Capítulo 27

Lynley cogió la primera de las llamadas que le hicieron a su móvil cuando salía de la tienda de numismática Sheldon Pockworth de camino al coche para ir al Museo Británico. Era Philip Hale. Al principio, su llamada era positiva. Le explicaba que Yukio Matsumoto estaba consciente y que Ardery le estaba interrogando, en presencia de su hermano y de su hermana. Sin embargo, había más y, puesto que no era habitual en Hale comenzar a protestar en mitad de una investigación, cuando lo hizo, Lynley supo que el asunto era serio. Ardery le había ordenado que se quedara en el hospital, cuando él podría ser más útil en otro sitio. Había intentado explicarle a la superintendente que era mejor dejar la vigilancia del sospechoso a los agentes, para así poder regresar a asuntos más importantes, pero ella no le había escuchado. Él era un miembro del equipo como cualquier otro, Tommy, pero llegaba un momento en que alguien tenía que protestar. Obviamente, Ardery era una jefa que estaba muy encima de sus subordinados y nunca iba a permitir que el equipo del caso tomara la iniciativa. Ella era…

– Philip -le interrumpió-, aguanta. No puedo hacer nada al respecto. Simplemente, no puedo.

– Puedes hablar con ella -le contestó Hale-. Si le estás enseñando los entresijos, como asegura que haces, entonces enséñale éste. ¿Tú verías a Webberly capaz…, o tú mismo…, o incluso John Stewart, y Dios sabe que John es un tipo suficientemente obsesivo…? Vamos, Tommy.

– Ella ya tiene suficiente con lo suyo.

– No vas a decirme que no te escuchará. He visto como ella… Demonios.

– ¿Has visto cómo ella qué?

– Hizo que volvieras al trabajo. Todos lo sabemos. Hay un motivo detrás, y es muy probable que sea personal. Así que usa ese motivo.

– No hay nada personal…

– Tommy, por Dios. No juegues a estar ciego cuando nadie más lo está.

Lynley no respondió. Se quedó pensando en lo que había pasado entre él y Ardery: cómo estaban las cosas y cómo parecían estar. Finalmente dijo que vería lo que podía hacer, aunque pensó que más bien sería poco.

Llamó a la superintendente en funciones, pero le salió inmediatamente el buzón de voz. Le dijo que le llamara y continuó conduciendo. Ella no era su responsabilidad, pensó. Si le pedía algún consejo, podía dárselo sin problemas. Pero el asunto estaba en dejarla hundirse o que nadara sin interferir, independientemente de lo que los demás esperaban de él. ¿De qué otro modo podía demostrar esa mujer que era apta para el trabajo?

Fue hacia Bloomsbury. Le llamaron una segunda vez cuando estaba parado por el tráfico en las inmediaciones de la estación de metro de Green Park. Esta vez era Winston Nkata quien le llamaba. Barb Havers, le dijo, «en su mejor estilo Barb», estaba desafiando las instrucciones de la superintendente de que se quedara en Londres. Iba de camino a Hampshire. No había podido convencerla de lo contrario.

– Ya conoces a Barb. Ella te escuchará, tío -dijo Nkata-. Porque, maldita sea, a mí no me escucha.

– Jesús -murmuró Lynley-, es una mujer exasperante. ¿En qué está, entonces?

– El arma -dijo Nkata-. La ha reconocido.

– ¿Qué quieres decir? ¿Sabe a quién pertenece?

– Sabe qué es. Yo también. No vimos la fotografía del arma hasta hoy. No habíamos visto la pizarra hasta esta mañana. Y lo que es lo reduce a la zona de Hampshire.

– No suele ser tu estilo dejarme intrigado, Winston.

– Digamos que es como un gancho, un cayado -le dijo Nkata-. Lo vimos en un cajón de Hampshire, cuando estuvimos hablando con el tipo ese, Ringo Heath.

– El maestro de los techados.

– Ese es el tipo. El cayado se utiliza para aguantar los carrizos en su sitio mientras se colocan en el techo. No es algo que estemos acostumbrados a ver en Londres, pero en Hampshire, ¿eh? En cualquier lugar donde haya techos de paja y techadores, podrás ver ganchos de ésos.

– Jossie -dijo Lynley.

– O Hastings. Porque están hechos a mano los cayados.

– ¿Hastings? ¿Por qué? -Entonces Lynley se acordó-. Se entrenó para ser herrero.

– Y los herreros son los únicos que fabrican cayados. Cada herrero los fabrica de manera diferente, ves. Acabar…

– Siendo como las huellas dactilares -concluyó Lynley.

– Exacto. Y éste es el motivo por el que Barb ha ido hasta allá. Dijo que llamaría primero a Ardery, pero ya sabes cómo es Barb. Así que pensé que quizá…, ya sabes. Barb te escuchará. Como te digo, a mí no me ha hecho ni caso.

Lynley maldijo en voz baja. Llamó. El tráfico comenzaba a moverse, así que continuó su camino, decidido a encontrar a Havers vía teléfono móvil lo antes posible. Cuando se iba a poner a ello, su teléfono sonó de nuevo. Esta vez era Ardery.

– ¿Qué has conseguido del coleccionista? -preguntó.

Él le hizo un resumen y le dijo que iba de camino al Museo Británico. Ella contestó:

– Excelente. Es un móvil, ¿no? Y no encontramos ninguna moneda entre sus cosas, así que alguien se la quitó en algún momento. Al final estamos llegando a algún lugar. Bien.

A continuación le contó lo que Yukio Matsumoto le había explicado: que había dos hombres en las inmediaciones del cementerio Abney Park, no sólo uno. De hecho, había tres si querían incluir al propio Matsumoto.

– Estamos trabajando con él en un retrato robot. Su abogada apareció mientras estaba hablando con él y tuvimos algo parecido a una pelea. Dios, esa mujer es como un pit-bull, pero tenemos dos horas. A cambio de que la Policía reconozca que tuvo la culpa en el accidente de Yukio…

Lynley soltó un fuerte suspiro.

– Isabelle, Hillier nunca accederá a eso.

– Esto es más importante que Hillier.

Lynley pensó que tendría que nevar en el Infierno antes de que Hillier lo viera de esa manera. Antes de que pudiera decirle algo más a la superintendente, ella colgó. Suspiró. Hale, Havers, Nkata y Ardery. ¿Por dónde empezar? Escogió el Museo Británico.

Allí, al menos, localizó a una mujer llamada Honor Robayo, que tenía la impresionante presencia de un nadador olímpico y el apretón de manos de un político triunfador. Le dijo con franqueza y con una sonrisa atractiva:

– Nunca pensé que acabaría hablando con un policía. He leído un montón de novelas de misterio y de detectives. ¿A quién cree que se parece más, a Rebus o a Morse? [30]

– Tengo una debilidad terrible por los vehículos antiguos -reconoció Lynley.

– Entonces Morse. -Robayo cruzó los brazos a la altura de su pecho, muy alto, como si sus bíceps no le permitieran acercarse más al cuerpo-. Entonces, ¿qué puedo hacer por usted, inspector Lynley?

Le explicó por qué había ido hasta allá: para hablar con el encargado de la exposición sobre una moneda de la época de Antonino Pío. Esa moneda podía ser una aureus, le dijo.

– ¿Tiene alguna que quiera enseñarme? -le preguntó.

– Esperaba lo contrario -respondió. ¿Y podía la señora Robayo decirle cuánto podía valer una moneda así?-. Me han dicho que entre quinientas y mil libras -dijo Lynley-. ¿Está de acuerdo?

– Vayamos mejor a echar un vistazo.

Le llevó a su oficina, donde entre libros, revistas y documentos encima de su mesa, también había un ordenador. Acceder a una página donde se vendían ese tipo de monedas fue cuestión de un momento, y otro momento más tarde encontraron en la página una aureus de la época de Antonino Pío ofertada para subastarse en el mercado. El precio que pedían por ella estaba en dólares: tres mil seiscientos. Más de lo que Dugué había pensado. No era una gran suma, pero ¿era una suma por la que matar? Posiblemente.

– ¿Estas monedas necesitan un certificado de procedencia? -le preguntó Lynley.

– Bueno, no son como el arte, ¿no? A nadie le importa quién la ha tenido en el pasado, a no ser, supongo, que algún nazi que se la robara a una familia judía. Las preguntas reales sobre su valor giran alrededor de su autenticidad y su material.

– Lo que significa…

Señaló la pantalla del ordenador, donde se veía la fotografía de una aureus.

– O es una aureus o no. O es oro puro o no. Y eso no es difícil de averiguar. Y en lo que a su antigüedad respecta…, si es de verdad del periodo de Antonino Pío, supongo que alguien podría falsificarla, pero cualquier experto en monedas se daría cuenta. Además, está la cuestión de por qué alguien estaría dispuesto a meterse en problemas por falsificar una moneda como ésta. Quiero decir, no estamos hablando de un Rembrandt o de un Van Gogh. Ya se puede imaginar lo que un cuadro de ésos podría valer si alguien consigue timar con éxito. Diez millones, ¿no? Habría que preguntarse si tres mil seiscientos dólares hacen que el esfuerzo valga la pena.

– Pero ¿con el tiempo?

– ¿Quiere decir si alguien falsificara lo equivalente a la carga de un camión en monedas para venderlas poco a poco? Posiblemente, supongo.

– ¿Puedo echar un vistazo a alguna? -preguntó Lynley-. Aparte de la que sale en pantalla, quiero decir. ¿Tienen alguna aquí, en el museo?

Claro que tenían, le contestó Honor Robayo. Si era tan amable de seguirla… Tendrían que cruzar la colección del museo, pero no estaba muy lejos, y ella confiaba en que Lynley la encontraría interesante.

Le guió a través del tiempo y del espacio por el museo -el antiguo Irán, Turquía, Mesopotamia-, hasta que llegaron a la colección romana. Hacía años que Lynley no pisaba el museo. Había olvidado lo extenso del tesoro.

Mildenhall, Hoxne, Thetford. Así se llamaba los tesoros, porque así es como se encontró cada uno de ellos, como un tesoro enterrado durante la ocupación romana de Bretaña. No siempre les fue de maravilla a los romanos al intentar subyugar a aquellos sobre los que querían gobernar. A veces la población no llevaba muy bien lo de ser sometidos. Durante esa intermitente época de revueltas, las monedas romanas se escondieron para mantenerlas a salvo. A veces, sus propietarios no pudieron regresar a por ellas, con lo que quedaron enterradas durante siglos, en jarrones sellados, en cajas de madera recubiertas de paja o con el material disponible en la época.

Aquél había sido el caso de los tesoros de Mildenhall, Hoxne y Thetford, que comprendían los mayores tesoros que se habían encontrado. Enterrados durante más de mil años, cada uno había sido descubierto a lo largo del siglo xx, e incluían desde monedas hasta vasos, ornamentos corporales y placas religiosas.

También había tesoros más modestos en la colección, cada uno perteneciente a las diferentes áreas de Bretaña donde los romanos se habían asentado. El más reciente descubrimiento era el de Hoxne, se fijó Lynley, que fue desenterrado en Suffolk, en terrenos del condado, en 1992. Quien lo encontró, un tipo llamado Eric Lawes, dejó milagrosamente el tesoro exactamente donde estaba y llamó enseguida a las autoridades. En cuanto acabaron de excavar, aparecieron más de quinientas mil monedas de oro y plata, vajilla de plata y joyas de oro en forma de collares, brazaletes y anillos. Fue un hallazgo sensacional. Su valor, pensó Lynley, era incalculable.

– Lo cual le honra -murmuró Lynley.

– ¿Mmmm? -inquirió Honor Robayo.

– El hecho de que el señor Lawes lo entregara. El tesoro y el caballero que lo encontró.

– Claro, por supuesto. Pero, realmente, le honra menos de lo que podría pensar.

Ella y Lynley estaban frente a una de esas cajas que contenían el tesoro Hoxne, donde había una reconstrucción del cofre con el que el tesoro fue enterrado, hecha de acrílico. Se movió a lo largo de la sala hacia las inmensas vajillas y bandejas de plata del tesoro Mildenhall. Se apoyó en la caja y aclaró:

– Recuerde, ese tipo Eric Lawes, estaba buscando objetos metálicos, de todas maneras. Y en tanto que estaba haciendo eso, probablemente debía conocer la ley. La ley ha cambiado un poco desde que se encontró este tesoro, por supuesto, pero entonces, un tesoro como el de Hoxne se hubiera convertido en patrimonio de la Corona.

– ¿No indica eso que podía haber tenido un motivo para retenerlo?

Se encogió de hombros.

– ¿Qué iba a hacer con él? Sobre todo cuando la ley dice que un museo puede adquirírselo a la Corona, recuerde que a un precio estimado de mercado, y quienquiera que lo encuentre, se quedaría con el dinero como recompensa. Y es una pasta considerable.

– Ah -exclamó Lynley-. Así que cualquiera tendría un motivo para entregarlo y no para quedárselo.

– Exacto.

– ¿Y ahora? -Sonrió, sintiéndose un poco tonto por la última pregunta-. Discúlpeme. Probablemente debería conocer la ley al respecto, como policía.

– Bah. Dudo que en su particular día a día de trabajo se encuentre con muchos casos de gente que desentierra tesoros. De todas maneras, la ley no ha cambiado mucho. El que encuentra un tesoro tiene catorce días para indicarlo al juez de instrucción local, si es que él o ella sabe que se trata de un tesoro. A decir verdad, si no lo hace, puede ser procesado. El juez local…

– Espere -cortó Lynley-. ¿Qué quiere decir con que si sabe que es un tesoro?

– Bueno, es lo que pone en la ley de 1996. Define lo que es un tesoro. Una moneda, por ejemplo, no es suficiente para ser considerada como tal, ya sabe. Sin embargo, dos monedas sí, y puede pisar arenas movedizas si no va a por el teléfono y avisa a las autoridades como es debido.

– ¿Y qué pueden hacer las autoridades? -preguntó Lynley-. ¿En el caso de que haya encontrado dos monedas y no veinte mil?

– Pues pueden traer a un equipo arqueólogo y cavar hasta el Infierno en tu propiedad, imagino -contestó Honor Robayo-. Para ser sincera, a mucha gente le da igual, porque acaban con un buen trato a cambio del tesoro.

– Si un museo quiere comprárselo.

– Exacto.

– ¿Y si no quiere? ¿Si la Corona lo reclama?

– Ese es un punto interesante que está a punto de cambiar legislativamente. La Corona sólo puede meter mano en los tesoros que se encuentren en el ducado de Cornwall y el ducado de Lancaster. Y en el resto del país… Mientras no sea exactamente un caso de «el que se lo encuentra se lo queda», quien lo descubra conseguirá una recompensa cuando el tesoro se haya vendido, sólo si el hallazgo se encuentra en esas condiciones -dijo, haciendo un gesto hacia las vitrinas de plata, oro y joyas de la sala 49-. Puede apostar lo que sea a que la recompensa será considerable.

– Entonces, lo que está diciendo -continuó Lynley- es que quienquiera que encuentre algo así no tiene absolutamente ningún motivo para quedárselo.

– Ninguno. Por supuesto, supongo que lo pueden esconder bajo su cama y sacarlo cada noche y tocarlo, avariciosos, con las manos, pensando en todo lo que puede obtener de ello. Un poco a la manera de Silas Marner, [31] ¿sabe? Pero al final, imagino que la mayoría de la gente prefiere el dinero en metálico.

– ¿Y si todo lo que se encuentra en una simple moneda?

– Oh, puede quedársela. Lo que nos lleva a… Por aquí. Tenemos la aureus que estaba buscando.

Estaba dentro de una de las cajas más pequeñas, en la que se exponían identificadas varias monedas. No parecía muy diferente a la que había visto en la pantalla del ordenador de James Dugué en la tienda de numismática. Lynley la miró, deseoso de que la moneda le dijera algo sobre Jemima Hastings, que supuestamente había estado en posesión de una de esas monedas.

Si, como Honor Robayo había indicado tan pintorescamente, una moneda no significaba tener un tesoro, cabía la posibilidad de que Jemima la tuviera simplemente como recuerdo o como un talismán de la buena suerte que estuviera pensando vender, quizá para mejorar sus ingresos en Londres una vez instalada allí. Primero hubiera necesitado saber cuánto valía. No había nada raro en ese razonamiento. Pero parte de lo que le había contado el numismático era mentira: su padre no había muerto recientemente. En el informe de Havers al respecto, como recordó, se indicaba que el padre de Jemima llevaba muerto varios años. ¿Importaba esa mentira? Lynley no lo sabía. Pero sí sabía que necesitaba hablar con Havers.

Se marchó de la sala que contenían las aureus, tras dar las gracias a Honor Robayo por su tiempo. Ella parecía pensar que le había decepcionado de alguna manera, pues se disculpó diciendo:

– Bueno, de todos modos espero que haya habido algo… ¿Le he podido ayudar con lo que necesitaba?

De nuevo, no estaba muy seguro. Era cierto que tenía más información que por la mañana. Pero si se trataba de encontrar el móvil del asesinato de Jemima Hastings… Frunció el ceño. El tesoro Thetford llamó su atención. No se había fijado en él porque no contenía monedas, sino más bien vajilla y joyas. Lo más antiguo era de plata. Lo más reciente, de oro. Fue a echar un vistazo.

Lo que le interesaban eran las joyas: anillos, hebillas, pendientes, brazaletes y collares. Los romanos sabían cómo acicalarse. Habían decorado las joyas con piedras preciosas y semi-preciosas; la mayoría de las piezas más grandes junto con algunos anillos llevaban rubíes, amatistas y esmeraldas. Entre éstas, se cobijaba una piedra en particular, rojísima. Pudo ver enseguida que era una coralina. Pero lo que le llamó la atención no fue la presencia de esa piedra entre las demás, sino lo que habían grabado en ella: Venus, Cupido y la armadura de Marte, según la descripción que se daba. Y era, en pocas palabras, casi idéntica a la piedra que se había encontrado en el cuerpo de Jemima.

Lynley se giró buscando a Honor Robayo. Levantó una ceja como si le preguntara qué pasa.

– Y si en vez de dos monedas son una moneda y una piedra preciosa -dijo-. ¿Tenemos un tesoro? ¿Algo que se habría de notificar al juez de instrucción local?

– ¿Algo dictaminado por la ley? -Ella se quedó reflexionando, rascándose la cabeza-. Supongo que puede discutirse. Pero igualmente puede argumentarse que alguien que encuentre dos objetos sin relación entre sí simplemente puede limpiarlos, separarlos y no pensar sobre ellos en relación con la ley. Quiero decir, ¿cuánta gente allí fuera conoce, de hecho, esta ley? Encuentra un tesoro como el de Hoxne y es más que probable que tengas que hacer unas cuantas preguntas para saber cuál es el próximo paso, ¿no? Encuentra una moneda y una piedra, recuerda que ambas necesitarían ser limpiadas a fondo, y ¿por qué iba a correr hacia el teléfono? Quiero decir, no es que los periodistas anuncien en la tele una vez por semana que se tiene que avisar al juez de instrucción en el caso de que se desentierre un cofre mientras se están plantando tulipanes. Además, la gente piensa en el juez de instrucción y se acuerda de la muerte, ¿no? No relaciona juez de instrucción y tesoros.

– Sí, pero según la ley, dos objetos ya constituyen un tesoro, ¿verdad?

– Bueno… Exacto. Lo constituyen. Sí.

Era suficiente, pensó Lynley. Honor Robayo podía haber sido más convincente en su agradecimiento. Pero algo es algo. No era una antorcha, sino más bien una cerilla, y una cerilla era mucho mejor que nada cuando uno camina en la oscuridad.


* * *

Barbara Havers había parado a repostar y a por comida cuando su teléfono sonó. De lo contrario, lo habría ignorado religiosamente. Había conducido hasta el amplio aparcamiento del área de servicio. Mientras se dirigía hacia el Little Chef -había que ir por orden de prioridades, se dijo, y lo primero que había que hacer era almorzar decentemente una buena fritanga para tener energía el resto del día-, escuchó que Peggy Sue sonaba desde su bolso. Fue en busca del móvil y vio que era el agente Lynley quien la llamaba. Cogió la llamada mientras caminaba hacia la promesa de comida y aire acondicionado.

– ¿Dónde se encuentra, sargento? -le preguntó Lynley sin ningún tipo de rodeo.

Por su tono pudo adivinar que alguien se había chivado: Winston Nkata, ya que nadie más sabía que se había marchado y Winnie era muy escrupuloso cuando se trataba de cumplir órdenes, diera igual lo exasperantes que fueran. De hecho, incluso obedecía cuando no le mandaban. Se anticipaba a las órdenes, el muy maldito.

– Estoy a punto de hincarle el diente a un gran plato con mucho rebozado y minuciosamente frito, y deje que le diga que a estas alturas me da igual todo -dijo-. Un poco de hambre es poco decir, para lo que yo tengo, ¿entiende? ¿Dónde está usted?

– Havers -contestó Lynley-, no has respondido a mi pregunta. Por favor, responde.

– Estoy en Little Chef, señor -suspiró.

– ¡Ah! El lugar ideal para alimentarse. ¿Y dónde se encuentra este singular ejemplo de alta cocina?

– Bueno, déjeme ver… -Pensó en cómo disimular la información sobre dónde estaba, pero sabía que sería inútil hacerla sonar como si fuera otra cosa-. Por la M3.

– ¿En qué parte de la M3, sargento?

Resignada, le dio el número de salida de autopista más cercano.

– ¿Y sabe la comisaria Ardery hacia dónde vas?

No respondió. Era, sabía, una pregunta retórica. Esperó a lo que venía después.

– Barbara, ¿tu intención es suicidarte profesionalmente? -le preguntó Lynley educadamente.

– La llamé, señor.

– La llamaste.

– Me salió su buzón de voz. Le dije que iba a investigar una cosa. ¿Qué se suponía que iba a hacer?

– ¿Quizá lo que se esperaba que hicieras? En Londres.

– Ese es difícilmente el caso. Mire, señor, ¿le contó Winnie lo del cayado? Es una herramienta para techar…

– Sí, me lo contó. ¿Y para qué, exactamente, vas a Hampshire…?

– Bueno, es obvio, ¿no? Jossie tiene herramientas de techar. Ringo Heath tiene herramientas de techar. Rob Hastings probablemente fabricó en algún momento herramientas de techar, y posiblemente estén tiradas por su establo. Y también está este tipo que trabaja con Jossie, Cliff Coward, que podría haber metido mano en la caja de herramientas, y también está ese policía, Whiting, porque hay algo sobre él que huele mal, en el caso de que esté a punto de decirme que debería haber llamado a la comisaría de Lyndhurst y haberles informado sobre el cayado. Tengo un topo en la oficina central, por cierto, husmeando sobre Whiting.

Quiso añadir: «Que es más de lo que tú has sido capaz de hacer», pero se contuvo.

Si creyó que Lynley estaría impresionado con los saltos agigantados que estaba dando mientras él había estado divagando por Londres haciendo lo que Isabelle Ardery le había pedido, enseguida vio que estaba equivocada.

– Barbara, quiero que te quedes donde estás -dijo Lynley.

– ¿Qué? Señor, escúcheme… -dijo ella.

– No puedes tomarte la investigación…

– ¿… por la mano? Eso es lo que iba a decir, ¿verdad? Bueno, no tendría que hacerlo si la superintendente, y le recuerdo que es la superintendente en funciones, fuera menos estrecha de miras. Está muy equivocada con lo del tipo japonés y usted lo sabe.

– Ahora ella también lo sabe. -Le contó lo que Ardery había logrado extraer de su interrogatorio con Yukio Matsumoto.

– ¿Dos hombres en el cementerio con ella? ¿Además de Matsumoto? Maldita sea, señor -exclamó Barbara-. ¿No ve que uno de ellos, y probablemente los dos, fueron allí desde Hampshire?

– En parte, estoy de acuerdo contigo -le señaló-. Pero sólo tienes la punta del iceberg de este puzle, y sabes tan bien como yo que si te precipitas, perderás el juego.

Barbara sonrió, a pesar suyo.

– ¿Se da cuenta de cuántas metáforas acaba de mezclar?

Pudo escuchar la risa en la voz de Lynley.

– Llámalo la pasión del momento. Me previene de pensar de modo inteligente -contestó.

– ¿Por qué? ¿Qué está pasando?

Escuchó entonces lo que Lynley tenía que decir sobre el hallazgo del tesoro romano, sobre el Museo Británico, sobre la ley, sobre buscadores de tesoros y sobre lo que se les debía. Cuando terminó, ella silbó y le dijo:

– Brillante, Whiting debe de saber todo esto. Él tiene que…

– ¿Whiting? -Lynley sonaba incrédulo-. Barbara…

– No. Escuche. Alguien desentierra un tesoro. Pongamos que Jossie. De hecho, tiene que ser Jossie. ¿A quién más llamas si no conoces la ley, eh? Lo sucedido le llega a Whiting a través de la oficina, y Bob es el tío que necesitas en la comisaría Lyndshurt. Pone sus ojos sobre el botín; ve qué futuro le espera si consigue reclamarlo como suyo, las pensiones de jubilación de la Policía son las que son, y entonces…

– ¿Qué? ¿Se larga hacia Londres y asesina a Jemima Hastings? ¿Puedo preguntar la razón?

– Porque tiene que matar a quien sepa de la existencia del tesoro, y si ella fue a ver al tal Sheldon Mockworth…

– Pockworth -la corrigió Lynley-. Sheldon Pockworth. Y no existe. Es sólo el nombre de la tienda.

– Lo que sea. Ella va a verle. Verifica qué tipo de moneda es. Sabe que hay más, muchas más, montones más, y sabe que es de verdad. Cantidades ingentes de pasta esperando a ser recogidas. Y Whiting lo sabe muy bien. -Barbara estaba dándole un buen empuje al asunto. Estaban muy cerca de averiguar qué estaba pasando. Y ella podía sentir todo su cuerpo entero removido por el conocimiento.

– Barbara, ¿eres consciente de lo que estás ignorando con todo esto? -le dijo Lynley pacientemente.

– ¿El qué?

– Para empezar, ¿por qué, en un principio, Jemima Hastings se marcha abruptamente de Hampshire si hay un vasto tesoro de monedas romanas amontonadas allí esperando que ella las comparta? ¿Por qué, tras identificar la moneda, hace ya muchos, muchos meses, por cierto, aparentemente no hace nada más al respecto? ¿Por qué, si el hombre con el que compartía su vida en Hampshire había desenterrado un tesoro romano entero, nunca le mencionó ni el más pequeño detalle sobre esto a nadie, incluido, te recuerdo, a la médium, a quien aparentemente visitaba numerosas veces para preguntarle, en cambio, sobre su vida amorosa?

– Hay una explicación, por amor de Dios.

– Muy bien. ¿La tienes?

– La tendría si usted…

– ¿Qué?

«Si usted trabajara conmigo.» Esa era la respuesta. Pero Barbara no podía dejarse llevar y decírselo, por lo que conllevaban esas palabras.

Él la conocía bien. Demasiado bien.

– Escúchame, Barbara -dijo con su tono más razonable-. ¿Me vas a esperar? ¿Te quedarás donde estás? Puedo llegar allí dentro de menos de una hora. Ibas a comer algo. Come. Y espera. ¿Puedes hacerlo?

Pensó en ello, incluso pensó que sabía cuál sería su respuesta. Él todavía era, después de todo, su compañero de siempre. Él, después de todo, todavía era y siempre sería Lynley.

– Muy bien -suspiró-. Le esperaré. ¿Ha comido? ¿Quiere que le pida un combinado frito?

– Dios santo, no.


* * *

Lynley sabía que la última cosa que era Barbara Havers era alguien dado a frenarse simplemente porque estaba de acuerdo con posponer momentáneamente la dirección hacia donde pensaba encaminar sus pensamientos.

Así que no le sorprendió llegar al Little Chef noventa minutos más tarde -frustrado porque un escape de agua en el sur de Londres le había retrasado- y descubrir que ella estaba enfrascada hablando por el teléfono móvil. Estaba frente a los restos de su comida. En la típica manera de hacer de Havers, todo era un verdadero monumento a la obstrucción arterial. A su favor, aún quedaban sin ser devoradas unas cuantas patatas fritas, pero la presencia de una botella de vinagre le señaló que el resto de comida con probabilidad había consistido, como había prometido, en bacalao bien frito y con una gruesa capa de rebozado. Lo había acompañado de un pegajoso pudin de toffee, como parecía. Miró todo eso y después a ella. Era incorregible.

Ella le saludó con un gesto mientras él observaba la silla de plástico de enfrente, buscando posibles restos del festín de otro cliente anterior. Estaba libre de grasa y restos de comida. Se sentó.

– Ahora se pone interesante -dijo ella a quien estuviera al otro lado del teléfono. Cuando acabó la conversación, anotó unas cuantas palabras en su desordenada libreta de espiral.

– ¿Quiere comer algo? -le dijo a Lynley.

– Estoy pensando en dejar la comida para siempre.

– Mis hábitos alimenticios no le inspiran mucho, ¿verdad señor? -sonrió.

– Havers, créame, no tengo palabras.

Ella rió a carcajadas y sacó un paquete de cigarrillos del bolso. Sabía, por supuesto, que estaba prohibido fumar dentro del restaurante. Aguardó a ver si ella encendía el cigarrillo, en espera de que la echaran del lugar. No lo hizo. En cambio, puso el paquete de Players a un lado y rebuscó más en su bolso, hasta sacar una caja de caramelos de menta. Sacó uno para ella y le ofreció otro a él. Lynley lo rechazó.

– Tengo algo más sobre Whiting -le dijo, con un gesto hacia su teléfono móvil, que estaba en la mesa entre ellos.

– ¿Y?

– Oh, definitivamente creo que vamos hacia donde tenemos que ir en lo que respecta a ese tipo. Sólo espere. ¿Hay noticias de Ardery? ¿Tenemos un retrato robot de Matsumoto o de alguno de los tipos que vio en el cementerio?

– Creo que está en ello, pero todavía no sé nada.

– Bueno, ya puedo decirle que si uno de ellos es el vivo retrato de Jossie, entonces el otro será el hermano gemelo idéntico de Whiting, si no es el propio Whiting.

– ¿Y en qué basas esa deducción?

– Ringo Heath era con quien estaba hablando. Ya sabe. El tipo…

– … de quien Gordon Jossie aprendió su oficio. Sí. Sé quién es.

– Exacto. Bien. Parece que nuestro Ringo ha recibido visitas más de una vez a lo largo de estos años del comisario jefe Whiting, y la primera de esas visitas fue antes de que Gordon Jossie empezara como aprendiz de Ringo.

Lynley pensó en lo que Havers estaba diciendo. Le pareció que estaba demasiado contenta.

– Y esto es importante por… -repuso Lynley.

– Por lo que él quería saber cuando fue a verle por primera vez: si Ringo Heath aceptaba aprendices. Y, ya que estábamos ¿cuál era la situación familiar del señor Heath?

– ¿Qué quieres decir?

– Quería saber si tenía mujer, niños, perros, gatos, mainates, el equipo entero de cricket. Dos semanas después (quizá tres o cuatro, pero quién sabe, ya que fue hace mucho tiempo, dice) aparece con este tipo, Gordon Jossie, con, según se descubre y sabemos esto a ciencia cierta, cartas falsas del Winchester Technical College II en la mano. Ringo, que ya le ha dicho a Whiting que sí acepta aprendices, recuerde, contrata a nuestro Gordon. Y esto debería de haber sido todo.

– Me imagino que no es así, ¿no?

– Claro que no, maldita sea. Muy de vez en cuando, Whiting aparece. A veces incluso se deja caer por el pub que frecuenta Ringo, el cual, como es de suponer, no es el que frecuenta Whiting. Hace preguntas, de manera casual. Están en ese momento de «cómo está yendo el trabajo, amigo», pero Ringo no es exactamente un tonto, con lo que piensa que esto tiene que ver con algo más que una visita simpática por parte de uno de los polis locales para tomarse una cerveza. Además, ¿quién quiere estrechar lazos con los polis locales? Eso me pondría nerviosa hasta a mí y eso que soy una de ellos.

Barbara tomó aire. A Lynley le pareció que por primera vez en todo el monólogo. Claramente, estaba a punto de continuar con una de sus clásicas peroratas.

– Bueno. Como le he contado, tengo a un topo en la oficina central indagando sobre Zachary Whiting. Entre tanto, hay un cayado de techar que tenemos que encontrar. Ninguno de los sospechosos de Londres va a poner sus manos sobre la herramienta de techar…

– Espera -le frenó Lynley-. ¿Por qué no?

Eso la paró en seco.

– ¿Qué quiere decir? -contestó ella-. No esperará que estas cosas crezcan como la fruta en los árboles, ¿no?

– Havers, este instrumento en cuestión era viejo y rústico -dijo Lynley-. ¿Qué es lo que te sugiere?

– Que era viejo y rústico. Que estaba abandonado. Que lo habían cogido de un techo viejo. O que alguien se había deshecho de él, en un establo. ¿Qué más supuestamente puede ser?

– ¿Y que un comerciante lo vendió en un mercado de Londres?

– Ni en broma.

– ¿Por qué no? Sabes tan bien como yo que hay mercados de cosas antiguas por toda la ciudad, desde mercados convencionales a otros improvisados cada domingo por la mañana. Si pensamos en ello, hay justo un mercado dentro de Covent Garden, donde uno de los sospechosos, te acuerdas de Paolo di Fazio, ¿no?, tiene de hecho un puesto. El crimen tuvo lugar en Londres, no en Hampshire, y eso lleva a pensar…

– ¡Para nada! -Havers elevó la voz. Varias de las personas de las otras mesas del Little Chef se giraron en su dirección. Ella se dio cuenta y dijo, añadiendo un bufido-: Lo siento, señor. No puede estar diciéndome que el hecho de que hubieran usado una herramienta de techar para matar a Jemima es una absoluta, completa, increíble coincidencia. No puede, no puede estar diciendo esto: ¿que nuestro asesino convenientemente consiguió algo con lo que acabar con ella y que ese algo acabara por ser el mismo algo que Gordon Jossie utiliza para trabajar? Ese caballo no va a correr más por la pista y, maldita sea, usted lo sabe perfectamente.

– No estoy diciendo eso.

– Entonces, ¿qué? ¿Qué?

– Quizá fue usado para señalar a Gordon Jossie -consideró él-. ¿Podemos creer que Jemima jamás le habló ni a un alma sobre el hombre al que abandonó en Hampshire, sobre el hecho de que su amante habitual fuera un maestro techador? Una vez que Jossie viniera a buscarla, una vez que comenzara a poner esas postales con su teléfono escrito en ellas, por las calles, ¿no tiene sentido que ella le explicara a alguien, a Paolo di Fazio, a Jayson Druther, a Frazer Chaplin, a Abott Langer, a Yolanda, a Bella McHaggis… a alguien quién era esa persona?

– ¿Qué les habría contado? -preguntó Havers-. Muy bien, quizás: «Es mi ex novio». Estoy de acuerdo con eso. Pero ¿«mi ex novio el techador»? ¿Por qué iba a contarles que trabaja como techador?

– ¿Por qué no iba a contárselo?

Havers se dejó caer en su silla. Había estado inclinada hacia delante, concentrada en cada uno de sus puntos, pero ahora le observaba. Alrededor de ellos, el ruido del Little Chef subía y bajaba. Cuando finalmente Havers habló de nuevo, Lynley no estaba preparado para lo que acabó diciendo.

– Es Ardery, ¿verdad, señor? -dijo.

– ¿Qué pasa con Ardery? ¿De qué estás hablando?

– Lo sabe muy bien, maldita sea. Está diciendo estas cosas por ella, porque ella cree que es un asunto de Londres.

– Es un asunto de Londres. Havers, creo que no tengo que recordarte que el crimen se cometió allí.

– Claro. Excelente. Muy brillante por su parte. No hace falta que me lo recuerde. Creo que yo tampoco tengo que recordarle que no vivimos en la época de los carruajes de caballos. Parece que piense que nadie de Hampshire, y aquí puede leerse Jossie o Whiting o Hastings o el maldito Santa Claus, podría haber ido a Londres de ninguna manera, hacer al trabajo y regresar a casa.

– Difícil que Santa Claus venga de Hampshire -contestó irónicamente Lynley.

– Sabe muy bien de qué estoy hablando.

– Havers, escucha. No digas…

– ¿Qué? ¿Tonterías? Es la palabra que iba a usar, ¿no? Pero al final de todo, el tema es que la está protegiendo y los dos lo sabemos, aunque solamente uno de nosotros sabe por qué.

– Eso es un ultraje y es mentira -le contestó Lynley-. Y, debo añadir, aunque en realidad nunca te haya parado los pies antes, que te estás pasando.

– Ni se le ocurra utilizar el cargo ahora -le dijo Barbara-. Desde el principio, ella ha querido que éste sea un caso de Londres. Lo ha llevado así desde que decidió que Matsumoto lo hizo, y lo conducirá así una vez consiga el retrato robot del asesino, sólo tiene que esperar. Entre tanto, Hampshire está plagado de escoria a los que nadie quiere empezar a investigar…

– Por el amor de Dios, Barbara, ella te envió a Hampshire.

– Y ella me ordenó que regresara antes de que hubiera terminado. Webberly jamás lo habría hecho. Usted no lo habría hecho. Incluso ese gilipollas de Stewart no lo habría hecho jamás. Está equivocada, equivocada, equivocada y… -Havers paró abruptamente. Parecía que había perdido energía-. Necesito un pitillo -dijo, y cogió sus pertenencias.

Caminó hacia la puerta. Él la siguió, pasando a través de las mesas de los mirones que comprensiblemente habían estado escuchando con curiosidad lo que pasaba entre ellos dos.

Lynley pensó que lo sabía. Lo que Havers pensaba era algo lógico. Pero se equivocaba.

Fuera, ella se dirigía hacia su coche, al otro lado del aparcamiento, en dirección a los surtidores de gasolina. Él había aparcado más cerca del Little Chef que ella, así que se metió en su Healey Elliot y condujo detrás de ella. Se acercó a su lado. Estaba fumando furiosa, murmurando. Le echó una mirada al coche y él aceleró.

– Havers, entra -le dijo él.

– Prefiero caminar.

– No seas estúpida. Entra. Es una orden.

– No obedezco órdenes.

– Lo harás, sargento. -Y entonces, tras ver su cara y leer el dolor que él sabía que sentía en su corazón, la razón de estar actuando de esa manera, le dijo-: Barbara, por favor, sube al coche.

Ella le miró. Él la miró. Finalmente, tiró el cigarrillo y se metió en el coche. Lynley no dijo nada hasta que cruzaron todo el aparcamiento hasta el único lugar que tenía sombra, proporcionada por un enorme camión cuyo dueño debía de estar dentro del Little Chef, como ellos hasta hacía un momento.

– Este coche tiene que haberle costado una fortuna -gruñó Havers-. ¿Por qué no hay aire acondicionado, maldita sea?

– Es de 1948, Barbara.

– Esa es una excusa estúpida. -No le miró ni tampoco miró delante de ellos, hacia los arbustos que más allá de la M3 ofrecían un paisaje descompuesto del tráfico que zumbaba hacia el sur. En cambio, miró por la ventanilla de su lado, dejándole a él la vista de su nuca.

– Tienes que dejar de cortarte tú misma el pelo -le dijo Lynley.

– Cállese -le respondió ella, tranquila-. Parece Ardery.

Pasó un rato. Él levantó su cabeza y miró hacia el límpido techo del coche. Pensó en rezar para orientarse, pero en realidad no lo necesitaba. Sabía qué era lo que tenían que decirse. Y aun entonces constituía «lo inmencionable» que había estado dirigiendo su vida durante meses. No quería mencionarlo. Sólo quería seguir adelante.

– Ella era la luz, Barbara -le dijo, tranquilamente-. Eso era lo más increíble de ella. Tenía… esa habilidad que, simplemente, estaba en el centro de sí misma. No era que hiciera que las cosas se iluminaran (las situaciones, la gente, ya sabes a lo que me refiero), sino que era capaz de traer luz consigo, de levantar el espíritu de todo, simplemente porque tenía esa virtud. La vi hacerlo una y otra vez, con Simon, con sus hermanas, con sus padres y, claro, conmigo.

Havers tosió para aclararse la garganta. Aún no le miraba.

– Barbara, ¿tú crees…, crees, sinceramente, que puedo olvidarlo tan fácilmente? -siguió-. Que, como estoy tan desesperado por salir de este pozo, porque confieso que estoy desesperado por salir, ¿tomaría cualquier camino que aparecería frente a mí? ¿Crees eso?

No respondió. Pero su cabeza se inclinó hacia abajo. Él escuchó que un ruidito salía de su boca, y sabía lo que quería decir Dios.

– Déjalo, Barbara -le dijo-. Para de preocuparte. Aprende a confiar en mí, porque si no lo haces, ¿cómo puedo aprender a confiar en mí mismo?

Ella empezó a llorar en serio y Lynley supo lo que le estaba costando mostrar esas emociones. No dijo nada más, porque, de hecho, no había nada más que decir.

Pasó un momento antes de que ella se girara hacia él

– No tengo un maldito Kleenex -dijo, y comenzó a moverse en el asiento, como si buscara algo. Él alcanzó su pañuelo y se lo tendió-. Ya. Siempre puedo confiar en que usted tenga la mantelería preparada -dijo.

– Lo maldito de mi educación -le contestó-. Incluso está planchado.

– Ya me he dado cuenta. Aunque me imagino que no lo ha hecho usted mismo.

– Dios, no.

– Ya. Ni siquiera sabe cómo se hace.

– Bueno, reconozco que planchar no es mi fuerte. Pero confío en que si supiera dónde está guardada la plancha en mi casa (que, gracias a Dios, no es el caso), la podría utilizar. En algo tan simple como un pañuelo, vaya. Algo más grande me derrotaría por completo.

Se rió, cansada. Inclinó hacia atrás el asiento y negó con la cabeza. Entonces pareció que estudiara el coche. El Healey Elliot era como un bar con espacio para cuatro personas, y se retorció para mirar atrás.

– Es la primera vez que estoy en su coche nuevo -apuntó.

– La primera de muchas, espero, mientras no fumes.

– No me atrevería. Pero no puedo prometer que no coma. Un poco de pescado y patatas fritas dentro dejaría un olor delicioso. Ya sabe a lo que me refiero. ¿Qué es esto? ¿Alguna lectura educativa? -Cogió algo del asiento de atrás y lo llevo delante. Vio que era un ejemplar del Hola!, que Deborah Saint James le había dado. Havers se lo mostró y negó con la cabeza-. Comprobando cómo está el mundo rosa, ¿no? No es lo que me esperaba de usted, a no ser que lo lleve consigo cuando va a hacerse la manicura. Ya sabe. ¿Algo que leer mientras se le secan las uñas?

– Es de Deborah -contestó-. Quería echar un vistazo a las fotos de la inauguración de la galería Portrait.

– ¿Y?

– Un montón de gente aguantando sus copas de champán y con muy buena presencia. Ya está.

– ¡Ah! No es mi tipo de compañía, ¿eh? -Havers abrió la revista y empezó a ojearla. Encontró el grupo de páginas donde se mostraban las fotos de la inauguración del concurso de retratos-. Bueno, ni una cerveza en todo el lugar, da más que pena. Porque una buena cerveza es mejor que varias copitas de champán cualquier día… -Su mano agarró con fuerza la revista-. ¡Por el amor de Dios! -exclamó mientras se giraba hacia él.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Lynley.

– Frazer Chaplin estuvo allí -dijo Havers-. Y en la fotografía…

– ¿Estaba allí? -Lynley entonces recordó que Frazer le sonaba de antes. Estuvo allí, entonces. Obviamente, había visto al irlandés en una de las fotografías de la inauguración de la galería y lo olvidó más tarde. Lynley echó un vistazo a la revista y vio que Havers estaba indicándole la foto de Frazer. Era el tipo moreno de la fotografía de Sydney Saint James-. Otra prueba de su relación con Jemima -dijo Lynley-, da igual que esté posando con Sydney.

– No, no -le corrigió Havers-. Frazer no es el asunto. Es ella. Ella.

– ¿Sydney?

– No Sydney. Ella. -Havers señalaba al resto de la gente que aparecía y en concreto a otra mujer, una joven rubia y muy atractiva. Alguna famosa, pensó, la esposa o hija de algún patrocinador de la galería. Pero Havers le sacó de ese error cuando volvió a hablar-. Es Gina Dickens, inspector -le dijo y añadió, innecesariamente porque a esas alturas él sabía muy bien quién era Gina Dickens-: Vive en Hampshire, con Gordon Jossie.


Se dijeron muchas cosas, no solamente sobre el sistema de justicia criminal británico, sino también acerca del juicio que siguió a las confesiones de los chicos. Se usaron palabras como «barbarie», «bizantino», «arcaico» o «inhumano», y los periodistas de todo el planeta tomaron posturas enérgicas, discutiendo apasionadamente sobre que la atrocidad, daba igual su origen, debía ser castigada con la misma atrocidad (invocando a Hammurabi). Otros comentaristas, igual de apasionados, aducían que de nada servía poner en la picota pública a los chicos, ya que, además, se les hacía más daño. Lo que se recuerda es este dato curioso: gobernados por una ley que hace a los niños responsables de su conducta a la edad de diez años en casos de crímenes penales mayores, Michael Spargo, Reggie Arnold y Ian Barker tenían que ser juzgados como adultos. Así pues, se enfrentaron a un juicio con juez y jurado.

Es digno de mención que, cuando un crimen de esta envergadura ha sido cometido por un niño, ellos tienen prohibido por ley el acceso a psiquiatras o psicólogos antes del juicio. Mientras este tipo de profesionales está tangencialmente involucrado en el desarrollo del proceso contra niños, la evaluación de los acusados está estrictamente limitada a determinar dos cosas: si los niños en cuestión eran, en el momento del crimen, capaces, moralmente, de distinguir entre lo bueno y lo malo, y si estos niños eran responsables de sus actos.

Seis psiquiatras infantiles y tres psicólogos examinaron a los chicos. Curiosamente, llegaron a conclusiones idénticas: Michael Spargo, Ian Barker y Reggie Arnold estaban entre la media, si no superaban la media de inteligencia habitual: eran completamente conscientes de la diferencia entre el bien y el mal; eran totalmente conscientes de la noción de responsabilidad personal, a pesar de, o quizá debido a, sus intentos de culparse entre ellos por la tortura y muerte de John Dresser.

En el ambiente que rodeó la investigación del secuestro y asesinato de John Dresser, ¿qué otras conclusiones se podían sacar? Como ya se había adelantado «la sangre llama a más sangre». La enorme magnitud de lo que se le había hecho a John Dresser clamaba por una aproximación desinteresada de todas las partes involucradas en la investigación, el arresto y el juicio. Sin ese tipo de aproximación en esas cuestiones, estamos condenados a depender de nuestra ignorancia y a creer que la tortura y el asesinato de un niño a manos de otros niños es algo normal.

No tenemos que perdonar el crimen, como tampoco tenemos que justificarlo. Lo que sí necesitamos es ver la razón de tal acto para prevenir que ocurra de nuevo. Cualquiera que fuera la verdadera causa que se encontraba en las raíces de la abyecta conducta de los niños ese día, no se presentó en el juicio, porque no había necesidad de que se presentara. La función de la Policía era arrestarlos. Más aun, su función era hacer que los arrestaran y organizar las pruebas, los testimonios de los testigos y las confesiones de los chicos para la acusación. Por su parte, el trabajo de la acusación era obtener una condena. Y como cualquier tipo de atención terapéutica psicológica o psiquiátrica a los chicos estaba prohibida por ley, cualquier defensa que se construyera alrededor de su conducta tenía que contar con los intentos de los abogados defensores en cargar la culpa de un chico a otro o incrementarla según las pruebas o testigos que la acusación pública presentara ante el jurado.

Al final, por supuesto, nada de esto tuvo importancia. La magnitud de las pruebas contra los tres chicos hizo que el resultado del juicio fuera inevitable.


* * *

Los niños que han sufrido abusos cargan con ellos a lo largo del tiempo. Es uno de esos terribles dones que se perpetúan. Todos los estudios al respecto subrayan tal conclusión, aunque esta notable información no fue parte del juicio de Reggie Arnold, Michael Spargo y Ian Barker. No pudo haber aparecido, en parte por la ley criminal, pero también por la sed (podríamos decir la sed de sangre) de que se hiciera algún tipo de justicia. El juicio los encontró culpables sin ningún tipo de duda. Era responsabilidad del juez determinar el castigo.

Al contrario que en países más avanzados socialmente, donde los niños acusados de crímenes permanecen bajo la custodia de sus padres, de padres adoptivos o de algún tipo de tutor que suele ser un apoyo a puerta cerrada, a los niños criminales en el Reino Unido se les encierra en «unidades de seguridad» pensadas para acogerles antes de que se enfrenten al juicio.

Durante el juicio, los tres chicos iban y venían cada día de tres unidades de seguridad separadas (en tres furgonetas blindadas que tenían que protegerlos de la oleada de gente que les esperaba en el Tribunal Real de Justicia), y mientras duraba la sesión del juicio, se sentaban en compañía de sus asistentes sociales en un banquillo diseñado especialmente para ellos y construido de tal modo que sólo tuvieran visión desde un lado, y poder ver así únicamente el proceso. Se comportaron correctamente durante éste, aunque en ocasiones parecían cansados. A Reggie Arnold se le dio un libro para colorear, con el cual se entretuvo durante los momentos más tediosos. Ian Barker se mantuvo estoico durante la primera semana, pero al final de la segunda semana, no paró de mirar a la sala como si buscara a su madre y a su hermana. Michael Spargo hablaba frecuentemente con su asistente social, quien solía rodearle con el brazo y le dejaba que apoyara la cabeza en su hombro. Reggie Arnold lloraba. De manera frecuente, mientras los testigos declaraban, los miembros del jurado miraban a los acusados. Fieles a su obligación, no pudieron evitar pensar cuál era exactamente su deber en la situación en la que se encontraban.

El veredicto de culpabilidad se dictó al cabo de, solamente, cuatro horas. La decisión sobre el castigo tardaría dos semanas.

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