Capítulo 9

Finalmente, la investigación realizada casa por casa en Stoke Newington no dio ningún resultado; tampoco la búsqueda perimetral en los alrededores de la capilla ni haber cuadriculado todo el frondoso cementerio para realizar la búsqueda siguiendo ese método. Contaban con personal suficiente para hacerlo -de la comisaría local y de agentes que habían llegado desde otras zonas-, pero el resultado final fue que no obtuvieron ni testigo, ni arma, ni bolso, ni monedero ni identificación. Sólo una admirable limpieza de basura en el cementerio. Por otra parte, habían recibido cientos de llamadas y una descripción transmitida al SO5 había indicado una posible pista. A ello había contribuido la circunstancia de que el cadáver en cuestión tuviese unos ojos inusuales: uno verde y el otro marrón. Una vez que introdujeron ese dato en el ordenador, el campo de las personas desaparecidas se redujo a una.

La información decía que esa mujer había desaparecido de su vivienda en Putney. Enviaron al lugar a Barbara Havers, dos días después del descubrimiento del cadáver, a Oxford Road, que estaba equidistante de Putney High Street y Wandsworth Park. Al llegar allí aparcó ilegalmente en una zona reservada sólo para residentes, colocó a la vista una identificación policial y llamó al timbre de una casa adosada cuyo jardín delantero parecía ser el centro de reciclaje de la calle, si uno se guiaba por las latas y los recipientes de plástico. Se topó en la puerta con una mujer mayor con un corte de pelo militar, y un vello facial algo militar también. Iba vestida con ropa para hacer ejercicio y calzaba unas inmaculadas zapatillas blancas con cordones rosa y púrpura. Dijo llamarse Bella McHaggis, y se quejó de que ya era hora de que apareciera un policía de una puta vez y que aquélla era la clase de incompetencia que pagaban sus impuestos y que el puto Gobierno no puede hacer ni una sola cosa bien: porque mire el estado en que están las calles, por no hablar del metro. Y ella había llamado a la Policía hacía ya dos días y…

Bla, bla, bla, pensó Barbara. Mientras Bella McHaggis daba rienda suelta a sus sentimientos, ella echó un vistazo a la casa: suelos de madera sin alfombrar, un perchero con paraguas y abrigos. En la pared, había un documento enmarcado que anunciaba: Reglas de la casa para los inquilinos; a su lado un cartel decía: Dueña en casa.

– Con los huéspedes nunca es suficiente insistir sobre las reglas de la casa -aseguró Bella McHaggis-. Las tengo por todas partes. Las reglas, quiero decir. Es de gran ayuda.

Condujo a Barbara a un comedor. Después dejaron atrás una gran cocina y, finalmente, llegaron a una sala de estar en la parte trasera de la casa. Una vez allí, Bella McHaggis anunció que su inquilina -que se llamaba Jemima Hastings- había desaparecido, y que si el cuerpo de la mujer que habían encontrado en Abney Park tenía un ojo verde y el otro marrón… La mujer intentó leer la expresión en el rostro de Barbara.

– ¿Tiene alguna foto de esa mujer? -preguntó Barbara.

– Sí, sí, por supuesto- contestó Bella.

Dijo: «Venga por aquí», y llevó a Barbara a través de una puerta situada en el otro extremo de la sala de estar, lo que las condujo a un estrecho corredor que se extendía en dirección a la zona delantera de la casa. A un lado del pasillo se elevaba la parte trasera de una escalera, y frente a ellos, en la parte inferior, había una puerta que parecía hubieran querido ocultar. Sobre la puerta había un póster. La iluminación era escasa, pero Barbara alcanzó a ver que el póster mostraba una fotografía en blanco y negro de una mujer joven, de pelo claro que se agitaba sobre su rostro por el viento. Compartía el cuadro con tres cuartas partes de la cabeza de un león, que aparecía desenfocada detrás. El león, que era de mármol y estaba ligeramente veteado por el paso del tiempo, parecía dormir. El póster era un anuncio del Retrato del año de Cadbury y evidentemente se trataba de alguna clase de concurso. Sus ganadores participaban en una exposición en la National Portrait Gallery, en Trafalgar Square.

– ¿Es Jemima? -preguntó Bella McHaggis.

– No es propio de ella haberse marchado de ese modo, sin decírnoslo. Cuando vi la noticia en el Evening Standard, pensé que si la mujer tenía esa clase de ojos, de dos colores diferentes… -Sus palabras se extinguieron cuando Barbara se volvió hacia ella.

– Me gustaría ver su habitación -dijo Barbara.

Bella McHaggis emitió un leve sonido, algo entre un suspiro y un lamento. Barbara vio que se trataba de una persona decente.

– En realidad no estoy segura, señora McHaggis.

– Es sólo que acaban convirtiéndose en parte de la familia -dijo Bella-. La mayoría de mis huéspedes…

– ¿Así que tiene más? Tendré que hablar con ellos.

– En este momento no están aquí. Están trabajando, ¿sabe? Sólo hay dos, aparte de Jemima, quiero decir. Chicos. Unos jóvenes muy agradables.

– ¿Alguna posibilidad de que ella pudiera haber estado liada con uno de ellos?

Bella negó con la cabeza.

– Eso va contra las reglas. Me parece que no es bueno que los hombres y las mujeres que viven en mi casa se hagan compañía, al menos mientras vivan bajo el mismo techo. Al principio no tenía ninguna regla establecida con respecto a eso, cuando el señor McHaggis murió y yo comencé a tener huéspedes. Pero pensé… -Miró el póster que había en la puerta-. Pensé que las cosas se volverían innecesariamente complicadas si mis huéspedes…, digamos, que si confraternizaban… Tensiones latentes, la posibilidad de rupturas, celos, lágrimas… Peleas en la mesa del desayuno… De modo que decidí establecer esa regla.

– ¿Y cómo sabe si los huéspedes la respetan?

– Créame -dijo Bella-. Lo sé.

Barbara se preguntó si eso significaba que inspeccionaba las sábanas.

– Pero ¿supongo que Jemima conocía a los otros huéspedes?

– Por supuesto. Conocía más a Paolo, supongo. Él fue quien la trajo a esta casa. Me refiero a Paolo di Fazio. Nacido en Italia, pero nadie lo diría. No tiene nada de acento. Y tampoco…, bueno, ningún mal hábito italiano, ya sabe.

Barbara no lo sabía, pero asintió amablemente. Se preguntó cuáles podían ser esos malos hábitos italianos. ¿Poner salsa de tomate en los cereales?

– Su habitación es la que está más cerca de la de ella -siguió explicando la mujer-. Jemima trabajaba en una tienda en la zona de Covent Garden, y Paolo tiene un puesto en Jubilee Market Hall. Yo tenía una habitación disponible; quería otro huésped; esperaba que fuese una mujer. Y Paolo sabía que ella estaba buscando un alojamiento permanente.

– ¿Y qué me puede decir de su otro huésped?

– Frazer Chaplin. Vive en el apartamento del sótano.

Bella señaló la puerta donde estaba fijado el póster.

– O sea, ¿que es suyo? ¿El póster?

– No. Es sólo la entrada de su apartamento. Ella me trajo el póster, Jemima. Supongo que no la hacía muy feliz que lo hubiese puesto aquí, donde nadie puede verlo. Pero…, bueno, allí lo tiene. No había otro lugar disponible donde colocarlo.

A Barbara le parecía que había espacio más que suficiente, incluso con la gran cantidad de carteles que describían las reglas de la casa. Echó un último vistazo al póster antes de repetirle a Bella que quería ver la habitación de Jemima Hastings. Se parecía a la joven que aparecía en las fotos de la autopsia que Barbara había visto que Isabelle Ardery colgaba aquella mañana en el centro de coordinación. Pero, como siempre, resultaba increíble ver las diferencias entre alguien con vida y un cadáver.

Siguió a Bella al piso superior, donde Jemima disponía de una habitación que daba a la fachada de la casa. La habitación de Paolo se encontraba justo en la parte posterior del corredor, dijo Bella, mientras que su habitación estaba un piso aún más arriba.

Abrió la puerta de la habitación de Jemima. No estaba cerrada y tampoco había llave por dentro. Pero eso no significaba que no hubiera una llave en alguna parte de la habitación, supuso Barbara, aunque encontrarla sería un desafío digno de Hércules en los establos de Augías.

– Ella era un poco como una urraca -dijo Bella, que venía a ser como decir que Noé era un constructor de botes de remos.

Barbara jamás había visto un desorden semejante. La habitación tenía un tamaño agradable, pero contenía una enorme cantidad de objetos. Ropa tirada sobre la cama sin hacer, en el suelo y sobresaliendo de los cajones de la cómoda; revistas y periódicos y mapas y folletos de los que reparte la gente por la calle; barajas de naipes mezcladas con tarjetas comerciales y postales; montones de fotografías sujetas con bandas elásticas…

– ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo aquí? -preguntó Barbara. Era inconcebible que una sola persona fuese capaz de acumular semejante cantidad de cosas en menos de cinco años.

– Casi siete meses -dijo Bella-. Hablé con ella acerca de esto. Me dijo que ya encontraría el momento de ordenar la habitación, pero creo…

Barbara miró a la mujer. Bella se estiraba el labio inferior con expresión pensativa.

– ¿Qué? -preguntó Barbara.

– Creo que le daba cierta sensación de bienestar. Me atrevería a decir que no podía desprenderse de nada de todo esto.

– Sí. Bueno. -Barbara suspiró-. Todo esto tendrá que ser revisado y examinado. -Sacó el teléfono móvil y lo abrió-. Voy a llamar para pedir refuerzos -le dijo a Bella.


* * *

Lynley utilizaba el coche como una excusa, porque era lo más fácil para decirse a sí mismo y, por ende, a Charlie Denton que quería estar solo. No solía decirle a Denton adonde iba, pero sabía que el joven todavía no había dejado de preocuparse acerca de su estado mental. De modo que apareció de pronto en la cocina donde Denton estaba usando sus considerables habilidades culinarias para preparar un adobo para un pescado y le dijo: «Estaré fuera un rato, Charlie. Iré un par de horas a Chelsea». Advirtió la expresión de placer que se dibujó brevemente en su rostro. Chelsea podía significar cientos de destinos diferentes, pero Denton pensó que sólo había uno que pudiese hacer que Lynley saliera de Belgravia.

– Pensaba presumir de coche nuevo -añadió Lynley.

– Deberá tener cuidado entonces. No querrá que estropee la pintura.

Lynley le prometió que haría todo lo posible por impedir semejante tragedia y se dirigió al garaje, donde guardaba el coche que finalmente había comprado para reemplazar al Bentley, que había quedado reducido a un amasijo de restos metálicos hacía cinco meses por obra y gracia de Barbara Havers. Abrió con su llave la puerta del garaje y allí estaba. La verdad era que sentía un deje de excitación de propietario al contemplar la belleza cobriza de aquel chisme. Eran sólo cuatro ruedas y un medio de transporte, pero había transporte y «transporte», y éste era indudablemente «transporte».

Tener el Healey Elliott le daba algo en qué pensar cuando estaba conduciendo, además de dar vueltas a todas aquellas cosas en las que no quería pensar. Esa había sido una de las razones por la que había comprado el coche. Uno tenía que considerar cuestiones como dónde aparcarlo y qué ruta tomar desde el punto A hasta el punto B a fin de evitar altercados con ciclistas, taxistas, conductores de autobuses y peatones que tiraban de maletas con ruedas sin prestar atención a por dónde iban. Y luego estaba la cuestión esencial de que quedara limpio, de mantenerlo bien a la vista cuando se veía obligado a aparcarlo en una zona ligeramente peligrosa, de mantener el aceite inmaculado y las bujías prácticamente esterilizadas, y las ruedas balanceadas y los neumáticos hinchados con la presión adecuada. Era, por lo tanto, un coche inglés antiguo como todos los coches ingleses antiguos. Exigía una vigilancia y un mantenimiento constantes. En resumen, era exactamente lo que necesitaba en este momento de su vida.

La distancia que separaba Belgravia de Chelsea era tan mínima que podría haber ido andando, independientemente del calor y las multitudes de compradores que llenaban King's Road. Menos de diez minutos después de haber cerrado la puerta principal de su casa, conducía a paso de tortuga por Cheyne Road, buscando algún lugar donde aparcar cerca de Lordship Place. La suerte quiso que un camión que estaba haciendo una entrega en el King's Head & Eight Bells dejase libre un lugar junto al bordillo cuando se aproximaba al pub. Caminaba ya hacia la alta construcción de ladrillo en la esquina de Lordship Place y Cheyne Walk cuando oyó una voz de mujer que le llamaba:

– ¡Tommy! ¡Hola!

La voz llegaba de la dirección del pub donde, según pudo ver, sus amigos estaban doblando la esquina desde Cheyne Walk y el Embankment de Chelsea. Probablemente venían de dar un paseo junto al río, ya que Simon Saint James llevaba a su perra en brazos -una dachshund de pelo largo que odiaba el calor tanto como los paseos- y su esposa, Deborah, caminaba a su lado, cogida de su brazo y con un par de sandalias colgando entre los dedos.

– ¿No está demasiado caliente el pavimento para tus pies descalzos? -preguntó.

– Absolutamente horrible -admitió ella alegremente-. Quería que Simon me cogiera en brazos, pero ante la disyuntiva de Peach o yo, el maldito escogió a Peach.

– El divorcio es la única respuesta -repuso Lynley. Sus amigos se acercaron y Peach, que le reconoció como un habitual, se retorció para que la bajasen al suelo y pudiese volver a dar brincos y exigir que la cogieran nuevamente en brazos. Ladró, agitó la cola y dio unos cuantos brincos más mientras Lynley estrechaba la mano de Saint James y aceptaba el impetuoso abrazo de Deborah.

– Hola, Deb -dijo con la cara contra su pelo.

– Oh, Tommy -dijo ella a modo de respuesta. Luego, retrocedió unos pasos y cogió en brazos a la perra, que continuaba retorciéndose, ladrando y exigiendo que le prestasen atención-, tienes muy buen aspecto. Es genial verte. Simon, ¿no crees que Tommy tiene muy buen aspecto?

– Casi tan bueno como el coche. -El hombre se había acercado a echarle un vistazo al Healey Elliott. Lanzó un silbido de admiración-. ¿Acaso lo has traído para regodearte? Por Dios, es una belleza. Mil novecientos cuarenta y ocho, ¿verdad?

Saint James amaba los coches antiguos; él mismo conducía un viejo MG, modificado para adaptarlo a su pierna izquierda ortopédica. Era un TD clásico, circa 1955, pero la antigüedad del Healey y su forma lo convertían en un coche raro y muy atractivo a la vista. El hombre meneó la cabeza -el pelo oscuro demasiado largo como siempre, Deborah seguramente le daba la vara todo el día para que se lo cortase- y lanzó un suspiro.

– ¿Dónde lo encontraste? -preguntó.

– En Exeter -respondió Lynley-. Lo vi anunciado. El pobre tío dedicó años de su vida a restaurarlo, pero su esposa lo consideraba un rival…

– ¿Y quién puede culparla? -apuntó Deborah deliberadamente.

– Y no le dejó en paz hasta que lo vendió.

– Una locura total -musitó Saint James.

– Sí. Bueno. Allí estaba yo con el dinero en metálico y un Healey Elliott frente a mí.

– ¿Sabes?, Deborah y yo hemos estado en Ranelagh Gardens hablando acerca de nuevas posibilidades de adopción. Veníamos de allí ahora mismo. Pero ¿quieres que te diga la verdad? Condenados bebés. Antes preferiría adoptar este coche.

Lynley se echó a reír.

– ¡Simón! -protestó Deborah.

– Los hombres somos así, amor mío. ¿Cuándo has vuelto, Tommy? Vamos dentro. Estábamos hablando con Deborah de tomar una cerveza en el jardín. ¿Nos acompañas?

– ¿Para qué, si no, es el verano? -contestó Lynley. Les siguió al interior de la casa, donde Deborah dejó a la pequeña perra en el suelo. Peach corrió a la cocina en la eterna búsqueda de comida propia de los daschshund-. Dos semanas -le dijo a Saint James.

– ¿Dos semanas? -dijo Deborah-. ¿Y no nos llamaste por teléfono? Tommy, ¿alguien más sabe que has vuelto?

– Denton no lo ha festejado a lo grande con el vecindario, si a eso te refieres -dijo Lynley con tono seco-. Pero porque yo se lo pedí. Charlie habría contratado aviones que escribiesen mensajes en el cielo, si se lo hubiera permitido.

– Debe de estar feliz de que hayas vuelto a casa. Nosotros estamos felices de que hayas regresado a casa. Estás destinado a estar en casa. -Deborah dio unas breves palmadas y llamó a su padre. Lanzó las sandalias a la base de un perchero y dijo por encima del hombro-: Le pediré a papá que nos prepare las bebidas -dijo, y siguió la misma dirección que la perra, hacia la despensa, situada en el sótano de la parte trasera de la casa.

Lynley la miró cuando se alejaba y se dio cuenta de que había perdido contacto con lo que significaba estar cerca de una mujer a la que conocía bien. Deborah no se parecía en nada a Helen, pero la igualaba en cuanto a energía y vivacidad. Ese pensamiento le produjo un dolor súbito y se quedó sin aliento durante un momento.

– Vamos fuera, ¿quieres? -dijo Saint James.

Lynley comprobó que su viejo amigo le entendía a la perfección.

– Gracias -dijo.

Encontraron un lugar debajo del cerezo ornamental donde había varios sillones de mimbre gastados alrededor de una mesa. Deborah se reunió con ellos. Llevaba una bandeja donde había colocado una jarra de Pimm's, un cubo con hielo y vasos que exhibían los indispensables trozos de pepino. Peach llegó tras ella y, a continuación, apareció Alaska, el gran gato gris de los Saint James, que inmediatamente se ocupó de escabullirse sigilosamente a lo largo del reborde de hierba en busca de roedores imaginarios.

Alrededor de ellos se oían los sonidos de Chelsea en verano: coches lejanos que se desplazaban junto a Embankment, el gorjeo de los gorriones en los árboles, gente que llamaba desde el jardín de la casa de al lado. El aire estaba impregnado del olor de una barbacoa y el sol seguía cociendo la tierra.

– He tenido una visita inesperada -dijo Lynley-. La superintendente interina Isabelle Ardery.

Les explicó brevemente lo esencial de la visita de Ardery: la petición de ella, y su indecisión.

– ¿Qué piensas hacer? Quizás haya llegado el momento de que vuelvas, Tommy.

Lynley miró más allá de sus amigos hasta las flores que crecían en el reborde de hierba en la base del viejo muro de ladrillo que señalaba el límite del jardín. Alguien -Deborah probablemente- les había prodigado un visible cuidado; seguramente, habría reciclado el agua con la que fregaban los platos. Este año tenían mejor aspecto que el anterior: estallaban llenos de vida y color.

– Pude hacer frente al cuarto del niño en Homenstown… y su ropa de campo. Y con parte del cuarto del niño aquí también. Pero no he sido capaz de enfrentarme con sus cosas aquí, en Londres. Pensé que estaría preparado cuando llegué hace dos semanas, pero parece que no es así. -Bebió un trago y miró el muro del jardín por donde trepaban las clemátides, una explosión de flores color lavanda-. Todo está aún allí, en el armario y en la cómoda. También en el baño: cosméticos, sus frascos de perfume. En el cepillo todavía quedan hebras de su pelo… Era tan oscuro, ¿sabéis?, con reflejos castaños.

– Sí -dijo Saint James.

Lynley lo percibió en la voz de Simon: el terrible pesar que Saint James no expresaría, creyendo cuando lo hacía que, por justicia, la aflicción de Lynley era infinitamente mayor. Y ello a pesar del hecho de que su amigo también había amado a Helen y, en una ocasión, había intentado casarse con ella. Dijo: «Por Dios, Simon…», pero Saint James le interrumpió.

– Tendrás que darte tiempo.

– Hazlo -dijo Deborah, y miró a ambos.

Lynley se dio cuenta de que ella también lo sabía. Y pensó en todas las maneras en las que un estúpido acto de violencia había afectado a tanta gente, tres de los cuales estaban sentados en el jardín de verano, cada uno de ellos reacio a pronunciar su nombre.

La puerta de la cocina se abrió y se dieron la vuelta para anticiparse a quienquiera que estuviese a punto de aparecer. Resultó ser el padre de Deborah, quien hacía mucho tiempo que llevaba la casa y era, a su vez, un ayudante de Saint James. Al principio, Lynley pensó que su intención era unirse a ellos, pero, en lugar de eso, Joseph Cotter le dijo a su hija:

– Más compañía, querida. ¿Me preguntaba…?

Inclinó ligeramente la cabeza hacia Lynley.

– Por favor, no deje de recibir a alguien por mi causa, Joseph -dijo Lynley.

– Me parece razonable -contestó Cotter, y luego a Deborah-. Excepto que pensé que Su Señoría quizás no querría…

– ¿Por qué? ¿Quién es? -preguntó Deborah.

– La sargento detective Havers -dijo-. No estoy seguro de qué es lo que desea, querida, pero pregunta por ti.


* * *

La última persona que Barbara esperaba encontrarse en el jardín trasero de la casa de los Saint James era a su antiguo compañero. Pero allí estaba, y sólo le llevó un segundo procesar esta información: el maravilloso coche que estaba aparcado en la calle debía de ser suyo. Tenía sentido. Él era digno del coche, y el coche era digno de él.

Lynley tenía mucho mejor aspecto que la última vez que le había visto, hacía dos meses en Cornualles. Entonces Lynley había sido un muerto viviente. Ahora se parecía más al introspectivo ambulante.

– Señor -le dijo-, ¿está de vuelta de verdad o sólo está de vuelta?

Lynley sonrió.

– Por el momento, simplemente he vuelto.

– Oh. -Estaba decepcionada y sabía que su expresión la delataba-. Bien -dijo-. Cada cosa a su tiempo. ¿Acabó su paseo en Cornualles?

– Así es -dijo él-. Sin incidentes.

Deborah le ofreció a Barbara un vaso de Pimm's que a la agente le hubiese encantado beber. Eso o echarse el líquido por la cabeza, porque el día la estaba cociendo en su propia ropa. Maldecía una y otra vez a la superintendente interina Ardery por haberle sugerido que cambiase su manera de vestir. Ésta era exactamente la clase de tiempo que requería pantalones de hilo y una camiseta muy suelta, no falda, medias y una blusa cortesía de otra excursión de compras con Hadiyyah, que esta vez concluyó mucho más deprisa, porque Hadiyyah se mostró insistente mientras que Barbara actuó, si no de manera dócil ante la insistencia de Hadiyyah, al menos sí erosionada por ella. El pequeño favor por el que Barbara estaba agradecida a Dios era que su joven amiga había elegido una blusa sin un lazo en el cuello.

– Gracias, pero estoy de servicio -le dijo a Deborah-. En realidad, es una visita oficial.

– ¿De verdad? -Deborah miró a su esposo y luego a Barbara-. Entonces, ¿busca a Simon?

– En realidad la buscaba a usted. -Había una cuarta silla junto a la mesa y Barbara se sentó. Era profundamente consciente de la mirada de Lynley sobre ella y sabía qué era lo que estaba pensando, pues le conocía muy bien-. Estoy siguiendo órdenes, más o menos. Bueno, más bien «siguiendo un importante consejo». Puede creer que, si no, no lo hubiera hecho.

– Ah. Eso me preguntaba. ¿Órdenes de quién, más o menos? -inquirió Lynley.

– La nueva aspirante al antiguo puesto de Webberly. A ella no le gustó demasiado mi aspecto. Poco profesional. Eso me dijo. Me aconsejó que hiciera algunas compras.

– Entiendo.

– Es la mujer de Maidstone. Isabelle Ardery. Ella fue la…

– La inspectora del incendio provocado.

– Veo que la recuerda. Bien hecho. En cualquier caso, fue idea de ella que debía tener un aspecto…, lo que sea. Este es mi aspecto.

– Ya veo. Perdón por preguntar, Barbara, pero ¿lleva…?

Lynley era demasiado educado para ir más allá, y Barbara lo sabía.

– ¿Maquillaje? -preguntó-. ¿Se me está corriendo? Es que con este calor y el hecho de que no tenía idea de cómo ponerme este jodido…

– Tiene un aspecto encantador, Barbara -repuso Deborah.

Sólo estaba mostrándose solidaria, lo sabía, porque ella no llevaba absolutamente nada sobre su piel pecosa. Y el pelo, a diferencia del de Barbara, consistía en gran cantidad de rizos rojos que le sentaban de maravilla incluso en su desorden habitual.

– Gracias -dijo Barbara-. Pero parezco un payaso, y todavía hay más. Aunque no entraré en detalles.

Colocó el bolso sobre el regazo y sopló hacia arriba para refrescarse el rostro. Debajo del brazo llevaba enrollado un segundo póster de la exposición Cadbury Photographic Portrait of the Year. Éste había estado fijado a la parte interna de la puerta del dormitorio de Jemima Hastings que Barbara había descubierto cuando cerró la puerta para examinar mejor la habitación. La luz de ambiente le había dado la oportunidad de estudiar tanto el retrato como la información escrita debajo. Esa información había llevado a Barbara hasta Chelsea.

– Aquí tengo algo a lo que me gustaría que le echase un vistazo -dijo, y desenrolló el póster para que Deborah lo examinara.

Deborah sonrió al ver de qué se trataba.

– ¿Así que ha ido a la Portrait Gallery a ver la exposición? -Continuó dirigiéndose a Lynley, contándole lo que se había perdido mientras estuvo ausente de Londres, un concurso fotográfico en el que su trabajo había sido aceptado como una de las seis fotografías utilizadas para promocionar la exposición resultante-. Aún está en la galería -dijo Deborah-. No gané. Había una competencia terrible. Pero fue maravilloso estar entre las sesenta fotografías elegidas para ser exhibidas, y luego ésta -señaló la fotografía con la cabeza- fue seleccionada para ser incluida en pósteres y postales vendidas en la tienda de regalos. Me sentía en las nubes, ¿verdad, Simon?

– Deborah recibió algunas llamadas telefónicas. De gente que quería ver su trabajo.

Deborah se echó a reír.

– Simon es muy generoso. Fue sólo «una» llamada telefónica de un tipo que me preguntó si estaba interesada en hacer fotos de comida para un libro de cocina que está escribiendo su esposa.

– Eso suena muy bien -apuntó Barbara-. Como cualquier cosa que incluya comida, ya sabe…

– Bien hecho, Deborah. -Lynley se inclinó hacia delante para mirar el póster-. ¿Quién es la modelo?

– Se llama Jemima Hastings -le dijo Barbara, y luego le preguntó a Deborah-. ¿Cómo la conoció?

Deborah dijo:

– Sidney…, la hermana de Simon… Yo estaba buscando una modelo para el concurso de retratos fotográficos y, al principio, pensé que Sidney sería perfecta, con todos los trabajos que hace como modelo. Y realmente lo intenté con ella, pero el resultado se veía demasiado profesional… Debe estar relacionado con la manera en la que Sidney se enfrenta a una cámara, supongo, con exhibir la ropa que lleva puesta en lugar de, simplemente, ser una persona. En cualquier caso, el resultado no me dejó satisfecha. Entonces organicé una especie de casting, con la intención de encontrar a alguien. Un día, Sidney apareció con Jemima. -Deborah frunció el ceño, obviamente atando varios cabos en un segundo-. ¿De qué se trata, Barbara? -preguntó con voz cautelosa.

– Me temo que la modelo ha sido asesinada. Este póster estaba entre sus objetos personales.

– ¿Asesinada? -repitió Deborah. Lynley y Saint James se movieron en sus sillas-. ¿Asesinada, Barbara? ¿Cuándo? ¿Dónde?

La policía se lo explicó. Los otros tres se miraron y Barbara preguntó:

– ¿Qué ocurre? ¿Sabéis algo de esto?

– Abney Park. -Deborah fue quien contestó-. Allí fue donde hice la fotografía. Allí es donde está esto. -Señaló el león veteado por la intemperie cuya cabeza llenaba el marco a la izquierda de la modelo-. Éste es uno de los monumentos conmemorativos que hay en el cementerio. Jemima nunca había estado allí antes de que tomásemos la foto. Ella nos los dijo.

– ¿Nos?

– Sidney nos acompañó. Quería estar presente durante la sesión de fotos.

– Entiendo. Bueno, ella regresó al lugar -dijo Barbara-. Jemima, quiero decir. -Añadió unos cuantos detalles, sólo los suficientes para ponerles al corriente de la situación, y luego le preguntó a Simon-. ¿Dónde está? Tendremos que hablar con ella.

– ¿Sidney? Vive en Bethnal Green, cerca de Columbia Road.

– Junto al mercado de flores -añadió Deborah tratando de ser servicial.

– Con su actual pareja -dijo Simon con tono seco-. Mamá (por no mencionar a Sid) espera que ésta sea también su pareja definitiva, pero, francamente, no parece que sea el caso.

– Bueno, a ella le gustan morenos y peligrosos -le hizo notar Deborah a su esposo.

– En la adolescencia se quedó muy impresionada por un montón de novelas románticas. Sí. Lo sé.

– Necesitaré su dirección -les dijo Barbara.

– Espero que no piense que Sid…

– Ya conocen la rutina. Seguir cada una de las pistas y todo eso. -Volvió a enrollar el póster y los miró. No había duda de que pasaba algo-. Después de haberla conocido y tras hacer la fotografía en el cementerio, ¿volvió a verla?

– Jemima vino a la inauguración de la exposición en la Portrait Gallery. Todos estaban invitados.

– ¿Pasó algo allí?

Deborah miró a su esposo como si buscase información. Él negó con la cabeza y se encogió de hombros.

– No. No que yo… -empezó ella-. Bueno, creo que ella había bebido un poco demasiado champán, pero había un hombre con ella que se encargó de que llegase a casa. Eso fue realmente todo…

– ¿Un hombre? ¿Sabe su nombre?

– No, lo he olvidado. No pensé que necesitaría… Simon, ¿tú recuerdas su nombre?

– Sólo me acuerdo de que era moreno. Y sobre todo lo recuerdo porque… -Dudó un momento, claramente reacio a completar la frase.

Barbara lo hizo por él.

– ¿Por Sidney? Antes dijo que le gustaban los morenos, ¿verdad?


* * *

Bella McHaggis nunca se había encontrado en la situación de tener que reconocer un cadáver. Por supuesto, había visto cuerpos inertes. En el caso del difunto señor McHaggis incluso había modificado el escenario donde se había producido la muerte, a fin de proteger la reputación del pobre hombre antes de llamar a urgencias. Pero nunca la habían llevado a una habitación donde la víctima de una muerte violenta yaciera cubierta con una sábana. Ahora que ya lo había hecho, estaba más que dispuesta a acometer cualquier clase de actividad que barriese aquella imagen mental de su cabeza.

Jemima Hastings -no había ninguna duda de que se trataba de Jemima- había sido colocada sobre una camilla, con el cuello vendado con varias capas de gasa como si fuese una bufanda, como si necesitara protegerse de esa habitación helada. Este detalle había hecho que Bella dedujese que a la chica le habían rajado la garganta y preguntó si era eso lo que había pasado, pero la respuesta había llegado en forma de pregunta: «¿Reconoce usted…?». Sí, sí, había contestado Bella bruscamente. Lo «supo» en el instante en que esa policía había llegado a su casa y había mirado fijamente ese póster. La policía -Bella no recordaba su nombre en ese momento- no había podido mantener la falta de expresión de su rostro, y Bella supo entonces que la chica que habían encontrado en el cementerio era la inquilina que había desaparecido de su casa.

De modo que para olvidarse de todo aquel asunto, Bella se había puesto manos a la obra. Podría haber asistido a una clase de yoga sauna, pero pensó que el trabajo era la mejor opción. Alejaría de su mente la imagen de la pobre Jemima acostada sobre esa fría camilla de acero y, al mismo tiempo, dejaría la habitación de Jemima preparada para alquilarla a otro huésped, ahora que la Policía se había llevado todos sus objetos personales. Y Bella quería otro huésped, pronto, si bien tenía que reconocer que no había tenido mucha suerte con el ramo femenino. Aun así, quería una mujer. Le gustaba la sensación de equilibrio que otra mujer le proporcionaba a la casa, aunque las mujeres eran mucho más complicadas que los hombres, y aunque se preguntara si quizás otro hombre haría que las cosas fuesen más sencillas e impediría que los hombres que ya estaban en la casa se arreglasen de esa manera. Arreglarse y pavonearse, eso era lo que hacían. Y lo hacían de un modo inconsciente, como gallos, como pavos reales, como hace cada macho de cada especie que habita en la Tierra. La calculada danza de «aquí estoy» era algo que Bella generalmente encontraba bastante divertido, pero sabía que debía considerar si no sería más fácil para todos los implicados si eliminaba de su casa esa necesidad.

Una vez que regresó de identificar el cadáver de Jemima, Bella había colgado en la ventana del comedor el cartel de Se alquila habitación y había llamado a Loot para que publicasen el anuncio. Luego había subido a la habitación de Jemima para hacer una profunda limpieza. Con las cajas y cajas y más cajas llenas de sus objetos personales ya fuera de la casa, el resto fue un trabajo que no le llevó demasiado tiempo. Pasar la aspiradora, quitar el polvo, cambiar las sábanas, aplicar un abrillantador a los muebles, una ventana hermosamente lavada -Bella se sentía especialmente orgullosa del estado de sus ventanas-, quitar las bolsas perfumadas de los cajones de la cómoda y colocar otras nuevas, quitar las cortinas para limpiarlas, apartar todos los muebles de las paredes para poder pasar la aspiradora… Nadie, pensó Bella, limpiaba una habitación como ella.

Luego se dedicó al baño. En general dejaba la limpieza de los baños a los ocupantes de las habitaciones, pero si pensaba tener pronto un nuevo huésped, parecía razonable que los cajones y los estantes de Jemima fuesen vaciados de cualquier cosa que no se hubiese llevado la Policía. No habían retirado todos los objetos que había en el baño, ya que no eran todos de Jemima, de modo que Bella se concentró en ordenar el lugar mientras lo limpiaba, que fue la razón por la que encontró -no en el cajón de Jemima, sino en el cajón superior marcado para el otro huésped- un curioso objeto que sin duda no pertenecía a ese lugar.

Era el resultado de una prueba de embarazo. Bella lo supo en el momento en que posó los ojos sobre él. Pero lo que no sabía era si el resultado era positivo o negativo, pues a su edad nunca había recurrido a esa clase de prueba. Sus hijos -que se habían marchado hacía mucho tiempo a Detroit y Buenos Aires- habían anunciado su existencia a la manera antigua de machacarle el cuerpo con náuseas matutinas casi desde el instante en el que el espermatozoide conoce al óvulo, mediante un proceso de lo más tradicional, muchas gracias, señor McHaggis. De modo que Bella, al coger del cajón el objeto de plástico delator, no estaba segura de qué era lo que mostraba el indicador. Una línea azul. ¿Eso era negativo? ¿Positivo? Tendría que averiguarlo. También tendría que averiguar qué estaba haciendo en el cajón de su otro huésped, porque seguramente él no lo había traído a casa para una cena de celebración -o, lo que era más probable, una taza de café de confrontación- con la futura madre. Si una mujer a la que se había estado beneficiando se había quedado embarazada y le había presentado la prueba, ¿por qué iba a conservarla? ¿Como recuerdo? El futuro bebé sería sin duda un recuerdo más que suficiente. No, estaba claro que esa prueba de embarazo pertenecía a Jemima. Y si no estaba entre sus objetos personales o con la basura de Jemima, había una razón para ello. Las posibilidades parecían ser muchas, pero la que Bella no quería siquiera considerar era la que confirmaba que, una vez más, dos de sus huéspedes le habían puesto una venda sobre los ojos acerca de lo que pasaba entre ellos.

Maldita sea, pensó Bella. Ella tenía unas reglas. Estaban en todas partes. Estaban firmadas, selladas e incluidas en el contrato que hacía que cada uno de sus huéspedes leyese y estampase su firma al final. ¿Acaso la gente joven estaba tan caliente que no podían dejar de entrar y salir de sus respectivas braguetas a la primera oportunidad, a pesar de que sus «reglas eran muy claras» acerca de confraternizar con otros miembros de la casa? Aparentemente sí. Aparentemente no podían. Alguien, decidió, iba a tener que escuchar cuatro cosas.

Bella estaba preparando mentalmente esa conversación cuando alguien llamó al timbre de la puerta principal. Cogió sus artículos de limpieza, se quitó los guantes de goma y bajó las escaleras. El timbre volvió a sonar. Gritó: «¡Voy!», abrió la puerta, y se encontró con una chica plantada en el porche, con una mochila a sus pies y una expresión expectante en el rostro. A Bella no le pareció inglesa y, cuando habló, su voz la delató como alguien llegado de lo que una vez había sido probablemente Checoslovaquia, pero que ahora era cualquiera de una cantidad de países con muchas sílabas, aún más consonantes y unas pocas vocales. Bella no lograba seguirles la pista y ya había desistido de hacerlo.

– ¿Tiene habitación? -preguntó la chica mientras señalaba hacia la ventana del comedor donde se exhibía el cartel de «se alquila»-. ¿Veo su anuncio allí…?

Bella estaba a punto de decir que sí, que ella tenía una habitación para alquilar, y «¿eres buena obedeciendo las reglas, señorita?», pero su atención se desvió hacia un movimiento en la acera mientras alguien sorteaba los matorrales que lograban crecer en su jardín delantero entre el montón de cubos de reciclaje. Era una mujer que se movía fuera del campo de visión, una mujer con un traje de lanilla hecho a medida, a pesar del intenso calor, con un pañuelo de vivos colores -su maldita marca de la casa, pensó Bella- doblado formando una cinta que sostenía una masa de pelo teñido anaranjado.

– ¡Tú! -le gritó Bella-. ¡Llamaré a la Policía! ¡Te han advertido de que te mantuvieras alejada de esta casa, y éste es el límite!


* * *

Más allá de que la actividad le llevase tiempo o no -y Barbara Havers sabía cuál era la alternativa en ese caso-, no pensaba visitar a la hermana de Simon Saint James con su indumentaria actual y con el rostro que amenazaba librarse del maquillaje emborronado a través de un sudor excesivo. De modo que en lugar de dirigirse desde Chelsea directamente a Bethnal Green, primero fue a su casa en Chalk Farm. Se lavó la cara, lanzó un suspiro de alivio y decidió transigir con la cantidad mínima de colorete. Luego se cambió de ropa -aleluya por los pantalones de hilo y las camisetas- y, habiendo recuperado de este modo su estado normal de desaliño, estaba preparada para enfrentarse a Sidney Saint James.

No obstante, su conversación con Sidney no tuvo lugar de inmediato. Cuando se marchaba de su minúscula vivienda, Barbara oyó que Hadiyyah la llamaba desde el arriba: «¡Hola, oh, hola, Barbara!», como si no la hubiese visto en un siglo o algo por el estilo. La niña continuó animosamente con:

– Hoy, la señora Silver me está enseñando a pulir la plata -y Barbara siguió el sonido de la voz hasta que vio a Hadiyyah asomada a una ventana del segundo piso de la Casa Grande -. Estamos usando polvo para hornear, Barbara -anunció la pequeña, que luego se volvió como si alguien dentro de la casa hubiese dicho algo, ante lo cual la niña se corrigió:

– Oh, con bicarbonato, Barbara. Por supuesto, la señora Silver no «tiene» nada de plata, de modo que estamos usando su cubertería, pero consigue que los cubiertos brillen mucho. ¿No es genial? Barbara, ¿por qué no llevas tu falda nueva?

– El día ha terminado, pequeña -dijo Barbara-. Es la hora de los pantalones cómodos.

– ¿Y piensas…? -La atención de Hadiyyah fue captada por alguien que estaba fuera del campo visual de Barbara. La niña se interrumpió y dijo-: ¡Papá! ¡Papá! ¡Hola! ¡Hola! ¿Voy para casa?

Hadiyyah sonaba más entusiasmada acerca de esta posibilidad de lo que había demostrado al ver a Barbara, lo que le dio a la agente una idea de cuánto estaba disfrutando en realidad la pequeña del aprendizaje de otras de las «habilidades del ama de casa», como las llamaba la señora Silver. Hasta este momento del verano habían hecho almidonado, habían planchado, habían quitado el polvo, habían pasado la aspiradora y eliminado el sarro de los cacharros del lavabo, y había aprendido las múltiples aplicaciones del vinagre blanco, tareas todas ellas que Hadiyyah había dominado con obediencia y que luego había comunicado a Barbara haciendo una demostración para ella, o bien para su padre. Pero la frescura de la rosa de las habilidades domésticas se había marchitado -como no podía ser de otra manera, pensó Barbara-, y aunque Hadiyyah era una niña demasiado educada como para quejarse ante una mujer mayor, ¿quién podía culparla por abrazar la idea de huir de una alegría que aumentaba cada día?

Barbara alcanzó a oír la respuesta de Taymullah Azhar, que llegaba desde la calle. Hadiyyah agitó la mano hacia ella a modo de despedida antes de desaparecer dentro de la casa, y Barbara continuó caminando por el sendero que discurría junto a un lado de la vivienda, emergiendo desde debajo de una pérgola fragante de jazmines para ver al padre de Hadiyyah, que llegaba a través del portón principal, con varias bolsas de compras colgando de una mano y su gastado maletín de cuero en la otra.

– Puliendo plata -dijo Barbara a modo de saludo-. No tenía idea de que el bicarbonato sirviese para lustrar el metal. ¿Y tú?

Azhar sonrió.

– Parece que los conocimientos domésticos de esa buena mujer son infinitos. Si yo hubiese pensado que Hadiyyah debía pasarse la vida al cuidado de una casa no podría haber encontrado un instructor mejor. Por cierto, ha aprendido a hacer unos bollos muy buenos. ¿Te lo había dicho? -Hizo un gesto con la mano que sostenía las bolsas con las compras-. ¿Cenarás con nosotros, Barbara? Hay pollo jalfrezi con arroz pilau. Y si no recuerdo mal -dijo con una sonrisa que mostró la clase de dientes blancos que hizo a Barbara jurarse que visitaría al dentista en un futuro cercano-, está entre tus platos favoritos.

Ella le dijo a su vecino que se sentía terriblemente tentada, pero que el deber la reclamaba.

– Me iba en este momento -dijo.

Ambos se giraron al oír que se abría la puerta de la vieja casa. Hadiyyah bajaba las escaleras, seguida de la señora Silver, alta y angulosa, protegida por un delantal. Sheila Silver, según había podido saber Barbara por boca de Hadiyyah, tenía un armario lleno de delantales. No eran sólo estacionales, también los había que conmemoraban fechas señaladas. Tenía delantales de Navidad, delantales de Pascua, delantales de Halloween, delantales de Año Nuevo, delantales de cumpleaños, y delantales que lo conmemoraban todo, desde la Noche de Guy Fawkes [12] hasta el desgraciado matrimonio de Carlos y Diana. Cada uno de ellos se complementaba con un turbante a juego. Barbara pensaba que esos turbantes habían sido confeccionados con paños de cocina de la señora Silver, y no tenía ninguna duda de que cuando Hadiyyah hubiese dominado la larga lista de habilidades domésticas, la confección de turbantes se encontraría entre ellas.

Mientras Hadiyyah corría hacia su padre, Barbara se despidió de ambos agitando la mano. Vio a Hadiyyah -enlazando la delgada cintura de Azhar- con la señora Silver tras ella, como si la intempestiva salida de la niña de la casa hubiese sido prematura y aún necesitara recibir más información acerca de la limpieza con bicarbonato.

Una vez estuvo dentro del coche, Barbara pensó en la hora que era y llegó a la conclusión de que sólo una creativa elección de atajos le permitiría llegar a Bethnal Green antes del anochecer. Consiguió evitar gran parte del centro de Londres y, finalmente, llegó a Bethnal Green desde Old Street. Era una zona de la ciudad que había cambiado mucho en los últimos años, cuando los profesionales jóvenes que no podían permitirse los precios de las viviendas en el centro de Londres comenzaron a trasladarse y habían formado un creciente círculo que abarcaba partes de la ciudad consideradas durante mucho tiempo como indeseables. Como consecuencia, Bethnal Green era una combinación de lo viejo y lo nuevo, donde las tiendas de artículos indios se mezclaban con centros de venta de productos informáticos. Allí, empresas étnicas como Henna Wedding estaban junto a agentes inmobiliarios que vendían propiedades a familias en expansión.

Sidney vivía en Quilter Street, una zona de casas de fachadas sencillas construidas con ladrillo de Londres. Las construcciones de dos plantas conformaban el lado sur de un triángulo en cuyo centro había un área común llamada Jesus Green. A diferencia de muchos parques pequeños en la ciudad, éste no estaba cerrado con llave y tampoco tenía rejas. Estaba rodeado de una verja de hierro forjado, un rasgo típico de las plazas de Londres, pero la verja sólo llegaba a la altura de la cintura y el portón permanecía abierto para permitir la entrada a cualquiera que deseara acceder a su amplio prado y a las pozas de sombra que creaban los frondosos árboles que se alzaban sobre él. Había niños que jugaban ruidosamente en la hierba cerca de donde Barbara había aparcado su viejo Mini. En una esquina, una familia disfrutaba de un picnic y, en otra, un guitarrista estaba entreteniendo a una joven admiradora. Era un excelente lugar para escapar del calor.

Cuando Barbara llamó a la puerta, la propia Sidney acudió a abrirla, y Barbara trató de no sentir lo que se sentía en presencia de la hermana pequeña de Saint James: un espantoso contraste. Sidney era muy alta y delgada, y poseía por naturaleza la clase de pómulos que las mujeres conseguían sometiéndose al bisturí gustosamente. Tenía el mismo pelo color carbón de su hermano y los mismos ojos que un día son grises y el otro son azules. Llevaba pantalones tres cuartos, que realzaban unas piernas que llegaban de aquí a la China, y una camiseta con las mangas cortadas y tirantes que contribuía a lucir sus brazos, asquerosamente bronceados, como el resto de su piel. Unos grandes pendientes oscilaban en sus orejas y se dispuso a quitárselos mientras decía: «Barbara. Supongo que el tráfico era una pesadilla, ¿verdad?», y la invitaba a entrar.

La casa era pequeña. Todas las ventanas estaban abiertas, aunque eso no contribuía demasiado a mitigar el calor que hacía dentro. Sidney parecía ser una de esas mujeres detestables que no transpiran, pero como Barbara no se contaba entre ellas, pudo sentir cómo el sudor le empezaba a empapar el rostro en el instante que la puerta se cerró tras ella.

– Es terrible, ¿verdad? No dejamos de quejarnos de la lluvia, y luego llega esto. Tendría que haber algún término medio, nunca lo hay. Vamos por aquí, si no le importa.

«Por aquí» resultó ser una escalera. Ascendía hacia la parte trasera de la pequeña casa, donde una puerta se abría a un jardín igualmente pequeño de donde llegaba el sonido de un fuerte martilleo. Sidney se acercó a la puerta y dijo por encima del hombro dirigiéndose a Barbara:

– Es Matt. -Y luego, en dirección al jardín, dijo-: Matt, querido, ven a conocer a Barbara Havers.

Barbara miró más allá de Sidney y vio a un hombre -corpulento, sin camisa y con el cuerpo cubierto de sudor- que llevaba un pesado martillo en la mano, aparentemente para machacar una plancha de madera contrachapada aporreándola con violentos golpes. No parecía haber ninguna razón para ello, excepto, pensó Barbara, que estuviese intentando un medio bastante ineficaz de crear un acolchado protector para el reborde de hierba reseco por el sol. Ante la llamada de Sidney, no dejó lo que estaba haciendo. En lugar de eso, miró por encima del hombro y asintió brevemente a modo de saludo. Llevaba gafas de sol, las orejas perforadas y la cabeza completamente rasurada. Como el resto del cuerpo, brillaba por el sudor.

– Magnífico, ¿no cree? -musitó Sidney.

Ésa no habría sido la palabra elegida por Barbara.

– ¿Qué está haciendo exactamente? -preguntó.

– Expulsándola.

– ¿Qué?

– ¿Hmmm? -Sidney observó al hombre con expresión apreciativa. No era particularmente guapo, pero tenía un cuerpo definido por la musculatura: un pecho muy atractivo, cintura estrecha, unos importantes músculos de la espalda y unos glúteos que hubiesen sido pellizcados en cualquier lugar del planeta-. Oh. Agresividad. La está expulsando. Odia cuando no está trabajando.

– ¿Está en el paro?

– Por Dios, no. Él se dedica a…, oh, algunas cosas para el Gobierno. Acompáñeme arriba, Barbara. ¿Le importa si hablamos en el baño? Estaba haciéndome un masaje facial. ¿Le parece bien si sigo con ello?

Barbara le dijo que por ella no había problema. Nunca había visto un masaje facial y, ahora que se encontraba en su inexorable curso de superación personal, ¿quién sabía qué consejos podía conseguir de una mujer que era modelo profesional desde los diecisiete años? Mientras seguía a Sidney escaleras arriba, le preguntó:

– ¿Qué tipo de cosas?

– ¿Matt? Es todo top secret, según él. Supongo que es un espía o algo así. No cuenta nada. Pero desaparece durante semanas o meses y, cuando regresa a casa, coge la plancha de madera contrachapada y la muele a golpes. En este momento está sin trabajo. -Miró en la dirección de los golpes y concluyó con un informal-: Matthew Jones, el hombre misterioso.

– Jones -observó Barbara-. Un nombre interesante.

– Es probable que se trate de su… tapadera, ¿eh? Eso lo hace bastante más excitante, ¿no cree?

Lo que Barbara pensaba era que compartir la casa y la cama con alguien que aporreaba madera con un enorme martillo, tenía un trabajo turbio y un nombre que podía ser verdadero o no, era parecido a jugar a la ruleta rusa con un Colt 45 oxidado, pero no dijo nada. Cada uno se las arreglaba como podía, y si el tipo que estaba abajo hacía sonar las campanas de Sidney -por no mezclar demasiadas metáforas, pensó Barbara-, ¿quién era ella para señalar que los hombres misteriosos eran a menudo hombres misteriosos por razones que no tenían nada que ver con James Bond? Sidney tenía tres hermanos que, sin ninguna duda, se estaban poniendo de su parte diciéndole todo eso a su hermana.

Siguió a Sidney al cuarto de baño, donde las esperaba una impresionante alineación de frascos y botellas. La chica comenzó por quitarse el maquillaje, explicando locuazmente el proceso.

– Primero me gusta tonificar la piel antes de exfoliarla. ¿Con qué frecuencia se exfolia usted, Barbara? -preguntó mientras continuaba su tarea.

Barbara musitaba las respuesta adecuadas, aunque tonificar sonaba como algo que uno hace en un gimnasio y exfoliar era algo que sin duda tenía que ver con la jardinería, ¿verdad? Sidney finalmente se colocó una mascarilla.

– Mi zona T es un jodido crimen -confesó.

Barbara le explicó el motivo de su visita a Benthal Green.

– Deborah me dijo que usted le presentó a Jemima Hastings.

Sidney lo reconoció. Luego añadió:

– Era por sus ojos. Yo había posado para Deborah -para el concurso de la Portrait Gallery, ¿sabe?-, pero cuando las fotos no fueron lo que ella quería, pensé en Jemima. Por sus ojos.

Barbara le preguntó cómo había conocido a esa mujer, y Sidney le dijo:

– Puros. A Matt le gustan los puros habanos (Dios, tienen un olor horrible), y había ido allí a comprarle uno. Más tarde me acordé de ella por sus ojos. Pensé que sería un rostro más que interesante para el retrato de Deborah. Así pues, regresé y le pregunté si quería y luego la llevé a que conociera a Deborah.

– ¿Regresó a dónde?

– Oh. Lo siento. A Covent Garden. A un estanco que hay en una de las entradas, A la vuelta de la esquina de Jubilee Market Hall. Venden puros habanos, tabaco para pipa, rapé, pipas, boquillas…, todos los artículos que uno asocia con fumar. Matt y yo entramos allí una tarde, por eso sabía dónde estaba y qué era lo que él había comprado. Ahora, cada vez que Matt regresa de una de sus excursiones de hombre misterioso, voy hasta allí y compro un puro de bienvenida.

«¡Puaj!», pensó Barbara. Ella también era fumadora -siempre estaba tratando de dejarlo, aunque nunca con suficiente empeño-, pero trazaba una línea ante cualquier cosa cuyo olor le recordase la mierda caliente de perro.

Sidney decía:

– En cualquier caso, a Deborah le gustó mucho el aspecto de Jemima cuando las presenté, de modo que le pidió que posara para ella. ¿Por qué? ¿La está buscando?

– Está muerta -dijo Barbara-. La asesinaron en el cementerio de Abney Park.

Los ojos de Sidney se oscurecieron. Exactamente igual que le sucedía a su hermano cuando algo le impresionaba, pensó Barbara.

– Oh, Dios. Es la mujer que apareció en el periódico, ¿verdad? He visto la noticia en el Daily Mail

Y cuando Barbara se lo confirmó, Sidney continuó hablando. Era la clase de mujer que habla de forma compulsiva -completamente diferente de Simon, cuya reserva a veces resultaba enervante- y describió con todo detalle relevante e irrelevante a Jemima Hastings y la fotografía que le había hecho Deborah Saint James.

Sidney, sin embargo, no sabía por qué Deborah había elegido el cementerio de Abney Park, ya que no era precisamente un lugar al que se pudiera llegar fácilmente, pero ya conoce a Deborah. Cuando se le mete algo en la cabeza, no tiene sentido sugerir ninguna alternativa. Había estado buscando localizaciones durante semanas antes de la sesión de fotos y había leído acerca de ese cementerio -«¿algo relacionado con la conservación?», preguntó Sidney en voz alta- y había llevado a cabo un reconocimiento inicial del lugar, donde encontró el monumento del león dormido y decidió que era exactamente lo que necesitaba como motivo de fondo para la fotografía. Resultó que Sidney había acompañado a Deborah y Jemima -«lo reconozco, estaba un poco mosqueada por el hecho de que mi foto no sirviese, ¿sabe?»-, y había observado la sesión de fotos, preguntándose por qué había fallado como sujeto de ese retrato en el que Jemima posiblemente saldría airosa.

– Como profesional, ya sabe, una necesita saber… Si estoy perdiendo mi atractivo, ¿debo ir a por todas?

Correcto, convino Barbara. Le preguntó a Sidney si ese día había visto algo en el cementerio, algo que le hubiese llamado la atención… ¿Recordaba alguna cosa? ¿Algo fuera de lo común? Por ejemplo, ¿alguien que observara la sesión de fotos?

– Bueno, sí, por supuesto, siempre había gente… Y muchos hombres, si nos referimos a eso.

Pero Sidney no podía recordar a ninguno de ellos porque había sido hacía mucho tiempo, y obviamente no había pensado que tendría que recordarlo y, Dios, era espantoso que la fotografía de Deborah pudiese haber sido el medio de… ¿Era posible que alguien hubiera seguido la pista de Jemima utilizando para ello esa foto? ¿Que diese con Jemima y la siguiera luego hasta el cementerio…? Pero ¿qué estaba haciendo ella allí? ¿Lo sabían? ¿O quizás alguien la había secuestrado y luego la había llevado al cementerio? ¿Y cómo había muerto?

– ¿Quién?

El que preguntó era Matt Jones. Había subido silenciosamente las escaleras. Barbara se preguntó cuándo había dejado de aporrear la madera contrachapada y cuánto tiempo hacía que escuchaba la conversación. Era una presencia inquietante, sudorosa, en la puerta del baño, una presencia que Barbara hubiese catalogado de amenazadora si no le hubiese resultado también curiosa. Ahora que estaba cerca, Barbara tenía la sensación de que de él emanaban tanto ira como peligro. Era como el señor Rochester, si éste hubiese tenido armamento pesado en el desván y no una esposa chiflada. [13]

– Esa chica que trabajaba en el estanco, querido. Jemima…, ¿cuál era su apellido, Barbara?

– Hastings -dijo Barbara-. Se llamaba Jemima Hastings.

– ¿Qué pasa con ella? -preguntó Matt Jones. Cruzó los brazos debajo de un par de pectorales bronceados, lampiños, impresionantes y decorados con un tatuaje que decía Mamá y que estaba rodeado por una corona de espinas. En el pecho tenía también tres cicatrices, comprobó Barbara, un fruncimiento de la piel que asemejaba el sospechoso aspecto de orificios de bala cicatrizados. ¿Quién era este tipo?

– Está muerta -le dijo Sidney a su amante-. Querido, Jemima Hastings fue asesinada.

Él se quedó callado. Luego gruñó una vez. Se apartó de la puerta y se rascó la nuca.

– ¿Qué hay de la cena? -preguntó.


Las cintas de videovigilancia de la galería comercial de West Town Road de aquel día se ven borrosas y hacen absolutamente imposible la identificación de los chicos que se llevaron a John Dresser, en el caso de que dicha identificación dependiese solamente de las cintas. De hecho, si no hubiera sido por el anorak color mostaza que llevaba Michael Spargo, cabría la posibilidad de que los secuestradores de John hubieran quedado impunes. Pero suficiente gente había visto a los tres chicos, y suficiente gente deseaba presentarse para identificarlos, de modo que las cintas actuaron como una confirmación de sus identidades.

Las cintas muestran a John Dresser alejándose voluntariamente con los chicos, como si los conociera. Cuando se acercan a la salida de la galería comercial, Ian Barker coge a John de la otra mano, y Reggie y él balancean al niño entre ambos, tal vez como promesa de futuros juegos. Mientras caminan, Michael les alcanza con unos brincos infantiles y parece ofrecerle al pequeño algunas de las patatas fritas que ha estado comiendo. Este ofrecimiento de comida a un crío que ha estado esperando ansiosamente su almuerzo parece haber sido lo que mantuvo a John Dresser contento de marcharse con ellos, al menos al principio.

Es interesante señalar que cuando los chicos abandonan Barriers, no lo hacen a través de la salida que les hubiese llevado a Gallows, es decir, por la que les resultaba más familiar. En cambio, eligen una de las salidas menos frecuentadas, como si ya hubieran planeado hacer algo con el niño y desearan permanecer visibles lo menos posible cuando se marcharan con él.

En su tercera entrevista con la Policía, Ian Barker afirma que su intención era sólo «divertirse un poco» con John Dresser, mientras que Michael Spargo dice que él no sabía «lo que los otros dos querían hacer con ese bebé», un término («bebé») que Michael emplea durante las conversaciones mantenidas con la Policía en referencia a John Dresser. Reggie Arnold, por su parte, no hablará de John Dresser hasta su cuarta entrevista. En cambio, intenta despistar haciendo repetidas referencias a Ian Barker y su propia confusión acerca de «para qué quería él a ese crío», queriendo llevar el curso de la conversación hacia sus hermanos, y asegurándole a su madre -quien estuvo presente en todas las entrevistas- que él «no robó nada, nunca, mamá.»

Michael Spargo sostiene que él quería devolver al niño a la galería comercial una vez que le llevaron fuera de Barriers. «Yo les dije que podíamos llevarle otra vez dentro, dejarle junto a la puerta o algo así, pero fueron ellos los que no quisieron hacerlo. Les dije que nos meteríamos en problemas por haberlo robado [nótese el uso despersonalizador de "robar", como si John Dresser fuese algo que hubiesen cogido de una tienda], pero ellos me llamaron gilipollas y me preguntaron si quería delatarlos».

Si esto sucedió realmente es algo que permanece poco claro, ya que ninguno de los otros dos chicos menciona a Michael teniendo dudas sobre lo que hacían. Y, más tarde, prácticamente todos los testigos -que llegaron a ser conocidos colectivamente como los Veinticinco- confirman que vieron a los tres y a John Dresser, y que los tres parecían participar activamente con el pequeño.

Teniendo en cuenta su pasado, parece razonable concluir que Ian Barker fue quien sugirió ver qué ocurriría si balanceaban a John Dresser como lo habían estado haciendo hasta ese momento, pero le dejaban caer, en lugar de permitir que se posara sin ningún daño sobre sus pies. Eso fue lo que hicieron: le soltaron en el momento más elevado del balanceo y lo proyectaron hacia delante a cierta velocidad, con el evidente y esperado efecto de que John comenzara a llorar al golpearse contra el suelo. Esta caída provocó la primera magulladura en el trasero de John y, posiblemente, el primero del, a la postre, extenso deterioro sufrido por su ropa.

Con un niño pequeño claramente angustiado en sus manos, los chicos realizaron su primer intento de calmarle ofreciéndole el panecillo con mermelada que Michael Spargo había cogido de su casa aquella mañana. Sabemos que John lo aceptó, no sólo por el exhaustivo informe del doctor Miles Neff del Ministerio del Interior, sino también por la declaración de un testigo. Fue en este punto cuando los chicos tuvieron su primer encuentro con alguien que no sólo los vio en compañía de John Dresser, sino que también los detuvo para preguntarles qué hacían con él.

Las transcripciones del juicio indican que cuando la Testigo A (los nombres de todos los testigos no serán revelados en este documento para su protección), de setenta años, vio a los chicos, John estaba lo bastante angustiado como para que ella se preocupase: «Les pregunté qué le pasaba al niño -dice ella-, y uno de ellos (creo que fue el gordo [una referencia a Reggie Arnold]) me dijo que se había caído y se había golpeado el trasero. Bueno, los niños se caen, ¿verdad? No pensé que… Me ofrecí a ayudarlos. Les ofrecí mi pañuelo para que le secaran la cara, porque estaba llorando mucho. Pero entonces el más alto de ellos [refiriéndose a Ian Barker] dijo que era su hermano pequeño y que le llevaban a casa. Les pregunté si estaban muy lejos de casa y me dijeron que no. En Tideburn, dijeron. Bueno, como el niño comenzó a comer el panecillo con mermelada que le ofrecieron, no pensé que habría más problemas.»

La mujer continúa declarando que les preguntó a los chicos por qué no estaban en la escuela. Le contestaron que ese día ya no había más clases en su escuela. Esto aparentemente tranquilizó a la Testigo A, quien les dijo que «llevasen al niño a casa entonces», porque «obviamente quería estar con su mamá».

Ella sin duda se sintió más tranquila aún con el creativo uso que hicieron los chicos de Tideburn como su supuesto lugar de residencia. Tideburn era entonces y sigue siendo hoy, un lugar seguro de clase media y clase media alta. Si ellos hubieran mencionado que su casa estaba en Gallows -con todo lo que eso suponía- su preocupación hubiese sido mucho mayor.

Se ha especulado mucho acerca del hecho de que los chicos podrían haber entregado a John Dresser a la Testigo A en ese momento, alegando que le habían encontrado vagando fuera de Barriers. De hecho, mucho se ha dicho ya que los chicos tuvieron más de una oportunidad de entregar a John Dresser a un adulto y seguir su camino. El hecho de que no lo hicieran sugiere que, en algún momento, al menos uno de ellos estaba pensando en un plan a más largo plazo. Eso, o bien que ese plan había sido discutido previamente por los tres. Si este último hubiese sido el caso, también se trata de algo que ninguno de los chicos se ha mostrado nunca dispuesto a revelar.


* * *

La Policía recibió la llamada una vez que las cintas del sistema de videovigilancia habían sido examinadas por el jefe de seguridad de Barriers. Sin embargo, para cuando los agentes llegaron para ver las cintas y organizar la búsqueda, John Dresser se encontraba aproximadamente a dos kilómetros de la galería comercial. Había cruzado dos autovías con intenso tráfico en compañía de Ian Barker, Michael Spargo y Reggie Arnold, y estaba cansado y hambriento. Aparentemente se había caído varias veces más y se había hecho un corte en la mejilla con un trozo levantado de la acera.

Su compañía comenzaba a ser fatigosa, pero aun así los chicos no entregaron a John Dresser a nadie. Según lo declarado por Michael Spargo durante su cuarta entrevista, fue Ian Barker el primero que le propinó una patada al niño cuando se cayó y fue Reggie quien le ayudó a que se levantara y comenzó a arrastrarle. En este punto, John Dresser estaba histérico, pero este hecho parece haber persuadido a las personas con las que se cruzaban a creer más firmemente en la explicación de los chicos de que estaba tratando de llevar a «mi hermano pequeño a casa». El hermano pequeño de cuál de ellos era aparentemente un detalle que se convirtió en algo cambiante, dependiendo exclusivamente de los interlocutores (los Testigos B, C, y D), y aunque Michael Spargo niega en todas las entrevistas que él haya afirmado alguna vez que John Dresser era su hermano, esta afirmación es refutada por el Testigo E, un empleado de correos que se encontró con los chicos a medio camino de la zona de obras de Dawkins.

El testimonio del testigo E lo sitúa preguntándoles a los chicos qué le pasaba al pequeño, por qué lloraba de ese modo y qué le había ocurrido en la cara: «Él dijo (el chico que llevaba el anorak amarillo) que era su hermano y que su madre estaba ocupada con su novio en casa y que ellos debían entretener al niño hasta que ella hubiese terminado. Dijeron que se habían alejado demasiado y me preguntaron si podía llevarles a casa en mi furgoneta».

Esta fue, tal vez, una petición realmente inspirada. Los chicos seguramente sabían que el Testigo E no sería capaz de acomodarlos a todos en la furgoneta.

El hombre estaba haciendo su ruta, y aunque no hubiese sido así, probablemente no había espacio suficiente dentro del vehículo. Pero el hecho de que formularan tal petición otorgó verosimilitud a su historia. El Testigo E informa que «les dije que, entonces, llevasen al pequeño directamente a casa, porque estaba llorando como nunca había visto», y él tenía tres hijos. Los chicos accedieron a hacerlo.

Es posible que sus intenciones hacia John Dresser, aunque imprecisas cuando se lo llevaron de la galería comercial, comenzaran a gestarse con la consecutiva serie de eficaces mentiras que fueron capaces de inventar acerca del pequeño, como si la fácil credulidad de los testigos hubiese estimulado el apetito de los chicos por maltratarle. Basta decir que continuaron su camino, logrando que el pequeño caminase dos kilómetros a pesar de sus protestas y sus gritos de «Mamá» y «Papá», que fueron oídos e ignorados por más de una persona.

Michael Spargo afirma que durante este periodo preguntó una y otra vez qué pensaban hacer con John Dresser: «Les dije que no podíamos llevarle a casa con nosotros. Se lo dije. Lo hice». Eso consta en la transcripción de su quinta entrevista. También declara que fue en ese punto cuando tuvo la idea de dejar a John en la comisaría: «Les dije que podíamos dejarle en la escalera de la entrada o algo así. Podíamos dejarle dentro, junto a la puerta. Dije que su madre y su padre estarían preocupados. Pensarían que le había pasado algo malo».

Ian Barker, dice Michael, afirmó que algo le había ocurrido al niño: «Estúpido gilipollas, claro que ha pasado algo». Y dice que le preguntó a Reg si creía que el niño haría mucho ruido cuando cayera al agua.

¿Estaba Ian pensando en el canal en ese momento? Es posible. Pero la verdad es que los chicos no estaban ni mucho menos cerca del Midlands Trans-Country Canal, y no serían capaces de llevar hasta allí a un exhausto John Dresser a menos que cargaran con él, algo que aparentemente no estaban dispuestos a hacer. Pero si Ian había estado albergando el deseo de infligir alguna clase de daño a John Dresser en los alrededores del canal, ahora sus intenciones se habían visto frustradas y el propio John era la razón.


* * *

La compañía de John Dresser comenzaba a volverse cada vez más difícil, y los chicos tomaron la decisión de «perder al niño en algún supermercado», según Michael Spargo, porque todo el asunto se había vuelto «terriblemente aburrido». Sin embargo, no había ningún supermercado cerca y los chicos decidieron buscar uno. Fue mientras iban de camino que Ian, según declararon Michael y Reggie en entrevistas separadas con la Policía, señaló que en una tienda podrían ser vistos e incluso identificados por las cámaras de seguridad. Añadió que él conocía un lugar mucho más seguro. Les llevó a las obras abandonadas de Dawkins.

El lugar en sí había sido una gran idea que fracasó por falta de fondos. Proyectada originalmente como tres modernos bloques de oficinas dentro de «un encantador entorno similar a un parque, con árboles, jardines, senderos y abundantes asientos al aire libre», la obra tenía por objeto inyectar dinero en la comunidad circundante a fin de estimular una economía vacilante. Pero una gestión deficiente por parte del contratista provocó que los trabajos de construcción se paralizaran antes de que se hubiese completado la primera torre.

El día en que Ian Barker llevó a sus compañeros a ese sitio, las obras llevaban paradas diecinueve meses. Estaban rodeadas por una valla de tela metálica, pero no eran inaccesibles. Aunque en la valla había carteles advirtiendo que el lugar estaba «bajo vigilancia las 24 horas» y que «intrusos y vándalos serán perseguidos con todo el peso de la ley», las constantes incursiones en la propiedad por parte de chicos y adolescentes indicaban todo lo contrario.

Era un lugar muy tentador tanto para jugar como para citas clandestinas. Había docenas de sitios donde esconderse; los montículos de tierra ofrecían rampas de lanzamiento para ciclistas con bicicletas de montaña; tablas, tuberías y caños desechados servían como armas en los juegos de guerra; los pequeños trozos de hormigón sustituían a la perfección a las bombas y las granadas de mano. Si bien se trataba de un lugar dudoso donde «perder al bebé» si la intención de los chicos era que apareciera alguien y se lo llevase a la comisaría más próxima, sí era el lugar perfecto para desplegar el resto de los horrores del día.

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