Capítulo 8

A la mañana siguiente, Gordon permanecía en la cama completamente cubierto de sudor. Pero no tenía nada que ver con el calor del verano, ya que era temprano -apenas pasaban de las seis-, y el día aún no había empezado a calentarse. Había sufrido otra pesadilla.

Siempre se despertaba con un respingo, sin aliento, con un peso en el pecho y luego los sudores. Estos le dejaban empapado el pijama que usaba en invierno y las sábanas. Y, cuando estaba empapado en sudor, empezaba a temblar y eso despertaba a Gina, como antes lo había hecho con Jemima.

Sus reacciones, sin embargo, eran completamente diferentes. Jemima siempre quería respuestas a los porqués. ¿Por qué tenía pesadillas? ¿Por qué no hablaba con alguien de ellas? ¿Por qué no había ido al médico por esos sudores nocturnos? Podría indicar que algo no va bien. Una alteración del sueño, un problema en los pulmones, una debilidad en el corazón… Sólo Dios lo sabía. Pero cualquiera que fuese la razón, tenía que hacer algo porque eso podía matarle.

Y ésa era la forma en que Jemima pensaba siempre: gente que se moría. Era su miedo más grande. Y a Gordon no hacía falta que nadie le explicara la razón. Sus propios miedos eran diferentes, pero no menos reales que los de Jemima. Así era la vida. La gente tenía miedos. Se aprendía a hacerles frente. Él había aprendido a afrontar los suyos y no quería hablar de ellos.

Gina no le exigía que hablase acerca de todo eso. Cuando se despertaba con sudores por la mañana después de haber pasado la noche con ella -que era la mayoría, de hecho no tenía ningún sentido que siguiera conservando su habitación en Lyndhurst-, Gina se levantaba de la cama e iba al baño a buscar un paño de franela que mojaba bajo el grifo y luego regresaba a la cama para pasárselo por el cuerpo. También traía un recipiente con agua fría y, cuando el paño de franela se calentaba demasiado por el contacto con su piel, lo sumergía en el agua y volvía a aplicarlo sobre su cuerpo. En verano él no se ponía nada para meterse en la cama, de modo que no había ningún pijama empapado que quitar. Gina deslizaba el paño sobre los miembros, la cara y el pecho y, cuando él se excitaba, ella sonreía y se colocaba encima de él o hacía otras cosas igualmente placenteras. Entonces, cada pesadilla que había tenido, dormido o despierto, quedaba olvidada, y casi todos los pensamientos desaparecían de su mente. Excepto uno. Jemima.

Gina no le pedía nada. Sólo quería amarle y estar a su lado. Jemima, por otra parte, le había pedido el mundo. Al final había demandado lo imposible. Y cuando él le explicó por qué no podía darle lo que le pedía, todo se había acabado.

Antes de Jemima, él se había mantenido apartado de las mujeres. Pero cuando la conoció, vio a la chica alegre y desenfadada que ella mostraba al mundo, el espíritu juerguista, con ese espacio infantil entre sus dientes delanteros. Entonces se había dicho: «Necesito a alguien así en mi vida», pero se había equivocado. Aún no era el momento y probablemente nunca lo sería, pero aquí estaba ahora con otra mujer, tan diferente de Jemima como era humanamente posible.

No podía decir que la amaba. Sabía que debía amarla, ya que no había duda de que merecía el amor de cualquier hombre. La primera vez que entraron en aquel hotel de Sway a beber algo la tarde en que la vio en el bosque, más de un tío la había repasado con la mirada, y luego le habían mirado a él. Había sabido lo que todos ellos estaban pensando, porque uno pensaba esas cosas de Gina Dickens, no hubieran sido hombres. A Gina no parecía importarle. Ella le miró de frente, de un modo que parecía decir: «Es tuyo si lo quieres, cuando estés preparado». Y cuando él decidió que estaba preparado, porque no podía vivir como había estado viviendo en ausencia de Jemima, había aceptado su proposición. Y allí estaba ella. Y Gordon no se arrepentía en absoluto de la decisión que había tomado.

Ella lo lavó. Y todo lo demás. Y si él la tomó vigorosamente en lugar de permitirse que fuese ella quien lo hiciera, Gina no tuvo reparos. Lanzó una risa jadeante mientras la colocaba de espaldas y sus piernas se extendían para luego enlazarse alrededor de él. Encontró su boca y se abrió a él como el resto de su cuerpo. Se preguntó cómo había tenido tanta suerte y qué debería pagar por su buena fortuna.

Cuando terminaron, ambos estaban empapados. Se separaron y se echaron a reír ante el sonido de succión que producía una piel húmeda al desacoplarse de otra piel húmeda. Se ducharon juntos y ella le lavó el pelo y, cuando él volvió a excitarse, ella dijo «Santo cielo, Gordon», con la misma risa jadeante y se hizo cargo de la situación -y de él- otra vez. «Suficiente», dijo él, pero Gina respondió: «No es suficiente», y se lo demostró. Gordon sintió que se le doblaban las rodillas.

– ¿Dónde has aprendido esto, mujer? -preguntó.

– ¿A Jemima no le gustaba el sexo? -preguntó ella a su vez.

– No de este modo -contestó él, y con eso se refería a la lujuria. Para Jemima había sido seguridad. «Ámame, no me abandones.» Pero había sido ella quien se había marchado.

Eran casi las ocho cuando bajaron a la cocina a preparar el desayuno. Gina le habló de su proyecto de hacer un jardín. Él no quería un jardín con todas las complicaciones innecesarias que eso supondría para su vida, por no mencionar la colocación de sendas, la disposición de los bordes de flores, la excavación, la siembra, la construcción de cobertizos o invernaderos o lo que fuese. No quería nada de todo eso. No le había dicho nada porque le gustaba su expresión cuando hablaba de lo que el jardín significaría para ella, para ellos, y para «sus chicas», como las llamaba. Pero entonces también trajo a colación a Rob Hastings y lo que le había explicado acerca de esas tierras.

Gordon confirmó sus palabras, pero eso era todo lo que pensaba decir sobre Rob. El agister le había seguido la pista hasta el Royal Oak, como lo había hecho Meredith Powell. Como en aquella ocasión, le había dicho a Cliff que se tomara un descanso, de modo que Rob Hastings le dijera lo que fuera sin que nadie más pudiese oírlo. Para asegurarse de que así fuese, ambos se habían alejado por el sendero que llevaba a Eyeworth Pond, que no era tanto un estanque como un dique en un antiguo arroyo en cuyas aguas ahora flotaban plácidamente los patos y donde los sauces se alzaban muy juntos en las orillas, rozando el agua con sus frondosas ramas. Junto a él había un aparcamiento para vehículos de dos ruedas y, detrás, un sendero que conducía al bosque, donde el terreno estaba acolchado por décadas de hojas caídas de las hayas y los castaños.

Caminaron hasta el borde del estanque. Gordon encendió un cigarrillo y esperó. Cualquier cosa que Rob Hastings tuviera que decirle sería sobre Jemima, y él no tenía nada que decirle sobre ella, además de lo que Rob, obviamente, ya sabía.

– Ella se marchó por esa mujer -dijo Rob-, ¿verdad? La mujer que está en tu casa. Así fueron las cosas, ¿no?

– Veo que has estado hablando con Meredith.

Gordon estaba cansado de todo ese asunto.

– Pero Jemima no quiso que yo lo supiera -dijo Rob Hastings siguiendo la línea de conversación que había establecido-. No quería que supiese lo de Gina, debido a la vergüenza que le producía.

A pesar de sí mismo y de su resistencia a hablar sobre Jemima, Gordon pensó que era una teoría interesante, aunque equivocada.

– ¿Cómo lo explicarías entonces, Rob? -preguntó.

– De este modo. Ella debió de veros a los dos. Estabais en Ringwood, quizás, o incluso en Winchester o en Southampton, si Jemima había ido en busca de pedidos para el Cupcake Queen, como hacía de vez en cuando. Debió de ver algo que le dijo lo que había entre vosotros dos. Por eso te abandonó. Pero no pudo resignarse a contármelo debido a su orgullo y a la vergüenza que sentía.

– ¿Qué vergüenza?

– La de ser engañada. Debió de sentirse avergonzada sabiendo que yo le había advertido desde el primer momento que había algo en ti que no me gustaba.

Gordon dejó caer la ceniza del cigarrillo al suelo y la aplastó con la punta de la bota.

– Entonces nunca te caí bien. Lo ocultaste muy bien.

– Tuve que hacerlo cuando Jemima se lió contigo. Quería que fuese feliz, y si tú eras la persona que la hacía feliz, ¿quién era yo para decirle que había algo que no me olía bien?

– ¿Y qué era ese algo?

– Dímelo tú.

Gordon meneó la cabeza, no como un gesto de negación, sino para señalar que era inútil que intentase explicarse, ya que era improbable que Robbie Hastings creyera lo que pudiese decirle. Trató de aclarar la cuestión diciendo:

– Cuando a un tío como tú (a cualquier tío, en realidad) no le gusta alguien, cualquier cosa parece una razón suficiente para ello, Rob. ¿Sabes lo que quiero decir?

– La verdad es que no.

– Bueno, no puedo ayudarte. Jemima me abandonó, punto. Si alguien tenía a otra persona, debía de ser Jemima, porque yo no.

– ¿Quién estaba contigo antes que ella, entonces, Gor?

– Nadie -dijo Gordon-. Nunca, de hecho.

– Venga, tío. Tú tienes…, ¿qué? -Rob pareció pensar durante un momento-. ¿Treinta y un años y quieres hacerme creer que nunca habías estado con una mujer antes de conocer a mi hermana?

– Eso es exactamente lo que quiero que creas, porque es la verdad.

– Que eras virgen. Que llegaste a Jemima como una tabula rasa sin que hubieses escrito sobre ella el nombre de ninguna otra mujer, ¿es eso?

– Así es, Rob.

Gordon sabía que Robbie no creía ni una palabra de lo que le estaba diciendo.

– ¿Eres marica? -preguntó Rob-. ¿Un sacerdote católico descarriado o algo así?

Gordon le miró fijamente.

– ¿Estás seguro de que quieres seguir por este camino, Rob?

– ¿Que se supone que significa eso?

– Oh, creo que lo sabes muy bien.

El rostro de Rob enrojeció intensamente.

– Verás, ella especulaba con frecuencia acerca de ti -dijo Gordon-. Bueno, cómo no iba a hacerlo. Pensándolo bien, es un tanto inusual. Un tío de tu edad. Cuarenta y tantos, ¿verdad?

– Esto no tiene nada que ver conmigo.

– Tampoco conmigo -dijo Gordon.

Cualquier conversación en estos términos, lo sabía, avanzaría en círculos, de modo que no insistió. Lo que tenía que decirle a Robbie Hastings era lo que Robbie Hastings sin duda ya había oído por boca de Meredith Powell, incluso de la propia Jemima. Pero descubrió rápidamente que eso no contentaría al hermano de Jemima.

– Jemima se marchó, porque no quería estar conmigo -dijo Gordon-. Eso es todo. Ese es el final de este asunto. Ella tenía prisa porque siempre la tenía, y tú lo sabes jodidamente bien. Tomaba una decisión en un instante y luego actuaba. Si tenía hambre, comía. Si tenía sed, bebía. Si decidía que quería estar con otro tío, nadie iba a convencerla de lo contrario. Eso es todo.

– ¿En resumen, Gor?

– Así son las cosas.

– Pues no te creo.

– Pues no puedo hacer nada al respecto.

Sin embargo, cuando Robbie le dejó en el Royal Oak, adonde habían regresado en un silencio sólo interrumpido por el sonido de sus pasos sobre la orilla pedregosa y las llamadas de las alondras entre los matorrales, Gordon se dio cuenta de que quería que él le creyese, porque cualquier otra cosa implicaba exactamente lo que ocurrió a la mañana siguiente, cuando Gina y él se estaban despidiendo junto a la camioneta de Gordon en el camino para irse a sus respectivos trabajos.

Un Austin se detuvo justo detrás de la vieja Toyota. Del coche bajó un tío con gafas de cristales gruesos cubiertos con otros cristales oscuros. Llevaba corbata, pero se la aflojó para que colgase del cuello. Luego se quitó los cristales oscuros, como si ello le permitiese ver mejor a Gordon y Gina. Asintió intencionadamente y dijo:

– Ah.

Gordon oyó que Gina decía su nombre en un murmullo inquisitivo y le respondió:

– Espera aquí.

Había abierto la puerta de la camioneta, y ahora la cerró antes de acercarse al Austin.

– Buenos días, Gordon -dijo el hombre-. Hoy volverá a hacer un calor de la hostia, ¿no crees?

– Así es -contestó Gordon. No dijo nada más. Pronto tendría que decirle él mismo qué quería.

Y así fue. El hombre dijo con tono amable:

– Tú y yo tenemos que hablar.


* * *

Meredith Powell había llamado a su trabajo para decir que estaba enferma. Incluso se había apretado la nariz para simular un constipado de verano. No le gustaba fingir eso, y desde luego no le gustaba nada el ejemplo que le daba a Cammie, quien la miraba con ojos grandes y curiosos desde la mesa de la cocina donde había estado metiéndose cereales en la boca con una cuchara. Pero no parecía haber otra alternativa.

Meredith había llamado a la comisaría la tarde anterior, pero no había conseguido nada. La conversación se había desarrollado de modo tal que acabó sintiéndose como una perfecta idiota. ¿Qué graves sospechas y dudas podía tener? El coche de su amiga Jemima en un granero de la propiedad donde había vivido con su pareja durante dos años; la ropa de Jemima guardada en cajas en el desván de la casa; Jemima con un nuevo teléfono móvil para impedir que Gordon Jossie pudiese localizarla; el Cupcake Queen cerrado a cal y canto en Ringwood. «Nada de todo esto es propio de Jemima, ¿no lo entiende?» Apenas había impresionado al policía con el que había hablado en la comisaría de Brockenhurst, donde se había detenido. Había pedido hablar con alguien «por un asunto de extrema urgencia». La había enviado a ver a un sargento cuyo nombre no recordaba y no quería recordar, y al final de su relato el policía le había preguntado con cierta mordacidad si no podía ser, señora, ¿que aquella gente simplemente estuviese ocupándose de sus cosas sin informarle a ella de sus movimientos porque no era asunto suyo? Ella, por supuesto, había instigado ese comentario al reconocer ante el sargento que Robbie Hastings había hablado regularmente con su hermana desde su partida a Londres. Pero, aun así, no había habido ninguna razón para que el sargento la mirase como si ella fuese algo desagradable que había encontrado pegado en la suela de su zapato. Ella no era una entrometida. Era una ciudadana preocupada. ¿Y no se suponía, acaso, que una ciudadana preocupada -que paga sus impuestos- debía informar a la Policía cuando algo iba mal?

– A mí no hay nada que me suene mal -había respondido el sargento-. Una mujer se marcha, y este tío, Jossie, encuentra otra. ¿Por qué hay que investigar algo así? Es algo que está casi de moda, ya que estamos.

Ante su exclamación de «¡por Dios!», el sargento le había dicho que llevase sus problemas a la central en Lyndhurst, si no le gustaba lo que él le decía.

No iba a pasar por todo eso. Había llamado por teléfono a la central de Policía, y eso fue todo. Luego decidió tomar las riendas del asunto. Sabía que allí fuera estaba pasando algo y tenía una idea bastante buena acerca de dónde debía comenzar a cavar para encontrarlo.

Y, para conseguirlo, necesitaba a Lexie Streener. De modo que hizo la llamada a la firma de diseño gráfico donde trabajaba, habló de un maldito constipado de verano que no quería pasarle a los otros empleados y, después de ofrecer varios estornudos artificiales a fin de que Cammie no sufriese ningún daño a causa de esta breve exposición a la prevaricación de su madre, se marchó de casa en busca de Lexie Streener.

Lexie no había necesitado la más leve persuasión para tomarse el día libre del salón de peluquería, donde su futuro como la Nicky Clarke de Ringwood no estaba llegando precisamente en las alas de Mercurio. Su padre vendía café, té, panecillos y cosas por el estilo en su caravana en un área de descanso de la A336, y su madre estaba colocando octavillas de la cuarta Bienaventuranza del Sermón de la Montaña debajo de los limpiaparabrisas de los coches que esperaban a los transbordadores que zarpaban hacia la Isla de Wight desde el muelle de Lymington, donde, según ella, tenía un público cautivo que «necesitaba» oír aquello que representaba la rectitud en la actual situación por la que atravesaba el mundo. Ninguno de ellos tenía forma alguna de saber que Lexie se había largado del trabajo -de todos modos, tampoco era que a ellos les importase demasiado, se lamentó Lexie-, de modo que no fue ningún problema llamar al salón de peluquería de Jean Michel, decir con voz quejumbrosa que había estado toda la noche descompuesta después de haber comido una hamburguesa en mal estado, y luego colgar el teléfono con un «dame un minuto para arreglarme» dirigido a Meredith.

«Arreglarse» consistió en vestirse con zapatos con plataforma, leotardos con encaje, una falda muy corta -«yo de ella no me agacharía», pensó Meredith- y una blusa cuya cintura imperio recordaba a las películas de Jane Austen o a una prenda de embarazada. Aquel último era un toque agradable e indicaba que, de alguna manera, Lexie había entendido las intenciones de Meredith.

Sus propósitos eran tortuosos aunque no ilegales. Lexie tenía que representar el papel de una chica muy necesitada de una guía seria, una guía de la que su hermana mayor -o sea, Meredith- había oído hablar como parte de un programa dirigido por una mujer joven y muy agradable recién llegada de Winchester. «No puedo hacer nada con ella. Me preocupa que se aparte del buen camino si no tomamos medidas» era el argumento general. Y planeaba llevar ese argumento primero al Brockenhurst College, adonde asistían las chicas de la edad de Lexie una vez que acababan el instituto, con la esperanza de aprender allí algo que las condujera a un futuro empleo, y no al paro.

El colegio estaba a escasa distancia del pub Snake Catcher, en Lyndhurst Road. El papel de Lexie exigía que fumase y exhibiera su mal genio y que, en general, se mostrase poco colaboradora y en peligro de cualquier cosa, desde un embarazo hasta una enfermedad de transmisión sexual o una incontrolada adicción a la heroína. Aunque Meredith nunca se lo hubiese mencionado a la chica, el hecho de que su blusa de mangas cortas revelase varias cicatrices de otros tantos cortes en los brazos daba crédito a la historia que ambas tramaban.

Encontró un lugar con sombra donde dejar el coche. Lexie y ella atravesaron el asfalto calcinado en dirección a las oficinas administrativas. Allí hablaron con una secretaria angustiada que estaba tratando de satisfacer las necesidades de un grupo de estudiantes extranjeros con evidentes limitaciones en su inglés. Le preguntó a Meredith: «¿Usted quiere qué?». Y luego: «Tiene que hablar con Monica Patterson-Hughes, de Lactancia», lo que sugería que no había entendido muy bien lo que Meredith pretendía respecto a su hermana pequeña. Pero como Monica Patterson-Hughes era mejor que nadie, Lexie y ella fueron a buscarla. La encontraron en plena demostración sobre cómo se cambiaban los pañales; su auditorio: un grupo de chicas adolescentes que tenían el aspecto inconfundiblemente atento de futuras niñeras. Estaban absortas mirando una gastada muñeca repollo que la mujer utilizaba en la demostración. Era obvio que los bebés artificiales anatómicamente correctos estaban fuera del alcance de los limitados recursos de la organización.

– En la segunda parte del curso utilizamos bebés reales -informó Monica Patterson-Hughes a Meredith después de apartarse para permitir que las futuras niñeras disfrutaran de la muñeca-. Y además estamos estimulando el uso de pañales de tela otra vez. Se trata de criar bebés ecológicos. -Miró a Lexie-. ¿Quieres inscribirte, querida? Es un curso muy popular. Tenemos chicas colocadas en todo Hampshire una vez que acaban los estudios. Tendrías que reconsiderar tu aspecto (el pelo es un poco excesivo), pero con una buena guía en cuanto a vestimenta y aseo personal podrías llegar lejos. Si estás interesada, por supuesto.

Lexie parecía cabreada, sin necesidad de apuntador. Meredith llevó a Monica Patterson-Hughes aparte. No era eso, le explicó. Se trataba de algo muy diferente.

– Lexie se ha desmadrado un poco, y yo soy el adulto responsable en su vida, y me han dicho que hay un programa para chicas como Lexie, chicas que necesitan que se hagan cargo de ellas, que precisan alguien que sea un ejemplo para ellas, que demuestre interés, que actúe como una hermana mayor. Algo que yo soy obviamente: su hermana mayor, quiero decir. Pero, a veces, una auténtica hermana mayor no es alguien a quien una hermana pequeña desee escuchar, especialmente en el caso de alguien como Lexie, quien ya ha tenido algunos problemas (muchas relaciones con chicos y exceso de alcohol y cosas así) y que no quiere escuchar a alguien a quien considera francamente «una puta gorda sermoneadora». He oído hablar de un programa… -repitió con ilusión-. ¿Una mujer joven de…, creo que era de Winchester, que trata con chicas problemáticas?

Monica Patterson-Hughes frunció el ceño. Luego meneó la cabeza. No había ningún programa de esas características asociado con el colegio. Tampoco conocía a nadie que estuviese organizando esa clase de programa. Chicas en riesgo de exclusión… Bueno, generalmente se las trataba a una edad más temprana, ¿verdad? ¿Era posible que aquel programa fuese algo que correspondiese, tal vez, al Distrito de New Forest?

Lexie, metida ya sin duda en su papel, colaboró diciendo secamente que no pensaba «tener nada que ver con ningún jodido municipio de los cojones» y sacó el paquete de cigarrillos como si fuese a encender uno allí mismo. Monica Patterson-Hughes parecía absolutamente horrorizada: «Querida, aquí no puedes…». Lexie la informó de que pensaba hacer lo que le saliera «de los cojones». Meredith pensó que esto tal vez fuera pasarse un «poco» y se encargó de sacar a su «hermana pequeña» de allí a toda prisa.

Una vez que estuvieron fuera, Lexie comenzó a presumir: «Eso ha sido muy divertido, ¿no crees?», y «¿Adonde vamos ahora?», y «En el próximo lugar les hablaré de mi novio. ¿Qué te parece?».

Meredith quería decirle que sería mejor que se mostrara un poco más contenida, pero Lexie tenía muy pocas diversiones en su vida, y si esta pequeña excursión que habían emprendido tenía el potencial suficiente para proporcionarle un poco de entusiasmo en ausencia de esos padres que no la dejaban en paz con la Biblia, a ella le parecía bien. De modo que en las oficinas del municipio del distrito -que encontraron en Lyndhurst, en un grupo de edificios dispuestos en U, llamados Appletree Court- actuaron tan convincentemente que las enviaron directamente a hablar con un asistente social llamado Dominic Cheeters, quien les trajo café y bizcochos de jengibre y limón. Aquel hombre tan amable parecía tan ansioso por ayudarlas que Meredith se sintió culpable por tener que engañarlo.

Sin embargo, también en esas oficinas les dijeron que no había ningún programa destinado a las chicas en riesgo de exclusión y, definitivamente, ningún programa organizado por una tal Gina Dickens, de Winchester. Dominic, extraordinariamente servicial, se tomó incluso el trabajo de llamar por teléfono a varias de sus fuentes personales, como las llamaba. Pero el resultado fue el mismo. Nada. De modo que, a continuación, dio un paso más y llamó a la consejería de educación en Southampton para ver si podían ayudarle en esa cuestión. Para entonces, Meredith había decidido que sabía que no podrían ayudarlas, y así fue.

La misión con Lexie Streener les llevó la mayor parte del día. Pero Meredith consideró que había sido un tiempo bien empleado. Ahora disponía de una prueba irrefutable, decidió, de que Gina Dickens era una maldita mentirosa en cuanto a su vida en el New Forest. Y Meredith sabía por su experiencia personal que cuando una persona decía una mentira, ésta sólo era una entre docenas más.


* * *

Cuando estuvo solo otra vez, Gordon silbó para llamar a Tess. La perra acudió a la carrera. Había estado fuera desde primera hora de la mañana. Se había instalado en su lugar favorito con sombra, debajo de una hortensia trepadora en la parte norte de la casa. Allí Tess tenía una guarida de tierra apisonada que se conservaba húmeda incluso en los días más calurosos del verano.

Buscó el cepillo del retriever. Tess le ofreció esa mirada socarrona, meneó la cola y saltó encima de la mesita baja que él utilizaba para este propósito. Gordon acercó un taburete y comenzó por las orejas. Tess necesitaba un buen cepillado diario, de todos modos, y éste era un buen momento para hacerlo.

Quería fumar, pero no tenía cigarrillos, de modo que se aplicó vigorosamente a la tarea de cepillar a su perra. Estaba tenso de la cabeza a los pies y quería relajarse. No sabía cómo manejar esa sensación, así que se dedicó a cepillar el pelo de Tess una y otra vez.

Se habían alejado del coche en dirección al granero y, finalmente, entraron allí. Gina debía haberse preguntado por qué, pero no podía permitirse que eso importase porque Gina estaba impoluta, como un lirio que crece en una pila de excrementos, y estaba decidido a mantenerla de esa manera. De modo que la dejó en el camino de acceso de la casa con aspecto desconcertado o asustado o preocupado o ansioso, o lo que fuese que una mujer pudiese sentir cuando el hombre a quien le ha abierto su corazón parece encontrarse a merced de alguien que podía hacerle daño a él, o a los dos.

Siguió cepillando a la perra una y otra vez. Oyó que Tess lanzaba un gemido. Lo estaba haciendo con demasiada fuerza. Aflojó la presión. Cepilló a la perra.

De modo que se habían dirigido al granero y, antes de llegar allí, Gordon había tratado de aparentar que la visita de aquel desconocido estaba relacionada con la tierra. Señaló hacia diferentes lugares y pareció divertir al otro hombre, que sonrió.

– Tengo entendido que tu amiguita ha desaparecido -dijo el hombre una vez que estuvieron dentro de los frescos confines del granero-. Aunque a mí me parece -explicó, con un guiño y un gesto grosero que pretendía que pasara por sexual- que no tienes problemas en ese aspecto. Es una chica preciosa, más guapa que la otra. Muslos buenos y firmes, imagino. Fuertes también. La otra era más pequeña, ¿verdad?

– ¿Qué quieres? -le había preguntado-. Tengo mucho trabajo, y Gina también, y estás bloqueando el camino con tu coche.

– Eso complica un poco las cosas, ¿no? Yo bloqueando el camino. ¿Adonde ha ido la otra?

– ¿Qué otra?

– Ya sabes a qué me refiero, tío. Me llegó el rumor de que alguien estaba muy cabreado contigo. ¿Dónde está la otra? Confiésate aquí conmigo, Gordon. Sé que puedes hacerlo.

No tenía otra alternativa que contárselo: lo de Jemima, abandonando el New Forest sin su coche sólo Dios sabe por qué motivo, dejando la mayor parte de sus pertenencias. Si no le contaba eso, era jodidamente consciente de que llegaría a saberse de todos modos, y lo pagaría caro.

– ¿Dices que ella, simplemente, se largó? -había preguntado el hombre.

– Así es.

– ¿Por qué? ¿No se lo estabas haciendo bien Gordon? ¿Un hombre agradable, atlético como tú, un hombre con todas las partes adecuadas en los lugares adecuados?

– No sé por qué se marchó.

El otro hombre le estudió. Se quitó las gafas y las limpió con un paño especial que sacó del bolsillo.

– No me vengas con ésas -dijo, y su tono de voz ya no era el falsamente jovial que había empleado antes, sino que ahora era más bien helado, como una cuchilla que se siente helada cuando se la presiona contra la piel caliente-. No me tomes por imbécil. No me gusta que tu nombre aparezca en una conversación. Hace que me sienta muy incómodo. O sea, ¿que sigues diciendo que ella se largó y que no sabes por qué lo hizo? No me lo trago.

La preocupación de Gordon había sido que Gina entrase en el granero, que quisiera saber o ayudar, interceder o proteger, porque ésa era su naturaleza.

– Dijo que no podía soportarlo -intervino Gordon-. ¿De acuerdo? Dijo que no podía soportarlo.

– ¿Soportar qué? -Esbozó una lenta sonrisa. En ella no había ni una pizca de humor, no podía haberlo-. ¿Ella no podía soportar qué, cariño? -había repetido.

– Tú bien que lo sabes, coño -dijo casi en un susurro.

– Ah…, venga no te pongas chulo conmigo, tío. ¿Chulería? Eso no va contigo.

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