Capítulo 29

Isabelle había permanecido en el hospital de Saint Thomas la mayor parte de la tarde, extrayendo información de los retorcidos pasillos laberínticos que conformaban la mente de Yukio Matsumoto, cuando no estaba combatiendo con su abogada y haciendo promesas para las que no tenía autorización. El resultado fue que, al final del día, tenía un escenario inconexo de lo que había ocurrido en el cementerio de Abney Park, junto con dos retratos robot. También tenía doce mensajes de voz en su móvil.

La oficina de Hillier había llamado tres veces, lo cual no era bueno. La oficina de Stephenson Deacon había llamado dos veces, lo cual era malo. Omitió esos cinco mensajes más dos de Dorothea Harriman y uno de su ex marido. Así que se quedó con los mensajes de John Stewart, Thomas Lynley y Barbara Havers. Escuchó los de Lynley. Había telefoneado dos veces, una vez para hablar sobre el Museo Británico y la otra sobre Barbara Havers. A pesar de que se dio cuenta de que la voz de barítono y bien educada del inspector la reconfortaba, Isabelle prestó escasa atención a los mensajes. No quería ni pensar en ellos. Además, estaba el hecho adicional de que parte de sus entrañas quisiesen buscar auxilio; sabía muy bien que había una forma rápida de calmar tanto su estómago como sus nervios, pero no tenía la más mínima intención de emplearla.

Condujo de vuelta a Victoria Street. Durante el trayecto telefoneó a Dorothea Harriman y le dijo que tuviera al equipo reunido para cuando regresara. Harriman trató de plantear el tema de Hillier -como Isabelle pensó que haría-, pero ella le cortó con un «Sí, sí, lo sé. También tengo noticias suyas. Pero lo primero es lo primero». Colgó antes de que Harriman le dijera lo obvio: que en la cabeza de Hillier lo primero de lo primero quería decir atender los deseos de sir David. Bueno, eso no importaba en este momento. Tenía que reunirse con su equipo, y con carácter de urgencia. Estaban reunidos cuando ella llegó.

– Perfecto -dijo, mientras entraba en la habitación-. Tenemos los retratos robot de dos individuos que estaban en el cementerio según la descripción de Yukio Matsumoto. Dorothea los está fotocopiando en este momento, por lo que en breve cada uno de ustedes tendrá una copia.

Repasó lo que Matsumoto le había contado sobre ese día en el cementerio de Abney Park: lo que había hecho Jemima, los dos hombres que había visto y dónde los había visto, y el intento de ayuda de Yukio a Jemima al encontrarla herida en el anexo de la capilla.

– Obviamente, él le empeoró la herida cuando extrajo el arma -dijo-. Hubiera muerto de todos modos, pero al quitársela se apresuraron los acontecimientos. También provocó que estuviera empapado con su sangre.

– ¿Qué pasa con los pelos que se encontraron en su mano? -Fue Philip Hale quien hizo la pregunta.

– No recuerda que se los arrancara, pero ella pudo haberlo hecho.

– Y puede estar mintiendo -señaló John Stewart.

– Después de haber hablado con él…

– Al diablo con hablar con él. -Stewart lanzó un trozo arrugado de papel sobre la mesa-. ¿Por qué no llamó a la Policía? ¿Por qué no fue a buscar ayuda?

– Es un esquizofrénico paranoide, John -dijo Isabelle-. No creo que podamos esperar que tenga un comportamiento racional.

– Pero ¿podemos fiarnos de los retratos robot?

Isabelle percibía los agitados movimientos de los que estaban reunidos en la habitación. El tono de Stewart estaba, como siempre, lleno de sarcasmo. Iba a tener que ponerle en su sitio en algún momento.

Harriman entró en la habitación, con el grueso de los retratos robot en su mano.

Murmuró a Isabelle que la oficina de Hillier había llamado una vez más, al parecer ya sabían que la superintendente interina Ardery estaba en el edificio. ¿Debería…?

– Estaba en una reunión -le dijo Isabelle-. Dígale al inspector jefe que contactaré con él a su debido tiempo.

Dorothea la miró como si estuviera a punto de decir «esa vía conduce al desastre», pero ella se fue tan rápidamente como podía hacerlo con sus ridículos zapatos de tacón.

Isabelle hizo entrega de los retratos robot. Se había ya anticipado a las reacciones que iba a haber una vez que los oficiales vieran lo que Yukio Matsumoto había descrito, por lo que empezó a hablar para distraerles. Les dijo:

– Tenemos dos hombres. Con uno de ellos nuestra víctima se reunió en las inmediaciones de la capilla, en el claro, en un banco de piedra donde al parecer ella había estado esperándole. Hablaron largo y tendido. Luego la dejó y, cuando lo hizo, ella estaba viva, sana y salva. Matsumoto dijo que Jemima recibió una llamada telefónica de alguien al terminar su conversación con ese tío. Poco después desapareció por un lateral de la capilla, fuera de la vista de Yukio. Sólo cuando el hombre número dos apareció, procedente de la misma dirección que había tomado Jemima, Yukio fue a ver dónde estaba. Fue entonces cuando vio el anexo de la capilla y descubrió su cuerpo en el interior. ¿Cómo tenemos el tema de las torres de telefonía móvil, John? A ver si somos capaces de averiguar de dónde proviene esa llamada telefónica antes de que fuese atacada…

– Jesús. Estos retratos robot…

– Espera -lo interrumpió Isabelle. John Stewart era uno de los que había hablado, no es curioso que se fuera por la tangente antes de responder a su pregunta. Se dio cuenta por su expresión de que Winston Nkata también deseaba hablar. Phil Hale se revolvió en su asiento. Lynley se había levantado a observar algo de los tableros, tal vez para ocultar su propia expresión, la cual, ella no tenía duda, era de profunda preocupación. Más le valía, ella también estaba preocupada. Los retratos robots eran casi inútiles, pero no pensaba tocar ese tema.

– Este segundo hombre es oscuro. Oscuro es compatible con tres de nuestros sospechosos: Frazer Chaplin, Abbott Langer, y Paolo di Fazio -dijo.

– Todos con coartadas -puntualizó Stewart. Los contó con sus dedos-. Chaplin estaba en su casa, confirmado por McHaggis; Di Fazio en el interior del Jubilee Market, en su puesto, confirmado por otros cuatro propietarios de paradas y, sin duda, visto por trescientas personas; Langer paseando perros por el parque, confirmado por sus clientes.

– Ninguno de los cuales lo vio, John -replicó Isabelle-. Así que vamos a desmontar las malditas coartadas. Uno de estos tíos le atravesó el cuello con una púa a una mujer joven, y vamos a encontrarle. ¿Está claro?

– Sobre la púa… -empezó Winston Nkata.

– Espera, Winston. -Isabelle continuó son su anterior línea de pensamiento-. No nos olvidemos de lo que ya sabemos sobre las llamadas del móvil de la víctima. Telefoneó tres veces a Chaplin y una vez a Langer, el día de su muerte. Contestó una llamada de Jossie Gordon, otra de Chaplin, y otra de Jayson Druther, nuestro vendedor de cigarrillos, el mismo día y durante las horas en las que pudo cometerse el asesinato. Después de su muerte, su móvil recibió los mensajes de su hermano, de Jayson Druther otra vez, de Paolo di Fazio, y de Yolanda, nuestra médium. Pero ninguna de Abbott Langer ni de Frazer Chaplin, ambos sospechosos de encajar en la descripción del hombre que vieron salir de la zona del asesinato. Ahora quiero que investiguéis el barrio, de nuevo. Quiero que estos retratos sean mostrados en cada casa. Mientras tanto, quiero las cintas de circuito cerrado de televisión que tenemos de la zona, a ver si sale la Vespa, verde lima, con publicidad de Tónicos DragonFly. Y quisiera que preguntarais casa por casa también. Philip, coordina el puerta a puerta con la estación de Stoke Newington. Winston, te quiero con las películas de CCTV. John, tú con…

– Maldita sea, esto es estúpido -intervino Stewart-. Los malditos retratos robots no sirven de nada. Basta con mirarlos. ¿Estás tratando de fingir que hay una sola característica definitoria…? El tío oscuro se parece al típico villano de una serie de televisión, y el de la gorra y las gafas podría ser una puñetera mujer, por lo que sabemos. ¿Realmente crees que el chino amarillo ese…?

– Ya está bien, inspector.

– No, no está bien. Tendríamos un detenido si no hubieras provocado que atropellaran a este cabrón, y luego te hubieras puesto a esperar, para averiguar que él no era el asesino. Has manejado mal este maldito caso desde el principio. Has…

– Relájate, John -dijo Philip Hale. Winston Nkata se unió a él-. Para, hombre.

– Podríais empezar a pensar en lo que está pasando -respondió Stewart-. Habéis estado caminando de puntillas alrededor de cada una de las cosas que esa maldita mujer decía, como si le tuviéramos que rendir pleitesía a esta zorra.

– Por Dios, hombre -dijo Hale.

– ¡Cerdo! -gritó una de las policías.

– Y tú no reconocerías a un asesino, aunque te la metiera y te hiciera cosquillas con ella -respondió Stewart.

En ese momento, estalló el caos. Además de Isabelle, había cinco mujeres jóvenes en la habitación, tres policías y dos mecanógrafas.

La policía más cercana salió de su silla, como propulsada, y una mecanógrafa arrojó su taza de café a Stewart. Él se levantó y fue a por ella. Philip Hale lo detuvo. Se giró en redondo hacia Hale. Nkata lo agarró, y Stewart se volvió hacia él.

– Maldito negro.

Nkata le dio una bofetada. El golpe fue duro, rápido y fuerte. Resonó y Stewart volteó la cabeza hacia atrás.

– Cuando digo que pares, lo digo en serio -le advirtió Nkata-. Siéntate, cierra la boca, actúa como si supieras algo, y alégrate de que no te haya molido a palos y no te haya roto tu nariz de mierda.

– Bien hecho, Winnie -gritó alguien.

– Eso es todo -dijo Isabelle. Vio que Lynley la miraba desde su despacho. No se había movido. Estaba agradecida por ello. Lo último que quería era que interviniese. Ya era horrible que Hale y Nkata hubieran encarado a Stewart, cuando aquél era su trabajo. Le dijo a Stewart-: Ve a mi oficina. Espérame allí.

No dijo nada más hasta que él se esfumó de la sala.

– ¿Qué más tenemos, entonces? -preguntó.

Jemima Hastings llevaba una moneda de oro, actualmente desaparecida de sus pertenencias, y una cornalina de origen romano. Barbara Havers había reconocido el arma homicida, y…

– ¿Dónde está la sargento Havers? -preguntó Isabelle, dándose cuenta por primera vez de que la mujer desaliñada no se encontraba entre los oficiales de la sala-. ¿Por qué no está aquí?

Se hizo un silencio antes de que Winston Nkata respondiese:

– Se fue a Hampshire, jefa.

Isabelle sintió que su rostro se volvía rígido.

– Hampshire -dijo simplemente; dadas las circunstancias, no podía pensar en dar otra respuesta.

– El arma homicida es un cayado -siguió Nkata-. Barb y yo los vimos en Hampshire. Es una herramienta de techador. Tenemos dos techadores en nuestro radar, y Barb pensó…

– Gracias -le interrumpió Isabelle.

– Otra cosa, los cayados están hechos por herreros… -continuó Nkata-. Rob Hastings es un herrero y desde…

– He dicho gracias, Winston.

La sala quedó en silencio. Los teléfonos estaban sonando en las otras áreas y el sonido repentino sirvió para recordar cómo de descontrolada había sido la reunión de la tarde. Durante ese silencio, Thomas Lynley habló, y enseguida se vio que quería defender a Barbara Havers.

– Ella ha descubierto otra conexión entre Ringo Heath, Zachary Whiting y Gordon Jossie, jefa -dijo.

– ¿Y cómo lo sabes?

– Hablé con ella mientras se dirigía a Hampshire.

– ¿Ella te llamó?

– Yo la llamé. Me las arreglé para alcanzarla cuando se detuvo en la autopista. Pero lo importante es…

– Tú no estás al frente aquí, inspector Lynley.

– Entiendo.

– Por tanto, considero que entiendes cuan estúpido ha sido que alentaras a la sargento Havers a que hiciera otra cosa que no fuera regresar a Londres. ¿Sí?

Lynley vaciló. Isabelle le clavó la mirada. El mismo silencio se apoderó de la habitación. Dios, pensó. En primer lugar Stewart, ahora Lynley. Havers deambulando por Hampshire. Nkata llegando a las manos con otro oficial.

– Estoy de acuerdo -dijo Lynley cuidadosamente-. Pero hay otra conexión que Barbara me indicó y creo que estarás de acuerdo en que es digna de ser investigada.

– ¿Y esa conexión es…?

Lynley le habló de una revista y de las fotos de la inauguración de la edición anual del Cadbury Photographic Portrait. Le habló de Frazer Chaplin en esas fotos, y de que allí, en un segundo plano, aparecía Gina Dickens. Acabó diciendo:

– Me pareció mejor dejarla ir a Hampshire. Nos puede conseguir fotos de Jossie, de Ringo Heath y de Whiting para mostrarlas por Stoke Newington. Y para mostrárselas a Matsumoto. Pero, conociendo a Barbara, lo más probable es que consiga más que eso.

– Seguro que lo hará -dijo Isabelle-. Gracias, inspector. Hablaré con ella más tarde. -Miró al resto y leyó en sus rostros diversos grados de malestar-. La mayoría de ustedes tienen sus actividades para mañana. Hablaremos de nuevo por la tarde.

Se levantó y se fue. Cuando se dirigía a su oficina oyó su nombre. Reconoció la voz de Lynley, pero lo despidió con la mano.

– Tengo que lidiar con el agente Stewart -le dijo-, y luego con Hillier. Y eso, créeme, es todo lo que puedo afrontar en el día de hoy.

Se volvió rápidamente antes de que él pudiera responder. No había llegado a la puerta de su oficina cuando Dorothea Harriman le dijo que el comisario había llamado personalmente -enfatizando «personalmente», era urgente que se comunicara con él- y que le estaba dando a la superintendente una elección: o bien él iba a su oficina, o bien ella podía ir a la suya.

– Me tomé la libertad… -dijo Dorothea con intención- porque, con todos mis respetos, superintendente detective Ardery, usted no desea que el subinspector jefe venga…

– Dile que estoy de camino.

John Stewart, decidió Isabelle, tendría que esperar. Se preguntó brevemente cómo podía empeorar su día, pero intuía que estaba a punto de averiguarlo.


* * *

La clave era mantener la situación igual durante una hora, más o menos. Isabelle se dijo que era capaz de hacerlo. No tenía necesidad de fortalecerse durante los próximos sesenta minutos en Yard. Hubiera querido, pero no lo necesitaba. Querer y necesitar eran cosas completamente diferentes.

En la oficina de Hillier, Judi Macintosh le indicó que entrara directamente. El subinspector jefe, la estaba esperando, le dijo, y le preguntó si quería un té o un café. Isabelle aceptó tomar té con leche y azúcar. Pensó que si era capaz de beberlo sin que sus manos temblaran, mostraría el control que mantenía sobre la situación.

Hillier estaba sentado detrás de su escritorio. Asintió con la cabeza hacia su mesa de reuniones, y le comentó que iban a esperar a que Stephenson Deacon llegara. Hillier se sentó junto a Isabelle. Tenía varios mensajes telefónicos en la mano, pedazos de papel que puso sobre la mesa frente a él, e hizo ver que los estudiaba. La puerta de la oficina se abrió al cabo de dos minutos de un tenso silencio, y Judi Macintosh entró con el té de Isabelle: una taza en un plato, una jarra de leche, azúcar y una cuchara de acero inoxidable. Sería más difícil de manejar que una taza de plástico o de poliestireno.

La taza de té se tambalearía en el plato cuando la levantara, traicionándola. Muy inteligente, pensó Isabelle

– Por favor, disfrute de su té -le dijo Hillier. Pensó que el tono de su voz era similar al que Sócrates debió oír antes de que se tomara la cicuta.

Tomó la leche, pero decidió dejar el azúcar. El azúcar hubiera requerido un diestro uso de la cuchara, y ella no se veía capaz de manejar esa situación. Aun así, cuando agitó la leche en el té, el sonido del acero en la porcelana le pareció ensordecedor. No se atrevió a alzar la taza. Dejó la cuchara en el plato y esperó.

Fueron menos de cinco minutos los que tardó Stephenson Deacon en unirse a ellos, aunque pareció mucho más tiempo. Saludó a Isabelle con la cabeza y se hundió en una silla. Colocó un sobre delante suyo. Tenía el cabello fino y de color gris, y pasó sus manos por él.

– Bueno -comenzó. Le echó una mirada a Isabelle-. Tenemos un problema, superintendente Ardery.

El problema tenía dos partes, y el jefe de prensa arrojó luz sobre ellos sin más observaciones preliminares. La primera parte la constituía el pacto no autorizado. La segunda parte se basaba en el resultado del pacto no autorizado. Ambos eran igualmente perjudiciales para la Met.

«Perjudicial para la Met» no tenía nada que ver con el daño real, pensó Isabelle rápidamente. Esto no quiere decir que la Policía hubiera perdido todo poder sobre el elemento criminal. Más bien, dañar a la MET significaba dañar su imagen, y cada vez que la imagen de la MET se manchaba, el descrédito provenía generalmente de la prensa.

En este caso, lo que la prensa informaba parecía haber llegado literalmente de Zaynab Bourne. Ella había aceptado el trato ofrecido por la superintendente Isabelle Ardery en el hospital Saint Thomas: acceso sin restricciones a Yukio Matsumoto, a cambio de que la MET admitiera su culpabilidad por la huida del hombre japonés y sus lesiones posteriores. La última edición del Evening Standard sacaba en portada esta historia, pero lamentablemente el Standard solamente daba una versión de la historia, la que los culpaba. «La MET admite una infracción», decía el periódico, con el titular en un banner de tres pulgadas debajo del cual imprimieron fotos de la escena del accidente, fotos de la abogada en la conferencia de prensa donde había ofrecido esas declaraciones, y una foto publicitaria de Hiro Matsumoto y su violonchelo, como si él y no su hermano fuese la víctima del accidente en cuestión.

Ahora que Scotland Yard había admitido su parte de culpa en las terribles heridas de las cuales Yukio Matsumoto heroicamente se estaba recuperando, la señora Bourne dijo que revisarían la compensación monetaria que se le debía. Todos podían dar gracias a Dios de que los que habían participado en la persecución del pobre hombre habían sido oficiales no armados. De haber sido la Policía armada, blandiendo sus pistolas, habría pocas dudas de que el señor Matsumoto estaría ahora esperando su entierro.

Isabelle reconoció que la verdadera razón por la que estaba sentada en la oficina de Hillier con el subinspector jefe y Stephenson Deacon tenía que ver con la compensación monetaria que Zaynab Bourne había mencionado. Febrilmente, volvió sobre su conversación con la abogada, llevada a cabo en el pasillo exterior de la habitación de Yukio Matsumoto, y dijo que Bourne no había tenido en cuenta un elemento de esa conversación antes de hablar con la prensa.

– La señora Bourne está exagerando, señor -le dijo a Hillier-. Mantuvimos una conversación sobre lo que condujo a las lesiones del señor Matsumoto, pero eso fue de lo único de lo que hablamos. Estuve tan de acuerdo con su evaluación de las circunstancias como de cortarme las venas delante de las cámaras de televisión. -Se estremeció por dentro tan pronto como acabó de hablar. Mala elección de metáfora, pensó.

Por la expresión en el rostro del subinspector jefe, consideró que éste habría sido sumamente feliz si se hubiera cortado las venas o cualquier otra parte de su cuerpo.

– Las dos hablamos a solas -continuó, confiando en que ellos llenarían los espacios en blanco, y así no lo tendría que hacer ella. No hubo testigos de su conversación. Poco importaba lo que Zaynab Bourne dijera. La MET simplemente podía negarlo.

Hillier miró a Deacon. Éste enarcó una ceja. Deacon miró a Isabelle, que evitó su mirada.

– Más allá de eso, se debe tener en cuenta el nada despreciable asunto de la seguridad pública.

– Explíquese -dijo Hillier.

Echó un vistazo a los mensajes telefónicos que estaban esparcidos encima de la mesa. Isabelle asumió que eran de Bourne, de los medios de comunicación y del oficial superior de Hillier.

– Había cientos de personas en Covent Garden cuando el señor Matsumoto salió disparado -dijo Isabelle-. Es cierto que le perseguimos, y la señora Bourne ciertamente puede argumentar que lo hicimos a pesar de saber que el hombre es un esquizofrénico paranoide. Sin embargo, podemos contrarrestar esa argumentación con otra de más peso, que es que le perseguimos precisamente por esa misma razón. Sabíamos que era inestable, pero también sabíamos que estaba involucrado en un asesinato. Su propio hermano le ha identificado en los retratos robot que aparecen en los diarios. Más allá de eso, tenemos pelos en el cuerpo que sabemos que son de origen oriental, y eso, en combinación con la descripción de un hombre corriendo en la escena del crimen, de aspecto desaliñado… -Dejó el resto de la frase colgada por un instante. Le pareció que el resto iba implícito: ¿qué otra opción tenía la Policía que la de perseguirle?-. No teníamos ni idea de si iba armado -concluyó-. Podría haber atacado de nuevo perfectamente.

Hillier miró a Deacon. Se comunicaron sin palabras. Fue entonces cuando Isabelle se dio cuenta de que ya habían decidido algo y que ella se encontraba en aquella habitación, más que para discutir lo que sucedió en la calle, para escuchar lo que tenían que decir.

– La prensa no es tonta, Isabelle -dijo Hillier-. Son completamente capaces de trabajar con la línea temporal de su trabajo y usarlo en su contra y, por extensión, contra la Met.

– ¿Señor? -Ella frunció el ceño.

Deacon se inclinó hacia la mujer. Su voz era paciente.

– Estamos intentando no operar como nuestros primos norteamericanos, querida -dijo-. ¿Dispara primero y pregunta después? Ése no es nuestro estilo. -A ella se le erizó el vello de la nuca con ese tono condescendiente.

– No veo cómo…

– Permítame que lo aclare, entonces -interrumpió Deacon-. Cuando le persiguió usted no tenía ni idea de que los pelos del cadáver pertenecían… a un oriental, y mucho menos al señor Matsumoto. Y no tenía ni idea de que él fuera la persona que había salido huyendo de la escena del crimen.

– Pues resultó ser…

– Bien, sí, lo fue. No es un consuelo. Sin embargo, el problema es la propia persecución y su admisión de culpabilidad por ello.

– Como dije, no había testigos en mi conversación con…

– ¿Eso es lo que va a declarar a la prensa? ¿Nuestra palabra contra la suya, así? ¿Es ésa la mejor respuesta que puede ofrecer?

– Señor -se dirigió a Hillier-, no tenía muchas opciones en el asunto del hospital. Teníamos a Yukio Matsumoto consciente. Teníamos a su hermana y a su hermano dispuestos a que hablara con él. Y él habló. Terminamos con dos retratos robot y si no hubiera hecho un trato con la abogada, no tendríamos más que lo que teníamos ayer.

– Ah, sí, los retratos robot -dijo Deacon, abriendo el sobre color manila que había traído consigo.

Isabelle comprobó que había llegado al despacho de Hillier armado: había conseguido copias de los retratos robot por su cuenta. Los miró, y después la observó a ella. Le pasó los retratos robot a Hillier. Este los examinó. Se tomó su tiempo. Las puntas de sus dedos se juntaron mientras evaluaba qué habían ganado -y que no- con el trato que había hecho Isabelle con Zaynab Bourne. No era más tonto de lo que podía ser ella misma, ese Deacon, o que cualquiera de los agentes. Llegó a una conclusión, pero no habló. No tenía por qué. En su lugar, levantó los ojos hacia ella. Azules, sin alma. ¿Mostraban arrepentimiento? Y si así era, ¿arrepentimiento de qué?

– Dos días para terminar esto -le dijo-. Después de eso, creo que asumiremos que su estancia con nosotros habrá llegado a su fin.


* * *

Lynley encontró la casa sin demasiada dificultad, a pesar de estar en el sur del río, donde un solo giro equivocado podía llevarle a uno a la carretera hacia Brighton en lugar de, pongamos, la carretera a Kent o a Cambridgeshire. Pero en este caso su pista para ubicarse era, de acuerdo con la guía, la calle que estaba entre la cárcel de Wandsworth y el cementerio de la misma localidad. Su esposa lo habría llamado insalubre: «Cariño, el lugar tiene todo lo que se recomienda a los suicidas y a los depresivos crónicos».

Helen no se hubiera equivocado, especialmente en lo referente a la estructura en la que Isabelle Ardery había establecido su morada. La casa en sí no era del todo mala -a pesar de un árbol moribundo en la entrada y un sendero de cemento que lo rodeaba, que era lo que lo había matado-, pero Isabelle ocupaba el sótano y como la casa miraba al norte, el lugar era como un hoyo. A Lynley le vinieron a la mente los mineros de Gales, y eso fue incluso antes de entrar. Vio el coche de Isabelle en la calle, así que supo que estaba en casa. Sin embargo, no abrió la puerta cuando él llamó. Así que llamó de nuevo y después golpeó la puerta. La llamó por su nombre y cuando no funcionó, probó el tirador y vio que no había cerrado por dentro con llave, algo imprudente. Entró.

Había poca luz, como suele suceder en los sótanos. Una iluminación tenue llegaba a través de una sucia ventana de la cocina, que se suponía debía aportar luz exterior no sólo para la cocina, sino para la habitación que la seguía, que resultó ser la sala de estar. Estaba decorada con muebles baratos, con cosas que sugerían una apresurada y solitaria visita a Ikea. Un sofá, una silla, una mesa de café, una lámpara de pie, una alfombra para ocultar los pecados de los ocupantes.

Lynley vio que no había nada personal en ningún lugar, salvo por una fotografía, que cogió del estante encima de la calefacción eléctrica. Se trataba de una foto enmarcada de Isabelle arrodillada entre dos niños, con los brazos alrededor de sus cinturas. Ella iba vestida para trabajar, mientras que ellos llevaban el uniforme escolar, con sus gorras a conjunto en las cabezas, y con los brazos colgando de los hombros de su madre. Los tres sonreían. ¿El primer día de colegio?, se preguntó Lynley. Por la edad de los gemelos, parecía que sí.

Dejó la foto en el estante. Miró a su alrededor y se preguntó acerca de la elección de Isabelle de aquella casa. No podía imaginarse trayendo a los niños a vivir a aquel lugar; se preguntó por qué Isabelle la había escogido. La vivienda era cara en Londres pero sin duda tenía que haber algo mejor, un lugar en el que los chicos pudieran ver el cielo desde la ventana. ¿Dónde se supone que dormirían? Fue a buscar los dormitorios.

Había uno, con la puerta abierta. Estaba situado en la parte posterior del piso, con una ventana que daba a un pequeño recinto amurallado desde donde, supuso, se llegaba al jardín, si es que había uno. La ventana estaba cerrada y parecía que no se había limpiado desde que se construyó la casa. Pero la iluminación que proporcionaba era suficiente para vislumbrar una silla, una cajonera y una cama. Isabelle Ardery estaba tirada sobre ella. Respiraba profundamente, como hace alguien cuando no ha dormido bien durante varios días. Se resistió a despertarla y consideró dejar una nota y largarse. Pero cuando rodeó la cama para abrir la ventana y dejar entrar un poco de aire fresco para la pobre mujer, vio el destello de una botella en el suelo y comprendió que no estaba dormida como uno podría pensar. Más bien estaba borracha.

– Dios -murmuró-. Será idiota.

Se sentó en la cama. La incorporó un poco. Ella gimió. Sus ojos parpadearon intentando abrirse, luego se cerraron.

– Isabelle. Isabelle.

– ¿Cgomo has estrado, eh? -Le miró con los ojos entreabiertos y después volvió a cerrarlos-. Oye, tú, soy'gente de Policía -Su cabeza se desplomó sobre él-. Llamaré a…, a alguien… Lo haré… Si n 'te vas.

– Levántate -le dijo Lynley-. Isabelle, de pie. Necesito hablar contigo.

– He dejado de hablar. -Su mano se estiró para acariciar su mejilla, aunque ella no le miró, así que falló y le dio en la oreja-. Terminado. Dijo que de todos modos…

Parecía que volvía a caer en el estupor. Lynley soltó un suspiro. Intentó recordar cuándo había sido la última vez que había visto a alguien así de borracho, pero no pudo. Necesitaba un purgante de algún tipo, una taza de café o algo. Pero primero debía estar lo suficientemente consciente como para tragar, y parecía que sólo había una manera de conseguirlo.

La puso en pie. Sabía que era imposible llevarla hasta la sala como si fuera un héroe cinematográfico. Ella era prácticamente de su mismo tamaño, un peso muerto, y no había suficiente espacio para maniobrar dada la posición en la que estaba, incluso si hubiera podido cargarla como un bombero, encima de sus hombros. Así que tuvo que arrastrarla sin ningún tipo de gloria desde la cama hasta el poco glorioso lavabo. Allí vio que no había bañera, pero sí una estrecha ducha, lo que a él ya le parecía bien. La apoyó allí totalmente vestida y le dio al grifo del agua. A pesar de los años de la casa, la presión del agua era excelente y el chorro golpeó directamente en la cara de Isabelle.

Ella gritó. Agitó los brazos.

– Qué demo'ios… -exclamó al tiempo que parecía que le reconocía por primera vez-. ¡Dios mío! -Puso los brazos alrededor de su cuerpo como si estuviera desnuda. Cuando se vio completamente vestida miró hacia sus zapatos y dijo-: Oh, ¡noooooo!

– Veo que por fin tengo tu atención -le dijo Lynley con sequedad-. Quédate aquí hasta que estés lo suficientemente sobria para decir cosas coherentes. Voy a hacer café.

La dejó. Fue a la cocina y empezó a buscar. Encontró café molido al lado de un hervidor eléctrico, así como todo lo que necesitaba. Puso una gran cucharada de café y llenó el hervidor con agua. Lo enchufó a un cable. Para cuando estuvieron listos los cafés y servidos en las tazas, con leche, azúcar y en la mesa -junto con dos tostadas untadas con mantequilla y cortadas en triángulos-, Isabelle había salido del baño. Se había quitado la ropa empapada, estaba vestida con una toalla, iba descalza, y su cabello se aferraba húmedamente a su cráneo. Se quedó de pie en la puerta de la cocina y le observó.

– Mis zapatos -dijo- están destrozados.

– Mmm -contestó él-. Me atrevería a decir que sí.

– Mi reloj tampoco era sumergible, Thomas.

– Un lamentable descuido cuando se compró.

– ¿Cómo has entrado?

– La puerta estaba abierta. Otro lamentable descuido, por cierto. ¿Estás sobria, Isabelle?

Muas o menos.

– Entonces, café. Y tostada.

Fue hasta la puerta y la agarró del brazo. Ella se zafó.

– Puedo caminar, ¿sabes? -espetó.

– Estamos progresando, entonces.

Se movió cuidadosamente hacia la mesa, donde se sentó. Vertió café en las dos tazas y empujó la de ella al lado de la tostada. Ella hizo un mohín de asco con la comida y negó con la cabeza.

– Negarse no es una opción -dijo él-. Considéralo medicinal.

– Vomitaré. -Hablaba con el mismo cuidado que usó al moverse de la puerta a la mesa. Era bastante buena fingiendo estar sobria, observó Lynley; le pareció que tenía años de práctica.

– Toma un poco de café -le dijo.

Ella aceptó y dio unos sorbos.

– No fue la botella entera -declaró a propósito de lo que había encontrado en el suelo del dormitorio-. Sólo me bebí lo que quedaba en ella. No es ningún crimen. No planeaba coger el coche ni ir a ningún sitio. No tenía pensado salir del piso. No es asunto de nadie, salvo mío. Y me lo debía, Thomas. No hay razón para montar un gran drama por esto. -Ella le miró. Él mantuvo su cara inexpresiva-. ¿Qué haces aquí? -reclamó-. ¿Quién diablos te ha enviado?

– Nadie.

– ¿Tampoco Hillier queriendo saber cómo llevaba mi derrota?

– Sir David y yo difícilmente nos comunicamos en esos términos -contestó Lynley-. ¿Qué ha pasado?

Ella le contó la reunión con el subinspector jefe y con el jefe de la oficina de prensa. No parecía haber motivo para ofuscarse, porque se lo explicó todo: desde su trato con Zaynab Bourne para mantener contacto con Yukio Matsumoto, pasando por su conocimiento acerca de la inutilidad de los retratos robot de Matsumoto, a pesar de lo que le había dicho a su equipo en la sala de detenciones, hasta la nada disimulada condescendencia de Stephenson Deacon -«de hecho, me llamó "querida", ¿puedes creerlo? Y lo que es peor es que no abofeteé su cara de presumido»-, para terminar finalmente con la despedida de Hillier.

– Dos días. Y entonces estaré acabada. -Sus ojos se humedecieron, pero ella hizo caso omiso a sus emociones-. Bien, John Stewart estará encantado, ¿no? -Ofreció una débil sonrisa-. Me olvidé de él en la oficina, Thomas. A lo mejor todavía está esperando allí. ¿Crees que habrá pasado la noche allí? Dios, necesito otro trago. -Miró alrededor de la cocina como si se preparara para levantarse y buscar otra botella de vodka. Lynley se preguntó dónde guardaría sus provisiones. Las iba a verter por el desagüe. Conseguiría más, pero por lo menos sus deseos inmediatos de inconsciencia se verían frustrados-. La he cagado de verdad. Tú no lo habrías hecho. Malcom Webberly no lo habría hecho. Ni siquiera el maldito Stewart lo habría hecho. -Cruzó los brazos sobre la mesa y puso la cabeza sobre ellos-. Soy una inútil, estoy desesperada, hecha polvo y…

– También te autocompadeces -agregó Lynley. Ella sacudió su cabeza-. Con el debido respeto, jefa -añadió amablemente.

– ¿Esa observación forma parte de las costumbres de un señorito vestido de armiño o simplemente te gusta juzgar porque eres un cabronazo?

Lynley hizo como si pensara en ello.

– El armiño me da urticaria, así que sospecho que lo segundo.

– Justo lo que pensaba. Eres un borde. Si quiero decir que soy una inútil, desesperada y que estoy hecha polvo, maldita sea, voy a decirlo, ¿estamos?

Añadió café a la taza.

– Isabelle, es el momento de juntar fuerzas. No te voy a discutir que trabajar con Hillier es una pesadilla, o que Deacon vendería a su hermana a un chulo de Nueva York si ello implicara que daría buena imagen a la Met. Pero ése no es el tema ahora. Tenemos a un asesino que debe ser detenido, y un caso en su contra que debemos construir para la acusación estatal. Nada de esto va a pasar si no te calmas.

Ella agarró su taza de café y Lynley pensó por un momento que se la iba a la lanzar. En lugar de eso, bebió y le miró por encima del borde de la taza. Finalmente se dio cuenta de que él nunca había respondido a su pregunta acerca de su presencia en el piso.

– ¿Qué demonios estás haciendo en mi piso, Thomas? -preguntó-. ¿Por qué has venido? Este no es precisamente tu barrio, así que me atrevo a decir que no estabas de paso. ¿Y cómo encontraste dónde vivo, de todas formas? ¿Alguien te lo dijo…? ¿Por casualidad esa Judi Macintosh…? ¿Te ha enviado ella? Seguro que es una de esas que escuchan tras las puertas. Hay algo en ella…

– Controla tu paranoia durante cinco minutos -interrumpió Lynley-. Te he dicho desde el principio que quería hablar contigo. Esperé más de una hora en la sala de interrogatorios. Dee Harriman me dijo al fin que te habías ido a casa. ¿De acuerdo?

– ¿Hablar conmigo de qué? -preguntó ella.

– De Frazer Chaplin.

– ¿Qué pasa con él?

– Me he pasado la mayor parte del día pensado en ello desde todos los ángulos posibles. Creo que Frazer es nuestro hombre.

Esperó a que Lynley se explicara. Bebió más café y decidió hacer un nuevo intento con la tostada. Su estómago no se resistía a la idea de alimentarse, por lo que levantó uno de los triángulos que Lynley le había hecho para ella y le dio un mordisco. Se preguntó si aquél era el nivel del talento culinario del inspector. Pensó que era más que probable. Había puesto demasiada mantequilla. Tal y como había hecho antes en la sala de interrogatorios, Lynley habló de una revista que tenía de Deborah Saint James. Frazer Chaplin estaba en una de las fotografías. Aquello indicaba muchas cosas, le dijo: Paolo di Fazio había explicado desde el primer momento que Jemima estaba liada con Frazer, a pesar de las reglas que la dueña de la casa, la señora McHaggis, había impuesto a sus huéspedes. Abbott Langer había dicho muchas cosas que apoyaban esa afirmación y Yolanda -aunque era un poco forzado, admitió Lynley- también había señalado que Jemima mantenía una relación de algún tipo con un hombre misterioso.

– ¿Ahora le hacemos caso a una vidente? -se lamentó Isabelle.

– Espera -le dijo Lynley.

Sabían que la relación de Jemima no era con Di Fazio desde que le preguntó a Yolanda en repetidas ocasiones acerca de la reciprocidad afectiva en su «nueva» relación. Difícilmente reclamaría eso de Di Fazio, ya que había dado por terminada su relación con él. ¿No era, entonces, seguro asumir que dadas las negativas de Frazer le situaban precisamente a él como al hombre al que estaban buscando?

¿Cómo diablos continuaba aquello?, preguntó Isabelle. Incluso si ella estaba involucrada con Jemima, eso difícilmente implicaba que la hubiera asesinado.

– Espera -le dijo Lynley-. Si ella estuviera dispuesta a escucharle… Está bien, maldita sea.

Isabelle estaba cansada. Hizo un movimiento con la mano para que continuara.

– Supongamos un par de cosas. En primer lugar vamos a suponer que, antes de su muerte, Jemima estaba en efecto involucrada sentimentalmente con Frazer Chaplin.

– Bien. Asumamos eso -dijo Isabelle.

– Bien. Ahora asumamos que el hecho de que poseyera una moneda de oro y una cornalina tallada es indicador no de que llevara un amuleto de la buena suerte o de que tuviera valor sentimental, porque pertenecía a su padre o cualquier cosa por el estilo. Digamos que todas esas cosas fueron encontradas en un tesoro romano secreto. Entonces, supongamos que ella y Gordon Jossie son las personas que lo hallaron en su terreno en Hampshire. Finalmente, vamos a suponer que antes de informar del hallazgo, algo que por ley deben hacer, algo ocurre entre Jemima y Jossie, que lleva su relación a precipitarse. Ella escapa a Londres, aunque durante todo ese tiempo sabe que existe un tesoro que podía ser suyo y que valía una fortuna.

– ¿Qué diablos sucedió para que su relación se acabara de tal modo que ella terminara escondiéndose de él? -preguntó Isabelle.

– Todavía no lo sabemos -admitió Lynley.

– Maravilloso -murmuró Isabelle-. No puedo esperar a contárselo a Hillier. Por el amor de Dios, Thomas, todo esto es mucho suponer. ¿Qué tipo de arresto podemos lograr con tanta especulación?

– Ningún arresto en absoluto -contestó Lynley-. Al menos todavía no. Faltan piezas. Pero si lo piensas un instante, Isabelle, el móvil del crimen no es una de ellas.

Isabelle consideró lo siguiente: Jemima Hastings, Gordon Jossie y un tesoro enterrado.

– Jossie tiene un móvil, Thomas -dijo ella-. No veo el de Frazer Chaplin.

– Por supuesto que tiene uno, si existe un tesoro enterrado y si Jemima Hastings le contó algo acerca de él.

– ¿Por qué se lo iba a contar?

– ¿Por qué no iba a hacerlo? Si ella está enamorada de él, si ella tiene la esperanza de que sea «él», existe una enorme posibilidad de que ella le contara lo del tesoro para asegurarse de que le retiene.

– Muy bien. Estupendo, así que ella le explicó lo del tesoro. ¿No te lleva eso a pensar que de quien se querría deshacer es de Gordon Jossie y no de Jemima Hastings?

– Eso le aseguraría el tesoro únicamente si podía aguantar el cariño de Jemima. Sus repetidas visitas a la médium indican que ella podía estar dudando de Frazer. ¿Por qué otra razón continuaría preguntándose si él era «él»? Supón que él sabía que ella se lo estaba pensando. Supón que se lo imagina. Pierde a Jemima y pierde la fortuna. La única manera de prevenir todo aquello era deshacerse de ambos (de Jemima y de Jossie) y dejar de preocuparse.

Isabelle consideró aquella opción. Mientras lo hacía, Lynley se levantó de la mesa y fue al fregadero. Se apoyó en él y se mantuvo en silencio, observando y esperando.

– Es un gran salto, Thomas -dijo ella finalmente-. Es demasiado para rendir cuentas. Han corroborado su coartada…

– McHaggis podría estar mintiendo. O se podría estar equivocando. Ella dice que él estaba en casa duchándose, pero eso es lo que siempre hacía, ¿no? Se lo preguntamos días más tarde, Isabelle, y bien podía querer protegerle.

– Y entonces, ¿qué? ¿Se acostaba con ella? ¿Con ella, con Jemima, con…, con quién más, Thomas?

– Con Gina Dickens, me atrevería a decir.

– ¿Gina Dickens? -Le miró fijamente.

– Piénsalo. Allí está ella, en las fotos de la revista de la gala de inauguración de la Portrait Gallery. Si Frazer estaba allí (y sabemos que estaba), ¿cuán imposible es creer que se encontrara con Gina Dickens aquella noche? ¿Cuán imposible es que después de encontrarse con Gina Dickens él se enamorara de ella? ¿Y quisiera añadirla a su lista de conquistas? ¿Decidió sustituir en última instancia a Jemima por ella? Y la envió a Hampshire para que se liara con Jossie, de modo que…

– ¿Te das cuenta de cuántas cosas necesitan demostrarse en todo esto? -Ella puso la cabeza entre las manos. Sentía el cerebro empapado-. Podemos suponer esto y aquello, Thomas, pero no tenemos prueba alguna de que nada de lo que estás diciendo sucediera, así que, ¿qué sentido tiene?

Lynley continuó, aparentemente sin inmutarse. Tenían pruebas, señaló, pero le parecía que no las habían estado reuniendo correctamente.

– ¿Qué, por ejemplo?

– El bolso y la camisa manchada de sangre en el cubo de Oxfam, para empezar. Hemos asumido que alguien los colocó allí para implicar a uno de los huéspedes de la casa de Bella McHaggis. No hemos considerado todavía que, sabiendo que la caja no se vaciaba regularmente, uno de los habitantes de la casa la puso allí simplemente para guardarlos.

– ¿Almacenarlos?

– Hasta que lo pudiera llevar hasta Hampshire, entregárselos a Gina Dickens y colocarlos en algún lugar de la propiedad de Gordon Jossie.

– Dios. Esto es una locura. ¿Por qué no simplemente…?

– Escucha. -Lynley regresó a la mesa y se sentó. Se inclinó sobre ella y puso la mano sobre su brazo-. Isabelle, no es tan alocado como parece. El crimen dependía de dos cosas. Primero, el asesino debía tener conocimiento del pasado de Jemima, de su presente y de sus intenciones hacia Gordon Jossie. Segundo, el asesino no podía haber trabajado solo.

– ¿Por qué no?

– Porque tenía que reunir todas las pruebas necesarias para incriminar a Gordon Jossie por ese asesinato, y esas pruebas iban a hallarse en Hampshire: el arma homicida y una camisa amarilla del armario de la ropa de Jossie, me imagino. Al mismo tiempo, el asesino tenía que saber qué iba a hacer Jemima en relación con Jossie. Si Frazer era en efecto su amante, ¿no te parece razonable suponer que ella le enseñó las tarjetas que Jossie puso cerca de la galería para intentar localizarla? ¿No es razonable concluir que, sabiendo de esas postales y todavía con una historia con Gina Dickens, Frazer Chaplin empezara a ver una manera de quedarse con todo: el tesoro, la forma de llegar a él y también con Gina Dickens?

Isabelle pensó en ello. Intentó ver cómo pudo haber sucedido: una llamada hecha al número de la tarjeta que le diría a Gordon Jossie dónde encontrar a Jemima. La decisión de ésta de encontrarse con Jossie en un lugar privado. Alguien en Hampshire vigilando a Jossie y controlando sus movimientos, y alguien en Londres haciendo lo mismo con Jemima, y esas dos personas íntimamente ligadas con Jossie y con Jemima, al tanto de la naturaleza de la relación que uno había tenido con la otra; esas dos personas, además, en contacto; esos álguienes estaban sincronizados como bailarines de ballet.

– Me marea -dijo finalmente-. Es imposible.

– No lo es, especialmente si Gina Dickens y Frazer se conocían desde la noche de la inauguración de la galería. Y hubiera funcionado, Isabelle. Tan cuidadosamente planeado como estaba, hubiera funcionado perfectamente. La única cosa que no tuvieron en cuenta fue la presencia de Yukio Matsumoto aquel día en el cementerio. Frazer no sabía que Matsumoto era el ángel de la guarda de Jemima. Probablemente no lo sabía ni la propia Jemima. Así que tampoco Frazer ni Gina Dickens tuvieron en cuenta que alguien vería cómo Jemima y Frazer se encontraban, y también cómo Gordon Jossie la dejaba allí viva.

– Si es que ése era Gordon Jossie.

– No veo cómo podría ser otra persona, ¿tú sí?

Isabelle lo consideró desde todos los ángulos. Muy bien, podía haber sucedido de esa manera. Pero había un problema con todo lo que había dicho Lynley, y ella no podía ignorarlo, como tampoco podía él.

– Jemima se fue de Hampshire hace mucho tiempo, Thomas. Si existe un tesoro romano esperando en la propiedad que compartía con Gordon Jossie, ¿por qué demonios, en todo este tiempo, ninguno de los dos (Jossie y Jemima) hizo nada al respecto?

– Eso es lo que me gustaría saber -contestó-. Pero primero me gustaría romper la coartada de Frazer.

Aún en bata, ella salió fuera con él. No tenía mejor aspecto que cuando se había metido en la ducha, pero a Lynley le pareció que su ánimo se había elevado lo suficiente y que probablemente no bebería de nuevo esa noche. Este pensamiento le tranquilizó. No le gustaba pensar por qué.

Ella llegó hasta donde las estrechas escaleras que conducían desde el sótano hasta la calle. Había subido los dos primeros peldaños cuando pronunció su nombre. Él se volvió. Se puso de pie debajo de él con una mano en la barandilla como si tuviera intención de seguirle y la otra mano en su garganta, sosteniendo la bata cerrada.

– Todo esto podía haber esperado hasta mañana, ¿no? -dijo ella.

Él lo pensó por un momento.

– Supongo que sí -contestó.

– Entonces, ¿por qué?

– ¿Por qué ahora en lugar de mañana por la mañana? ¿Es eso a lo que te refieres?

– Sí. -Ella inclinó su cabeza hacia el suelo, la puerta seguía abierta sin ninguna luz en el interior-. ¿Lo sospechabas?

– ¿El qué?

– Ya sabes.

– Sabía que existía una posibilidad.

– ¿Por qué te has molestado entonces?

– ¿En quitarte la borrachera? Quería hablar contigo de un par de ideas que tenía y no podía hacerlo si estabas fuera de ti.

– ¿Por qué?

– Me gusta el toma y daca de una colaboración. Es como mejor trabajo, Isabelle.

– Estás hecho para esto. -Ella se tocó el pecho con los dedos, en un gesto que parecía indicar que se refería al trabajo del superintendente-. Yo no -añadió-. Eso ha quedado claro.

– Yo no diría eso. Ya lo señalaste tú misma. El caso es complicado. Te han asignado un trabajo que es como un camino cuesta arriba como yo nunca he tenido que transitar.

– No me creo nada de eso, Thomas. Pero gracias por decirlo. Eres un buen hombre.

– A menudo pienso lo contrario.

– Entonces, piensas tonterías. -Sus ojos buscaron los de Lynley-. Thomas… Yo…

Sin embargo, pareció que había perdido el valor de decir nada más. Era impropio de ella. Lynley esperó para oír lo que ella quería decir para finalizar. Él bajó un peldaño. Ella estaba justo debajo de él, no prácticamente cara a cara, sino con su cabeza justo por debajo de sus labios.

El silencio entre ellos duraba demasiado. Pasó de tranquilo a tenso, y de tensión a deseo. El simple movimiento de besarla se convirtió en la cosa más natural del mundo y cuando su boca se abrió bajo la suya, fue tan natural como el propio beso. Los brazos de ella se deslizaron a su alrededor, y los de él alrededor de ella. Las manos de él se deslizaron por debajo de los pliegues de la bata para tocar su fresca y suave piel.

– Quiero que me hagas el amor -murmuró ella.

– No creo que sea conveniente, Isabelle -dijo él.

– No me importa lo más mínimo.

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