Albert Trent y Roger Seagraves estaban reunidos en el despacho de Trent, en el Capitolio. Seagraves acababa de entregarle a Trent un archivo con información. Trent haría una copia del documento y lo introduciría en el sistema de admisión del comité. El archivo original llevaba incorporados secretos de gran trascendencia para el Pentágono que detallaban la estrategia militar de Estados Unidos en Afganistán, Irak e Irán. Trent emplearía un método de descodificación pre acordado para extraer los secretos de las páginas.
– ¿Tienes un momento? -preguntó Seagraves, cuando hubieron terminado con ese asunto.
Pasearon por los jardines del Capitolio.
– Hay que ver, Roger, la suerte que tuviste con Behan y que hayan culpado al otro tío -dijo Trent.
– A ver si entiendes una cosa, Albert: nada de lo que yo hago tiene que ver con la suerte. Vi una oportunidad y la aproveché.
– Vale, vale, no te lo tomes a mal. ¿Crees que mantendrán las acusaciones?
– Lo dudo. No sé por qué estaba ahí, pero estaba espiando la casa de Behan. Y es amigo de Caleb Shaw, el de la sala de lectura. Y, encima, el tío que pillé y con el que «hablé», ese tal Oliver Stone, pertenece al mismo grupo.
– Shaw es el albacea literario de DeHaven. Por eso ha estado yendo a la casa.
Seagraves miró a su colega con desdén.
– Lo sé, Albert. Tuve un cara a cara con Shaw para organizar una jugada futura si fuera necesario. No sólo piensan en libros. El tío al que interrogué había ocupado un puesto muy especial en la CIA.
– No me lo habías dicho -se quejó Trent.
– No hacía falta que lo supieras, Albert. Ahora ya lo sabes.
– ¿Por qué necesito saberlo ahora?
– Porque lo digo yo. -Seagraves miró hacia el edificio Jeffer-son, donde se encontraba la sala de lectura de Libros Raros-. Esos tíos también han estado husmeando por Fire Control, Inc. El contacto que tengo allí me dijo que habían restregado la pintura de una de las bombonas que sacaron de la biblioteca. O sea que probablemente supieran lo del CO2.
Trent palideció.
– Esto no pinta bien, Roger.
– No empieces a angustiarte tan pronto, Albert. Tengo un plan. Siempre tengo un plan. Hemos recibido el último pago. ¿Cuándo podrías traspasar lo nuevo?
Trent consultó la hora.
– Mañana, como muy pronto; pero será muy justo.
– Asegúrate de ello.
– Roger, a lo mejor deberíamos dejarlo correr.
– Tenemos muchos clientes a los que atender. No sería un buen negocio.
– Tampoco sería un buen negocio ir a la cárcel por traición.
– Oh, yo no pienso ir a la cárcel, Albert.
– Eso no lo sabes con seguridad.
– Sí que lo sé. Porque a los muertos no los meten en la cárcel.
– Vale, pero no hace falta que nos pongamos así. A lo mejor deberíamos plantearnos tomarnos las cosas con más calma. Dejar que la situación se enfríe.
– Las situaciones raras veces se enfrían, una vez caldeadas. Seguiremos haciendo lo que hasta ahora y, como he dicho, tengo un plan.
– ¿Te importaría explicármelo?
Seagraves hizo caso omiso de la pregunta.
– Esta noche voy a hacer otra recogida. Y ésta podría llegar a los diez millones si es tan buena como creo. Pero mantén los ojos y los oídos bien abiertos. Si sospechas algo raro, ya sabes dónde encontrarme.
– ¿Crees que tendrás que… en fin… volver a matar?
– Una parte de mí sin duda lo desea. -Seagraves se marchó.
Esa misma noche Seagraves fue en coche al Kennedy Center a ver una interpretación de la Orquesta Sinfónica Nacional, la OSN. El Kennedy Center, sencillo y cuadrado y situado a orillas del Potomac, se suele considerar uno de los edificios conmemorativos más sosos construido en honor de un presidente muerto. A Seagraves no le importaba la estética de la estructura. Tampoco le importaba la OSN. Sus atractivas facciones y el cuerpo musculoso y alto atrajo las miradas de muchas mujeres con las que se cruzó por el vestíbulo camino del auditorio donde tocaba la OSN. No les prestó atención. Su presencia allí se debía únicamente al trabajo.
Más tarde, durante el breve descanso, Seagraves salió con otros asistentes del auditorio a tomar algo y echar un vistazo a la tienda de recuerdos. También hizo una parada en el lavabo de caballeros. Después, las luces bajaron de intensidad para indicar el comienzo de la última parte del programa. Volvió a entrar en la sala con la muchedumbre.
Al cabo de una hora se tomó una copa en un bar de noche situado frente al Kennedy Center. Se sacó el programa del bolsillo lateral de la chaqueta y lo observó detenidamente. Claro que no era su programa. Se lo habían introducido en el bolsillo durante la aglomeración, al regresar a la sala. Era imposible que alguien lo hubiera visto. Los espías que rodeaban a las muchedumbres eran un blanco fácil. Por eso Seagraves abrazaba a las masas, por la protección que ofrecían.
Cuando volvió al taller de su casa, Seagraves extrajo los secretos de las páginas del «programa» y los convirtió al formato adecuado para enviar a Albert Trent la próxima vez que lo viera. Sonrió. Lo que tenía ante sus ojos era nada más y nada menos que los últimos elementos que necesitaba para las claves de descodificación de comunicados diplomáticos de alto nivel procedentes del Departamento de Estado y dirigidas a sus delegaciones en el extranjero. Entonces pensó que diez millones de dólares era demasiado poco. Tal vez veinte millones. Así pues, Seagraves decidió que empezaría en veinticinco millones para tener cierto margen de maniobra. Realizaba todas las negociaciones a través de varios sitios de chat en Internet, previamente acordados. Y los secretos no se entregaban hasta que recibía el dinero en su cuenta numerada.
Había tomado la muy razonable determinación de no confiar en nadie con quien negociaba. De todos modos, él era honrado debido a la eficacia del libre mercado. La primera vez que cobrara dinero sin entregar la mercancía, se quedaría sin trabajo. Y probablemente, además se lo cargarían.
Lo único que podía trastornar sus planes era una panda de viejos con la costumbre de fisgonear. Si sólo hubiera sido el bibliotecario, no se preocuparía demasiado. Pero el Triple Seis era miembro del grupo, un hombre a quien no había que menospreciar. Seagraves notó que se estaba formando otra tormenta. Por ese motivo, cuando había secuestrado a Stone y lo había torturado, se había llevado una de sus camisas, y la añadiría a su colección si surgía la necesidad.