Capítulo 35

Pasaron doce días antes de que Rob Hastings se atreviera a hablar con Meredith. Durante ese tiempo, llamó al hospital todos los días, hasta que finalmente ella quedó a cargo de los cuidados de sus padres. Aun así se dio cuenta de que no podía hacer otra cosa que preguntar acerca de su estado de salud. Lo que dedujo de todas esas llamadas fue suficiente, aunque sabía que hubiera sido mejor hablar en persona. De hecho, podía haberla ido a ver él mismo. Pero aquello era demasiado para él, e incluso si no lo hubiera sido, sabía que no tenía una idea muy clara acerca de qué le diría.

En esos doce días descubrió quién se había llevado la pistola de su Land Rover y lo que habían hecho con ella. Se la habían devuelto, pero aquello era una mancha negra en su carrera. Dos personas habían muerto, ¿y si no hubiera sido un Hastings, con el historial laboral de los Hastings? Seguramente le hubieran echado.

Los telediarios ardían con la historia de Ian Barker, el malvado niño asesino de un bebé, un tío que había logrado mantener su identidad en secreto durante diez años, desde que salió en libertad de donde fuera que estuvieran presos él y sus amigos asesinos. Periodistas de todos los medios de comunicación del país buscaron a cualquiera que hubiera tenido relación con Gordon Jossie, sin importar si era remota. Al parecer existía algún tipo de horrible historia de amor que los tabloides deseaban tratar especialmente. Era la historia de un «conocido niño asesino que había asesinado de nuevo»; un antetítulo indicaba que, en esta ocasión, lo había hecho para salvar a una mujer en peligro, antes de matarse. Esto no parecía haber sido así, según Meredith Powell y el comisario jefe Zachary Whiting, ya que la verdad del asunto, según ellos, era que Frazer Chaplin había atacado a Jossie y sólo entonces Jossie le había disparado, aunque aquello no hubiera sido tanto el simbólico acto de redención como que Jossie hubiera salvado a alguien antes de despedirse del mundo. Esa fue la historia, y no la verdadera, la que hizo correr ríos de tinta en los tabloides.

La foto de infancia de Ian Barker se publicó cada día durante una semana, junto con la más reciente del rostro de Gordon Jossie. Algunos de los tabloides se preguntaban cómo la gente de Hampshire no había reconocido al tipo, pero ¿por qué tendrían que reconocer en un tranquilo techador a un chico del que hacía tiempo, seguramente habían sospechado, tenía pezuñas en lugar de pies y cuernos bajo su gorra de colegial? Nadie esperaba que Ian Barker se escondiera en Hampshire para llevar una vida modesta.

Todos los vecinos a lo largo de Paul's Lane fueron entrevistados. «Nunca sospeché; desde ahora mantendré las puertas cerradas a cal y canto», fueron generalmente los comentarios. Zachary Whiting y el portavoz del Ministerio del Interior ofrecieron alguna declaración acerca del deber de la Policía local en materia de nuevas identidades y sobre las denuncias que se repitieron durante días de gente que había visto a Michael Spargo o a Reggie Arnold. Pero, finalmente, la historia se fue desvaneciendo, como suelen hacerlo, en cuanto un miembro de la realeza se metió en una desafortunada trifulca con un paparazzi delante de una discoteca a las 3.45 de la madrugada en Mayfair.

Rob Hastings había logrado pasar por todo aquello sin haber hablado con ningún periodista. Dejó que el teléfono recogiera todos los mensajes, pero no devolvió ninguna llamada. No tenía ganas de discutir cómo el antiguo Ian Barker había entrado en su vida. Todavía tenía menos ganas de hablar acerca de cómo su hermana se había liado con aquel tipo. Entendió por qué Jemima se había ido de New Forest. Sin embargo, no entendía por qué no había confiado en él. Pasó días meditando acerca de esa cuestión y tratando de entender qué significaba que su hermana no le hubiera dicho lo que la apartó de Hampshire. No era un hombre propenso a la violencia, y seguramente ella lo sabía, por lo que difícilmente hubiera esperado que abordara a Jossie y le hiciera daño por haber engañado a Jemima. ¿De qué hubiera servido? También sabía mantener un secreto, y Jemima tenía que haberlo sabido. El le hubiera dado felizmente la bienvenida a su hermana a casa, sin dudar, si hubiera querido regresar a Honey Lane.

Se quedó pensando en todo lo que eso decía de él. Pero la única respuesta a la que era capaz de llegar fue la que se respondía con otra pregunta: «¿De qué hubiera servido que hubieras sabido la verdad, Robbie?». Y esta pregunta llevó a la siguiente: «¿Qué tipo de medidas hubieras tomado, tú que siempre has tenido tanto miedo a tomar medidas?».

El origen de ese miedo era que no podría hacer frente al resultado de las revelaciones y las muertes. El porqué de ese miedo conducía directamente al corazón de quién y qué era, de quién y qué había sido durante años. Un solitario, pero no por elección. Solitario no por necesidad. Solitario no por ganas. La triste verdad era que él y su hermana habían sido, de hecho, el mismo tipo de persona. Fue sólo la manera en que se habían confundido a través de sus vidas lo que era diferente.

Después de días y días a lomos de un caballo en el bosque, dándole vueltas, llegar a esa conclusión fue lo que llevó a Robbie a ir a Cadnam. Fue a media tarde, con la esperanza de que Meredith estuviera sola en casa de sus padres, y así poder hablar con ella con tranquilidad.

No fue así. Su madre estaba dentro. Y también Cammie. Abrieron la puerta juntas. Se dio cuenta de que no había visto a Janet Powell desde hacía mucho tiempo. En los primeros años de amistad entre las chicas, él y la madre de Meredith se encontraban de vez en cuando. Robbie iba a buscar a Meredith y Jemima a su casa, o cuando le pedían que lo hiciera. Pero no había vuelto a ver a la mujer desde que las chicas fueron lo suficientemente mayores para sacarse el carnet de conducir, lo que puso punto final a los viajes en compañía de adultos. Con todo, la reconoció.

– Señora Powell. Buenas tardes -dijo a modo de presentación-. Soy…

– Vaya, hola Robert -le interrumpió ella amablemente-. Qué agradable sorpresa volver a verte. Pasa.

No supo exactamente cómo reaccionar a esa bienvenida. Pensó que ella, por supuesto, le recordaba. Tenía una cara inolvidable. Llevaba puesta su gorra de béisbol, como era habitual, pero se la quitó cuando puso un pie dentro de la casa. Echó un vistazo a Cammie mientras se colocaba la gorra en la parte trasera de los tejanos. Ella le esquivó poniéndose detrás de las piernas de su abuela, y luego se asomó mirándole con sus ojos redondos. Le ofreció a la pequeña una sonrisa.

– Sospecho que Cammie no se acuerda de mí -dijo-. Hace un montón de años que no la había visto. Debía de tener como mucho dos años la última vez. Quizá menos. No sabrá quién soy.

– Es un poco tímida con los extraños. -Janet Powell puso la mano en los hombros de Cammie y la trajo al frente, abrazando su cadera-. Éste es el señor Hastings, amor. Dile «hola» al señor Hastings.

– Soy Rob -dijo-. O Robbie. ¿Quieres un apretón de manos, Cammie?

Ella negó con la cabeza y dio un paso atrás.

– Abue… -dijo. Escondió su cara en la falda de su abuela.

– No hay problema -intervino Robbie. Y añadió un guiño-: Para ver esta vieja cara con dientes, ¿eh? -Pero el guiño fue forzado, y se dio cuenta de que Janet Powell lo sabía.

– Pasa, Robbie. Tengo pastel de limón en la cocina, y está pidiendo a gritos que alguien le hinque el diente. ¿Quieres?

– Oh, gracias, pero no. Iba de camino… De hecho, sólo he venido… Esperaba que Meredith estuviera…

Respiró para calmarse. La niña pequeña se estaba escondiendo, y él sabía que se escondía por él. No sabía cómo hacer que se sintiera a gusto, algo que le hubiera gustado.


– Me preguntaba si Meredith… -dijo a la señora Powell.

– Por supuesto -contestó Janet Powell-. Has venido para ver a Meredith, ¿no es así? Qué cosa tan terrible. Pensar que tuve a esa joven aquí, en mi casa, una noche. Ella podía haber…, bien, ya sabes… -Echó una mirada a Cammie-. Podía habernos matado a todos en nuestras camas. Meredith está en el jardín con la perra. Cammie, cielo, ¿puedes llevar a ese amable caballero a ver a mamá?

Cammie se rascó un tobillo con los dedos de su pie descalzo.

Parecía vacilar. Mantuvo su mirada en el suelo.

– Mamá ha estado en el hospital -murmuró la pequeña cuando su abuela dijo su nombre otra vez.

– Sí -dijo Robbie-. Lo sé. Por eso he venido. Para saludarla y ver cómo se encuentra. Seguro que estabas un poco preocupada por ella, ¿verdad?

Cammie asintió con la cabeza.

– Esa perra está cuidando de ella -le dijo al suelo. Después miró hacia arriba-. En un hospital como a los que van los erizos.

– ¿En serio? -dijo Robbie-. Te gustan los erizos, ¿verdad, Cammie?

– Tienen un hospital para ellos. La abuela me lo dijo. Dijo que podíamos ir allí y verlos.

– Creo que eso les gustará a los erizos.

– Dice que todavía no. Cuando sea mayor. Porque pasaremos la noche cuando vayamos. Porque está lejos.

– Eso es. Tiene sentido. Creo que quiere asegurarse de que no echas de menos a tu mamá si pasas la noche fuera -dijo Rob.

Cammie frunció el ceño y miró a otro lado.

– ¿Cómo lo sabes? -le preguntó.

– ¿Lo de echar de menos a tu mamá? -Y ella asintió con la cabeza-. Tuve una hermanita una vez.

– ¿Como yo?

– Igual que tú -dijo.

Esto al parecer la tranquilizó. Se apartó de su abuela.

– Tenemos que atravesar la cocina para llegar al jardín -le dijo-. La perra puede que ladre, pero es bastante agradable.


Lo llevó fuera.

Meredith estaba sentada en una silla de salón en la única sombra que había, al otro lado de la caseta del jardín. El resto del espacio era para los rosales, que llenaban el aire con una fragancia tan intensa que Robbie imaginó que la podía sentir como un pañuelo de seda tocando su piel.

– Mamá. -Cammie la llamó mientras llevaba a Rob por el sendero de grava-. ¿Todavía estás descansando como se supone que debes? ¿Estás dormida? Porque hay alguien que ha venido a verte.

Meredith no estaba dormida. Había estado dibujando, por lo que vio Robbie. Tenía un bloc con esbozos encima de sus rodillas y usaba lápices de colores.

Vio que había creado patrones de cuadrados. Diseños de tela, constató. Todavía se aferraba a su sueño. Al lado de la silla del salón estaba la perra de Gordon Jossie. Tess levantó la cabeza y entonces bajó las patas. Su cola chocó dos veces en el suelo en señal de saludo. Meredith cerró el bloc con los esbozos y lo dejó a un lado.

– Vaya, hola, Rob. -Y cuando Cammie iba a subir a su regazo dijo-: Todavía no, cariño. Ahora estoy bien.

Se movió a un lado y dio unas palmaditas en el asiento.

Cammie había logrado enroscarse cerca de ella. Meredith sonrió, entornó los ojos hacia Robbie, pero besó la cabeza de su pequeña.

– Estaba preocupada -dijo a modo de explicación, señalando con la cabeza a la niña-. Nunca había estado en un hospital antes. No sabía qué pensar.

Se preguntó qué le habrían contado a la hija de Meredith acerca de lo que le sucedió a su madre en la finca de Gordon Jossie. Muy poco, sospechaba. No necesitaba saberlo.

– ¿Cómo te llevas con ella? -dijo, señalando con la cabeza al golden retriever.

– Le dije a mamá que la trajéramos. Parecía como…, pobrecita. No podía soportar la idea de…, ya sabes.

– Sí, eso está bien, Merry. -Miró a su alrededor y se fijó en una silla plegable de madera que estaba apoyada en la caseta del jardín.

– ¿Te importa si…? -preguntó, e hizo un gesto hacia la silla.

Ella se ruborizó.

– Oh, claro, por supuesto -dijo avergonzada-. Lo siento. Siéntate. No sé en qué estaba… Es que es muy agradable verte de nuevo, Rob. Estoy contenta de que hayas venido. Me dijeron en el hospital que habías llamado.


– Quería ver cómo lo llevabas -dijo.

– Oh, eso fue todo -dijo, y se tocó los dedos con el vendaje del cuello, sin duda uno mucho más pequeño que el que le habían puesto al principio. Era casi un acto reflejo-. Bien, voy a parecer la mujer de Frankenstein cuando me saquen esto, supongo -dijo con una sonrisa sin humor.

– ¿Quién es ésa? -preguntó Cammie.

– ¿La mujer de Frankenstein? Solo alguien de una historia -contestó Meredith.

– Significa que le va a quedar una pequeña cicatriz -le contó Robbie-. Será su toque de distinción.

– ¿Qué es distinción?

– Algo que hace que una persona parezca diferente a los demás -dijo Robbie.

– Oh -dijo Cammie-. Como tú. Tú pareces diferente. Nunca había visto a nadie como tú.

– ¡Cammie! -exclamó Meredith, horrorizada. Su mano bajó automáticamente para tapar la boca de su hija.

– Está bien -dijo Robbie, aunque notó que se le estaba poniendo la cara roja-. No es que no lo sepa.

– Pero, mamá… -Cammie se deslizó fuera del alcance de su madre-.Tiene un aspecto diferente. Porque su…

– ¡Camille! ¡Para ahora mismo!

Y después de eso, silencio. Tras él, llegaron el zumbido de los coches de la carretera de delante de la casa, el ladrido de un perro, Tess levantando la cabeza y gruñendo, y el bombardeo del motor de una cortadora de césped. ¿Es que no decían siempre la verdad?

Él se sintió completamente torpe. Podía haber sido un toro de dos cabezas. Miró a su alrededor y se preguntó cuánto tiempo debería permanecer en el jardín antes de salir corriendo y no parecer maleducado.

– Lo siento, Rob. No quiso decir eso -soltó Meredith en voz baja.

Él logró esbozar una sonrisa.

– Bien, no es que esté diciendo algo que no sepamos todos, ¿verdad, Cammie? -Y le ofreció a la pequeña una sonrisa.

– Aun así -dijo Meredith-. Cammie, no es propio de ti.

La niña miró a su madre y después otra vez a Rob. Frunció el ceño. Luego dijo:

– Pero es que nunca había visto dos colores de ojos diferentes, mamá. ¿Tú sí?


Los labios de Meredith se entreabrieron y después se cerraron. Entonces apoyó su cabeza en la silla.

– Oh, Dios -dijo-. Una vez más, tienes toda la razón, Cam.

Ella miró a otro lado.

Y Robbie vio, para su sorpresa, que Meredith estaba profundamente avergonzada. No por su hija, sino por su propia reacción. Sin embargo, todo lo que había hecho era llegar a la misma conclusión que el propio Robbie al escuchar las palabras de Cammie: él era realmente feo y los tres lo sabían, pero sólo dos de ellos pensaban que era digno de comentario. Él buscó una manera de suavizar el momento. Pero no se le ocurrió nada, así que finalmente le dijo a la niña:

– Así que erizos, ¿verdad, Cammie?

– ¿Qué erizos?

– Quiero decir que qué te gusta. ¿Los erizos? ¿Ya está? ¿Los ponis? ¿Te gustan los ponis?

Cammie miró a su madre como para ver si podía responder o debía morderse la lengua. Meredith la miró, acarició su pelo revuelto y asintió.

– ¿Te gustan los ponis? -le preguntó.

– Me gustan cuando son bebés -se sinceró Cammie-. Pero sé que no debo acercarme demasiado.

– ¿Y eso? -le preguntó Robbie.

– Porque son asustadizos.

– ¿Qué quieres decir?

– Significa que… -Cammie frunció el ceño mientras pensaba acerca de ello-. Significa que tienen miedo fácilmente. Y si tienen miedo, tienes que tener cuidado. Mamá siempre dice que hay que tener cuidado siempre que se esté cerca de alguien que se asusta fácilmente.

– ¿Por qué?

– Porque podrían entenderlo mal, supongo. Algo así como…, como si tú te mueves muy rápido a su alrededor, ellos pensarán mal de ti. Así que debes estar quieto, parado. O moverte muy despacio. O algo así.

Se volvió para poder ver mejor la cara de su madre.

– Es así, ¿verdad, mamá? ¿Eso es lo que se debe hacer?

– Así es -dijo Meredith-. Muy bien, Cam. Hay que tener cuidado cuando sabes que alguien tiene miedo.

Besó a su hija en la cabeza. No miró a Bob.

Entonces pareció que no había nada más que decir. O al menos eso fue lo que Robbie Hastings se dijo a sí mismo. Decidió que había cumplido su deber y, en definitiva, era hora de partir. Se movió en su silla.

– Así que… -dijo, justo cuando Meredith decía: «Rob…».

Sus ojos se encontraron. Se sonrojó una vez más, pero vio que ella también se ponía roja.

– Cammie, cariño -dijo ella-. ¿Puedes preguntarle a la abuela si está listo su pastel de limón? Me gustaría probarlo, y me imagino que a ti también.

– Oh, sí -contestó la niña-. Me encanta la tarta de limón, mamá.

Cammie saltó del sillón y salió corriendo, llamando a su abuela. Al momento, una puerta se cerró detrás de ella.

Rob dio una palmada sobre sus muslos. Claramente, había dado la señal para que él se fuera.

– Bueno. Me alegro muchísimo de que estés bien, Merry -dijo

– Sí. Es curioso, ¿eh, Rob?

– ¿Qué? -dudó.

– Nadie me llama Merry. Nadie excepto tú.

No sabía qué contestar ni qué hacer.

– Me gusta mucho -dijo-. Me hace sentir especial.

– Lo eres. Especial, digo.

– Tú, también, Rob. Siempre lo has sido.

Ése fue el momento. Lo vio con claridad, más claro que nunca. Su voz era tranquila y no se había movido ni un centímetro, pero sintió su cercanía y, sintiéndola, también se sentía la frialdad del aire.

Se aclaró la garganta.

Ella no habló.

Más tarde, en el techo del cobertizo del jardín, notó que un pájaro se deslizaba.

– Merry -intervino finalmente. Y ella dijo al mismo tiempo:

– ¿Te quedarás a comer una porción de pastel de limón conmigo, Rob?


Vio que, al final, la respuesta era simple.

– Sí -replicó-. Me encantaría.

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