave detrás de ellos y encendió una pequeña lámpara de techo. El lugar no tenía ventanas, así que daba igual encender la luz. Había cajones de embalaje y unas cuantas sillas desvencijadas en las que se sentaron. Annabelle recorrió el interior frío, húmedo y sucio con la mirada.
– Está claro que sabes cómo hacer disfrutar a una dama -bromeó-. ¿Este sitio está disponible para fiestas?
– Escuchemos lo que nos tienes que decir-dijo Stone.
Annabelle dedicó unos minutos a informar a los demás sobre el descubrimiento que habían hecho ella y Caleb. Pasó las gafas y el libro a Stone, mientras Caleb guardaba un silencio atípico. Stone observó las gafas y el libro.
– Tienes razón. Parece una clave.
– ¿Quién iba a poner claves en los libros de la biblioteca?
Stone dejó el libro y las gafas. Milton cogió las gafas, se las puso y empezó a leer el libro.
Reuben se frotó el mentón.
– ¿Guarda alguna relación con el asesinato de Behan? Estaba metido en la industria de la defensa y los servicios secretos. Sabe Dios que esos sectores están llenos de espías.
Stone asintió.
– Puede que no vayas desencaminado, pero creo que la cosa va un poco más allá. -Explicó lo que él y Milton habían descubierto en el Federalist Club, y la conversación con Dennis Warren.
– O sea que el tal Albert Trent se quedó en el Comité de Inteligencia -dijo Annabelle-. ¿Qué significa eso?
Reuben habló:
– Significa que tendría acceso a secretos que vale la pena vender, creedme. Cuando trabajé en la DIA, manteníamos reuniones constantes con el Capitolio. Todos los miembros del Comité de Inteligencia y su gabinete tienen acceso a información altamente confidencial.
– Pero los espías tienen fama de no contárselo todo al Congreso -dijo Milton, alzando la vista del libro-. ¿Es posible que Trent supiera algo de suficiente valor como para venderlo?
– Recuerda -intervino Stone-que Trent no siempre trabajó ahí. Estuvo en la CIA.
– Así que quizá tenga contactos allí. Allí, en la ASN, en el NIC, en todo el alfabeto -comentó Reuben-. Podría haber montado un colmado del espionaje.
– Pero, ¿cómo se pasa de ser un topo como Trent a mandar claves secretas en libros raros? -preguntó Annabelle, mientras cambiaba de postura en la vieja silla en la que estaba sentada y se frotaba el muslo, dolorido después de arrancarse el celo para sacar el libro.
– No lo sé -reconoció Stone-. Tenemos que averiguar más cosas sobre la tal Jewell English. Si consiguiéramos que hablara, podríamos llegar a la fuente. A estas alturas, ya se habrá dado cuenta de que no tiene las gafas.
– ¿Conseguir que hable? -exclamó Reuben-. Oliver, no podemos colocarla encima de un potro y torturarla hasta que confiese.
– Pero sí podemos ir al FBI, enseñarles el libro y las gafas, contarles nuestras teorías y que actúen ellos -sugirió Stone.
– Has dado en el clavo -afirmó Reuben-. Cuanta más distancia haya entre ellos y nosotros, sean quienes sean, mejor.
Stone miró a Caleb, que no había abierto la boca y que estaba sentado en un rincón con expresión desconsolada.
– Caleb, ¿qué te pasa?
El bibliotecario rechoncho tomó aire rápidamente, pero no miró a la cara a ninguno de ellos.
Annabelle, preocupada, tomó la palabra.
– Caleb, siento haber sido tan dura contigo. La verdad es que lo has hecho muy bien. -Se mordió el labio cuando acabó de decir la mentira.
El negó con la cabeza.
– No es eso. Tienes razón, soy un inepto total para hacer las cosas que tú haces.
– ¿De qué va esto? -preguntó Stone, impacientándose.
Caleb respiró hondo y alzó la mirada.
– Hoy ha venido la policía a la biblioteca. Me han dado las llaves de la casa de Jonathan. Lo primero que he hecho ha sido ir a comprobar la colección. -Se calló, miró a Annabelle, se inclinó hacia delante y le susurró a Stone al oído-: Han robado el Libro de los Salmos.
Stone se quedó paralizado durante unos instantes, mientras Milton y Reuben observaban a Caleb.
– No me digas que han robado el libro -preguntó Milton, y Caleb asintió con expresión desconsolada.
– ¡Eh!, si cinco son multitud, yo me largo. Tampoco es que me interesen tanto los libros -dijo Annabelle.
– ¿Cómo pueden habérselo llevado? -preguntó Stone, levantando la mano para que ella no se marchara.
– No lo sé. Se necesita la combinación para entrar en la cámara y abrir la caja fuerte. Y ninguna de las dos estaba forzada.
– ¿ Quién más sabe las combinaciones? -inquirió Reuben.
– No lo sé seguro.
– Bueno, el abogado las sabe -afirmó Stone-. Él tenía las llaves y la combinación de la cámara principal. Quizá se anotara la combinación e hiciera un duplicado de las llaves antes de dártelas.
– Es verdad, no se me había ocurrido. Pero ¿y la pequeña caja fuerte? El no tenía esa combinación.
– Si te paras a pensar -dijo Stone-, quizá sí la tuviera. Me refiero a que no era tan difícil. Si el abogado conocía bien a Jonathan y le había visitado en la sala de lectura, podría habérsele ocurrido. O tal vez Jonathan le diera la combinación, pero no te la dijo por algún motivo.
– Si pensaba robarlo, ¿por qué no lo hizo antes de reunirse conmigo? -planteó Caleb-. Así yo nunca habría sabido que el libro estaba ahí.
Stone estaba desconcertado.
– Cierto. Aunque sigo sin creerme que esté relacionado con los asesinatos.
Caleb gimió.
– Perfecto, pero Vincent Pearl me matará cuando se entere. Esta iba a ser la joya de la corona de su carrera. Seguro que me acusa de haberlo robado.
– Bueno, a lo mejor lo robó él -declaró Milton, alzando la vista del libro.
– ¿Cómo? No ha podido entrar en la casa y no tenía las llaves ni las combinaciones -dijo Caleb-. Y sabe perfectamente que el libro es imposible de vender sin los documentos adecuados. No podría ganar dinero con él. Lo detendrían enseguida.
Todos permanecieron en silencio hasta que Reuben habló.
– Lo del libro es una mala noticia pero no nos olvidemos de nuestro objetivo principal. Mañana vamos al FBI. Por lo menos ya es algo.
– ¿Qué hacemos con Jewell English? -preguntó Milton.
Caleb se irguió en el asiento, probablemente agradecido de dejar de pensar en el Libro de los Salmos robado.
– Si vuelve a la biblioteca, le diré que puedo buscar sus gafas en «objetos perdidos». -¡Joder!, si es una espía, probablemente ya haya salido del país -dijo Reuben.
– Quizá no sepa todavía que no tiene las gafas -dijo Stone-. Sólo las usa para buscar las letras cifradas. Eso significa que quizá no las saca del bolso hasta que llega a la sala de lectura.
– O sea que si se las devolvemos antes de que se dé cuenta de que no las tiene, quizá no sospeche -dijo Caleb.
– Las necesitaremos para el FBI, pero si explicamos nuestro plan, quizá nos dejen devolvérselas y la vigilen -dijo Reuben-. Así ella obtiene más claves, se las pasa a quien sea, y el FBI está ahí para pescarlos.
– Buen plan -convino Stone.
– En realidad, no lo es -dijo Milton de repente-. No podemos llevar el libro al FBI.
Todas las miradas se volvieron hacia él. Mientras habían estado hablando, él había releído el fino volumen, pasando las páginas cada vez más rápido. Se quitó las gafas y sostuvo el libro con mano temblorosa.
– ¿Por qué no? -preguntó Caleb, molesto.
Milton le pasó las gafas y el libro a Caleb a modo de respuesta.
– Averígualo tú mismo.
Caleb se puso las gafas y abrió el libro. Pasó una página y luego otra y otra más. Desesperado, llegó rápidamente al final. Lo cerró de golpe con una expresión en el rostro medio airada y medio incrédula.
Stone, entornando los ojos de preocupación, dijo:
– ¿Qué pasa?
– Las letras ya no están resaltadas -respondió Caleb lentamente.