Capítulo 5

Barbara Havers tuvo que utilizar su identificación para convencer al agente de que era una policía. El hombre le había gritado: «¡Eh! El cementerio está cerrado, señora», cuando se acercó a la entrada principal, después de haber encontrado finalmente un lugar donde aparcar su decrépito Mini justo detrás de un contenedor, donde estaban rehabilitando un edificio en Church Street.

Barbara lo atribuyó a su atuendo. Hadiyyah y ella habían acordado la compra de esa prenda básica de todo guardarropa -la falda acampanada-, pero eso era todo. Después de haber devuelto a Hadiyyah a la señora Silver, Barbara se puso la falda deprisa; comprobó que era unos centímetros demasiado larga, pero decidió usarla de todos modos. Sin embargo, no hizo nada más con su aspecto, aparte de ponerse el collar que había comprado en Accessorize.

Cuando le dijo quién era, el agente de la Policía local se quedó atónito antes de recobrar la compostura y balbucear que estaban dentro. Después le ofreció la hoja de registro para que firmase.

«Qué jodidamente servicial», pensó Barbara. Volvió a guardar su identificación dentro del bolso, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. Estaba a punto de solicitar amablemente un poco más de información acerca de la ubicación precisa de la escena del crimen cuando una procesión que se movía lentamente emergió de debajo de los plátanos que se alzaban a corta distancia de la verja del cementerio. Estaba formada por el equipo de la ambulancia, una patóloga con una bolsa profesional en la mano y un policía uniformado. Los hombres de la ambulancia llevaban una bolsa para cadáveres sobre una camilla metálica, que habían estado cargando como si fuese una camilla sin ruedas. Se detuvieron un momento para bajar las patas y luego continuaron hacia el portón.

Barbara se encontró con ellos justo detrás de la verja.

– ¿La superintendente Ardery? -preguntó, a lo que la patóloga señaló vagamente con la cabeza hacia el norte.

– Hay agentes uniformados en el camino.

Aquélla fue la máxima información que le dio, aunque añadió: «Ya los verá. Búsqueda de huellas». Parecía indicarle que habría suficientes policías que podrían orientarla si lo necesitaba.

Tal y como se desarrollaron los acontecimientos, no fue necesario aunque le sorprendió ser capaz de encontrar la escena del crimen, considerando que el cementerio era un auténtico laberinto. No obstante, al cabo de unos minutos, el capitel de una capilla apareció ante ella y muy pronto vio a Isabelle Ardery en compañía de un fotógrafo de la Policía. Ambos estaban inclinados sobre la pantalla de su cámara digital. Cuando Barbara se acercó a ellos, oyó que alguien la llamaba. Winston Nkata salió de un camino secundario junto a un banco de piedra cubierto de liquen; agitaba una libreta de notas de cuero en la que, Barbara lo sabía, habría apuntado observaciones bellamente legibles con su letra rabiosamente elegante.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

La puso al corriente. Mientras el sargento Nkata la informaba de la situación, la voz de Isabelle Ardery los interrumpió con un «Sargento Havers», que pronunció con un tono que no indicaba bienvenida ni agrado, a pesar de sus órdenes de que Barbara debía presentarse en el cementerio a toda prisa. Nkata y la agente se volvieron y comprobaron que la superintendente se acercaba a ellos. Ardery se movía amenazadoramente, no caminaba ni paseaba. Su rostro era una máscara pétrea.

– ¿Está tratando de ser graciosa? -preguntó.

Barbara sabía que su expresión era una página en blanco.

– ¿Eh?-dijo.

Miró a Nkata. El sargento parecía estar igualmente desconcertado.

– ¿Es ésta su idea de profesionalidad? -preguntó Ardery.

– Oh. -Barbara echó un vistazo a lo que podía ver de su atuendo. Zapatillas deportivas rojas de caña alta, falda azul oscuro que colgaba unos diez centímetros por debajo de las rodillas, camiseta con la leyenda Habla con mis nudillos porque mis oídos no te escuchan y un collar de cadena, cuentas y un pendiente adornado con filigranas. Comprendió al instante cómo podía tomarse Ardery su vestimenta: como una venganza-. Lo siento, jefa. Es todo lo que pude conseguir. -Vio que, junto a ella Nkata, se llevaba la mano a la boca. Sabía que el muy cabrón estaba tratando de ocultar una sonrisa-. Es la verdad -añadió-. Usted dijo que viniese pitando, y eso fue lo que hice. No tuve tiempo de…

– Es suficiente. -Ardery la miró de arriba abajo con los ojos entornados-. Quítese el collar. Créame, sargento, no mejora en nada su aspecto.

Barbara obedeció. Nkata se apartó unos pasos. Sus hombros se agitaban ligeramente. Tosió un par de veces. Ardery le preguntó casi gritando:

– ¿Qué ha conseguido?

Nkata se volvió hacia ella.

– Los chicos que encontraron el cuerpo ya se han ido. Los policías locales los llevaron a la comisaría para que hicieran una declaración completa. Pero conseguí algo de información antes de que se marcharan. Son un chico y una chica.

Nkata recitó el resto de lo que había podido averiguar: dos adolescentes habían visto a un chico que salía del lugar del crimen; la descripción se limitaba por ahora a que «tenía un culo enorme y los pantalones bajados», pero el adolescente dijo que probablemente podría ayudar con el retrato del sospechoso. Eso era todo lo que pudieron aportar, porque, evidentemente, se dirigían al anexo de la capilla para tener relaciones sexuales y «probablemente no habrían reparado en la crucifixión aunque se hubiese producido delante de sus narices».

– Queremos tener acceso a cualquier declaración que esos chicos hagan ante la Policía local -dijo Ardery. Puso a Barbara al corriente de los detalles del crimen y llamó al fotógrafo para que les enseñase las imágenes digitales. Mientras Nkata y Barbara miraban las fotografías, Ardery añadió-: Una herida arterial. Quienquiera que lo hiciera, estaría, literalmente, cubierto de sangre.

– A menos que la sorprendieran por la espalda -señaló Barbara-. La cabeza cogida, echada hacia el agresor, el arma clavada por detrás. De ese modo tendría sangre en el brazo y en las manos, pero muy poca en el cuerpo. ¿Correcto?

– Es posible -dijo Ardery-. Pero a uno no pueden cogerle por sorpresa en el lugar donde estaba el cadáver, sargento.

Barbara podía ver el edificio auxiliar desde donde estaban.

– ¿Pudieron sorprenderla y luego arrastrarla hasta allí? -preguntó.

– No hay señales de que haya sido arrastrada.

– ¿Sabemos quién es la mujer?

Barbara alzó la vista de la pequeña pantalla con las imágenes.

– No hay ninguna identificación. Estamos realizando una búsqueda en todo el perímetro, pero si no conseguimos encontrar el arma o algo que pueda decirnos quién es la mujer, convertiremos todo el lugar en una cuadrícula y examinaremos el terreno por secciones. Quiero que usted esté al frente de esa operación…, coordinada con la Policía local. Quiero que se encargue también de una inspección casa por casa. Concéntrese primero en las terrazas que bordean el cementerio. Encárguese de eso y volveremos a reunirnos en la central.

Barbara asintió mientras Nkata decía:

– ¿Quiere que me quede a esperar el retrato del sospechoso, jefa?

– Haga eso también -le dijo Ardery a Barbara-. Quiero que se asegure de que la declaración de esos chicos llegue a Victoria Street. Y quiero ver si puede conseguir algo más de ellos.

– Yo puedo… -dijo Nkata.

– Usted me llevará en coche -le cortó Ardery.

Miró hacia el perímetro del claro donde se alzaba la capilla. Los agentes de la Policía local dirigían la búsqueda en esa zona. Avanzarían en círculos hasta que encontrasen -o no- el arma, el bolso de la víctima o cualquier otra cosa que pudiese constituir una prueba. Era un lugar de pesadilla que podía producir mucho o absolutamente nada.

Nkata estaba en silencio. Barbara vio que tensaba un músculo de la mandíbula. Finalmente, el sargento dijo:

– Con el debido respeto, jefa, ¿no quiere que un agente la lleve en el coche? ¿O incluso un voluntario?

– Si quisiera un agente o un voluntario, habría pedido uno -dijo Ardery-. ¿Tiene algún problema con el trabajo que le he asignado, sargento?

– Me parece que yo podría ser más útil…

– Como yo decida -le interrumpió Ardery-. ¿Ha quedado claro?

Nkata permaneció callado un momento. Luego dijo:

– Sí, jefa -educadamente, asintiendo.


* * *

Bella McHaggis estaba completamente empapada en sudor, pero en excelente forma. Acababa de terminar su clase de yoga con sauna -aunque «cualquier» clase de yoga se habría convertido en yoga con sauna con semejante tiempo- y se sentía poderosa y a la vez relajada. Todo gracias al señor McHaggis. Si el pobre hombre no hubiese muerto sentado en el retrete, con el miembro en la mano y la chica de la página tres [8] extendida con sus grandes pechos en el suelo delante de él, probablemente ella estaría en la misma forma física, que aquella mañana cuando descubrió que él se había marchado en busca de su recompensa eterna. Pero el hecho de ver al pobre McHaggis de esa manera había sido como una llamada a filas. Mientras que antes de la muerte de su esposo, Bella no era capaz de subir un tramo de escaleras sin perder el aliento, ahora podía hacer eso y más. Estaba particularmente orgullosa de su flexible cuerpo. Era capaz de doblarse desde la cintura y apoyar las palmas de las manos en el suelo. Podía levantar la pierna a la altura de la repisa de la chimenea. No estaba mal para una mujer de sesenta y cinco años.

Estaba en Putney High Street y se dirigía a su casa. Aún llevaba puesto su atuendo de yoga y la esterilla debajo del brazo. Pensaba en gusanos, específicamente en los gusanos del abono que vivían en una pequeña planta de compostaje de su jardín trasero. Eran una criaturas realmente asombrosas -benditas sean, comían cualquier cosa que les diese-, pero necesitaban algo de cuidado. No les gustaban los extremos: ni demasiado calor ni demasiado frío; si no, se marchaban a la gran pila de abono en el cielo. De modo que estaba calculando cuánto era demasiado calor cuando pasó junto al estanco que exhibía un anuncio de la última edición del Evening Standard.

Bella estaba acostumbrada a ver algún acontecimiento dramático reducido a tres o cuatro palabras adecuadas para que la gente entrase en el kiosco a comprar un periódico. Habitualmente, sin embargo, continuaba su camino hacia su casa en Oxford Road porque, en su opinión, en Londres había demasiados periódicos -tanto tabloides como diarios serios- y, más allá del reciclaje, estaban acabando con todos los bosques del planeta, de modo que no pensaba en contribuir a la deforestación. Pero este titular en particular hizo que se detuviese: Mujer muerta en Abney Park.

Bella no tenía idea de dónde estaba Abney Park, pero se quedó allí, parada en medio de la acera, mientras los peatones pasaban junto a ella, y se preguntó si era posible… No quería pensarlo… Odiaba la idea de que fuera posible. Pero puesto que podía serlo, entró en el kiosco y compró un ejemplar del periódico, diciéndose que al menos podría desmenuzarlo para alimentar a los gusanos, si resultaba que en esa historia no había nada interesante.

No leyó la noticia allí mismo. De hecho, como no quería parecer la clase de persona a la que se podía seducir para que comprase un periódico gracias a una táctica publicitaria, también compró unas pastillas de menta y una caja de ambientador de hierbabuena. Rechazó la bolsa de plástico que le ofrecieron para guardar estos artículos -en algún momento había que decir basta, y Bella se negaba a participar en el aumento de la suciedad y destrucción del planeta a través de las bolsas de plástico que se veían volando por las calles todos los días- y continuó su camino a casa.

Oxford Road no estaba lejos del kiosco; era una estrecha calle que discurría en forma perpendicular a Putney Road y al río. Se tardaba menos de un cuarto de hora andando desde el estudio de yoga, de modo que muy pronto Bella atravesó la puerta de entrada y sorteó los ocho cubos de basura de plástico que utilizaba para reciclar que había en su pequeño jardín delantero.

Una vez dentro de la casa se dirigió a la cocina, donde preparó una de las dos tazas de té verde que bebía cada día. Odiaba esa mezcla -imaginaba a lo que debía de saber el pis de caballo-, pero había leído numerosos artículos acerca del valor de aquella infusión. Como siempre, se tapaba la nariz y dejaba que el brebaje descendiese por su garganta. No fue hasta que hubo bebido la espantosa infusión que desplegó el periódico sobre la encimera y echó un vistazo a la primera página.

La fotografía no decía mucho. En ella se veía la entrada de un parque custodiada por un policía. Había una segunda foto, más pequeña, dentro de ésta, una toma aérea que mostraba un claro en medio de lo que parecía ser una zona boscosa. En el centro del claro, una iglesia con personas que llevaban batas blancas dispersas a su alrededor.

Bella leyó la historia que acompañaba las fotos buscando los datos relevantes: mujer joven, asesinada, aparentemente apuñalada, bien vestida, ninguna identificación…

Pasó directamente a la tercera página, donde vio un retrato, acompañado del epígrafe «persona sospechosa en busca y captura». Los retratos confeccionados por la Policía, pensó, nunca se parecían a la persona que estaban describiendo, y en este caso su aspecto era tan universal que prácticamente cualquier chico adolescente podría haber sido detenido en la calle e interrogado como consecuencia de ese dibujo: pelo oscuro cayendo sobre los ojos, cara regordeta, con una sudadera con capucha -al menos la capucha estaba bajada- a pesar del calor… Totalmente inútil en lo que a una descripción facial se refería. Ella acababa de ver a una docena de chicos con esa pinta en Putney High Street.

El artículo indicaba además que aquel individuo en particular había sido visto cuando abandonaba la escena del crimen en Abney Park. Bella buscó una vieja guía en la estantería del comedor. Localizó el lugar en Stoke Newington. Hizo una pausa. Entonces oyó que alguien abría la puerta principal y que unos pasos se dirigían hacia ella por el pasillo.

– ¿Frazer, cariño? -dijo, aunque no esperaba que le respondieran. Había decidido conocer las entradas y salidas de sus huéspedes: aquélla era la hora en que Frazer Chaplin regresaba de su trabajo matutino para refrescarse un poco y cambiarse de ropa antes de marcharse a su empleo vespertino. Le gustaba que aquel joven tuviera dos trabajos. Era esa clase de gente trabajadora a la que le gustaba alquilarle habitaciones en su casa-. ¿Tienes un momento?

Frazer llegó a la puerta del comedor cuando ella levantaba la vista de la guía. El joven enarcó una ceja -negra como su pelo, que era grueso y rizado y recordaba los árabes de España en el siglo xv, aunque el chico era irlandés- y dijo:

– Un calor sofocante, ¿eh? Todos los críos en Bayswater estaban en la pista de patinaje sobre hielo, señora McH.

– Sin duda -dijo Bella-. Echa un vistazo a esto, cariño.

Bella le llevó a la cocina y le mostró el periódico. Frazer leyó el artículo y luego la miró.

– ¿Y?

Parecía desconcertado.

– ¿Qué quieres decir con «y»? Una mujer joven, bien vestida, muerta…

Entonces Frazer pareció entenderlo y su expresión cambió.

– Oh, no, no lo creo -dijo, aunque sonaba ligeramente dubitativo-. De verdad, no puede ser, señora McH.

– ¿Por qué no?

– Porque ¿qué iba a estar haciendo ella en Stoke Newington? ¿Y en un cementerio, por el amor de Dios? -Volvió a mirar las fotografías. Miró también el retrato que había hecho la policía. Meneó la cabeza lentamente-. No. No. De verdad. Es probable que se haya marchado a alguna parte para tomarse un descanso y escapar del calor. Al mar o algo así, ¿no cree? ¿Quién podría culparla por eso?

– Lo hubiese dicho. No habría querido que nadie se preocupase. Ya lo sabes.

Frazer dejó de examinar las fotos del periódico y levantó la cabeza con una expresión de alarma en los ojos, un detalle que Bella advirtió con satisfacción. Había muy pocas cosas en la vida que aborreciera más que a alguien lento, y le adjudicó a Frazer una puntuación alta en relación con su habilidad para leer entre líneas.

– No he vuelto a romper las reglas. Quizá no sea el tío más listo del mundo, pero no soy…

– Lo sé, cariño -dijo Bella rápidamente. Dios sabía que en el fondo era un buen chico. Fácil de manejar, tal vez. Quizá se entusiasmaba demasiado cuando veía una falda. Pero, aun así, un buen chico en todo aquello que era importante-. Lo sé, lo sé. Pero, a veces, las chicas pueden ser auténticas barracudas, como has podido ver con tus propios ojos.

– No esta vez. Y no esta chica.

– Pero eras afectuoso con ella, ¿verdad?

– Como soy afectuoso con Paolo. Como soy afectuoso con usted.

– Cierto -dijo Bella, y no pudo evitar sentirse ligeramente halagada por su declaración de afecto-. Pero ser afectuoso nos da acceso a la gente, a saber lo que les ocurre en su interior. De modo que, ¿no crees que ella parecía diferente, últimamente? ¿No parecía como si hubiese algo que le preocupaba?

Frazer se frotó la barbilla con la mano mientras consideraba el asunto. Bella podía oír el sonido áspero de los pelos de la barba contra la palma. Tendría que afeitarse antes de ir a trabajar.

– No tengo mucho talento para interpretar lo que le pasa a la gente -dijo-. No como usted. -Volvió a quedarse en silencio. A Belle le gustaba esa cualidad de Frazer. No se lanzaba a dar opiniones sin fundamento, como hacían tantos jóvenes. Era un joven prudente y se tomaba su tiempo-. Podría ser (si efectivamente se trata de ella, y no estoy diciendo que lo sea, porque apenas tendría algún sentido) que haya ido allí a pensar. A un lugar tranquilo como un cementerio.

– ¿A «pensar»? -dijo Bella-. ¿Hacer todo ese viaje hasta Stoke Newington sólo para pensar? Puede pensar en cualquier parte. Puede pensar en el jardín. Puede pensar en su habitación. Puede pensar dando un paseo junto al río.

– De acuerdo. Entonces, ¿qué? -preguntó Frazer-. Suponiendo que sea ella, ¿para qué habría ido a ese lugar?

– Últimamente se había mostrado muy reservada. No era la misma de siempre. Si se trata de ella, fue a ese lugar por una buena razón.

– ¿Por ejemplo?

– Para encontrarse con alguien. Para encontrarse con alguien que la mató.

– Eso es una locura.

– Puede ser, pero pienso llamar de todos modos.

– ¿A quién?

– A la Policía, cariño. Están pidiendo información y nosotros la tenemos, tú y yo.

– ¿Qué? ¿Que hay una huésped que hace dos noches que no aparece por casa? Supongo que hay mil historias como esa por toda la ciudad.

– Puede. Pero este huésped en particular tiene un ojo marrón y el otro verde, y dudo de que puedas encontrar esa descripción en cualquier otra persona que haya desaparecido.

– Pero si se trata de ella y está muerta…

Frazer no dijo nada más. Bella alzó la vista del periódico. En su tono de voz había algo, y eso despertó las sospechas de Bella. Pero sus preocupaciones se disiparon cuando el hombre añadió: «Es una gran chica, la señora McH. Siempre se ha mostrado abierta y amable. Nunca se ha comportado como alguien que tuviera secretos. De modo que si se trata de ella, la pregunta no es tanto por qué estaba allí, sino quién en esta bendita tierra querría matarla.

– Algún loco, cariño -contestó Bella-. Tú y yo sabemos que Londres está lleno de ellos.


* * *

Debajo de él podía oír el ruido habitual: guitarras acústicas y eléctricas, muy mal tocadas. Las guitarras acústicas podían soportarse, ya que, al menos, sus acordes indecisos no eran amplificados. En cuanto a las guitarras eléctricas, tenía la sensación de que cuanto peor era el músico, más alto era el volumen del amplificador. Era como si quienquiera que fuese el alumno, él o ella disfrutasen siendo malos. O tal vez el profesor disfrutase permitiendo que el alumno fuese mediocre con el volumen al máximo, como si estuviera impartiendo una lección que no tenía nada que ver con la música. No podía imaginar por qué sucedía aquello, pero ya hacía mucho tiempo que había dejado de intentar comprender a la gente con la que vivía.

Si declarases, lo entenderías. Si te mostrases a ti mismo como quien podrías ser. Nueve órdenes pero nosotros -nosotros- somos la más elevada. Distorsiona el plan de Dios y caerás como los demás. Acaso quieres…

El chillido de un acorde sonó muy mal. Ahuyentó las voces. Fue una bendición. Necesitaba estar fuera de este lugar, como habitualmente, cuando las horas en que la tienda de abajo estaba abierta al público. Pero no había podido moverse de allí en los últimos dos días. Ése era el tiempo que le había llevado limpiar la sangre.

Tenía una habitación amueblada y había utilizado el lavamanos. Sin embargo, era muy pequeño, y estaba colocado en una esquina de la habitación. También estaba a la vista desde la ventana, de modo que había tenido que ser muy cuidadoso, porque, si bien era poco probable que alguien pudiese verle a través de las cortinas, siempre existía la posibilidad de que un soplo de brisa las apartase en el preciso momento en que él estaba estrujando el agua color cereza de la camisa, la chaqueta o incluso los pantalones. No obstante, deseaba que soplase algo de brisa, aun cuando sabía que una brisa sería peligrosa para él. Había abierto la ventana porque en la habitación hacía tanto calor que no podía respirar, y… es inútil ahora para nosotros a menos que te muestres a ti mismo…, había golpeado contra sus tímpanos. El pensar en el aire le había llevado tambaleándose hasta la ventana para abrirla de par en par. Lo había hecho por la noche, lo había hecho por la noche, y eso significaba que era capaz de establecer diferencias y nosotros no pretendemos luchar unos contra otros. Estamos destinados a luchar contra los hijos de la Oscuridad. ¿No ves acaso que…?

Se colocó los auriculares y subió el volumen. Había estado escuchando la Oda a la alegría de forma intermitente, porque sabía que era capaz de ocupar un espacio tan grande en su cerebro que no podía tener otros pensamientos que no fuesen esos sonidos, y no podía oír otras voces que no fuesen las del coro. Eso era lo que necesitaba para tranquilizarse hasta que pudiese volver a la calle.

Su ropa se había secado rápidamente gracias al intenso calor, lo que era un verdadero alivio. Eso le había permitido remojarlas una segunda y una tercera vez. Finalmente, el color del agua había pasado de carmesí brillante al rosa pálido de las flores de primavera, y aunque la camisa no volvería nunca a ser blanca, si no empleaba lejía o un lavado profesional, las manchas más obvias habían desaparecido. Y en la chaqueta y los pantalones no se veían en absoluto. Ahora sólo quedaba planchar las prendas. Había comprado una plancha, porque su aspecto era muy importante para él. No le gustaba que la gente se apartase de su camino. Quería que estuvieran cerca, quería que le escucharan y que supieran cómo era realmente. Pero eso no podría pasar si su aspecto era desaliñado, con ropa sucia que indicara pobreza y dormir al raso. Ninguna de esas cosas era exacta. Él había elegido su vida. Quería que la gente lo supiera.

… otras opciones. Aquí hay una delante de ti. La necesidad es grande. La necesidad lleva a la acción y la acción al honor.

Él lo había buscado. Honor. Sólo honor. Ella le había necesitado. Él había oído la llamada.

Sin embargo, todo había salido mal. Ella le miró y él pudo ver el reconocimiento en sus ojos, y supo que implicaba sorpresa, porque ella estaba sorprendida; pero aquella mirada también significaba bienvenida. Se había acercado y supo lo que había que hacer y, en ese momento, no había voces, ningún coro de sonidos, y no había oído nada, ni siquiera la música de los auriculares que llevaba puestos.

Y había fallado. Sangre por todas partes, en los dos, y en las manos y la garganta de ella.

Había huido de allí. Primero se escondió, y se había frotado con hojas caídas para quitarse la sangre. Se quitó la camisa e hizo una pelota con ella. Se puso la chaqueta del revés. Los pantalones estaban manchados de sangre, pero eran negros, y el negro oscurecía el rojo carmín de ella, que le había salpicado la parte delantera del cuerpo. Había tenido que regresar a casa y coger el autobús, más de un autobús. Además, no había sabido cuándo bajarse para hacer el transbordo, de modo que le había llevado horas y le habían visto, le habían mirado estúpidamente, habían murmurado sobre él, aunque nada de eso importaba porque…

… otra señal y deberías haberla leído. Hay señales a tu alrededor, pero eliges protegerte cuando estás destinado a luchar…

Era su trabajo llegar a casa y lavarse, para poder hacer lo que se había propuesto.

Nadie, se dijo, ataría cabos. En los autobuses de Londres había muchas clases diferentes de gente; nadie prestaba atención a nada. Además, aun cuando lo hubiesen hecho o le hubiesen visto, o incluso aunque hubieran hecho algún comentario o hubieran recordado lo que habían visto, no importaba. Nada importaba. Había fracasado, y tenía que vivir con ello.

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