Capítulo 17

– Se llama Yukio Matsumoto -le dijo Ardery a Lynley cuando él entró en su despacho-. Su hermano vio el retrato robot y nos llamó.

Revisó unos papeles que tenía encima del escritorio.

– ¿Hiro Matsumoto? -preguntó Lynley.

Ella alzó la vista.

– Es el hermano. ¿Le conoce?

– Sé algunas cosas acerca de él. Es un violonchelista.

– ¿En una orquesta de Londres?

– No. Es solista.

– ¿Famoso?

– Si se es aficionado a la música clásica.

– Algo que usted hace, ¿verdad?

Sus palabras sonaron un poco irritadas, como si él hubiese tratado de demostrar un conocimiento que ella consideraba a la vez misterioso y ofensivo. También parecía estar con los nervios de punta. Lynley se preguntó si ese estado de ánimo tendría alguna relación con lo que pudiera estar pensando acerca de la reunión que él había mantenido con Hillier. Quería decirle que no tenía nada que temer en ese sentido. Aunque Hillier y él habían alcanzado un punto de acercamiento personal después de la muerte de Helen, sabía que eso no duraría y que muy pronto volverían a su relación anterior, que era estar a matar.

– Le he oído tocar -dijo él-. Si, efectivamente, es el Hiro Matsumoto que la llamó por teléfono.

– No creo que haya dos tipos con ese nombre y, de todos modos, no vendrá aquí. Dijo que hablaría con nosotros en el despacho de su abogado. Hubo cierto tira y afloja en cuanto a eso, y finalmente quedamos en encontrarnos en el bar del hotel Milestone. No está lejos del Albert Hall. ¿Lo conoce?

– No puede ser difícil de encontrar -dijo él-. Pero ¿por qué no reunirse en el despacho de su abogado?

– No me gusta la imagen humilde de la gorra en la mano. -Echó un vistazo a su reloj-. Diez minutos -dijo-. Me reuniré con usted en el coche.

Le entregó las llaves.

Cuando se reunió con él ya habían pasado quince minutos. En el espacio limitado del coche, ella olía a menta.

– Muy bien -dijo Ardery mientras el coche ascendía la rampa-. Cuénteme, Thomas.

Él la miró.

– ¿Qué?

– No sea modesto. ¿Le ordenó Hillier que me vigilase y luego le informara?

Lynley sonrió para sí.

– No con tantas palabras.

– Pero era acerca de mí, verdad, esa reunión con sir David.

Al llegar a la calle, él frenó y la miró.

– ¿Sabe?, en algunas situaciones esa conclusión olería a narcisismo. La respuesta apropiada sería: «El mundo no gira a su alrededor, jefa».

– Isabelle -dijo ella.

– Jefa -repitió él.

– Oh, joder, Thomas. No tengo intención de dejar las cosas así. El tema de Isabelle, me refiero. En cuanto al otro asunto, ¿piensa contármelo o sólo tendré que suponerlo? Por cierto, quiero a gente leal trabajando conmigo. Tendrá que elegir un bando.

– ¿Y si no quiero hacerlo?

– A la calle. Volverá a ser agente de tráfico en un abrir y cerrar de ojos.

– Nunca he sido agente de tráfico, jefa.

– Isabelle. Y usted sabe jodidamente bien lo que quiero decir, detrás de esos impecables modales que exhibe.

Él enfiló por Broadway y consideró la ruta que debía tomar.

Decidió que irían por Birdcage Walk y, desde allí, continuarían hacia Kensington.

El hotel Milestone era uno de los muchos establecimientos de moda que habían surgido en Londres en los últimos años. Instalado en una de las distinguidas mansiones de ladrillo rojo que miraban hacia Kensington Gardens y el palacio, era un hotel de roble, tranquilo y discreto, un oasis en el bullicio de High Street Kensington, que discurría cerca de la puerta principal del edificio. También contaba con aire acondicionado y eso era una auténtica bendición.

El personal del hotel vestía uniformes caros y hablaba con las voces susurrantes de los asistentes a un servicio religioso. En el momento en que Lynley e Isabelle Ardery entraron en ese lugar, fueron recibidos por un amable conserje que les preguntó en qué podía ayudarlos.

Querían ir al bar, le dijo Ardery. Su tono era seco y oficial.

– ¿Dónde está? -preguntó.

El momento de vacilación del hombre fue algo que Lynley reconoció como un indicio de reprobación que no expresaría con palabras. Para el conserje, ella bien podía ser era una inspectora de hoteles o algo por el estilo que se disponía a escribir acerca del Milestone en una de las innumerables guías de Londres. Por lo que el interés de todos, cooperaría de la manera más neutra posible con apenas una minúscula demostración de lo que pensaba acerca de los modales de Ardery. El hombre dijo: «por supuesto, señora», y les acompañó personalmente al bar, que resultó poseer un ambiente íntimo ideal para mantener una conversación.

Antes de que les dejase solos, Isabelle le dijo que buscara al camarero y, cuando éste se presentó, pidió un vodka con tónica. Ante el rostro cuidadosamente inexpresivo de Lynley, ella dijo:

– ¿Piensa contarme lo que habló con sir David o no? -Era una pregunta que le sorprendió, ya que pensaba que Isabelle probablemente haría algún comentario acerca de la bebida.

– Hay poco que explicar. Está interesado en cubrir el puesto lo antes posible. Ha pasado demasiado tiempo sin que haya alguien con carácter permanente en el lugar de Webberly. Usted tiene una buena posibilidad para hacerse con el puesto…

– Siempre que no me meta en problemas, use medias en la oficina, no ofenda a nadie y no me desvíe del camino -contestó ella-. Y supongo que eso incluye también no beber vodka con tónica en horas de servicio, no importa cuál sea la temperatura del día.

– Iba a decir «hasta donde yo sé» -dijo Lynley. Pidió un agua mineral para él.

Ella entrecerró los ojos y frunció el ceño ante la botella de Pellegrino cuando el camarero la dejó en la mesa.

– Usted no aprueba lo que hago, ¿verdad? -dijo-. ¿Se lo dirá a sir David?

– ¿Qué yo no apruebo lo que hace? De hecho, no es así.

– ¿Ni siquiera que beba ocasionalmente un trago estando de servicio? No soy una borracha, Thomas.

– Jefa, no tiene por qué darme explicaciones. Y, en cuanto al resto, no estoy ansioso por convertirme en el soplón de Hillier. Él lo sabe.

– Pero su opinión cuenta para él.

– No me imagino por qué. Si cuenta ahora, sería una novedad.

El sonido de una distendida conversación llegó hasta ellos y, un momento después, dos personas entraron en el bar. Lynley reconoció al violonchelista al instante. Su acompañante era una atractiva mujer asiática que llevaba un vestido elegante y tacones de aguja que resonaban como chasquidos de látigo contra el suelo.

Ella miró a Lynley, pero habló dirigiéndose a Ardery.

– ¿Superintendente? -dijo. Ante el gesto de asentimiento de Ardery, ella se presentó como Zaynab Bourne-. Y él es el señor Matsumoto -añadió.

Hiro Matsumoto se inclinó en una ligera reverencia, aunque también extendió la mano. La estrechó con firmeza y musitó un saludo convencional. Tenía un rostro muy agradable, pensó Lynley. Detrás de las gafas de montura metálica, sus ojos parecían bondadosos. Para tratarse de una celebridad internacional en el mundo de la música clásica, parecía excesivamente humilde. Pidió con suma educación una taza de té. Té verde si tenían, dijo. Si no, té negro estaría bien. Hablaba sin un acento claro. Lynley recordó entonces que había nacido en Kioto, pero había estudiado y tocado en el extranjero durante muchos años.

Ahora actuaba en el Albert Hall, dijo. Estaría en Londres sólo un par de semanas e impartiría una clase magistral en el Royal College of Music. Por pura casualidad vio el retrato robot -que él llamó la interpretación del artista- de su hermano en el periódico y también en las noticias de la televisión.

– Por favor, tiene que creerme -dijo Hiro Matsumoto- cuando le aseguro que Yukio no mató a esa mujer de la que hablan los periódicos. Él no pudo haber hecho eso.

– ¿Por qué? -preguntó Ardery-. Estaba en los alrededores (tenemos un testigo que le vio), y parece que estaba escapando de la escena del crimen.

Matsumoto parecía apenado.

– Tiene que haber una explicación. No importa qué más pudiera ser, no importa qué otras cosas haga, mi hermano Yukio no es un asesino.

Zaynab Bourne dijo a modo de explicación:

– El hermano pequeño del señor Matsumoto sufre de esquizofrenia paranoide, superintendente. Lamentablemente, se niega a tomar su medicación. Pero nunca ha tenido problemas con la Policía desde que llegó a Londres (si comprueba su historial verá que es verdad), y lleva, en general, una vida tranquila. Mi cliente -explicó, con un breve toque en el brazo de Hiro- le ha identificado para que la Policía pueda concentrar sus esfuerzos en otra parte, donde sean pertinentes.

– Es posible que ése sea el caso, me refiero a la esquizofrenia -dijo Ardery-, pero como fue visto huyendo de la zona donde se cometió el asesinato y como parece que se había quitado parte de la ropa y la llevaba apelotonada…

– Ha hecho mucho calor -la interrumpió la abogada.

– … tendrá que ser interrogado. De modo que si sabe dónde se encuentra su hermano, señor Matsumoto, es necesario que nos lo diga.

El violonchelista titubeó. Sacó un pañuelo del bolsillo y lo usó para limpiarse las gafas. Sin ese pequeño blindaje su rostro tenía un aspecto sorprendentemente joven. Lynley sabía que el músico rondaba los cincuenta años, pero podría haber pasado por un hombre quince más joven.

– Primero tengo que explicarles algo -dijo.

Parecía que lo último que Ardery quería era una explicación de nada, pero Lynley sentía curiosidad. Como oficial subalterno de Ardery no era quién para preguntar, pero aun así lo hizo:

– ¿Sí?

Hiro Matsumoto les contó que su hermano era un músico con talento y su hermana era flautista en Filadelfia. Sus padres apasionados por la música les procuraron instrumentos ya de pequeños. Esperaban que aprendiesen, que practicaran mucho y con empeño, que tocasen bien y que destacasen como músicos. Con este objetivo, los tres fueron a clase de música desde pequeños. Supuso un gran coste para sus padres y un sacrificio personal para cada uno de ellos.

– Obviamente -dijo- no existe una infancia normal cuando uno tiene esta clase de… enfoque. -Escogió la última palabra con cuidado-. Finalmente, yo fui a Julliard, Miyoshi estudió en París y Yukio vino a Londres. Al principio todo iba bien. No había nada que indicase que algo funcionara mal. Fue más tarde cuando apareció la enfermedad. Y debido a esto (porque ocurrió en medio de sus estudios), mi padre creyó que Yukio estaba fingiendo. Quizá porque era algo que le superaba y era incapaz de admitirlo. No era el caso, por supuesto. Mi hermano estaba gravemente enfermo. Pero en nuestra cultura y en nuestra familia… -Matsumoto había seguido limpiando los cristales de las gafas mientras hablaba, pero ahora hizo una pausa, se las puso y se las ajustó con cuidado sobre la nariz-. Nuestro padre no es un mal hombre, pero sus creencias son firmes y no pudimos convencerle de que Yukio necesitaba algo más que simplemente leerle la cartilla. Vino a Londres desde Kioto. Le hizo saber a Yukio cuáles eran sus deseos; le dio instrucciones y esperaba que él las siguiera. Puesto que sus instrucciones siempre habían sido obedecidas, mi padre pensó que ya había hecho suficiente. Y, al principio, pareció que así era. Yukio hizo un gran esfuerzo, pero la enfermedad… No se trata de algo que uno pueda hacer desaparecer sólo con desearlo.

Tuvo un colapso, abandonó el conservatorio y simplemente desapareció. Durante diez años estuvo perdido para nosotros. Cuando, finalmente, le encontramos quisimos ayudarle, pero no se le puede obligar. Sus miedos son demasiado grandes. Desconfía de los medicamentos. Tiene terror a los hospitales. Se las ingenia para vivir de su música, y mi hermana y yo hacemos todo lo que podemos para cuidar de él cuando venimos a Londres.

– ¿Y sabe dónde se encuentra su hermano ahora? ¿Dónde está exactamente?

Matsumoto miró a su abogada. Zaynab Bourne se hizo cargo de la conversación.

– Espero que el señor Matsumoto haya dejado perfectamente claro que su hermano está enfermo. Quiere tener la seguridad de que no se tomará ninguna medida que pueda asustarle. Él comprende que Yukio tendrá que ser interrogado, pero insiste en que el enfoque de la Policía debe ser prudente y que cualquier interrogatorio debe llevarse a cabo en mi presencia y con la asistencia de un profesional en salud mental. Mi cliente también insiste en la aceptación y la seguridad por parte de la Policía de que, como su hermano es una persona diagnosticada con una esquizofrenia paranoide no tratada, sus palabras (cualesquiera que pudieran ser una vez que sea interrogado) difícilmente puedan ser usadas en su contra.

Lynley miró a Ardery. Tenía las manos alrededor de su vodka con tónica y los dedos golpeaban levemente contra los costados fríos del vaso. Se había bebido casi todo el contenido durante la conversación y en ese momento acabó el resto.

– Acepto sus condiciones: tendremos cuidado; usted estará allí y también un especialista. El Papa, el ministro del Interior y el primer ministro estarán presentes si así lo desea. Tendrá todos los testigos que le apetezca, pero si él reconoce haber cometido el asesinato, será acusado del crimen.

– Él está gravemente enfermo -dijo la abogada.

– Y nosotros tenemos un sistema legal que será el que determine si es así.

Hubo un breve momento de silencio mientras el violonchelista y su abogada pensaban en ello. Ardery se echó hacia atrás en su silla. Lynley esperó a que ella les recordase que, ahora mismo, estaban protegiendo a alguien que podía ser testigo material de un crimen o, peor aún, el asesino. Pero ella no jugó esa carta y pareció como si supiera que no necesitaba hacerlo.

– Señor Matsumoto -dijo-, hay una realidad muy simple a la que debe hacer frente. Si no nos entrega a su hermano, alguien acabará por hacerlo.

Otro momento de silencio antes de que Matsumoto hablara. Tenía una expresión tan apenada que Lynley sintió una poderosa oleada de compasión hacia él, una sensación tan fuerte que se preguntó si realmente debía dedicarse al trabajo policial en aquella coyuntura de su vida. Todo consistía en llevar a la gente hacia un rincón. Ardery estaba completamente dispuesta a hacerlo, lo sabía, pero pensó que él quizá ya no tenía estómago para esas cosas.

– Mi hermano está en Covent Garden -dijo Matsumoto con voz queda-. Toca el violín allí, como artista callejero, por dinero.

Dejó caer la cabeza, como si admitirlo fuese de alguna manera una humillación. Quizá lo era. Ardery se levantó.

– Gracias -dijo-. No tengo intención de asustarle. -Luego añadió, dirigiéndose a la abogada-: Cuando le tengamos bajo custodia, la llamaré para decirle dónde está. No hablaremos con él hasta que usted esté allí. Puede ponerse en contacto con el experto en salud mental que necesite y traerle con usted.

– Yo querré verle -dijo Matsumoto.

– Por supuesto. También nos encargaremos de eso.

Ardery le saludó con una leve inclinación de cabeza y le indicó a Lynley que debían marcharse.

Lynley le dijo al músico:

– Ha hecho lo correcto, señor Matsumoto. Sé que no ha sido fácil para usted.

En ese momento se dio cuenta de que quería continuar, establecer una especie de camaradería con ese hombre, porque su propio hermano también había tenido problemas en el pasado. Pero las dificultades de Peter Lynley con el alcohol y las drogas eran insignificantes comparado con aquello, de modo que no dijo nada más.


* * *

Isabelle hizo la llamada telefónica una vez que estuvieron en la acera de delante del hotel y de regreso al coche. Tenían a su hombre, le dijo al inspector Hale con tono brusco. Le ordenó que fuera a Covent Garden de inmediato y se llevara un equipo con él. Tendrían que ser cinco efectivos.

– Cuando lleguéis allí desplegaos y buscad a un japonés de mediana edad. Bloqueadle cualquier salida. No os acerquéis a él. Está como un cencerro y es peligroso. Llamadme cuando tengáis su ubicación exacta. Estoy en camino.

Cerró su teléfono móvil y se volvió hacia Lynley.

– Cojamos a esa basura miserable.

Él pareció sorprendido o desconcertado o algo que ella no alcanzó a discernir.

– Es muy probable que este tío sea un asesino, Thomas -dijo ella.

– De acuerdo, jefa.

Lynley contestó educadamente.

– ¿Qué? -dijo ella-. Les daré su jodido psico-lo-que-sea-que-quiera-tipo-de-experto y no hablaré una sola palabra con él hasta que la señorita Tacones de Aguja no esté sentada en su regazo, si es necesario. Pero no pienso arriesgarme a que se escape cuando, por fin, le hemos encontrado.

– No hay ninguna objeción por mi parte.

Pero ella sabía que había algo que a Lynley no le gustaba y le presionó.

– ¿Quizás usted tiene un enfoque mejor de la situación?

– En absoluto.

– Maldita sea, Thomas, si vamos a trabajar juntos tendrá que ser sincero conmigo, aunque para ello deba retorcerle el brazo.

Habían llegado al coche, y él dudó un momento antes de abrir la puerta de su lado. Al menos, pensó ella, parecía haberse curado aparentemente de su tendencia a abrirle la puerta.

– ¿Está segura de eso? -preguntó.

– Por supuesto que estoy segura. ¿Por qué otra razón iba a decirlo? Quiero saber lo que piensa y quiero saberlo cuando lo piensa.

– Entonces, ¿tiene un problema con la bebida? -preguntó él.

No era lo que ella esperaba, pero sabía que tendría que haber estado preparada. El hecho de que no lo estuviera provocó que estallara.

– Bebí un jodido vodka con tónica. ¿Acaso le parezco que estoy borracha perdida?

– ¿Y antes de ese vodka con tónica? -preguntó él-. Jefa, no soy estúpido. Supongo que lo lleva en el bolso. Probablemente se trata de vodka, porque la mayoría de la gente piensa que es inodora. También tiene pastillas de menta o chicle o lo que sea que use para ocultar el olor.

En una respuesta automática y sintiéndose helada hasta las puntas de los dedos, ella dijo:

– Se ha pasado de la raya, inspector Lynley. Se ha pasado tanto de la jodida raya que debería enviarle ya mismo a vigilar un solar en el sur de Londres.

– Puedo entenderlo.

Ella tenía ganas de golpearle. Se le ocurrió pensar que a él no le importaba y que, probablemente, nunca le había importado: las amenazas que se utilizaban contra él para controlarle como policía. Lynley era diferente a los demás porque no necesitaba el trabajo, de modo que si se lo quitaban o le amenazaban con despedirle o actuaban de una manera que colisionara con su aristocrático desagrado, él podía largarse y hacer lo que fuese que hicieran los condes del puto reino si no disfrutaban de un empleo lucrativo. Para ella, aquella situación era más que exasperante. Convertía a Lynley en una bala perdida, alguien que no le debía lealtad a nadie.

– Suba al coche -dijo ella-. Nos vamos a Covent Garden. Ahora.

Viajaron en absoluto silencio a lo largo de la zona sur de Kensington Gardens y luego junto a Hyde Park. Y ella necesitaba un trago. El vodka con tónica había sido el típico vodka con tónica que se bebe en el bar de un hotel: apenas dedo y medio de vodka en el vaso acompañado de la botella de tónica, de modo que ella podía hacer que el trago fuese tan fuerte o débil como le apeteciera. La presencia de Lynley hizo que vaciara toda la botella dentro del vaso y ahora se arrepentía. Estaba arrepentida, joder. También repasó mentalmente todos sus movimientos. Había sido absolutamente precavida. Él estaba intentando adivinar y esperando a ver qué hacía ella al respecto.

– Olvidaré que tuvimos esa conversación en la acera del hotel, Thomas -dijo.

– Jefa -dijo él en un tono que telegrafiaba «como usted quiera».

Ella quería ir más allá. Quería saber; en todo caso, qué le diría a Hillier. Pero hacer cualquier otra mención a ese tema le daría una importancia que ella no podía permitirse.

Estaban tratando de sortear Piccadilly Circus cuando sonó su móvil.

– Ardery -ladró en el pequeño aparato. Era Philip Hale. Había encontrado al tío japonés con el violín.

– En unas escaleras que hay en un patio un poco más allá de…

– El estanco -dijo Isabelle, ya que recordaba que Lynley y ella habían visto a ese maldito artista callejero. Tocaba acompañándose de la música que salía de un radiocasete, llevaba puesto un esmoquin y estaba en el patio inferior delante de un bar de vinos. ¿Por qué demonios no había recordado a ese hombre?

Ese era el tío, dijo Philip Hale cuando ella se lo describió.

– ¿Hay policías uniformados?

No. Todo el mundo iba de paisano. Dos tíos estaban sentados a unas mesas en el patio y el resto estaba… Hale interrumpió la conversación. Luego dijo:

– Joder. Jefa, el tío está guardando sus cosas. Ha apagado la radio y ahora está colocando el violín en… ¿Quiere que le detengamos?

– No. No. No quiero que nadie se acerque a él. Debéis seguirle, pero todo el mundo debe mantenerse alejado. Y bien alejado. No permitáis que vea que le están siguiendo, ¿de acuerdo?

– Entendido.

– Bien hecho, Philip. Llegaremos dentro de unos minutos. -Luego le dijo a Lynley-: Se ha puesto en movimiento. Llévenos allí, por el amor de Dios.

Ella podía sentir los nervios hormigueándole en las puntas de los dedos de los pies. Él, por otra parte, estaba absolutamente tranquilo. Pero una vez que consiguieron atravesar Piccadilly Circus se encontraron con un atasco de taxis que parecía extenderse hasta el infinito.

Ella maldijo.

– Joder, Thomas. Sáquenos de aquí.

Él no contestó. Pero convirtió en una virtud el hecho de ser un antiguo residente en Londres cuando comenzó a desviarse por calles laterales, con tranquilidad, como si estuviera en posesión del Saber. Finalmente aparcó en el momento en que el móvil de Isabelle volvía a sonar.

La voz de Philip Hale dijo:

– Hay una iglesia al suroeste de la plaza.

– ¿Ha entrado allí?

No lo había hecho, le contó Hale. Delante de la iglesia había un jardín y había empezado a tocar el violín en ese lugar, en medio del camino central. Había bancos a ambos lados y la gente se paraba a escucharle.

– Jefa, se ha reunido una verdadera multitud -dijo Hale.

– Llegaremos dentro de un momento -contestó Isabelle. Luego añadió, mirando a Lynley-: ¿Una iglesia?

– Debe de tratarse de la iglesia de San Pablo en Covent Garden.

Cuando llegaron a las inmediaciones del antiguo mercado de flores, él la cogió brevemente del brazo y señaló hacia la iglesia. Ella alcanzó a ver el templo por encima de las cabezas de la multitud, una estructura clásica construida en ladrillo y con ángulos externos en piedra cenicienta. Se dirigió hacia la iglesia, pero el camino no era fácil. Había artistas callejeros por todas partes y cientos de personas que disfrutaban de sus actuaciones: magos, vendedores de globos, bailarines de zapateado, incluso un grupo de mujeres canosas tocando las marimbas.

Isabelle estaba pensando que era el lugar perfecto para que ocurriera algo terrible -cualquier cosa, desde un ataque terrorista hasta un vehículo fuera de control- cuando una súbita conmoción a un costado de la iglesia llamó su atención en el preciso momento en que comenzaba a sonar su móvil. Se escuchó un grito y ella respondió: «¿Qué pasa?». Porque para ella era evidente que algo estaba pasando y mientras lo pensaba, vio a Yukio Matsumoto que se abría paso entre la multitud con el violín en una mano y una expresión de absoluto pánico en el rostro.

Escuchó a Philip Hale al teléfono:

– Nos descubrió, jefa. No sé cómo. Estamos…

– Le veo -dijo ella-. Perseguidle. Si le perdemos aquí, lo habremos perdido para siempre. -Y a Lynley-. Joder. Joder.

El violinista corría entre la multitud. Los gritos de protesta fueron seguidos casi de inmediato por gritos de «¡Policía! ¡Alto! ¡Detengan a ese hombre!» y, a continuación, se produjo una especie de locura colectiva. Porque parte de la oscura historia de la Policía Metropolitana en cuanto a la persecución de cualquiera era un relato que incluía la muerte a tiros de un civil desarmado e inocente en el metro, y nadie quería estar en la línea de fuego. No importaba que estos policías de paisano no estuviesen armados, la muchedumbre ignoraba ese dato. La gente echó a correr en todas direcciones mientras las madres cogían a sus hijos, y los esposos a sus mujeres. Por otro lado, las personas que tenían alguna cuenta que ajustar con la Policía hacían todo lo posible por interponerse en su camino.

– ¿Adonde ha ido? -le preguntó Isabelle a Lynley.

– ¡Allí! -dijo él, y señaló aproximadamente hacia el norte. Ella siguió el gesto con la mirada y vio la cabeza oscilante de un hombre y luego el negro de la chaqueta del esmoquin, y se lanzó tras él, gritando a través del teléfono-. Phillip, se dirige hacia el norte por… ¿Dónde? -le preguntó a Lynley.

– James Street -dijo Lynley-. En dirección a Long Acre.

– James Street… -repitió ella-. En dirección… ¿adónde?… Joder. Hable usted con él. -Le lanzó el móvil a Lynley y echó a correr, abriéndose paso a través de la multitud con gritos de «¡Policía! ¡Policía! ¡Dejen paso!».

Matsumoto había llegado al final de la calle corriendo por el centro de ésta, sin importarle a quien se llevase por delante en su huida. Niños caídos, un kiosco volcado y bolsas de la compra pisoteadas marcaban su estela, pero nadie hizo nada ante los gritos de «¡Deténganle!».

En la persecución, Lynley y ella les llevaban ventaja a Philip Hale y sus hombres. Pero Matsumoto era rápido. Estaba impulsado por el miedo y por cualesquiera demonios que tuviese dentro de la cabeza.

Delante de ella, Isabelle vio que corría directamente hacia Long Acre, donde el sonido estridente de una bocina le indicó que había estado a punto de ser atropellado por un coche. Aceleró la carrera a tiempo para ver que Matsumoto se desviaba a toda velocidad por otra calle. Corría como si su vida dependiese de esa huida, el violín aferrado contra el pecho, el arco perdido hacía rato.

Isabelle le gritó a Lynley:

– ¿Adónde lleva esa calle? ¿Adónde se dirige Matsumoto?

– Shaftesbury Avenue -le dijo Lynley, y luego a través del teléfono móvil-. Philip, ¿puedes alcanzarle por otra ruta? Está a punto de cruzar Shelton Street. No presta atención adónde se dirige o a lo que hay a su alrededor. Si consigue llegar a Shaftesbury… Sí. Sí. De acuerdo. -Entonces se dirigió a Isabelle-. Habrá policías uniformados en alguna parte cerca de aquí. Hale ha avisado a la Met.

– Joder, no queremos policías uniformados, Thomas.

– No tenemos alternativa.

Continuaron corriendo tras él. Matsumoto golpeaba peatones a diestro y siniestro. Chocó contra un cartel de anuncio del Evening Standard. Ella pensó que ya le tenían porque el vendedor consiguió cogerle de un brazo al tiempo que le gritaba, «¡espera un momento, coño!». Pero Matsumoto empujó al hombre contra el escaparate de una tienda con enorme violencia. El cristal se rajó y luego estalló en una lluvia de fragmentos que cubrieron la acera.

Llegó a Shaftesbury Avenue. Giró hacia la derecha. Isabelle esperó en vano que hubiese un policía uniformado, porque cuando Lynley y ella doblaron en la esquina, pudo ver el peligro y comprendió en una fracción de segundo lo que probablemente pasaría si no le detenían ahora mismo.

Algo que no podían hacer. «No» lo podían hacer.

– ¿Qué es este lugar? -le preguntó a Lynley. Él había conseguido alcanzarla y la había adelantado, pero ella le seguía de cerca.

– High Holborn, Endell, New Oxford… -Su respiración era agitada-. No podemos dejar que cruce.

Ella lo sabía muy bien. Coches, taxis, camiones y autobuses desembocaban en este lugar…, y desde todas las direcciones.

Sin embargo, Matsumoto tenía toda la intención de cruzar, y eso fue lo que hizo, sin mirar a derecha o izquierda, como si estuviese corriendo en un parque y no por una calle congestionada de tráfico.

El taxi que le atropelló no tuvo ninguna posibilidad de frenar. Llegó desde el noreste y, al igual que todos los demás medios de transporte en la vasta confluencia de calles que vomitaban docenas de vehículos en toda dirección, llegó velozmente. Matsumoto había salido disparado de la acera, había intentado cruzar la calle y el taxi le había alcanzado de lleno. Su cuerpo había salido despedido en un espeluznante vuelo.

– ¡Dios bendito! -Isabelle oyó el grito de Lynley. Y luego él comenzó a gritar por el teléfono-. ¡Philip! ¡Philip! Le ha atropellado un coche. Consigue una ambulancia enseguida. En Shaftesbury Avenue, cerca de Saint Giles High Street -añadió mientras alrededor de ellos el chirrido de los frenos y el estruendo de las bocinas llenaban el aire, mientras el taxista saltaba fuera de su coche y (con las manos en la cabeza) corría hacia el cuerpo desmadejado de Yukio Matsumoto; un conductor de autobús se unió a él y luego otros tres, hasta que el violinista quedó oculto a la vista.

– ¡Policía! ¡Policía! ¡Atrás! ¡No le mováis! -gritó Lynley.

Y mientras tanto ella se daba cuenta de que había tomado la decisión equivocada -la peor de las decisiones- al ordenar que un equipo fuese detrás de ese hombre.


* * *

Cuando accedió a formar parte de la brigada criminal de Isabelle Ardery para esta investigación, el último sitio que Lynley habría considerado como uno de los lugares donde quizá tuviese que presentarse era la sala de Accidentes y Urgencias del Hospital Saint Thomas, los mismos corredores y habitaciones en los que había tenido que tomar la decisión de dejar morir a Helen y a su hijo. Pero allí fue donde la ambulancia llevó a Yukio Matsumoto. Cuando Lynley atravesó las puertas de entrada a la silenciosa sala de heridos, fue como si el tiempo no hubiera pasado entre aquel momento y las horas posteriores a lo que le había ocurrido a su esposa. Los olores eran los mismos: antisépticos y productos de limpieza. Las vistas eran como habían sido entonces: las sillas azules unidas entre sí y alineadas contra las paredes, los tableros de anuncios acerca del sida, otras enfermedades de transmisión sexual y la importancia de lavarse las manos con frecuencia. Los sonidos seguían siendo universales: la llegada de las ambulancias, la precipitación de los pasos, órdenes exigentes impartidas a viva voz mientras las camillas transportaban a los heridos a las áreas donde los examinaban. Lynley veía y oía todo esto, y fue transportado al momento en que entró allí y se enteró de que a su esposa le habían disparado en la escalera de entrada de su casa, que la ayuda había tardado veinte minutos en llegar, y que en ese tiempo Helen se había quedado sin oxígeno mientras su corazón bombeaba sangre inútilmente a la cavidad de su pecho. Era todo tan real que se quedó sin aliento, se paró en seco y no volvió en sí hasta que oyó que Isabelle Ardery pronunciaba su nombre.

Su tono de voz le aclaró la cabeza. Ella le estaba diciendo «…policías uniformados aquí, las veinticuatro horas, dondequiera que esté, dondequiera que le lleven. Joder, qué desastre. Le dije que no debían acercarse a él».

Se percató de que ella se estaba retorciendo las manos y pensó absurdamente que nunca había visto a nadie que lo hiciera, si bien había leído esa expresión a menudo en los libros, como indicativo de la ansiedad de una persona. No había duda de que ella estaba abrumada por la ansiedad. ¿ La Policía Metropolitana persigue a alguien que acaba en el hospital? No importaba que se hubiesen identificado mientras le perseguían. No sería ésa la versión que darían los periódicos, y ella lo sabía. También sabía que la principal y primera cabeza que rodaría -si se reducía a eso- sería la suya.

Las puertas se abrieron. Philip Hale entró con una expresión desencajada. El sudor le recorría las sienes y le perlaba la frente. Se había quitado la chaqueta. Tenía la camisa adherida al cuerpo.

Ardery se movió. Le cogió del brazo, le puso contra la pared, y ya estaba a escasos centímetros de su cara antes de que Hale hubiese advertido siquiera que ella estaba en la habitación.

– ¿Escucha usted alguna puta vez lo que le dicen? Le dije claramente que no debían acercarse a ese hombre.

– Jefa, yo no…

– Si le perdemos, Philip, usted cargará con la culpa. Me encargaré personalmente de que así sea.

– Pero, jefa…

– Bajo revisión, en el dique seco, en la garita. Lo que sea necesario para que me preste atención, porque cuando yo digo que no debe acercarse a un sospechoso, no quiero decir ninguna otra jodida cosa, de modo que dígame, por todos los malditos santos dígame, Philip, qué parte de eso no entendió, porque tenemos a un hombre que fue atropellado por un coche y es probable que muera. Y si piensa que alguien va a pasar página y fingir que no ha ocurrido nada, entonces será mejor que tenga otra jodida idea sobre este asunto y será mejor que sea ahora mismo.

El inspector desvió la mirada hacia Lynley. No podía haber, Lynley lo sabía, un policía mejor y una persona más decente que Philip Hale. Cuando le daban una orden la seguía al pie de la letra, que era precisamente lo que había hecho en este caso y todos los demás lo sabían.

– Algo le asustó, jefa -dijo Hale-. Un momento estaba tocando el violín y al momento siguiente estaba huyendo a toda carrera. No sé por qué. Juro por Dios…

– Lo jura por Dios, ¿verdad? -Ella le sacudió el brazo. Lynley pudo ver la tensión en sus dedos; la presión debía de ser intensa porque las puntas de los dedos estaban rojas y la piel debajo de las uñas se había vuelto carmín-. Oh, eso es muy bonito, Philip. Coja el toro por los cuernos. Asuma la responsabilidad. No tengo tiempo para hombres que gimotean como…

– Jefa. -Lynley intervino con calma-. Ya está bien.

Ardery abrió los ojos como platos. Él pudo ver que se había comido la pintura de labios y lo que reemplazaba el color en su rostro eran dos círculos de furia roja en las mejillas. Antes de que pudiese responder, él dijo con tono urgente:

– Tenemos que ir a ver a su hermano y explicarle lo que ha pasado.

Ella intentó decir algo, pero Lynley añadió:

– No queremos que se entere por las noticias. No deseamos que nadie importante para la investigación se entere de ese modo.

Con eso Lynley se refería a Hillier y ella tendría que haberlo sabido, aun cuando estuviese dominada por demonios que él reconocía muy bien, pero que nunca había entendido realmente.

Ardery soltó el brazo de Hale.

– Vuelva a jefatura -le dijo, y luego dirigiéndose a Lynley-: Ya son dos veces. Queda advertido.

– Entendido -dijo él.

– Y eso no supone ninguna jodida diferencia, ¿verdad? -Luego se volvió nuevamente hacia Philip Hale-. ¿Es usted idiota, Philip? ¿No ha oído lo que acabo de decirle? ¡Vuelva a jefatura!

Philip Hale pasó su mirada de Ardery a Lynley, y nuevamente a Ardery.

– Jefa -dijo asintiendo brevemente, y se marchó. Lynley vio que sacudía la cabeza cuando se alejaba.

– Tratemos de localizar a su hermano -dijo Ardery, y comenzó a pasearse.

Mientras Lynley hacía las llamadas necesarias no dejó de observarla. Se preguntó en qué momento haría otra visita al lavabo, porque tenía muy pocas dudas de que necesitaba desesperadamente un trago.

Sin embargo, durante los cuarenta minutos que ambos esperaron a que la abogada de Hiro Matsumoto localizara al violonchelista y le llevase al hospital Saint Thomas, la superintendente interina permaneció en la sala de espera, por lo que Lynley desarrolló un reticente respeto por la forma en que se controlaba. Ardery hizo las llamadas apropiadas a la jefatura, informando de lo sucedido a la oficina de prensa y pasando también la información a la oficina de Hillier. El subinspector jefe, supuso Lynley, le daría a Ardery un buen rapapolvo. No había nada que Hillier odiase más que tener mala prensa. La mitad de Londres podía dispararle a la otra mitad en la calle y Hillier estaría menos preocupado que si la portada de un tabloide fuera: Más brutalidad policial.

Cuando finalmente llegaron, Hiro Matsumoto estaba mucho más tranquilo que su abogada, que echaba fuego por la boca y amenazaba con iniciar acciones legales, nada de lo cual resultaba una sorpresa. Solamente interrumpió su monólogo cuando se les unió el médico que había recibido al violinista y había atendido sus lesiones. Era un hombre muy pequeño, con orejas muy grandes y extrañamente transparentes y llevaba una placa de identificación en la que se leía Hogg. Habló directamente con Hiro Matsumoto, reconociéndole sin duda como la persona que estaba relacionada más íntimamente con el hombre herido. El médico ignoró a los demás.

Un hombro fracturado y una cadera rota fue lo que les dijeron primero, lo que sonaba esperanzador considerando lo terribles que podrían haber sido las consecuencias del accidente. Pero, a continuación, el doctor Hogg añadió a la mezcla una fractura de cráneo y hematoma subdural agudo, además del hecho de que el tamaño de la herida provocaría un peligroso incremento de la presión intracraneal, que a su vez causaría daños en el delicado tejido cerebral si no hacían algo inmediatamente. Ese algo era descompresión, practicada sólo mediante una intervención quirúrgica. Yukio Matsumoto estaba siendo preparado para ingresar en quirófano mientras ellos hablaban.

– Ese hombre es sospechoso de asesinato -informó Isabelle Ardery al médico-. Es necesario que hablemos con él antes de que hagan cualquier cosa para dejarle inconsciente.

– El paciente no está en condiciones… -comenzó a decir el médico, sólo para ser interrumpido tanto por el hermano como por la abogada del hermano.

Uno dijo: «Mi hermano no mató a esa mujer», mientras la otra decía: «Usted sólo debe hablar conmigo, señora, y quiero asegurarme de que eso quede muy claro. Y si se acerca a Yukio Matsumoto sin mi conocimiento…».

– No me amenace -la interrumpió Isabelle Ardery.

– Lo que haré, lo que pienso hacer, es averiguar exactamente qué fue lo que hizo que las cosas se desarrollaran de esta increíble manera y, cuando lo haya hecho, se encontrará sometida a un escrutinio legal como no ha visto en su vida. Espero haberme expresado con absoluta claridad.

El médico dijo bruscamente:

– Mi interés es el herido y no la disputa que mantienen ustedes dos, señoras. El paciente será operado y no hay nada más que hablar.

– Por favor -dijo Hiro Matsumoto con voz apacible. Tenía los ojos húmedos-. Mi hermano. ¿Vivirá?

La expresión de médico se suavizó.

– Es una herida traumática, señor Matsumoto. Haremos todo lo que esté en nuestras manos.

Cuando el médico se marchó, Isabelle Ardery habló, dirigiéndose a Lynley:

– Necesitamos recoger su ropa para el análisis forense.

– Eso ya lo veremos -intervino Zaynab Bourne.

– Es el principal sospechoso en una investigación criminal -replicó Ardery-. Tendremos la orden correspondiente y nos llevaremos la ropa, y si tiene algún problema con eso, puede presentar su queja a través de los canales apropiados. -Se dirigió a Lynley-: También quiero a alguien asignado aquí, alguien que sea capaz de controlar cualquier situación que se pueda producir. En el momento en que el sospechoso esté en condiciones de hablar, queremos que un oficial esté en la habitación con él.

Luego se volvió hacia Hiro Matsumoto y le preguntó si podía decirles dónde vivía su hermano.

Su abogada estaba a punto de protestar, pero Matsumoto dijo:

– No, por favor, señora Bourne. Creo que es en interés de Yukio que aclaremos este asunto cuando antes.

– Hiro, usted no puede…

La señora Bourne alejó a Matsumoto de Ardery y Lynley. Le habló al oído con gestos imperativos y él la escuchó con expresión seria. Pero el resultado final no fue diferente. Él sacudió la cabeza. Ambos intercambiaron algunas palabras más y Zaynab Bourne se dirigió hacia la puerta de salida al tiempo que abría su teléfono móvil. Lynley tenía muy pocas dudas de que la abogada poseía recursos, que estaba intentando poner en marcha en ese momento, para encender una hoguera debajo de los pies de la Policía Metropolitana.

Hiro Matsumoto regresó adonde estaban los policías.

– Vamos. Les llevaré allí.


* * *

Isabelle llamó al subinspector jefe Hillier cuando cruzaban el río, en dirección a Victoria Embankment para evitar Parliament Square. Previamente había hablado sólo con la secretaria de Hillier, agradecida por la oportunidad de ensayar cómo proporcionar la información que probablemente pondría al subinspector jefe en órbita. Hillier dijo, a modo de saludo: «Cuénteme». Isabelle, consciente de la presencia de Hiro Matsumoto en el asiento trasero del coche, le proporcionó la menor cantidad de información posible. Concluyó su informe con:

– En este momento se encuentra en el quirófano. Su hermano está con nosotros. Nos dirigimos a la casa del sospechoso.

– ¿Tenemos a nuestro hombre?

– Es muy posible.

– Considerando la situación, no necesito que sea posible. Necesito que sea probable. Necesito que sea sí.

– Eso lo sabremos muy pronto.

– Dios quiera que así sea. Venga a mi despacho cuando haya terminado. Necesitamos reunimos con Deacon.

Ella no sabía quién demonios era Deacon, pero no pensaba pedirle a Hillier que lo identificase. Dijo que estaría allí tan pronto como pudiese y, cuando acabó la conversación, se lo preguntó a Lynley.

– Es el jefe del Departamento de Prensa -le contestó-. Hillier está organizando a la caballería.

– ¿Cómo me preparo?

Lynley negó con la cabeza.

– Nunca he sabido cómo hacerlo.

– Philip metió la pata en esto, Thomas.

– Eso es lo que usted piensa.

La manera en que pronunció esas palabras, como una afirmación, pareció una manifestación de su opinión personal, una valoración. Y también, tal vez, una declaración de su lealtad.

No volvieron a hablar, simplemente viajaron envueltos en un tenso silencio hasta Charing Cross Road, desde donde Hiro Matsumoto les dirigió hacia el cruce con Denmark Street. Allí una estructura de ladrillo rojo de ocho plantas alojaba un bloque de viviendas llamado Shaldon Mansions, cuyos bajos estaban ocupados por una serie de tiendas, temáticamente similares, todas de música, que se extendían calle abajo -venta de guitarras, baterías y diferentes tipos de instrumentos de viento-, y más adelante había kioscos de periódicos, tiendas de maletas, cafés y librerías. La entrada a los apartamentos consistía en una abertura encajada entre un kiosco llamado Keira News y una tienda apodada Mucci Bags. Cuando se dirigían hacia allí, Isabelle advirtió que Lynley ralentizaba el paso, de modo que se volvió para encontrarle mirando fijamente el edificio. Ella preguntó: «¿Qué?», y él dijo: «Paolo di Fazio».

– ¿Qué pasa con él?

– Aquí es donde le trajo Jemima Hastings. -Señaló con la cabeza la entrada del edificio-. La noche en que se conocieron. Él dijo que le había llevado a un piso que estaba encima de Keira News.

Isabelle sonrió.

– Bien hecho, Thomas. De modo que ahora sabemos cómo llegó Yukio a conocer a Jemima.

– Saber que ellos quizá se conocían no significa… -dijo Hiro Matsumoto.

– Por supuesto que no -interrumpió Isabelle, bruscamente. Cualquier cosa con tal de mantenerle en movimiento. Cualquier cosa con tal de que los llevase al apartamento de su hermano, ya que no parecía que hubiera ningún conserje que les indicase cuál era.

El violonchelista, lamentablemente, no tenía la llave. Pero, tras tocar varios timbres, golpear otras tantas puertas y formular algunas preguntas aquí y allá, acabaron en Keira News. Allí la identificación de Isabelle hizo que apareciera una llave maestra para todos los pisos en Shaldon Mansions, conservada por el dueño de la tienda, quien cumplía la doble función de receptor de paquetes y contacto de urgencia en caso de que se produjera una situación de crisis en el edificio.

Indudablemente, era un momento crítico, como se encargó de explicar Isabelle al dueño de Keira News. El hombre le entregó la llave y estaban a punto de marcharse cuando Lynley se detuvo para preguntarle por Jemima Hastings. ¿La conocía? ¿La recordaba? ¿Ojos inusuales, uno verde y el otro marrón?

Los ojos fueron la clave. Ella efectivamente había vivido en Shaldon Mansions, en un estudio con baño compartido, muy similar al que estaban tratando de acceder.

Este dato confirmó otra conexión entre Yukio Matsumoto y Jemima Hastings, y el hecho alegró enormemente a Isabelle. Una cosa era relacionarlos a través de Covent Garden, otra cosa muy distinta era relacionarlos a través del lugar donde ambos vivían. Las cosas estaban mejorando.

El estudio de Yukio estaba en la quinta planta del edificio, un lugar donde la amplitud de los pisos inferiores se reducía a gabletes escalonados y un tejado con mansarda. En ese exiguo espacio las habitaciones se abrían a un corredor estrecho donde el aire era tan viciado que probablemente no se hubiese ventilado desde la primera guerra del Golfo.

Dentro del estudio de Yukio Matsumoto la atmósfera era opresivamente calurosa, y todo el lugar estaba perturbadoramente decorado con figuras del suelo al techo dibujadas en las paredes con rotuladores. Las figuras, a docenas, surgían con aspecto amenazador desde todas partes. Un ligero examen indicó que representaban ángeles.

– En nombre de Dios, qué… -susurró Isabelle mientras, junto a ella, Lynley sacó sus gafas de leer para estudiar más detenidamente las figuras garabateadas en las paredes. Detrás de ella, oyó que Hiro Matsumoto lanzaba un suspiro trémulo. Le miro. Parecía infinitamente triste.

– ¿Qué es todo esto? -preguntó Isabelle.

La mirada del violonchelista se paseó de un dibujo a otro.

– Él cree que le hablan. La horda celestial.

– ¿La qué?

– Las diferentes clases de ángeles -dijo Lynley.

– ¿Es que hay más de una clase?

– Hay nueve clases de ángeles.

Y sin duda podría enumerarlos, pensó Isabelle con malhumor. Bueno, ella no quería saber -tampoco necesitaba saberlo- las categorías de los lo-que-fuesen celestiales. Lo que ella necesitaba saber era qué relación tenía eso, si es que había alguna, con la muerte de Jemima Hastings. No se le ocurrió nada. Pero Hiro dijo:

– Ellos combaten por él. En su cabeza, por supuesto, pero él los oye y a veces piensa que también puede verlos. Lo que él ve son personas; puesto que en el pasado los ángeles se presentaban con apariencia humana. Y, por supuesto, siempre se los describe con forma humana en el arte y en los libros y, debido a eso, él cree que es uno de ellos. Yukio cree que le están esperando para que manifieste su intención. Es el núcleo de su enfermedad. Sin embargo, eso demuestra que no ha hecho daño a nadie, ¿verdad?

Isabelle contempló los dibujos mientras Lynley recorría la habitación lentamente, con la mirada fija en las paredes. Había ángeles que descendían a estanques donde los seres humanos yacían apiñados y con los brazos extendidos en un gesto de súplica; había ángeles que conducían a demonios a trabajar en un templo que se alzaba a lo lejos; había ángeles con trompetas, ángeles que llevaban libros, ángeles con armas, y una enorme criatura con las alas desplegadas que dirigía un ejército, mientras cerca de allí otra criatura provocaba la destrucción de una ciudad de apariencia bíblica. Y una sección completa de la pared parecía representar una lucha entre dos tipos de ángeles: uno con armas y el otro con las alas desplegadas para cubrir a los seres humanos encogidos de miedo debajo de ellas.

– Él cree que debe elegir -dijo Hiro Matsumoto.

– ¿Elegir qué? -preguntó Isabelle.

Vio que Lynley se había desplazado hacia una cama estrecha, en cuya mesilla de noche había una lámpara, un libro y un vaso de agua de aspecto cristalino. Cogió el libro y lo abrió. De su interior cayó una tarjeta, y él se inclinó para recogerla del suelo mientras Hiro Matsumoto contestaba a la pregunta de Isabelle.

– Entre el ángel guardián y el ángel guerrero -dijo-, para proteger o para… -Él dudó, de modo que Isabelle acabó la frase.

– Para castigar -dijo-. Bien, parece que finalmente hizo su elección, ¿verdad?

– Por favor, él no…

– Jefa.

Lynley estaba mirando la tarjeta. Ella cruzó la habitación hacia su compañero. Vio que se trataba de otra de las tarjetas postales de la National Portrait Gallery con la fotografía de Jemima Hastings. También llevaba escrito «¿Ha visto a esta mujer?», pero encima de la imagen del león dormido habían garabateado un ángel como los que decoraban las paredes de la habitación. Tenía las alas desplegadas para crear un escudo, pero no llevaba armas en las manos.

– Parece como si se inclinase por la protección, no por el castigo -dijo Lynley.

Isabelle estaba a punto de decirle que no parecía nada de eso cuando el hermano de Yukio lanzó un grito. Ella se volvió rápidamente. Vio que Hiro se había acercado al lavamanos de la habitación y estaba mirando fijamente algo que había en el borde.

– ¡Aléjese de eso! -dijo con voz autoritaria, y recorrió la habitación a grandes zancadas para ver lo que Matsumoto había encontrado.

Fuese lo que fuese estaba cubierto con una costra de sangre. De hecho, estaba cubierta con una costra de tanta sangre que, aparte de su forma, era algo indefinible.

– Ah -dijo Isabelle-. Ya lo creo. No toque nada, señor Matsumoto.


* * *

La hora del día limitaba las posibilidades de aparcamiento en la zona de Chelsea. Lynley se vio obligado a caminar desde Carlyle Square. Cruzó King's Road y se dirigió hacia el río por Old Church Street. Mientras hacía este camino consideró las diversas maneras en que podía evitar un encuentro con el subinspector jefe Hillier en los próximos días y las diversas maneras en las que quizá pudiese adornar lo que había estado experimentando junto a Isabelle Ardery en el caso de que fuese inevitable una conversación con Hillier.

Quería darle carta blanca a Ardery. Era nueva en el puesto de superintendente y estaba ansiosa por demostrar su valía. Pero él también quería que se hiciera un arresto adecuado cuando llegase el momento de hacer un arresto, y no estaba convencido de que Yukio Matsumoto fuese culpable del asesinato. De que era culpable de algo no había ninguna duda. Pero asesinato… Lynley no lo veía así.

– Eso es a causa del hermano -le dijo Isabelle bruscamente cuando regresaban a Scotland Yard-. Usted le admira, y por eso quiere creer todo lo que dice. Pues yo no.

En el centro de coordinación reinaba un silencio inusual en la última reunión del día. Los otros oficiales sabían lo que había sucedido con Yukio Matsumoto en la calle, así que podía ser una de las causas de sus reticencias. La otra, sin embargo, era el incidente entre Isabelle Ardery y Philip Hale en el hospital Saint Thomas. Era un caso claro de telégrafo, teléfono, díselo-a-un-poli. Incluso si Philip no les hubiese explicado nada al resto del equipo, ellos se habrían dado cuenta de que algo pasaba simplemente al ver su comportamiento.

A última hora de la tarde aún no había llegado ninguna información adicional del hospital sobre el estado de Yukio Matsumoto, de modo que actuaban bajo la premisa de «si no hay noticias, eso son buenas noticias». Un oficial especializado en las escenas del crimen había sido enviado al estudio del violinista, y habían mandado el objeto sanguinolento lleno de costras al departamento forense para que se practicase un análisis completo. Todo el material requisado estaba siendo analizado y comprobado: las herramientas para tallar en madera de Marlon Kay estaban limpias; todas las herramientas de esculpir recogidas en el estudio próximo a Clapham Junction también estaban limpias. El paradero de Frazer Chaplin el día del asesinato había sido confirmado por sus colegas de la pista de hielo, por sus colegas en el hotel Dukes y por Bella McHaggis. El paradero de ella había sido confirmado por un estudio de yoga y sus vecinos. Aún quedaba la cuestión de si Abbott Langer realmente había sacado a pasear al perro, como declaró que había hecho aquel día, y de ser así, por dónde, y la presencia de Paolo di Fazio en Jubilee Market Hall, que podría haberse aplicado a cualquier día o a ninguno, porque realmente nadie le prestó demasiada atención. Probablemente sí estuvo allí, y probablemente era suficiente para la superintendente Ardery. Tenía grandes y fundadas esperanzas de que se pudiesen presentar cargos contra Yukio Matsumoto tan pronto como se recibiese el resto de los informes forenses.

Lynley tenía sus dudas acerca de esto, pero optó por no decir nada. Cuando acabó la reunión, se acercó al juego de tableros y dedicó varios minutos a estudiar el material que había en ellos. Examinó una de las fotografías en particular, y cuando abandonó Victoria Street, se llevó una copia con él. Era, en parte al menos, el motivo que le había llevado a Chelsea; por eso no había regresado directamente a su casa.

Resultó que Saint James no estaba en casa. Pero Deborah sí y acompañó a Lynley al comedor. Allí había dispuesto todo lo necesario para el té de la tarde, pero no era apto para consumo. Estaba tratando de decidir si quería dedicarse a la fotografía gastronómica, le dijo. Cuando se le ocurrió la idea de hacerlo, había pensado que era «más bien un insulto al "extremadamente" elevado arte de mis sueños», dijo ella.

– Pero como el «extremadamente» elevado arte de mis sueños no supone precisamente ganar grandes sumas de dinero, y como odio la idea de que el pobre Simon mantenga a su pseudoartística esposa en su senectud, pensé que fotografiar comida podía ser lo que necesito hasta que me descubran como la próxima Annie Leibovitz.

El éxito en este terreno, le explicó Deborah, se basaba en la iluminación, el atrezo, los colores y las formas. Además había consideraciones relativas a llenar excesivamente las fotografías, a sugerir que el observador sea realmente «parte» de la escena y a centrarse en la comida sin descuidar la importancia de la atmósfera.

– En realidad estoy experimentando -admitió-. Te diría que tú y yo podemos comernos todo esto cuando haya acabado, pero no te lo aconsejaría, porque los bollos los he hecho yo.

Deborah había creado toda una escena, comprobó Lynley, algo sacado directamente del Ritz, con todo lo necesario, desde una bandeja de plata con pequeños bocadillos hasta un bol lleno de nata cuajada. Incluso había un cubo para el hielo con una botella de champán en un rincón y, mientras Deborah hablaba acerca de todas esas cosas, desde el ángulo del fotógrafo hasta cómo se creaban lo que daba la impresión de ser gotas de agua sobre las fresas, Lynley reconoció en su conversación el esfuerzo por recuperar la normalidad en su relación.

– Estoy bien, Deb. Es difícil, como cabría esperar, pero voy encontrando mi camino.

Deborah evitó su mirada. Una rosa colocada en un florero necesitaba un retoque, y se encargó de ello antes de contestar con voz apacible:

– La echamos terriblemente de menos. Sobre todo Simon. A él no le gusta decirlo. Creo que piensa que empeoraría las cosas. Para mí y para él. No sería así, por supuesto. ¿Cómo podría hacerlo? Pero está todo mezclado.

– Siempre hemos sido una especie de maraña, nosotros cuatro, ¿verdad? -dijo Lynley.

Ella alzó la vista, pero no contestó.

– Todo se arreglará -prosiguió él. Quería decirle que el amor era una cosa extraña, que cruzaba sobre las divisorias de aguas, se desdibujaba y se redescubría a sí mismo. Pero sabía que ella ya lo había entendido, porque lo estaba viviendo, igual que él. De modo que dijo-: ¿Simón no está en casa? Tengo algo que quería enseñarle.

– Debe estar al llegar. ¿Qué tienes para él?

– Una fotografía -contestó, y, mientras lo decía, comprendió que podían existir algunas fotos adicionales que podrían servirle de ayuda-. Deb, ¿tienes fotos de la inauguración de la muestra en la Portrait Gallery? -preguntó.

– ¿Te refieres a mis fotografías? No llevé mi cámara.

No, le dijo él. Se refería a fotos publicitarias. ¿Había alguien en la National Portrait Gallery aquella noche que hiciera fotografías de la inauguración de la exposición organizada por Cadbury? ¿Quizá para utilizarlas en un folleto, tal vez para una revista o un periódico?

– Ah -dijo Deborah-. ¿Estás hablando de fotos de celebridades y futuras celebridades? ¿La gente guapa que sostiene copas de champán y exhibe su bronceado de cabina y la obra que han hecho con sus dentaduras? No puedo decir que hayan acudido muchas de esas personas, Tommy. Pero sí se tomaron algunas fotografías. Ven conmigo.

Deborah le llevó al estudio de Simon, una habitación que daba a la fachada de la casa. Allí, de un antiguo Canterbury junto al escritorio de Simon, rescató un ejemplar de ¡Hola!, hizo una mueca y dijo:

– Aquél fue un día un tanto pobre en cuanto a eventos sofisticados en la ciudad.

Hola! había hecho su trabajo habitual con aquellos personajes que podían ser considerados como la «gente guapa». Aquellas personas habían posado encantadas para los fotógrafos. Era una gratificante doble página llena de fotos.

A la exposición fotográfica había asistido una verdadera multitud. Lynley reconoció a unos cuantos personajes influyentes de la sociedad londinense, además de aquellos que ansiaban convertirse en parte de ella. Entre las fotografías había también algunas instantáneas tomadas sin que los personajes posaran y, entre ellas, encontró a Deborah y Simon hablando con Jemima Hastings y un hombre de semblante lóbrego y cuyo aspecto sugería problemas. Lynley esperaba enterarse de que el tipo era uno de los hombres relacionados con la chica muerta, pero le sorprendió saber que estaba mirando a Matt Jones, la nueva pareja de Sidney Saint James, la hermana pequeña de Simon.

– Sidney está realmente loca por él -dijo Deborah-. Simon, por su parte, piensa que ella, simplemente, está loca. Él es un misterio. Me refiero a Matt, no a Simon, por supuesto. Acostumbra a desaparecer de golpe durante semanas y dice que está fuera, trabajando para el Gobierno. Sidney piensa que es un espía. Simon cree que es un asesino a sueldo.

– ¿Y qué crees tú?

– Nunca consigo arrancarle más de diez palabras, Tommy. Para serte sincera, ese hombre me pone un poco nerviosa.

Lynley encontró una foto de Sidney: alta, flexible, componiendo una pose con una copa de champán en la mano y la cabeza echada hacia atrás. Se suponía que era espontánea -de hecho, estaba conversando con un hombre moreno que estaba tomándose su bebida de un sólo trago-, pero no era casual que Sidney fuese modelo profesional. A pesar de la multitud que los rodeaba, ella sabía muy bien cuándo una cámara la estaba enfocando.

Había otras fotografías, espontáneas y preparadas. Necesitaban un examen más detenido. En realidad, en el archivo de la revista tendrían probablemente un montón de fotos que ni siquiera habían sido impresas en estas páginas, y Lynley se dio cuenta de que podrían ser valiosas y de que quizá mereciera la pena seguirles la pista. Le preguntó a Deborah si podía quedarse con la revista. Ella dijo que sí, por supuesto. ¿Creía él que el asesino de Jemima había estado allí?

Era posible. No había que dejar cabo suelto.

En ese momento, Saint James llegó. La puerta principal se abrió y oyeron sus pasos irregulares en la entrada. Deborah se acercó a la puerta del estudio y dijo:

– Tommy está aquí, Simon. Quiere verte.

Saint James se reunió con ellos. Se produjo un momento incómodo en el cual el viejo amigo de Lynley evaluó su estado -y Lynley se preguntó cuándo llegaría el día en que los momentos incómodos con los amigos fueran una cosa del pasado- y luego dijo:

– Tommy. Necesito un whisky. ¿Tú?

Lynley no lo necesitaba, pero aceptó:

– No diría que no.

– ¿Lagavulin, entonces?

– ¿Soy una ocasión especial?

Saint James sonrió. Fue hasta el carrito de las bebidas que había debajo de la ventana y sirvió dos vasos, además de un jerez para Deborah. Les entregó las bebidas y luego le dijo a Lynley:

– ¿Me has traído algo?

– Me conoces demasiado bien.

Lynley le dio la copia de la fotografía que había cogido del centro de coordinación. Mientras lo hacía, le contó a su amigo parte de lo que había pasado ese día: Yukio Matsumoto, la persecución a través de las calles, el accidente en Shaftesbury Avenue. Luego le habló del objeto que habían encontrado en la habitación del violinista, y acabó con la conclusión de Ardery de que tenían a su hombre.

– Considerándolo bien, parece bastante razonable -contestó el otro-. Pero ¿te muestras reacio a aceptarlo?

– Me parece que el móvil del crimen es una dificultad.

– ¿Amor obsesivo? Dios sabe que eso sucede muy a menudo.

– Si hay alguna obsesión implicada en este asunto, parece más probable que sean los ángeles. Los tiene pintados en todas las paredes de su habitación.

– ¿De verdad? Eso es curioso.

Saint James se concentró en la fotografía.

Deborah se acercó a su esposo.

– ¿Qué es esto, Tommy? -preguntó.

– Lo encontraron en el bolsillo de Jemima. El SO7 dice que se trata de cornalina, pero eso es todo lo que sabemos por el momento. Esperaba que os sugiriese algo. O a falta de eso…

– ¿Qué yo pudiese conocer a alguien que fuera capaz de determinar qué es? Deja que lo examine más detenidamente. -Saint James fue hasta el escritorio, donde utilizó una lupa para estudiar la foto-. Está muy gastada, ¿verdad? El tamaño sugiere que es una piedra de un anillo de hombre, o quizá del pendiente de una mujer. O un broche, supongo.

– Pedrería, en cualquier caso -convino Lynley-. ¿Qué me dices del grabado?

Saint James se inclinó sobre la foto. Después de un momento, dijo:

– Bueno. Es pagano. Eso es obvio, ¿no crees?

– Eso fue lo que pensé. No parece celta.

– No, no. Definitivamente no es celta.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Deborah.

Saint James le pasó la lupa a su esposa.

– Cupido -dijo-. Una de las figuras grabadas en la piedra. Está arrodillado delante de otra figura. Y ella es… ¿es Minerva, Tommy?

– O Venus.

– Pero ¿la armadura? ¿Algo perteneciente a Marte?

Deborah alzó la vista.

– Eso la convierte en una pieza que tiene…, ¿cuánto, Simon? ¿Mil años?

– Yo diría que un poco más. Probablemente es del siglo tercero o cuarto.

– Pero ¿cómo pudo conseguirlo? -le preguntó Deborah a Lynley.

– Ésa es la cuestión, ¿verdad?

– ¿Podría ser la causa de que la hayan asesinado? -preguntó Deborah-. ¿Por un trozo de piedra grabada? Debe de ser muy valiosa.

– No hay duda de que es valiosa -dijo Lynley-. Pero si su asesino buscaba esta piedra, difícilmente la habría dejado en el cuerpo de la víctima.

– A menos que ignorase que ella la llevaba encima -dijo Deborah.

– O que algo le interrumpiese antes de que pudiese buscarla -añadió Saint James.

– En cuanto a eso… -Lynley les dio más detalles acerca del arma del crimen, o al menos de lo que ellos suponían que era el arma del crimen. Estaba, añadió, saturada de sangre.

– ¿Qué es? -preguntó Saint James.

– No estamos completamente seguros -le explicó Lynley-. Por ahora todo lo que tenemos es su forma.

– ¿Que es…?

– Mortalmente afilado en uno de los extremos, tal vez veinte centímetros de largo, mango curvo. Muy parecido a una púa extrañamente modelada.

– ¿Usada para qué?

– No tengo ni la más remota idea.


Con la presencia de vehículos de la Policía, del Departamento Forense, una ambulancia y docenas de agentes de la ley en los alrededores de la obra en construcción abandonada de Dawkins, era sólo cuestión de minutos antes de que llegase la prensa y toda la comunidad se enterase de que en ese lugar se había encontrado un cadáver. Aunque los esfuerzos de la Policía local para controlar el flujo de información fueron realmente admirables, la naturaleza del crimen era difícil de ocultar. Por lo tanto, el estado superficial del cuerpo sin vida de John Dresser y el lugar exacto donde había sido hallado fueron detalles ampliamente difundidos y conocidos antes de que transcurrieran cuatro horas. También fue ampliamente difundido el arresto de tres chicos (sus nombres no revelados por razones obvias) que estaban «ayudando a la Policía en sus pesquisas», algo que era desde hacía mucho tiempo un eufemismo para «sospechosos del caso».

El anorak color mostaza de Michael Spargo le había convertido en alguien identificable para aquellas personas que le habían visto ese día en Barriers. Tanto la prenda como él mismo eran visibles en las cintas de videovigilancia y reconocibles no sólo para los testigos que se presentaron con descripciones de él, sino también para su vecindario. La indignación de la comunidad llevó rápidamente a una multitud amenazadora ante la puerta de la casa de los Spargo. Al cabo de treinta y seis horas la situación provocó que se sacara a toda la familia de Gallows, se la instalara en otra parte de la ciudad (y, una vez concluido el juicio, se la llevara a otra parte del país) bajo un nombre falso. Cuando la Policía llegó en busca de Reggie Arnold e Ian Barker, las consecuencias fueron las mismas y sus familias tuvieron que ser trasladadas también a otros puntos del país. De todos ellos, sólo Tricia Barker ha hablado con la prensa durante los años siguientes, habiéndose negado rotundamente a cambiar su nombre. Se ha especulado con que su cooperación está relacionada con obtener publicidad para una ansiada aparición en un programa de telerrealidad.

Podría decirse sin temor al equívoco que las horas de interrogatorios con los tres chicos en los días subsiguientes revelan muchas cosas acerca de su psicopatología y de la disfunción de sus familias. De los tres, todo parecería sugerir que Reggie Arnold procedía de una situación familiar más sólida porque, en cada una de las entrevistas, tanto Rudy como Laura Arnold estuvieron presentes, acompañados del detective encargado del interrogatorio y de un asistente social. Pero de los tres chicos, Reggie -no debe olvidarse este dato- exhibió los signos más claros de perturbación según sus maestras, y los ataques de ira, la histeria -y las actividades autodestructivas que caracterizaban su experiencia en clase se volvieron más pronunciados a medida que se llevaban a cabo los interrogatorios, y cuando se hizo patente para Reggie que cualquier tipo de manipulaciones que hubiese empleado en el pasado para escapar de un problema no funcionarían en la situación en la que ahora se encontraba.

En la cinta, al principio su voz es embaucadora, luego se convierte en un gemido. Su padre le dice que se siente erguido en la silla y «sé un hombre, no un ratón», mientras que su madre solloza diciendo lo que Reggie «nos está haciendo a todos nosotros». El foco permanece invariablemente sobre ellos mismos: cómo les está afectando la situación de Reggie. Parecen no darse cuenta no sólo de la naturaleza del crimen por el que su hijo está siendo interrogado y de lo que ello indica acerca del estado mental del chico, sino también del peligro al que se enfrenta. En un momento dado, Laura le dice que «no puedo estar sentada allí todo el día mientras tú gimoteas, Reg», porque «tengo que pensar en tu hermano y tu hermana, ¿es que no lo entiendes?». Más preocupante es que ninguno de ellos parece percatarse de nada cuando las preguntas formuladas a Reggie comienzan a centrarse en la obra en construcción de Dawkins, en el cadáver de John Dresser y en lo que las pruebas encontradas en ese lugar sugieren sobre lo que le ha sucedido a John Dresser. El comportamiento de Reggie se altera -incluso las repetidas pausas e intervenciones por parte del asistente social no consiguen tranquilizarle-, y si bien resulta evidente que probablemente está implicado en algo horroroso, sus padres no parecen tener conciencia de ello, ya que continúan tratando de amoldar la conducta de su hijo a algo que ellos pueden aprobar. En esta actitud vemos la propia esencia del padre narcisista, mientras que en Reggie vemos el extremo al que puede llevarle la reacción de un hijo a este tipo de educación.

Ian Barker se enfrenta a una situación similar a la de Reggie, aunque permanece impasible durante los interrogatorios. Es sólo a través de sus posteriores dibujos durante las sesiones con un psiquiatra infantil cuando se revelará el alcance de su participación en el crimen. Mientras se le interroga, él mantiene su historia de que «no sabe nada acerca de ningún bebé», incluso cuando se le muestra la cinta de videovigilancia y se leen las declaraciones de los testigos que le vieron en compañía de los otros dos chicos y de John Dresser. Durante todo este tiempo, su abuela no deja de llorar. Se la puede oír en la cinta, ya que sus sollozos se elevan periódicamente; los murmullos del asistente social de «Por favor, señora Barker» no consiguen calmarla. Sus únicos comentarios son: «ésta es mi obligación», pero no hay indicio alguno de que ella perciba la comunicación con su nieto como parte de esa obligación. Aunque la mujer, comprensiblemente, debe de haber experimentado una enorme sensación de culpabilidad por haber abandonado a Ian al inadecuado y a menudo abusivo cuidado de su madre, no parece relacionar este abandono y el abuso emocional y psicológico posteriores con lo ocurrido a John Dresser. Por su parte, Ian nunca pregunta por su madre. Es como si supiera con antelación que estará solo durante la investigación, apoyado principalmente por un asistente social a quien no conocía de nada antes del crimen,

En cuanto a Michael Spargo, ya hemos visto que el abandono de su hijo por parte de Susan Spargo se produjo casi en el acto, durante su primer encuentro con la Policía. Este hecho también era acorde con el resto de su vida: la marcha de su padre de casa debió de haber tenido un profundo efecto sobre todos los chicos Spargo; el alcoholismo de su madre y sus otras carencias no habrían hecho más que exacerbar la sensación de abandono en Michael. Sue Spargo ya se había mostrado incapaz de poner fin a la violencia entre sus nueve hijos. Es probable que Michael no tuviese ninguna esperanza de que su madre fuese capaz de impedir ninguna otra cosa que pudiese pasarle a él.

Una vez arrestados, a Michael, Reggie e Ian se les interrogó en repetidas ocasiones, hasta siete veces en un mismo día. Como puede imaginarse, teniendo en cuenta la enormidad y el horror del crimen, cada uno de los chicos señaló con el dedo a los demás. Había ciertos hechos que ninguno de ellos discutió en absoluto -particularmente aquellos relacionados con el secador de pelo robado en la tienda de todo a un euro-, pero basta con decir que tanto Michael Spargo como Reggie Arnold eran conscientes de la perversa naturaleza, de lo que habían hecho. No obstante sus protestas iniciales de inocencia, las numerosas referencias a «las cosas que le hicieron a ese bebé» junto con su creciente desasosiego cuando se trataban determinados temas (y, en el caso de Reggie Arnold, el repetido e histérico ruego a sus padres de que no le odiasen) nos confirman que ambos conocían perfectamente cada límite de propiedad y humanidad que habían cruzado durante el tiempo que estuvieron con John Dresser. Por otra parte, Ian Barker permaneció inconmovible, estoico hasta el final, como si las circunstancias de su vida le hubiesen despojado no sólo de su conciencia, sino también de cualquier sentimiento de conmiseración que, de otro modo, pudiera haber tenido hacia otro ser humano.

«¿Entiendes lo que es una prueba forense, muchacho?» fueron las palabras que abrieron de par en par la puerta a la confesión, porque una confesión era lo que la Policía quería obtener de esos chicos; es una confesión lo que la Policía quiere de todos los criminales. Después del arresto de los chicos, se recogieron los uniformes de la escuela, los zapatos y la ropa de abrigo para su examen; más tarde, las pruebas obtenidas de estos artículos no sólo les situaban en la obra abandonada de Dawkins, sino también en compañía de John Dresser en los terribles momentos finales del pequeño. Los zapatos de los tres chicos presentaban salpicaduras de sangre del niño; fibras de sus ropas fueron recogidas no sólo en el mono azul de John, sino también en su pelo y en su cuerpo; las huellas dactilares de los tres estaban en el secador de pelo, en una tubería de cobre de la obra en construcción, en la puerta del lavabo portátil, en el asiento del váter y en las pequeñas zapatillas blancas de John. El caso contra ellos se abrió y se cerró, pero en los primeros interrogatorios, la Policía, por supuesto, no podía saber eso, ya que las pruebas aún no habían sido analizadas.

Tal como finalmente entendió la Policía y tal como convinieron los asistentes sociales, una confesión de los tres chicos serviría a varios propósitos. Por una parte, activaría la recientemente aprobada Ley de Desacato en la Corte, poniendo fin de este modo no sólo a las crecientes e histéricas especulaciones de los medios de comunicación en relación con el caso, sino a cualquier posibilidad de que detalles perjudiciales para el juicio fuesen filtrados a la opinión pública. También permitiría que la Policía centrase su atención en construir cualquier tipo de caso contra los chicos que intentara presentar ante los fiscales de la Corona. Proporcionaría, a su vez, el material necesario a los psicólogos para que llevasen a cabo una evaluación de los chicos. La Policía, en conjunto, no consideró el valor de una confesión como algo que correspondiese a la curación de los chicos. Para todo el mundo resultaba evidente que había «algo profundamente malo en todas las familias» (palabras del superintendente Mark Bernstein en el curso de una entrevista celebrada dos años después del juicio), pero la Policía no consideró que fuese su obligación aliviar el daño psicológico y emocional causado a Michael Spargo, Ian Barker y Reggie Arnold en sus propios hogares. No hay duda de que no se les puede culpar por ello, a pesar del hecho de que la naturaleza demencial del crimen revela una profunda psicopatología en todos ellos. Porque la tarea de la Policía era llevar a alguien ante la justicia por el asesinato de John Dresser y, de este modo, aportar algo de consuelo a sus desconsolados padres.

Como se podría sospechar, los chicos comenzaron por acusarse mutuamente una vez que se les informó de que el cadáver de John Dresser había sido localizado y de que, en las proximidades del lavabo portátil se habían encontrado desde huellas de pisadas hasta materia fecal y que los criminólogos analizarían estas pruebas que, sin duda, estaban relacionadas con los secuestradores del pequeño. «Fue idea de Ian que nos llevásemos al crío», son las palabras de Reggie Arnold, quien dirige su grito no al Policía que le está interrogando, sino a su madre, a quien le dice: «Mamá, yo nunca, nunca me llevé a ese crío». Michael Spargo acusa a Reggie, e Ian Barker no dice nada hasta que le informan de la acusación de Reggie, y en ese punto dice: «Yo quería ese gatito, eso es todo». Los tres comienzan a protestar y a decir que ellos no le hicieron daño a ningún bebé. Michael es el primero en admitir que ellos «quizás le llevaron fuera de Barriers para dar un paseo o algo, pero sólo fue porque no sabíamos de dónde era».

A los tres se les insiste para que digan la verdad. «La verdad es mejor que mentir, hijo», le dice varias veces a Michael Spargo su entrevistador. «Tienes que hablar. Por favor, cariño, tienes que hablar», le dice su abuela a Ian Barker. Reggie es aconsejado por sus padres: «escúpelo, ahora, como algo malo que tienes en el estómago y debes eliminar». Pero toda la verdad es algo abominable que los chicos temen abordar. Sus reacciones ante tales requerimientos ilustran cómo se resisten a hablar.

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