Capítulo 23

Quienquiera que hubiera matado a Jemima Hastings, en el momento del asesinato vestía una camisa amarilla. Lynley se enteró del detalle de la prenda mientras regresaba a New Scotland Yard, donde el equipo ya estaba reunido en la sala de juntas. Allí, una foto de la camisa, que se encontraba en manos del equipo forense, coronaba uno de los tableros.

Lynley se fijó en que Barbara Havers y Winston Nkata acababan de llegar de New Forest y también en la expresión de la mujer, que decía claramente que no le hacía ninguna gracia haber sido requerida de nuevo en Londres, fuera por la camisa amarilla manchada de sangre o por cualquier otra cuestión. Se aguantaba las ganas de decir cuatro cosas, o más bien, las ganas de discutir con la actual superintendente. Nkata, por su parte, parecía bastante conforme al respecto, tratando de hacer lo más fácil posible la situación, algo que desde siempre formaba parte de su carácter. Se sentó en la parte de atrás de la sala y sorbió algo de un vaso de plástico. Le hizo un gesto con la cabeza a Lynley y se giró hacia Havers. Como Lynley, sabía que ella se moría de ganas de hacer lo contrario de lo que Isabelle Ardery le encargara.

– … todavía inconsciente -estaba explicando Ardery-. Pero el cirujano nos ha indicado que mañana ya estará consciente. Cuando suceda, es nuestro. -Eso hizo que Lynley se metiera en situación-: La camisa estaba aplastada en el cubo Oxfam. Tiene una mancha de sangre considerable en la parte delantera, en el lado derecho, y en la manga y puño derecho. Se encuentra en el Departamento Forense, pero, por el momento, partimos de la idea de que la sangre es de la víctima, ¿de acuerdo? -No esperó a la respuesta de Lynley-. Bien. Vamos a ordenar un poco los datos. Tenemos dos pelos de una persona de origen oriental en la mano de la víctima, no hay heridas de defensa, la carótida está rasgada y un tipo japonés con el arma del crimen y con sangre de Jemima en su ropa. ¿Tienes algo nuevo que añadir, Thomas?

Lynley resumió lo que le había explicado Yolanda. También la información que le dio Abott Langer, el barman Heinrich y Frazer Chaplin. Sabía que iba a poner en tela de juicio la tesis de Isabelle, pero no había más salida. Lynley concluyó su intervención diciendo, mientras miraba a la enorme foto de la camisa:

– Creo que tenemos a dos individuos que estuvieron en contacto con Jemima en el cementerio Abney Park, jefa. En el armario de Matsumoto no había ninguna prenda que se pareciera a esa camisa. Suele vestir de blanco y negro, no de colores, y aunque ése no fuera el caso, lo que llevaba ese día, un esmoquin, también estaba manchado de su sangre, como acabas de decir. Es imposible que vistiera un esmoquin y la camisa amarilla. Así que, con esta otra prenda manchada y el hecho de que Jemima fuera al cementerio a hablar con un hombre nos encontramos con que tenemos a dos tipos en vez de uno.

– Es lo que me había imaginado -soltó rápidamente Barbara Havers-. Así que, jefa, habernos hecho venir a Winnie y a mí a Londres…

– Uno de ellos mató a Jemima y el otro… ¿qué hizo? -preguntó John Stewart.

– Vigilarla, sospecho -señaló Lynley-. Algo en lo que Matsumoto, que se creía su ángel de la guarda, falló miserablemente.

– Para un momento, Thomas -dijo Ardery.

– Escúchame -le contestó Lynley. Vio que sus ojos se abrían poco a poco y supo que no le hizo ni pizca de gracia. Lynley iba por una vía completamente diferente, y Dios sabía que ella tenía una buena razón para que se mantuviera la hipótesis de Matsumoto como asesino-. Quedó con un tipo para confesarle unos secretos. Es un dato que nos ha proporcionado la médium, a quien me parece que debemos creer, pese a su profesión. Aunque Yolanda estuvo después rondando por la casa de Jemima en Oxford Road, nos sirve por sus encuentros con ella. Gracias a ella sabemos que Jemima tenía que contarle una cosa a un hombre importante en su vida, y que la médium le sugirió citarse en «un lugar tranquilo», Jemima conocía ese cementerio, le habían sacado unas fotos allí. Ese fue el lugar que escogió.

– ¿Y Matsumoto estaba allí casualmente? -le reprochó Ardery.

– Seguramente la siguió.

– Muy bien. Pero es posible que no fuera la primera vez que la seguía. ¿Por qué iba a serlo? ¿Por qué sólo justo ese día? No tiene sentido. Si la acosaba, es probable que él fuera el hombre al que tenía que decirle la verdad, que la dejara en paz o que le denunciaría por acoso. Pero se imagina que la conversación irá por ahí y, como todos los acosadores chalados, va con un arma. Da igual la camisa amarilla o el esmoquin manchado, ¿cómo explicas que tuviera el arma en sus manos Thomas?

– ¿Cómo explica usted la sangre en las dos prendas? -intervino John Stewart.

El resto del equipo presente intercambió miradas. Fue por su tono, estaba tomando partido, y Lynley no quería que eso sucediera. No era su intención que la investigación se transformara en una intriga política.

– Matsumoto ve que ha quedado con alguien en el cementerio -dijo Lynley-. Se van a la capilla para hablar en privado.

– ¿Por qué? -preguntó Isabelle-. Ya están en un espacio íntimo. ¿Por qué buscan algo aún más privado?

– Porque sea quien sea el tipo con el que ella quedó, era el asesino -señaló Havers-. Así que es él quien lo propone: «Mejor vamos allí, al edificio». Jefa, tenemos que…

– Quizás están discutiendo -dijo Lynley, alzando la mano-. Uno de ellos se levanta, comienza a caminar. El otro le sigue. Entran, y es entonces cuando la asesina. Matsumoto lo ve. Espera a que Jemima salga para ver si está bien. Pero no sale, y entonces entra a investigar.

– Por el amor de Dios, ¿y él no se da cuenta de que el otro tiene sangre en la camisa?

– Puede que se haya dado cuenta. Quizás es la razón de que entre a investigar. Pero creo más bien que el otro tipo se debió de quitar la camisa y la escondió. Tuvo que haber hecho eso. No podía salir del cementerio con toda esa sangre cubriéndole.

– Matsumoto sí salió manchado de sangre.

– Lo que me hace pensar que no la mató, que no lo hizo él.

– Esto es una mierda -dijo Ardery.

– Jefa, no lo es. -Havers la interrumpió y por su tono parecía que esta vez iba en serio. Tendrían que escucharla y al Infierno las consecuencias-. Hay algo extraño en Hampshire. Tenemos que volver allá. Winnie y yo…

– ¡Oh, los dos tortolitos! -dijo John Stewart.

– Ya está bien, John -dijo Lynley automáticamente, olvidándose de que estaba ejerciendo de superintendente y no de inspector.

– ¡Vete a la mierda! -le soltó Havers a Stewart-. Jefa, aún quedan pistas por investigar en New Forest. Ese tipo, Whiting… Hay algo en él que me da mala espina. Hay contradicciones por todas partes.

– ¿Cómo cuáles? -le preguntó Isabelle.

Havers comenzó a hojear su desordenada libreta. Le dirigió una mirada a Winston, como diciéndole: «Ayúdame, tío». Winston se movió y salió en su ayuda

– Jossie no parece ser quien dice que es, jefa -dijo-. Él y Whiting están relacionados de algún modo. No hemos llegado al fondo, pero que Whiting supiera del aprendizaje de Jossie nos hace pensar que es quien le consiguió el puesto. Y eso sugiere que falsificó las cartas para el colegio técnico. No vemos qué otra persona podría haberlo hecho.

– Dios santo, ¿por qué lo habría hecho?

– Puede que Jossie le chantajeara con algo -dijo Nkata-. No sabemos con qué. Todavía.

– Pero podemos averiguarlo si nos deja -agregó Havers.

– Os quedáis aquí en Londres, tal como os he ordenado.

– Pero jefa…

– No. -Y se dirigió a Lynley-: Es igual de fácil que sea lo contrario, Thomas. Jemima queda con Matsumoto en el cementerio, entran en la capilla, tienen su charla, utiliza el arma y se escapa. El otro, el de la camisa amarilla, lo ve. Entra en el edificio. Va a ayudarla, pero su estado es irreversible. Se mancha con su sangre. Sabe que le pueden incriminar en cuanto salga a la luz el asesinato. Sabe que la Policía va a ir a por el primero que encuentre a la víctima, y no puede permitírselo. Y por eso huye.

– ¿Y entonces qué? -preguntó John Stewart-. ¿Esconde la camisa en el cubo Oxfam de la señora McHaggis? ¿Junto con el bolso? ¿Y qué pasa con el bolso? ¿Por qué llevárselo?

– Puede que Matsumoto se llevara el bolso. Puede que él lo pusiera en el cubo. Quizá quería que le echaran la culpa, para complicar aún más las cosas.

– Entonces… -señaló, agrio, Stewart-, dejadme que ordene las cosas. ¿Este Matsumoto y el otro tipo, sin saber de su existencia el uno del otro, pusieron ambos una prueba criminal en el mismo cubo? Maldita sea, señora. Dios Santo. ¿Qué es exactamente lo que cree que tiene sentido en todo eso? -Soltó un bufido burlón y miró a los demás. Su cara parecía estar diciendo: «vaca estúpida».

La de Isabelle se mantuvo pétrea como una roca.

– A mi despacho. Ahora -le dijo a Stewart.

Stewart dudó el tiempo suficiente como para hacer evidente su desdén. Él e Isabelle se clavaron las miradas antes de que la superintendente dejara la sala. Stewart se levantó de modo perezoso y la siguió.

Después, un silencio tenso. Alguien silbó levemente. Lynley se acercó al tablero para ver más de cerca la foto de la camisa amarilla. Notó que alguien se le acercaba y vio que Havers se le había unido.

– Usted sabe que ella está tomando las decisiones equivocadas -le dijo en voz baja.

– Barbara…

– Lo sabe. Nadie quiere tanto darle una patada y mandar a otra galaxia a este tío como yo, pero esta vez tiene razón.

Se refería a John Stewart. Lynley no podía estar más de acuerdo. La desesperación de Isabelle la estaba llevando a distorsionar los hechos para que encajaran de cara a acusar a Matsumoto, de tal modo que no hacía más que perjudicar la investigación. Se encontraba en la peor situación posible: su situación temporal en el cuerpo, su primer caso había degenerado en una confusión de circunstancias inconcebibles y con un sospechoso en el hospital porque le dio por huir, cuyo hermano, un afamado violonchelista, tiene contratado a una feroz abogado y, mientras tanto, la prensa se hace eco de la historia, Hillier se ve implicado y a él se le suma el abominable Stephenson Deacon para tratar de desviar la atención de la prensa, y todo con un montón de pruebas apuntando en varias direcciones. Lynley era incapaz de imaginar que las cosas pudieran empeorar aún más para Isabelle. El suyo no estaba siendo un bautismo de fuego, sino más bien un gran incendio.

– Barbara, no estoy muy seguro de qué es lo que quieres que haga -le dijo.

– Hable con ella. Le escuchará. Webberly lo haría, y ya hubiera hablado con Webberly si se hubiera dado una situación como la de ahora. Usted sabe que puede. Y si estuviera pasando por lo mismo que ella, nos escucharía. Somos un equipo por algo. -Se llevó las manos al pelo, cortado casi al cero, y las deslizó-. ¿Por qué nos ha hecho volver de Hampshire?

– Tiene pocos recursos. Todas las investigaciones carecen de medios.

– ¡Oh, maldita sea!

Havers se alejó.

Lynley fue a por ella, pero ya se había marchado. Regresó a la pizarra y se quedó mirando la camisa amarilla. Vio en ella lo que le quería decir y lo que debería haberle dicho a Isabelle. Se dio cuenta de que él tampoco estaba en una situación envidiable. Pensó en la mejor manera de utilizar la información que tenía delante.

Barbara no podía entender por qué Lynley no se posicionaba. Podía entender por qué no quería hacerlo delante del resto del equipo después de que el maldito John Stewart apenas necesitara un empujón para convertirse en el señor Christian, tras amotinarse contra la superintendente Bligh. [24] Pero ¿por qué no hablar con ella en privado? Esto era lo que no entendía. Lynley no era de los tipos que se acobardaban, y la prueba eran sus mil y una peleas con Hillier; sabía que no le asustaba un posible enfrentamiento con Isabelle. Si fuera el caso, ¿qué le detenía? No podía imaginárselo. Lo que sí sabía era que por alguna razón no había sido él mismo cuando necesitaban que fuera justo esa persona, el que siempre había sido, para ella y para todos los demás.

Que no fuera el Thomas Lynley que ella conocía y con el que había trabajado durante años le molestaba mucho más de lo que quería reconocer. Mostraba cuánto había cambiado y cuánto las cosas que le importaban ya no eran significativas para él. Era como si estuvieran flotando en una especie de vacío infinito, perdidas en caminos que eran cruciales pero indefinidos.

Barbara no quería darle más vueltas. Sólo quería llegar a casa. Como Winston les había llevado a New Forest, tuvo que coger la abarrotada Northern Line en el peor momento del día, con el peor tiempo del mundo, aplastada contra las puertas del vagón, preguntándose por qué demonios la gente no se movía por el pasillo hacia dentro mientras la empujaban y daba con la enorme espalda de una mujer chillando a su teléfono móvil «más vale que llegues a casa, y esta vez lo digo en serio, Clive, joder, o saco el cuchillo y te la corto», para después caer sobre la pestilente axila de la camiseta de un adolescente que iba escuchando en sus cascos una música ruidosa y detestable.

Para empeorar las cosas, llevaba la bolsa de viaje consigo. Cuando finalmente llegó a estación Chalk Farm, tuvo que dar un tirón para sacarla del vagón y, con el movimiento, una de las asas se rompió. Maldijo, golpeó las puertas y se raspó un tobillo con las hebillas. Maldijo de nuevo.

Caminó como pudo desde la estación, preguntándose cuándo comenzaría la tormenta que se llevara el polvo de las hojas de los árboles y limpiara el aire cargado de contaminación. Se puso de peor humor mientras cargaba con su bolsa y descubrió que la razón de su enfado tenía nombre y apellidos: Isabelle Ardery. Pero pensar en ella le llevó a acordarse de Thomas Lynley, y Barbara ya había tenido suficiente por un día.

Necesitaba una ducha. Necesitaba un pitillo. Necesitaba una copa. Maldita sea, necesitaba una vida.

Cuando llegó a casa, estaba sudando y le dolían los hombros. Intentó convencerse de que se debía al peso de la bolsa, pero sabía que era simple y llanamente la tensión. Cruzó la puerta de su casa con un alivio que no había sentido en años al llegar. Ni siquiera le importaba que dentro hiciera tanto calor como en un horno. Abrió las ventanas y revolvió el cajón en busca de su pequeño abanico. Encendió un cigarrillo, aspiró fuerte, bendijo que existiera la nicotina, se sentó en una de las sencillas sillas de la cocina y miró su extremadamente humilde morada.

Había dejado tirada su bolsa en la puerta, así que no había visto lo que había en el sofá cama. Pero ahora, sentada frente a la mesa de la cocina vio la falda en forma de A, la prenda que mejor le queda a una mujer con una figura como la suya, según Hadiyyah. La habían arreglado. Le habían subido el dobladillo, la habían planchado y el conjunto completo estaba sobre la cama: la falda, su nueva, fresca y entallada blusa, medias finas, un pañuelo e incluso una pulsera gruesa. Y también habían cepillado los zapatos. Brillaban. Un hada buena había pasado por su casa.

Barbara se levantó y se acercó a la cama. Tenía que reconocer, que todo quedaba bien como conjunto, sobre todo la pulsera, un complemento que jamás se hubiera comprado, y mucho menos atrevido a usar. La cogió para verla más de cerca. Llevaba atado un lazo de color lila y una etiqueta de regalo.

En una de las caras de la nota se podía leer un «¡Sorpresa!», junto a un «¡Bienvenida a casa!», y el nombre de quien le había hecho el regalo, como si no supiera el nombre de quien había escogido todas esas prendas para ella: Hadiyyah Khalidah.

El humor de Barbara cambió repentinamente. Increíble, pensó, cómo alguien tan joven, esa consideración… Apagó el cigarrillo y lo tiró en el pequeño lavabo. Un cuarto de hora después se había duchado, refrescado y vestido. Se puso algo de colorete en la cara, en un gesto que recompensaba la insistencia de Hadiyyah respecto a que se maquillara, y salió del búngalo. Fue al piso inferior, que daba directamente al césped quemado por el verano.

Las ventanas de estilo francés estaban abiertas y se podía escuchar cómo cocinaban, y las conversaciones del interior. Hadiyyah estaba hablando con su padre y pudo notar en su voz que estaba nerviosa.

– ¿Hay alguien en casa? -gritó mientras llamaba a la puerta.

– ¡Barbara! ¡Ya has vuelto! ¡Genial! -respondió Hadiyyah con otro grito.

Barbara notó a Hadiyyah distinta cuando la vio entrar por la puerta. Más alta, aunque no tenía sentido, ya que Barbara tampoco había estado fuera tanto tiempo como para que la pequeña creciera tanto.

– ¡Oh! ¡Es genial! -gritó Hadiyyah-. ¡Papá! ¡Barbara está aquí! ¿Puede quedarse a cenar?

– No, no -tartamudeó Barbara-. Por favor, no lo hagas, pequeña. Sólo he venido a darte las gracias. Acabo de regresar. He visto la falda. Y el resto. Y menuda sorpresa tan bonita ha sido encontrarlo.

– Lo cosí yo misma -dijo orgullosa Hadiyyah-. Bueno, quizá la señora Silver me ayudó un poco porque me torcía cosiendo. Pero ¿te sorprendió? También la planché. ¿Viste la pulsera? -Daba saltitos-. ¿Te gustó? Cuando la vi le pregunté a papá si podíamos comprarla, porque ya sabes que tienes que usar complementos, Barbara.

– Tengo todo lo que me dices grabado a fuego -le contestó reverencialmente-. No podría haber encontrado nada tan perfecto como esto.

– Es bonito el color, ¿verdad? -añadió Hadiyyah-. Y gran parte de lo que la hace tan bonita es el tamaño. ¿Sabes?, he aprendido que el tamaño de un accesorio depende del de la persona que lo lleva. Pero no tiene que ver con su altura o su peso, sino con sus medidas, sus huesos y su tipo de cuerpo, ¿sabes? Así que, si miras tus muñecas, como si las compararas con las mías, lo que puedes ver es…

Khushi. -Azhar se acercó a la puerta de la cocina, secando sus manos en una toallita.

Hadiyyah se giró hacia él.

– ¡Barbara ha visto la sorpresa! -le anunció-. Le ha gustado, papá. ¿Y qué te ha parecido la blusa, Barbara? ¿Te ha gustado la blusa nueva? Ojalá la hubiera escogido yo, pero no lo hice, fue papá, ¿verdad, papá? Yo quería otra diferente.

– No me lo digas. Alguna con un lazo en el cuello.

– Bueno… -Movió su pie, como si hiciera un poco de claqué en la puerta de entrada-. No exactamente. Pero tenía volantes. No muchos, la verdad. Pero tenía uno muy bonito que caía en la parte de delante y que tapaba los botones y me gustaba muchísimo. Me pareció preciosa. Pero papá me dijo que jamás llevarías volantes. Le expliqué que en moda se trata de expandir los horizontes de cada uno, y me contestó que tampoco hay que exagerar y que la blusa entallada era mucho mejor. Le respondí que el cuello de la blusa debería tener la misma forma de tu mandíbula y que tu cara es redonda, ¿no?, no tan angulosa como la camisa. Y él dijo, vamos a probar, y siempre puedes cambiarla si no te gusta. ¿Y sabes dónde la compramos?

Khushi, khushi -le dijo Azhar cariñosamente-. ¿Por qué no invitas a Barbara a entrar?

Hadiyyah se rió y se tapó la boca con las manos.

– ¡Estoy tan nerviosa! -Fue hacia dentro-. ¡Tenemos limonada recién hecha para beber! ¿Quieres un poco? Estamos de celebración, ¿no es cierto, papá?

Khushi.

Intercambiaron algún tipo de mensaje y Barbara se dio cuenta de que estaba en medio de una conversación privada. Su presencia claramente la había interrumpido.

– Bueno, pues me voy -dijo Barbara-. Sólo quería daros las gracias en persona. Ha sido un detalle muy amable. ¿Puedo pagarte la blusa?

– Ni hablar -contestó Azhar.

– Es un regalo -explicó Hadiyyah-. La hemos comprado en Camden Town, Barbara. No en Stables ni otro sitio así.

– Por el amor de Dios. -Su experiencia le había enseñado lo que Azhar sufría cuando Hadiyyah se iba al laberinto de calles entre Stables y Camden Lock Market.

– … pero sí fuimos al mercado de la calle Inverness y fue estupendo. No había estado nunca allí.

Azhar sonrió. Le dio un par de toquecitos a su hija en la nuca y movió la cabeza en un gesto de ternura.

– Como parloteas esta noche -le dijo a su hija, para luego dirigirse a Barbara-: ¿Te quedarás a cenar, Barbara?

– ¡Oh! ¡Quédate Barbara! -le pidió Hadiyyah-. Papá está haciendo pollo saag masala y también hay dal y pan chapati y champiñones dopiaza. No me suelen gustar los champiñones, ¿sabes?, pero me encanta cómo los cocina papá. ¡Oh! Y también hay arroz pilau con espinacas y zanahorias.

– Menudo festín -dijo Barbara.

– ¡Lo es, lo es! Porque… -Se tapó de nuevo la boca con las manos. Sus ojos brillaban sobre ellas-. ¡Oh! Desearía y desearía poder decir más -soltó tras las palmas de las manos-, sólo que no puedo. Lo prometí.

– Entonces no debes -le contestó Barbara.

– Pero eres una buena amiga, ¿verdad papá? ¿Puedo…?

– No puedes. -Azhar le sonrió a Barbara-. Ya hemos estado hablando aquí durante largo rato. Barbara, insistimos en que te quedes a cenar

– Hay un montón de comida -anunció Hadiyyah.

– Visto así -le contestó Barbara-. No puedo hacer nada más que ir directa a la mesa.

Los acompañó dentro de la casa y sintió una calidez que nada tenía que ver con la temperatura, la cual apenas había disminuido, debido a que el calor de la cocina se había extendido por el piso. De hecho, apenas notaba el horroroso bochorno del día que terminaba. En cambio, sí percibió cómo fue mejorando su humor, ya no estaba pensando en qué le había sucedido a Thomas Lynley. Sus preocupaciones sobre la investigación se desvanecieron.


* * *

La confrontación con John Stewart dejó a Isabelle revuelta, una reacción que no esperaba tener. Estaba acostumbrada a vérselas con hombres en el cuerpo, pero eran casos de sexismo encubierto, de maliciosas insinuaciones cuya interpretación podía atribuir, convenientemente, a que tenía la piel muy fina o a que había malinterpretado lo que le decían. El asunto de John Stewart era diferente. Las insinuaciones maliciosas no eran su estilo. Al menos, Isabelle pensó que éste era un caso que tenía que resolverse de manera privada, pues Stewart sabía muy bien que cualquier movimiento contra él acabaría como una lucha de la palabra de uno contra la de otro ante sus superiores. Y lo último que ella quería era denunciar ante sus superiores a alguien por acoso sexual o algún otro tipo de acoso. Se dio cuenta de que John Stewart era listo como el demonio. Sabía que el hielo por donde ambos pisaban era muy frágil, y estaría encantado de llevársela consigo hasta el centro del lago.

Se preguntó cómo podía ser tan corto de miras como para entrar en guerra con alguien que podría ser elegida como su superior. Pero esa idea le duró poco cuando lo vio desde el punto de vista de John Stewart: claramente, no esperaba que la ascendieran. Después de todo, no podía culparle por creer que pronto le dirían dónde estaba la puerta de salida.

Vaya desastre, pensó. ¿Cómo habían empeorado tanto las cosas?

Dios, cómo deseaba una copa.

Sin embargo, se armó de valor para no tomarla, ni siquiera para mirar dentro de su bolso, donde, como pequeños bebés, anidaban los botellines de alcohol. No necesitaba eso. Simplemente lo quería. Querer no era necesitar.

Llamaron a la puerta y se movió de la ventana, donde había estado contemplando una vista a la que apenas había prestado atención. Dijo que entraran y Lynley apareció. Llevaba un sobre en las manos.

– Me excedí esta mañana -dijo-. Lo siento de veras.

– Tú y todos los demás -rió ella.

– Aun así…

– No pasa nada, Thomas.

No dijo nada por un momento. La observó. Agarró bien el sobre con sus manos, como si diera a entender que estaba a punto de irse. Al final, soltó:

– John… -Pero dudó, quizá porque no encontraba la palabra adecuada.

– Sí, es muy complicado mantenerle en su sitio, ¿verdad? -contestó ella-. Esa es la mejor definición de la esencia de John Stewart.

– Supongo. Pero yo no debería haberle regañado, Isabelle. Fue una reacción imbécil, lo siento.

– Como he dicho antes, no pasa nada -dijo, girándose hacia él.

– No eres tú -añadió Lynley-. Tendrías que saberlo. Él y Barbara han tenido problemas durante años. Tiene problemas con las mujeres. Temo que su divorcio… le haya trastornado. No ha podido superarlo y es incapaz de darse cuenta de que lo que sucedió también pudo ser culpa suya.

– ¿Qué sucedió?

Lynley entró y cerró la puerta tras de él.

– Su mujer tuvo una aventura.

– No me sorprende nada lo que me estás contando.

– Ella tuvo una historia con otra mujer.

– No puedo culparla. Ese tipo haría que Eva cambiara a Adán por la serpiente.

– Ahora son pareja y tienen la custodia de las dos hijas de John -dijo, y mientras le explicaba esto la observaba firmemente.

Ella apartó la mirada.

– No me da ninguna pena.

– Nadie puede culparte, pero a veces es bueno saber estas cosas. Dudo que aparezca en su expediente.

– Tienes razón, no sale. ¿Crees que tenemos algo en común, John Stewart y yo?

– La gente que se lleva mal suele tenerlo. -Y entonces, cambió de tema-: ¿Quieres venir conmigo, Isabelle? Tendrás que coger tu coche, porque no regresaré por aquí. Hay alguien a quien quiero que conozcas.

– ¿De qué se trata? -dijo ella, frunciendo el ceño.

– En realidad, no es nada importante. Pero como ya hemos acabado la jornada… Podemos ir a comer algo, si quieres. A veces hablar o discutir sobre el caso hace aparecer detalles que no salieron antes.

– ¿Es eso lo que quieres? ¿Discutir?

– Hay cosas en las que no nos ponemos de acuerdo, ¿no es cierto? ¿Vienes conmigo?

Isabelle echó una ojeada a la oficina, pensó: «¿Por qué no?», y le dijo que sí con un gesto seco.

– Dame un minuto para coger mis cosas. Te veré abajo.

Cuando la dejó, Isabelle aprovechó para ir rápidamente al servicio. Se miró en el espejo y vio que el día había hecho mella en su rostro, sobre todo entre sus ojos, donde una profunda línea se estaba convirtiendo en ese tipo de incisión vertical que iba a ser permanente. Pensó en retocar su maquillaje, por lo que abrió el bolso y echó una mirada a sus adormecidos bebés.

Sabía que sería cuestión de segundos beberse uno de ellos. O todos ellos. Pero cerró el bolso firmemente y fue en busca de su colega.

Lynley no le dijo dónde iban a ir. Simplemente la saludó cuando apareció y le dijo que se mantuviera a la vista. Esas fueron las únicas palabras que intercambiaron antes de subir a su Healey Elliot y poner en marcha el motor para salir a la calle desde el aparcamiento subterráneo. Condujo hasta el río. Cumplió su promesa. Se mantuvo bien cerca. Se sintió extrañamente cómoda. No podía saber por qué.

Como apenas conocía Londres, no tenía ni idea de adónde iban mientras se dirigían hacia el suroeste junto al río. Sólo cuando vio la esfera dorada del lejano obelisco supo que estaban llegando al Royal Hospital, con lo que se suponía que estaban en Chelsea. Se fijó en que los amplios parques de césped de Ranelagh Gardens, secos a causa del tiempo, aunque hasta allí se habían acercado algunos valientes: a esa hora de la tarde estaba a punto de comenzar un partido de fútbol.

Justo al pasar los jardines, Lynley giró a la derecha. Continuó por la calle Oakley y giró esta vez a la izquierda, y de nuevo a la izquierda. Estaban oficialmente en el barrio de Chelsea, conocido por sus altos edificios de ladrillos rojos, sus rejas de hierro forjado y sus espesos árboles. Lynley le indicó un sitio libre para que aparcara su coche y esperó a que encajara el automóvil. Vio de nuevo el río cercano, también un pub, al lado de donde él había aparcado. Le dijo que sería un minuto y entró. Tenía un trato con el dueño, le explicó al regresar. Cuando no había un sitio libre donde dejar el coche en Cheyne Row, algo que era usual, lo aparcaba delante del pub, y el barman le guardaba las llaves.

– Es por ahí -le dijo, y fueron hacia una de las casas, la que se encontraba en la esquina de Cheyne Row y Losdship Place.

Pensaba que el edificio, como muchos otros, había sido dividido, porque no se imaginaba que alguien pudiera ser dueño de toda esa carísima propiedad en esa zona de la ciudad de Londres. Pero se dio cuenta de que estaba equivocada al llegar a la puerta de entrada, y cuando Lynley llamó al timbre, un perro soltó varios ladridos y se calmó con la profunda voz de un hombre que le dijo: «¡Ya es suficiente! Siempre piensas que tratan de invadirnos», mientras abría la puerta. Vio que el perro corrió hacia Lynley, un dachsund de pelo largo que más que atacarle se le enrolló en las piernas, como si quisiera llamar su atención.

– Vigile con Peach -le dijo el hombre a Isabelle-. Quiere comida. De hecho, siempre y únicamente quiere comida. Y con un gesto a Lynley, siguió:

– Señor Asherton -soltó mascullando, como si Lynley prefiriese que le llamara de otra manera, pero no quisiera ser menos formal con él-. Estaba preparando unos gin tonics. ¿Quieren uno? -dijo con una sonrisa, mientras aguantaba con la puerta abierta.

– Planeando confundirlos, ¿no? -le preguntó Lynley mientras le indicaba a Isabelle que fuera adentro delante de él.

El hombre se rió.

– Supongo que los milagros existen -contestó antes de saludar con un «es un placer, superintendente», cuando Lynley le presentó a Isabelle.

Se llamaba Joseph Cotter. No parecía ser un criado, pese a que preparaba las bebidas de otra persona, pero tampoco parecía ser el principal ocupante de la casa. Era alguien a quien aparentemente se «encontrarían en el piso superior», como señaló Joseph Cotter. Fue hacia una habitación que se encontraba en el lado izquierdo de la casa.

– ¿Gin tonic, entonces, señor? -le dijo por encima de su hombro-. ¿Superintendente?

Lynley dijo que se tomaría uno encantado. Isabelle lo rechazó.

– Pero un vaso de agua sería estupendo -contestó.

– Ahora se lo traigo -le dijo.

El dachshund había estado olisqueándoles los pies, como si esperara que en sus zapatos hubieran traído algo comestible. Isabelle podía oír sus pezuñas contra los peldaños de madera mientras iba subiendo por las escaleras de la casa.

Ellos hicieron lo mismo. Se preguntó dónde demonios estaban yendo y qué quería decir Cotter cuando los invitó a ir arriba. Subieron planta por planta, cada una cubierta con negros paneles que tapaban las paredes de color crema donde colgaban docenas de fotografías en blanco y negro, muchas de ellas retratos, aunque también había algunos e interesantes paisajes dispersos entre ellos. En el último piso de la casa -Isabelle se había perdido contando los tramos que habían subido- sólo había dos habitaciones, sin pasillo, aunque allí se veían muchas más fotos y en esa parte de la casa colgaban incluso del techo. Parecía que estuvieran en un museo fotográfico.

– ¿Deborah? ¿Simon? -gritó Lynley.

– ¿Tommy? ¡Hola! -repuso una voz de mujer.

– Aquí, Tommy -dijo una voz masculina-. Vigila con el charco de allí, querida.

– Deja que lo vea, Simon -contestó la otra voz-. Lo único que conseguirás es liarlo todo más.

Isabelle entró en la habitación delante de Lynley, que estaba iluminada principalmente por un enorme tragaluz que ocupaba gran parte del techo. Debajo, una mujer pelirroja estaba arrodillada recogiendo agua.

Su compañero, de cara demacrada, estaba sentado al lado, con unas cuantas toallas en la mano. Se las pasó a ella y le dijo:

– Dos más y creo que ya estará limpio. Dios, menudo desastre.

Podría haberlo dicho también de la propia habitación, que parecía la guarida de un científico loco, con las mesas de trabajo llenas de archivos y con los documentos esparcidos a causa de los dos ventiladores situados en las ventanas de la habitación, con los que intentaban sin éxito mitigar el calor. La habitación estaba cubierta de estanterías donde se agolpaban diarios y volúmenes, archivadores, tubos y vasos y pipetas; había tres ordenadores, pizarras, aparatos de vídeo, monitores de televisión. Isabelle no podía creer que alguien pudiera trabajar en ese lugar.

Tampoco, aparentemente, Lynley, que tras echar un vistazo a la habitación dijo:

– ¡Ah!

Intercambió una mirada con el hombre, al que le presentó como Simon Saint James. La mujer era la esposa de Saint James, Deborah, e Isabelle reconoció su nombre porque ella había sido quien sacó la fotografía de Jemima Hastings. También reconoció a Saint James. Había sido durante mucho tiempo un experto testigo, evaluador de los datos forenses que tanto trabajaba para la defensa como para la fiscalía cuando se juzgaba algún caso de homicidio. Pudo adivinar por su trato que Lynley los conocía muy bien y se preguntó por qué quería que ella los conociera.

– Sí, como puedes ver -le dijo Saint James a Lynley en respuesta a esa expresión de sorpresa. Usó un tono distintivo, como si se dijeran entre ellos algo sobre el estado de la habitación.

Más allá del despacho, una segunda puerta conducía a una oscura habitación, de allí venía el agua.

– Arreglado -señaló Deborah Saint James cuando acabó de fregar. Había tirado casi cinco litros de líquido-. Una nunca tiene que fregar cuando el recipiente está casi vacío, ¿te das cuenta? -señaló.

Tras acabar con ello, se puso de pie y dejó caer su cabello hacia atrás. Del bolsillo del peto que vestía (era de lino, color verde oliva, algo arrugado y lo llevaba de un modo que en otra mujer habría quedado ridículo) sacó una enorme pinza del pelo. Era ese tipo de mujer que podía recogerse la melena en un momento y que pareciera cuidadosamente despeinada. No era precisamente guapa, pensó Isabelle, pero en su naturalidad residía su atractivo.

Lynley no escondía que también le parecía atractiva.

– Deb -la saludó, y la abrazó tras besarle en la mejilla. Los dedos de Deborah le rozaron brevemente la nuca.

– Tommy-le contestó.

Saint James lo vio, pero su cara permaneció impasible. Apartó la mirada de su esposa y de Lynley y la dirigió hacia Isabelle para preguntarle, en voz baja:

– ¿Cómo lleva el trabajo? Me atrevería a decir que se ha lanzado con los pies por delante.

– Supongo que es mejor que tirarse de cabeza -le contestó ella.

– Papá nos está preparando unas bebidas -señaló Deborah-. ¿Os ha ofrecido…? Bueno, por supuesto que lo habrá hecho. Pero no las tomemos aquí, debe de hacer fresco en el jardín. A no ser… -Echó una mirada a Lynley e Isabelle-. ¿Se trata de trabajo, Thomas?

– Podemos trabajar tanto aquí como en el jardín.

– ¿Conmigo? ¿Con Simon?

– Sólo Simon, esta vez. -Se dirigió a Saint James-. Si tienes un rato. No tardaremos mucho.

– Ya había terminado aquí, de todas maneras. -Saint James miró alrededor del cuarto y añadió-: Tiene el más incomprensible sentido del orden, Tommy. Te lo juro. Todavía no lo entiendo.

– Supuestamente ella te es indispensable.

– Bueno, lo era.

Isabelle los miró de nuevo. Algún tipo de código, se repitió.

– Al final todo acabará bien, ¿no crees? -dijo Deborah, pero le pareció que no lo decía respecto a los archivos. Sonrió a Isabelle-. Vámonos de aquí -concluyó.

El perrito se había tumbado en una alfombra rota en una de las esquinas del cuarto, pero heroicamente se lanzó abajo por las mismas escaleras por las que había subido cuando adivinó sus intenciones.

– Papá, vamos al jardín -gritó Deborah.

– Estaré dentro de un segundo -respondió Joseph Cotter desde el estudio de donde llegaba el sonido de los vasos chocando contra la bandeja, lo que indicaba que estaba a punto de servir las bebidas.

El jardín tenía césped, un patio de ladrillos, arriates llenos de plantas y un cerezo decorativo. Deborah Saint James acompañó a Isabelle hacia una mesa con sillas, mientras charlaba sobre el tiempo. Cuando se sentaron, cambió de tema, mirando directamente a Isabelle.

– ¿Cómo le está yendo? -preguntó con franqueza-. Estamos preocupados por él.

– No soy la mejor persona para opinar sobre ello, ya que es la primera vez que trabajamos juntos -contestó Isabelle-. Creo que lo lleva muy bien, por lo que me parece. Es muy amable, ¿no?

Deborah tardó en responder. Miró a la casa como si estuviera viendo a los hombres dentro.

– Helen trabajaba con Simon -dijo después de un rato-. La mujer de Tommy.

– ¿En serio? No tenía ni idea. ¿Era especialista forense?

– No, no. Era… Bueno, era más bien únicamente Helen. Le ayudaba cuando la necesitaba, que solía ser como unas tres o cuatro veces por semana. La echa de menos terriblemente, pero jamás lo dirá. -Volvió la cabeza y miró a Isabelle-. Hace muchos años, estuvieron a punto de casarse, Simon y Helen, pero nunca lo hicieron. Bueno, obviamente no se casaron -añadió con una sonrisa-, y ella al final se casó con Tommy. Una situación algo complicada, ¿no cree?, pasar de ser amantes a ser amigos.

Isabelle no le preguntó por qué la mujer de Lynley y el marido de Deborah no se habían casado. Quería hacerlo, pero se interpuso la llegada de los dos hombres, a quienes les pisaba los talones Joseph Cotter con la bandeja de bebidas y el perro de la casa, que saltaba por el césped con una pelota amarilla en su boca. La escupió y rebotó en los pies de Deborah.

Continuaron hablando del tiempo, pero pronto Lynley comunicó la principal razón de su visita a Chelsea. Le pasó a Simon el sobre que había traído desde la oficina de Isabelle. Simon lo abrió y sacó su contenido. Isabelle vio que se trataba de la foto de la camisa amarilla del cubo de Oxfam.

– ¿Qué te parece? -le preguntó a su amigo.

Saint James la estudió en silencio durante un rato

– Creo que es sangre de la arteria -dijo finalmente-. ¿Las marcas de delante de la camisa? Son una salpicadura.

– ¿Qué indica?

– Indica que la llevaba puesta el asesino, mientras estaba muy cerca de la víctima, cuando le asestó la puñalada mortal. Mira en la salpicadura del cuello de la camisa.

– ¿Qué crees que significa?

Saint James se quedó pensado en ello, con una expresión distante.

– ¿De un modo extraño…? -comenzó-. Diría que estaban abrazándose. Si no, la camisa seguro que estaría más manchada en la manga y no en el cuello. Déjame que os lo enseñe. ¿Deborah?

Se levantó de la silla con dificultades, porque tenía una minusvalía. Isabelle no se había dado cuenta antes. Caminaba con una muleta en el brazo, por lo que se movía torpemente.

También se levantó su mujer y fue directa hacia su marido, quien puso su brazo alrededor de su cadera y la llevó hacia él. Se torció como si fuera a besarla, y al hacerlo y puso su mano derecha alrededor de su cuello. Tras la demostración, le tocó el cabello ligeramente a su mujer.

– Se puede ver que la mayor parte de la sangre está en la zona superior derecha del pecho -le dijo a Lynley, mientras señalaba la foto-. Él era más alto que ella, pero tampoco mucho más.

– No había señales de forcejeo, Simon.

– Lo que indica que le conocía bien.

– ¿Fue allí por su propia voluntad?

– Me atrevería a decir que sí.

Isabelle no dijo nada. Comprendía la razón de la visita a los Saint James, y no sabía si estar agradecida porque Lynley no hubiera hecho esas puntualizaciones, que debió haber deducido mirando la fotografía durante la reunión en la comisaría, o enfadada porque había decidido hacerlas en presencia de sus amigos. No podría discutir con él allí, y sin duda él lo sabía. Era otro carpetazo a la hipótesis de Matsumoto como asesino. Tenía que reposicionarse…, deprisa.

Se movió en su asiento. Asintió calmadamente, les agradeció sin mucho entusiasmo su tiempo y dijo que, por desgracia, tenía que marcharse. Debía ocuparse de muchas cosas al día siguiente, estaba algo nerviosa por un interrogatorio con un testigo, insegura por su reunión con Hillier… Lo entenderían, sin lugar a dudas.

Deborah fue la única que la vio en la puerta. Isabelle pensó en preguntarle si recordaba alguna cosa del día de la foto, a alguien, alguna situación que le pareciera inusual.

Deborah le contó lo que esperaba. Habían pasado más de seis meses y no podía recordar casi nada más sobre ello que Sydney -la hermana de Simon- que estaba allí.

– ¡Oh! Y también estaba Matt -añadió Deborah-. También estaba allí.

– ¿Matt?

– Matt Jones. La pareja de Sydney. Le llevó al cementerio y estuvo durante unos minutos. Pero no se quedó. Lo siento. Debería haberlo mencionado antes. No había pensado en él hasta ahora.

Isabelle estaba pensando en esto mientras volvía hacia su coche. Alguien la llamó. Se giró y vio a Lynley, que se acercaba por la calzada.

– Matt Jones -le dijo cuando la alcanzó.

– ¿Quién? -preguntó. Llevaba consigo el sobre. Se lo pidió con un gesto y Lynley se lo entregó.

– El novio de Sydney Saint James. Su compañero. Lo que sea. Estaba allí ese día, en el cementerio, según Deborah. Se había olvidado hasta hoy.

– ¿Cuándo? ¿El día que le hizo la fotografía?

– Exacto. ¿Qué sabemos sobre él?

– Por el momento sabemos que hay cientos de Matthew Jones. Philip estaba en ello, pero…

– Muy bien, muy bien. Sé a lo que te refieres, Thomas. -Suspiró. Había sacado a Hale del caso y le había puesto a hacer guardia en el hospital Saint Thomas. En el caso de que hubiera alguna sospecha sobre Matt Jones, todavía estaba por ahí, esperando ser revelada.

Lynley miró hacia el río.

– ¿Te apetece cenar, Isabelle? Quiero decir, ¿tienes hambre? Podemos comer algo en el pub. O si lo prefieres, no vivo muy lejos de aquí. Pero, bueno, ya lo sabes, ya has estado en mi casa. -Lynley fue algo torpe con la invitación, aunque Isabelle, pese a sus crecientes preocupaciones sobre el caso, la encontró encantadora. Vio los peligros inmediatos de conocer mejor a Thomas Lynley. No quería exponerse especialmente a ninguno de ellos.

– Me gustaría hablar contigo sobre el caso -le dijo él.

– ¿Eso es todo? -le contestó ella, y se sorprendió al verle colorado. No le parecía el tipo de hombre que se ruborizaba.

– Pues claro, ¿qué otra cosa…? -dijo-. Bueno, supongo que para hablar de Hillier también. De la prensa. John Stewart. La situación. Y sobre Hampshire.

– ¿Qué pasa con Hampshire? -le preguntó, cortante.

Él señaló el pub.

– Vamos al King's Head -le dijo-. Necesitamos un descanso.

Se quedaron tres horas. Lynley se dijo a sí mismo que esa cena era por el caso. Pero haber alargado la jornada en el King's Head & Eight Bells se debía a algo más que a poner en orden los detalles de la investigación. Estaba también el asunto de conocer las reacciones de la superintendente y verla diferente, de algún modo.

Ella fue cuidadosa respecto a lo que contaba sobre su vida, como la mayoría de la gente, y lo que le contó fueron sólo cosas positivas: un hermano mayor cuidando ovejas en Nueva Zelanda, los padres vivos y sanos en Dover, donde papá trabajaba de revisor en una línea de ferris y mamá era una ama de casa que cantaba en el coro de la iglesia; que había sido educada en colegios católicos, aunque no profesaba ninguna religión; con un marido e hijos maravillosos, pero que, por desgracia, se había casado demasiado joven, mucho antes de que cualquiera de los dos estuviera realmente preparado para saber cómo hacer que un matrimonio funcionase.

– Odio el compromiso -reconoció-. Sé lo que quiero y aquí lo tienes.

– ¿Qué es lo que quieres, Isabelle? -le preguntó.

Le miró con franqueza antes de contestar. Fue una mirada larga que podía significar un montón de cosas distintas. Al final, dijo con algo de resignación:

– Supongo que quiero lo que quieren todas las mujeres.

Él esperó más. Pero no hubo más. Alrededor de ellos en el pub, de repente, paró el ruido que hacían sus nocturnos clientes, hasta que se dio cuenta de que parecían silenciosos por el propio latido su corazón, que sonaba extremadamente fuerte.

– ¿Y qué es? -le preguntó.

Tocó el extremo del vaso con sus dedos. Tomaron vino, dos botellas, cuyas consecuencias pagaría a la mañana siguiente. Pero alargaron las copas durante horas, con lo que en aquel momento no sintió que estaba bebido, se dijo a sí mismo.

Volvió a llamarla como para provocar su respuesta y repitió su pregunta.

– Eres un hombre con experiencia, así que creo que lo sabes bien -le contestó.

El latido de su corazón de nuevo, y esta vez le obstaculizó la garganta, lo que no tenía sentido. Pero le ayudó a no darle una respuesta.

– Gracias por la cena -dijo Isabelle-. Y también por la visita a los Saint James.

– No hace falta…

Ella se levantó de la mesa, se colgó el bolso en el hombro y con la mano se lo ciñó como si estuviera a punto de marcharse.

– ¡Oh, otra cosa! -dijo-. Podías haber presentado tus hipótesis sobre la camisa durante la reunión. No estoy ciega, Thomas. Podías haberme hecho quedar como una imbécil y haberme hecho desistir de lo de Matsumoto, pero preferiste no hacerlo. Eres un hombre bueno y decente.

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