Capítulo 30

Gordon no había llamado al detective de Scotland Yard cuando Gina volvió a casa la noche anterior. En su lugar quería observarla. Tenía que saber exactamente qué estaba haciendo aquí en Hampshire. Tenía que saber qué sabía.

Él era terrible fingiendo, pero era inevitable. Ella se dio cuenta de que algo iba mal cuando llegó a la propiedad y le encontró sentado frente a la mesa del jardín, en la oscuridad. Gina llegaba muy tarde y Gordon estaba agradecido por ello. Dejó que ella pensara que la razón de su silencio y su manera de observarla era la hora de su regreso.

La chica dijo que se había liado con una serie de cosas, pero su explicación fue vaga cuando trató de explicar qué eran esas cosas.

Había perdido la noción del tiempo, dijo ella, y allí estaba, en una reunión con un trabajador social de Winchester y otro de Southampton, y que había unas muy, muy buenas posibilidades de que el programa especial para chicas inmigrantes, la financiación podía ser desviada para usarse… Y siguió hablando. Gordon se preguntó cómo no había visto antes la facilidad con la que le salían las palabras a Gina.

Pasaron el resto de la velada y después fueron a la cama. Ella se puso en la posición de la cuchara a su lado, en la oscuridad, y sus caderas se movieron rítmicamente contra su culo. Él tenía que girarse y tomarla, y así lo hizo. Copularon en un silencio furioso que se suponía que era deseo salvaje. Acabaron cubiertos de sudor.

– Maravilloso, cariño -murmuró ella, y la meció hasta que ella cayó dormida. Él seguía despierto, y su desesperación creció. Su única preocupación era qué camino tomar.

Por la mañana ella estaba disipada, como solía estarlo a menudo, sus párpados se abrían en aleteo, su lenta y amplia sonrisa, su estiramiento de extremidades, el baile de su cuerpo mientras se deslizaba por debajo de la sábana para buscarle con su boca.

Él se apartó bruscamente. Saltó de la cama. No se duchó, se vistió con la ropa del día anterior y bajó a la cocina, donde se hizo un café. Ella se reunió con él.

La chica vaciló en el umbral de la puerta. Gordon estaba cerca de la mesa, debajo del estante en el que Jemima había desplegado toda una hilera de ponis de plástico, una representación menor de una de sus muchas colecciones de artículos de los que no podía deshacerse. No recordaba ahora dónde los había puesto y eso le preocupaba. Su memoria no le daba generalmente problemas. Gina ladeó su cabeza hacia él; su expresión era suave.

– Estás preocupado por algo. ¿Qué ha pasado?

Él negó con la cabeza. No estaba listo todavía. Hablarlo no era la parte complicada para él. Era escuchar lo que no quería afrontar.

– No has dormido, ¿verdad? -le preguntó ella-. ¿Qué pasa? ¿Me lo vas a contar? ¿Es otra vez ese hombre…? -Ella señaló el exterior.

La entrada a la propiedad se veía desde la ventana de la cocina, así que él supuso que estaba hablando de Whiting y preguntándose si habría habido otra visita suya mientras ella no estaba en casa. No hubo ninguna, pero Gordon sabía que la habría. Whiting no había logrado todavía lo que quería.

Gina fue a la nevera. Se sirvió un zumo de naranja. Llevaba una bata de lino, iba desnuda bajo ella, y la luz de la mañana hizo de su cuerpo una voluptuosa silueta. Era, pensó, toda una mujer. Conocía el poder de lo sensual. Sabía que cuando se trataba de hombres, lo sensual siempre abrumaba a lo sensible. Se quedó quieta en el fregadero, mirando por la ventana. Dijo algo sobre la mañana. No era todavía calurosa, pero iba a serlo. Quería saber si era más difícil trabajar con los carrizos en días tan calurosos. No pareció que le molestara cuando él no respondió. Se inclinó hacia delante como si algo en el exterior hubiera llamado su atención.

– Puedo ayudarte a limpiar el resto del prado ahora que no hay caballos -dijo.

Caballos. Él se preguntó por primera vez por aquella palabra, por el hecho de que ella los llamara «caballos» en lugar de lo que en realidad eran, es decir, ponis. Les llamó caballos desde el principio, y él no la había corregido porque… ¿Por qué? ¿Qué había representado ella? ¿Por qué no se había preguntado acerca de todas las cosas que había dicho y que le indicaban que algo iba mal?

– Estoy encantada de hacerlo. Me vendrá bien el ejercicio y, de todos modos, no tengo nada que hacer hoy. Piensan que les va a llevar una semana o así, hasta que llegue el dinero, menos tiempo si tengo suerte.

– ¿Qué dinero?

– Para el programa. -Se giró y le miró-. ¿Lo has olvidado ya? Te lo dije anoche, Gordon. ¿Qué pasa?

– ¿Te refieres a la parte oeste del prado? -le preguntó a ella.

Gina pareció desconcertada antes de que, al parecer, se diera cuenta de cómo zigzagueaban sus pensamientos.

– ¿Ayudarte a limpiar el resto de la parte oeste del prado? Sí, puedo trabajar en ese trozo lleno de maleza al lado de la parte vieja de la cerca. Como dije, el ejercicio sería…

– Deja el prado tranquilo -la cortó él con brusquedad-. Quiero que se quede tal y como está.

Ella parecía desconcertada. Sin embargo, se serenó lo suficiente para esbozar una sonrisa.

– Cariño, por supuesto. Yo sólo quería…

– Esa detective ha estado aquí -le dijo-. La mujer que vino antes con el negro.

– ¿La de Scotland Yard? -preguntó-. No recuerdo su nombre.

– Havers. -Metió la mano debajo del servilletero que había sobre la mesa y sacó la tarjeta que la detective Havers le había entregado.

– ¿Qué quería? -preguntó Gina.

– Quería hablar de herramientas de paja. Cayados, especialmente. Estaba interesada en los cayados.

– ¿Para qué?

– Creo que estaba pensando en dedicarse a otra cosa.

Ella se tocó la garganta.

– Estás de broma, por supuesto. Gordon, cariño, ¿de qué estás hablando? No pareces estar bien. ¿Puedo hacer algo…?

Esperó a que ella finalizara, pero no lo hizo. Sus palabras se fueron a la deriva. Se quedó mirándolo, como si esperara inspiración.

– La conocías, ¿verdad? -dijo.

– No la había visto antes en mi vida. ¿Cómo iba a conocerla?

– No hablo de la detective. Me refiero a Jemima.

Sus ojos se abrieron.

– ¿Jemima? ¿Cómo diantres iba a conocer a Jemima?

– En Londres. Por eso los llamas caballos, ¿verdad? No eres de por aquí. No eres siquiera de Winchester, ni tampoco de campo. Tiene que ver con su tamaño, pero tú no lo sabías, ¿verdad? La conocías de Londres.

– ¡Gordon! Para ya. ¿Te dijo esa detective…?

– Me la enseñó.

– ¿El qué? ¿Qué?

Entonces, le contó lo del reportaje de la revista, las fotografías de sociedad y ella en medio de todo aquello. En la National Portrait Gallery, le dijo. Allí estaba, en un segundo plano, en la exposición de la galería, en la que había una foto de Jemima colgada.

Ella alteró su postura mientras se iba poniendo tensa.

– Eso es pura basura -dijo-. ¿La National Portrait Gallery? No he estado ahí jamás. ¿Y cuándo, se supone?

– El día de la inauguración de la exposición.

– Dios mío. -Negó con la cabeza, sus ojos se clavaron en él. Dejó el zumo de naranja en la encimera. El ruido que hizo el cristal sobre el mármol sonó tan fuerte que esperaba que el vidrio se hiciera añicos, pero no fue así-. ¿Y qué más se supone que hice? ¿Maté a Jemima también? ¿Eso es lo que crees? -No esperó a que le contestara. Se acercó a la mesa-. Dame la tarjeta. ¿Me recuerdas cuál es su nombre? ¿Dónde está, Gordon?

– Havers. Sargento Havers. No sé adónde ha ido.

Agarró la tarjeta y cogió el teléfono. Golpeó los números. Esperó a que hubiera tono. Finalmente dijo:

– ¿Con la sargento Havers?… Muchas gracias… Por favor, confírmele eso a Gordon Jossie, sargento. -Extendió el teléfono hasta él-. Quiero que estés seguro de que la he llamado a ella, Gordon, y no a cualquier otro.

Él cogió el teléfono y dijo:

– Sargento…

– Maldita sea. ¿Sabe qué hora…? -dijo su inconfundible voz de clase trabajadora de Londres-. ¿Qué está pasando? ¿Es ésa Gina Dickens? Se suponía que debía llamarme cuando ella llegara a casa, señor Jossie.

Gordon le pasó de nuevo el teléfono a Gina.

– ¿Satisfecho, cariño? -le dijo con malicia-. Sargento Havers, ¿dónde está usted. ¿Sway? -dijo al teléfono-. Gracias. Por favor, espéreme allí. Llegaré dentro de media hora, ¿le parece bien?… No, no. Por favor, no. Ya voy yo. Quiero ver esa foto de la revista que le ha enseñado a Gordon… Hay un comedor en el hotel, ¿verdad? Nos vemos allí.

Colgó el teléfono, y se giró hacia él. Le miró del modo en el que se mira a quien acaba de ser derrotado.

– Me resulta extraordinario.

Los labios de Gordon parecían haberse secado.

– ¿Qué?

– Que ni por un momento hayas imaginado que se trataba de alguien que se me parecía, Gordon. ¿A qué nivel de patetismo hemos llegado?


* * *

Tras una noche en la que la paranoia de Michele Daugherty le había robado el sueño, Meredith Powell se había ido de casa de sus padres en Cadnam. Le había dejado una nota a su madre en la que le decía que había ido a Ringwood más pronto de lo habitual porque tenía mucho trabajo. Después del sermón previo del señor Hudson, Meredith no podía permitirse ningún tipo de lío que pusiera su trabajo en peligro, pero también sabía que no había manera de que fuera capaz de trabajar con los diseños si no lograba sortear el enigma que significaba Gina Dickens. Así que a las cinco de la mañana había renunciado a la idea de dormir y se fue hasta la casa de Gordon Jossie, donde encontró un buen lugar para estacionar su coche en la entrada, llena de baches, a poca distancia del camino. Giró el coche y lo aparcó de tal manera que pudiera contemplar la casa de Gordon, oculta tras los setos que delimitaban la propiedad.

Había invertido un montón de tiempo intentando recordar lo que Gina Dickens le había dicho cuando se encontraron. Sin embargo, se dio cuenta que había demasiada información como para poder hilvanar una línea coherente. Pero aquello probablemente había sido la intención de Gina desde el principio, concluyó. Cuantos más detalles soltara, más difícil sería para Meredith tratar de ordenarlos y dar con la verdad. Eso sí, esa mujer no había contado con que contrataría a Michele Daugherty para que los ordenara por ella. Debido al desarrollo de los acontecimientos, Meredith consideró que todos ellos actuaban en connivencia: el comisario jefe Whiting, Gina Dickens y Gordon Jossie. No sabía cómo estaban relacionados, pero seguro que todos estaban implicados de algún modo en lo que le sucedió a Jemima.

Poco después de las siete de la mañana, Gina llevó marcha atrás hasta el camino su brillante Mini Cooper rojo. Se dirigió a Mount Pleasant y, más allá, a Southampton Road. Meredith esperó un momento y la siguió. No había muchas carreteras en la zona, así que era poco probable que la perdiera, pero no quería correr el riesgo de que la descubriera. Gina conducía tranquilamente y el sol brillaba a través de su pelo. Como antes, la capota del Mini Cooper estaba bajada. Conducía como alguien que va a pasar el día en el campo, con su brazo derecho descansando en la puerta y con el cabello al viento. Giró en los estrechos caminos de Mount Pleasant, haciendo sonar su bocina a modo de advertencia a los posibles coches que se acercaran en la curva y, finalmente, cuando llegó a Southampton Road, tomó la dirección a Lymington.

Si hubiera sido una hora más tarde, Meredith hubiera supuesto que Gina Dickens iba de compras. De hecho, cuando dio la vuelta a la rotonda y se dirigió a Marsh Lane, Meredith pensó por un instante que Gina podía estar yendo temprano a sus compras para poder encontrar estacionamiento en High Street, para luego tomar un café en una cafetería que supiera que estaba abierta. Pero antes de High Street, Gina giró de nuevo, en dirección al río, y por un momento se estremeció ante la idea de que eso implicara huir y esconderse. Meredith estaba segura de que Gina Dickens tenía la intención de tomar el ferri que la llevara a la Isla de Wight.

También en esta ocasión se había equivocado, y se sintió aliviada. Gina fue en dirección opuesta cuando llegó al otro lado del río, fijando su rumbo hacia el norte. Estaba dirigiéndose en línea recta a Hatchet Pond.

Meredith se quedó atrás para que no la viera. Le preocupaba perder a Gina en algún cruce justo después de Hatchet Pond, y asomó la cabeza por el parabrisas dando gracias a la luz del sol y a la forma en la que se reflejaba en los cromados del coche de Gina, lo que le permitía seguirlo como si fuera una guía.

A la altura del estanque, Meredith pensó en el hecho de que Gina Dickens pudiera estar a punto de encontrarse con alguien allí, del mismo modo que ellas dos se reunieron días atrás. Pero de nuevo, Gina continuó, y vio que giraba hacia el este en dirección a las casas de ladrillo de Beaulieu. En lugar de conducir hasta el interior del pueblo, fue hacia el noroeste, hasta el cruce triangular encima de Hatchet Pond, y al cabo de menos de dos millas se metió en North Lane.

¡Sí!, pensó Meredith. North Lane era un tesoro absoluto en lo que se refería a lugares para quedar con alguien. Si bien es cierto que Gina había tomado una ruta completamente ilógica para llegar a la zona, lo que nadie podía negar es que sus bosques y recintos proporcionaban la clase de aislamiento que alguien como Gina -que estaba metida en algún lío, consideró Meredith- requería. Al lado de North Lane estaba el río Beaulieu, que desaparecía de la vista a la izquierda, por debajo de los árboles, mientras Meredith se fue quedando atrás de nuevo. La zona le era familiar, dado que últimamente había pasado por la carretera de circunvalación de Marchwood, que era la ruta hacia su casa en Cadnam. Y cuando Gina fue directamente por aquel desvío en lugar de parar en cualquier sitio a lo largo de North Lane, la primera suposición de Meredith fue que la otra mujer la había visto y estaba conduciendo hasta la casa de Meredith, donde podría estacionar, salir del coche y esperar a que Meredith se le acercara sigilosamente.

Sin embargo, de nuevo se había equivocado. Gina, efectivamente, pasó por Cadnam, pero no se detuvo en ningún lugar. Ahora se dirigía hacia el sur, en dirección a Lyndhurst. Meredith pensó fugazmente en el salón de té Mad Hatter y en la habitación de Gina, por lo que no tenía ningún sentido que condujera hasta Lyndhurst.

No se sorprendió demasiado cuando se dirigió más al sur, manteniendo el ritmo mientras cruzaba Brockehurst, y finalmente tomó el camino a Sway. Sway, por supuesto, no era su destino. Meredith se había dado cuenta de ello cuando no giró hacia el pueblo. En su lugar, volvió a la propiedad de Gordon Jossie, donde había empezado su alocado paseo, como Mr. Toad [32] en su nuevo coche, como si hubiera salido para un viaje matutino, sólo para gastar gasolina y tiempo.

Meredith se maldijo por haber sido una tonta, por arriesgar su puesto de trabajo, por ser descubierta (seguro que Gina la había visto después de que diera aquella vuelta inútil por el campo). También maldijo a aquella mujer por ser tan astuta, mucho más que Meredith, y probablemente más que cualquier otra.

No obstante, paró un momento en lugar de admitir su derrota y dirigirse a Ringwood con una excusa preparada para el señor Hudson por su tardanza. Se colocó en el lugar que había encontrado antes para poder ver la casa de Gordon Jossie, y pensó en lo que significaba aquel largo viaje de Gina por New Forest. Según había concluido, había estado malgastando gasolina y tiempo; y entonces se dio cuenta de que había algo raro en aquello: la pérdida de tiempo. «Matar el tiempo» era la expresión que estaba buscando. Si Gina Dickens no la había visto, ¿no era posible que aquello fuera exactamente lo que estaba haciendo?

Mientras sopesaba esta posibilidad y sus razones, lo más probable se convirtió en lo más obvio. Ella estaba matando el tiempo para que Gordon Jossie dejara la propiedad para ir a su trabajo. Así Gina podría regresar tranquilamente.

Aquélla parecía ser la razón, pensaba Meredith, mientras desde donde estaba oyó cómo se cerraba la puerta del Mini Cooper primero y después la puerta de la casa de campo mientras Gina entraba. Meredith dejó el Polo entonces y buscó una posición adecuada donde los animales hubieran agujereado el seto de la propiedad de Gordon. Desde allí, Meredith podía ver la casa y la parte oeste del prado y, mientras observaba, Gina salió de la casa otra vez.

Se había cambiado de ropa. Si antes llevaba un vestido de verano, ahora se había puesto unos vaqueros y una camiseta, y se había cubierto el pelo rubio con una gorra de béisbol. Se acercó al garaje y desapareció en su interior. Momentos después salió haciendo rodar una carretilla con un montón de estiércol. Lo llevó hasta la parte oeste del prado. Allí abrió la puerta y entró. Teniendo en cuenta la carretilla y las herramientas, Meredith pensó en un primer momento que, ahora que los ponis no estaban, Gina iba a usar la pala para poner el abono en el lugar. Parecía un tipo de trabajo extraño para alguien como ella, pero en ese momento Meredith estaba empezando a considerar que cualquier cosa era posible.

Gina, sin embargo, de todas las malditas cosas que podía hacer, empezó a cultivar el huerto. No cogía y dejaba estiércol, más bien se dedicaba a cortar una zona de maleza en el extremo del prado, donde Gordon Jossie no había avanzado demasiado en la rehabilitación de la cerca. Allí crecían helechos, hierbajos y zarzas. Formaban un montículo que Gina estaba trabajando con toda la energía de la que disponía. Ella misma no hubiera durado ni cinco minutos dada la fuerza y la furia de Gina en todo aquello. Recortaba, arrojaba, excavaba, recortaba. Tiraba, cavaba. Recortaba de nuevo. El carácter informal de su recorrido por el campo había quedado a un lado. Estaba completamente empeñada en su objetivo. Meredith se preguntó cuál era.

Sin embargo, no tenía tiempo para pensar en todas las posibilidades. Mientras observaba, un coche se detuvo en la entrada de la explotación. Había llegado a la propiedad de Gordon Jossie desde más allá de donde estaba Meredith. Ella esperó para ver qué sucedía, y de algún modo no se sorprendió cuando el comisario jefe Whiting miró alrededor como si buscara a alguien como Meredith merodeando. Después caminó hacia el prado para hablar con Gina Dickens.


* * *

Barbara Havers había esperado cuarenta minutos en el Forest Health Hotel de Sway la llegada de Gina Dickens. Entonces dedujo que no iba a aparecer. Sway estaba a menos de diez minutos en coche desde la propiedad de Gordon Jossie, y era inconcebible que Gina se hubiera perdido entre estos dos lugares. Llamó al móvil de Gordon Jossie en un intento de localizarla. Jossie le contó que Gina había salido un cuarto de hora después de que hablara con Barbara.

– Dice que no es ella la que aparece en esa foto de la revista -informó el hombre

«Sí, claro» pensó Barbara. Colgó y dejó su móvil dentro del bolso. Siempre existía la poco probable posibilidad de que Gina Dickens se hubiera salido de la carretera en algún punto en el camino a Sway, así que pensó que un rápido reconocimiento de la zona no estaba fuera de lugar.

A Barbara le tomó poco tiempo hacer eso. El viaje entero desde Sway a la explotación de Jossie tenía dos giros, y la parte más complicada era un pequeño salto cuando se llegaba a Birchy Hill Road. No era una maniobra difícil. Sin embargo, Barbara aminoró la marcha y se asomó por la zona, por si el coche había volcado o había salido catapultado hacia la sala de estar de algunas de las casas cercanas.

No había nada por el estilo, y nada en absoluto en todo el camino hasta la propiedad de Gordon Jossie. Cuando Barbara llegó se encontró el lugar desierto. Jossie se había ido a trabajar, pensó ella. En cuanto a Gina Dickens, ¿quién demonios sabía dónde se había metido? Lo que era interesante, sin embargo, era lo que implicaba su desaparición.

Barbara echó un vistazo por la propiedad para asegurarse de que el coche de Gina no estaba escondido en algún lado. Tal vez la propia Gina se había ocultado detrás de las cortinas de la casa de campo. No encontró otro coche que el Figaro de Jemima Hastings en su lugar habitual. Barbara regresó a su Mini.

Burley, pensó, era su próxima parada. Su móvil sonó a mitad de camino del pueblo. Se detuvo a un lado de la carretera para echar un vistazo al mapa, para no perderse en las miles de carreteras y caminos que la rodeaban. Abrió el móvil, suponiendo que finalmente iba a hablar con Gina Dickens -sin duda con una excusa para explicar cómo había logrado perderse de camino al hotel de Barbara-, pero resultó ser el detective Lynley quien la llamaba.

La superintendente Ardery, la informó, sabía más o menos del viaje no autorizado de Barbara a New Hampshire, así que tenía que hacer que fuera rápido y traer algún resultado de vuelta.

– ¿Qué significa esto exactamente? -le preguntó Barbara. Era el «más o menos» por lo que le estaba preguntando.

– Imagino que quiere decir que ahora estará muy ocupada y que ya se ocupará de ti más tarde.

– Ah. Esto es muy tranquilizador -ironizó Barbara.

– Hillier y la dirección de Asuntos Públicos la están presionando mucho -le dijo-. Tiene que ver con Matsumoto. Ardery llegó con dos retratos robot, pero me temo que no sirvieron de mucho, y la manera en que los consiguió era poco menos que cuestionable, así que Hillier le soltó un buen rapapolvo. Le han dado dos días para cerrar el caso. Si no lo consigue, está acabada. Existe la posibilidad de que ya esté acabada, de todos modos.

– Dios. ¿Y se lo contó al equipo? Eso sí que inspira maldita confianza en los soldados rasos, ¿verdad?

Hubo una pausa.

– No. De hecho, el equipo no lo sabe. Me enteré anoche.

– ¿Se lo contó Hillier? Cristo. ¿Por qué? ¿Quiere que usted regrese y que lidere el equipo?

Otra pausa.

– No. Me lo contó Isabelle. -Lynley pasó por el tema rápidamente, diciendo algo acerca de John Stewart y la confrontación, pero lo que entendió Barbara sirvió para bloquear su conciencia de cualquier otra cosa. «Me lo contó Isabelle.» ¿Isabelle? ¿Isabelle?

– ¿Cuándo? -preguntó finalmente.

– En la reunión de ayer por la tarde -contestó-. Me temo que fue una de las cosas típicas de John…

– No me refiero a su cara a cara con John -dijo Barbara-. Me refiero a cuándo se lo dijo a usted. ¿Por qué se lo dijo?

– Como ya te he dicho fue ayer por la tarde.

– ¿Dónde?

– Barbara, ¿qué tiene que ver esto con todo lo demás? Y, por cierto, te lo estoy contando en confianza. No debería. Espero que sepas guardártelo.

Sintió un escalofrío. No estaba especialmente decidida a pensar en qué había querido decir con aquello.

– Entonces, ¿por qué me lo está contando, señor? -dijo educadamente.

– Para que te hagas una imagen clara. Para que entiendas la necesidad…, la necesidad de…, bien, supongo que la mejor manera de enfocarlo es… para enlazar la información y traerla de vuelta lo antes posible.

Ante eso, Barbara se quedó estupefacta. No tenía palabras para responderle. Escuchar a Lynley atrancarse de esa manera… Lynley, de todos ellos… Lynley, que supo lo que sabía de la noche anterior con Isabelle… Barbara no quería aventurarse un ápice más en lo que subyacía bajo sus palabras, su tono y su torpe lenguaje. Tampoco quería pensar en por qué ella no quería aventurarse en ese tema.

– Bien. Estupendo -dijo en tono enérgico-. ¿Puede hacerme llegar esos retratos robot? ¿Puede decirle a Dee Harriman que me los envíe por fax? Espero que en el hotel haya un fax y que le diga a Dee que llame preguntando por el número. Forest Heath Hotel. Seguramente también tendrán un ordenador, si prefiere enviarme un correo electrónico. ¿Cree que existe la posibilidad de que alguno de los retratos robot sea el de una mujer? ¿Un hombre disfrazado?

Lynley parecía aliviado por ese cambio de conversación.

Igualó su entusiasmo.

– La verdad sea dicha, creo que cualquier cosa es posible. Estamos confiando en descripciones suministradas por un hombre que ha dibujado ángeles de dos metros de alto en su dormitorio.

– Maldita sea -murmuró Barbara.

– Pues sí.

Ella le puso al día sobre Gordon Jossie, sus cayados, y si había coincidencia con el tipo de cayado utilizado por el asesino, su reacción ante la foto de Gina Dickens y la llamada que había recibido de la misma mujer. Le dijo que se estaba dirigiendo a Burley para mantener otra conversación con Rob Hastings. Cayados y herrería estarían entre los temas que tratarían. Le preguntó a Lynley si quería que le dijera algo.

Frazer Chaplin, le dijo él, un serio intento de romper su coartada.

¿No era como escupir al viento?, le preguntó.

En caso de duda, había que volver al principio, le contestó Lynley. Dijo algo acerca de terminar algo en el comienzo de un viaje y de conocer el lugar por primera vez. Barbara consideró que se trataba de alguna frase sin demasiado sentido, algo que le había venido a la cabeza.

– Sí. Bien. Estupendo. Lo que sea -dijo, y colgó para volver a sus asuntos. Volver a sus asuntos era el mejor bálsamo para superar lo alterada que se sentía tras hablar con Lynley, porque algo pasaba con él.

Encontró a Rob Hastings en su casa. Estaba haciendo una especie de limpieza a fondo del Land Rover, porque parecía que lo había despojado de todo menos del motor, los neumáticos, el volante y los asientos. Lo que había estado dentro ahora yacía en el suelo, alrededor del vehículo, y él estaba clasificándolo. El Land Rover no estaba precisamente limpio como una patena. A la vista de aquel montón de accesorios, a Barbara le pareció que lo utilizaba como casa móvil.

– ¿Una limpieza primaveral de última hora? -le preguntó.

– Algo así.

Su weimaraner había venido trotando por uno de los lados de la casa al escuchar el Mini de Barbara. Rob le dijo al perro que se sentara, y éste lo hizo a la primera, a pesar de que jadeaba y estaba encantado de tener visita.

Barbara le preguntó a Hastings si le podría enseñar su equipo de herramientas y, lógicamente, él le preguntó por qué. Pensó en evitar la pregunta, pero decidió que la reacción de él ante la verdad sería más reveladora. Le dijo que el arma utilizada contra su hermana probablemente estaba fabricada por un herrero, aunque no le dijo qué tipo de arma era. Al escuchar esto Rob se quedó inmóvil. Clavó su mirada en la policía.

– ¿Cree que maté a mi propia hermana? -dijo.

– Estamos buscando a alguien que tenga acceso a un equipo para herrero o herramientas hechas por un herrero -le contó Barbara-. Todo aquel que conociera a Jemima va a ser examinado. No puedo pensar que quiera que sea de otro modo.

Hastings bajó la mirada. Admitió que no quería que se hiciera de otro modo.

Ella, no obstante, pudo ver, cuando le mostró el equipo, que no lo habían utilizado desde hacía años. Sabía poco sobre el funcionamiento de una herrería, pero todas sus pertenencias estaban relacionadas con su época de formación y de trabajo como herrero, lo que sugería que ni él ni nadie habían utilizado las instalaciones desde hacía años. Todo estaba metido y amontonado en un lugar donde no había más espacio. Una sólida mesa de trabajo albergaba el equipo: pinzas, picos, cinceles, horcas y perforadoras. Había barras de hierro forjado en desuso al lado de un cajón, y vio dos yunques también volcados frente a la mesa de trabajo, varios barriles viejos, tres tornos y lo que parecía un afilador. Algo resultaba revelador: no había forja. Incluso si no hubiera sido así, el polvo que permanecía encima de todo aquello explicaba claramente que nadie había tocado nada durante años. Barbara se dio cuenta a la primera, pero, aun así, se tomó su tiempo para examinar todo lo demás. Finalmente asintió con la cabeza y le dio las gracias al agister.

– Lo siento. Tenía que hacerlo -dijo.

– ¿Qué es lo que usaron para matarla? -Hastings sonaba aturdido.

– Lo siento, señor Hastings, pero no puedo… -contestó Barbara.

– Era una herramienta para techar, ¿verdad? -dijo él-. Tiene que serlo. Era una herramienta para techar.

– ¿Porqué?

– Por él. -Hastings miró hacia la amplia entrada por la que se accedía al viejo edificio en el que guardaba su equipo. Su rostro se endureció.

– Señor Hastings -empezó Barbara-. Gordon Jossie no es el único techador con el que hemos hablado durante la investigación. Él tiene su propio equipo, de hecho. No hay duda. Pero también lo tiene un tipo llamado Ringo Heath.

Hastings reflexionó acerca de eso.

– Heath le enseñó a Jossie.

– Sí, hemos hablado con él. Mi idea es que cada conexión que hagamos tiene que ser localizada y descartada de la lista. Jossie no es el único…

– ¿Qué hay de Whiting? -preguntó-. ¿Tiene alguna conexión?

– ¿Entre él y Jossie? Sabemos que hay algo, pero eso es todo por ahora. Estamos trabajando en ello.

– Más les vale. Whiting ha ido más de una vez hasta la propiedad de Jossie para tener un cara a cara con ese hombre.

Le dio a Barbara algunos datos sobre la vieja amiga y compañera del colegio de Jemima, Meredith Powell, y también que había sido ella quien le había contado lo de las excursiones de Whiting para ver a Jossie. Esa información se la había proporcionado, a su vez, Gina Dickens, le dijo.

– Y Jossie estaba en Londres el día en el que murió Jemima. ¿No es ésa la conexión que ha hecho? Gina Dickens encontró los billetes de tren. Tenía el recibo del hotel.

Barbara sintió que sus ojos se agrandaban y que su respiración se tornaba sonora.

– ¿Desde cuándo sabe esto? Usted tenía mi tarjeta. ¿Por qué no me llamó a Londres, señor Hastings? ¿O al detective Nkata? También tenía su tarjeta. Cualquiera de los dos…

– Porque Whiting me dijo que ya se encargaba él de hacerlo. Le contó a Meredith que había enviado toda esta información a Londres. A New Scotland Yard.


* * *

Un policía corrupto. No estaba sorprendida. Barbara había sabido desde el principio que algo no iba bien con Zachary Whiting, desde el momento en el que echó un vistazo a aquellas cartas falsificadas que elogiaban la labor de Gordon Jossie como estudiante en la Escuela Técnica de Winchester II. Él se había equivocado con su observación acerca de su aprendizaje, y ahora ella y el comisario jefe iban a mantener una pequeña charla al respecto.

Alabado sea Dios, pensó mientras miraba excitada el mapa de New Forest. Sólo tenía que volver a seguir la ruta desde Honey Lane hasta el pueblo de Burley, otra vez. Desde ahí la ruta era recta hasta Lyndhurst. Posiblemente, reflexionó, la maldita única ruta recta en todo Hampshire.

Se puso en marcha. Su cabeza no dejaba de darle vueltas. Gordon Jossie en Londres el día de la muerte de Jemima. Zachary Whiting llamándole. Ringo Heath teniendo herramientas para techar. Gina Dickens dándole información al comisario jefe. Y ahora, Meredith Powell, a quien habrían rastreado antes si la maldita estúpida de Isabelle Ardery no les hubiera ordenado que regresaran precipitadamente a Londres. Isabelle Ardery. «Isabelle me lo contó.» Pensó otra vez en Lynley -la última cosa que quería hacer-, y se forzó a pensar de nuevo en Whiting.

Un disfraz. Eso fue todo. Había estado pensando que la gorra de béisbol y las gafas de sol componían el disfraz. Era lo más obvio. Pero ¿qué había de lo otro? Ropa negra, pelo negro. Dios, Whiting era tan calvo como un recién nacido, pero ponerse una peluca hubiera sido sencillo, ¿verdad?

Su mente iba de un lado al otro y no prestó atención a la carretera. No se dio cuenta de que había una bifurcación que no había visto en el mapa, y viró a la izquierda cuando llegó el momento, a la altura del pub Queen's Head, al final del pueblo de Burley. Vio que se había equivocado a medida que el camino se estrechaba -debía de haber girado a la derecha-. Entró en el estacionamiento del pub para dar la vuelta. Cuando esperaba para incorporarse a la calzada entre los autobuses, su móvil sonó.

Excavó en el bolso y ladró:

– Havers.

– ¿Una copa esta noche, cariño? -le preguntó una voz masculina.

– Pero ¿qué demonios?

– ¿Una copa esta noche, cariño? -Sonó muy intenso.

– ¿Una copa? ¿Quién demonios…? Soy la detective Barbara Havers. ¿Quién es?

– Ya lo sé. ¿Una copa, cariño? -Hablaba como si apretara los dientes-. ¿Copa, copa, copa?

En ese momento se dio cuenta. Era Norman Comosellame, del Ministerio del Interior, su topo oficial, llegado hasta ella por cortesía de Dorothea Harriman y su amiga Stephanie Thompson-Smythe.

Le estaba diciendo las palabras clave para que se encontraran en el cajero del Barclays en la calle Victoria. Tenía algo para ella.

– Maldita sea -dijo ella-. Norman. Estoy en Hampshire. Dímelo por teléfono.

– No puedo, cariño -dijo despreocupadamente-. Estoy totalmente aplastado por el trabajo ahora mismo. Pero una copa esta noche entra en mis planes. ¿Qué tal en nuestro tugurio habitual? ¿Te lo puedo contar con un gin tonic? ¿En el sitio de siempre?

Ella pensó frenéticamente.

– Norman, escucha. Puedo hacer que alguien vaya hasta allí dentro… ¿qué tal una hora? Será un tío. Dirá «gin tonic», ¿vale? Así sabrás quién es. Dentro de una hora, Norman. En el cajero de la calle Victoria. Gin tonic, Norman. Alguien estará allí.


En el Reino Unido, la detención a voluntad del monarca reinante (un eufemismo para referirse a la cadena perpetua) es la única fórmula legal para sentenciar a alguien condenado por asesinato. Así es la ley para los asesinos de más de veintiún años. Sin embargo, en el caso de John Dresser los homicidas eran niños. Esto, junto con el carácter sensacionalista del crimen, pudo haber influido en la deliberación de la sentencia al juez Anthony Cameron, pero no lo hizo.

El ambiente que rodeó el juicio fue hostil, con un trasfondo de histeria que se apreciaba con frecuencia en las reacciones de los que aguardaban en el exterior de la Corte de Justicia. Teniendo en cuenta que en la sala del tribunal había tensión, pero no había ninguna señal evidente de la agresión hacia los tres chicos, fuera de la corte las cosas se desarrollaron de otro modo. Las primeras muestras de violencia hacia los tres acusados -advertidos por primera vez en forma de motines frente a sus casas, y después en los repetidos intentos de ataque a las furgonetas blindadas en las que viajaban a diario hasta el juicio- se convirtieron después en manifestaciones organizadas y culminaron en lo que se llamó la Marcha Silenciosa por la Justicia, una impresionante concentración de más de 20.000 personas que caminaron desde Barriers hasta la obra de Dawkins, donde se pronunció una oración a la luz de las velas y donde se pudo escuchar un elogioso homenaje de Alan Dresser dedicado a su hijo. «La muerte de John no puede quedar sin castigo», fueron las últimas palabras del discurso de Alan Dresser, y se convirtieron en la consigna del sentimiento popular.

Uno solamente puede imaginar cómo luchó el juez Cameron contra sí mismo en relación con la recomendación que debía hacer. No por nada había sido conocido durante mucho tiempo como «Tony, el Máximo», dada su propensión a confirmar la pena más elevada en la conclusión de los juicios de su tribunal. Pero nunca había tenido que enfrentarse a delincuentes de diez y once años, y no podía dejar pasar por alto, de ninguna manera, que los autores de ese horrible acto eran sólo niños. Su informe, sin embargo, exigía que considerara únicamente lo que sería conveniente como un castigo justo y disuasorio. Su recomendación fue una pena privativa de libertad de ocho años, un castigo que, a los ojos del público y de la prensa sensacionalista, se consideró algo parecido a salir impune. Por ello se realizaron una serie de maniobras legales desconocidas hasta el momento. En el plazo de una semana, el presidente del Tribunal Supremo revisó el caso y aumentó la condena a diez años, pero en los seis meses posteriores los Dresser lograron recoger 500.000 firmas que pedían que los asesinos fueran encarcelados de por vida.

La historia se negaba a morir. Los tabloides se habían apoderado de los padres de John Dresser, y del mismo John, e hicieron de su muerte una causa célebre. Una vez que se hubo dictado sentencia, las identidades y las fotografías de los asesinos fueron reveladas al público, como también otros detalles importantes del asesinato. El carácter monstruoso de su asesinato se convirtió en el punto de partida para aquellos que consideraban el castigo la única respuesta apropiada a ese crimen. Por ello, el ministro de Interior se vio involucrado, e incrementó la condena de nuevo hasta unos increíbles veinte años, con el objetivo «de asegurar a la ciudadanía que puede depositar su confianza en el sistema judicial, sin importar la edad de los autores». La sentencia se mantuvo hasta que se presentó ante el Tribunal Europeo en Luxemburgo, donde los abogados de los menores argumentaron con éxito que sus derechos estaban siendo violados por el hecho de que un político -forzado por la opinión pública- había establecido las condiciones de su encarcelamiento.

Cuando el periodo de prisión de los menores se redujo de nuevo a diez años, los tabloides volvieron a la carga. Aquellos que detestaban la idea de una Europa unificada, vista como la raíz de todos los males del país, utilizaron la decisión de Luxemburgo como un ejemplo de intrusión externa en los asuntos internos de la sociedad británica. ¿Qué vendría después?, reflexionaron. ¿Luxemburgo forzando la entrada del euro? ¿Qué pasaría si decidieran que la monarquía debía ser abolida? Aquellos que apoyaban la unificación tuvieron la prudencia de permanecer en silencio. Cualquier acuerdo en relación con la decisión de Luxemburgo los colocaba en una posición difícil, que implicaba que, de algún modo, una condena de diez años era la pena adecuada por la muerte y tortura de un niño inocente.

Nadie envidiaba a los dirigentes, electos o no, que tuvieron que decidir el destino de Michael Spargo, Reggie Arnold e Ian Barker. El carácter del crimen siempre había sugerido que los tres chicos estaban profundamente perturbados, y eran víctimas de la sociedad que los rodeaba. No cabía duda de que sus entornos familiares eran desgraciados, pero tampoco existía ninguna duda de que otros chavales crecen en circunstancias tan desdichadas o peores y no matan a otros niños por ello.

Tal vez la verdad es que los chicos no hubieran cometido un crimen tan violento de haber actuado solos. Quizá se trató de un conjunto de circunstancias que ese día les llevaron al secuestro y asesinato de John Dresser.

Como sociedad progresista, sin duda tenemos que admitir que algo, en algún nivel, iba mal en relación con Michael Spargo, Ian Barker y Reggie Arnold, como también como sociedad progresista, seguramente le debíamos a esos tres niños algún tipo de ayuda en forma de actuación directa mucho antes de que se produjera el crimen, o como mínimo haberles ofrecido asistencia psicológica después de ser alejados de sus hogares para el juicio. ¿No podría decirse que al no proporcionar a los tres chicos la asistencia necesaria fallamos como sociedad del mismo modo en el que fallamos al proteger al pequeño John Dresser?

Es sencillo declarar la maldad de los chicos, pero incluso cuando lo hacemos, debemos tener en cuenta que en el momento en el que cometieron el crimen eran niños. Y debemos preguntarnos qué sentido tiene exhibir a los menores a la luz pública en un juicio penal, en lugar de proporcionarles la ayuda que necesitan.

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