Capítulo 10

Thomas Lynley comenzó el proceso de endurecimiento a la mañana siguiente, cuando se detuvo junto a la caseta en New Scotland Yard. El policía de guardia se acercó sin reconocer el coche. Cuando vio a Lynley en el interior, dudó un momento antes de inclinarse hacia la ventanilla bajada y decir con voz ronca:

– Inspector. Señor. Qué alegría tenerle de regreso.

Lynley quería decirle que no estaba de regreso, pero se limitó a asentir. Fue entonces cuando entendió algo que tendría que haber entendido antes: que la gente reaccionaría ante su aparición y que él tendría que responder a esa reacción. De modo que se preparó para su siguiente encuentro. Aparcó el coche y subió a las oficinas situadas en Victoria Block, que le resultaban tan familiares como su propia casa.

Dorothea Harriman fue la primera en verle. Habían pasado cinco meses desde que se había encontrado con la secretaria del departamento, pero probablemente ni el tiempo ni las circunstancias conseguirían alterarla jamás. Ella, como siempre, estaba conjuntada a la perfección, hoy con una falda roja, una blusa de fina tela transparente y un cinturón ancho que ceñía una cintura que habría provocado un vahído a cualquier caballero Victoriano. Estaba de pie junto a un archivador de espaldas a él, y cuando se giró y le vio, sus ojos se llenaron de lágrimas, dejó una carpeta sobre su escritorio y se llevó ambas manos a la garganta.

– Oh, detective inspector Lynley -dijo-. Oh, Dios mío, qué maravilla. No hay nada mejor que verle.

Lynley pensó que no sería capaz de sobrevivir a más de un saludo como éste, de modo que respondió, como si nunca se hubiera marchado:

– Dee. Hoy tienes un gran aspecto. ¿Están…? Y señaló el despacho del comisario jefe con la cabeza. Ella le dijo que estaban todos reunidos en el centro de coordinación y ¿quería un café? ¿Té? ¿Un cruasán? ¿Una tostada? Hacía poco habían comenzado a ofrecer bollos dulces en la cantina y no había problema si…

Le dijo que estaba bien. Había desayunado. No quería que se molestara. Consiguió sonreír y se dirigió al centro de coordinación, pero podía sentir los ojos de la secretaria posados sobre él y sabía que tendría que comenzar a acostumbrarse a que la gente le evaluase, considerando lo que debían o no debían decir, inseguros de cuándo o incluso si debían mencionar el nombre de ella. Esa era, él lo sabía, la manera en que actuaba todo el mundo mientras navegaban por las aguas del pesar de otra persona.

En el centro de coordinación ocurrió casi lo mismo. Cuando abrió la puerta y entró en la habitación, el silencio estupefacto que se cernió sobre el grupo le confirmó que la superintendente interina Ardery no les había mencionado que se reuniría con ellos. Ella se encontraba junto a una serie de tableros donde se colocaban fotografías y listas con las acciones de los policías. Isabelle le vio y dijo con tono ligero:

– Ah. Thomas, buenos días. -Luego se dirigió a los demás-: Le he pedido al inspector Lynley que volviese al equipo, y espero que su regreso sea con carácter permanente. Mientras tanto, el inspector ha accedido a ayudarme a aprender los trucos que se manejan por aquí. Confío en que nadie tenga ningún problema con eso.

La manera en que lo dijo envió un mensaje muy claro: Lynley sería su subordinado y si alguien tenía algún problema con eso, ese alguien ya podía ir pidiendo que le asignaran un nuevo destino.

La mirada de Lynley los abarcó a todos, sus viejos colegas, sus viejos amigos. Ellos le dieron la bienvenida de maneras diferentes: Winston Nkata con una resplandeciente calidez en sus rasgos oscuros; Philip Hale con un guiño y una sonrisa; John Stewart con la expectación cautelosa de alguien que sabe que hay más cera que la que arde; y Barbara Havers con una expresión de desconcierto. Su rostro revelaba la pregunta que él sabía que quería hacerle: ¿por qué no se lo dijo el día anterior? No sabía cómo podía explicarlo. De todos los que estaban allí, Barbara era la más próxima a él y, por lo tanto, era la última persona con la que podía hablar con comodidad. Sería incapaz de entenderlo, y él aún no tenía las palabras para explicárselo.

Isabelle Ardery continuó con la reunión. Lynley sacó sus gafas de leer y se acercó a los tableros donde se exhibían las fotografías de la víctima, viva y muerta, incluyendo las horrorosas fotos tomadas durante la autopsia. El retrato robot de un presunto sospechoso estaba fijado cerca de unas fotos del lugar del crimen y, a continuación, pudo ver un primer plano de lo que parecía ser alguna clase de piedra grabada. Era una imagen ampliada: la piedra era rojiza y cuadrada y tenía aspecto de amuleto.

– … en el bolsillo de la víctima -estaba diciendo Ardery refiriéndose aparentemente a esta fotografía-. Parece algo perteneciente al anillo de un hombre, considerando el tamaño y la forma, y podéis ver que ha sido grabado, aunque está bastante gastado. Los forenses lo están analizando en estos momentos. En cuanto al arma, la División de Apoyo Logístico de New Scotland Yard, el SO7, nos dice que la herida sugiere un objeto capaz de perforar hasta una profundidad de veinte o veintidós centímetros. Eso es todo lo que saben. En la herida también había restos de herrumbre.

– Había mucha herrumbre en el lugar -señaló Winston Nkata-. Una vieja capilla, cerrada con barras de hierro… En ese lugar debe de haber una montaña de objetos que podrían utilizarse como arma.

– Lo que nos lleva a la posibilidad de que se tratase de un crimen no premeditado -dijo Ardery.

– No había ningún bolso con ella -dijo Philip Hale-. Ninguna identificación. Y tendría que haber tenido algo para llegar hasta Stoke Newington. Dinero, una tarjeta de autobús, algo. El asesino podría haber empezado por robarle el bolso.

– Efectivamente… De modo que tenemos que encontrar ese bolso, si llevaba uno -dijo Ardery-. Mientras tanto disponemos de dos pistas muy buenas a partir de la revista porno que alguien dejó cerca del cadáver.

Girlicious era la clase de revista que se enviaba a los puntos de venta envuelta en un plástico negro opaco debido a la naturaleza de su contenido: Ardery puso los ojos en blanco. El plástico servía para impedir que niños inocentes la hojeasen para echarle un vistazo a las numerosas partes pudendas exhibidas en sus páginas. El plástico también servía al propósito menos obvio de impedir que las huellas dactilares de otra persona que no fuese el comprador quedasen impresas en ella. Ahora disponían de un juego de huellas muy bueno para usar en la investigación, pero, aún mejor que eso, tenían un recibo de compra metido entre las páginas, como si lo hubiesen utilizado como punto. Si este recibo pertenecía al lugar donde habían comprado la revista -y probablemente así era-, entonces existía una muy buena posibilidad de que estuviesen sobre la pista del desgraciado que la había comprado.

– Ese hombre podría ser nuestro asesino, pero podría no serlo. Podría ser, podría no ser… -Ardery señaló el retrato hecho por la Policía-. Pero la revista era nueva. No lleva allí mucho tiempo. Y queremos hablar con quienquiera que la llevase a ese anexo de la capilla. De modo que…

Ardery comenzó a asignar las tareas del día. Todos ellos conocían la rutina: había que seguir el proceso. Tenían que entrevistar a todos los conocidos de Jemima Hastings: en Covent Garden, donde estaba empleada; en su alojamiento en Putney; en la Portrait Gallery, donde había estado presente durante la inauguración de la exposición en la que estaba colgado su retrato. Todos ellos necesitarían coartadas que tendrían que comprobarse. Sus pertenencias también tendrían que ser examinadas y había un montón de cajas llenas de ellas que habían sido sacadas de su habitación. Habría que llevar a cabo una búsqueda cada vez más amplia en el área próxima al cementerio para tratar de encontrar su bolso, el arma homicida o cualquier cosa relacionada con el viaje que Jemima Hastings había hecho a través de Londres hasta llegar a Stoke Newington.

Ardery acabó de asignar las tareas. La última de ellas consistió en encargar a la sargento detective Havers que buscase a una mujer llamada Yolanda, la Médium.

– ¿Yolanda la «qué»? -soltó Havers.

Ardery la ignoró. Habían recibido una llamada telefónica de Bella McHaggis, dijo, la dueña de la pensión donde vivía Jemima Hastings en Putney. Era necesario dar con el paradero de Yolanda, la Médium. Esa mujer, aparentemente, había estado acechando a Jemima -«palabras de Bella, no mías»-, de modo que era necesario que la encontrasen para interrogarla.

– ¿Confío que no tendrá problemas con eso, sargento?

Havers se encogió de hombros. Miró a Lynley. Él sabía cuál era la expectativa de Barbara. Y al parecer también Isabelle Ardery porque les anunció a todos:

– Por ahora, el inspector Lynley trabajará conmigo. Sargento Nkata, usted será el compañero de Barbara.


* * *

Isabelle Ardery le dio las llaves de su coche a Lynley. Le dijo dónde estaba aparcado, añadió que se reuniría con él abajo después de una breve visita al lavabo y luego se fue hacia allí. Al tiempo que hacía sus necesidades, vació un botellín de vodka, pero el alcohol bajó demasiado deprisa para su gusto y se alegró de haber llevado consigo el otro botellín. De modo que, mientras tiraba de la cadena, se bebió el contenido del segundo botellín. Volvió a guardar ambas botellas en el bolso. Se aseguró de que quedasen separadas, cada una envuelta en un pañuelo de papel, porque no sería buena idea ir por ahí tintineando y repicando como si fuese una prostituta medio borracha con algo que ocultar. Especialmente, pensó ella, considerando que no había más género en el lugar de donde habían salido, a menos que hiciera una parada en una tienda con permiso para vender alcohol, algo que sería muy poco probable en compañía de Thomas Lynley.

Dijo: «Usted y yo iremos a Covent Garden», y ni Lynley ni los demás habían cuestionado su decisión. Su intención era permanecer cerca de cualquier operación si conseguía finalmente el puesto de superintendente y, en lo que concernía a todos los presentes, Lynley estaba allí para ayudarla a conocer el percal. El hecho de que Lynley se encargase de llevarla por la ciudad serviría para reforzar el argumento de que contaba con su apoyo. Además quería llegar a conocer a ese hombre. Fuese él consciente o no de lo que estaba pasando, Lynley era la competencia en más de un sentido, y ella tenía precisamente la intención de desarmarle en más de un sentido.

Se acercó al lavamanos y aprovechó para alisarse el pelo y acomodarlo detrás de las orejas, sacar las gafas de sol del bolso y darse un toque de color en los labios. Luego masticó dos pastillas de menta y colocó sobre la lengua una tira de Listerine para mayor seguridad. Bajó al aparcamiento, donde encontró a Lynley esperando junto a su Toyota.

Siempre un caballero -el hombre probablemente había aprendido modales desde la cuna- le abrió la puerta del acompañante para que subiera al coche. Ella le dijo, con tono brusco, que no volviera a hacer eso, -«Esto no es una cita, inspector»- y se marcharon. Era muy buen conductor, observó. Desde Victoria Station hasta las inmediaciones de Covent Garden, Lynley sólo miró la autovía, las aceras o los espejos del Toyota, y no se molestó en darle conversación. Ningún problema para ella. Viajar en coche con su ex marido siempre había sido una tortura para Isabelle, ya que Bob tenía tendencia a creer que podía hacer varias cosas al mismo tiempo, y las tareas que emprendía cuando estaba al volante del coche consistían en echarle la bronca a sus hijos, discutir con ella, conducir y, a menudo, mantener conversaciones a través de su teléfono móvil. En innumerables ocasiones se habían saltado semáforos en rojo, habían hecho caso omiso de los pasos cebra y habían girado a la derecha hacia el tráfico que se les echaba encima. Parte del placer derivado del divorcio había sido la novedosa seguridad que significaba poder conducir el coche.

Covent Garden no se encontraba muy lejos de New Scotland Yard, pero tuvieron que enfrentarse a la congestión de tráfico en Parliament Square, que siempre era notablemente peor durante los meses de verano. Ese día, en particular, había una fuerte presencia policial en los alrededores de la plaza, ya que una gran cantidad de manifestantes se habían congregado cerca de la iglesia de Santa Margarita, y los agentes de Policía, con cazadoras de un amarillo brillante, trataban de llevarles hacia Victoria Tower Garden.

El panorama no era mucho mejor en Whitehall, donde el tráfico estaba atascado cerca de Downing Street. Pero el atasco no era consecuencia de otra protesta, sino más bien de la presencia de un montón de curiosos que pululaban junto a los portones de hierro, esperando sólo Dios sabía qué. Por lo tanto, transcurrió más de media hora entre el momento en que Lynley desvió el coche de Broadway a Victoria Street y cuando consiguió aparcar en Long Acre con la identificación policial colocada en el parabrisas.

Hacía ya mucho tiempo que Covent Garden había pasado de ser el pintoresco mercado de flores que dio fama a Eliza Doolitle para convertirse en una pesadilla comercial de la globalización desenfrenada. Desde hacía tiempo, la zona estaba dedicada en gran parte a cualquier cosa que los turistas pudieran querer comprar. Cualquier persona con sentido común que viviese en esa zona de la ciudad evitaba el lugar. Los obreros que trabajaban en el vecindario utilizaban sin duda sus pubs, restaurantes y puestos de comida, pero, aparte de eso, en sus innumerables portales los habitantes de Londres no ponían los pies, a menos que fuese para comprar algo que no se pudiese conseguir fácilmente en otra parte de la ciudad.

Ése era el caso del estanco donde, según la información de Barbara Havers, Sidney Saint James había visto por primera vez a Jemima Hastings. Encontraron el establecimiento en el extremo sur de la inmensa galería comercial y se abrieron paso hasta allí a través de lo que parecían ser artistas callejeros de todo tamaño y condición: desde individuos que posaban ingeniosamente como estatuas en Long Acre hasta magos, malabaristas sobre monociclos, dos músicos-orquesta y un dinámico practicante de air guitar (esa práctica que consiste en tocar la guitarra eléctrica con música de fondo, pero sin el instrumento en sí) que simulaba pulsar las cuerdas. Todos estos personajes competían por los donativos de los visitantes en prácticamente todos los espacios que no estaban ocupados por un kiosco, una mesa, sillas y gente apiñada comiendo helados, patatas asadas y falafel. Era exactamente la clase de lugar que hacía que uno deseara salir corriendo y gritando en busca del lugar solitario más cercano, que era probablemente la iglesia que se encontraba en el extremo suroeste de la plaza que incluía Covent Garden. Las cosas mejoraron un poco en las tiendas de Courtyard, donde la mayoría de los establecimientos eran de un nivel moderadamente elevado. Por lo tanto, las omnipresentes bandas de adolescentes y turistas calzados con zapatillas deportivas aquí brillaban por su ausencia. La calidad de los artistas callejeros también ascendía un peldaño en calidad. En el patio situado en un nivel inferior que albergaba un restaurante con sillas y mesas al aire libre, un violinista de mediana edad tocaba con el acompañamiento orquestal que emitía un radiocasete.

Un cartel donde se leía Salón de cigarros y tabacos colgaba encima del escaparate del estanco. Junto a la puerta, se encontraba la tradicional figura en madera del Highlander con su vestimenta tradicional y un tarro con rapé en las manos. Unas pizarras impresas se apoyaban contra la puerta y debajo de la ventana anunciando tabacos exclusivos y la especialidad del día, que hoy era el puro Larrañaga Petit Corona.

El interior del estanco era tan pequeño que no hubiesen entrado cinco personas con comodidad. Con un ambiente fragante debido al perfume del tabaco fresco, comprendía un único y antiguo expositor de parafernalia para pipas y puros, armarios de roble con el frontal acristalado donde se guardaban los puros bajo llave, y una pequeña habitación en la parte posterior dedicada a almacenar docenas de recipientes de vidrio llenos de tabaco y etiquetados con los nombres de diferentes aromas y sabores. El antiguo expositor también hacía las veces de mostrador principal de la tienda, con una balanza electrónica, una caja registradora, y otra pequeña vitrina con puros. Detrás de este mostrador, el empleado estaba atendiendo a una mujer que compraba puritos.

– En un momento estoy con ustedes, queridos -dijo, con la clase de voz cantarina que uno podría haber esperado de un dandi de otro siglo.

La voz, sin embargo, desmentía totalmente la edad y el aspecto del empleado del estanco. No parecía tener más de veintiún años, y si bien estaba pulcramente vestido con un ligero atuendo de verano, llevaba anillos extensores en los lóbulos de las orejas. Aparentemente, los había usado durante tanto tiempo que el tamaño de sus lóbulos ponía la piel de gallina. Durante la conversación que mantuvo a continuación con Isabelle y con Lynley, el muchacho no dejó de hurgarse los orificios con los dedos. A Isabelle esa conducta le resultó tan nauseabunda que estuvo a punto de marearse.

– Bien. ¿Sí, sí, sí? -canturreó alegremente una vez que la dienta abandonó el local con los puritos-. ¿En qué puedo ayudarles? ¿Puros habanos? ¿Puritos? ¿Tabaco? ¿Rapé? ¿Qué será?

– Conversación -dijo Isabelle-. Policía -añadió al tiempo que mostraba su identificación. Lynley hizo lo propio.

– Estoy ansioso -dijo el joven. Dijo que se llamaba J-a-y-s-o-n Druther. Su padre, informó, era el propietario de la tienda. Como lo habían sido antes su abuelo y el padre de su abuelo-. Lo que no sepamos nosotros de tabaco no merece la pena saberse. -Él acababa de iniciarse en el negocio, después de haber insistido en conseguir una licenciatura en Empresariales antes de «unirse a las filas de los que trabajan». Quería ampliar el negocio, pero su padre no era de la misma opinión-. Que el Cielo no permita que invirtamos en algo que no sea absolutamente seguro -añadió con un escalofrío dramático-. Muy bien…

Extendió las manos, que eran blancas y suaves, observó Isabelle, muy probablemente objeto de visitas semanales a la manicura, e indicó que estaba listo para cualquier cosa que quisieran de él. Lynley permanecía ligeramente detrás de ella, lo que permitió que Isabelle llevara la voz cantante. Le agradó ese gesto.

– Jemima Hastings -comenzó Isabelle-. Supongo que la conoce, ¿verdad?

– Algo. -J-a-y-s-o-n extendió la palabra separándola en «al» y «go», enfatizando la segunda sílaba. Añadió que no le importaría tener unas palabras con la querida Jemima, ya que ella era la razón de que él tuviese que trabajar «a toda clase de horas demenciales como ahora. Por cierto, ¿dónde está esa miserable monada?».

Isabelle le dijo que esa miserable monada estaba muerta.

Su boca se abrió de par en par para cerrarse un segundo después.

– Dios mío -dijo-. ¿Ha sido un accidente de circulación? ¿La atropelló un coche? Santo cielo, no habrá habido otro ataque terrorista, ¿verdad?

– Ha sido asesinada, señor Druther -dijo Lynley sin levantar la voz.

Jayson registró su acento culto y se manoseó uno de los lóbulos a modo de respuesta.

– En el cementerio de Abney Park -añadió Isabelle-. Los periódicos indicaron que se había cometido un asesinato en ese lugar. ¿Lee usted los periódicos, señor Druther?

– Dios, no -dijo-. Ni prensa amarilla ni periódicos serios y, «definitivamente», ningún informativo por radio o televisión. Prefiero mil veces vivir en las nubes. Cualquier otra cosa me produce tal estado de depresión que no puedo levantarme de la cama por las mañanas, y lo único que consigue animarme son los panecillos de jengibre que prepara mi madre. Pero si los como, soy propenso a ganar peso, la ropa no me sienta bien, tengo que comprarme ropa nueva, y… estoy seguro de que captan la idea. ¿El cementerio de Abney Park? ¿Dónde está el cementerio de Abney Park?

– Al norte de Londres.

– ¿Al norte de Londres? -Hizo que sonase como Plutón-. Dios mío. ¿Qué hacía ella allí? ¿La asaltaron? ¿La secuestraron? No le habrán… No le habrán hecho «algo», ¿no?

Isabelle pensó que tener la yugular seccionada podría interpretarse muy bien como que le habían hecho algo, aunque sabía que no era eso lo que Jayson quería decir.

– Por el momento lo dejaremos en asesinada. ¿Conocía bien a Jemima? -preguntó.

No muy bien, según se desprendió de la conversación. Al parecer, Jayson había hablado con Jemima por teléfono, pero, de hecho, sólo la había visto en un par de ocasiones, ya que no compartían el horario de trabajo y, la verdad sea dicha, ninguna otra cosa tampoco. La conocía más por esas cosas que por ella en persona. «Esas cosas» resultó ser un grupo de tarjetas postales con fotografías. Jayson las sacó de un armario pequeño que había junto a la caja registradora, quizás ocho en total. Las tarjetas mostraban la foto que Deborah Saint James había tomado de Jemima Hastings, vendidas sin duda como las otras fotografías de la colección en la tienda de regalos de la National Portrait Gallery. Alguien había escrito en cada una de ellas: «¿Ha visto a esta mujer?» con rotulador negro. En el reverso había un número de teléfono con las palabras: «Por favor, llame» escritas encima.

– Paolo las había traído para Jemima -dijo Jayson. Lo sabía porque los días que él trabajaba y Jemima no, Paolo di Fazio se detenía de todos modos en el estanco si había encontrado más tarjetas postales. Este fajo en particular lo había entregado hacía ya varios días, aunque Jemima no estaba allí para recibirlas. Jayson pensó que la chica había estado destruyéndolas a medida que llegaban, ya que en más de una ocasión había encontrado los trozos en la basura los días en que él trabajaba-. Pensé que se trataba de alguna clase de ritual fotográfico para ella -dijo.

Paolo di Fazio. Era uno de los inquilinos de la pensión. Isabelle recordaba el nombre del informe de Barbara Havers sobre la conversación que había mantenido con la dueña de la pensión donde vivía Jemima Hastings.

– ¿El señor di Fazio trabaja cerca de aquí? -preguntó ella.

– Sí. Es el hombre de las máscaras.

– ¿El hombre enmascarado? -preguntó Isabelle-. ¿Qué demonios…?

– No, no. «Enmascarado» no. Máscaras. Él crea máscaras. Tiene un puesto en el mercado. Es muy bueno. Incluso me ha hecho una a mí. Son una especie de recuerdo de…, bueno, más que un recuerdo, en realidad. Creo que tiene algo con Jemima, es eso lo que pregunta. Quiero decir, ¿por qué otra razón si no estaría entrando y saliendo de la tienda con esas tarjetas postales que ha juntado para ella?

– ¿Vino alguien más preguntando por ella…, cuando usted estaba trabajando y ella tenía los días libres? -preguntó Isabelle.

Jayson meneó la cabeza.

– Nadie -dijo-. Solo Paolo.

– ¿Qué me dice de la gente con la que se veía aquí, en el mercado?

– Oh, no los conozco, querida, si es que hay alguno. Puede haber alguien, por supuesto, pero como ya he dicho, trabajábamos en días diferentes, de modo que… -Se encogió de hombros-. Paolo se lo podría decir. Si quisiera, claro.

– ¿Por qué no iba a querer decirlo? ¿Hay algo acerca de Paolo que deberíamos saber antes de hablar con él?

– Por Dios, no. No era mi intención insinuar… Bueno, tuve efectivamente la impresión de que él la controlaba bastante estrechamente, ya sabe. Hacía preguntas acerca de ella, como usted. Si había venido alguien a buscarla a la tienda, a preguntar por ella, a reunirse con ella, a esperarla…, esa clase de cosas…

– ¿Cómo acabó trabajando aquí? -preguntó Lynley, dejando de escrutar la vitrina donde se exhibían los puros habanos.

– La agencia de empleo -dijo Jayson-. Y no puedo decirle cuál de ellas, porque ahora están todas informatizadas, de modo que podría haber llegado a nosotros desde Blackpool, que yo sepa. Pusimos el anuncio en la agencia de empleo y llegó ella. Papá la entrevistó y la contrató en el acto.

– Tendremos que hablar con él.

– ¿Con mi padre? ¿Por qué? Dios, no estarán pensando que… -Jayson se echó a reír y luego lanzó un chillido y se tapó la boca con la mano. Luego recobró la compostura con una expresión apropiadamente apenada-. Lo siento, sólo estaba imaginando a mi padre como un asesino. Supongo que quieren hablar con él, ¿verdad? ¿Para comprobar su coartada? ¿No es eso lo que hace la Policía?

– Eso hacemos, efectivamente. También necesitaremos la suya.

– ¿Mi coartada? -Jayson se llevó una mano al pecho-. No tengo idea de dónde está Ashley Park. Y, en cualquier caso, si Jemima estaba allí y era cuando tendría que haber estado trabajando, entonces yo estaba aquí.

– El nombre es Abney Park -le informó Isabelle-. En el norte de Londres. Stoke Newington, para ser exactos, señor Druther.

– Donde sea. Yo habría estado aquí. Desde las nueve y media de la mañana hasta las seis y media de la tarde. Hasta las ocho, los miércoles. ¿Era un miércoles? Porque, como ya he dicho al principio de esta conversación, no leo los periódicos y no tengo idea…

– Empiece -dijo Isabelle.

– ¿Qué?

– Los periódicos. Empiece a leer los periódicos, señor Druther. Le asombrará lo que puede leer en ellos. Ahora repítanos dónde podríamos encontrar a Paolo di Fazio.


* * *

Se preguntó si eran ángeles. Había algo en ellos que les hacía diferentes. No eran mortales. Podía verlo. La verdadera pregunta era, entonces, ¿qué clase de ángeles? ¿Querubines, tronos, dominios, principados? ¿Buenos, malos, guerreros, guardianes? ¿O incluso arcángeles, como Rafael, Miguel o Gabriel? ¿Arcángeles de quienes eruditos y teólogos aún no saben nada? ¿Ángeles de la orden más elevada, tal vez, que vienen a librar una guerra con fuerzas tan malignas que sólo una espada sostenida por la mano de una criatura de luz puede derrotarlas?

No lo sabía. No podía decirlo.

Él se había adjudicado la categoría de guardián, pero estaba equivocado. Vio que estaba destinado a ser el guerrero de Miguel, pero cuando lo vio ya era demasiado tarde.


Pero vigilar tiene poder…

Vigilar es nada. Vigilar es vigilar el mal y el mal destruye.

La destrucción destruye. La destrucción engendra más destrucción.

El aprendizaje es significado. Custodiar significa aprender.

Custodiar significa miedo.

Miedo significa odio. Miedo significa ira.

Custodiar significa amor.

Custodiar significa ocultarse.

Ocultarse significa montar guardia que significa

custodiar que significa amor. Estoy destinado a custodiar.

Tú estás destinado a matar. Los guerreros derrotan.

Tú estás llamado a la guerra. Yo te invoco.

Legiones y más legiones te invocan.

Yo protegí. Yo protejo.

Tú mataste.


Quería golpearse la cabeza, donde sonaban las voces. Hoy eran más estridentes que nunca, más que los gritos, más que la música. Él podía «ver» las voces, además de oírlas, y llenaban su visión, de modo que, finalmente, pudo distinguir las alas. Eran ángeles ocultos, pero sus alas los delataban, y le observaban y levantaban testimonio desde las alturas. Estaban alineados uno junto a otro con las bocas abiertas. Debería haber sido un canto celestial lo que tendría que haber salido de esas bocas, pero en cambio lo que llegó fue viento. Había un aullido encima de él, y detrás del viento llegaron las voces que él conocía, pero no quería escuchar, de modo que se entregó a los guerreros, a los guardianes y a su determinación de ganarle para causas tan poco apropiadas para él.

Cerró los ojos con fuerza, pero aun así los veía y los oía; aun así seguía adelante hasta que la transpiración le humedeció las mejillas, hasta que se dio cuenta de que no era transpiración sino lágrimas, y luego del «bravo» que llegaba de alguna parte, pero esta vez no de los ángeles, ya que se habían marchado, y entonces él también lo hizo. Andaba a trompicones, subiendo, abriéndose paso hacia el cementerio de la iglesia y luego hacia el silencio que no era silencio en absoluto porque no «había» silencio, no para él.


* * *

A Lynley no le molestaba el papel que estaba jugando en la investigación, algo entre chofer y criado de Isabelle Ardery. Le permitía aligerar su regreso al trabajo policial. Además, si iba a retomar su trabajo en la Policía sólo podía ser de forma gradual.

– Menudo gilipollas -dijo Ardery en relación con Jayson Druther, una vez que abandonaron el estanco.

Lynley no podía estar más de acuerdo. Le indicó el camino que debían tomar para llegar a Jubilee Market Hall a través del empedrado del área principal de Covent Garden.

En el interior de la enorme galería, el ruido era ensordecedor y llegaba de los vendedores ambulantes, de los radiocasetes instalados dentro de los puestos, de las conversaciones mantenidas a gritos y de los compradores que trataban de cerrar tratos con vendedores de cualquier cosa, desde camisetas de recuerdo hasta obras de arte. Encontraron el puesto del fabricante de máscaras después de abrirse paso a codazos arriba y abajo de tres pasillos laterales. Tenía una buena ubicación cerca de una de las entradas, lo que le convertía en el primero de los últimos puestos que uno encontraba, pero, en cualquier caso, en un puesto que uno vería inevitablemente, ya que se encontraba situado en un ángulo con nada a sus costados. También era grande, más grande que la mayoría, y ello se debía a que la fabricación de las máscaras parecía desarrollarse en su interior. Un taburete para el modelo del artista recibía la luz de una lámpara elevada y, junto a él, había una mesa con bolsas de yeso y otros numerosos recipientes. Sin embargo, lamentablemente, lo que el puesto no incluía en ese momento era la presencia del propio artista, si bien la gruesa hoja de plástico que formaba la pared posterior exhibía fotografías de las máscaras que creaba, junto con los modelos que posaban a su lado.

Un cartel colocado sobre un mostrador provisional señalaba el tiempo que el artista tardaría en regresar. Ardery le echó un vistazo y luego miró su reloj.

– Vamos a beber algo -le dijo a Lynley.

Volvieron sobre sus pasos buscando un lugar donde beber ese algo y llegaron al patio de debajo del estanco. El violinista que había estado tocando allí ya se había marchado. Daba igual, porque Ardery, aparentemente, quería conversación, además de la bebida. Tomó una copa de vino. Lynley enarcó una ceja, y ella advirtió el gesto.

– No tengo ninguna objeción a beber una copa de vino estando de servicio, inspector Lynley. Nos merecemos una después de J-a-y-s-o-n. Por favor, acompáñeme. Odio sentirme como una borracha.

– Creo que no -dijo él-. Me pasé de la raya después de la muerte de Helen.

– Ah. Sí. Me lo puedo imaginar.

Lynley pidió agua mineral, y esta vez fue ella quien enarcó una ceja.

– ¿Ni siquiera una gaseosa? ¿Siempre es tan fiel a sus principios, Thomas?

– Sólo cuando quiero impresionar.

– ¿Y quiere hacerlo?

– ¿Si quiero impresionarla? ¿No lo queremos todos? Si va a ser la jefa, entonces al resto de nosotros nos conviene comenzar a maniobrar para ocupar posiciones ventajosas, ¿no cree?

– Tengo serias dudas de que usted haya dedicado mucho tiempo a maniobrar para conseguir cualquier posición.

– ¿A diferencia de usted? Está ascendiendo deprisa.

– Eso es lo que hago. -Echó un vistazo alrededor del patio donde estaban sentados. No estaba tan concurrido como la zona encima de ellos, ya que aquí sólo estaba el bar de vinos del restaurante, situado al pie de una amplia escalera. Pero había bastante gente. Todas las mesas estaban ocupadas. Habían tenido suerte al encontrar un lugar donde sentarse-. Dios, qué masa ingente -dijo-. ¿Por qué cree que la gente acude a lugares como éste?

– Asociaciones -dijo Lynley. Isabelle se volvió hacia él. Lynley hizo girar entre los dedos un bol de cerámica que contenía terrones de azúcar mientras hablaba-. Historia, arte, literatura. La oportunidad de imaginar. Quizá volver a visitar un lugar de la infancia. Toda clase de razones.

– Pero ¿no para comprar camisetas con la leyenda Mind the gap?

– Un desafortunado subproducto del capitalismo rampante.

Ella sonrió ante el comentario.

– Puede ser moderadamente divertido.

– Eso me han dicho, en general con el énfasis en «moderadamente».

Llegaron sus bebidas. Él se percató de que Isabelle la bebía con cierta prisa. Ella, aparentemente, advirtió este detalle.

– Estoy tratando de ahogar el recuerdo de Jayson. Esos lóbulos horribles.

– Una opción estética interesante -reconoció él-. Uno se pregunta cuál será la siguiente tendencia, ahora que la mutilación corporal está de moda.

– Marcarse con un hierro al rojo, supongo. ¿Qué impresión le causó?

– ¿Aparte de los lóbulos de sus orejas? Me parece que su coartada resultará muy sencilla de confirmar. Las copias de los recibos de caja tendrán la hora impresa en ellos…

– Alguien podría haber ocupado su puesto en la tienda, Thomas.

– … y es probable que haya uno o dos clientes habituales, por no mencionar a algún otro dueño o empleado de tienda de los alrededores que podrán confirmar que Jayson estuvo aquí. No le veo capaz de rajarle la yugular a alguien, ¿usted sí?

– Debo reconocer que no. ¿Paolo di Fazio?

– O quienquiera que pudiese estar al otro lado de esas tarjetas postales. Había un número de teléfono móvil en ellas.

Isabelle buscó su bolso y sacó las tarjetas postales, Jayson se las había entregado con un «encantado de librarme de ellas, querida», cuando se las pidió.

– Hacen que las cosas se pongan interesantes -le dijo a Lynley-, lo que nos lleva a Barbara Havers.

– Hablando de cosas interesantes -observó irónicamente.

– ¿Ha sido feliz trabajando con ella?

– Sí, lo he sido, mucho.

– A pesar de su… -Ardery pareció buscar la palabra adecuada.

Él le proporcionó varias opciones.

– ¿Rebeldía? ¿Obstinado rechazo a tener en cuenta las reglas? ¿Falta de tacto? ¿Hábitos personales desconcertantes?

Ardery se llevó el vino a los labios y estudió a Lynley por encima del borde de la copa mientras bebía.

– Formaban una pareja extraña. Nadie lo hubiese esperado. Creo que sabe a qué me refiero. Sé que ella ha tenido problemas profesionales, he leído su expediente personal.

– ¿Solo el de ella?

– Por supuesto que no. He leído los expedientes de todos. También el suyo. Quiero conseguir este trabajo, Thomas. Quiero tener un equipo que funcione como una máquina bien engrasada. Si la sargento Havers resulta ser un tornillo suelto en el mecanismo, tendré que deshacerme de ella.

– ¿Es esa la razón de que le esté aconsejando un cambio?

Ella frunció el ceño.

– ¿Un cambio?

– La vestimenta de Barbara. El maquillaje. Supongo que lo siguiente será verla con la dentadura arreglada y luciendo un peinado de peluquería.

– A una mujer no le hace daño estar guapa. También aconsejaría a un hombre de mi equipo que hiciera algo con respecto a su apariencia si viniese a trabajar con la pinta de Barbara Havers. De hecho, la sargento Havers es el único miembro del equipo que viene a trabajar como si la noche anterior hubiese dormido al raso. ¿Es que nadie ha hablado antes con ella? ¿El comisario inspector Webberly? ¿Usted?

– Ella es así -dijo Lynley-. Buen cerebro y gran corazón.

– A usted le gusta.

– No puedo trabajar con gente que no me gusta, jefa.

– En las conversaciones personales soy Isabelle -dijo ella.

Sus miradas se encontraron. Él vio que sus ojos eran marrones, igual que los suyos, aunque el color no era uniforme. Estaban ricamente moteados de avellana y se le ocurrió pensar que si llevase colores diferentes a los que usaba hoy -una blusa crema debajo de una chaqueta rojiza hecha a medida- incluso habrían parecido verdes. Apartó la mirada y observó los alrededores.

– Este lugar no es muy personal, ¿no cree? -dijo.

– Creo que sabe lo que quiero decir. -Miró su reloj. Aún le quedaba media copa de vino y, antes de levantarse, acabó de beberlo-. Busquemos a Paolo di Fazio -dijo-. Ya debe de haber regresado a su puesto.

Así era. Le encontraron mientras intentaba convencer a una pareja de mediana edad de que se hicieran un par de máscaras como recuerdo del viaje que habían hecho a Londres para celebrar sus bodas de plata. Había sacado sus utensilios artísticos y los había extendido sobre el mostrador, junto con una colección de máscaras de muestra. Las máscaras estaban montadas en varillas que, a su vez, estaban fijadas sobre pequeños pedestales de madera pulida. Las máscaras, modeladas con yeso mate, eran asombrosamente fieles al natural, similares a las mascarillas mortuorias que en otras épocas se creaban a partir de los cadáveres de la gente importante.

– La forma perfecta de que recuerden esta visita a Londres -les decía di Fazio a la pareja-. Mucho más significativa que una jarra de café con el sello real, ¿verdad?

La pareja pareció dudar. Se dijeron mutuamente: «¿Debemos…?» y Di Fazio esperó su decisión. Su expresión era amable y no se alteró lo más mínimo cuando le dijeron que tendrían que pensarlo.

Cuando se hubieron marchado, Di Fazio centró su atención en Lynley y Ardery.

– Otra pareja muy apuesta -dijo-. Cada uno tiene un rostro hecho para la escultura. Vuestros hijos, imagino, deben ser tan guapos como los padres.

Lynley oyó que Ardery resoplaba, divertida. La mujer mostró su credencial y dijo:

– Superintendente Isabelle Ardery. New Scotland Yard. Él es el inspector Lynley.

A diferencia de Jayson Druther, Di Fazio supo al instante por qué estaban allí. Se quitó las gafas de montura metálica que llevaba puestas y comenzó a limpiar los cristales en la camisa.

– ¿Jemima? -dijo.

– Entonces sabe lo que le ocurrió.

Di Fazio volvió a ponerse las gafas y se pasó la mano por el pelo largo y oscuro. Era un hombre bien parecido, observó Lynley, bajo y compacto, pero con hombros y pecho que sugerían que levantaba pesas.

– Por supuesto que sé lo que le ocurrió a Jemima. Todos los sabemos -dijo con brusquedad.

– ¿Todos? Jayson Druther no tenía idea de lo que le había pasado.

– No me extraña -contestó Di Fazio-. Es un idiota.

– ¿Jemima también pensaba lo mismo de él?

– Jemima era muy buena con la gente. Nunca lo habría dicho.

– ¿Cómo se enteró usted de su muerte? -preguntó Lynley.

– Bella me lo dijo.

Luego añadió lo que había indicado el informe de Barbara Havers: él era uno de los huéspedes en la casa de Bella McHaggis en Putney. De hecho, él era la razón, dijo Paolo, de que Jemima se hubiese instalado en la casa de la señora McHaggis. Le había dicho que había una habitación disponible allí poco después de conocerla.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Lynley.

– Una o dos semanas después de que ella llegase a Londres. En algún momento de noviembre pasado.

– ¿Y cómo la conoció? -preguntó Isabelle.

– En el estanco. -Les dijo que liaba sus propios cigarrillos y compraba allí el tabaco y el papel de fumar-. Habitualmente a ese imbécil, Jayson -añadió-. Pazzo uomo. Pero un día, en lugar de él, estaba Jemima.

– Usted es italiano, ¿verdad, señor di Fazio? -preguntó Lynley.

Di Fazio sacó uno de sus cigarrillos del bolsillo de la camisa -llevaba una camisa blanca impecable y unos vaqueros muy limpios- y lo colocó detrás de la oreja.

– Con un apellido como Di Fazio es una excelente deducción -dijo.

– Creo que el inspector se refería a si nació en Italia -dijo Isabelle-. Su inglés es perfecto.

– Vivo aquí desde que tenía diez años.

– Y nació en…

– En Palermo. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver esto con Jemima? Vine a este país legalmente, si es eso lo que les interesa, aunque no importe mucho en estos días, con todo es lío de la UE y la gente cruzando entre las fronteras cuando les apetece.

Lynley vio que Ardery indicaba un cambio de dirección en las preguntas con un ligero movimiento de los dedos sobre el mostrador.

– Tenemos entendido que recolectaba tarjetas postales de la National Portrait Gallery para Jemima. ¿Ella le pidió que lo hiciera o la idea fue suya?

– ¿Por qué tendría que haber sido idea mía?

– Tal vez usted nos lo pueda decir.

– No fue idea mía. Vi una de esas tarjetas en Leicester Square. La reconocí por la exposición que hicieron en la galería (hay una banderola en la fachada con la fotografía de Jemima, si no la han visto) y la cogí.

– ¿Dónde estaba la tarjeta?

– No lo recuerdo…, ¿cerca de la taquilla de entradas a mitad de precio? ¿Quizá cerca del Odeon? Estaba fijada con Blu-Tack y llevaba el mensaje escrito sobre ella, de modo que la cogí y se la llevé a Jemima.

– ¿Llamó usted al número de teléfono que había en el reverso de la tarjeta?

Di Fazio meneó la cabeza.

– No sabía de qué diablos se trataba ni tan siquiera qué quería ese tipo.

– «Ese tipo» -indicó Lynley-. O sea, que sabía que era un hombre quien estaba distribuyendo las tarjetas.

Fue uno de esos momentos de «te he pillado». Di Fazio -que no era tonto- lo supo al instante. Se tomó unos segundos antes de responder.

– Ella me dijo que probablemente era su pareja quien lo estaba haciendo. Su ex pareja. Un tío de Hampshire. Jemima lo sabía por el número de teléfono que había escrito en la tarjeta. Dijo que le había dejado, pero él no se lo había tomado bien, y ahora, obviamente, estaba tratando de encontrarla. Y ella no quería que lo lograse. Quería eliminar todas las tarjetas antes de que alguien que supiera dónde estaba viera alguna y llamara por teléfono a ese tío. De modo que ella las cogía… y yo también. Tantas como pudiésemos encontrar, y siempre que teníamos oportunidad de hacerlo.

– ¿Estaba liado con ella? -preguntó Lynley.

– Era amiga mía.

– Además de la amistad. ¿Estaba liado con ella o simplemente esperaba liarse con ella?

Di Fazio volvió a tomarse un momento antes de responder. Obviamente no era tonto y sabía que cualquier respuesta que diese le dejaría en una posición delicada. Siempre existía el elemento sexual a considerar entre hombres y mujeres, y lo que ese elemento sexual podía conducir como motivo para cometer un asesinato.

– ¿Señor Di Fazio? -dijo Ardery-. ¿Hay algo que no entienda de la pregunta?

– Fuimos amantes durante algún tiempo -dijo de forma un tanto tajante.

– Ah -dijo Ardery.

Paolo parecía irritado.

– Eso fue antes de que ella viniese a vivir a la casa de Bella. Tenía una habitación miserable en Charing Cross Road, encima de Keira News. Estaba pagando mucho por ese lugar.

– ¿Allí era donde usted y ella…? -Ardery dejó que él completase la idea-. ¿Cuánto tiempo hacía que la conocía cuando se convirtieron en amantes?

Él se enfadó.

– No sé qué tiene eso que ver con este asunto. -Ardery no respondió a este comentario y tampoco lo hizo Lynley. Di Fazio finalmente escupió la respuesta-. Una semana. Unos días, no lo sé.

– ¿No lo sabe? -preguntó Ardery-. Señor di Fazio, tengo la impresión de que…

– Fui a por tabaco. Ella se mostró amistosa, seductora, ya sabe cómo son esas cosas. Le pregunté si quería ir a tomar una copa después del trabajo. Fuimos a ese lugar en Long Acre…, el pub…, no sé cómo se llama. Estaba lleno de gente, de modo que tomamos unas copas en la acera con todos los demás y luego nos marchamos. Fuimos a su habitación.

– O sea, que se convirtieron en amantes el día en que se conocieron -dijo Ardery.

– Suele suceder.

– Y luego comenzaron a vivir juntos en Putney -apuntó Lynley-. Con Bella McHaggis. En su casa.

– No.

– ¿No?

– No.

Di Fazio cogió el cigarrillo que se había colocado detrás de la oreja. Dijo que si iban a seguir con la conversación -y le estaba costando muchos putos clientes, por cierto-, entonces tendrían que hacerlo fuera, donde al menos podría fumar mientras hablaban.

Ardery le dijo que le parecía muy bien salir fuera y Di Fazio recogió sus herramientas y las guardó debajo del mostrador junto con las máscaras de muestra en sus pedestales de madera. Lynley observó las herramientas -afiladas y aptas para otras actividades además de la escultura- y sabía que Ardery también lo había hecho. Ambos se miraron y siguieron a Di Fazio fuera de la galería y al aire libre.

Una vez allí, él encendió su cigarrillo liado a mano y les contó a Ardery y a Lynley el resto de la historia. Había pensado que seguirían siendo amantes, dijo, pero no había contado con que Jemima seguiría las reglas.

– Nada de sexo. Bella no lo permite.

– ¿Acaso se opone a todo tipo de actividad sexual? -preguntó Lynley.

– Al sexo entre los huéspedes de la casa -dijo di Fazio.

Él había intentado convencer a Jemima de que podían continuar como antes sin que nadie se enterase, porque Bella dormía como un tronco en el piso encima de ellos, y Frazer Chaplin -el tercer huésped- ocupaba la habitación del sótano dos pisos más abajo, de modo que tampoco sabría lo que pasaba. Ellos dos ocupaban las dos únicas habitaciones en el primer piso de la casa. No había ninguna jodida manera de que Bella pudiese descubrirlo.

– Jemima no quiso saber nada. Cuando vino a ver la habitación, Bella le dijo directamente que había echado a la última chica porque se había liado con Frazer. Una mañana la sorprendió saliendo de la habitación de éste, y allí se terminó todo. Jemima no quería que eso le pasara a ella (no es fácil encontrar un alojamiento decente), de modo que dijo que nada de sexo. Al principio fue nada de sexo en casa de Bella, y luego fue nada de sexo en ninguna parte. Ella dijo que se había convertido en un problema demasiado complicado.

– ¿Un problema demasiado complicado? -preguntó Ardery-. ¿Dónde lo hacían?

– No en público -contestó él-. Y tampoco en el cementerio de Abney Park, si eso es lo que está sugiriendo. En mi estudio. -Compartía un espacio con otros tres artistas, dijo, en un túnel del ferrocarril abandonado cerca de Clapham Junction. Al principio iban allí (Jemima y él), pero después de unas semanas, ella se cansó-. Dijo que no le gustaba engañar a la gente.

– ¿Y usted se lo creyó?

– No tenía otra opción. Me dijo que se había acabado. Ella se encargó de hacerlo.

– ¿Tal y como lo había hecho con el tipo de las tarjetas? ¿Según lo que ella le explicó?

– Algo así.

Lynley pensó que eso les proporcionaba a ambos un motivo para el asesinato.

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