– ¿Qué decisión has tomado con respecto al almuerzo del domingo, Isabelle? Por cierto, lo he comentado con los chicos. Están muy entusiasmados.
Isabelle Ardery presionó sus dedos contra la frente. Había tomado dos pastillas de paracetamol, pero no habían conseguido atenuar la jaqueca. Tampoco habían hecho mucho por su estómago. Sabía que tendría que haber comido algo antes de tragarse las pastillas, pero la sola idea de poner comida encima de unas tripas ya revueltas era más de lo que podría soportar.
– Deja que hable con ellos, Bob. ¿Están ahí? -preguntó.
– No tienes buena cara -dijo él-. ¿Te sientes indispuesta, Isabelle?
Eso, por supuesto, no era lo que él quería decir. «Indispuesta» era un eufemismo, y cortó. «Indispuesta» reemplazaba a todo lo demás que él no quería preguntar, pero intentaba comunicar.
– Anoche me acosté muy tarde -dijo ella-. Estoy trabajando en un caso. Quizá lo hayas leído en los periódicos. ¿Una mujer que fue asesinada en un cementerio en el norte de Londres…?
Era evidente que él no estaba interesado en esa parte de su vida, sólo en la otra.
– Entonces le estás pegando bastante duro, ¿no?
– Cuando se trata de la investigación de un asesinato es habitual que tengas que trabajar hasta muy tarde -contestó ella, eligiendo de forma deliberada interpretar mal sus palabras-. Tú lo sabes muy bien, Bob. Y bien, ¿puedo hablar con los chicos? ¿Dónde están? Seguro que no estarán fuera de casa a esta hora de la mañana.
– Aún duermen -dijo él-. No me gusta despertarlos.
– Sin duda podrán volverse a dormir si sólo los saludo.
– Ya sabes cómo son. Y necesitan descansar.
– También necesitan a su madre.
– Ellos tienen una madre, tal como están las cosas. Sandra es muy…
– Sandra tiene dos hijos suyos.
– Espero que no estés sugiriendo que ella los trata de una manera diferente. Porque, sinceramente, no pienso escuchar esas cosas. Porque, también sinceramente, ella los trata jodidamente mejor que su madre natural, ya que Sandra está plenamente consciente y en posesión de todas sus facultades cuando está con ellos. ¿Realmente quieres mantener esta clase de conversación, Isabelle? Ahora dime, ¿vendrás al almuerzo del domingo o no?
– Les enviaré una nota a los chicos -dijo ella en voz baja, reprimiendo su incipiente furia-. ¿Puedo suponer, Bob, que Sandra y tú no me prohibiréis que les envíe una nota?
– Nosotros no te prohibimos nada -dijo él.
– Oh, por favor. No finjamos.
Cortó la comunicación sin despedirse. Sabía que más tarde tendría que pagar por ello -«¿Cortaste la comunicación, Isabelle? Sin duda debemos haber quedado desconectados de alguna manera, ¿no?»-, pero en ese momento no podía hacer otra cosa. Hablar con Bob significaba quedar expuesta a una extensa exhibición de su ostensible preocupación paterna, y ella no estaba por la labor. En realidad, esa mañana no estaba para muchas cosas, y tendría que hacer algo para cambiar su talante antes de ir a trabajar.
Cuatro tazas de café negro -de acuerdo, era café irlandés, pero se la podía perdonar por eso, ya que les había añadido una pizca de alcohol-, una tostada y una ducha después se sentía otra vez en forma. De hecho ya se encontraba en mitad de la reunión informativa de la mañana antes de sentir ese deseo apremiante una vez más. Pero entonces le resultó sencillo combatir la urgencia porque difícilmente podría escabullirse en el lavabo de mujeres para darse un lingotazo, así que no le quedaba otra opción. Lo que sí pudo hacer fue mantener la mente concentrada en el trabajo y prometer que, cuando acabara el día, la noche sería diferente. Algo que, decidió, podría controlar con facilidad.
Los sargentos Havers y Nkata habían llamado desde New Forest a primera hora de la mañana. Estaban alojados en un hotel en Sway -Forest Heath Hotel, así se llamaba, dijo Havers-. Aquella pequeña información fue recibida con risas y comentarios del tipo «espero que Winnie haya conseguido su propia habitación», que Isabelle cortó de raíz con un seco «ya está bien», mientras evaluaban la información que los dos sargentos habían conseguido reunir hasta el momento. Havers parecía haberse concentrado en el hecho de que Gordon Jossie fuese un maestro en empajar y que las herramientas utilizadas en su oficio no sólo eran mortales, sino que estaban hechas a mano. Nkata, por su parte, parecía mostrarse más interesado en que hubiera otra mujer presente en la vida de Gordon Jossie. Havers mencionó también las cartas de recomendación de Gordon procedentes de un colegio técnico de Winchester, y luego mencionó a un experto en cubiertas de paja llamado Ringo Heath. Concluyó su informe con la lista de personas con las que aún debían entrevistarse.
– ¿Chicos, podrían encargarse de comprobar los antecedentes de esta gente? -preguntó luego Havers-. Hastings, Jossie, Heath, Dickens…
Por cierto, habían hablado con la Policía local, pero por ese lado no habían conseguido nada que les hiciera dar brincos de alegría. New Scotland Yard era bienvenida a husmear el terreno local, según el comisario de Policía de Lyndhurst, pero como el asesinato se había cometido en Londres, no era problema de ellos.
Ardery le aseguró a la sargento Havers que se pondrían a ello de inmediato, ya que ella también quería saberlo todo acerca de cualquiera que estuviese siquiera remotamente relacionado con Jemima Hastings.
– Quiero conocer todos los detalles, incluso si evacúan el vientre con regularidad -les dijo a los miembros de su equipo.
Dio instrucciones a Philip Hale para que continuase con los nombres de Hampshire y añadió los nombres de Londres en caso de que él los hubiese olvidado: Yolanda, la Médium, (Sharon Price); Jayson Druther; Abbott Langer; Paolo di Fazio; Frazer Chaplin; Bella McHaggis.
– Quiero las coartadas de todos ellos, confirmadas por dos fuentes. John, quiero que usted se encargue de esa parte. Coordinado con el SO7. Debemos insistir. Necesitamos información fiable.
Stewart no dio señales de haberla oído, de modo que Isabelle preguntó: «¿Lo ha entendido, John?», ante lo cual él sonrió con evidente sarcasmo y se llevó un dedo a la sien.
– Lo tengo todo aquí…, jefa -dijo-. ¿Algo más? -añadió, como si sospechara que era ella quien necesitaba un pequeño empujón.
Isabelle entornó los ojos. Estaba a punto de contestar cuando Thomas Lynley lo hizo por ella. Estaba en la parte de atrás de la habitación, manteniéndose educadamente a un lado, aunque no acababa de decidir si eso era una ventaja para ella o simplemente un recordatorio para todos los demás de lo que probablemente era el inmenso contraste entre los estilos de ambos.
– ¿Quizá Matt Jones? ¿La pareja de Sydney Saint James? Probablemente no sea nada, pero si él estuvo en el estanco como Barbara ha dicho…
– Matt Jones también -dijo Isabelle-. Philip, ¿puede alguien de su equipo…?
– Sí -dijo Hale.
Les dijo a todos que pusieran manos a la obra y añadió:
– ¿Thomas? Si quiere acompañarme…
Irían al estudio de Paolo di Fazio, dijo Isabelle. Entre la entrevista que habían mantenido con el escultor, el informe de Barbara Havers de su conversación con Bella McHaggis acerca de Paolo y la prueba de embarazo existía todo un océano que había que atravesar.
Lynley asintió, dispuesto aparentemente a aceptar de buen grado cualquier cosa. Isabelle le dijo que se reuniría con él en el coche. Cinco minutos para ir al lavabo, añadió. Él dijo «por supuesto» de ese modo bien educado que le caracterizaba. Isabelle sintió que la observaba cuando se dirigía a los lavabos. Se detuvo brevemente en su despacho para coger el bolso y se lo llevó con ella. Nadie podía culparla por eso, pensó.
Como antes, Lynley estaba esperando pacientemente en el coche, sólo que ahora permanecía apoyado en el lado del pasajero. Ella enarcó una ceja y él dijo:
– Creo que necesita practicar, jefa. Con el tráfico de Londres y todo eso…
Ella intentó captar algún significado entre líneas, pero Lynley era muy bueno poniendo cara de póquer.
– Muy bien -dijo-. Y es Isabelle, Thomas.
– Con el debido respeto, jefa…
Ella suspiró con impaciencia.
– Oh, por el amor de Dios, Thomas. ¿Cómo llamaba a su último superintendente en privado?
– «Señor», principalmente. En otros momentos hubiese sido «jefe».
– De acuerdo. Maravilloso. Bien, le ordeno que me llame Isabelle cuando estemos a solas. ¿Tiene algo que objetar a eso?
Él pareció pensarlo un momento. Estudió la manija de la puerta donde ya había apoyado la mano. Cuando alzó la vista, sus ojos marrones tenían un brillo de candidez y la súbita franqueza de su expresión resultaba desconcertante.
– Creo que «jefa» proporciona una distancia que quizás usted prefiera -dijo-. Considerándolo bien.
– ¿Considerando qué? -preguntó ella.
– Todo.
La mirada sincera que cruzaron hizo que Isabelle se sintiera intrigada.
– No permite que nadie vea sus cartas, ¿verdad Thomas?
– No tengo ninguna carta -dijo él. Isabelle resopló y se metió en el coche.
El estudio de Paolo di Fazio estaba cerca de Clapham Junction. Esa zona quedaba al sur del río, le dijo él, no demasiado lejos de Putney. La mejor opción era conducir a lo largo del Embankment. ¿Quería que la guiase?
– Creo que puedo arreglármelas para encontrar el camino hasta el río -contestó ella.
El propio Paolo di Fazio les había indicado dónde podían encontrarle. Cuando hablaron con él, les dijo que ya les había proporcionado «toda» la información que tenía acerca de Jemima Hastings y él, pero si querían pasar el tiempo volviendo sobre lo mismo, no tenía inconveniente. Podían encontrarle donde estaba la mayoría de las mañanas, en el estudio.
Se encontraba en uno de los numerosos túneles del ferrocarril abiertos para los ramales que salían de la estación de trenes de Clapham. La mayoría de ellos hacía ya tiempo que habían recibido algún uso, convertidos de túneles en bodegas de vino, tiendas de ropa, talleres de reparación de coches y -en un caso- incluso en un negocio de delicatesen que vendía aceitunas, carnes y quesos importados. El estudio de Paolo di Fazio se encontraba entre un montador de marcos y una tienda de bicicletas. Cuando llegaron, vieron que las puertas estaban abiertas y que las luces cenitales iluminaban el espacio, encalado y dividido en dos secciones. Uno de los espacios parecía estar destinado a esa etapa del trabajo en la que el artista realiza la transición de la escultura de arcilla a molde para bronce, de modo que había trozos de cera, látex, fibra de vidrio y bolsas de yeso por todas partes, junto con la suciedad que uno asocia al trabajo con esos materiales. La otra sección del estudio alojaba cubículos para cuatro artistas, cuyas piezas estaban ahora cubiertas con plástico y, probablemente, en diferentes estadios de acabado. Las esculturas de bronce ya terminadas tenían su lugar asignado y formaban una fila en el centro del estudio. Sus estilos variaban desde el realismo hasta lo fantástico.
Cuando se encontraron con la obra de Paolo di Fazio, su estilo resultó ser figurativo, pero de una naturaleza que privilegiaba los codos bulbosos, los miembros largos y las cabezas desproporcionadamente pequeñas. Lynley murmuró: «Sombras de Giacometti», y se detuvo delante de la escultura, mientras Isabelle le miraba fijamente para descifrar su expresión. No tenía idea de qué estaba hablando. Odiaba profundamente la ostentación. Pero vio que Lynley se quitaba las gafas para observar la escultura más de cerca y no parecía ser consciente siquiera de que había hablado. Ella se preguntó qué significaba que ahora se moviera lentamente alrededor de la escultura con expresión pensativa. Volvió a comprobar que resultaba imposible saber qué estaba pensando y se preguntó, además, si podía trabajar realmente con alguien que había llegado a dominar de ese modo el arte de esconder los pensamientos.
Paolo di Fazio no estaba en el estudio. Y tampoco ninguno de los otros artistas. Entró cuando estaban echando un vistazo a su lugar de trabajo, que era identificable por otras numerosas máscaras -similares a las que fabricaba en Jubilee Market Hall- que se sostenían sobre polvorientos pedestales de madera en unos estantes situados en la parte de atrás. Ellos, específicamente, estaban mirando sus herramientas, y el potencial de esas herramientas para causar daño.
– Por favor, no toquen nada -pidió Di Fazio, mientras se acercaba a ellos.
Llevaba un vaso de cartón con café y una bolsa de la que sacó dos plátanos y una manzana. Lo colocó todo con cuidado en uno de los estantes como si estuviese ordenándolos para una naturaleza muerta. Estaba vestido de la misma manera que cuando lo conocieron: vaqueros azules, una camiseta y unos zapatos de vestir. Como en la ocasión anterior, parecía un atuendo extraño para alguien que trabaja con arcilla, sobre todo los zapatos de vestir, que de alguna manera conseguía mantener perfectamente limpios. Habrían pasado sin problemas una inspección militar.
– Como pueden ver, estoy trabajando -dijo, al tiempo que señalaba con el vaso de café en dirección a una pieza cubierta con un plástico.
– ¿Y podemos echarle un vistazo a su trabajo? -preguntó Isabelle.
Di Fazio pareció necesitar un momento para pensarlo antes de encogerse de hombros y quitar la mortaja de plástico y tela. Se trataba de otra pieza alargada y de miembros nudosos, aparentemente masculina y a las puertas de la muerte, a juzgar por su expresión. La boca abierta, los miembros extendidos, el cuello curvado hacia atrás y los hombros arqueados. A sus pies había una especie de parrilla, y a Isabelle le pareció desde cualquier punto de vista que la figura estaba sufriendo por una barbacoa que se había roto. Supuso que todo eso tenía un significado profundo y se preparó para escuchar a Lynley haciendo un comentario insufriblemente esclarecedor sobre la obra. Pero no dijo nada, y Di Fazio tampoco arrojó ninguna luz sobre el asunto. Se limitó a identificar a la figura doliente como San Lorenzo. Luego les explicó que estaba realizando una serie de mártires cristianos para un monasterio en Sicilia, de lo que Isabelle dedujo que el espantoso medio por el que San Lorenzo encontró la muerte había sido la parrilla. Esto la llevó a pensar por qué creencia, si había alguna, estaría ella dispuesta a dar la vida. A su vez se preguntó si las muertes de los mártires podían relacionarse con la muerte de Jemima Hastings.
– Ya he terminado a Sebastián, Lucía y Cecilia para ellos -dijo Di Fazio-. Ésta es la cuarta escultura de una serie de diez. Las colocarán en las hornacinas que hay en la capilla del monasterio.
– Entonces es un artista muy conocido en Italia -dijo Lynley.
– No. Mi tío es muy conocido en el monasterio.
– ¿Su tío es monje?
Di Fazio se echó a reír con evidente sarcasmo.
– Mi tío es un criminal. Cree que puede comprar su camino al Cielo si hace suficientes donaciones al monasterio. Dinero, comida, vino, mi arte. Para él es todo lo mismo. Y como me paga por mi trabajo, yo no cuestiono la… -se quedó pensativo como si buscase la palabra adecuada- eficacia de sus acciones.
En el extremo del estudio que daba a la calle apareció una figura en la doble entrada, silueteada por la luz que llegaba desde fuera. Era una mujer que saludó con un «Ciao, cariño» y se dirigió hacia otra de las zonas de trabajo del estudio. Era de baja estatura y ligeramente rolliza, con un enorme pecho en forma de estante y mechones de pelo color café. Quitó la protección de plástico de su escultura y comenzó a trabajar sin volver a mirarlos. La presencia de la mujer, sin embargo, pareció inquietar a Di Fazio, ya que sugirió que continuasen la conversación en otra parte.
– Dominique no conocía a Jemima -les dijo mientras señalaba a la mujer con la cabeza-. Y no tendría nada que añadir.
Sin embargo, ella conocía a Di Fazio, pensó Isabelle, y podría resultarles útil en algún momento.
– Hablaremos en voz baja, si eso es lo que le preocupa, señor Di Fazio -dijo.
– Dominique querrá concentrarse en su trabajo.
– Creo que no le impediremos que lo haga.
El escultor entrecerró los ojos detrás de sus gafas con montura dorada. Fue apenas una fracción de segundo, pero el gesto no pasó inadvertido para Isabelle.
– Esto no nos llevará mucho tiempo -aclaró-. Se trata de la discusión que mantuvo con Jemima. Y acerca de una prueba de embarazo hecha en la casa.
Di Fazio no mostró ninguna reacción ante el comentario. Pasó brevemente la mirada de Isabelle a Lynley como si estuviera evaluando la naturaleza de su relación.
– Que yo recuerde, no tuve ninguna discusión con Jemima -dijo.
– Alguien les oyó cuando discutían. Habría tenido lugar en su alojamiento en Putney, y hay muchas probabilidades de que la discusión haya tenido relación con esa prueba de embarazo, que, por cierto, fue encontrada entre sus pertenencias.
– No tienen ninguna orden…
– En realidad no fuimos nosotros quienes la encontramos.
– Entonces no constituye ninguna prueba. Sé muy bien cómo funcionan estas cosas. Hay que respetar un procedimiento. Y este no fue respetado, de modo que esa prueba de embarazo, o lo que sea, no puede utilizarse como prueba en mi contra.
– Aplaudo su conocimiento de la ley.
– He leído bastantes cosas acerca de la injusticia en este país, señora. He leído cómo trabaja la Policía británica. Personas que han sido acusadas y condenadas injustamente. Los tíos de Birmingham. El grupo de Guilford.
– Quizá lo haya hecho. -El que habló fue Lynley. Isabelle advirtió que no se había molestado en bajar la voz para impedir que Dominique pudiese oírle-. De modo que también debe saber que al construir un caso contra un sospechoso en la investigación de un asesinato, algunas cosas se incluyen como información de antecedentes y otras como pruebas. El hecho de que usted haya mantenido una discusión con una mujer que apareció muerta puede no figurar en ninguna de ambas listas, pero si no está en ninguna de esas listas, parece ser el procedimiento más inteligente para aclarar la situación.
– Que es otra manera de decir -añadió Isabelle- que tiene que explicar algunas cosas. Usted dijo que Jemima y usted acabaron la relación amorosa que mantenían cuando ella alquiló una habitación en la casa de la señora McHaggis.
– Y es la verdad.
Di Fazio desvió la mirada hacia donde Dominique estaba trabajando. Isabelle se preguntó si esa artista había ocupado el lugar de Jemima.
– ¿Jemima se quedó embarazada durante el tiempo en que fueron amantes?
– No. -Otra mirada hacia Dominique-. ¿No podemos tener esta conversación en otra parte? -preguntó-. Dominique y yo… Esperamos casarnos este invierno. Ella no tiene necesidad de oír…
– ¿De verdad? Y éste sería su sexto compromiso matrimonial, ¿no es cierto?
Su expresión se endureció, pero consiguió dominarse.
– No hay ninguna necesidad de que Dominique se entere de hechos relacionados con Jemima. Había acabado con Jemima.
– Una elección de palabras muy interesante -dijo Lynley.
– Yo no le hice daño. No toqué a Jemima. No estuve allí.
– Entonces no tendrá inconveniente en explicarnos todo lo que hasta ahora no nos ha dicho acerca de ella -dijo Isabelle-. Y tampoco le importará proporcionarnos una coartada para el momento de la muerte de Jemima.
– Aquí no. Por favor.
– De acuerdo. Entonces en la comisaría local
Las facciones de Di Fazio se endurecieron visiblemente.
– A menos que me arresten, no tengo que dar un solo paso fuera de este estudio con ustedes, lo sé. Pueden creerme, lo sé. Conozco mis derechos.
– Siendo así -dijo Isabelle-, también sabrá que cuanto antes pueda aclarar este asunto sobre Jemima, usted, la prueba de embarazo, la discusión y su coartada, mejor será para usted.
Di Fazio volvió a desviar la mirada hacia Dominique. La mujer parecía concentrada en su trabajo, pensó Isabelle, pero no se podía estar seguro. Cuando la situación parecía estar al borde de un callejón sin salida, Lynley hizo el movimiento que resolvió la situación: se acercó al lugar donde trabajaba Dominique para examinar su obra y dijo: «¿Puedo echar un vistazo? Siempre he pensado que el proceso de moldeo a la cera perdida…», y continuó hablando hasta que Dominique se enfrascó completamente en la conversación.
– ¿Y bien? -le dijo Isabelle a Di Fazio.
Él se colocó de espaldas a Lynley y Dominique para impedir que su futura esposa pudiese leerle los labios, supuso Isabelle.
– Fue antes de Dominique -dijo él-. Era la prueba de embarazo de Jemima y estaba entre la basura en el cubo del lavabo. Me había dicho que no había ningún otro hombre en su vida. Dijo que no quería saber nada más de los hombres. Pero cuando vi la prueba de embarazo, supe que me había mentido. Había alguien nuevo en su vida. De modo que hablé con ella. Y sí, fue una conversación acalorada. Porque ella no estaba conmigo, pero yo sabía que estaba con él.
– ¿Con quién?
– ¿Quién más? Frazer. Ella no se arriesgó conmigo. Pero ¿con él…? Si Jemima debía abandonar su habitación como consecuencia de su relación con Frazer, no tenía importancia.
– ¿Ella le dijo que era Frazer Chaplin?
Di Fazio parecía impacientarse.
– No tenía necesidad de decírmelo. Así es como actúa Frazer. ¿Le ha visto? ¿Ha hablado con él? No hay ninguna mujer que Frazer no intente conquistar. Él es así. ¿Qué otro podría ser?
– Frazer no era el único hombre en su vida.
– Ella iba a la pista de hielo. A tomar lecciones de patinaje, decía, pero yo sabía que era más que eso. Y, a veces, también iba al hotel Dukes. Quería ver qué hacía Frazer. Y lo que él hacía era ir tras las mujeres.
– Tal vez -dijo Isabelle-. Pero hay otros hombres cuyas vidas se relacionaron con la de ella. En su lugar de trabajo, en la pista de hielo…
– ¿Qué? Usted supone que ella estaba…, ¿qué? ¿Con Abbott Langer? ¿Con Jayson Druther? Ella iba a trabajar, iba a la pista de hielo, iba el hotel Dukes, volvía a casa. Créame. Jemima no hacía nada más.
– Si ése es el caso -dijo Isabelle -, usted seguramente comprenderá que esto le da un motivo para asesinarla, ¿verdad?
Su rostro se puso de color púrpura y cogió una de sus herramientas para gesticular con ella.
– ¿Yo? Es Frazer quien la quería muerta. Frazer Chaplin. Quería quitársela de encima. Porque ella no le permitía la libertad que él necesitaba para hacer lo que hace.
– ¿O sea?
– Frazer se folla a las mujeres. A todas las mujeres. Y a las mujeres les gusta. Y él hace que deseen hacerlo. Y cuando ellas lo desean, le buscan. O sea, que eso era lo que ella estaba haciendo.
– Parece saber mucho acerca de él.
– Le he visto. Los he observado. A Frazer y las mujeres.
– Algunos dirían que él simplemente ha tenido mejor suerte con las mujeres, señor Di Fazio. ¿Qué piensa de eso?
– Sé lo que intenta decir. No crea que soy estúpido. Le estoy explicando cómo son las cosas con él. De modo que le pregunto esto: si Frazer Chaplin no era el hombre a quien ella había tomado como amante, ¿quién era entonces?
Era una pregunta interesante, pensó Isabelle. Pero en ese momento era mucho más interesante el hecho de que Di Fazio parecía conocer todos los movimientos de Jemima Hastings.
Dos de ellos revoloteaban. Su forma era diferente. Uno se elevó desde un cenicero que había en la mesa, una nube gris que se convirtió en una nube de luz ante la que tuvo que girar la cabeza mientras oía el atronador grito de El octavo coro está delante de Dios.
Trató de bloquear las palabras.
Ellos son los mensajeros entre el hombre y la deidad del hombre.
Los gritos eran más estridentes, más estridentes que nunca, e incluso mientras él se llenaba los oídos de música, otro grito llegó desde una dirección diferente: Combatientes de aquellos que nacieron del portador de la luz. Desvirtuad el plan de Dios y seréis arrojados a las fauces de la condenación eterna.
Aunque intentó no buscar el origen de este segundo chillido, lo encontró de todos modos, porque una silla se elevó en el aire ante sus narices, comenzó a tomar forma y se acercó a él. Se echó hacia atrás.
Lo que sabía era que llegaban disfrazados. Eran caminantes, eran los que curaban a los enfermos, eran los habitantes del estanque de Probática en cuyas orillas los débiles de espíritu esperaban el movimiento del agua. Ellos eran los constructores, los amos esclavos de los demonios.
El que sanaba también estaba presente. Hablaba desde el interior de la nube gris y se convirtió en llama, y la llama ardía de color esmeralda. No invocó la cólera justa, sino una riada de música que fluyese a raudales en alabanza.
Pero el otro se opuso. Él, que era la destrucción en sí mismo, conocido como Sodoma, llamado Héroe de Dios. Pero él era también la Misericordia y reclamó sentarse a la izquierda de Dios, a diferencia del otro. Encarnación, concepción, nacimiento, sueños. Éstas eran sus ofrendas. Ven conmigo. Pero habría que pagar un precio.
Soy Rafael y vosotros sois los llamados.
Soy Gabriel y vosotros sois los elegidos.
Luego había un coro de ellos, una verdadera marea de voces, y estaban en todas partes. Luchó para no ser atrapado por ellos. Luchó y luchó hasta quedar bañado en sudor y, aun así, continuaron llegando. Descendieron hasta que hubo un ser todopoderoso por encima de todos ellos y se acercó. Él no sería negado. Él vencería. Y ante esto no podía darse ninguna otra respuesta, de modo que tenía que escapar, tenía que correr, tenía que encontrar un lugar donde estuviera seguro.
Él mismo profirió el grito contra la multitud que ahora sabía que era, sin duda, el Octavo Coro. Había una escalera que surgía de la luz y allí se dirigió, no importaba adónde llevase. A la luz, a Dios, a alguna otra deidad, no tenía importancia. Comenzó a subir. Comenzó a correr.
– ¡Yukio! -llegó el grito a sus espaldas.
– De modo que tengo la impresión de que ese compromiso matrimonial sólo existe en la cabeza de Paolo di Fazio -dijo Lynley-. Dominique puso los ojos en blanco cuando la felicité.
– Eso es muy interesante -dijo Isabelle Ardery-. Bien, yo pensaba que comprometerse seis veces excedía un poco los límites en el terreno de las relaciones humanas. Quiero decir, he oído de gente que se ha casado seis veces (bueno, tal vez sólo las estrellas de cine norteamericanas en la época en la que realmente se casaban), pero es bastante extraño que, con todos esos compromisos matrimoniales, Di Fazio nunca haya llegado al altar. Hace que uno se pregunte cosas sobre él. Cuánto es real y cuánto es imaginado.
– Quizá lo hizo -dijo Lynley.
– ¿Qué?
Ardery se volvió hacia él. Se habían detenido en la tienda de delicatesen, que ocupaba uno de los arcos del ferrocarril. Ella estaba comprando aceitunas y fiambres. Ya había comprado una botella de vino en la bodega.
Lynley dedujo que ésa sería su cena. Conocía las señales después de haber trabajado durante tantos años con Barbara Havers y, por lo tanto, haberse acostumbrado a los hábitos de comida de la mujer policía soltera. Consideró la posibilidad de invitar a la superintendente: ¿cena en su casa en Eaton Terrace? Pero desechó la idea, ya que todavía no podía imaginar la situación de compartir la mesa de su comedor con nadie.
– Quizás haya llegado hasta el altar -dijo-. Casado. Philip Hale nos lo dirá. O tal vez John Stewart. Estamos estableciendo una extensa lista para la comprobación de antecedentes. John puede echar una mano si usted decide asignarle esa función.
– Oh, estoy segura de que a Stewart le encantará ese trabajo.
La superintendente cogió la bolsa con sus compras, le dio las gracias a la empleada de la tienda y se dirigió a su coche. El día era cada vez más caluroso. Rodeada por solares y compuesta de ladrillos, cemento y macadán, exhibiendo todo el posible encanto que podían proporcionar los contenedores de basura llenos y los desperdicios en la calle, la zona inmediatamente próxima a los túneles del ferrocarril era como la axila de un luchador: humeante y maloliente.
Subieron al coche antes de que Ardery dijese nada más. Bajó el cristal de la ventanilla, maldijo por no tener aire acondicionado, se disculpó por el exabrupto y luego dijo:
– ¿Qué piensa de él?
– ¿No hay una canción que habla de eso? -dijo Lynley-. ¿Buscando el amor en los lugares equivocados?
Él también bajó el cristal de su ventanilla. El coche se alejó del bordillo. El móvil de Lynley comenzó a sonar. Echó un vistazo al número en la pantalla y experimentó un inusual momento de pánico. Quien llamaba era el subinspector jefe Hillier, o al menos llamaban desde su oficina.
La secretaria de Hillier deseaba saber dónde estaba y si podía acudir a la oficina del subinspector jefe.
– Y bienvenido de regreso a New Scotland Yard, inspector. Por cierto, se trata de una reunión no oficial. No hay necesidad de mencionárselo a nadie.
Eso quería decir que no debía mencionar la reunión a Isabelle Ardery. Y ¿por qué no le hizo saber al subinspector jefe que regresaba al trabajo? A Lynley no le gustó mucho lo que se podía inferir de todo esto. Contestó que en ese momento estaba fuera, pero que iría a ver al subinspector jefe tan pronto como pudiese. Incluyó las palabras «subinspector jefe» deliberadamente. Percibió que Ardery desviaba la mirada hacia él.
– Hillier. Quiere hablar conmigo -le dijo cuando acabó la llamada.
Ella siguió conduciendo con la vista fija en el camino.
– Gracias, Thomas. ¿Siempre es tan decente? -preguntó.
– Prácticamente nunca.
Ella sonrió.
– Por cierto, me refería a John Stewart.
– ¿Disculpe?
– Cuando le pregunté qué pensaba de él.
– Ah. Correcto. Bien. Barbara y él casi han llegado a liarse a golpes a lo largo de los años, si eso le sirve de ayuda.
– O sea, que no tiene buena relación con las mujeres. ¿O sólo con las mujeres policías?
– Eso es algo que nunca he sido capaz de averiguar. Stewart estuvo casado una vez. Acabó mal.
– Ya. Imagino que sabemos quién quiso acabar la relación. -Isabelle no dijo nada más hasta que cruzaron nuevamente el río. Entonces añadió-: Tendré que pedir una orden, Thomas.
– Umm. Sí. Supongo que ésa es la única vía de acción. Y él conoce muy bien sus derechos. Hillier lo llamaría «un desafortunado signo de los tiempos».
Mientras hablaba, a Lynley se le ocurrió que había seguido la línea de pensamiento de Ardery sin ninguna dificultad. Habían pasado suavemente de John Stewart a Paolo di Fazio, sin necesidad de que Ardery explicase por qué necesitaba una orden de registro: tendrían que recoger las herramientas que el artista utilizaba para esculpir. De hecho, necesitarían las herramientas de todos los artistas con los que Paolo di Fazio compartía el estudio. Los forenses tendrían que examinar todas y cada una de ellas.
– Paolo -señaló Lynley- no va a ser muy popular entre sus colegas.
– Por no mencionar lo que esto significará para su «compromiso» con Dominique. Por cierto, ¿aportó alguna coartada para él?
– No. Sólo dijo que creía que Paolo estaba en Covent Garden. Si se refiere a la tarde, es donde Paolo acostumbra a estar, y alguien tiene que haberle visto allí. También sabía por qué se lo preguntaba. Y, en contra de lo que afirmó Di Fazio, ella sí conocía a Jemima, al menos de vista. La llamó la «ex de Paolo».
– ¿Nada de celos? ¿Ninguna preocupación?
– Nada que me llamase la atención. Dominique parecía saber -o, al menos, eso creo- que la relación que mantenían había terminado. La de Jemima y Paolo, quiero decir.
Hicieron el resto del camino en silencio. Se encontraban ya en el aparcamiento subterráneo de New Scotland Yard cuando Isabelle Ardery volvió a hablar, mientras recogía las compras que había hecho en el túnel del ferrocarril.
– ¿Qué piensa de lo que declaró Paolo de que Frazer Chaplin estaba liado con Jemima? -preguntó.
– Cualquier cosa es posible a estas alturas.
– Sí. Pero también respalda lo que la sargento Havers dijo acerca de ese tío. -Cerró la puerta y echó el seguro, añadiendo-: Y eso, francamente, es un alivio. Estaba preocupada en cuanto a Barbara Havers y su reacción ante los hombres.
– ¿De verdad? -Lynley caminaba a su lado. No estaba acostumbrado a una mujer tan alta. Barbara Havers no le llegaba a la clavícula, y aunque Helen superaba la media de altura femenina, no era tan alta como Isabelle Ardery. La superintendente interina y él caminaban hombro con hombro-. Barbara tiene muy buenas intuiciones acerca de la gente. En general se puede confiar en su capacidad.
– Entiendo. ¿Y qué dice de usted?
– Mi capacidad es, espero…
– Me refería a sus intuiciones, Thomas. ¿Cómo son?
Ella le miró. Era una mirada tranquila.
Él no estaba seguro de cómo debía interpretar su pregunta. Tampoco estaba seguro de lo que le parecía la naturaleza de la pregunta.
– Generalmente, cuando el viento sopla de poniente, sé distinguir entre un halcón y un alcornoque [17] -optó por responder.
Cuando estuvieron de regreso en el centro de coordinación comenzaron a llegar poco a poco los fragmentos de información: Jayson Druther había estado, efectivamente, en el estanco cuando Jemima Hastings fue asesinada en Stoke Newington y aportó los nombres de tres clientes para confirmarlo. También presentó una coartada para su padre, por si había algún interés en ello. «El salón de apuestas -informó John Stewart-. En Edgware Road.» Abbott Langer había acabado sus clases vespertinas en la pista de hielo, sacó a pasear a sus perros en Hyde Park y luego regresó a la pista de hielo para impartir clases a sus clientes de la noche. Pero el paseo con sus perros le proporcionaba el tiempo suficiente para ir hasta Stoke Newington porque no había ningún dueño de perro que pudiese jurar que la familia canina había salido de paseo por el parque, obviamente, cuando no había nadie en casa empleaba a un paseador de perros.
En cuanto a la información de los antecedentes de los miembros de la lista, también se habían hecho progresos. Aunque a Yolanda, la Médium, se le había advertido que dejase de acechar a Jemima Hastings, no había sido Jemima quien la había denunciado. Había sido Bella McHaggis.
– El esposo de Bella McHaggis murió en su casa, pero no hay nada sospechoso asociado a ese hecho -informó Philip Hale-. Le falló el corazón cuando estaba en el lavabo. La hija de Yolanda está muerta. La anorexia acabó con ella. Tenía la misma edad que Jemima.
– Interesante -dijo Ardery-. ¿Alguna otra cosa?
– Frazer Chaplin, nacido en Dublín, uno de siete hermanos, no tiene antecedentes ni denuncias. Llega al trabajo a su hora.
– Tiene dos trabajos -le dijo Isabelle.
– Llega a su hora a los dos trabajos. Parece estar un poco demasiado interesado en el dinero, pero ¿quién no lo está? En el hotel Dukes corre una especie de chiste: Frazer buscando a algún rico norteamericano-brasileño-canadiense-ruso-japonés-chino-cualquier-cosa para que le mantenga. Hombre o mujer. Le trae sin cuidado. Es un tío que tiene planes, según el gerente del hotel, pero nadie le culpa y todos le aprecian.
– Es uno de esos tíos del tipo: «Ese es nuestro colega, Frazer» -dijo Hale.
– ¿Algo acerca de Paolo di Fazio? -preguntó Isabelle.
Resultó que Paolo di Fazio tenía un historial interesante: había nacido en Palermo, de donde su familia huyó de la Mafia. Su hermana había estado casada con un mafioso poco importante que la había matado de una paliza. Al esposo lo encontraron colgado en su celda mientras esperaba el juicio, y nadie pensó que se hubiera suicidado.
– ¿Qué hay del resto? -preguntó Isabelle Ardery.
La información restante era escasa. Jayson Druther tenía un ASBO [18], aparentemente por una relación que acabó mal. Pero esa relación era con un hombre, no con una mujer, por si esa información pudiera resultar valiosa. Abbott Langer, por otra parte, era una especie de rompecabezas. Era verdad que había sido un patinador olímpico sobre hielo reconvertido en entrenador y paseador de perros. Era absolutamente falso que alguna vez hubiese estado casado y tuviera hijos. Aparentemente mantenía una relación estrecha con Yolanda, la Médium, pero no parecía tratarse de ninguna conexión siniestra, ya que cada vez era más evidente que Yolanda, la Médium, hacía tanto por velar por los hijos sustitutos -adultos o no- como por leer la palma de la mano o ponerse en contacto con el mundo de los espíritus.
– Necesitamos más información acerca de ese asunto de los matrimonios -observó Ardery-. Abbott es, pues, una persona que nos interesa.
Lynley se deslizó fuera de la reunión mientras la superintendente estaba impartiendo nuevas instrucciones relacionadas con la confirmación de coartadas y con la hora de la muerte de Jemima Hastings, que había sido establecida entre las dos y las cinco de la tarde.
– Este dato debería facilitar el trabajo. La mayoría de esas personas tenían trabajos. Alguien tuvo que ver algo que no cuadrara del todo. Averigüemos quién y qué es.
Lynley cruzó hacia Tower Block y se dirigió al despacho del subinspector jefe. La secretaria de Hillier -en un gesto inusual en ella- se levantó de su silla y se acercó para saludarle con la mano extendida. Judith Macintosh, habitualmente la discreción personificada cuando se trataba de asuntos relacionados con Hillier, musitó:
– Es magnífico volver a verle, inspector… No se deje engañar. Está encantado.
Con «esto» se refería, aparentemente, al regreso de Lynley, y «él», por supuesto, era sir David Hillier. El subinspector jefe, sin embargo, no quería hablar acerca del regreso de Lynley excepto para decir: «Tiene buen aspecto. Bien», cuando Lynley entró en su despacho. El tema era, tal como Lynley había sospechado, la asignación con carácter permanente de alguien al cargo de superintendente, un puesto que llevaba vacante casi nueve meses.
Hillier planteó la cuestión a su manera habitual, desde un ángulo tangencial: «¿Cómo está encontrando el trabajo?», dijo, una pregunta que, por supuesto, Lynley podría haber interpretado de la manera que deseara y que, por supuesto, Hillier utilizaría para dirigir la conversación como le apeteciera.
– Diferente e igual al mismo tiempo -contestó Lynley-. Todo parece un tanto teñido de colores curiosos, señor.
– Creo que ella tiene una mente despierta. No habría ascendido tan deprisa como lo ha hecho si no fuese así, ¿verdad?
– De hecho… -Lynley había estado hablando acerca de regresar al trabajo con el mundo que había conocido completamente cambiado en un instante, en la calle, en las manos de un chico con un arma. Pensó en señalar esta cuestión, pero en cambio dijo-: Es inteligente y rápida. -Aquélla era una buena contestación: ofrecía una respuesta, pero sin decir demasiado.
– ¿Cómo responde el equipo ante ella?
– Son profesionales.
– ¿John Stewart?
– No importa quién ocupe finalmente ese cargo, habrá un periodo de adaptación, ¿no cree? John tiene sus rarezas, pero es un buen hombre.
– Me están presionando para que nombre a un sustituto permanente para Malcolm Webberly -dijo Hillier-. Y creo que Ardery es una muy buena opción.
Lynley asintió, pero ésa fue toda su respuesta. Tenía una sensación inquietante con respecto al rumbo de esta conversación.
– Su nombramiento tendría un gran eco en la prensa.
– Eso no es necesariamente malo -dijo Lynley-. De hecho, yo diría que todo lo contrario. Ascender a un oficial femenino, de hecho a una policía de fuera de la Metropolitana… No veo que eso pudiera interpretarse de otra manera que como un paso positivo. Aseguraría buena prensa para la Metropolitana.
Algo que ellos necesitaban con urgencia. En los últimos años habían tenido que hacer frente a acusaciones de todo tipo, desde racismo institucionalizado hasta grave incompetencia, pasando por todo lo que uno pudiera imaginar. Una historia en la que no hubiese esqueletos en el armario de nadie sería bienvenida, de eso no cabía duda.
– En el caso de que sea un movimiento positivo -observó Hillier-. Lo que me lleva a la cuestión principal.
– Ah.
Hillier le miró fijamente al oír esa respuesta. Aparentemente decidió dejarla pasar.
– Ardery es una buena opción sobre el papel, y es buena según todos los informes verbales acerca de ella. Pero usted y yo sabemos muy bien que hay algo más que palabrería en el hecho de ser capaz de hacer bien este trabajo.
– Sí. Pero los puntos débiles siempre acaban por revelarse -dijo Lynley-. Tarde o temprano.
– Así es. Pero aquí la cuestión es que me han pedido que sea temprano, ¿me entiende? Y si voy a hacerlo, entonces también voy a hacerlo bien.
– Es comprensible -reconoció Lynley.
– Al parecer le ha pedido que trabaje con ella.
Lynley no preguntó cómo Hillier lo sabía. Ese hombre, generalmente, sabía todo lo que pasaba. No había alcanzado el cargo que ocupaba actualmente sin haber desarrollado un impresionante sistema de soplones.
– No estoy seguro de si yo lo llamaría «trabajar con ella» -respondió con cautela-. Ella me pidió que me uniera al equipo y la pusiera al corriente de algunas cosas para poder moverse más deprisa en el trabajo. Tiene una labor complicada por delante: no sólo es nueva en Londres, sino que es nueva en la Metropolitana y además le ha caído un caso de asesinato encima. Si puedo ayudar a que su transición sea rápida, lo haré con mucho gusto.
– O sea, que está comenzando a conocerla. Mejor que el resto, imagino. Eso me lleva al tema que quería tratar con usted. No puedo decirlo con delicadeza, de modo que no lo intentaré: si encuentra cualquier cosa acerca de ella que le llame la atención, quiero saber qué es. Y me refiero a cualquier cosa.
– La verdad, señor, no creo que yo sea la persona…
– Usted es exactamente la persona indicada. Ha estado en este trabajo, no quiere el puesto, está trabajando con ella, y tiene un ojo excelente para las personas. A lo largo de estos años hemos tenido nuestras diferencias…
«Por decirlo suavemente», pensó Lynley.
– … pero nunca he negado que raramente se ha equivocado acerca de alguien. Usted tiene interés (todos tenemos interés) en que este trabajo sea para alguien bueno, para la mejor persona que haya allí fuera, y usted sabrá en muy poco tiempo si ella es esa oficial de Policía. Lo que le estoy pidiendo es que me informe. Y, francamente, necesitaré detalles, porque lo último que necesitamos es una acusación de sexismo si ella finalmente no consigue el puesto.
– ¿Qué es exactamente lo que quiere que haga, señor? -Si Hillier iba a pedirle que espiase a Isabelle Ardery, entonces el subinspector jefe, decidió Lynley, tendría que decirlo claramente-. ¿Informes escritos? ¿Información constante? ¿Reuniones como ésta?
– Creo que lo sabe.
– De hecho yo…
En ese momento comenzó a sonar su móvil. Lo miró.
– Déjelo -dijo Hillier.
– Es Ardery -contestó Lynley. Aun así, esperó al seco asentimiento del subinspector para responder a la llamada.
– Tenemos una identificación positiva para el segundo retrato robot -dijo Ardery-. Es un violinista, Thomas. Su hermano le ha identificado.