Capítulo 20

– Creo que lo mejor que puedes hacer es conseguir que alguien de Christie's le eche un vistazo -dijo Saint James-. O, si eso falla, alguien del Museo Británico. Puedes sacarlo del Departamento de Pruebas, ¿no?

– No estoy exactamente en posición de tomar esa decisión -repuso Lynley.

– Ah. La nueva superintendente. ¿Cómo va la cosa?

– De manera irregular, me temo. -Lynley miró alrededor.

Él y Saint James estaban hablando por teléfono. Las referencias a Isabelle Ardery tenían que ser prudentes. Además, sufría por la posición de la superintendente. No la envidiaba por tener que enfrentarse a Stephenson Deacon y al Directorio de Asuntos Públicos justo al haber entrado en Yard. Una vez la prensa entraba aullando en una investigación, la presión para conseguir resultados aumentaba. Con alguien en el hospital, Ardery iba a sentir esa presión desde cada rincón.

– Ya veo -dijo Saint James-. Bueno, si no puede ser la piedra, ¿qué hay de la foto que me enseñaste? Es bastante nítida y se puede ver la escala. Puede que sólo se necesite eso.

– Para el Museo Británico, posiblemente. Pero ciertamente no para Christie's.

Saint James se calló por un momento antes de decir:

– Me gustaría ser de más ayuda, Tommy. Pero no quiero mandarte hacia la dirección equivocada.

– No hay nada de lo que disculparse -le contestó-. Puede que, de todos modos, no signifique nada.

– Pero no es lo que piensas.

– No. Por otra parte, puede que me esté agarrando a un clavo ardiendo.

Definitivamente es lo que parecía, pues mirase donde mirase todo era totalmente confuso o inconsecuente. No había término medio entre los extremos.

Las investigaciones sobre el historial sirvieron como prueba de esto: de las personas importantes de Londres involucradas en el caso, tangencialmente o no, todo el mundo acababa mostrando ser exactamente quien parecía ser. Todavía quedaba la cuestión de los supuestos matrimonios de Abbot Langer, y Matt Jones -amante de la hermana de Saint James-. Continuaba siendo un misterio, ya que había más de cuatrocientos Matthew Jones diseminados por el Reino Unido, así que investigar a cada uno de ellos estaba siendo un problema. Además de eso, ninguno tenía ni siquiera una multa de aparcamiento. Todo conducía a pensar que las cosas tenían una pinta horrible para Yukio Matsumoto, a pesar de las protestas de su hermano sobre la naturaleza inofensiva del violinista. Con todo el mundo limpio y nadie en Londres que tuviese un motivo aparente para matar a Jemima Hastings, o el asesinato tenía que haber sido cometido como un acto de locura, que uno podía asociar fácilmente con Yukio Matsumoto y sus ángeles, o tuvo que haber surgido de algo y alguien conectados con Hampshire.

Sobre las personas importantes de Hampshire, había dos cuestiones curiosas que habían estado al descubierto y sólo una de ellas parecía llevar a alguna parte. La primera cuestión era que Gina Dickens había sido imposible de rastrear en Hampshire, aunque se habían utilizado distintas variantes de su nombre: Regina, Jean, Virginia, etcétera. La segunda -y más interesante- cuestión concernía a Robert Hastings, quien, como se había descubierto, había sido entrenado para ser herrero antes de que ocupase el puesto de su padre como granjero. Ese aspecto podría haberse desechado como otro dato inútil si los forenses hubiesen facilitado una evaluación preliminar del arma homicida. De acuerdo con un examen microscópico, el objeto se forjó a mano, y la sangre que tenía era de Jemima Hastings. Cuando esta información fuese añadida al hecho de que Yukio Matsumoto estaba en posesión del clavo, de que testigos oculares informaron de que un hombre oriental iba dando tumbos desde el cementerio de Abney Park, al E-FIT generado por esas informaciones y a lo que parecían restos de sangre en la ropa y los zapatos del violinista, sería difícil estar en desacuerdo con la conclusión de Isabelle Ardery acerca de que ya tenían a quien buscaban.

Sin embargo, a Lynley le gastaba tenerlo todo en cuenta, así que volvió a la piedra que Jemima Hastings llevaba en su bolsillo. No es que considerase que era valiosa y, posiblemente, la razón de su muerte. Es que la piedra era un cabo suelto que quería atar.

Estaba una vez más estudiando la foto de la piedra cuando recibió una llamada telefónica de Barbara Havers. Le habían ordenado que volviera a Londres, pero antes de que lo hiciese quería saber si había oído algo sobre el superintendente jefe Zachary Whiting. O, ya que estaban, algo sobre Ringo Heath, porque podría ser que hubiese una conexión entre esos dos, algo que le gustaría investigar.

Lo que había descubierto era poco, le dijo Lynley. Todo el entrenamiento de Whiting como oficial de Policía había seguido un patrón normal y legítimo: había cumplido sus semanas de entrenamiento en Centrex, había hecho una instrucción adicional en varias unidades y había asistido a un admirable número de cursos en Bramshill. Tenía veintitrés años de servicio a sus espaldas, todos ellos en Hampshire. Si estaba envuelto en algo que resultara inconveniente, Lynley no había descubierto qué era. «Puede ser un poco tirano en ocasiones» era el único comentario negativo que había escuchado sobre el tipo, aunque «A veces es demasiado entusiasta con lo que tenga entre manos» podía, y Lynley lo sabía, tener varias interpretaciones.

En cuanto a Ringo Heath, no había nada. En especial no había conexión entre Heath y el jefe superintendente Whiting. Una conexión entre Whiting y Gordon Jossie, fuese la que fuese, tendría que venir por parte del historial de Jossie. No vendría desde Whiting.

– Así que la cosa está jodida, ¿eh? -dijo Havers-. Supongo que la orden de volver a casa tiene sentido.

– Estás de camino, ¿no? -le preguntó Lynley.

– ¿Con Winston al volante? ¿A usted que le parece?

Lo que quería decir que Nkata, que a diferencia de Havers era conocido por tomarse las órdenes en serio, los estaba devolviendo a Londres. De haber decidido ella, habría estado fisgoneando hasta quedarse satisfecha, para poder conocer a cualquiera que en Hampshire estuviese conectado, aunque fuera remotamente, con la muerte de Jemima Hastings.

Concluyó su llamada en cuanto Isabelle Ardery volvió de su reunión con Hillier y Stephenson Deacon. No parecía más molesta que de costumbre, así que dedujo que la reunión había ido mínimamente bien. Entonces John Stewart hizo una llamada desde el SO7 que puso un freno total al caso, al menos en lo que concernía a Ardery. Tenían los análisis de los dos pelos encontrados en el cuerpo de Jemima Hastings.

– Bueno, gracias a Dios -declaró Ardery-. ¿Qué tenemos?

– Oriental -le informó.

– Aleluya.

Habría sido el momento para cerrarlo todo y marcharse, y Lynley pudo ver que Ardery estaba dispuesta a hacerlo. Sin embargo, Dorothea Harriman entró en la habitación en ese mismo momento y, con sus palabras, lo volvió a complicar todo.

Una tal Bella McHaggis estaba abajo en recepción, les contó Harriman, y quería hablar con Barbara Havers.

– Le han dicho que la sargento está en Hampshire, así que ha pedido ver a alguien que esté al cargo del caso -dijo Harriman-. Tiene pruebas, dice, y no está dispuesta a dárselas a cualquiera.


* * *

Bella ya no sospechaba de Paolo di Fazio. Eso terminó en el momento en que vio el error en sus cavilaciones. No se arrepentía de haber mandado a los polis tras él, ya que había visto las suficientes series policiales en la tele como para saber que todos han de ser eliminados como sospechosos para encontrar al culpable y, le gustase o no, él era un sospechoso. Y ella también, supuso. De todos modos, consideró que se sobrepondría fuera cual fuese la ofensa que estaría sintiendo por sus sospechas y que si no era así, encontraría otro alojamiento, pero que, en cualquier caso, a ella le daba igual, porque tenía que entregar el bolso de Jemima a los oficiales que investigaban el caso.

Como no tenía intención de esperar en casa a que finalmente asomasen la cabeza, no se molestó ni en llamar por teléfono. En lugar de eso, metió el bolso de Jemima dentro del cesto que utilizaba para hacer la compra y se encaminó a New Scotland Yard, porque de allí era de donde había venido esa sargento Havers.

Cuando se enteró de que no estaba, preguntó por alguien más. El cabecilla, el jefe, el-que-manda, le dijo al policía uniformado de la recepción. Y no se iba a ir hasta que no hablara con esa persona, «en persona». No por teléfono. Se aposentó al lado de la llama eterna situada en la recepción y decidió quedarse allí.

Tuvo que esperar, exactamente, cuarenta y tres minutos a que apareciera finalmente algún responsable. Incluso cuando esto sucedió, no creyó que pareciese el responsable que esperaba. Un hombre alto y guapo se acercó a ella y, cuando le habló desde esa cabeza de un cabello hermosamente rubio, no le recordó a nadie que ella hubiese oído ladrar alguna vez en The Bill. [21] Era el inspector Lynley, le dijo con ese tono pastoso que anunciaba un pasado de escuela privada. ¿Tenía ella algo relacionado con la investigación?

– ¿Está usted al mando? -preguntó.

Cuando él le dijo que no, le contestó que buscase a quien sí lo estuviese. Así, le aseguró, es como iban a ir las cosas. Necesitaba protección policial del asesino de Jemima Hastings, le dijo, y tenía el pálpito de que él no iba a ser capaz de proporcionársela.

– Sé quién lo hizo -le dijo mientras se acercaba el bolso al pecho-, y esto que tengo aquí lo demuestra.

– Ah -respondió él educadamente-. ¿Y qué es lo que tiene ahí?

– No soy una loca -le dijo abruptamente, ya que era capaz de adivinar lo que estaba pensando sobre ella-. Busque a quien tenga que buscar, buen hombre.

Lynley se fue a hacer una llamada telefónica. La miró desde el extremo del vestíbulo mientras hablaba con quienquiera que estuviese al otro lado de la línea.

Lo que fuese que dijera probó dar sus frutos. Al cabo de tres minutos, una mujer salió del ascensor y dejó atrás el torno que separaba a la gente de los misteriosos trabajos de New Scotland Yard. Esta persona se acercó y se les unió. Era, le dijo el inspector Lynley a Bella, la detective superintendente Ardery.

– ¿Y es usted la persona al mando? -preguntó Bella.

– Lo soy -replicó ella. Su expresión facial completó el comentario: y más le vale que esto merezca mi tiempo, señora.

De acuerdo, pensó Bella, lo merecería.


* * *

El bolso estaba tan irremediablemente lleno de pruebas que Isabelle quiso estrujar a esa mujer estúpida. No hacerlo hablaba a favor de su autocontrol.

– Es de Jemima -anunció Bella McHaggis con una floritura, con la que añadió sus dactilares, una vez más, al bolso, quizás tapando las del asesino-. Lo encontré con las cosas de Oxfam.

– ¿Es un bolso desechado o es el que llevaba diariamente? -preguntó Lynley.

– Es su bolso de diario. Y no lo tiró, pues tiene todas sus cosas dentro.

– ¿Lo ha registrado? -Isabelle hizo rechinar sus dientes, pues anticipaba la respuesta, que era, naturalmente, que la mujer lo había manoseado todo: más huellas dactilares, más pruebas comprometidas.

– Bueno, por supuesto que lo he registrado -aseveró Bella-. ¿De qué otro modo iba a saber que era de Jemima?

– Claro, ¿de qué otro modo? -corroboró Isabelle.

Bella McHaggis le dirigió una mirada escrutadora. La mujer parecía haber llegado a la conclusión de que no había ofensa en el tono de Isabelle y, antes de que se lo impidieran, abrió el bolso y dijo:

– Mírelo.

Volcó su contenido en el asiento en que había estado esperándoles.

– Por favor no… -soltó Isabelle.

– Todo esto debería ir a… -intentó decir Lynley.

Bella cogió un teléfono móvil y se lo enseñó.

– Es suyo. Y éste es su monedero y su cartera -dijo, y siguió manoseándolo todo.

No había nada más que hacer, excepto agarrarle las manos con la incierta esperanza de que quedase algo que no hubiese tocado.

– Sí, sí, gracias -dijo Isabelle. Inclinó la cabeza hacia Lynley para volver a meter dentro el contenido del bolso y para meter el mismo bolso dentro del cesto.

Cuando lo hizo, Isabelle le pidió a la mujer que le contase cómo lo había encontrado. Bella McHaggis estaba encantada de hacerlo. Les contó con pelos y señales lo del reciclaje y lo de salvar el planeta, de lo cual Isabelle concluyó que el bolso venía de un contenedor que no sólo estaba situado frente a la casa de Bella McHaggis, sino que era accesible a cualquiera que pasase y mirase. Aparentemente, había un apunte que la propia Bella deseaba aportar, porque había una cosa que era «lo más importante de todo».

– ¿Y es…? -inquirió Isabelle.

– Yolanda.

Al parecer la médium había estado rondando el jardín delantero de Bella otra vez, y había estado allí momentos antes de que Bella descubriese el bolso de Jemima. Claramente, teniendo «una especie de experiencia psíquica», se mofó Bella, caracterizada por murmurar, gemir, rezar y agitar un palito humeante de lo que sea que provoque algo mágico o «basura de esa». Bella le había dirigido algunas palabras, y la médium se fue disparada. Momentos más tarde, al mirar dentro del cubo de Oxfam, Bella había descubierto el bolso.

– ¿Por qué estaba comprobando el contenedor? -preguntó Lynley.

– Para ver cuándo necesitaría vaciarse, obviamente -respondió.

Al parecer, el resto de los cubos de reciclaje se llenaban mucho más rápido que el de Oxfam. Mientras que éstos los vaciaban cada mes, el de Oxfam no.

– No había manera de que ella supiese eso -dijo Bella.

– Queremos registrar ese cubo -dijo Isabelle-. No ha hecho nada con su contenido, ¿no?

No había tirado nada, gracias a Dios. Le dijo a Bella que no debería haber abierto de nuevo el bolso, ni siquiera haberlo tocado.

– Es importante, ¿verdad? -Bella se sintió muy satisfecha consigo misma-. Sabía que era importante, lo sabía.

No había ninguna duda al respecto, aunque Lynley e Isabelle no estaban de acuerdo en cuán importante era la aparición del bolso. Mientras subían en el ascensor, ella le dijo:

– Él tenía que saber dónde vivía ella, Thomas.

– ¿Quién? -preguntó Lynley, y la manera en que lo soltó le hizo adivinar que pensaba de manera completamente opuesta.

– Matsumoto. Hubiera sido muy sencillo para él meter el bolso en ese cubo.

– ¿Y quedarse con el arma del crimen? -preguntó Lynley-. ¿Cómo puede llegar a justificarse algo así?

– Está más loco que una cabra. No piensa. No lo pensó. O si lo hizo, pensó en hacer lo que los ángeles le ordenaban: «Deshazte de esto, guárdalo, corre, escóndete, síguela, lo que sea».

Le miró atentamente. Él estaba con los ojos fijos en el suelo del ascensor, el ceño fruncido y el nudillo de su dedo índice entre los labios, en una postura que decía que estaba considerando sus palabras y todo lo demás.

– ¿Y bien?

– Tenemos a Paolo di Fazio en esa casa. Tenemos a Frazer Chaplin también ahí metido. Y está, asimismo, el asunto de Yolanda.

– No puedes estar sugiriendo que otra mujer mató a Jemima Hastings. ¿Clavándole un punzón en la carótida? Cielos, Thomas, este asesinato tiene de todo menos algo femenino, y me atrevería a decir que lo sabes.

– Estoy de acuerdo en que no lo parece. Pero no quiero pasar por alto el hecho de que Yolanda pueda estar protegiendo a alguien que le trajo la bolsa y le pidió que se deshiciera de ella. Ella quería hablar.

– Oh, por amor de Dios…

Entonces vio su expresión. Sabía por esa cara que él estaba sopesando algo, y también sabía qué era lo que estaba sopesando. Sintió una rabia enorme al darse cuenta de que estaba siendo juzgada, cosa que no sucedería si en vez de ella se tratara de otro hombre.

– Quiero mirar con detenimiento las cosas del bolso antes de que se lo entreguemos a los forenses. Y no me digas que es una irregularidad, Thomas. No hace falta que vayamos hasta la esquina de esos bloques para darnos cuenta de que cada una de las huellas dactilares no sirven. Necesitamos un resultado.

– Estás…

– Nos pondremos guantes, ¿de acuerdo? Y ni tú ni yo perderemos de vista el bolso. ¿Te parece bien o necesitas más garantías?

– Iba a decirte que tú mandas. Tú das las órdenes -contestó-. Estaba a punto de decirte que es tu caso.

Lo dudaba. Era evidente que era frío y tan elegante como el hielo.

– Lo es. Que no se te olvide -contestó mientras salían juntos del ascensor.

El teléfono móvil era lo más importante que habían encontrado. Isabelle se lo entregó a John Stewart y le ordenó que lo estudiara a fondo: tenía que escuchar los mensajes de voz, localizar las llamadas, leer y anotar cada uno de los mensajes de texto y sacar las huellas que estaban en él.

– Tenemos que usar también las torres de telefonía móvil -añadió-. El pinging, o como diablos lo llamen.

Se dedicaron a rebuscar entre el resto de las cosas, muchas de ellas, parecían las típicas: un pequeño mapa de Londres, una novela de bolsillo de misterio, una billetera con treinta y cinco libras y dos tarjetas de crédito, tres bolígrafos, un lápiz roto, un par de gafas de sol en un estuche, un cepillo del pelo, un peine, cuatro barras de labios y un espejo. También había una lista de productos del estanco, junto con un papel que anunciaba: «Queen's Ice and Bowl: ¡Buena comida! ¡Cumpleaños! ¡Eventos de empresa!», una oferta de inscripción para el gimnasio y spa Putney, tarjetas de visita de Yolanda, la Médium, del Centro de Patinaje de Londres, de Abott Langer (instructor profesional de patinaje), y del centro numismático de Sheldon Pockworth.

Isabelle observó esa última tarjeta y pensó en el significado de numismática. Sellos. Lynley dijo monedas.

Le comentó que fueran a echar un vistazo.

– ¿Además de lo de Yolanda? Porque aún creo… -dijo él.

– Está bien. Además de lo de Yolanda. Pero juro que no tiene nada que ver con esto, Thomas. Este crimen no fue cometido por una mujer.


* * *

Lynley encontró sin apenas problemas el negocio de Yolanda, la Médium, en Queensway, pero tuvo que esperar fuera del edificio de falsos establos, donde estaba el local, porque un letrero en la puerta anunciaba En una sesión. No entrar, con lo que imaginó que Yolanda estaba en mitad de aquello que se suponía que hacía un médium: hojas de té, palmas, o cualquier cosa parecida. Se fue a por un café a una cafetería rusa situada en el cruce de dos pasajes interiores del mercado, y volvió a la tienda de la médium con una taza en la mano. Para entonces había quitado el letrero, así que se acabó el café rápidamente y entró.

– ¿Eres tú, querido? -gritó Yolanda desde el cuarto interior, que quedaba escondido de la recepción tras una cortina de cuentas-. Has llegado temprano, ¿no?

– No -respondió Lynley a la primera pregunta-. Agente Lynley, New Scotland Yard.

Yolanda apareció tras la cortina. Se fijó en su estridente cabello pelirrojo y en su traje a medida que reconoció -gracias a su mujer- como un Coco Chanel vintage o inspirado en Coco Chanel. No era como se la había imaginado.

Ella se detuvo en seco al verle.

– Vibra -dijo.

Él parpadeó.

– ¿Perdón?

– Tu aura. Ha sufrido un golpe terrible. Quiere recobrar su fuerza, pero algo se ha interpuesto. -Levantó la mano antes de que él pudiera responderle. Ladeó la cabeza como si estuviera escuchando algo-. Mmmm. Sí -dijo-. No es porque sí. Ella trata de regresar. Mientras tanto, tú te estás preparando. Es un mensaje recíproco.

– ¿Del más allá? -preguntó, tomándoselo a la ligera. Sin embargo, pensó por un momento en Helen, sin importar lo disparatada que sonara la idea de que alguien que se ha ido para siempre regresara.

– Sería más inteligente por tu parte no hacer bromas con estas cosas. Quienes lo han hecho, se suelen arrepentir. Así que, ¿cuál es tu nombre?

– Agente Lynley. ¿Eso fue lo que le sucedió a Jemima Hastings? ¿Se tomó todo esto a broma?

Yolanda se escondió tras el escaparate por un momento. Lynley oyó que encendía una cerilla. Pensó que estaba encendiendo incienso o una vela -podía ser cualquiera de ambas, pues ya había un palito de incienso quemándose entre las piernas cruzadas de la estatua de un Buda-, pero apareció con un cigarrillo.

– Es bueno que lo hayas dejado. No te veo muriéndote de una enfermedad pulmonar.

– ¿Y qué hay de Jemima? -preguntó.

– Ella no fumaba.

– Eso no la ayudó mucho al final, ¿verdad?

Yolanda dio una larga calada al cigarrillo.

– Ya he hablado con la policía -dijo-. Ese tipo negro. Una de las auras más fuertes que he visto en años. Quizás en la vida, si le digo la verdad. Pero ¿esa mujer que iba con él? ¿Esa del diente? Diría que tiene asuntos pendientes que le impiden crecer como persona, y que no son exactamente dentales. ¿Qué iba a decir?

– ¿La puedo llamar señora Price? Entiendo que ése es su verdadero nombre.

– No puede. No en este local. Aquí soy Yolanda.

– Muy bien, Yolanda. Hoy por la mañana estuvo en Oxford Road. He de preguntarle por eso, también por el asunto de Jemima Hastings. ¿Le parece bien aquí o prefiere contestarme en otro sitio?

– ¿Otro sitio como…?

– Hay una sala de interrogatorios en la estación de Ladbroke Grove. Podemos ir allí si lo prefiere.

Ella se rió.

– Polis. Sería mejor que vigilaras tu manera de actuar. Hay una cosa llamada karma, señor Lynley. Es así como dijiste que te llamabas, ¿no?

– Eso es lo que dije.

Le examinó.

– No pareces un poli. No hablas como un poli. No eres como ellos.

Tenía razón, pensó. Pero tampoco se trataba de una deducción completamente desconcertante.

– ¿Dónde le gustaría hablar, Yolanda? -le preguntó.

Fue hacia la cortina de cuentas. Él la siguió.

Había una mesa en el centro de la habitación interior, pero no se sentó allí. En vez de eso, fue hacia un sillón confortable situado enfrente de un diván victoriano. Se dejó caer en este último y cerró los ojos mientras seguía fumando el cigarrillo.

Lynley cogió una silla y le dijo:

– Cuénteme primero lo de Oxford Road. Nos pondremos con lo de Jemima después.

No había mucho que contar, según Yolanda. Había estado en Oxford Road por el mal inherente de la casa, declaró. Pese a haberla alertado de que tenía que marcharse de allí, no pudo salvar a Jemima; después de que hubiera sido víctima de la depravación, se sintió en la obligación de intentar salvar al resto. Claramente, no estaban dispuestos a abandonar el lugar, así que trató de purificarlo desde fuera: estuvo quemando savia.

– Aunque esa maldita mujer se negara a escuchar cualquier cosa que tratara de decirle -le dijo-. Aunque se negara a reconocer mis esfuerzos a su favor.

– ¿Qué tipo de mal? -le preguntó.

Yolanda abrió los ojos.

– No hay diferentes tipos de mal -respondió-. Sólo hay uno. Uno. Y, de momento, se ha llevado a dos personas que vivían en esa casa, y va en busca de más. Su marido murió allí, ¿sabe?

– ¿El marido de la señora McHaggis?

– ¿Y cree que ella se ha dignado a purificar el sitio? No. Es demasiado tonta como para ver lo importante que es eso. Ahora Jemima se ha ido también… y habrá más. Es cuestión de tiempo.

– Y usted estaba allí exclusivamente para… -Lynley buscó la palabra que mejor pudiera definir «quemar savia en el jardín»-, ¿para practicar algún tipo de rito?

– No algún tipo. Oh, ya veo qué piensa de la gente como yo. Nadie suele creer en estas cosas hasta que al final la vida le doblega a uno de tal manera que entonces acude corriendo, ¿no es cierto?

– ¿Es lo que le sucedió a Jemima? ¿Por qué acudió a usted? La primera vez, me refiero.

– No hablo de mis clientes.

– Ya sé que eso es lo que le dijo a los otros policías, pero tenemos un problema, como ve, en tanto que usted no es ni psiquiatra, ni psicóloga, ni abogada… No tiene ningún secreto profesional al que acogerse, según me consta.

– ¿Y eso qué significa exactamente?

– Significa que cualquier negativa a proporcionar información puede ser interpretada como obstaculización de una investigación policial.

Ella se quedó en silencio. Se acercó el cigarrillo y le dio una calada mirando al cielo, pensativamente.

Lynley continuó.

– Así pues, le sugiero que cuente cualquier cosa que crea relevante. ¿Por qué vino a verla?

Yolanda continuó callada durante un rato. Parecía debatirse y sopesar los pros y los contras entre hablar o callarse. Finalmente dijo:

– Ya se lo conté a los otros: amor. Es el motivo por el que siempre vienen.

– ¿A quién amaba?

De nuevo dudó antes de decir:

– Al irlandés. El tipo que trabaja en la pista de hielo.

– ¿Frazer Chaplin?

– Quería saber lo que todo el mundo quiere saber. -Yolanda se movió inquieta en el sofá. Cogió un cenicero que estaba debajo y apagó el cigarrillo-. Le conté esto a los otros, más o menos. Al tipo negro y a la mujer de los dientes. No veo porqué darle más vueltas a este asunto con usted vaya a aportar algo.

Lynley tuvo un pensamiento irónico y fugaz sobre cómo reaccionaría Barbara Havers al saber que la llamaban «la mujer de los dientes». Dejó que esa idea se esfumara.

– Piénselo desde una nueva perspectiva: la mía. ¿Qué es exactamente lo que le dijo?

– El amor es un riesgo -murmuró. «Pues sí», pensó Lynley-. Como tema, quiero decir -continuó-. Resulta imposible acertar en cuestiones sentimentales. Hay demasiadas variables, siempre se dan situaciones inesperadas, sobre todo si no se tiene a la otra persona para…, bueno, para examinarla, ya sabe. Así que una acaba optando por cosas vagas, por decirlo de alguna manera. Eso es lo que hice.

– Para que el cliente vuelva una y otra vez, imagino.

Le miró, como para juzgar su tono de voz. Él se mantuvo impasible.

– Esto es un negocio. No lo niego. Pero también es un servicio y, créame, la gente lo necesita. Además, muchas otras cosas surgen con un cliente fijo. Ellos vienen a verme por un asunto, pero al final aparecen otros. No se trata de que yo les haga volver, se lo puedo asegurar. Es lo que les digo que sé.

– ¿Y Jemima?

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Había otros asuntos, más allá de sus dudas sentimentales?

– Sí.

– ¿Y cuáles eran?

Yolanda se sentó. Cruzó sus piernas. Eran fornidas, sin tobillos, una línea recta que iba de las rodillas a sus pies. Dejó caer sus manos a ambos lados de los muslos, como si equilibrara su cuerpo, y mientras se ponía de nuevo recta, agachó su cabeza. La agitó.

Lynley pensó que no contestaría a esa pregunta, que diría «no tengo más información, agente». Sin embargo, anunció:

– Hay algo entre los otros y yo. Todo se ha quedado tranquilo. Pero yo no quería hacer daño. No lo sabía.

Lynley trató de no seguirle el juego.

– Señorita Price, si sabe alguna cosa, le insisto…

– ¡Yolanda! -dijo mientras alzaba su cabeza bruscamente-. Aquí soy Yolanda. Ya estoy teniendo suficientes problemas con el mundo espiritual y no necesito a alguien más en este cuarto que me recuerde que tengo una vida allá fuera, ¿lo entiende? Desde que murió, desde que me dijeron que murió, todo se ha vuelto oscuro y tranquilo. Lo hago todo mecánicamente, y no soy capaz de comprender qué es lo que no puedo ver.

Entonces se levantó. La habitación estaba poco iluminada, oscura, se suponía que para facilitarle el trabajo; y ella cruzó la cortina para encender la lámpara de techo. La luz trajo a esa sombría habitación un aspecto desolador: polvo en los muebles, bolas de pelusa en las esquinas, objetos de segunda mano desconchados y desvencijados. Yolanda caminó por la habitación. Lynley esperaba a que hablara, pese a que su paciencia se estaba agotando.

– Vienen a por consejo -dijo finalmente-. Intento no ser demasiado directa. No suele funcionar. No obstante, en su caso, pude sentir algo más, y necesitaba saber de qué se trataba para poder seguir trabajando con ella. Tenía información que podría haberme ayudado, pero no quiso compartirla conmigo.

– ¿Información sobre quién? ¿Sobre qué?

– ¿Quién sabe? No quiso decírmelo. Pero me preguntó el mejor lugar para encontrarse con alguien con quien tenía que hablar de verdades difíciles, verdades que le daba miedo contar.

– ¿Un hombre?

– No quiso decírmelo. Le dije lo más obvio, lo que todo el mundo diría: has de citarte en un espacio público.

– ¿Le aconsejó…?

– No le dije que fuera al cementerio. -Paró de caminar de un lado al otro. Estaba al otro lado de la mesa y le miró desde allí, como si necesitara la seguridad de la distancia-. ¿Por qué iba a recomendarle el cementerio?

– Me hago cargo de que tampoco le recomendó el Starbucks del barrio -apuntó Lynley.

– Le dije que escogiera un lugar donde reinara la paz y pudiera sentirla. No sé por qué escogió el cementerio. No tengo ni siquiera idea de cómo se le ocurrió. -Continuó caminando. Rodeó la mesa una vez, dos veces, antes de decir-: Debería haberle aconsejado otra cosa. Debería haberlo visto. O sentido. Pero no le dije que se mantuviera alejada de ese sitio, porque no vi el peligro. -Dio vueltas alrededor de él-. ¿Entiende qué significa que no viera el peligro, agente Lynley? ¿Entiende en qué situación me deja esto? Nunca he dudado de mi don, hasta ahora. No diferencio entre la verdad y las mentiras. No puedo verlas. Y si no pude protegerla del peligro, no puedo proteger a nadie.

Sonaba tan desdichada que Lynley sintió un atisbo de compasión, pese a que no creyera en ningún momento en la parapsicología. La idea de proteger a alguien, además, le hizo pensar en la piedra que llevaba encima Jemima. ¿Un talismán, un amuleto de buena suerte?

– ¿Trataba usted de protegerla?

– Por supuesto que sí.

– ¿Le dio algo que la fuera a proteger antes de ese encuentro?

Pero no lo había hecho. Había tratado de proteger a Jemima sólo con palabras de consejo. «Vagos murmullos e imaginaciones», se dijo Lynley, y no habían servido para nada.

Por lo menos, ya sabían qué es lo que Jemima había ido a hacer al cementerio de Abney Park. Por otra parte, tenían que fiarse de lo que les había contado Yolanda sobre qué había estado haciendo en Oxford Road aquel día. Le preguntó sobre ello y también acerca de qué había estado haciendo en el momento de la muerte de Jemima. A esto último respondió que estaba donde siempre solía estar: con clientes. Tenía la agenda con las citas para probarlo, y si quería telefonear a los clientes, no tenía ningún problema en darle los números. A la primera pregunta, ella volvió a decirle que intentaba purificar la maldita casa antes de que alguien volviera a morir inesperadamente: McHaggis, Frazer, el italiano.

Lynley le preguntó si los conocía a todos.

De vista, no les habían presentado. Con McHaggis y Frazer sí que había intercambiado algunas palabras. No con el italiano.

¿Y había intentado abrir alguno de los cubos de reciclaje de su jardín?

Le miró como si Lynley estuviera loco. ¿Por qué demonios iba a husmear en la basura? Las basuras no necesitan ser purificadas, la casa sí.

No quiso seguir por esa vía de nuevo. Se dio cuenta de que no podía sonsacarle nada más a Yolanda, la Médium. Por lo menos hasta que el otro mundo le revelara algo más, Yolanda seguiría siendo un libro bien cerrado.

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