Capítulo 21

Cuando Robbie Hastings llegó a los terrenos de Gordon Jossie, no estaba seguro de cuáles eran sus intenciones. Jossie le había mentido al decirle que quería continuar con Jemima, pero también -tal y como se demostró- sobre cuándo fue la última vez que la vio. La información le había llegado de Meredith Powell. De hecho, fue tras hablar con ella por teléfono cuando decidió ir hasta la casa de Jossie. Ella había acudido a la Policía de Lyndhurst; les había dado las pruebas que demostraban que Gordon había viajado a Londres la mañana de la muerte de Jemima. Pasó incluso aquella noche en un hotel, le explicó a Rob; algo que también le contó a la Policía.

– Pero, Rob, creo que hemos cometido un error -le había dicho. Pudo notar la ansiedad en su voz por teléfono.

– ¿Hemos?

La mitad de ese «hemos» resultó ser Gina Dickens. Junto a ella, Meredith se había presentado al comisario jefe Whiting -«porque quedamos, Rob, que no hablaríamos con nadie que no fuera un alto cargo»- y ahora estaban intentando averiguar el paradero de los dos detectives que habían llegado a New Forest de New Scotland Yard. Tenían algo de vital importancia que entregarles a esos detectives, le contaron, y, claro, él les preguntó de qué se trataba. Cuando lo supo, les preguntó si podía verlo. Cuando lo vio, lo puso en una carpeta de archivo y les preguntó de dónde había salido.

– Gina no quiso decírselo, Rob. Parecía que le tenía miedo. Más tarde me contó que él había estado en la propiedad de Gordon y que cuando se acercó a hablar con Gordon, no tenía ni idea de que era policía. No se lo dijo, tampoco Gordon. Me contó que se quedó helada cuando fue hacia su despacho y le vio, porque creyó que él debía saber quién era desde el principio. Así que ahora está a punto de volverse loca, porque si este tipo aparece por la propiedad y se lleva consigo las pruebas, entonces Gordon sabrá de dónde las ha sacado, porque ¿quién podría habérsela proporcionado sino Gina?

A medida que la información iba amontonándose, Robbie era incapaz de retenerlo todo. Billetes de tren, el recibo de un hotel, todo en manos de Gina Dickens, Gordon Jossie, el comisario jefe Whiting, New Scotland Yard… Y también estaba la no menos importante mentira de Gordon sobre la marcha de Jemima: le había dicho que tenía a otro en Londres o en algún lugar, que él había querido continuar con ella, y que ella le había abandonado, aunque, en realidad, él la había obligado a marcharse.

Meredith continuó explicándole que el comisario jefe Whiting se había quedado los billetes de tren y el recibo del hotel, pero cuando ella y Gina le dejaron, cuando ésta se dio cuenta de la conexión con Gordon Jossie, Meredith supo que él no iba a hablar con New Scotland Yard, pese a que no podía saber por qué.

– Y no sabemos dónde encontrarles -se lamentó Meredith-, a esos detectives, Rob. Ni siquiera he hablado aún con ellos, así que no sé quiénes son, no podría reconocerlos si los viera por la calle. ¿Por qué no han venido a hablar conmigo? Yo era su mejor amiga, su mejor amiga, Rob.

A Rob sólo le importaba un detalle. Y no era que el comisario jefe Whiting tuviera en sus manos posibles pruebas, como tampoco lo era el paradero de los detectives de Scotland Yard o por qué no habían hablado todavía con Meredith Powell. Lo que le importaba era que Gordon Jossie había estado en Londres.

Rob estuvo hablando con Meredith al salir de una reunión con los administradores de New Forest, que había tenido lugar, como siempre, en Queen House. Aunque el lugar no se encontraba muy lejos de la comisaría, donde trabajaba el comisario jefe, a Rob no se le pasó por la cabeza ir a preguntarle qué pensaba hacer con las pruebas que le habían dado Meredith y Gina Dickens. Sólo tenía un destino en mente. Puso en marcha el Land Rover para dirigirse hacia allí, con un chirrido de los neumáticos, y con Frank tambaleándose en el asiento de al lado.

Cuando se percató de que no había nadie en casa de Jossie, pues vio que no había vehículos aparcados en el terreno, Rob husmeó por los alrededores para ver si podía encontrar alguna prueba de su culpabilidad en los setos de flores. Miró a través de las ventanas y trató de abrir la puerta. Que estuviera cerrada en un lugar donde aparentemente nadie cierra las puertas le hizo sospechar lo peor.

Fue hacia el garaje y abrió la puerta. Se metió en el coche de su hermana, vio que las llaves estaban puestas, algo que le extrañó, pero la única explicación que se le ocurrió no tenía ningún sentido: que Jemima nunca había ido a Londres, que había sido asesinada y enterrada allí; por supuesto, eso no tenía sentido. Entonces vio que en la anilla de las llaves del coche habían otras. Pensó que debían de ser las de la casa. Robbie las cogió y corrió hacia la puerta principal.

No sabía qué era lo que estaba buscando. Sólo que tenía que hacer algo. Así que abrió los cajones de la cocina. Abrió la nevera. Miró dentro del horno. De allí fue al salón y miró debajo de los cojines y tras las sillas. Al no encontrar ninguna prueba, subió las escaleras. La ropa del armario estaba ordenada. Los bolsillos, vacíos. No había nada debajo de las camas. Las toallas del baño estaban húmedas. Un anillo de suciedad en la taza del retrete indicaba que el baño necesitaba una buena limpieza. Deseó que hubiera algo escondido en la cisterna, pero no encontró nada.

Frank empezó a ladrarle desde fuera. Entonces, otro perro comenzó también a ladrar. Robbie se acercó a una ventana desde donde vio dos cosas simultáneamente. La primera, que Gordon Jossie llegaba a casa junto a su golden retriever. La otra, que los ponis del prado estaban justo ahí: aún en el maldito prado, pese a que Rob hubiera jurado por Dios que su lugar era el bosque. ¿Qué demonios hacían allí todavía?

Los ladridos eran cada vez más frenéticos. Rob bajó las escaleras. Daba igual que hubiera cometido allanamiento. Había ido en busca de respuestas.

Frank ladraba como un loco; también el otro perro. Mientras salía de la casa, vio que, por alguna razón estúpida, Jossie había abierto la puerta del Land Rover, había sacado por la fuerza a Frank y estaba dentro del vehículo buscando algo, como si no supiera perfectamente quién era el maldito dueño.

El weimaraner aullaba. Rob pensó que el animal no aullaba al otro perro, sino a Jossie. Su rabia fue en aumento: si Frank aullaba era porque había sido golpeado, y nadie pegaba a su perro, ni tan siquiera Jossie, cuyas manos se posaban en todas partes y solamente traían la muerte.

El retriever ladraba porque Frank también lo hacía. Dos perros de la propiedad de más allá de la carretera se unieron a los ladridos, y el cacofónico espectáculo movilizó a los ponis campo adentro. Empezaron a trotar de un lado a otro de la cerca, agitando sus cabezas, relinchando.

– ¿Qué coño hacen? -preguntó Robbie.

Jossie salió del Land Rover y preguntó algo parecido a lo de Robbie, sin duda con más razón, al ver la puerta de la casa medio abierta e imaginar claramente lo que Rob había estado haciendo. Rob le ordenó a Frank que se quedara quieto, lo que sólo provocó que el perro se pusiera a ladrar aún más. Mandó al weimaraner entrar en el vehículo, pero en vez de ello, Frank fue hacia Jossie, con la intención de saltarle directamente al cuello.

Tess, ya está bien -dijo Jossie, y el animal dejó de ladrar.

Rob pensó en el poder y el control de ese hombre, y cómo esa necesidad podía estar en la raíz de lo que le había sucedido a Jemima. Entonces se acordó de los billetes de tren, del recibo del hotel, del viaje a Londres de Jossie y de sus mentiras. Se lanzó encima de él y le empujó hacia uno de los lados del Land Rover.

– Londres, cabronazo -dijo entre dientes.

– ¿Qué demonios…? -chilló Jossie.

– Ella no te dejó porque tuviera a otra persona. Quería casarse contigo, sólo Dios sabe por qué. -Le empujó violentamente contra el coche, con el brazo presionándole la garganta de tal manera que Jossie no podía defenderse. Con la otra mano, tiró al suelo las gafas de sol que llevaba puestas, porque quería de una vez verle los malditos ojos. El sombrero de Jossie también acabó en el suelo, una gorra de béisbol que le dejó una línea en la frente como si fuera la marca de Caín-. Pero tú no querías, ¿verdad? Tú no la querías. Primero la usaste, entonces la dejaste tirada, y después fuiste a por ella.

Jossie se zafó de Rob. Le costaba respirar. A Rob le pareció más fuerte de lo que aparentaba.

– ¿De qué estás hablando? ¿Usarla para qué, por el amor de Dios?

– Me imagino cómo fue todo, bastardo. -Le parecía tan obvio que se preguntaba en qué había estado pensando-. Querías este lugar, estos terrenos, ¿no?, y creíste que podría ayudarte, porque es parte de mi zona. La tierra con derechos comunes es difícil de conseguir. Y que yo ayudaría a Jemima, ¿verdad? Ahora todo encaja.

– Te estás volviendo loco. Lárgate de aquí.

Rob no se movió.

– Si no te vas de una vez de esta propiedad, tendré que… -dijo Jossie.

– ¿Qué? ¿Llamar a la Policía? No creo que lo hagas. Estuviste en Londres, Jossie, y ellos ya lo saben.

Esa frase le dejó helado. Se quedó parado, sin poder moverse. No dijo nada, pero Robbie sabía que su cabeza echaba humo.

Como Rob llevaba ventaja, decidió continuar pinchándole.

– Estabas en Londres el mismo día que ella fue asesinada. Tienen tus billetes de tren. ¿Qué te parece? Tienen el recibo del hotel, y me imagino que tu nombre está allí escrito, en letras grandes, ¿eh? ¿Cuánto crees que tardarán en venir para charlar un rato contigo? ¿Una hora? ¿Más? ¿Una tarde? ¿Un día?

Si Jossie pensó en mentir a estas alturas, su cara le traicionó. También su cuerpo, que flaqueó, sin fuerzas para continuar. Sabía que le tenían. Se agachó, cogió sus gafas de sol, las limpió con la camiseta, que estaba manchada de sudor y grasa del trabajo. Se puso las gafas en la cara, como si intentara esconder esa mirada desconfiada. Sin embargo, ya daba igual, porque Rob había visto en ellos lo que quería ver.

– Sí -dijo Robbie-. Fin del juego, Gordon. Y no pienses que puedes escapar, porque te seguiré hasta el Infierno, y si me veo obligado, te traeré de vuelta.

Jossie fue en busca de su gorra y la golpeó sobre sus vaqueros, pero no se la volvió a poner. Se había quitado la cazadora y la había dejado en un montón en el asiento del Land Rover. La agarró y dijo:

– Muy bien, Rob. -Su voz parecía tranquila, y Rob se fijó en que sus labios se habían puesto morados-. Muy bien -dijo de nuevo.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya sabes.

– Estuviste allí.

– Si estuve, cualquier cosa que diga dará igual.

– Has mentido desde el principio sobre Jemima.

– No he…

– Ella no fue a Londres detrás de alguien. Ella no te dejó por eso. No tenía a nadie más, en Londres o donde fuera. Sólo estabas tú, y tú eras a quien quería. Pero tú no la querías: compromiso, matrimonio, esas cosas… Así que la dejaste tirada.

Jossie miró hacia los ponis del prado.

– No fue así.

– ¿Estás negando que estuviste allí, tío? Los polis verán las cámaras de la estación de tren (en Sway en Londres), y ¿no saldrás en las grabaciones el día que ella murió? Llevarán tu foto a ese hotel, ¿crees que nadie recordará que estuviste allí esa noche?

– No tenía ningún motivo para matar a Jemima. -Gordon se humedeció los labios. Miró por encima de su hombro, de nuevo hacia el campo, como si buscara que alguien le salvara de esa confrontación-. ¿Por qué demonios querría que muriera?

– Ella había conocido a alguien cuando fue a Londres. Llegó a decirme eso. Y entonces te sentiste como el perro del hortelano, ¿no? No la querías, pero Dios, nadie iba a tenerla.

– No tenía ni idea de si se veía con otra persona. Y sigo sin tenerla. ¿Cómo podría haberlo sabido?

– Porque la seguías. La encontraste y hablasteis. Ella te lo habría dicho.

– Y si eso fue lo que sucedió, ¿por qué debería importarme? Yo también me estoy viendo con alguien. Tengo a otra persona. No la maté. Lo juro por Dios…

– No niegas que estuviste allí. En Londres.

– Quería hablar con ella, Rob. Durante meses había tratado de encontrarla. De repente, me llamaron por teléfono… Un tipo había visto las tarjetas que había colgado. Me dejó un mensaje en el que me decía dónde estaba Jemima, dónde trabajaba, en Covent Garden. La llamé (un estanco), pero no quería hablar conmigo. Me llamó varios días después y me dijo que sí, que de acuerdo, que estaba dispuesta a verme. Pero no en su lugar de trabajo, sino en otro sitio.

En el cementerio, pensó Rob. Pero lo que contaba Jossie no tenía sentido. Jemima estaba con otra persona. Jossie estaba con otra persona. ¿De qué iban a hablar entonces?

Rob caminó hacia la cerca, donde los ponis habían regresado para pastar. Se paró en la valla y los miró. Estaban muy bien cuidados, demasiado bien alimentados. Gordon no los ayudaba teniéndolos allí encerrados. Se suponía que debían estar buscando comida todo el año por sí mismos; formaban parte de una manada. Rob abrió la puerta de la valla y entró.

– ¿Qué estás haciendo?

– Mi trabajo. -Tras él, escuchó cómo Jossie le seguía hacia el prado-. ¿Por qué están aquí? -le preguntó-. Se supone que deberían estar en el bosque con el resto.

– Estaban cojos.

Rob se acercó a los ponis. Los tranquilizó suavemente. Detrás de él, Jossie cerró la puerta del cercado. A Rob no le costó ni un minuto ver que los ponis se encontraban bien, y pudo sentir que estaban inquietos, deseosos de estar allá fuera, con el resto de la manada.

– Ya no están cojos. Así que porque no…

Y entonces vio algo más raro, que varios ponis sanos estaban encerrados en una cerca en pleno mes de julio. Vio que sus colas habían sido cortadas. Pese a la longitud de su pelo, los ponis fueron marcados el pasado otoño, la señal en sus colas era reconocible, y lo que decía era que ninguno de esos animales pertenecía a la zona de New Forest. Los ponis estaban marcados, en efecto, y esa marca indicaba que provenían de la parte norte de Perambulation, cerca de Minstead, de unos terrenos al lado de Boldre Gardens.

– Estos ponis no son tuyos -dijo, innecesariamente-. ¿Qué demonios estás tramando?

Jossie no contestó nada.

Robbie esperó. Hubo un momento de impasse. Pensó que cualquier discusión con Jossie no iba a ir a ninguna parte. También pensó que no importaba. La Policía estaba detrás de él.

– Bien, entonces. Lo que tú quieras. Vendré mañana con un trailer para recogerlos. Necesitan regresar a donde pertenecen. Y tú necesitas dejar de echarle mano al ganado de los demás.


* * *

Al principio, Gordon intentó pensar que Robbie Hastings le estaba colando un farol. Si se equivocaba y no era así, sólo podía significar dos cosas. O que había confiado ciegamente en alguien y se había vuelto a equivocar, o que alguien había entrado en casa, había encontrado pruebas, pruebas que jamás hubiera imaginado que pudieran inculparle, y se las había llevado en el momento oportuno para presentárselas a la Policía, para ganar tiempo, justo en el momento en que podría hacerle más daño.

De las dos posibilidades, se quedó con la segunda, porque, aunque le hacía pensar que el final estaba cerca, al menos no significaba que alguien en quien confiaba le había traicionado. Si, por el contrario, había sucedido lo primero, pensó que no podría recuperarse del golpe.

Sabía que era más que probable que hubiera sido Gina la que había encontrado los billetes de tren y el recibo de hotel antes que esa Meredith Powell u otra persona a la que tampoco le caía bien hubiera entrado en casa, rebuscado en la basura y se los hubiera llevado sin que él lo supiera. Así que cuando Gina regresó a casa, él la estaba esperando.

Oyó su coche. Y lo siguiente resultó extraño: Gina paró el motor antes de llegar a la entrada y dejó el coche detrás de su camioneta. Cuando salió, cerró la puerta tan suavemente que apenas pudo oír el golpe. Como tampoco sus pasos en la gravilla o el de la puerta de atrás al abrirse.

No gritó su nombre como normalmente hacía al llegar. En vez de ello, subió las escaleras hacia su habitación y allí se pegó un susto de muerte cuando le vio por la ventana, con el sol detrás de él, apenas una silueta. Se recuperó rápido:

– Estás aquí -dijo, y le sonrió como si no hubiera nada raro.

Le hubiera gustado creer que ella no le había delatado a la Policía.

No dijo nada mientras intentaba ordenar lo que pasaba por su cabeza. Ella se cepilló el pelo, apartándose de la mejilla un mechón rebelde. Le llamó por su nombre. Como no le contestó, se le acercó y le preguntó:

– ¿Algo va mal, Gordon?

Algo. Todo. ¿Alguna vez llegó a pensar que las cosas irían bien? ¿Y por qué pensó eso? La sonrisa de una mujer, quizás, el tacto de su mano, suave y delicado contra su piel, su boca en la dulzura de sus pechos, sus manos en sus amplias nalgas y caderas… ¿Había sido tan idiota que el mero acto de tener una mujer podía de algún modo borrar todo lo que había pasado antes?

Se preguntó qué es lo que Gina sabía a estas alturas. El hecho de que estuviera allí le hizo pensar que no mucho, pero la posibilidad de que ella, probablemente, encontrara los billetes de tren, el recibo del hotel, y los escondiera hasta que pudiera usarlos para hacerle daño… ¿Y por qué no los había tirado en Sway, a su regreso? Esa era la pregunta. Si hubiera reparado en ello entonces, él y esa mujer no estarían de pie en esa habitación, bajo ese insufrible calor estival, mirándose con el peso del pecado de la traición en sus corazones, no sólo en el de ella.

No tiró los billetes en el andén de la estación y no se deshizo del recibo del hotel porque no pensó que le podría pasar algo a Jemima; no pensó que llevar encima esos pedazos de papel le inculparían, que Gina los encontraría y los guardaría, y que no le diría nada acerca de su mentira de que había ido a Holanda, que dejaría que él se fuera hundiendo y que no diría ni una palabra acerca de que sabía dónde había estado realmente, que no era en Holanda, que no había estado en una granja hablando sobre carrizos, que no había estado fuera del país, sino en el centro de un cementerio de Londres, tratando de quitarle a Jemima aquellas cosas que podía usar para destruirle si ella hubiera querido.

– Gordon, ¿por qué no me respondes? ¿Por qué me miras de esta manera?

– ¿De qué manera?

– Como si… -Se cepilló el pelo de nuevo, aunque esta vez no había ningún mechón fuera de lugar. Sus labios se curvaron, pero su sonrisa titubeó-. ¿Por qué no me respondes? ¿Por qué estás ahí parado? ¿Algo va mal?

– Fui a hablar con ella, Gina -dijo-. Es todo lo que hice.

Ella frunció el ceño.

– ¿Con quién?

– Necesitaba hablar con ella. Quedamos en vernos. No te lo dije porque no pensaba que fuera necesario. Todo había terminado entre nosotros, pero ella tenía una cosa que quería que me devolviera.

Gina, como si se estuviera dando cuenta de todo en ese momento, dijo:

– ¿Viste a Jemima? ¿Cuándo?

– No hagas como si no lo hubieras sospechado. Rob Hastings estuvo aquí.

– Gordon, no entiendo cómo… ¿Rob Hastings? -Se rió levemente, pero sin gracia-. ¿Sabes?, me estás asustando. Suenas…, no sé…, ¿violento? ¿Te ha dicho Rob Hastings algo sobre mí? ¿Ha hecho algo? ¿Habéis discutido?

– Me ha contado lo de los billetes de tren y el recibo del hotel.

– ¿Qué billetes de tren? ¿Qué recibo?

– Los que encontraste. Los que le diste.

Ella movió su mano hacia arriba y situó las puntas de sus dedos entre los pechos.

– Gordon, de verdad. Eres… ¿De qué estás hablando? ¿Te ha contado Rob Hastings que le di algo, algo tuyo?

– Los polis -dijo.

– ¿Qué pasa con ellos?

– Les diste los billetes de tren y el recibo del hotel. Si me hubieras preguntado por ello, te hubiera contado la verdad. No lo hice antes porque no quería que te preocuparas. No quería que pensaras que todavía podría haber algo entre nosotros, porque no lo había.

Los ojos de Gina -grandes, azules, más bellos que el cielo del norte- le miraban mientras su cabeza se inclinaba hacia un lado.

– ¿De qué me estás hablando? ¿Qué billetes? ¿Qué recibo? ¿Qué dice Rob Hastings que hice?

Gordon no pretendía acusar a Gina de nada, por supuesto. Pero le pareció que, a menos que alguien hubiera revuelto clandestinamente en su basura, sólo Gina podía haber conseguido coger esos papeles.

– Rob me ha contado que la Policía en Lyndhurst tiene pruebas de que estuve en Londres ese día. El día que ella murió.

– Pero tú no estabas allí. -La voz de Gina sonó perfectamente razonable-. Estabas en Holanda. Fuiste a ver unos carrizos porque esos de Turquía son una basura. No te quedaste los billetes de Holanda, así que lo que tuviste que decir es que trabajaste todo el día. Y Cliff se lo contó a la Policía (ese hombre y esa mujer de Scotland Yard), que estuviste trabajando. Lo hiciste porque sabías que ellos pensarían que mentías, si no les enseñabas esos billetes. Y eso es lo que sucedió.

– No. Lo que pasó es que fui a Londres. Lo que pasó es que quedé con Jemima en el lugar donde murió. El día que murió.

– ¡No digas eso!

– Es la verdad. Pero cuando la dejé, estaba viva. Estaba sentada en un banco de piedra en el borde de un claro donde hay una antigua capilla, y estaba viva. No conseguí de ella lo que quería, pero no le hice daño. Volví a casa al día siguiente para que pensaras que había ido a Holanda, y tiré esos billetes en el cubo de la basura. Donde los encontraste.

– No -contestó-. Para nada. Y si los hubiera encontrado y me hubieran hecho sentir confusa, lo habría hablado contigo. Te habría preguntado por qué me mentiste. Ya lo sabes, Gordon.

– Entonces, cómo ha podido la Policía…

– ¿Rob Hastings te ha dicho que ellos tiene los billetes? -No esperó a la respuesta-. Entonces Rob Hastings está mintiendo. Quiere culparte. Quiere… No lo sé… hacer alguna locura para que la Policía piense… Cielos, Gordon, él pudo haber revuelto en la basura, encontrar esos billetes y llevárselos a la Policía. O quizás aún los tenga en su poder, y espere el momento para utilizarlos en tu contra. O si no los tiene él, otra persona a la que tampoco le gustes. Pero ¿por qué iba a hacer yo nada con los billetes antes de hablar contigo sobre ellos? ¿Crees que tengo la menor razón para hacer algo que pueda causarte problemas? Mírame, ¿la tengo?

– Si pensaras que le hubiera hecho daño a Jemima…

– ¿Por qué iba a pensar eso? Ya habíais terminado vuestra relación, tú y Jemima. Me lo dijiste y te creí.

– Era verdad.

– ¿Entonces?

No dijo nada.

Ella se le acercó. Pudo adivinar que vacilaba, como si él fuera un animal ansioso necesitado de calma. Y ella estaba igual de ansiosa, podía notarlo. Lo que no podía sentir era la raíz de su ansiedad: ¿su paranoia? ¿Sus acusaciones? ¿Su culpa? ¿Y por qué esa desesperación? Él sabía con certeza qué es lo que tenía que perder. Pero ¿qué tenía ella que perder?

Gina pareció haber escuchado esa pregunta cuando le dijo:

– Hay muy pocas personas que tienen algo bueno entre sí. ¿No te das cuenta?

No respondió, pero se sintió obligado a mirarla, justo a los ojos, y ese acto impulsivo le hizo desviar la mirada hacia otro lugar, hacia la ventana. Miró a través del cristal. Pudo ver la cerca, y dentro, los ponis.

– Dijiste que les tenías miedo. Pero entraste. Estuviste dentro con ellos. Así que no les tenías miedo, ¿verdad? Porque si lo hubieras tenido, no hubieras entrado porque sí.

– ¿Los caballos? Gordon, traté de explicarte…

– Habrías esperado a que los hubiera llevado al bosque. Sabías que lo haría, finalmente. Que lo debería haber hecho. Entonces hubiera sido seguro del todo entrar, pero entonces no hubieras tenido una razón, ¿verdad?

– Gordon. Gordon. -Ella estaba ahora a su lado-. Escucha lo que dices. No tiene sentido.

Como un animal, él podía olerla, de lo cerca que estaba. El olor era débil, pero era una combinación del perfume que llevaba, un ligero deje de sudor y algo más. Pensó que podía ser miedo. Del mismo modo, pensó que podía ser por el descubrimiento. El descubrimiento de ella o el suyo, no lo sabía, pero estaba allí y era real. Feroz.

El vello de sus brazos se erizó, como si notara el peligro cerca, y en realidad lo estaba. Él siempre había estado en peligro y eso era tan raro que en ese momento sólo quería reír como un loco mientras se daba cuenta del simple hecho de que todo iba al revés en su vida: podía esconderse pero no podía huir.

– ¿De qué me estás acusando? ¿Por qué me estás acusando de algo? Actúas como… -Dudó, no porque buscara la palabra adecuada, sino más como si supiera muy bien a qué se refería él y la última cosa que quería era decirlo.

– ¿Quieres que me arresten, ¿no? -Permanecía quieto, mirando a los ponis. Le pareció que en ellos estaban las respuestas-. Quieres que tenga problemas.

– ¿Por qué querría eso? Mírame. Por favor, gírate. Mírame, Gordon.

Sintió su mano en el hombro. Se estremeció. Ella la retiró. Dijo su nombre.

– Ella estaba viva cuando la dejé. Estaba sentada en ese banco de piedra en el cementerio. Estaba viva. Lo juro.

– Por supuesto que estaba viva -murmuró Gina-. No tenías ninguna razón para hacer daño a Jemima.

Los ponis afuera trotaban por toda la cerca, como si supieran que llegaba el momento de ser liberados.

– Pero nadie se lo creerá -dijo, más a sí mismo que a ella. -Él, sobre todo él, no lo creerá, ahora que tiene esos billetes y el recibo.

«Volverá», pensó, desolado. Una vez y otra. Todo el rato hasta que se acabara el tiempo.

– Entonces sólo tienes que decir la verdad. -Le tocó de nuevo, la nuca esta vez, rozando sus dedos ligeramente por el cabello-. ¿Por qué no dijiste desde el principio la verdad?

Ésa era la cuestión, ¿no? pensó con un poco de amargura. Decir la verdad y al Infierno las consecuencias, incluso cuando las consecuencias podían significar estar muerto. O peor que la muerte, porque al menos la muerte pondría un final a lo que él tenía que soportar en vida.

– ¿Por qué no me lo contaste? -le dijo, muy cerca de él-. Sabes que puedes hablar conmigo, Gordon. Nada de lo que me cuentes podrá cambiar lo que siento por ti.

Notó entonces su mejilla en su espalda y sus brazos sobre él, sus reconocibles manos. Primero estaban en su cadera. Luego sus brazos le rodearon y sus suaves manos fueron a su pecho.

– Gordon, Gordon -le dijo, y entonces sus manos descendieron, primero a su estómago y luego, suavemente, entre sus muslos, acariciándole, alcanzándole-. Yo jamás -murmuró-, yo jamás, en la vida, cariño…

Él sintió el calor, la presión y cómo la sangre aumentaba. Era un sitio estupendo para ir, tan bueno que siempre que estaba allí, nada se inmiscuía en sus pensamientos. «Así pues, que pase, que pase, deja que pase», pensó. Acaso no se merecía…

Se la sacó de encima con un grito y se giró para mirarle a la cara.

Ella parpadeó.

– ¿Gordon?

– ¡No!

– ¿Por qué? Gordon, muy poca gente…

– Déjame en paz. Ya me doy cuenta. Eres tú la que…

– ¿Gordon? ¡Gordon!

– No te quiero aquí. Quiero que te vayas. Lárgate, maldita. Vete al Infierno.


* * *

Meredith iba de camino a buscarla cuando el teléfono sonó. Era Gina. Estaba sollozando, incapaz de tomar el suficiente aire como para que se la entendiera. Todo lo que Meredith pudo adivinar es que algo había pasado entre Gina y Gordon Jossie tras la visita de ambas a la comisaría de Lyndhurst. Por un momento, Meredith pensó que el comisario jefe Whiting se había presentado en las propiedades de Gordon con las pruebas que le habían dado, pero no parecía que ése fuera el caso, y si lo era, Gina no lo dijo. Lo que sí contó es que Gordon había descubierto de algún modo que los billetes de tren y el recibo del hotel estaban en manos de la Policía y que estaba terriblemente enfadado por ello. Gina había huido de la propiedad de Gordon y ahora estaba escondida en su cuarto de encima del salón de té Mad Hatter.

– Estoy tan asustada -lloró-. Él sabe que soy yo. No sé qué puede hacer. Intenté aparentar… Me acusó… ¿Qué podía decirle? No supe cómo hacerle creer que… Tengo tanto miedo. No puedo quedarme aquí. Él sabe donde… -Sollozó de nuevo-. Nunca debí… Él no le habría hecho daño. Pero creo que debería explicarle a la Policía lo que pasó…, porque si encuentran que…

– Iré enseguida -interrumpió Meredith-. Si llama a la puerta, llame a la Policía.

– ¿Dónde está?

– En Ringwood.

– Pero le llevará… Vendrá a por mí, Meredith. Estaba tan enfadado.

– Vaya a una de las salas entonces. No irá a por usted allí. No en público. Grite como una loca si tiene que hacerlo.

– No debí haber…

– ¿Qué? ¿No debería haber ido a la Policía? ¿Qué otra cosa se supone que podía hacer?

– Pero ¿cómo sabe que tienen esos billetes? ¿Cómo ha podido saberlo? ¿Usted se lo dijo a alguien?

Meredith vaciló. No quería confesar que se lo había contado a Robbie Hastings. Cogió el camino en busca del coche y dijo:

– Ese tipo, Whiting. Seguro que ha ido a verle con preguntas después de darle las cosas. Pero esto es bueno, Gina. Es lo que queríamos que sucediera. ¿No lo ve?

– Sabía que él se enteraría. Por eso quería que fueras tú la que…

– Todo irá bien. -Meredith colgó el teléfono.

Estaba algo lejos de Lyndhurst, pero la autovía hacia Ringwood iba a ayudarla. Sus nervios le pidieron que pusiera la cinta de autoayuda. La escuchó mientras conducía, repitiendo las frases febrilmente:


Te quiero, te deseo, eres especial para mí, te veo y te escucho, no es lo que haces, sino quién eres lo que quiero, te quiero, te deseo, eres especial para mí, te veo y te escucho, no es lo que haces, sino quién eres lo que quiero.


Y más:


Yo soy suficiente, yo soy suficiente, yo soy suficiente, yo soy suficiente.


Y cuando parecía que eso no iba a ser suficiente:


Soy una criatura de Dios, amada por Él, soy una criatura de Dios, amada por El.


Llegó a Lyndhurst veinte minutos después. Se sentía ligeramente tranquila. Dejó el coche en el Museo de New Forest y corrió por todo el aparcamiento hacia High Street, donde un atasco que iba de los semáforos a Roomsey Road le permitió cruzar fácilmente entre los vehículos.

Gina no estaba en la sala. El salón ya estaba cerrado, pero la propietaria estaba dentro limpiando, así que Meredith imaginó que Gina quiso sentarse, esperar dentro, completamente a salvo. Lo que significaba, concluyó, que Gina se había calmado.

Subió las escaleras. Arriba reinaba el silencio, sólo se oían algunos ruidos de High Street, que se colaban por la puerta principal. Como antes, dentro del edificio hacía más calor que en el mismo Infierno. Meredith sintió que el sudor corría por su espalda. Se debía en parte al calor, pero también era el miedo lo que le hacía sudar. ¿Y si él ya estaba allí? ¿En la habitación? ¿Con Gina? Podría haberla seguido a ella de camino a Lyndhurst, listo para mostrar su peor cara.

Meredith iba a llamar a la puerta cuando, de repente, ésta se abrió de golpe. Gina presentaba un aspecto inesperado. Su cara estaba hinchada y roja. La parte de arriba de su brazo estaba cubierta con una toallita, y la manga de la camisa que vestía estaba rota.

– ¡Oh, Dios mío! -gritó Meredith.

– Estaba enfadado. No quería…

– ¿Qué es lo que ha hecho?

Gina fue hacia la pila del lavabo, donde, Meredith vio que habían varios cubitos de hielo. Los colocó en la toalla y la enrolló. Cuando acabó de hacerlo, Meredith vio una espantosa marca roja en su brazo. Tenía el tamaño de un puño.

– Vamos a llamar a la Policía. Esto es una agresión. La Policía tiene que saberlo.

– Nunca debí haber acudido a ellos. Él no me habría hecho daño. No es de esa manera. Debería haberlo sabido.

– ¿Está loca? ¡Mire lo que le ha hecho! Debemos…

– Ya hemos hecho suficiente. Está asustado. Reconoce haber estado allí. Y después ella murió.

– ¿Lo ha reconocido? Debe decírselo a la Policía. Esos detectives de Scotland Yard, ¿dónde demonios estarán?

– No que la mató. Eso nunca. Ha reconocido que la vio, que tuvieron una cita. Me dijo que tenía que saber por sí mismo que todo se había acabado entre ellos, antes de que nosotros pudiéramos… -Se puso a llorar. Se llevó la toalla al brazo y soltó un jadeo cuando le tocó la herida.

– Hay que llevarla a Urgencias. Eso puede ser una herida seria.

– No es nada. Un morado, ya está. -Miró su brazo. Sus labios temblaron-. Me lo merezco.

– ¡Es una locura! Eso es lo que siempre dicen las mujeres maltratadas.

– No le creí. ¿Y no creerle y después traicionarle cuando podía haberle preguntado, cuando lo único que hizo fue hablar con ella para asegurarse de que su historia había terminado, y así él y yo podríamos…? Ahora él me odia. Le traicioné.

– No hable de esa manera. Si alguien ha traicionado a alguien aquí, no es usted. ¿Por qué iba a creerle? Dice que fue para asegurarse de que todo se había acabado entre ellos, pero ¿qué otra cosa iba a decir? ¿Qué otra cosa puede decir ahora que sabe que la Policía tiene las pruebas que necesita? Está metido en un lío y está huyendo, asustado. Y se va a cargar a quien se cruce en su camino.

– No puedo creerme eso de él. Es ese policía, Meredith. El comisario jefe al que vimos.

– ¿Cree que mató a Jemima?

– Se lo dije antes: ha ido a ver a Gordon. Hay algo entre ellos. Algo turbio.

– ¿Crees que tiene que ver con Jemima? -preguntó Meredith-. ¿Que Jemima estaba entre ellos? ¿Que la mataron juntos?

– No, no. Oh, no tengo ni idea. No había pensado en él, en sus anteriores visitas a Gordon, pero cuando hoy hemos entrado en su despacho y me he dado cuenta de quién era realmente… Quiero decir, que es un poli, que es alguien importante… Cuando venía a casa, nunca dijo que era un poli. Y Gordon tampoco. Pero él debía de saberlo, ¿no?

Meredith finalmente se dio cuenta de que todo encajaba. Es más, vio que ella y Gina se habían expuesto a un peligro mayúsculo. Porque si Gordon Jossie y el comisario jefe estaban juntos metidos en algo, ella y Gina le habían proporcionado parte de las pruebas que Whiting necesitaba para destruirlas. Pero no sólo necesitaba destruir los billetes y el recibo del hotel, ¿verdad? También a las personas que sabían de su existencia.

Podría reconocer a Gina, obviamente. Pero no sabía quién era Meredith, y ella no pensó en si le había dado su verdadero nombre. Así que estaba a salvo, por ahora. Ella y Gina podrían… ¿O sí le había dado su nombre? ¿Dijo su nombre? ¿Se presentó…, mostró su identificación… o algo? ¿No es lo que uno siempre hace? No, no. No lo había hecho. Simplemente fueron a su despacho, le dieron las pruebas, hablaron con él, y… Dios, Dios, no podía recordarlo. ¿Por qué demonios no podía recordarlo? Porque estaba metida en un lío, pensó. Estaban pasando demasiadas cosas. Se estaba confundiendo. Estaba Gina, con su ataque de pánico, estaban las pruebas, estaba la rabia de Gordon y probablemente debía haber algo más, pero no podía recordarlo.

– Tenemos que salir de aquí. La llevo a casa.

– Pero…

– Vamos. No puede quedarse aquí, ni yo tampoco.

Ayudó a Gina a recoger sus cosas, que no eran muchas. Las metieron en una mochila y se pusieron en marcha. Gina seguiría a Meredith en su coche mientras iban hacia Cadnam. Parecía el sitio más seguro. Tendrían que compartir habitación y cama, y ponerse de acuerdo en la historia que les contarían a los padres de Meredith. De camino, tuvo el tiempo suficiente para inventarse una. Cuando tomó la carretera que llevaba a casa de sus padres, le contó a Gina que dijera que habían precintado las habitaciones de alquiler de la Mad Hatter Tea Rooms a causa de un escape de gas. Con tan poco tiempo de reacción, era lo mejor que se le pudo ocurrir.

– Acaba de empezar a trabajar en Gerber & Hudson como recepcionista, ¿de acuerdo?

Gina asintió, pero parecía asustada, como si los padres de Meredith fueran a telefonear a Gordon Jossie y decirle su paradero si llegaba a equivocarse en alguna parte de la historia que acababan de inventar.

Se relajó un poco en cuanto Cammie salió de la casa trotando y gritando:

– ¡Mamá, mamá! -La pequeña se arrojó a las faldas de Meredith y rodeó con fuerza sus piernas-. La abuela quiere saber dónde has estado, mami. -Entonces le dijo a Gina-: Mi nombre es Cammie. ¿Cuál es el tuyo?

Gina sonrió y Meredith pudo ver que se le distendían los hombros, como si la tensión se escapara de ellos.

– Soy Gina.

– Tengo cinco años -le dijo Cammie, mostrándole a la vez su edad con los dedos de la mano, mientras Meredith se la subía a la cadera-. Cumpliré seis el año que viene, pero para eso falta mucho, porque acabo de cumplir cinco en mayo. Hicimos una fiesta. ¿Tú celebras tu cumpleaños con una fiesta?

– Hace mucho que no.

– Eso es malo. Las fiestas de cumpleaños son maravillosas, sobre todo si hay pastel.

Y entonces, como siempre sucedía, Cammie comenzó otra conversación.

– Mami, la abuela está enfadada porque no la llamaste para avisarle de que llegarías tarde. Deberías haberla llamado.

– Me disculparé. -Meredith besó a su hija con tanto ruido como pudo, tal y como le gustaba a Cammie. La dejó en el suelo-. ¿Puedes correr dentro y decirle que tenemos compañía, Cam?

Si Janet Powell se había enfadado, cualquier tipo de rencor que pudiera sentir se disipó cuando Meredith hizo pasar a Gina dentro de la casa. Sus padres eran más que hospitalarios. En cuanto Meredith les contó la falsa historia del escape de gas en el Mad Hatter Tea Rooms, no hubo más que decir.

– Terrible, terrible, cariño -murmuró Janet, y le dio una palmadita a Gina en la espalda-. Bueno, no podemos dejar que te quedes allí, ¿verdad? Siéntate y deja que te prepare un buen plato de ensalada de jamón. Cammie, lleva la mochila de Gina a la habitación de mami y ponle toallas limpias en el baño. Y pregúntale a tu abuelo si limpiará la bañera.

Cammie se fue correteando a hacer todas esas cosas, chillando que incluso le dejaría a Gina usar sus toallitas de conejitos y gritó:

– ¡Abuelo! Tenemos que limpiar la bañera, tú y yo.

Gina se sentó a la mesa.

Meredith ayudó a su madre a hacer la ensalada de jamón. Ni ella ni Gina tenían hambre -¿cómo podían tener hambre después de todo lo que había sucedido?-, pero ambas hicieron un esfuerzo.

Como si algo en el lenguaje no verbal dijera que, si no lo hacían, levantarían más sospechas. Y lo último que necesitaban eran más sospechas.

Gina siguió la corriente de la historia del escape de gas con facilidad. Meredith pensó que de haber estado en su lugar no hubiera podido controlarlo. De hecho, enseguida comenzó a charlar con Janet Powell sobre su vida, su matrimonio con el padre de Meredith, la maternidad y el ser abuela. Meredith pudo ver que su madre estaba absolutamente seducida.

La tarde discurrió plácidamente. Al anochecer, Meredith se sentía más relajada. Ambas estaban a salvo, por ahora. Al día siguiente ya tendrían tiempo para pensar en el próximo paso que debían dar.

Empezó a ver que se había equivocado con Gina Dickens. No era más que una víctima, del mismo modo que Jemima lo había sido. Cada una había cometido el mismo error: por alguna razón que se le escapaba, las dos se habían enamorado de Gordon Jossie, y Gordon Jossie las había engañado.

No acertaba a comprender porqué dos mujeres inteligentes no habían podido ver a Gordon por lo que tan obviamente era, pero tenía que admitir que su desconfianza hacia los hombres no era algo que compartiera con las otras mujeres. Además, la gente aprende de sus propias experiencias con el sexo opuesto; no por lo que cuentan los demás sobre sus relaciones fallidas.

Éste había sido el caso de Jemima, y era indudablemente el de Gina. Ahora estaba aprendiendo, cierto, aunque parecía que no quería creer lo que sucedía.

– Aún pienso que no le hizo daño -dijo Gina en voz baja cuando estuvieron a solas en la habitación de Meredith. Y antes de que Meredith pudiera lanzar algún comentario ácido al respecto, añadió-: De todas maneras, gracias. Es usted una amiga de verdad, Meredith. Y su madre es encantadora. Y Cammie. Y su padre. Tiene mucha suerte.

Meredith pensó en ello.

– Durante mucho tiempo, no me lo parecía.

Le contó a Gina lo del padre de Cammie. Le contó toda la horrible historia.

– Cuando me negué a abortar, todo terminó. Él me amenazó con que tendría que probar ante el juez que él era el padre, pero a esas alturas ya me daba igual.

– ¿No le ayuda en nada? ¿No le pasa dinero a la niña?

– Si me enviara un cheque, lo quemaría. Tal y como yo lo veo, es él quien sale perdiendo. Yo tengo a Cammie y él jamás la conocerá.

– Y ella, ¿qué es lo que piensa de su padre?

– Sabe que hay niños que tienen padre y otros que no. Creímos en su momento, mi madre, mi padre y yo, que si no hacíamos una tragedia de ello, no lo vería de esa manera.

– Pero debe hacer preguntas al respecto.

– A veces. Pero al final está más interesada en ir a ver a las nutrias al zoológico, así que no tenemos muchas ocasiones para hablar del tema. En su momento, le contaré alguna versión de lo que pasó, cuando sea algo mayor.

Meredith se encogió de hombros y Gina le apretó la mano. Estaban sentadas en el borde de la cama, bajo la tenue luz de la lamparita de la mesa de noche. Menos por sus susurros, la casa estaba en completo silencio.

– Creo que sabes que hiciste lo correcto, pero no ha sido fácil, ¿verdad?

Meredith negó con la cabeza. Agradecía esa comprensión, porque sabía que a ojos de los demás todo aquello parecía que hubiera sido fácil para ella. Nunca había hablado del tema de esa manera. Después de todo, vivía con sus padres, que querían a Cammie. La madre de Meredith cuidaba a la niña mientras Meredith estaba en el trabajo. ¿Qué podía ser más fácil? Se le ocurrían muchas otras cosas, por supuesto, y en el primer puesto de esa lista estaba ser soltera, libre, poder estudiar la carrera en Londres, que tuvo que dejar. Todo eso se había ido, pero no lo había olvidado.

Meredith parpadeó rápido cuando se dio cuenta de todo lo que había pasado desde que no tenía una amiga de verdad, alguien de su edad.

– Ya -le dijo a Gina, y le vino a la cabeza lo que la amistad significa: contarse confidencias, no guardarse secretos. Y era necesario compartir esas cosas.

– Gina -dijo, e inspiró profundamente-. Tengo algo que es tuyo.

Gina la miró extrañada.

– ¿Mío? ¿El qué?

Meredith fue a por su bolsa, que estaba encima de la cómoda. Vació lo que había dentro al lado de Gina y rebuscó entre las cosas hasta que encontró lo que andaba buscando: el pequeño paquete que cogió de detrás del lavabo de Gina, en su habitación. Lo sujetó en su palma y se lo enseñó.

– Entré en tu habitación. -Sintió como su cara se ponía roja-. Estaba buscando algo que me dijera… -Meredith pensó sobre ello. ¿Qué había estado buscando? No lo supo entonces, y no lo sabía ahora-. No sé qué es lo que estaba buscando, pero esto es lo que encontré, y lo cogí. Lo siento. Sé que hice algo horrible.

Gina miró el pequeño paquete envuelto en papel, pero no lo cogió. Sus arqueadas cejas se juntaron.

– ¿Qué es esto?

Meredith no había tenido ni un minuto para pensar que lo que había encontrado podría no pertenecer a Gina. Lo había descubierto en su cuarto, por lo tanto dedujo que era suyo. Lo recogió de su mano y lo desenrolló hasta que apareció algo dorado de forma circular. De nuevo, lo sujetó y se lo enseñó a Gina. La chica lo cogió y lo aguantó en la palma de su mano.

– ¿Crees que es de verdad, Meredith?

– ¿De verdad?

– De oro. -Gina se quedó mirándolo de cerca-. Es oro, ¿no? Mira qué gastado está. Parece tener la forma de una cabeza. Y tiene unas letras grabadas en él. -Lo miraron con detenimiento-. Creo que es una moneda. Como una medalla, una especie de trofeo. ¿Tienes una lupa?

Meredith se acordó de que su madre usaba una pequeña para introducir el hilo de su máquina de coser. Fue a buscarla y volvió con ella. Gina miró a través de ella para averiguar qué estaba dibujado en el anillo.

– La cabeza de un tipo, bien. Lleva puesta una de esas coronas antiguas.

– ¿Como la que un rey llevaría en una batalla, sobre su armadura?

Gina asintió.

– También hay palabras grabadas, pero no consigo entender lo que pone. No parece que sea inglés.

Meredith pensó. Una moneda o una medalla, presumiblemente de oro, un rey, palabras en un idioma extranjero. Pensó también en dónde vivían, en New Forest, un sitio que tiempo atrás era zona de caza de Guillermo, el Conquistador. No hablaba inglés. Nadie en la corte hablaba entonces inglés. Su idioma era el francés.

– ¿Es francés? -preguntó.

– No estoy segura. Échale un vistazo. No es fácil leer lo que pone.

No lo era. Las letras estaban muy borrosas por el tiempo y el uso. Era ilegible, como cualquier moneda que pasase de mano en mano.

– Espero que tenga algún valor -dijo Gina-. Sólo porque es de oro, si es que es de oro de verdad. Supongo que puede ser de cualquier otro material.

– ¿De qué? -dijo Meredith.

– No sé. ¿Latón? ¿Bronce?

– ¿Por qué iba a esconder nadie una moneda de latón? ¿O de bronce? Debe de ser de oro. -Levantó la cabeza-. La única pregunta es que si no es tuya…

– ¿Sinceramente? No la había visto en mi vida.

– Entonces, ¿cómo acabó en tu habitación?

– La verdad, Meredith, si entraste en mi habitación tan fácilmente…

– Otra persona pudo haber hecho lo mismo. Y dejar la moneda detrás del lavamanos.

– ¿Ahí la encontraste? -Gina parecía tranquila, reflexionando sobre el asunto-. Bueno, o bien quien tenía alquilada la habitación antes escondió la moneda, se marchó corriendo y se olvidó de ella… o bien alguien la puso allí mientras yo ocupaba la habitación.

– Tenemos que averiguar quién ha sido -dijo Meredith.

– Estoy de acuerdo.

Загрузка...