Julio
Capítulo 1

Cuando Meredith Powell se despertó y vio la fecha en el despertador digital, tomó conciencia de cuatro hechos en cuestión de segundos: ese día cumplía veintiséis años; era su día libre; era el día para el que su madre había sugerido un programa de abuela-arruina-la-aventura-de-su-única-nieta; y era la oportunidad perfecta para disculparse con su mejor y más antigua amiga por una pelea que les había impedido ser las mejores y más viejas amigas durante casi un año. Lo último se le ocurrió porque Meredith siempre compartía su cumpleaños con esta mejor y más vieja amiga. Ella y Jemima Hastings habían sido inseparables desde que tenían seis años y habían celebrado sus cumpleaños juntas desde el octavo en adelante. Meredith sabía que si hoy no arreglaba las cosas con Jemima, probablemente no lo haría nunca, y si tal cosa sucedía, una tradición que ella valoraba profundamente quedaría destruida. No quería eso. No era fácil conseguir buenos amigos.

El cómo se disculparía le llevó un poco más de tiempo. Meredith pensó en ello mientras se duchaba. Se decidió por un pastel de cumpleaños. Lo prepararía ella, lo llevaría a Ringwood y se lo entregaría a Jemima junto con su sincera disculpa y el reconocimiento de que había obrado mal. No insistiría en la disculpa y en la admisión de culpa; sin embargo, no haría mención alguna a la pareja de Jemima, que había sido la causa de la discusión. Porque sabía que sería inútil. Simplemente se tenía que enfrentar a que Jemima siempre había sido una romántica cuando se trataba de tíos, mientras que ella -Meredith- tenía la completa y absolutamente innegable experiencia de saber que los hombres eran sólo animales vestidos de humanos, que quieren a las mujeres para el sexo, la maternidad y como amas de casa. Si sólo fuesen capaces de «decirlo», en lugar de fingir que están desesperados por encontrar otra cosa, las mujeres con las que se liaban podrían elegir con mayor conocimiento acerca de cómo querían vivir sus vidas, en lugar de creer que están «enamoradas».

Meredith desdeñaba toda idea del amor. Había estado allí, había hecho eso, y el resultado era Cammie Powell: cinco años, la luz de los ojos de su madre, sin padre y con todas las probabilidades de que siguiera siendo así.

En ese momento, Cammie estaba aporreando la puerta del baño y gritando:

– ¡Mami! ¡Mammmmmmmmmmiiiiiiii! La abuela dice que hoy iremos a ver las nutrias y comeremos polos y hamburguesas. ¿Tú también vendrás? Porque también hay búhos. Dice que un día iremos al hospital de los erizos, pero que es un viaje muy largo y que para eso tengo que ser mayor. La abuela cree que te echaré de menos, eso es lo que ella dice, pero tú podrías venir con nosotras, ¿verdad? ¿Podrías hacerlo, mami? ¿Mammmmmmmmmmiiiiiiii?

Meredith sonrió. Cammie se despertaba cada mañana en la modalidad de monólogo total y, generalmente, no paraba de hablar hasta que llegaba la hora de irse otra vez a la cama. Mientras se secaba con la toalla, Meredith le preguntó:

– ¿Ya has desayunado, cariño?

– Me he olvidado -le informó Cammie. Meredith oyó un sonido áspero y supo que su hija estaba arrastrando las pantuflas-. Pero, de todos modos, la abuela dice que tienen bebés. Nutrias bebés. Dice que cuando sus mamás se mueren, o cuando se las comen, necesitan que alguien los cuide, y eso es lo que hacen en el parque. El parque de las nutrias. ¿Qué comen las nutrias, mami?

– No lo sé, Cam.

– Algo tienen que comer. Todas las cosas comen todo. O algo. ¿Mami? ¿Mammmmmmmmmmiiiiiiii?

Meredith se encogió de hombros dentro del albornoz y abrió la puerta. Cammie estaba allí, su viva imagen cuando tenía cinco años. Era demasiado alta para su edad y, como Meredith, excesivamente delgada. Era un auténtico regalo, pensó, que Cammie no se pareciera en lo más mínimo al inútil de su padre. Su padre había jurado que jamás la vería si Meredith era «una terca y sigues adelante con este embarazo, porque, por el amor de Dios, tengo una esposa, pequeña estúpida. Y dos hijos. Y tú lo sabías jodidamente bien, Meredith».

– Ahora nos daremos el abrazo de la mañana, Cammie -le dijo Meredith a su hija-. Después quiero que me esperes en la cocina. Tengo que preparar un pastel. ¿Querrás ayudarme?

– La abuela está haciendo el desayuno en la cocina.

– Espero que haya espacio para dos cocineras.

Y así fue. Mientras la madre de Meredith trabajaba en las hornallas, revolviendo los huevos y controlando el beicon, Meredith comenzó a preparar el pastel. Era un procedimiento bastante sencillo, ya que utilizó una mezcla envasada que su madre desdeñó haciendo chasquear la lengua cuando Meredith volcó el contenido dentro de un cuenco.

– Es para Jemima -le dijo Meredith.

– Es como si llevaras agua a un río -observó Janet Powell.

Bueno, por supuesto que sí, pero no podía evitarlo. Además, la intención era lo importante, no el pastel en sí. Aparte de eso, incluso trabajando desde cero con ingredientes suministrados por alguna diosa de la despensa, Meredith nunca habría podido igualar lo que Jemima era capaz de conseguir con harina, huevos y todo lo demás. De modo que, ¿para qué intentarlo? Después de todo no se trataba de un concurso. Era una amistad que necesitaba ser rescatada.

Abuela y nieta habían partido hacia su aventura con las nutrias, y el abuelo ya se había marchado a trabajar cuando Meredith acabó finalmente de cocinar el pastel. Había elegido hacerlo de chocolate con un baño también de chocolate. Le había quedado ligeramente inclinado hacia un lado y un poco hundido en el medio…, bueno, para eso estaba precisamente el baño que se le aplicaba al pastel, ¿verdad? Utilizado generosamente y con muchos toques decorativos servía para ocultar un montón de errores.

El calor que emitía el horno había elevado la temperatura en la cocina, de modo que Meredith decidió que debía ducharse otra vez antes de salir hacia Ringwood. Luego, como era su costumbre, se cubrió de los hombros a los pies con un caftán para disimular la naturaleza excesivamente delgada de su cuerpo, y llevó el pastel de chocolate al coche, donde lo depositó con mucho cuidado en el asiento del pasajero.

«Dios mío, qué calor», pensó. Aún no eran las diez y el día hervía. Había pensado que el calor se debía a que el horno había estado encendido mucho tiempo en la cocina, pero no era así. Bajó los cristales de las ventanillas, se instaló en el asiento que parecía crepitar y se puso en marcha. Tenía que sacar el pastel del coche lo antes posible, o sólo le quedaría un charco de chocolate.

El viaje a Ringwood no era demasiado largo, apenas un paseo por la A31 con el viento soplando a través de las ventanillas y su cinta de afirmación personal sonando a todo volumen. Una voz recitaba: «Yo soy y yo puedo, yo soy y yo puedo», y Meredith se concentró en este mantra. En verdad no creía que este tipo de cosas realmente funcionara, pero estaba decidida a remover cielo y tierra en pos de su carrera.

Un atasco de tráfico en la salida de Ringwood le recordó que era día de mercado. El centro de la ciudad estaría rebosante de gente, con los compradores avanzando en oleadas hacia la plaza del mercado, donde una vez por semana los pintorescos puestos se instalaban debajo de la torre neonormanda de la iglesia parroquial de San Pedro y San Pablo. Además de la gente que acudía a comprar habría turistas, ya que en esta época del año el New Forest estaba plagado de ellos, como cuervos alrededor de un animal muerto en la carretera: excursionistas, caminantes, ciclistas, fotógrafos aficionados y demás formas de entusiastas del aire libre.

Meredith echó un vistazo a su pastel de chocolate. Había sido un error colocarlo sobre el asiento y no en el suelo. El sol le daba de lleno y el baño de chocolate no estaba saliendo airoso de la experiencia.

Meredith tuvo que reconocer que su madre tenía razón: ¿en qué demonios estaba pensando, llevándole un pastel a Jemima? Bueno, ahora ya era demasiado tarde para cambiar de planes. Tal vez las dos se echarían a reír juntas cuando finalmente consiguiera llegar con el pastel a la tienda de su amiga. Era el Cupcake Queen, en Hightown Road. La propia Meredith había ayudado a que Jemima encontrase ese local desocupado.

Hightown Road era una zona variopinta, perfecta para el Cupcake Queen. A un lado de la calle, las residencias de ladrillo rojo asumían la forma de verandas que se curvaban en un agradable arco de porches abovedados, miradores y ventanas abuhardilladas con carpintería blanca que formaba sus delicados picos. El Railway Hotel, un antiguo hostal, se alzaba un poco más lejos en ese mismo lado de la calle, con plantas que se inclinaban desde tiestos de hierro forjado que colgaban encima de las ventanas y derramaban su color hacia la acera. En el otro lado de la calle, había tiendas de automóviles que ofrecían servicios desde reparación de coches hasta ventas de todoterrenos. Un salón de peluquería ocupaba unos bajos junto a una lavandería industrial. Cuando Meredith vio por primera vez, contiguo a esta última, un establecimiento vacío con un polvoriento cartel de «Se alquila» en el escaparate, había pensado de inmediato en el negocio de pasteles de Jemima, que había empezado con mucho éxito en su casa cerca de Sway, pero que por aquel entonces necesitaba expandirse.

– Jem, será genial -le había dicho entonces-. Yo puedo acercarme a la hora del almuerzo y podemos comer un bocadillo o cualquier cosa.

Por otra parte, ya era hora de hacerlo. ¿Acaso quería llevar para siempre su incipiente negocio desde la cocina de su casa? ¿No quería dar el gran salto?

– Tú puedes hacerlo, Jem. Tengo fe en ti.

Fe en lo que a los negocios se refiere, en realidad. Cuando se trataba de cuestiones personales, no tenía ninguna fe en Jemima.

No le había llevado mucho tiempo convencerla, y el hermano de Jemima había aportado parte del dinero, como Meredith sabía que haría. Pero poco después de que Jemima firmase el contrato de alquiler, Meredith y ella se habían distanciado a causa de una acalorada y francamente estúpida discusión acerca de lo que Meredith consideraba la eterna necesidad de Jemima de tener un hombre a su lado.

– Tú amarás a cualquiera que te ame. -Con esas palabras, Meredith había dado por concluida su apasionada crítica sobre la pareja más reciente de Jemima, uno más en la larga lista de hombres que habían entrado y salido de su vida-. Venga, Jem. Cualquiera que tenga ojos y medio cerebro puede ver que hay algo raro en ese tío.

No era la mejor manera de calificar a un hombre con la que tu mejor amiga afirma que está decidida a casarse. Vivir con él ya era bastante malo, en lo que a Meredith concernía. Pero atarse a él para siempre…

De modo que el insulto había sido doble, a Jemima y al hombre al que su amiga, al parecer, amaba. Por lo tanto, Meredith nunca había visto los frutos del trabajo de Jemima en cuanto al lanzamiento del Cupcake Queen.

Ahora, lamentablemente, tampoco pudo ver los frutos de ese trabajo. Cuando Meredith aparcó, cogió el pastel de chocolate -ahora más que nunca parecía como si el chocolate estuviese transpirando, y eso no podía ser una buena señal- y llevó el regalo hasta la puerta del Cupcake Queen, descubrió que la tienda estaba cerrada a cal y canto, los alféizares de las ventanas estaban cubiertos de tierra y el interior explicaba la historia de un negocio que había fracasado. Meredith alcanzó a ver un exhibidor vacío, junto con un mostrador polvoriento y una antigua estantería de pastelero que no contenía utensilios ni tampoco productos horneados. ¿Y esto era…, qué? ¿Diez meses después de haber abierto la tienda? ¿Seis meses después? ¿Ocho? Meredith no lo recordaba con exactitud, pero no le gustó nada lo que veía, y le costaba creer que el negocio de Jemima pudiera haberse hundido tan deprisa. Cuando trabajaba desde su casa contaba con un número de clientes más que razonable y, seguramente, la habrían seguido a Ringwood. ¿Qué había ocurrido?

Decidió que buscaría a la única persona que probablemente pudiese darle una explicación al respecto. Ella ya tenía su propia teoría sobre el asunto, pero quería estar preparada para cuando finalmente se encontrase con Jemima.

Meredith encontró por fin a Lexie Streener en el salón de peluquería de Jean Michel, en la calle principal. Primero fue a la casa de la adolescente, donde la madre de la chica interrumpió lo que estaba haciendo -tecleando un extenso folleto sobre la tercera bienaventuranza del Sermón de la Montaña – para exponer con aburridos detalles lo que significaba realmente estar entre los humildes. Cuando Meredith insistió, en busca de más información, la mujer reveló que Lexie estaba lavando el pelo en la peluquería de Jean Michel («No hay ningún Jean Michel -señaló con aspereza-. Eso es una mentira, algo que está en contra de la ley de Dios»).

En la peluquería de Jean Michel, Meredith tuvo que esperar a que Lexie Streener acabase de frotar enérgicamente el cuero cabelludo de una mujer corpulenta que ya había tomado cantidades más que suficientes de sol y que exhibía suficiente carne como para ilustrarlo. Meredith se preguntó si Lexie estaba planeando hacer carrera como peluquera. Esperaba que no, ya que si la propia cabeza de la chica representaba algún indicio de sus talentos en este terreno, nadie que tuviese sentido común permitiría que ella se le acercase con unas tijeras o un bote de tinte en las manos. Sus mechones eran azules, rosados y rubios. Se los había cortado hasta un largo realmente punitivo -uno pensaba de inmediato en la presencia de piojos-, o bien se habían caído, incapaces de hacer nada más después de repetidas exposiciones al teñido y la decoloración.

– Sólo me llamó un día por teléfono -dijo Lexie cuando Meredith finalmente pudo hablar con la chica. Había tenido que esperar al descanso de Lexie y le había costado una Coca-Cola, pero estaba bien si ese mínimo gasto le reportaba información-. Pensaba que estaba haciendo un buen trabajo en la tienda, pero de pronto me llama y me dice que no vaya a trabajar al día siguiente. Le pregunté si era por algo que yo había hecho, como fumarme un cigarrillo demasiado cerca de la puerta, ya sabes, o algo así, pero todo lo que me dice es: «No, no se trata de ti». De modo que creo que se trata de mi madre o de mi padre, con todo ese rollo de la Biblia, y pienso que han estado echándole un sermón o dejándole, ya sabes, esas cosas que escribe mi madre. ¿Debajo del limpiaparabrisas? Pero ella me dice: «Soy yo. No eres tú. No son ellos». Entonces me dice que lo siente y que no le pregunte nada más.

– ¿El negocio iba mal? -preguntó Meredith.

– No lo creo. Allí siempre había gente comprando cosas. Si quieres saber mi opinión, es muy raro que ella quisiera cerrar la tienda, y yo lo sabía. De modo que la llamé por teléfono una semana después de que hablara conmigo. Tal vez un poco más. No lo sé exactamente. La llamé al móvil para averiguar qué había pasado, pero sólo conseguí contactar con su buzón de voz. Le dejé un mensaje. Eso lo hice dos veces, al menos. Pero nunca me devolvió las llamadas, y cuando intenté comunicarme otra vez con ella…, el teléfono estaba… Nada. Era como si lo hubiese perdido o algo así.

– ¿La llamaste a su casa?

Lexie meneó la cabeza y se tocó un corte que estaba cicatrizando en el brazo. Era lo que hacía: autolesionarse. Meredith lo sabía porque la tía de Lexie era la dueña de la agencia de diseño gráfico donde ella trabajaba mientras esperaba para dedicarse a lo que realmente quería hacer, que era el diseño textil, y como Meredith sentía una gran admiración por la tía de Lexie y como la tía de Meredith se preocupaba por la chica y se preguntaba si no habría algo que pudiese sacarla de su casa y alejarla unas horas al día de sus padres medio chiflados…, Meredith le había sugerido a Jemima que contratase a Lexie como su primera empleada. El plan había sido que, al principio, la ayudase a instalar la tienda y luego trabajase detrás del mostrador. Jemima no podía hacerse cargo de todo y Lexie necesitaba el trabajo, y además Meredith quería ganar puntos con su jefa. Todo parecía haber salido a pedir de boca.

Pero era evidente que algo no había funcionado.

– Entonces ¿no hablaste con…, bueno, con él? ¿Ella no dijo nada acerca de lo que podría haber estado ocurriendo en su casa? ¿No la llamaste allí?

Lexie meneó la cabeza.

– Supongo que, simplemente, no me quería -contestó la chica-. En general, nadie lo hace.

De modo que no tenía más alternativa que ir a casa de Jemima. Era lo único que podía hacer. No le gustaba nada esa idea, porque sentía que le proporcionaba a su amiga una especie de ventaja sobre ella en la conversación. Pero sabía que si realmente su intención era reconciliarse, entonces tendría que hacer todo lo que hiciera falta para conseguir su propósito.

Jemima vivía con su novio entre Sway y Mount Pleasant. Allí, ella y Gordon Jossie, de alguna manera, habían conseguido lo que en Inglaterra se denomina «acceder a los derechos de un plebeyo», de modo que había tierra unida a la propiedad. En verdad no era mucha tierra, pero, aun así, media docena de hectáreas no eran una cantidad nada despreciable. En la propiedad había también algunas construcciones: una vieja cabaña de arcilla y paja, un granero y un cobertizo. Una parte de las tierras incluía antiguos prados para atender a las necesidades de los ponis de la finca durante los meses de invierno. El resto eran tierras desocupadas, llenas en su mayor parte de matorrales que, a lo lejos, dejaban paso a una zona boscosa que no formaba parte de la finca.

Las construcciones en la propiedad estaban a la sombra de un grupo de castaños dulces, todos ellos desmochados hacía tiempo, de modo que ahora sus ramas crecían por encima de la altura de la cabeza desde los restos bulbosos de aquellas primeras amputaciones que, cuando eran jóvenes, habían contribuido a salvar a los árboles de las bocas hambrientas de los animales. Eran unos castaños realmente enormes. En los meses de verano moderaban la temperatura alrededor de la casa y perfumaban el aire con una fragancia que resultaba embriagadora.

Cuando atravesó el alto seto de espino silvestre y accedió al camino particular que dibujaba una línea empedrada de guijarros entre la casa y el prado que se extendía hacia el oeste, Meredith vio que, debajo de uno de los castaños que se alzaban delante de la casa había una mesa de hierro oxidada, cuatro sillas y una mesilla rodante para el té que formaban una pintoresca zona para comer, completada con tiestos de helechos, velas sobre la mesa, cojines coloridos en las sillas y tres candelabros ornamentados. Todo ello daba al lugar el aspecto de una fotografía sacada de una revista de decoración para la casa. Aquello no era propio de Jemima en absoluto, pensó Meredith. Se preguntó en qué otras cosas habría cambiado su amiga en los meses que habían transcurrido desde la última vez que se vieron.

Un coche se detuvo cerca de la casa, justo detrás de la segunda señal de cambio. Era un Mini Cooper último modelo, rojo brillante con rayas blancas, recién lustrado, con los cromados relucientes y la capota bajada. Meredith se revolvió ligeramente en su asiento al ver el vehículo. Hizo que tomase conciencia del coche en el que había llegado, un viejo Polo que se mantenía unido de milagro con cinta para embalar, y cuyo asiento de copiloto estaba empezando a verse inundado por una especie de fango de chocolate derretido del pastel que había preparado.

En aquel momento, el pastel le pareció un regalo realmente ridículo. Tendría que haber escuchado a su madre, algo que no solía hacer. Entonces recordó que, cuando Meredith se quejaba de esa buena mujer, Jemima siempre le decía: «Al menos tú tienes una madre». Sintió, como una punzada en el corazón, la echaba de menos, de modo que reunió valor, cogió el pastel ladeado y se dirigió hacia la puerta de la casa. No hacia la puerta principal, que nunca había utilizado, sino a la puerta de atrás, la que comunicaba el cuarto de lavado con un espacio abierto entre la casa, el granero, un pequeño sendero y el prado del este.

Golpeó la puerta, pero nadie respondió. Tampoco logró respuesta alguna cuando dijo: «¿Jem? ¿Hola? ¿Dónde estás, cumpleañera?». Estaba pensando en entrar en la casa -nadie cerraba las puertas con llave en esta parte del mundo- y dejar el pastel acompañado de una nota cuando oyó que alguien decía:

– ¿Hola? ¿Puedo ayudarla? Estoy aquí.

No era Jemima. Meredith lo supo al instante por la voz sin necesidad de darse la vuelta. Pero lo hizo y fue para ver a una joven rubia que llegaba desde el granero, sacudiendo un sombrero de paja que luego se colocó en la cabeza mientras se acercaba.

– Lo siento -dijo-. Tenía problemas con los caballos. Es algo muy extraño: por alguna razón, este sombrero parece asustarlos, de modo que me lo quito cuando me acerco al prado.

Meredith pensó que tal vez esa mujer era alguien a quien Gordon y Jemima habían contratado. Por ley se les permitía tener ponis salvajes, y también debían cuidar de ellos si, por alguna razón, los animales no podían pastar libremente en el Forest. El trabajo de Gordon y el de Jemima los mantenía ocupados, así que no estaba completamente fuera de lugar que tuvieran que contratar a alguien en el caso de que se viesen obligados a mantener a los ponis dentro de la finca. Aunque… aquella mujer no parecía una moza de cuadra. Cierto, llevaba vaqueros, pero era el tipo de prenda de diseño que usan los famosos, algo que se ceñía a sus curvas. Calzaba botas, pero eran de cuero brillante y muy elegantes, no eran como las que se empleaban para meterse en el barro. Llevaba puesta una camisa de trabajo, pero con las mangas enrolladas mostrando los brazos bronceados y el cuello levantado que mostraba el rostro. Era como la «imagen» de una mujer de campo, no una auténtica mujer de campo.

– Hola -Meredith se sintió torpe y desgarbada. Las dos mujeres eran de la misma altura, pero allí se terminaban todas las semejanzas. Meredith no estaba vestida como esta visión de la-vida-en-Hampshire que se acercaba hacia ella. Con el caftán que cubría su cuerpo como una mortaja, se sentía como una jirafa-. Lo siento, creo que le he bloqueado la salida -dijo, señalando el coche con la cabeza.

– No hay problema -contestó la mujer-. No pienso ir a ninguna parte.

– ¿No…? -Meredith no había pensado que Jemima y Gordon pudieran haberse mudado de casa, pero ése parecía ser el caso-. ¿Gordon y Jemima ya no viven aquí? -preguntó.

– Gordon desde luego que sí -dijo la mujer-. Pero ¿quién es Jemima?


Al analizar todo lo que le ocurrió a John Dresser se debe comenzar por el canal. En el siglo xix, como parte del medio de transporte de mercancías de una zona a otra del Reino Unido, se construyó la sección específica del Midlands Tran-Country Canal que separaba la ciudad en dos, de modo tal que creaba una clara división entre áreas socioeconómicas. Un poco más de un kilómetro de su extensión discurre a lo largo del límite septentrional de la zona de Gallows. Como sucede con la mayoría de los canales en Gran Bretaña, un camino de sirga permite que ciclistas y peatones accedan al canal, y diferentes clases de viviendas lindan con esa vía navegable.

Uno podría albergar imágenes románticas evocadas por la palabra «canal» o por la vida en el canal, pero hay muy pocas cosas románticas en el tramo del Midlands Tran-Country Canal que fluye justo al norte de Gallows. Es una cinta de agua grasienta despoblada de patos, cisnes o cualquier otra clase de vida acuática, y tampoco hay carrizos, sauces, flores silvestres o hierbas que crezcan junto al camino de sirga. Lo que se balancea habitualmente en las orillas del canal es basura, y sus aguas desprenden un olor fétido que sugiere que hay conductos de desagüe en mal estado.

El canal ha sido utilizado durante años por los residentes de la zona de Gallows como el lugar ideal para arrojar objetos demasiado voluminosos para que se los llevasen los camiones de basura. Cuando Michael Spargo, Reggie Arnold e Ian Barker llegaron allí, a las nueve y media de la mañana aproximadamente, encontraron un carrito de la compra en el agua y comenzaron a utilizarlo como blanco al que lanzaron piedras, botellas y ladrillos encontrados en el camino de sirga. La idea de ir al canal parece haber sido de Reggie, rechazada al principio por Ian, quien acusó a los otros dos chicos de querer ir a ese lugar «para masturbarse mutuamente o hacerlo como los perros», un comentario que puede ser considerado como una aparente referencia a actos que él mismo había presenciado en el dormitorio que se veía obligado a compartir con su madre. Ian también parece haber molestado repetidamente a Michael con respecto a su ojo derecho, según la declaración de Reggie. (Los nervios de la mejilla de Michael habían resultado dañados como consecuencia del empleo de fórceps durante el parto y tenía el ojo derecho caído, y no parpadeaba de forma coordinada con su ojo izquierdo.) Pero Reggie señala que él se encargó de «poner en su sitio a Ian» y los tres chicos siguieron con sus cosas.

Como los jardines traseros de las casas están separados del camino de sirga sólo por unas cercas de madera, los chicos pudieron acceder sin problemas a las propiedades donde estas cercas estaban en mal estado. Una vez que agotaron las posibilidades que representaba el lanzamiento de diversos objetos contra el carrito de la compra, los tres decidieron vagabundear por el camino y hacer gamberradas allí donde se les presentase la ocasión: quitaron la colada recién colgada en una cuerda tendida detrás de una casa y la lanzaron al canal; en otra casa encontraron una cortadora de césped («Pero estaba oxidada», explica Michael) y también la lanzaron al agua.

Tal vez el carrito de bebé les dio la última idea. Lo encontraron junto a la puerta trasera de otra de las casas. A diferencia de la cortadora de césped, el cochecito no sólo era nuevo, sino que llevaba sujeto un globo de helio azul metalizado. En el globo podía leerse «¡Es un niño!», y los chicos se dieron cuenta de que esas palabras se referían a un recién nacido.

El carrito del bebé resultaba más difícil de transportar porque en ese lugar en concreto la cerca de madera no estaba rota. De modo que sugiere una especie de agravamiento el hecho de que dos de los chicos (Ian y Reggie, según Michael; Ian y Michael, según Reggie; Reggie y Michael, según Ian) saltaran la cerca, robaran el carrito, lo pasaran por encima de la cerca y se alejaran con él por el camino de sirga. Allí, los chicos fueron dándose empellones a lo largo de un centenar de metros antes de cansarse de este juego y lanzar el carrito al canal.

La entrevista con Michael Spargo indica que, en este punto, Ian Barker dijo: «Es una lástima que no hubiera un bebé dentro. Eso habría provocado una salpicadura genial, ¿verdad?». Ian Barker niega haber dicho tal cosa y, cuando se le preguntó, Reggie Arnold se puso histérico y comenzó a chillar: «¡No había ningún bebé! ¡Mamá, no había ningún bebé!».

Según Michael, Ian continuó hablando acerca de «qué malo sería conseguir un bebé en alguna parte». Ellos podrían, sugirió Ian, llevarlo «a ese puente que hay en West Town Road y podríamos lanzarlo de cabeza y ver cómo revienta. Habría sangre y cerebro saliendo por todas partes. Eso fue lo que dijo», informa Michael. Michael continúa insistiendo en que él se opuso totalmente a esa idea, como si supiera adónde conduce su entrevista con la Policía cuando llegan a este tema. Los chicos, finalmente, se cansan de jugar en los alrededores del canal, informa Michael. Ian Barker, dice la Policía, fue quien sugiere que «se largaran de allí» y fueran a Barriers.

Debería señalarse que ninguno de los chicos niega haber estado en Barriers aquel día, si bien los tres cambian repetidamente sus historias cuando se trata de explicar qué hicieron cuando llegaron allí.

West Town Arcade ha sido conocida como Barriers desde hace tanto tiempo que la mayoría de la gente no tiene idea de que esa galería comercial tiene en realidad otro nombre. En los primeros tiempos de su vida comercial tuvo este apelativo porque se extiende limpiamente entre el mundo desolado de Gallows y una ordenada cuadrícula de viviendas independientes y semiindependientes ocupadas por familias trabajadoras de clase media. Estas construcciones comprenden los edificios de apartamentos de Windsor, Mountbatten y Lyon.

Aunque hay cuatro entradas diferentes para acceder a la zona de Barriers, las dos que se utilizan más comúnmente son las que permiten el acceso de los residentes de Gallows y de Windsor. En estas entradas, las tiendas son indicativas de modo bastante deprimente de la clase de clientes que esperan. Por ejemplo, en la entrada de Gallows encontramos una casa de apuestas deportivas de la cadena William Hill, dos tiendas con licencia para la venta de bebidas alcohólicas, un estanco, un «todo a cien» y varios establecimientos de comida para llevar que ofrecen patatas fritas y pescado, patatas asadas y pizza. En la entrada de Windsor, por otra parte, uno puede comprar en Marks & Spencer, Boots, Russell & Bromley, Accesorize, Ryman's y en tiendas independientes que ofrecen artículos de lencería, chocolates, té y prendas de vestir. Si bien es verdad que nada impide que alguien entre por la puerta de Gallows y recorra la galería comercial para hacer sus compras donde le apetezca, la implicación es clara: si eres pobre, recibes una prestación social o perteneces a la clase trabajadora, es probable que estés interesado en gastarte los cuartos en comida con alto contenido de colesterol, tabaco, alcohol o apuestas.

Los tres chicos coinciden en que cuando llegaron a Barriers se dirigieron a la galería de vídeos que allí hay. No tenían dinero, pero eso no les impidió «conducir» el jeep en el videojuego Let's go jungle o «pilotar» el Ocean Hunter en la caza de tiburones. Cabe señalar que los videojuegos participativos sólo permitían la intervención de dos jugadores por vez. Aunque, como se ha señalado previamente, los chicos no tenían dinero, cuando simulaban jugar eran Michael y Reggie quienes manejaban los controles; dejaban a Ian fuera. Éste sostiene que no le molestó tal exclusión, y los tres chicos declararon que no les preocupaba el hecho de no tener dinero para gastar en el salón de video-juegos, pero no se puede dejar de especular que quizás el día se hubiera desarrollado de un modo diferente si los chicos hubiesen sido capaces de sublimar sus tendencias patológicas a través de la participación en algunas de las actividades violentas suministradas por los videojuegos que encontraron, pero no pudieron usar. (No es mi intención insinuar en este punto que los videojuegos pueden o debieran ocupar el lugar de la educación de los hijos; pero, como una salida para chicos con recursos limitados e incluso una deficiente percepción de su disfunción individual, podrían haber sido útiles.)

Sin embargo, lamentablemente, su permanencia en el salón de videojuegos se acabó abruptamente cuando un guardia de seguridad advirtió su presencia y les obligó a marcharse de allí. Aún estaban en horario escolar (las cámaras de videovigilancia muestran que eran las diez y media) y el guardia les dijo que llamaría a la Policía, al colegio o al encargado de buscar a los alumnos que hacen novillos si volvía a verlos en el centro comercial. Durante su entrevista con la Policía, el guardia declaró que «nunca volvió a ver a los pequeños gamberros», pero esta afirmación parece más un esfuerzo por aliviar su culpa y responsabilidad que la verdad. Los chicos no hicieron nada para ocultarse de él una vez que abandonaron el salón de videojuegos, y si él hubiese cumplido su amenaza los chicos nunca se hubiesen encontrado con el pequeño John Dresser.

John Dresser -o Johnny, como le llamó la prensa sensacionalista- tenía veintinueve meses. Era el único hijo de Alan y Donna Dresser, y los días laborables quedaba normalmente al cuidado de su abuela de cincuenta y ocho años. Caminaba perfectamente bien, pero como sucede con muchos niños pequeños era lento en el desarrollo del lenguaje. Su vocabulario consistía en «mami», «pa» y «Lolly» (el perro de la familia). No podía decir su propio nombre.

Aquel día, su abuela había viajado a Liverpool a visitar a un especialista para consultarle acerca de sus problemas de visión. Como no podía conducir, su esposo se encargó de llevarla en coche. Esta circunstancia hizo que Alan y Donna Dresser se encontrasen sin nadie que cuidase del niño, y cuando eso ocurría (como sucedía de vez en cuando) su costumbre era turnarse para cuidar de John, ya que a ninguno de los dos les resultaba fácil tomarse tiempo libre en el trabajo para ocuparse de su hijo. (En aquel momento, Donna Dresser era profesora de Química en un instituto de enseñanza secundaria, y su esposo era abogado especializado en la venta de propiedades). Según la opinión general eran unos padres excelentes, y la llegada de John a sus vidas había sido un acontecimiento muy deseado. A Donna Dresser no le había resultado fácil quedarse embarazada y, durante todo el embarazo, había tomado las máximas precauciones para asegurar el nacimiento de un niño sano. Aunque fue criticada por ser una madre trabajadora que permitió que su esposo cuidase de su hijo ese día en particular, no debería presumirse que no fuera una madre devota.

Alan Dresser llevó a su hijo a la galería comercial Barriers al mediodía. Utilizó la sillita de paseo del niño y recorrió a pie el kilómetro que separaba su casa del lugar. Los Dresser vivían en los edificios de Hountbatten, el vecindario más acomodado de los tres que rodeaban Barriers y el que se encontraba más alejado de la galería comercial. Antes de que John naciera, sus padres habían comprado allí un piso de tres habitaciones, y el día de la desaparición de John aún estaban renovando uno de los dos cuartos de baño. En su declaración a la Policía, John Dresser explica que fue a Barriers porque su esposa le había pedido que consiguiera muestras de pintura en Stanley Wallinford's, una tienda de bricolaje que estaba no muy lejos del centro comercial. También dice que quería «un poco de aire libre para el niño y para mí», un deseo razonable si se tienen en cuenta los trece días de mal tiempo que habían precedido a esta salida.

Está claro que, en algún momento mientras estaban en Stanley Wallinford's, Alan Dresser le prometió a John un festín en McDonald's. Éste parece haber sido, al menos en parte, un intento de calmar al niño, un hecho que más tarde el empleado de la tienda verificó ante la Policía, ya que John estaba inquieto, molesto en su sillita de paseo, y resultaba difícil mantenerle ocupado mientras su padre elegía las muestras de pintura y hacía algunas compras relacionadas con la renovación del baño. Para cuando Dresser llevó al pequeño John al McDonald's, el niño estaba irritable y hambriento, y el propio Dresser tenía los nervios a flor de piel. Guiar a su hijo no era algo que le resultase natural y no se abstenía de «calentarle el trasero» cuando John no se comportaba bien en público. El hecho de que, efectivamente, fuese visto fuera del McDonald's propinándole a su hijo un fuerte golpe en las nalgas provocó a la postre un retraso en la investigación una vez que John desapareció, si bien es poco probable que incluso una búsqueda inmediata del niño hubiese alterado el resultado final del día.

Aun cuando durante su interrogatorio Ian Barker afirma que no le importó quedar excluido de la participación imaginaria en los videojuegos, Michael Spargo evidentemente dio por sentado que esta exclusión del juego impulsó a Ian a «ir con el soplo al guardia de seguridad de lo que Reg y yo estábamos haciendo», una acusación que Ian negó con vehemencia. Sin embargo, aunque llamaron la atención del guardia, escaparon a su vigilancia cuando entraron en la tienda de «todo a cien».

Incluso a día de hoy, este establecimiento está lleno de artículos y ofrece de todo, desde ropa hasta té. Sus pasillos son estrechos, las estanterías son altas, los cajones metálicos son una mezcolanza de calcetines, pañuelos de cuello, guantes y bragas. Allí venden artículos con tara, falsificados, de segunda mano y mal etiquetados, y productos importados de China. Resulta imposible saber cómo se gestiona el control de las existencias, aunque el propietario parece haber perfeccionado un sistema mental que tiene en cuenta todos los artículos expuestos.

Michael, Ian y Reggie entraron en la tienda con la intención de robar, quizá como una forma de compensar el disgusto que sentían por haber sido obligados a abandonar el salón de videojuegos. Aunque la tienda contaba con dos cámaras de seguridad, ese día no estaban operativas y llevaban así al menos dos años. Este hecho era ampliamente conocido por los chicos del vecindario, quienes hacían frecuentes visitas a la tienda. Ian Barker se encontraba entre los visitantes más regulares, ya que su dueño fue capaz de nombrarlo, aunque no conocía su apellido.

Mientras estaban en la tienda, los chicos consiguieron robar un cepillo para el pelo, una bolsa de galletas de Navidad y un paquete de rotuladores, pero la facilidad con la que habían desarrollado esta actividad no satisfizo su necesidad de comportamiento antisocial, o bien el momento careció de la adecuada excitación, de modo que al marcharse de la tienda fueron a un puesto de bocadillos en el centro de la galería comercial; su propietario, un sij de cincuenta y siete años llamado Wallace Gupta, conocía bien a Reggie Arnold. La entrevista al señor Gupta -que tuvo lugar dos días después de los hechos y, en consecuencia, resulta un tanto sospechosa- indica que les dijo a los chicos que se largasen de allí inmediatamente, amenazándolos con el guardia de seguridad y siendo calificado a su vez de «paki», «cabrón», «maricón», «gilipollas» y «cabeza de toalla». Cuando los chicos se negaron a abandonar el lugar con la rapidez que deseaba, el señor Gupta cogió de debajo de la caja registradora una botella con rociador en la que guardaba lejía, la única arma que tenía para defenderse o para estimular la cooperación de los chicos. La reacción de éstos, según declaró Ian Barker con un considerable grado de orgullo, fue echarse a reír. A continuación se apropiaron de cinco bolsas de patatas fritas (una de las cuales fue encontrada más tarde en una obra en construcción de Dawkins); tal acción obligó al señor Gupta a cumplir con su amenaza. Roció a los chicos con la lejía: alcanzó a Ian Barker en la mejilla y el ojo; a Reggie Arnold, en los pantalones; y a Michael Spargo, en los pantalones y el anorak.

Aunque tanto Michael como Reggie comprendieron de inmediato que sus pantalones del colegio estaban arruinados, su reacción ante el ataque del señor Gupta contra ellos no fue, aparentemente, tan feroz como la de Ian. «Quería coger a ese paki», declaró Reggie Arnold al ser interrogado por la Policía. «Se puso como loco. Quería destrozar el quiosco, pero yo le detuve, sí señor», una afirmación no ratificada por ninguno de los actos posteriores.

Es probable, no obstante, que Ian estuviese dolorido por la lejía, y, como carecía de cualquier respuesta al dolor que fuese socialmente aceptable (no parece probable que los chicos buscasen unos lavabos públicos donde poder lavar la lejía del rostro de Ian), reaccionara culpando a Reggie y Michael de su situación.

Quizá como una forma de desviar la ira de Ian y evitar al mismo tiempo una paliza, Reggie señaló hacia Jones-Carver, la tienda de animales y de artículos para mascotas, en cuyo escaparate tres gatitos persas jugaban sobre unas plataformas cubiertas de moqueta. El relato de Reggie se vuelve confuso en este punto, cuando la Policía le preguntó qué fue lo que le atrajo hacia los gatitos. Algo más tarde acusó a Ian de sugerir el robo de uno de los pequeños felinos «para divertirse un poco». Ian negó este extremo durante el interrogatorio, pero Michael Spargo declaró que el otro chico dijo que podrían cortarle la cola al gato o «clavarlo a una madera, como a Jesús» y «él pensó que eso sería muy cruel». Naturalmente, es difícil saber a ciencia cierta quién sugirió qué en este punto, ya que a medida que las historias de los chicos les acercan a John Dresser se vuelven progresivamente menos claras.

Lo que se sabe es esto: los gatitos en cuestión no estaban fácilmente al alcance de nadie, puesto que se encontraban encerrados dentro del escaparate, debido a su valor. Pero delante del escaparate estaba Tenille Cooper, de cuatro años, que contemplaba los gatitos mientras su madre compraba comida para perros a unos metros de distancia. Tanto Reggie como Michael -que fueron entrevistados por separado y en presencia de uno de sus padres y un asistente social- coinciden en señalar que Ian Barker cogió a la pequeña Tenille de la mano y anunció: «Esto es mejor que un gato, ¿no?», con la evidente intención de marcharse con la niña. Pero su intento fue frustrado por la madre de la pequeña, Adrienne, que detuvo a los chicos y, con visible irritación, comenzó a interrogarles, preguntándoles por qué no estaban en clase, y los amenazó con llamar no sólo al guardia de seguridad, sino también al encargado de buscar a los alumnos que hacen novillos y a la Policía. Ella, por supuesto, fue fundamental en la identificación posterior de los chicos, pues seleccionó fotografías de los tres de entre sesenta fotos que le mostraron en la comisaría.

Debe añadirse que si Adrienne Cooper hubiese acudido de inmediato al guardia de seguridad es probable que John Dresser jamás hubiese llamado la atención de los chicos. Pero su fallo -si es que puede siquiera llamarse fallo, pues ¿cómo podía imaginar ella el horror que se produciría más tarde?- es insignificante comparado con el de aquellas personas que luego vieron a un John Dresser cada vez más angustiado en compañía de los tres chicos y, sin embargo, no emprendieron ninguna acción, ya fuese para alertar a la Policía o bien para quitarles al niño.

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