Capítulo 6

A Isabelle Ardery no le gustó que el subinspector jefe Hillier se presentase en la reunión matutina que mantenía con su equipo al día siguiente. Tuvo la sensación de que la estaba vigilando, algo que no le gustaba, aunque la excusa fue que su intención sólo era decirle «bien hecho» en relación con la conferencia de prensa que ella había mantenido la tarde anterior. Quería decirle que no era tonta: entendía exactamente por qué había aparecido en el centro de coordinación para quedarse parado ahí de pie y con aires de importancia en la parte de atrás, y entendía también que el jefe de una investigación -«esto es, yo, señor»- debía escuchar cualquier cosa que el oficial de prensa aconsejara sobre la información que había que suministrar a los medios, de modo que difícilmente debían felicitarla por haber hecho su trabajo. Pero aceptó el elogio con un formal «gracias, señor» y aguardó con ansiedad a que se fuera. Le había dicho: «Me mantendrá informado, ¿verdad, superintendente interina?». «Superintendente interina.» No era necesario que le recordaran que aquélla era su audición -a falta de una palabra mejor-, pero parecía ser la intención del hombre hacer ese recordatorio siempre que se le presentaba la oportunidad. Ella le había informado de que la conferencia de prensa y la petición de que cualquier testigo que hubiera visto algo sospechoso se pusiera en contacto con ellos comenzaban a dar sus frutos. Le preguntó, además, si quería un resumen de las llamadas telefónicas diarias. Hillier la miró de un modo que le confirmó que estaba intentando entrever lo que se ocultaba detrás de esa pregunta. Declinó el ofrecimiento, pero ella mantuvo el rostro impasible. Aparentemente, dedujo que estaba siendo sincera. Le dijo: «Nos reuniremos más tarde, ¿verdad?», y eso fue todo. Luego abandonó la sala. El inspector John Stewart la observaba con una mirada llena de hostilidad, y ella procuró no hacerle caso.

Las entrevistas puerta a puerta en Stoke Newington seguían su curso. Continuaba el lento proceso de búsqueda en los terrenos del cementerio, se atendían y analizaban las llamadas telefónicas, se habían trazado mapas y diagramas. Estaban decididos a obtener algo de la conferencia de prensa, de las historias que aparecían en los telediarios y en la prensa diaria, y del retrato que había hecho la Policía a partir de los datos suministrados por los dos adolescentes que habían descubierto el cadáver en el cementerio. De modo que las cosas se desarrollaban de la manera prevista. Hasta el momento, Isabelle estaba satisfecha de su actuación.

No obstante, tenía sus dudas en cuanto al análisis post mortem. La disección de los cadáveres no era algo que fuese con ella. La visión de la sangre no le provocaba nada parecido al desmayo, pero ver una cavidad abierta en un cuerpo humano y los procedimientos empleados para extraer y pesar aquello que hasta hacía muy poco habían sido órganos vivos tendían a ponerle el estómago del revés. Por tal motivo decidió que, aquella tarde, no llevaría a nadie con ella a observar esos procedimientos. También pasó del almuerzo; prefirió vaciar uno de los tres botellines de vodka que había guardado en el bolso precisamente con este propósito.

Encontró la morgue sin problemas. Dentro la esperaba el patólogo de la jefatura de Policía. Se presentó como el doctor Willeford -«pero puede llamarme Blake…, llevémonos bien, ¿le parece?»- y le preguntó si quería una silla o un taburete por si «la exploración del cuerpo resulta ser bastante más fuerte de lo que sea capaz de soportar». Lo dijo con amabilidad, pero había algo en su sonrisa que le hizo desconfiar de él. No tenía ninguna duda de que su reacción ante la autopsia sería debidamente filtrada, ya que los largos tentáculos de Hillier llegaban incluso hasta la morgue. Prometió permanecer de pie. Le dijo a Willeford que no preveía ninguna dificultad con el procedimiento, ya que nunca había tenido problemas con las autopsias (era mentira, pero ¿cómo iba él a saberlo?). Willeford sonrió, se acarició la barbilla, la observó y luego dijo alegremente: «De acuerdo, entonces, allá vamos». Ella se acercó a la camilla de acero inoxidable y fijó la vista en el cuerpo que yacía allí, boca arriba, esperando la incisión en forma de Y, frente a la herida mortal que formaba un rayo ensangrentado en la zona derecha del cuello.

Willeford enumeró primero los detalles superficiales más notables. Le hablaba al micrófono que pendía sobre la camilla de autopsias. Lo hizo de modo coloquial, como si su intención fuese entretener a quienquiera que se encargase de la transcripción posterior de sus palabras.

– Kathy, querida -dijo en el micrófono-, esta vez tenemos frente a nosotros a una mujer. Su estado físico es bueno, no presenta tatuajes y tampoco cicatrices. Mide un metro setenta (busca tú los parámetros de referencia, cariño, a mí me da pereza) y pesa cuarenta y nueve coma ochenta y cuatro kilos. Busca aquí también los parámetros de referencia, ¿quieres, Kath? Y, por cierto, ¿cómo está tu madre, querida? ¿Está preparada, superintendente Ardery? Oh, Kath, no hablaba contigo, cariño. Tenemos a alguien nuevo aquí. Se llama Isabelle Ardery -dijo guiñándole el ojo-. Ni siquiera ha pedido una silla ante la eventualidad de que el por-si-acaso se convierta en el caso. De todos modos… -Cambió de sitio para examinar la herida en el cuello-. Tenemos la arteria carótida perforada. Muy desagradable. Te alegrarás de no haber estado aquí, aunque ese sentimiento sea el habitual, cariño. También tenemos un desgarro en la herida, muy dentado, que mide… sus buenos dieciocho centímetros. Se movió desde el cuello de la víctima a lo largo del costado del cuerpo, donde cogió una de las manos y luego la otra, disculpándose con Isabelle al pasar delante de ella y notificando a Kathy que la superintendente aún se mantenía de pie y que su color era bueno, pero que habría que verlo, ¿verdad?, una vez que abriesen el cuerpo-. No hay heridas defensivas en las manos, Kath -dijo-. No hay uñas rotas y tampoco arañazos. Hay sangre en ambas, pero deduzco que es producto de su intento de detener la hemorragia una vez que el arma fue extraída.

El doctor Willeford siguió hablando durante unos minutos y documentando todo aquello que era visible. Calculó que la edad de la mujer estaba entre los veinte y los treinta años, y luego se preparó para el siguiente paso del proceso.

Isabel estaba lista. Era evidente que él esperaba que se desmayase. Tan evidente como que ella no tenía ninguna intención de hacerlo. Descubrió que no le vendría nada mal otro trago de vodka cuando, después de la incisión y la exposición de la caja torácica, Willeford cogió unas largas tijeras para cortar a través del pecho de la víctima -el sonido del metal cortando el hueso era lo que le resultaba más repulsivo-, pero después de eso el resto fue, aunque no fácil, sí al menos más tolerable.

Después de que Willeford hubiese aportado su granito de arena, dijo:

– Querida Kath, como siempre, ha sido un placer. ¿Podrías pasarlo a máquina y enviárselo a la superintendente Ardery, querida? Y, por cierto, todavía se mantiene de pie, de modo que me atrevería a decir que es un valor seguro. ¿Recuerdas al inspector Shatter? (qué nombre tan apropiado, ¿eh?) [9]. Se cayó de cabeza dentro de la cavidad corporal aquella vez en Berwick-on-Tweed. Dios, qué escándalo. Ah, «pero para qué vivimos, si no es para dar… lo que sea que le demos a nuestros vecinos y para reírnos de ellos». Nunca puedo acordarme bien de esa cita. Adieu, querida Kath, hasta la próxima.

En ese momento, un ayudante entró en la sala para encargarse de la limpieza. Willeford se quitó la bata y los guantes, los lanzó a un cubo de basura que había en un rincón e invitó a Isabelle a «entrar en mi salón, como dijo la araña… Allí tengo algo más para usted».

Ese algo más resultó ser la información de que se habían encontrado dos pelos en las manos de la víctima, y Willeford no dudaba de que la gente del CIS no tardaría en notificarle que habían recogido un gran número de fibras de sus ropas.

– Ella estuvo bastante cerca de su asesino, ya sabe a qué me refiero -dijo Willeford con un guiño.

Isabelle se preguntó si eso significaba acoso sexual, mientras preguntaba suavemente:

– ¿Coito? ¿Violación? ¿Una pelea?

– Nada -respondió él-. Ninguna prueba. Ella fue, si se puede decir de esa manera, una participante voluntaria en lo que fuese que pasara entre ella y el dueño de esas fibras. Es probable que ésa fuese la razón de que la encontrasen en el lugar donde lo hicieron, ya que no había ninguna prueba de que la hubiesen arrastrado a ninguna parte contra su voluntad, ni magulladuras ni piel debajo de las uñas, esa clase de cosas -aclaró.

Le preguntó si había averiguado algo sobre la posición en que estaba la mujer cuando la atacaron. ¿Y sobre la hora de la muerte? ¿Cuánto tiempo era probable que hubiera vivido después del ataque? ¿Desde qué dirección se produjeron las heridas? ¿El asesino era zurdo o diestro?

En este punto, Willeford metió la mano en el bolsillo de su cazadora -la había dejado detrás de una puerta y la trajo a donde estaban sentados- y sacó una barrita energética. Tenía que mantener el nivel de azúcar en la sangre, confesó. Su metabolismo era la maldición de su vida.

Isabelle comprobó que así era. Sin su vestimenta de médico era delgado como una manguera de jardín. Con sus casi dos metros de altura, es probable que necesitara estar comiendo todo el día, algo que debía de ser muy difícil, teniendo en cuenta a qué se dedicaba.

Willeford le dijo que la presencia de los gusanos situaba el momento de la muerte entre veinticuatro y treinta y seis horas antes de que se encontrase el cuerpo, aunque considerando el intenso calor, la opción más plausible eran las veinticuatro horas. La mujer habría estado de pie cuando la atacaron y su agresor era diestro. El análisis toxicológico mostraría si había presencia de alcohol o drogas, pero eso llevaría algún tiempo, como el ADN de los pelos, ya que había «folículos unidos a ellos y ¿no es eso encantador?».

Le preguntó si creía que el asesino había estado situado delante o detrás de la joven.

– Estaba de pie delante de ella, sin ninguna duda -le contestó.

Aquello significaba, concluyó Isabelle, que tal vez conocía a su asesino.


* * *

Isabelle también acudió sola a su siguiente visita aquel día. Estudió previamente la ruta y se sintió aliviada al comprobar que el camino que debía seguir para llegar a Eaton Terrace no era complicado. Lo importante era no cometer ningún error en los alrededores de Victoria Station. Si ponía los cinco sentidos y no se dejaba alterar por el tráfico, sabía que sería capaz de abrirse camino a través de la maraña de calles sin acabar en el río o en la dirección opuesta, en el palacio de Buckingham.

Pese a todo realizó un giro equivocado al llegar a Eaton Terrace, eligiendo la izquierda en lugar de la derecha, pero reparó en su error cuando comenzó a leer los números de las casas en sus imponentes puertas. Después de cambiar de dirección, fue todo mucho más sencillo. Aun así, al llegar a su destino se quedó sentada dentro del coche durante dos minutos, considerando cómo enfocar la situación.

Finalmente decidió que lo mejor era decir la verdad, algo que, reconoció, era generalmente la mejor opción. No obstante, a fin de poder hacerlo, necesitaba algo que la ayudara, y ese algo estaba guardado en el fondo de su bolso. Le alegraba haber pensado en llevar más de un botellín de vodka para su jornada laboral.

Se bebió todo el contenido del botellín. Retuvo el último sorbo sobre la lengua durante unos segundos mientras se calentaba. Tragó el líquido y luego buscó en el bolso un chicle de frutas que fue masticando mientras se dirigía a la escalinata que había en la entrada de la casa. Al llegar al tablero de ajedrez de mármol que señalaba lo que hacía las veces de porche, escupió el chicle, aplicó un poco de brillo en los labios y se alisó las solapas de la chaqueta. Luego llamó al timbre.

Sabía que él tenía a un hombre -qué expresión confusa, pensó-. Fue ese individuo quien abrió la puerta. Se trataba de un jovencito formal, vestido con ropa de tenis, lo que no dejaba de ser una indumentaria curiosa para un criado, asistente personal, mayordomo o lo que fuese que tuviera un conde de incógnito. Porque así era como Isabelle consideraba al inspector Thomas Lynley, como un conde de incógnito. Le resultaba francamente inconcebible que alguien de su posición social eligiese una vida de policía, a menos que fuese alguna clase de situación de incógnito en la que Lynley se ocultaba del resto de su clase. Y su clase era esa gente cuyas fotografías uno veía en las primera planas de los periódicos sensacionalistas cuando se metían en problemas, o en las páginas de Hola, OK!, Tatler y otras publicaciones similares, alzando copas de champán ante los fotógrafos. Acudían a los clubes nocturnos y se quedaban hasta el amanecer, esquiaban en los Alpes -franceses, italianos o suizos, ¿qué más daba?- y viajaban a lugares como Portofino, Santorini u otras localidades mediterráneas, jónicas o egeas terminadas en vocal. Pero no trabajaban en empleos ordinarios y, si lo hacían porque necesitaban el dinero, obviamente no elegían ser policías.

– Buenas tardes -dijo el hombre vestido de tenista. Era Charlie Denton. Isabelle había hecho sus deberes.

Le mostró su credencial y se presentó.

– Señor Denton, estoy tratando de localizar al inspector. ¿Por casualidad está en casa?

Si le causó alguna sorpresa que ella conociera su identidad, Charlie Denton fue lo bastante cauto como para no demostrarlo.

– De hecho… -dijo, y la hizo pasar. Luego señaló una puerta a la derecha que llevaba a un recibidor decorado en un agradable tono verde-. Creo que está en la biblioteca -añadió.

Señaló una sencilla estancia con muebles alrededor de un hogar y le dijo que, si le apetecía, podía traerle una bebida. Ella pensó en aceptar el ofrecimiento y beber un vodka Martini puro, pero declinó la invitación al pensar que Denton se estaba refiriendo, en realidad, a una bebida más acorde con el hecho de que aún estaba de servicio.

Cuando se marchó en busca de su… (Isabelle se preguntó cuál era la palabra: ¿su amo?, ¿su patrón?, ¿su qué?), estudió la habitación. La vivienda era una casa adosada señorial y probablemente pertenecía a la familia Lynley desde hacía mucho tiempo, ya que nadie había entrado en ella para destruir los rasgos que habían formado parte de su construcción en el siglo xix. Por lo tanto, la casa conservaba aún la decoración de escayola en los techos junto con sus molduras encima, debajo y alrededor de ella. Isabelle pensó que existían innumerables términos arquitectónicos para definir todo ese trabajo artístico, pero ella no conocía ninguno, aunque era perfectamente capaz de admirarlo.

No se sentó y prefirió, en cambio, acercarse a la ventana que dominaba la calle. Había una mesa debajo del alféizar y sobre ella descansaban numerosas fotografías enmarcadas, entre las cuales destacaba una de Lynley y su esposa el día de su boda. Isabelle la cogió para estudiarla más de cerca. Era una instantánea informal y espontánea, la novia y el novio riendo y brillando en medio de una multitud de personas que les deseaban felicidad.

Ella había sido muy atractiva, observó Isabelle. No hermosa, de porcelana, clásica, parecida a una muñequita, o comoquiera que uno quisiera calificar a una mujer el día de su boda. Tampoco era una rosa inglesa, ese arquetipo de belleza clásica asociado a la fragilidad y la pureza. Había tenido el pelo oscuro, igual que sus ojos. Tenía un rostro ovalado y una sonrisa encantadora. También había sido una mujer elegantemente delgada. Pero ¿acaso no lo eran siempre?

– ¿Superintendente Ardery?

Ella se volvió con la fotografía aún en sus manos. Había esperado encontrar un rostro demacrado por la pena -tal vez un batín, una pipa en la mano y calzado con pantuflas o algo similar y ridículamente eduardiano-, pero Thomas Lynley estaba muy bronceado, el pelo casi rubio por la exposición al sol, y llevaba vaqueros y un polo con tres botones y cuello.

Había olvidado que sus ojos eran marrones. Ahora la miraban sin cuestionarla. Su voz había sonado sorprendida cuando pronunció su nombre, pero si sentía cualquier otra emoción, procuró no ocultarla.

– Sólo superintendente interina -dijo ella-. No me han concedido el cargo de forma permanente. Estoy participando en una «audición» para conseguirlo, a falta de una palabra mejor. Algo parecido a lo que hizo usted.

– Ah. -Lynley entró en la habitación. Era uno de esos hombres que siempre conseguían moverse con un aire de seguridad, transmitiendo la sensación de que encajarían en cualquier parte. Ella supuso que tenía que ver con su educación-. Había una pequeña diferencia -dijo mientras se reunía con ella junto a la mesa-. Yo no estaba participando en ninguna «audición» por el cargo, sólo estaba echando una mano. No quería ese cargo.

– Eso he oído, pero me resulta difícil de creer.

– ¿Por qué? Nunca me interesó el camino fácil.

– El camino fácil le interesa a todo el mundo, inspector.

– No si no desean esa responsabilidad y, sobre todo, no si demuestran una marcada preferencia por la artesanía en madera.

– ¿Artesanía en madera? ¿Qué artesanía en madera?

Él sonrió débilmente.

– Aquella en la que puedes desaparecer. [10]

El inspector le miró las manos, e Isabelle se dio cuenta de que aún sostenía la foto de su boda. Volvió a dejarla sobre la mesa.

– Su esposa era una mujer encantadora, Thomas. Lamento su muerte.

– Gracias -dijo él. Y luego, con una franqueza que sorprendió a Isabelle por su emoción, añadió-: Éramos completamente diferentes el uno del otro, lo que a la postre nos convirtió en almas gemelas. Yo la adoraba.

– Qué afortunado ser capaz de amar de esa manera -dijo ella.

– Sí. -Igual que había hecho Charlie Denton, le ofreció algo de beber, y ella volvió a rechazar la invitación. Lynley también le señaló los sillones, aunque en esta ocasión no alrededor del hogar. Eligió dos sillas a cada lado de un tablero de ajedrez donde había una partida en curso. Lynley miró el tablero, frunció el ceño y, después de un momento, hizo un movimiento con su caballo blanco para capturar uno de los dos alfiles negros-. Charlie sólo aparenta mostrar compasión -observó Lynley-. Eso significa que guarda algo en la manga. ¿Qué puedo hacer por usted, superintendente? Me gustaría creer que se trata de una visita social, pero estoy seguro de que no lo es.

– Se ha cometido un asesinato en Abney Park. Stoke Newington. Es un cementerio, en realidad.

– Esa mujer joven. Sí. He oído la noticia en la radio. ¿Usted está a cargo de la investigación? ¿Qué hay de malo con la Policía local?

– Hillier utilizó sus influencias. También está relacionado con una chapuza del SO5. En mi opinión, sin embargo, creo que se trata más de lo primero y menos de lo segundo. Él quiere ver cómo actúo, en comparación con usted. Y con John Stewart, llegado el caso.

– Veo que ya ha calado a Hillier.

– No es una tarea muy difícil.

– Ese hombre esconde demasiadas cosas en la manga, ¿no cree?

Lynley volvió a sonreír. Isabelle observó, no obstante, que la sonrisa era más apariencia que sentimiento. Estaba bien escudado, como supuso que lo estaría cualquiera en la misma situación. Ella no tenía ninguna razón concreta para visitarle. Lo sabía y estaba esperando a oír el motivo de esa visita.

– Me gustaría que se uniera a la investigación, Thomas -dijo.

– Estoy de baja -contestó Lynley.

– Me doy cuenta de eso. Pero espero convencerle para que se tome una baja de su baja. Al menos durante unas semanas.

– Está trabajando con el equipo con el que yo trabajaba, ¿verdad?

– Así es. Stewart, Hale, Nkata…

– ¿Barbara Havers también?

– Oh, sí. La temible sargento Havers está entre nosotros. Aparte de su deplorable concepción a la hora de vestirse, tengo la sensación de que es muy buena policía.

– Lo es. -Unió las puntas de los dedos y desvió la mirada hacia el tablero de ajedrez. Parecía calcular el siguiente movimiento de Charlie Denton, aunque Isabelle sabía muy bien que era más probable que estuviese calculando el de ella-. De modo que es evidente que no necesita mi presencia -dijo-. No como oficial de la investigación.

– ¿Acaso puede cualquier equipo de homicidios contar con suficientes oficiales investigadores?

Esa sonrisa otra vez.

– Una respuesta fácil -dijo-. Buena para la política de la Policía Metropolitana. Mala para… -Lynley se interrumpió.

– ¿Una conversación con usted? -Isabelle cambió de posición en su silla y se inclinó hacia él-. De acuerdo. Quiero que forme parte del equipo porque quiero ser capaz de pronunciar su nombre sin que un silencio reverencial descienda sobre el centro de coordinación, y éste es el camino más directo para llegar allí. Y también porque quiero tener alguna clase de relación normal con todo el mundo en la Met, y por eso deseo tanto conseguir este trabajo.

– Es bastante directa cuando está entre la espada y la pared.

– Y siempre lo seré. Con usted y con todos los demás. Antes de estar entre la espada y la pared.

– Eso será bueno y malo para usted. Bueno para el equipo que está dirigiendo, malo para su relación con Hillier. Él prefiere el guante de seda al puño de hierro. ¿Ya lo ha descubierto?

– Creo que la asociación fundamental en New Scotland Yard es entre el equipo y yo, y no entre David Hillier y yo. En cuanto al equipo, ellos quieren que usted vuelva. Le quieren como su comisario, bueno, todos excepto John Stewart, pero no debe tomárselo como una cuestión personal…

– Yo tampoco lo querría.

Lynley sonrió, de manera auténtica esta vez.

– Sí. Bien. De acuerdo. Ellos quieren que vuelva y lo único que les complacerá es saber que usted no quiere ser lo que ellos quieren que sea, y que está muy feliz con otra persona ocupando ese puesto.

– Con usted en ese puesto.

– Creo que usted y yo podemos trabajar juntos, Thomas. Creo que podemos trabajar muy bien juntos si se trata de eso.

Lynley pareció estudiarla, y ella se preguntó qué estaría leyendo en su expresión. Pasó un momento y dejó que siguiera y se propagase, pensando en el absoluto silencio que había en la casa y preguntándose si habría sido así cuando vivía su esposa. Recordó que no habían tenido hijos. Cuando ella murió llevaban casados menos de un año.

– ¿Cómo están sus hijos? -preguntó él de improviso.

Era una pregunta para desarmarla, probablemente intencionada. Ella se preguntó cómo diablos sabía que tenía dos hijos.

– Usted hablaba por el móvil un día que nos encontramos en Kent -dijo él como si ella hubiese hablado-. Su ex esposo… estaba discutiendo con él…, mencionó a los chicos.

– Están cerca de Maidstone, con su padre, casualmente.

– Ese no puede ser un arreglo satisfactorio para usted.

– No es satisfactorio ni insatisfactorio. Simplemente no tenía sentido que se trasladasen a Londres si yo no tengo idea de si este trabajo será permanente. -Después de haber dicho esto, se dio cuenta de que las palabras habían salido más tensas de lo que hubiese deseado. Intentó mejorar su efecto añadiendo-: Les echo de menos, como es natural. Pero probablemente sea mejor que pasen las vacaciones de verano con su padre en el campo y no conmigo aquí, en Londres. Allí pueden correr y jugar libremente. Aquí eso sería imposible.

– ¿Y si la nombran en este cargo con carácter permanente?

Lynley tenía una manera especial de mirar cuando formulaba una pregunta. Es probable que pudiese distinguir rápidamente la verdad de la mentira, pero en este caso en particular no había manera alguna de que fuese capaz de descubrir la razón de la mentira que ella estaba a punto de contarle.

– En ese caso, por supuesto, se reunirían conmigo en Londres. Pero no me gusta hacer movimientos prematuros. Nunca me ha parecido algo inteligente y, en este caso, sería completamente temerario.

– Como vender la piel del oso.

– Exacto -dijo ella-. De modo que ésa es otra razón, inspector…

– Habíamos quedado en «Thomas».

– Thomas -dijo ella-. De acuerdo. Estoy poniendo las cartas sobre la mesa. Quiero que participe en este caso porque deseo aumentar mis posibilidades de conseguir un puesto permanente aquí. Si trabajamos juntos, eso tranquilizaría los ánimos y pondría fin a las especulaciones al mismo tiempo, ya que demostraría una forma de cooperación que actuaría como… -Buscó el término apropiado.

Él se lo proporcionó.

– Como un respaldo para usted.

– Sí. Si trabajamos bien juntos, así será. Como ya le dije, nunca le mentiré.

– ¿Y mi parte se desarrollaría a su lado? ¿Es así como lo ve?

– Por el momento, sí. Pero eso puede cambiar. Actuaremos según las circunstancias.

Lynley permaneció callado, pero ella se dio cuenta de que estaba considerando su propuesta: confrontarla con la vida que estaba llevando actualmente, evaluar la forma en que cambiarían las cosas, y si ese cambio supondría alguna diferencia con respecto a lo que fuera que estuviese viviendo en este momento.

– Tengo que pensarlo -dijo finalmente.

– ¿Cuánto tiempo?

– ¿Tiene móvil?

– Por supuesto.

– Entonces déme el número. Le diré algo antes de que acabe el día.

La verdadera pregunta para él era qué significaba, no si lo haría. Había intentado dejar atrás el trabajo policial, pero éste le había buscado y encontrado, y probablemente seguiría encontrándole lo quisiera o no.

Una vez que Isabelle Ardery se marchó, Lynley se acercó a la ventana y la miró mientras regresaba a su coche. Era bastante alta -al menos metro ochenta, ya que él medía metro ochenta y cinco y la altura de sus ojos era prácticamente la misma-. Todo en ella gritaba «profesional», desde la ropa hecha a medida hasta los zapatos lustrados y el pelo liso color ámbar que caía y se ocultaba justo detrás de las orejas. Llevaba puestos pendientes de oro en forma, de botón, pero eran las únicas joyas que exhibía. Usaba reloj pero no anillos, y sus manos estaban bien cuidadas, con las uñas arregladas y cortadas y una piel que parecía muy suave. Era definitivamente una mezcla de masculino y femenino, como tenía que ser. Para triunfar en su mundo, ella se vería obligada continuamente a ser uno de los chicos, mientras, en el fondo, seguía siendo una de las chicas. No sería fácil.

Observó que abría el bolso al llegar al coche. Se le cayeron las llaves, las recogió y abrió la puerta. Hizo una pausa mientras buscaba algo en el bolso, pero aparentemente no pudo encontrarlo, porque lo lanzó dentro del coche. Un momento después, lo puso en marcha y se alejó.

Lynley permaneció mirando la calle durante un momento, después de que Isabelle se hubiese marchado. No había hecho aquello desde hacía mucho tiempo, ya que Helen había muerto en la calle y no había sido capaz de resignarse a mirar por temor a que la imaginación le llevase de nuevo a aquel momento. Pero ahora, al mirar por la ventana, comprobó que no era más que una calle, como cualquier otra en Belgravia. Grandes casas blancas señoriales, verjas de hierro fundido que brillaban bajo el sol, jardineras que derramaban hiedra y jazmín de estrella con un dulce perfume.

Se apartó de la ventana. Luego se dirigió a la escalera y comenzó a subirla, pero no regresó a la biblioteca, donde había estado leyendo el Financial Times. Fue hasta el dormitorio que estaba junto a la habitación que había compartido con su esposa y abrió la puerta por primera vez desde el febrero anterior, y entró.

La habitación no estaba terminada. Había una cuna que todavía estaba por montar, ya que sólo habían alcanzado a sacarla de la caja. Había seis rollos de papel apoyados contra los paneles de madera, que habían sido barnizados una vez, pero necesitaban otra capa. Una lámpara de techo nueva permanecía en su caja, y debajo de una de las ventanas había un cambiador de bebé, aunque aún carecía del acolchado adecuado. El acolchado estaba enrollado en una bolsa de Peter Jones, entre otras bolsas para compras que contenían almohadas, pañales, un sacaleches, biberones… Era realmente asombroso todas las cosas que se necesitaban para una criatura que en el momento de nacer apenas pesaría tres kilos y medio.

En la habitación faltaba el aire y hacía mucho calor, y Lynley fue hasta las ventanas y las abrió de par en par. Entró una pequeña brisa que mitigó la temperatura, y le extrañó que no hubiesen pensado en eso cuando eligieron esta habitación como cuarto para su hijo. En aquel momento era a finales de otoño, y ya comenzaba el invierno, de modo que el calor del verano había sido lo último que se les pasó por la cabeza. En cambio, ambos habían estado consumidos con el embarazo, en realidad, con lo que el embarazo conllevaba. Suponía que muchas parejas lo enfocaban de ese modo. Pasar por los aspectos complicados que llevaban al y a través del parto, y luego cambiar a la modalidad parental. Uno no podía ser padre o pensar como tal sin alguien de quien ser padre, concluyó.

– Milord.

Lynley se volvió. Charlie Denton estaba en la puerta. Sabía que a Lynley no le gustaba el empleo de su título, pero nunca habían acordado qué era lo que se suponía que Denton debía decir o hacer para llamar su atención aparte de utilizar el título de alguna manera, mascullado si era necesario o pronunciado en medio de un acceso de tos.

– ¿Sí? ¿Qué ocurre, Charlie? ¿Te vas, entonces?

Charlie meneó la cabeza.

– Ya he ido.

– ¿Y?

– Uno nunca sabe con estas cosas. Pensé que con la manera de vestir sería suficiente, pero no hubo palabras de aprobación de parte del director.

– ¿No las hubo? Maldita sea.

– Hmmm. Escuché, sin embargo, que alguien murmuraba: «tiene el tipo», pero eso fue todo. Sólo queda esperar.

– Como siempre -dijo Lynley-. ¿Cuánto tiempo tendrás que esperar?

– ¿A que me llamen? No mucho. Son anuncios, ya sabe. Son exigentes, pero no tanto.

Parecía resignado. Así era el mundo de la actuación. Abrirse paso era un microcosmos de vida en sí mismo. Deseo y transigencia. Colocarse uno mismo en una posición azarosa y sentir la bofetada del rechazo más a menudo que el abrazo del éxito. Pero este último no acaecía si no se corrían riesgos.

– Entre tanto, Charlie, mientras esperas a que te den el papel de Hamlet…

– ¿Señor? -dijo Denton.

– Necesitamos recoger esta habitación. Si preparas una jarra de Pimm's y la traes aquí, deberíamos ser capaces de acabar el trabajo antes de que termine el día.

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