Capítulo 61

A la mañana siguiente en la biblioteca se produjo un gran revuelo. El asesinato de Norman Janklow, tan pronto después de la muerte de DeHaven, conmocionó a todo el edificio Jefferson. Cuando Caleb llegó al trabajo, la policía y el FBI ya estaban interrogando a todo el mundo. Caleb se esforzó al máximo por responder a las preguntas con frases cortas. Pero la presencia de los dos agentes de Homicidios que le habían devuelto las llaves de DeHaven no ayudó demasiado. Notaba que no le quitaban los ojos de encima. ¿Acaso le había visto alguien en casa de Jewell? ¿Habían encontrado sus huellas? Encima Reuben había sido puesto en libertad a tiempo para cometer el asesinato. ¿Sospechaban también de él? Era imposible de saber.

A continuación le vino a la cabeza el Beadle que Annabelle se había llevado. Hoy lo había traído. Había resultado relativamente fácil aunque Caleb seguía siendo un manojo de nervios. Los guardias no revisaban los bolsos a la entrada sino a la salida y sólo pasaban por la máquina de rayos X los bolsos de los visitantes. De todos modos, la presencia de la policía hacía que estuviera más tenso. Exhaló un suspiro de alivio después de soportar estoicamente el acoso de las autoridades y guardar el libro en su escritorio.

Cuando apareció un restaurador con libros renovados para devolver a la cámara, Caleb se ofreció voluntario a hacerlo. Eso le brindaba la oportunidad perfecta de colocar el Beadle en su sitio. Dejó la novela barata en una pila con los demás volúmenes y entró en la cámara. Ordenó los tomos restaurados y se dirigió a la sección donde se guardaban los Beadle. Sin embargo, cuando se dispuso a deslizar el libro en la estantería, se dio cuenta de que el celo que Annabelle había utilizado para sujetárselo al muslo había rasgado un extremo de la cubierta al tirar de él.

– Perfecto, suponía que sería un poco más cuidadosa, teniendo en cuenta que robó el dichoso libro -farfulló.

Tendría que llevar el Beadle al Departamento de Restauración. Salió de la cámara, rellenó los impresos necesarios e introdujo la petición de restauración en el sistema informático. Acto seguido fue por los túneles hasta el edificio Madison, sin apenas mirar la sala en la que había estado la bombona de gas que había matado a Jonathan DeHaven. Al llegar al Departamento de Restauración, entregó el libro a Rachel Jeffries, una mujer que realizaba un trabajo muy minucioso y además rápido.

Tras charlar un poco con ella sobre las últimas malas noticias, Caleb volvió a la sala de lectura y se sentó a su escritorio. Observó el espacio que le rodeaba, tan hermoso, tan perfecto para la contemplación y tan vacío en esos momentos después de la muerte de dos hombres relacionados con ella.

Se sobresaltó cuando se abrió la puerta y apareció Kevin Philips, muy afligido y afectado. Hablaron unos minutos. Philips le dijo a Caleb que estaba planteándose dimitir.

– Esto es demasiado para mí-explicó-. Desde que Jonathan murió he adelgazado cinco kilos. Luego asesinaron a su vecino y ahora ha muerto Janklow, por lo que la policía no cree que Jonathan muriera por causas naturales.

– Pues a lo mejor tienen razón.

– ¿Tú qué crees que está pasando, Caleb? Esto es una biblioteca. No deberían pasarnos estas cosas.

– Ojalá supiera qué contestar, Kevin.

Más tarde Caleb habló con Milton, que había estado muy atento a lo que publicaban y retransmitían los medios de comunicación. Informó de que se especulaba mucho sobre la muerte de Janklow pero que no se había informado de la causa oficial. Jewell English había alquilado aquella casa hacía dos años. La única relación entre la mujer y el difunto eran sus visitas regulares a la sala de lectura. Ahora English había desaparecido. La investigación sobre su pasado había llegado a un callejón sin salida. Al parecer no era quien fingía ser. Tal vez Janklow tampoco lo fuera.

«¡Menuda sorpresa!», pensó Caleb cuando colgó después de hablar con Milton. Cada vez que se abría la puerta de la sala de lectura, Caleb se ponía tenso. Aquel lugar que durante tanto tiempo*había sido un remanso de paz y respetabilidad se había convertido en una pesadilla recurrente. Lo único que quería era salir de sus profundidades asfixiantes. «¡Asfixiante! Cielos, qué palabra tan desafortunada se me ha ocurrido.» Sin embargo, se quedaba allí porque era su trabajo y, aunque en otros aspectos de la vida era débil e impulsivo, se tomaba su profesión muy en serio. No era de extrañar que hoy no hubiera ningún lector en la sala. Por lo menos eso permitiría a Caleb ponerse al día de ciertas tareas. Sin embargo, no iba a poder ser. De repente le entró hambre y decidió salir a buscar un sandwich.

– ¿Señor Foxworth? -dijo Caleb cuando el hombre alto y apuesto le abordó en la calle delante del edificio Jefferson.

Seagraves asintió y sonrió.

– Por favor… Bill, ¿recuerdas? Hoy iba a venir a verte. -De hecho, Seagraves había estado esperando que Caleb saliera.

– Voy a buscar un sándwich. Seguro que alguien podrá ayudarle a encontrar un libro en la sala de lectura.

– Bueno, de hecho me preguntaba si te gustaría ver mis libros.

– ¿Qué?

– Mi colección. Está en mi despacho. Está a pocas manzanas de aquí. Pertenezco a un grupo de presión especializado en la industria petrolera. Para mi trabajo vale la pena estar cerca del Capitolio.

– Me lo imagino.

– ¿Crees que podrías dedicarme unos minutos? Sé que es mucho pedir.

– De acuerdo. ¿Le importa si me compro un sandwich para el camino? Es que no he almorzado.

– De ninguna manera. También quería decirte que tengo por un plazo de cinco días obras de Ann Radcliffe y Henry Fielding para inspeccionar.

– Excelente. ¿Qué libros?

The Romance of the Forest, de Radcliffe, y Vida y andanzas de Joseph Andrews, de Fielding.

– Muy bien elegidos, Bill. Radcliffe era una genio de las novelas góticas de misterio. La gente que piensa que las novelas de terror actuales son exageradas debería leer a Radcliffe. Sus escritos sí que dan miedo. Joseph Andrews es una buena parodia de Pamela de Richardson. Lo irónico de Fielding es que era un poeta consumado que se hizo famoso gracias a las novelas y las obras de teatro. Dicen que su obra de teatro más conocida, Tom Thumb, consiguió que Jonathan Swift se riese por segunda vez en su vida. -Caleb se rio por lo bajo-. No estoy seguro de cuándo fue la primera vez pero tengo unas cuantas teorías.

– Fascinante -dijo Seagraves mientras iban calle abajo-. La cuestión es que el marchante de Filadelfia que me proporcionó los libros dice que son primeras ediciones, y en su carta hace las afirmaciones habituales sobre puntos típicos y otros indicios pero lo cierto es que necesito la opinión de un experto. Esos libros no son baratos.

– Ya me lo imagino. Bueno, les echaré un vistazo y si no lo sé a ciencia cierta, lo cual, y no es por echarme flores, dudo, seguro que puedo ponerle en contacto con alguien que sí lo sepa.

– Señor Shaw, no sabe cuánto se lo agradezco.

– Por favor, llámeme Caleb.

Caleb se compró un sandwich en una tienda de Independence Avenue situada una manzana más abajo del edificio Madison y luego siguió a Seagraves hasta el bloque de oficinas.

Estaba situado en una casa de piedra arenisca rojiza, dijo Seagraves, pero tendrían que entrar por el callejón.

– Están haciendo obras en el vestíbulo y está patas arriba. Pero hay un ascensor que nos llevará a mi despacho desde el sótano.

Mientras caminaban por el callejón, Seagraves siguió charlando sobre libros antiguos y sus esperanzas de ir reuniendo una colección adecuada.

– Lleva su tiempo -dijo Caleb-. Soy copropietario de una tienda de libros singulares en Oíd Town Alexandria. Debería pasarse algún día por ahí.

– Descuida.

Seagraves se detuvo frente a una puerta del callejón, la abrió con una llave e indicó a Caleb que entrara.

Cerró la puerta detrás de ellos.

– El ascensor está aquí mismo.

– Perfecto. Creo…

Caleb no acabó lo que estaba pensando porque se desplomó inconsciente en el suelo. Seagraves estaba a su lado, sosteniendo la porra que había escondido con anterioridad en una grieta de la pared interior. No había mentido. Iban a hacer obras en el vestíbulo de la casa de piedra rojiza, de hecho iban a restaurar todo el edificio, y lo habían cerrado recientemente para empezar las obras en una semana.

Seagraves ató y amordazó a Caleb y luego lo colocó en una caja que estaba abierta contra una pared, después de quitarle un anillo del dedo corazón de la mano derecha. Fijó la tapa con clavos e hizo una llamada. Al cabo de cinco minutos una furgoneta entró en el callejón. Con ayuda del conductor, Seagraves introdujo la caja en la furgoneta. Los hombres subieron al vehículo y se marcharon.


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