A la mañana siguiente, y en gran medida a causa de lo que Barbara «no» quería pensar, preparó el bolso para el viaje asegurándose de que ninguna de las prendas que escogía contaría con la aprobación de Isabelle Ardery. Era un trabajo que llevaba poco tiempo y menos necesidad de pensar. Ya había acabado cuando un golpe en la puerta le indicó que había llegado Winston Nkata. Le había sugerido sensatamente que fuesen en su coche, ya que el de ella era poco fiable y, además, acomodar su cuerpo, largo y fuerte, dentro de un viejo Mini Cooper habría significado un viaje penoso para él.
– Está abierto -dijo la mujer, y, acto seguido, encendió un cigarrillo porque necesitaba llenarse de nicotina, puesto que Nkata no permitiría que le arruinase el interior de su Vauxhall perfectamente conservado con humo de cigarrillo, por no hablar -¡qué espanto!- de una microscópica pizca de ceniza.
– Barbara Havers, sabes que tienes que dejar de fumar -anunció Hadiyyah.
Ella se giró del sofá cama donde había colocado su bolso de viaje. Vio no sólo a su pequeña vecina, sino también al padre de Hadiyyah, ambos de pie en la puerta de su minúscula vivienda: Hadiyyah con sus brazos morenos cruzados y un pie adelantado, como si estuviese a punto de empezar a dar golpecitos en el suelo como una maestra enfadada ante una alumna insolente. Azhar estaba detrás de su hija y llevaba en las manos tres cajas de plástico con comida. Las utilizó para gesticular con ellas mientras sonreía.
– Es comida de anoche, Barbara -dijo-. Hadiyyah y yo decidimos que el pollo jalfrezi que hice era uno de mis mejores intentos, y como ella se encargó de hacer los chapatis… ¿Qué tal para tu cena de hoy?
– Magnífico -dijo Barbara-. Definitivamente mejor que los trozos de boloñesa con queso cheddar sobre una tostada, que era lo que tenía planeado para cenar.
– Barbara…
La voz de Hadiyyah era piadosa, incluso al protestar por sus hábitos alimentarios.
– Aunque…
Barbara iba a explicarles que dejaría la comida en la nevera, ya que tenía que marcharse fuera durante unos días. Pero antes de que pudiese continuar con su explicación, Hadiyyah lanzó una exclamación de horror, corrió a través de la habitación y recogió de detrás del televisor algo que Barbara había lanzado allí como al descuido.
– ¿Qué has hecho con tu bonita falda acampanada? -preguntó la niña, agitándola-. Barbara, ¿por qué no la estás usando? ¿No se suponía que debías ponértela? ¿Por qué está detrás del televisor? ¡Oh, mira! Ahora está toda llena de pelusillas de lana.
Barbara dio un respingo. Intentó ganar tiempo cogiendo los recipientes de plástico de manos de Azhar para meterlos en la nevera sin permitir que padre e hija pudiesen ver el estado de su interior, que se parecía a un experimento destinado a crear una nueva forma de vida. Dio una calada al cigarrillo y lo mantuvo sujeto entre los labios mientras conseguía que esta maniobra provocara la caída de la ceniza sobre su camiseta, que le preguntaba al mundo: «¿A cuántos sapos debe besar una chica». La quitó con el dorso de la mano, creando una mancha gris, maldijo en voz baja, y se enfrentó al hecho de que tendría que responder al menos a una de las preguntas de Hadiyyah.
– Tengo que hacerle un arreglo -le dijo a la niña-. Es un poco larga, que fue lo que decidimos cuando me la probé en la tienda, ¿recuerdas? Tú dijiste que debíamos acortarla a mitad de la rodilla, y no es eso, definitivamente no es eso. Que quede colgando alrededor de mis piernas de un modo nada atractivo sí lo es.
– Pero ¿por qué está detrás del televisor? -preguntó Hadiyyah con cierta lógica-. ¿Porque tenías que hacerle un arreglo…?
– Oh. Eso. -Barbara realizó uno o dos ejercicios mentales y dijo-. Olvidaría hacerlo si guardaba la falda en el armario. Pero allí, detrás del televisor… Enciendo la tele y ¿qué es lo que veo? Esa falda, que me recuerda que necesita que la acorten.
Hadiyyah no parecía muy convencida.
– ¿Y qué me dices del maquillaje? Hoy tampoco llevas maquillaje, ¿verdad, Barbara? No puedo ayudarte con eso, ¿sabes? Yo solía observar a mamá todo el tiempo. Ella lleva maquillaje. Mamá lleva toda clase de maquillaje, ¿verdad, papá? Barbara, ¿tú sabías que mi mamá…?
– Ya está bien, khushi -le dijo Azhar a su hija.
– Pero yo sólo iba a decir…
– Barbara está ocupada, como puedes ver. Y tú y yo tenemos que asistir a una clase de urdu, ¿recuerdas? -Luego le dijo a Barbara-: Como hoy tengo sólo una clase en la universidad pensábamos invitarte a que nos acompañaras después de que Hadiyyah acabase su clase. Un viaje por el canal hasta Regent's Park para tomar un helado. Pero parece que… -Señaló el bolso de viaje de Barbara que aún estaba abierto encima del sofá cama.
– Hampshire -dijo ella, y al ver a Winston Nkata, que se acercaba a la puerta de su minúscula casa, que permanecía abierta, añadió-: y aquí está mi cita.
Nkata tuvo que agacharse para entrar y, una vez que estuvo dentro, pareció llenar todo el espacio. Al igual que ella, el sargento se había puesto algo más cómodo que su atuendo habitual. A diferencia de ella, Nkata se las arreglaba para parecer un profesional. Pero, por otra parte, su mentor en temas de vestuario había sido Thomas Lynley, y Barbara nunca podía imaginarse a Lynley con un atuendo mal conjuntado. Nkata llevaba pantalones deportivos y una camisa verde pálido. Los pantalones mostraban unas rayas planchadas que hubiesen hecho llorar de alegría a un militar. De alguna manera, había conseguido atravesar Londres en su coche sin que se formara una sola arruga en la camisa. ¿Cómo era posible algo así?
Al ver a Nkata, Hadiyyah abrió los ojos como platos y su expresión se volvió solemne. El sargento asintió levemente a modo de saludo, mirando a Azhar, y luego le dijo a su hija:
– Supongo que tú debes ser Hadiyyah.
– ¿Qué le pasó en la cara? -preguntó la niña-. Tiene una cicatriz.
– ¡Khushi! -gritó Azhar, espantado. Su rostro delataba una rápida evaluación del visitante de Barbara-. Las niñas bien educadas no…
– Una pelea con cuchillos -le explicó Nkata amablemente. Y luego le dijo a Azhar-: No pasa nada, amigo. Me lo preguntan constantemente. Es difícil no notarlo, ¿verdad, pequeña? -Se agachó para mirarla más de cerca-. Verás, uno de nosotros tenía un cuchillo y el otro llevaba una navaja. Ahora bien, la cuestión es ésta: la navaja es rápida y hace mucho daño. Pero ¿el cuchillo? Al final siempre es el que se lleva el gato al agua.
– Es sin duda un conocimiento muy importante -dijo Barbara-. Muy útil en una guerra entre bandas, Hadiyyah.
– ¿Está en una banda? -preguntó Hadiyyah mientras Nkata recuperaba su estatura completa. La niña alzó los ojos hacia él con una expresión de temor.
– Estuve -dijo él-. De allí viene esto. -Luego miró a Barbara y le preguntó-: ¿Estás lista? ¿Quieres que espere en el coche?
Barbara se preguntó por qué diablos le hacía esa pregunta y qué pensaba Nkata que conseguiría con su inmediata ausencia: ¿una despedida cariñosa entre ella y su vecino? Consideró las razones que podían haber llevado a Winston a pensar semejante cosa y luego se percató de la expresión de Azhar, que delataba un nivel de malestar que no recordaba haber visto jamás en él.
Consultó varias posibilidades sugeridas por tres recipientes de plástico con restos de comida, la lección de urdu de Hadiyyah, un viaje por el canal y la aparición de Winston Nkata en su pequeña casa, y llegó a una conclusión demasiado estúpida como para tenerla en cuenta a la luz del día. Rechazó la idea rápidamente, luego se dio cuenta de que se había referido a Winston como su cita, y eso, combinado con el hecho de que estuviese preparando un bolso de viaje, debió hacer que Azhar -tan correcto como un caballero del periodo de la Regencia – pensara que se marchaba unos días al campo en compañía de su amante alto, guapo, atlético y probablemente exquisito en todo lo necesario en la cama. La sola idea hizo que sintiera ganas de echarse a reír a carcajadas. Ella, Winston Nkata, cenas a la luz de las velas, vino, rosas, romance y un par de noches de revolcones en un hotel saturado de glicinas… Lanzó una breve risa y la disimuló tosiendo.
Presentó rápidamente a los dos hombres: «Tenemos un caso en Hampshire», dijo una vez que hubo dicho el nombre completo de Winston. Se volvió hacia el sofá cama antes de que Azhar respondiese, escuchando que Hadiyyah decía:
– ¿Usted también es policía? ¿Como Barbara, quiero decir?
– Como ella -dijo Nkata.
Barbara se colgó el bolso de viaje al hombro mientras Hadiyyah le decía a su padre:
– ¿Puede venir él también al barco del canal, papá?
– Barbara acaba de decir que deben viajar a Hampshire, khushi -dijo Azhar.
Abandonaron la casa de Barbara todos juntos y se dirigieron hacia la acera. Barbara y Winston caminaban detrás de los otros, pero ella pudo oír que Hadiyyah le preguntaba a su padre:
– Lo olvidé. Lo de Hampshire, quiero decir. Pero y ¿si no fueran allí? ¿Qué pasaría si no fueran, papá? ¿Podría venir él también con nosotros?
Barbara no escuchó la respuesta de Azhar.
Lynley condujo otra vez el coche de Isabelle. Y, nuevamente, el arreglo le pareció bien. No intentó mantener la puerta abierta para ella -no había vuelto a hacerlo desde que ella le había corregido ese gesto-, y nuevamente concentró toda su atención en la conducción. Ella había perdido la orientación acerca de la zona de Londres donde se encontraban justo al dejar atrás Clerkenwell. Mientras pasaban junto a un parque anónimo, sonó su móvil y contestó la llamada.
– Sandra quiere saber si te apetece hacernos una visita.
Era Bob, hablando sin preámbulos, como era su costumbre. Isabelle se maldijo por no haber comprobado antes el número de la persona que llamaba, aunque, conociendo a Bob, probablemente la estaría llamando desde un teléfono que ella no podría identificar de todos modos. Le encantaba hacer eso. La cautela era su arma principal.
– ¿Qué tenéis pensado? -preguntó, echando una breve mirada a Lynley, quien no le prestaba atención.
– Almuerzo el domingo. Podrías venir a Kent. A los chicos les gustaría que…
– ¿Con ellos, quieres decir? ¿Solos? ¿En el restaurante de un hotel o algo así?
– Obviamente no -dijo él-. Iba a decirte que a los chicos les gustaría que te reunieras con nosotros. Sandra preparará carne asada. Ginny y Kate tienen una fiesta de cumpleaños el domingo, de modo que…
– ¿De modo que seremos nosotros cinco, entonces?
– Bueno, sí. No puedo pedirle a Sandra que se vaya de su propia casa, ¿no crees, Isabelle?
– Un hotel sería mejor. Un restaurante. Un pub. Los chicos podrían…
– Eso no pasará. El almuerzo del domingo con nosotros es mi mejor oferta.
Ella no dijo nada. Contempló lo que pasaba por llamarse el paisaje londinense a medida que discurría junto a ellos: basura en las aceras; fachadas de tiendas descoloridas y con carteles de plástico sucios con el nombre de cada una de ellas; mujeres vestidas con sábanas negras y apenas una ranura para los ojos; tristes despliegues de frutas y verduras fuera de las verdulerías; tiendas de alquiler de vídeos; oficinas de apuestas de la cadena William Hill… ¿Dónde coño estaban?
– ¿Isabelle? ¿Estás ahí? -preguntó Bob-. ¿Te he perdido? ¿La conexión se ha…?
«Sí -pensó ella-. Eso es exactamente. La conexión se ha cortado.» Cerró el móvil. Cuando volvió a sonar un momento después, dejó que sonara hasta que el buzón de voz recogió la llamada. Almuerzo el domingo, pensó. Podía imaginarlo perfectamente: Bob presidiendo el asado, Sandra sonriendo con afectación en algún lugar cercano -aunque la verdad sea dicha, Sandra no sonreía con afectación y era una persona más que decente, por lo que Isabelle le estaba muy agradecida, dentro de lo que cabe-, los gemelos limpios, acicalados y tal vez un tanto perplejos ante esta moderna definición de familia que estaban experimentando con mamá, papá y madrastra reunidos alrededor de la mesa del comedor como si fuese algo que pasaba todos los días de la semana. Rosbif, budín de Yorkshire y col pasados de mano en mano y todos esperando a que los demás se sirvieran y que alguien, quien fuera, bendijera la mesa, porque Isabelle no sabía y no quería saber hacerlo, y «sabía jodidamente bien» que no había ninguna puta posibilidad de que participara de un almuerzo de domingo en la casa de su ex esposo, porque él no tenía buenas intenciones, pretendía castigarla o chantajearla aún más, y ella no podía enfrentarse a eso o a sus hijos.
«No quieres amenazarme. No quieres llevar esto ante un tribunal, Isabelle.»
– ¿Dónde coño estamos, Thomas? -le preguntó con cierta brusquedad-. ¿Cuánto tiempo se tarda en encontrar el camino en este jodido lugar?
Sólo una mirada. Le habían educado demasiado bien como para mencionar la llamada telefónica.
– Será capaz de encontrarlo más rápido de lo que piensa. Sólo tiene que evitar el metro.
– Soy miembro del proletariado, Thomas.
– No fue eso lo que quise decir -dijo él sencillamente-. Me refería a que el metro (el plano del metro de Londres, en realidad) no guarda ninguna relación con el trazado actual de la ciudad. Está impreso de ese modo sólo para que la gente lo entienda. Muestra las cosas situadas al norte, sur, este y oeste de cada una de ellas, cuando quizá no sea ése necesariamente el caso. De modo que, en lugar del metro, es mejor que coja el autobús. Camine. Conduzca su coche. No es tan imposible como puede parecer a simple vista. Podrá hacerse una idea antes de lo que piensa.
Ella lo dudaba. No se trataba de que una zona le pareciera exactamente igual a la siguiente. Al contrario, una zona era generalmente muy diferente de la siguiente. La dificultad residía en descubrir cómo se relacionaban entre ellas: ¿por qué un paisaje urbano representado por egregios edificios georgianos se transformaba de pronto en una zona llena de edificios de apartamentos de escasa calidad? Simplemente no tenía ningún sentido.
Cuando llegaron finalmente a Stoke Newington, no estaba preparada. Allí estaba, delante de sus ojos, reconocible por una floristería que recordaba de su viaje anterior, alojada en un edificio con el cartel Hnos. Walker Especialistas en estilográficas pintado en la pared de ladrillo entre el primero y el segundo piso. Ésta debía de ser Stoke Newington Church Street, de modo que el cementerio se encontraba un poco más adelante. Se felicitó por ser capaz de recordar tantos detalles.
– La entrada principal del cementerio está en la calle principal, a la izquierda, en la esquina.
Lynley aparcó y ambos entraron en la oficina de información situada fuera del portón. Una vez allí explicaron el motivo de su visita a una arrugada voluntaria. Isabelle le mostró el retrato robot que habían esbozado tras la llamada a New Scotland Yard. No era ella quien había hecho esa llamada -«Es probable que haya sido el señor Fluendy. Yo soy la señora Littlejohn»-, pero ella también reconoció el rostro en el retrato robot.
– Supongo que es el chico que se dedica a tallar los troncos de los árboles -dijo ella-. Espero que hayan venido aquí para arrestarle, porque hemos estado llamando a la Policía local desde que mi abuela era una niña. Vengan conmigo. Les enseñaré de qué estoy hablando.
Les indicó que salieran de la oficina de información, colgó un cartel en la puerta indicando a las inexistentes hordas de visitantes que regresaría enseguida y echó a andar hacia el cementerio. Ellos la siguieron. Los llevó hasta uno de los árboles que Isabelle había visto en su primera visita al lugar. El tronco estaba tallado con un elaborado diseño de una luna creciente y estrellas con nubes que oscurecían parte de estas últimas. La zona tallada bajaba a lo largo del tronco y había eliminado por completo la corteza. No era la clase de trabajo que alguien podría haber llevado a cabo deprisa o fácilmente. La talla medía al menos un metro veinte de alto y ocupaba quizás unos sesenta centímetros de la circunferencia del árbol. Aparte de la mutilación hecha al tronco, era realmente un trabajo muy bueno.
– Ha hecho lo mismo en todas partes -dijo la mujer-. Hemos intentado cogerle con las manos en la masa, pero vive en Listria Park y linda con la parte trasera del cementerio. Imagino que salta la pared de modo que nunca sabemos que está aquí. Es coser y cantar cuando uno es joven, ¿verdad?
Listria Park no era un parque en realidad, como Isabelle había supuesto en un principio. En cambio se trataba de una calle que comprendía una curva de edificios que, en otra época, habían sido viviendas individuales, pero ahora eran pisos con ventanas que daban al cementerio de Abney Park, y jardines que llegaban hasta sus paredes, como había descrito la señora Littlejohn. Les llevó algo de tiempo encontrar el edificio donde vivía Marlon Kay, pero, una vez que lo hicieron, descubrieron que la suerte les había sonreído, ya que el chico estaba en casa. También estaba su padre y fue la voz insustancial de este hombre la que aparentemente respondió cuando llamaron al timbre que había junto al nombre «D. W. Kay».
– ¿Sí? ¿Qué quiere? -gritó.
Isabelle le hizo una seña a Lynley, quien se encargó de responder.
– Policía Metropolitana. Estamos buscando a…
A pesar de la fallida conexión entre la calle y el apartamento, ambos pudieron oír la conmoción provocada por las palabras de Lynley: golpes de muebles, ruidos de pasos, un «¿Qué coño…? ¿Dónde crees que…? ¿Qué haces?». Y luego un zumbido abrió la puerta y entraron en el edificio.
Isabelle y Lynley ya se dirigían hacia la escalera en el momento en que un chico corpulento descendía a toda pastilla. Se lanzó sobre ellos, con los ojos desorbitados y sudando, tratando de alcanzar la puerta de la calle. Para Lynley no fue difícil detenerle. Un brazo fue suficiente. Con el otro le inmovilizó.
– ¡Suélteme! -chilló el chico-. ¡Él me matará!
Desde el piso de arriba un hombre gritaba:
– ¡Sube tu culo aquí, pequeño y jodido gamberro!
«Pequeño» no era un adjetivo que le hiciera justicia. Aunque el chico no llegaba a ser obeso, era, no obstante, un genuino ejemplo de la tendencia de la juventud moderna a la comida frita, rápida y cargada de diferentes clases de grasas y azúcares.
– ¿Marlon Kay? -preguntó Isabelle al joven que se debatía bajo la firme presión de Lynley.
– ¡Suélteme! -gritó-. Él me molerá a palos. ¡Ustedes no lo entienden!
En ese momento, D. W. Kay bajó velozmente la escalera con un palo de criquet en la mano, que agitaba furiosamente mientras gritaba:
– ¿Qué coño has hecho? ¡Será mejor que me lo digas antes de que lo hagan estos polis, o te aseguro que te machacaré la cabeza desde aquí a Gales!
Isabelle se interpuso en su camino.
– Ya está bien, señor Kay. Baje ese palo de criquet antes de que le encierre por agresión.
Quizá fue el tono de voz, pero el hombre se paró en seco ante ella respirando como un caballo de carreras derrotado y con un aliento que olía a dientes podridos hasta el cerebro. El hombre parpadeó.
– Supongo que usted es el señor Kay. ¿Y éste es Marlon? Queremos hablar con él.
Marlon gimoteaba. Se encogió ante la presencia de su padre.
– Él me dará una paliza -dijo.
– Él no hará nada de eso -le dijo Isabelle al chico-. Señor Kay, acompáñenos a su piso. No tengo intención de mantener una conversación en el pasillo.
D. H. la miró de arriba abajo -ella podía asegurar que se trataba de la clase de hombre que tenía lo que los psicólogos llaman «problemas con las mujeres»- y luego miró a Lynley. Su expresión revelaba que en lo que a él concernía, Lynley llevaba bragas con encaje si permitía que una mujer diese órdenes en su presencia. Isabelle sintió deseos de machacarle a «él hasta Gales». ¿En qué siglo pensaba que vivían?
– ¿Tengo que repetirlo? -soltó.
El hombre lanzó un gruñido, pero obedeció. Volvió a subir la escalera y ellos le siguieron, Marlon agazapado por el miedo y sujetado por Lynley. En lo alto del primer tramo de escalera había una mujer de mediana edad vestida con ropa de ciclista. Hizo una mueca que combinaba asco, aversión y repugnancia, y le dijo al señor Kay:
– Ya era hora. -Él la apartó del camino, y ella añadió, dirigiéndose a Lynley e ignorando por completo a Isabelle-: ¿Ha visto eso? ¿Ha visto eso?
Su grito de: «¿Piensan hacer algo con él, finalmente?», fue lo último que oyeron antes de que la puerta se cerrase tras ellos.
Dentro del apartamento las ventanas estaban abiertas, pero como no había ventilación cruzada, las pequeñas aberturas no conseguían mitigar la temperatura. El lugar, a diferencia de lo que Isabelle había esperado encontrar, no era una pocilga. Había una sospechosa capa blanca encima de casi todo, pero resultó ser polvo de yeso, ya que pronto se enteraron de que D. W. Kay era yesero y estaba a punto de marcharse a trabajar cuando ellos habían llamado al timbre.
Isabelle le dijo que necesitaban hablar con su hijo y le preguntó a Marlon qué edad tenía. El chico contestó que tenía dieciséis años y se encogió, como si previese que su edad fuera causa de castigo corporal. Isabelle suspiró. Debido a su edad se requería la presencia de un adulto que no fuese policía, preferiblemente la de uno de sus progenitores, lo que significaba que tendrían que interrogar al chico delante de su furioso y explosivo padre, o bien ante un asistente social.
Miró a Lynley. Su expresión le confirmó que la decisión le correspondía a ella, ya que era su superior.
– Debemos interrogar a Marlon en relación con el cementerio -le dijo al padre-. Supongo que sabe que allí se cometió un asesinato, señor Kay.
El rostro del hombre enrojeció visiblemente. Los ojos parecieron salírsele de las órbitas. Isabelle pensó que el señor Kay era un infarto masivo con patas. Continuó.
– Podemos interrogarle aquí o en la comisaría local. Si lo hacemos aquí, se le pedirá que no sólo permanezca callado, sino que también mantenga las manos lejos de este chico desde ahora hasta la eternidad. Si no lo hace, será arrestado en el acto. Una sola llamada de su hijo, de un vecino, de cualquiera, y le meteremos entre rejas. Una semana, un mes, un año, diez años. No puedo decirle qué decidirá el juez, pero sí puedo asegurarle que lo que he presenciado allí abajo es algo sobre lo que testificaré. Y supongo que sus vecinos se mostrarán encantados de hacer lo mismo. ¿He sido clara o necesita más explicaciones sobre esta cuestión?
El hombre asintió. Luego meneó la cabeza. Isabelle dedujo que estaba respondiendo a ambas preguntas y dijo:
– Muy bien. Ahora siéntese y mantenga la boca cerrada El hombre se dirigió, irritado, hacia un sofá gris que formaba parte de un triste conjunto de tres piezas de una clase que Isabelle no había visto en años, completado con flecos y borlas. Se sentó. Una nube de polvo de yeso se elevó a su alrededor. Lynley condujo a Marlon a uno de los dos sillones y luego se acercó a la ventana, donde permaneció de pie, acodado en el alféizar.
En la habitación todo estaba frente a un enorme televisor de pantalla plana donde ahora se emitía un programa de cocina, si bien el volumen había sido silenciado. Debajo del televisor había un mando a distancia. Isabelle lo cogió y apagó el aparato, una acción que, por alguna razón, hizo que Marlon volviese a gimotear. Su padre le miró y frunció los labios. Isabelle le fulminó con la mirada, tras lo que el hombre recobró la compostura. Ella asintió secamente y fue a sentarse en el otro sillón, cubierto de polvo como todo lo demás.
Le expuso a Marlon los hechos: se le había visto cuando salía de la construcción auxiliar que había junto a la capilla en ruinas dentro del cementerio. En el interior de ese lugar se había encontrado el cadáver de una mujer joven. En las proximidades del cadáver habían dejado caer una revista con las huellas dactilares de una persona. La Policía había hecho un retrato robot a partir de la información suministrada por las personas que le vieron salir de ese lugar, y si era necesario hacer una rueda de reconocimiento habría pocas dudas de que sería identificado, aunque debido a su edad probablemente utilizarían fotografías y no sería necesario que se colocara en una rueda de identificación con otras personas. ¿Quería hablar de ese asunto?
El chico comenzó a sollozar. Su padre puso los ojos en blanco, pero no dijo nada.
– ¿Marlon? -insistió Isabelle. El chico gimoteó y dijo:
– Es sólo que odio la escuela. Me maltratan. Es porque mi trasero es como… Es grande y ellos se burlan, y siempre ha sido así y yo lo odio. Así que no quiero ir. Como tengo que salir de aquí, voy allí.
– ¿Vas al cementerio en lugar de ir a la escuela?
– Sí.
– Son las vacaciones de verano -señaló Lynley.
– Estoy hablando de cuando hay clases -dijo Marlon-. Ahora voy al cementerio porque eso es lo que hago. Aquí no hay nada más y no tengo amigos.
– Entonces, ¿vas al cementerio y grabas cosas en los árboles? -preguntó Isabelle.
Marlon cambió de posición sobre su redondo trasero.
– No dije…
– ¿Tienes herramientas para tallar en madera? -preguntó Lynley.
– ¡Yo no le hice nada a esa prostituta! Estaba muerta cuando llegué allí.
– ¿De modo que entraste en ese lugar que hay junto a la capilla? -le preguntó Isabelle al chico-. ¿Admites que eres la persona que nuestros testigos vieron salir de ese lugar hace cuatro días?
El chico no lo confirmó, pero tampoco lo negó.
– ¿Qué estabas haciendo allí? -preguntó Isabelle.
– Hago esas cosas en los árboles -dijo-. No hay nada de malo en eso. Los hago más bonitos, eso es todo.
– No me refiero a qué estabas haciendo en el cementerio -aclaró Isabelle-. Me refiero a la construcción que hay junto a la capilla en ruinas. ¿Por qué entraste allí?
El chico tragó con dificultad. Este era, aparentemente, el quid de la cuestión. Miró a su padre. Su padre apartó la mirada.
Marlon dijo en un susurro:
– La revista. Era… Verá, la compré y quería echar un vistazo y…- La miró desesperadamente y también a Lynley-. Es sólo que cuando vi las fotos en la revista… de esas mujeres… Ya sabe.
– Marlon, ¿estás intentando decirme que entraste en ese lugar para masturbarte mirando fotos de mujeres desnudas? -le preguntó Isabelle sin rodeos.
El chico comenzó a sollozar en serio. Su padre dijo: «Jodido gilipollas», e Isabel le clavó la mirada.
– Ya está bien, señor Kay -dijo Lynley.
Marlon ocultó la cara entre las manos al tiempo que se pellizcaba las mejillas con los dedos.
– Yo sólo quería… Así que entré en ese lugar para (usted ya sabe para qué), pero ella estaba allí… Me asusté y salí pitando. Vi que estaba muerta, cómo no iba a verla. Había gusanos y cosas así, y tenía los ojos abiertos y había un montón de moscas… Sé que tendría que haber hecho algo, pero no podía porque yo…, porque yo… La poli me habría preguntado qué estaba haciendo allí, como me lo está preguntando usted ahora, y tendría que haberles dicho lo que estoy diciendo ahora, y él ya me odia y lo habría averiguado. No iré a la escuela. No iré. Pero ella estaba muerta cuando llegué allí. Ella estaba muerta. Lo estaba.
Probablemente estaba diciendo la verdad, pensó Isabelle, ya que no era capaz de imaginar a ese chico cometiendo un acto de violencia. Parecía el chico menos agresivo con el que se había topado nunca. Pero incluso a un chico como Marlon se le podían cruzar los cables y, de una manera u otra, tenía que ser eliminado de la lista de sospechosos.
– De acuerdo, Marlon -dijo ella-. Quiero pensar que me estás diciendo la verdad.
– ¡Es la verdad!
– Ahora, sin embargo, voy a hacerte algunas preguntas más y necesito que te tranquilices. ¿Puedes hacerlo?
Su padre resopló. Sus palabras habrían sido: «Ni por puto asomo».
Marlon lanzó una mirada de temor a su padre y luego asintió mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Pero se las enjugó -convirtiéndolo, de alguna manera, en un gesto heroico- y se enderezó en su sillón.
Isabelle comenzó a interrogarle. ¿Tocó el cadáver? No, no lo hizo. ¿Se llevó algo de ese lugar? No, no lo hizo. ¿A qué distancia se acercó del cadáver? No lo sabía. ¿Un metro? ¿Más? Había dado un par de pasos dentro de ese lugar, pero eso fue todo, porque entonces la vio y…
– Está bien, está bien -dijo Isabelle, esperando evitar otro desencadenante de histeria-. ¿Qué pasó después?
Dejó caer la revista y echó a correr. No quería tirarla. Él ni siquiera sabía que la había tirado. Pero cuando se dio cuenta de que no la llevaba consigo estaba demasiado asustado para volver a buscarla porque «yo nunca había visto a una persona muerta. No de esa manera». Marlon continuó explicando que la mujer tenía toda la parte delantera cubierta de sangre. ¿Vio algún arma? Él ni siquiera vio dónde tenía los cortes, dijo Marlon. Sólo podía decir que, en su opinión, la habían rajado por todas partes, ya que había un montón de sangre. ¿No tendrían que rajar por todas partes a una persona para que hubiera tanta sangre?
Isabelle le reorientó desde el interior del edificio auxiliar de la capilla en ruinas hasta el exterior de éste. Cierto, había pasado al menos un día desde el asesinato cuando Marlon descubrió el cadáver, según se supo, pero cualquier persona que él hubiese visto en los alrededores -cualquier cosa- podía ser muy importante para la investigación.
Sin embargo, el chico no había visto nada. Y cuando le preguntó sobre el bolso de Jemima Hastings o cualquier otra cosa que ella pudiera haber llevado consigo, Marlon juró que no había cogido nada. Si ella llevaba un bolso, él no sabía nada de eso. Podría haber estado justo al lado del cadáver, admitió, y él ni siquiera hubiese sabido que estaba allí porque todo lo que vio fue a ella… y toda esa sangre.
– Pero tú no informaste de esto -dijo Isabelle-. El único informe que recibimos fue de esa joven pareja que te vio a ti, Marlon. ¿Por qué no dijiste nada?
– Por las tallas en los árboles -dijo-. Y la revista.
– Ah. -Destrucción de propiedad pública, posesión de revistas pornográficas, masturbación -o, al menos, intención de hacerlo- en público: éstas habían sido sus consideraciones, como lo había sido sin duda el disgusto de su padre, y el hecho de que el padre parecía propenso a expresar ese disgusto a través de un palo de criquet-. Entiendo. Bien, necesitaremos algunas cosas. ¿Cooperarás con nosotros?
El chico asintió. ¿Cooperación? Ningún problema. En absoluto.
Necesitarían una muestra de su ADN, que un hisopo frotado en el interior de la mejilla proporcionaría fácilmente. También necesitarían sus zapatos y sus huellas dactilares, que también eran muy fáciles de obtener. Y tendría que entregarles sus herramientas para tallar madera, a fin de que el forense las analizara.
– Supongo que entre ellas debes tener varios objetos afilados -dijo Isabelle-. ¿Sí? Bien, necesitamos examinarlos todos, Marlon.
Los ojos llenos de lágrimas, el gimoteo, la impaciencia y la respiración de toro del padre.
– Todo para demostrar que estás diciendo la verdad -le aseguró Isabelle al chico-. ¿Es así, Marlon? ¿Estás diciendo la verdad?
– Lo juro -dijo él-. Lo juro, lo juro, lo juro.
Isabelle quiso decirle que con una vez que lo jurase era suficiente, pero pensó que sería una pérdida de tiempo.
Mientras regresaban al coche, Isabelle le preguntó a Lynley qué pensaba.
– No es absolutamente necesario que permanezca en silencio en esta clase de situaciones -dijo.
Él la miró. Considerando el calor del día y su encuentro con los Kay, ella estaba serena, compuesta, profesional, incluso fresca bajo el sol abrasador. Con obvia sensatez -aunque no era habitual- no llevaba un traje de verano, sino un vestido sin mangas, y Lynley se dio cuenta de que servía a más de un propósito, en el sentido de que, no sólo hacía que se sintiese más cómoda, sino que también conseguía que su aspecto fuese menos intimidatorio cuando interrogaba a la gente. Gente como Marlon, pensó, un adolescente cuya confianza ella necesitaba ganarse.
– No pensé que necesitara mi…
– ¿Ayuda? -le interrumpió ella bruscamente-. No me refería a eso, Thomas.
Lynley volvió a mirarla.
– En realidad pensaba decir mi participación -dijo.
– Ah. Lo siento.
– Este asunto la irrita, entonces.
– En absoluto. -Buscó dentro del bolso y sacó unas gafas de sol. Luego suspiró y dijo-: Bueno, eso no es verdad. Estoy irritada. Pero una tiene que estarlo en nuestra clase de trabajo. No es fácil para una mujer.
– ¿Qué parte no es fácil? ¿La investigación? ¿El ascenso? ¿Recorrer los pasillos del poder en Victoria Street, a pesar de lo poco seguros que puedan ser?
– Oh, es muy fácil para usted divertirse a mi costa -dijo ella-. Pero no espero que ningún hombre tenga que toparse con la clase de cosas que una mujer debe soportar. Especialmente un hombre…
No pareció dispuesta a acabar la frase. Lynley lo hizo por ella.
– ¿Un hombre como yo?
– Bueno, efectivamente, Thomas. Es difícil que usted pueda discutir que una vida de privilegios (la casa familiar en Cornualles, Eton, Oxford…, no olvide que sé algunas cosas acerca de usted) le haya facilitado alcanzar el éxito en su trabajo. ¿Y por qué lo hace, en cualquier caso? No hay duda de que no necesita ser policía. ¿Acaso los hombres de su clase no se dedican generalmente a algo menos…- pareció buscar el término adecuado y luego se decidió-, menos en contacto con las clases bajas?
– ¿Por ejemplo?
– No lo sé. ¿Ocupar un puesto en las juntas directivas de hospitales y universidades? ¿Criar caballos de pura sangre? ¿Gestionar las propiedades (las propias, naturalmente) y recoger la renta de los granjeros que llevan gorras con visera y botas de agua?
– ¿Esos serían los que entran por la puerta de la cocina y mantienen la vista fija en el suelo? ¿Los que se quitan rápidamente las gorras en mi presencia? ¿Hacer una reverencia estirándose el flequillo en señal de respeto y todo eso?
– ¿Qué diablos es un flequillo? -preguntó ella-. Siempre me lo he preguntado. Quiero decir, está claro que se trata de pelo y está sobre la frente, pero ¿cuánto de ese pelo representa la parte «delantera» [15] y por qué nadie habría de estirárselo?
– Todo forma parte de la ceremonia de servidumbre -dijo él con tono solemne-. Parte de la rutina campesino-amo que incluye la vida de un hombre de mi clase.
Ella lo miró.
– Maldita sea, veo cómo le brillan los ojos.
– Lo siento -dijo él y sonrió.
– Hace un calor de morirse -dijo ella-. Mire, necesito beber algo fresco, Thomas. Y podríamos aprovechar el tiempo para hablar. Tiene que haber algún pub cerca de aquí.
Lynley dijo que creía que había uno, pero también quería echar un vistazo al lugar donde habían encontrado el cadáver. Habían llegado al coche de Isabelle, que estaba aparcado delante del cementerio y él le hizo la petición: ¿podía llevarle hasta la capilla donde habían encontrado el cadáver de Jemima Hastings? Incluso mientras pronunciaba estas palabras fue consciente de que estaba dando otro paso. Habían pasado cinco meses desde el asesinato de su esposa en las escaleras que había delante de su casa. En febrero incluso la sugerencia de que él pudiera desear echarle un vistazo al lugar donde alguien había muerto habría sido impensable.
Tal como supuso que haría, la superintendente le preguntó por qué quería ver ese lugar. Ardery sonaba desconfiada, como si pensara que estaba controlando su trabajo. Dijo que el lugar ya había sido inspeccionado, despejado, reabierto al público, y él le dijo que sólo era curiosidad y nada más. Había visto las fotografías; ahora quería ver el lugar.
Ella aceptó. Lynley la siguió al interior del cementerio por senderos que serpenteaban entre los árboles. Aquí estaba más fresco, con el follaje que los protegía del sol y sin aceras de cemento que enviaban el calor hacia arriba en oleadas inevitables. Él se percató de que ella era lo que en otra época se hubiese denominado «una mujer de agradable figura» mientras caminaba unos pasos por delante de él, y lo hacía del mismo modo que parecía hacer todo lo demás: con seguridad en sí misma.
Una vez que llegaron a la capilla, ella le guió hacia uno de los lados. Allí se alzaba la construcción auxiliar y, más allá, en el claro de hierba quemada por el sol continuaba el cementerio, con un banco de piedra en el borde. Había otro banco de piedra frente al primero, con tres tumbas cubiertas por hierbas sin cortar y un ruinoso mausoleo detrás de ellas.
– Inspección detallada de la escena del crimen, perímetro y una cuadrícula que produjeron una búsqueda diligente -le dijo Ardery-. No se encontró nada, excepto lo que uno esperaría en esta clase de lugar.
– ¿Y eso sería…?
– Latas de refrescos y otra colección de desperdicios, lápices, plumas, planos del parque, bolsas de patatas fritas, envolturas de chocolatinas, tarjetas electrónicas de transporte (sí, están siendo comprobadas) y suficientes condones usados que nos hacen concebir la esperanza de que un día las enfermedades de transmisión sexual podrían llegar a ser cosa del pasado… Oh, lo siento… No ha sido un comentario muy apropiado.
Él se había quedado en la entrada de la construcción auxiliar y se volvió para comprobar que un tono rojo oscuro ascendía por el cuello de Ardery.
– Ese asunto de los condones -dijo ella-. Si hubiese sido a la inversa podría interpretarse como acoso sexual. Me disculpo por el comentario.
– Ah -dijo él-. Bueno, no hay problema. Pero en el futuro estaré en guardia, de modo que vaya con cuidado, jefa.
– Isabelle -dijo ella-. Puede llamarme Isabelle.
– Estoy de servicio -dijo él-. ¿Qué se sabe de ese grafitti? -preguntó mientras señalaba la pared donde alguien había plasmado en negro la leyenda Dios es inalámbrico, además del dibujo del ojo dentro del triángulo.
– Es viejo -dijo ella-. Alguien lo dibujó mucho antes de su muerte. Y huele a masones. ¿Qué piensa?
– Lo mismo que usted.
– Bien -dijo Isabelle. Y cuando Lynley se volvió hacia ella vio que el enrojecimiento del cuello estaba desapareciendo-. Si ya ha visto suficiente, me gustaría ir a beber algo. Hay varios cafés en Stoke Newington Church Street, y supongo que también podríamos encontrar algún pub.
Abandonaron el cementerio por una ruta diferente, una que pasaba junto al monumento que Lynley reconoció como el fondo que Deborah Saint James había utilizado para su fotografía de Jemima Hastings. Se encontraba en el cruce de dos senderos: un león de mármol de tamaño natural sobre un pedestal. Se detuvo un momento y leyó la inscripción en el monumento de que todos se encontrarían otra vez alguna feliz mañana de Pascua. Ojalá fuera cierto, pensó.
Isabelle le estaba observando, pero sólo dijo: «Es por aquí, Thomas», y le guió hasta la calle.
Poco después encontraron, por ese orden, un café y un pub. Ardery eligió el pub. Una vez dentro del local, desapareció en el lavabo, diciéndole antes que pidiese una sidra para ella y añadiendo: «Por el amor de Dios, es suave, Thomas», cuando él se mostró aparentemente sorprendido por su elección, ya que estarían aún de servicio durante varias horas. Ella le dijo que no pensaba vigilar a los miembros de su equipo en cuanto a su elección de los refrescos líquidos. Si alguno quería beber una cerveza en mitad del día, no tenía ninguna objeción. Lo que importa es el trabajo, le informó, y la calidad de ese trabajo. Luego se alejó hacia el lavabo. Por su parte, él pidió la sidra -«Y que sea una pinta, por favor», había añadido ella- y una botella de agua mineral. Llevó las bebidas a una mesa situada en un rincón, luego cambió de opinión y eligió otra mesa, más apropiada, pensó, para dos colegas que estaban trabajando.
Ella demostró ser una mujer típica, al menos en cuanto a lo relativo a su desaparición en el lavabo de damas. Estuvo allí alrededor de cinco minutos y, cuando regresó, se había arreglado el pelo. Ahora lo llevaba detrás de las orejas, lo que dejaba ver sus pendientes. Eran dos piezas azul marino ribeteadas de oro. El azul marino hacía juego con el vestido. Él se preguntó por estas pequeñas muestras de vanidad en las mujeres. Helen jamás se había vestido sin más por la mañana: se ponía conjuntos completos: «Por Dios, Helen, ¿no sales sólo para comprar gasolina?». «Querido Tommy, ¡es probable que alguien me vea!»
Él parpadeó y se sirvió el agua en el vaso. Había una rodaja de lima dentro y la exprimió con fuerza.
– Gracias -dijo Ardery.
– Sólo tenían una marca -dijo él.
– No me refería a la sidra. Me refería a gracias por no haberse levantado. Supongo que es lo que hace habitualmente.
– Ah. Eso. Bueno, los buenos modales son inculcados a la fuerza desde el nacimiento, pero pensé que usted preferiría que me abstuviese de ellos en el trabajo.
– ¿Había tenido antes a una mujer como superior? -Y cuando él negó con la cabeza, añadió-; Lo está llevando bastante bien.
– Es lo que hago.
– ¿Llevar bien las cosas?
– Sí. -Cuando acabó de decirlo, sin embargo, comprendió que eso podía provocar una discusión que no deseaba tener. De modo que cambió de conversación-. ¿Y qué me dice de usted, superintendente Ardery?
– No piensa llamarme Isabelle, ¿verdad?
– No.
– ¿Por qué no? Esto es privado, Thomas. Somos colegas, usted y yo.
– Estamos de servicio.
– ¿Esa será su respuesta para todo?
Él pensó un momento en eso, en lo apropiado que era.
– Sí. Supongo que sí.
– Y debería sentirme ofendida.
– En absoluto, jefa.
Él la miró y ella le sostuvo la mirada. El momento se convirtió en un asunto entre un hombre y una mujer. Ese era siempre el riesgo cuando se mezclaban los sexos. Con Barbara Havers ese aspecto había sido algo tan impensable que resultaba casi risible. Con Isabelle Ardery, no era el caso. Él apartó la vista.
– Yo le creí -dijo ella a la ligera-. ¿Y usted? Soy consciente de que podría haber regresado al lugar del crimen para comprobar si ya habían descubierto el cadáver, pero no lo creo probable. Ese chico no parece lo bastante inteligente como para elaborar ese plan.
– ¿Se refiere a llevar la revista con él para que diese la impresión de que tenía un motivo para esconderse allí?
– A eso me refiero.
Lynley estuvo de acuerdo con ella. Marlon Kay era un asesino poco probable. La superintendente, sin embargo, había escogido un camino inteligente para abordar la situación. Antes de dejar al chico y a su airado padre, ella había hecho los arreglos necesarios para que le tomaran las huellas dactilares y le hicieran un frotis de la mucosa bucal para la muestra de ADN, y había examinado las prendas del chico. No había nada amarillo entre ellas. En cuanto a las zapatillas deportivas que había llevado puestas aquel día en el cementerio, no presentaban ningún indicio visible de sangre, pero, de todos modos, serían enviadas al departamento forense para su análisis. Durante todo aquel procedimiento, Marlon había mostrado toda su colaboración. Parecía ansioso por complacerles, al tiempo que hacía todo lo posible por demostrar que no tenía nada que ver con la muerte de Jemima Hastings.
– De modo que sólo nos queda el avistamiento de ese tío oriental… Esperemos que salga alguna cosa de eso -dijo Ardery.
– O que salga alguna cosa de ese tipo de Hampshire -dijo Lynley.
– Está eso también. ¿Cómo cree que afrontará la sargento Havers esa parte de la investigación, Thomas?
– Con su estilo habitual -contestó él.