– Esto es increíble, coño. Nunca había visto algo así.
Barbara Havers reaccionó de ese modo ante el New Forest y las manadas de ponis que corrían libremente por los prados. Había cientos de ellos -miles quizás- y pastaban dondequiera que les apeteciera hacerlo. En los vastos terrenos de pastos, los ponis comían ruidosamente las hierbas acompañados de sus potrillos. Debajo de robles y hayas añejos y vagando entre serbales y alisos blancos, los pequeños caballos se alimentaban de los brotes del monte bajo y dejaban tras ellos un suelo de hierba moteado por la luz del sol; esponjoso por la presencia de hojas en descomposición y despojado de malas hierbas, arbustos y zarzas.
Era casi imposible no sentirse fascinado por un lugar donde los ponis bebían agua en charcas y estanques, y donde las encaladas cabañas de arcilla con techumbres de paja parecían construcciones pulidas cada día. Las vistas impresionantes de las colinas exhibían un paisaje multicolor donde el verde de los helechos había comenzado a volverse marrón y el amarillo de las aulagas dejaba paso al creciente morado del brezo.
– Casi me entran ganas de largarme de Londres -dijo Barbara.
Llevaba abierta sobre el regazo la gran guía de carreteras A-Z y había hecho las funciones de copiloto para Winston Nkata durante el viaje. Se habían detenido una vez para almorzar y otra para tomar un café, y ahora se dirigían desde la A31 hacia Lyndhurst, donde se presentarían ante la Policía local cuyo territorio estaban invadiendo.
– Es agradable, sí -dijo Nkata-. Sin embargo, supongo que será un poco tranquilo para mí. Por no mencionar… -Miró a Barbara-. Siempre sería la oveja negra.
– Oh. De acuerdo. Bien -dijo Barbara, y pensó que Nkata tenía razón en ese aspecto. La zona rural no era precisamente un lugar donde encontrarían una población mixta; desde luego no una población con el historial vital de Nkata: de Brixton, vía África Occidental y el Caribe, con un ligero desvío hacia la guerra de bandas en las viviendas de protección oficial-. Es un buen lugar, sin embargo, para tomarse unas vacaciones. Presta atención cuando atravesemos el pueblo. Me parece que tenemos un sistema de circulación de dirección única.
Pudieron resolver este detalle con relativa facilidad y encontraron la comisaría de Lyndhurst justo a la salida del pueblo en Romsey Road. Un edificio de ladrillo común y corriente construido en el aburrido estilo que delataba los años sesenta, se asentaba sobre una pequeña colina, con una corona de alambrada plegable y un collar de cámaras de circuito cerrado de televisión que las señalaban como una zona fuera de límites para cualquier persona que no deseara que todos sus movimientos estuviesen controlados. Unos pocos árboles delante del edificio intentaban atenuar la deprimente atmósfera general del lugar, pero no había forma de disfrazar su naturaleza institucional.
Ambos mostraron sus identificaciones al agente especial que estaba aparentemente a cargo de la recepción, un tío joven que salió de una habitación interior cuando ellos hicieron sonar un timbre que había en el mostrador. El agente pareció interesado, aunque no abrumado, por el hecho de que dos agentes de New Scotland Yard hubiesen aparecido por allí. Barbara y Nkata le dijeron que necesitaban hablar con el comisario. El agente paseó la mirada de sus documentos de identificación a sus rostros, como si sospechara que tenían malas intenciones.
– Esperen aquí -dijo, y desapareció con sus credenciales en dirección a las entrañas de la comisaría.
Pasaron alrededor de diez minutos y después regresó, les entregó las identificaciones y les indicó que le siguiesen.
El comisario, dijo, se llamaba Zachary Whiting. Estaba en una reunión, pero la había interrumpido.
– No le ocuparemos demasiado tiempo -dijo Barbara-. Es sólo una visita de cortesía. Tenemos que ponerle en antecedentes de lo que hemos venido a hacer, para que luego no haya malentendidos.
Lyndhurst era el mando operativo central de todas las comisarías de New Forest. Estaba bajo la autoridad de un comisario jefe, quien, a su vez, debía informar a las autoridades policiales en Winchester. Un policía no deambulaba por el territorio de otro policía sin comportarse correctamente y todos los etcéteras, y para eso precisamente estaban Barbara y Winston allí. Si en esa zona ocurría algo que pudiese aplicarse a su investigación en curso, pues tanto mejor. Barbara no esperaba que ése fuera el caso, pero nunca se sabía adónde podía llevar una obligación profesional como aquélla.
El comisario jefe Zachary Whiting estaba esperándolos de pie junto a su escritorio. Detrás de las gafas, sus ojos les observaban especulativamente, lo que no era ni mucho menos una respuesta sorprendente ante una visita de dos agentes de New Scotland Yard. Cuando llegaba la Metropolitana, a menudo implicaba problemas relacionados con las investigaciones internas.
Winston asintió en dirección a Barbara, de modo que ella hizo los honores, presentándoles y luego bosquejando los detalles del caso que les había llevado hasta allí. Dijo que la víctima se llamaba Jemima Hastings. Concluyó la intervención explicando los motivos de su incursión en su territorio.
– Había un número de teléfono en una tarjeta postal relacionada con la víctima -le informó-. Hemos seguido la pista de ese número hasta un tal Gordon Jossie, que vive aquí, en Hampshire. De modo que… -No añadió el resto. El inspector jefe conocía la rutina.
– ¿Gordon Jossie? -dijo Whiting con expresión pensativa.
– ¿Le conoce? -preguntó Nkata.
Whiting se acercó al escritorio y buscó entre unos papeles de trabajo. Barbara y Winston se miraron.
– ¿Ha tenido problemas? -preguntó Barbara.
Al principio, Whiting no contestó directamente. Repitió el apellido y luego dijo:
– No, no se ha metido en problemas.
Había dudado un momento, antes de pronunciar las últimas palabras, como si Gordon Jossie se hubiese metido en alguna otra cosa.
– Pero ¿conoce a ese hombre? -preguntó Nkata.
– Sólo de nombre. -El comisario encontró lo que aparentemente estaba buscando en la pila de papeles y resultó ser un mensaje telefónico-. Recibimos una llamada sobre él. Una llamada de una chalada, si quiere mi opinión, pero fue muy insistente, de modo que me pasaron el mensaje.
– ¿Es el procedimiento habitual? -preguntó Barbara. ¿Por qué querría un comisario jefe ser informado acerca de las llamadas telefónicas, de un chalado o de cualquier otra persona?
Whiting dijo que no era un procedimiento habitual en absoluto…
– Pero en este caso la mujer no aceptaba un no por respuesta. Quería que hiciéramos algo con un tipo llamado Gordon Jossie. Le preguntaron si quería presentar una denuncia formal contra ese hombre, pero dijo que no. La mujer dijo que le parecía un hombre sospechoso -dijo Whiting.
– Es un tanto extraño que le hayan informado a usted, señor -observó Barbara.
– Normalmente no lo habrían hecho. Pero luego se recibió la llamada de una «segunda» mujer que decía prácticamente lo mismo acerca de ese sujeto, y fue entonces cuando fui informado del asunto. No dudo de que le parezca extraño, pero esto no es Londres. Es un lugar pequeño y familiar, y considero prudente saber lo que ocurre.
– ¿Cree que el tal Jossie podría estar tramando algo? -preguntó Nkata.
– No hay nada que sugiera esa posibilidad. Pero esto -Whiting señaló el mensaje telefónico apuntado en el papel- le coloca en nuestro radar.
Whiting les dijo a los agentes de Scotland Yard que eran bienvenidos para que hicieran su trabajo en su territorio, y cuando ellos le preguntaron la dirección de Jossie, el comisario les indicó cómo encontrar la propiedad del hombre, que estaba cerca del pueblo de Sway. Si necesitaban su ayuda o la de uno de sus oficiales… Había algo en la forma en que hizo el ofrecimiento. Barbara tuvo la sensación de que estaba haciendo algo más que ser amable con ellos.
Sway se encontraba fuera de las rutas por las que se viajaba habitualmente en New Forest, en la punta de un triángulo formado por ese pueblo, Lymington y New Milton. Condujeron hasta allí por caminos que se estrechaban progresivamente hasta acabar en un tramo de carretera llamado Paul's Lane, donde las casas tenían nombres, pero no números, y unos setos muy altos impedían que se las pudiese ver desde fuera.
A lo largo del camino había varias cabañas, pero sólo dos propiedades importantes. La de Jossie resultó ser una de ellas.
Aparcaron al borde del camino junto a un alto seto de espino. Echaron a andar por el camino particular, lleno de baches, y encontraron a Jossie en un prado situado al oeste de una bonita cabaña de arcilla y paja. Estaba examinando los cascos traseros de los ponis inquietos. Para protegerse del fuerte sol, el hombre llevaba gafas oscuras y una gorra de béisbol, además de una camisa de manga larga, pantalones, guantes y botas, como protección adicional.
Una joven le observaba desde fuera del prado.
– ¿Crees que ya están preparados para que les sueltes? -le preguntó.
La chica llevaba un vestido ligero que le dejaba los brazos y las piernas desnudos. A pesar del intenso calor, la mujer parecía fresca y tranquila, y llevaba la cabeza cubierta con un sombrero de paja que tenía una cinta que hacía juego con el vestido. Hadiyyah, pensó Barbara, le hubiera dado el visto bueno.
– Es una tontería tenerle miedo a los ponis -dijo Gordon.
– Estoy tratando de hacerme amiga de ellos. De verdad. -Giró la cabeza y advirtió la presencia de Barbara y Winston, incluyendo a ambos en la mirada, pero luego demorándose en Winston. Era muy atractiva, pensó Barbara. Incluso con su limitada experiencia podía darse cuenta de que esa joven estaba maquillada como una profesional. Hadiyyah, nuevamente, le hubiera dado el visto bueno.
– Hola -les dijo la mujer-. ¿Se han perdido?
Gordon Jossie alzó la vista al oírla. Observó que avanzaban por el camino particular y llegaban hasta la cerca. Era de alambre de espino tensado entre dos postes de madera. Su compañera había estado parada junto a la cerca con las manos entrelazadas sobre uno de ellos.
Jossie tenía la clase de cuerpo fuerte y delgado que a Barbara le recordó a un jugador de fútbol. Cuando se quitó la gorra y se enjugó la frente con el brazo, vio que su pelo comenzaba a ralear, pero el color jengibre le sentaba muy bien.
Barbara y Winston sacaron sus placas. Esta vez fue Winston quien habló. Cuando hubo terminado con las presentaciones, le preguntó al hombre que estaba en el prado:
– ¿Es usted Gordon Jossie?
Jossie asintió. Se acercó a la valla. Su rostro no revelaba nada. Ellos, por supuesto, no pudieron descifrar su mirada. Los cristales de las gafas eran prácticamente negros.
La mujer se identificó como Gina Dickens.
– ¿Scotland Yard? -dijo con una sonrisa-. ¿Como el inspector Lestrade? [16] -Luego se dirigió a Jossie para tomarle el pelo-. Gordon, ¿has sido un chico malo?
Cerca de allí había un portón de madera en la cerca, pero Jossie no lo utilizó. En lugar de eso, fue hasta una manguera que estaba en un soporte de aspecto nuevo y unida a un grifo fuera del prado. Quitó la manguera y la desenrolló en dirección a una alberca de piedra. Absolutamente limpia, comprobó Barbara. Era nueva como el poste de la cerca, o bien el tipo era más que un poco obsesivo en cuanto a mantener las cosas limpias y ordenadas. Esto último no parecía probable, ya que parte del prado estaba en mal estado y mostraba la hierba crecida, como si hubiese abandonado la tarea en mitad del mantenimiento de esa parte de la propiedad. Comenzó a llenar la alberca con agua.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó por encima del hombro.
Una pregunta interesante, pensó Barbara. Directamente al problema. Pero ¿quién podía culparle? Una visita personal de la Policía Metropolitana no era una experiencia agradable.
– ¿Podríamos hablar con usted, señor Jossie? -dijo Barbara.
– Parece que ya lo estamos haciendo.
– Gordon, creo que quizá quieren decir que… -Gina dudó un momento y luego le dijo a Winston-: Tenemos una mesa y sillas debajo del árbol, en el jardín. -Señaló la parte delantera de la casa-. ¿Nos sentamos allí?
– Por mí está bien -dijo Nkata-. Un día muy caluroso, ¿verdad? -añadió, concediéndole a Gina el beneficio de su sonrisa de alto voltaje.
– Iré a buscar algo fresco para beber -contestó Gina, que se alejó hacia la casa, pero no sin antes de lanzar una mirada de perplejidad hacia Jossie.
Barbara y Nkata esperaron a Jossie para asegurarse de que cogía un camino directo desde el prado hasta el jardín delantero de la casa, sin desviarse. Cuando acabó de llenar la alberca para los ponis, volvió a dejar la manguera en el soporte de la cerca y salió a través del portón, al tiempo que se quitaba los guantes.
– Es por aquí -les dijo, como si ellos no fuesen capaces de encontrar el jardín sin su ayuda. Les llevó hasta allí, un pequeño espacio de prado reseco en esta época del año, pero que presentaba algunos parterres de flores que estaban creciendo. Vio que Barbara las estaba mirando-. Gina usa el agua de fregar. Lavamos con un detergente especial -dijo, como si quisiera explicar por qué las flores no estaban marchitas en medio de una época de prohibiciones de riego con manguera y un verano extremadamente seco.
– Muy agradable -dijo Barbara-. Yo acabo matando a la mayoría y no necesito ningún jabón especial para hacerlo.
Cuando se sentaron a la mesa fue al grano. El lugar parecía ser parte de un pequeño comedor exterior con velas, un mantel floreado y cojines en las sillas. Alguien, al parecer, tenía un talento natural para la decoración. Barbara sacó del bolso la tarjeta postal con la fotografía de Jemima Hastings. La colocó encima de la mesa delante de Gordon Jossie.
– ¿Puede decirnos algo de esta mujer, señor Jossie? -preguntó Barbara.
– ¿Por qué?
– Porque el número de su teléfono móvil -dio vuelta a la tarjeta- figura escrito aquí. Y alguien escribió «¿Ha visto a esta mujer?» en la otra cara, lo que sugiere que usted probablemente la conozca.
Barbara volvió a colocar la tarjeta boca arriba, y la deslizó hasta dejarla a escasos centímetros de la mano de Jossie. Él no la tocó.
Gina apareció por un costado de la casa llevando una bandeja que sostenía una jarra llena de un líquido rosado. En la superficie flotaban unas hojas de menta y varios cubitos de hielo. Dejó la bandeja sobre la mesa y su mirada se posó en la tarjeta postal. Luego miró a Jossie.
– ¿Gordon? ¿Es algo…? -dijo.
– Esta mujer es Jemima -dijo él bruscamente, y señaló la fotografía de la tarjeta, moviendo los dedos hacia ella.
Gina se sentó lentamente. Parecía desconcertada.
– ¿La de la tarjeta?
Jossie no contestó. Barbara no quería sacar ninguna conclusión precipitada en cuanto a su reticencia. Pensó, entre otras cosas, que su falta de respuesta podía deberse muy bien a la vergüenza. Estaba claro que Gina Dickens significaba algo para Jossie, y ella probablemente se estaría preguntando por qué le habían colocado frente a una tarjeta con la fotografía de otra mujer a la que evidentemente conocía.
Barbara esperó la respuesta. Ella y Nkata se miraron. Ambos pensaban lo mismo: «Dejemos que se columpie un poco».
– ¿Puedo? -preguntó Gina.
Cuando Barbara asintió, cogió la tarjeta. No hizo ningún comentario sobre la foto, pero su mirada incorporó la pregunta de la parte inferior de la tarjeta y le dio la vuelta para ver el número de teléfono escrito en el reverso. No dijo nada. Volvió a dejar la tarjeta en la mesa y les sirvió a cada uno de ellos un vaso de lo que fuese que contenía la jarra.
El calor pareció volverse más opresivo en el silencio. La propia Gina fue quien lo rompió.
– No tenía idea… -dijo. Se llevó los dedos a la garganta. Barbara pudo ver cómo latía allí su pulso. Le recordó la manera en que había muerto Jemima Hastings-. ¿Cuánto tiempo has estado buscándola, Gordon? -preguntó.
Jossie fijó la vista en la tarjeta con la fotografía.
– Esto fue hace meses -dijo finalmente-. Compré un montón de estas tarjetas…, no lo sé…, creo que fue en abril. Entonces no te conocía.
– ¿Quiere explicarlo? -preguntó Barbara. Nkata abrió su cuidada libreta de notas con tapas de cuero.
– ¿Ocurre algo? -preguntó Gina.
Barbara no tenía intención de suministrar más información de la necesaria en ese momento, de modo que no dijo nada. Tampoco lo hizo Winston, excepto para musitar:
– ¿Y bien…, señor Jossie?
Gordon Jossie se movió inquieto en su silla. Su historia fue breve pero directa. Jemima Hastings era su ex amante; le había abandonado después de más de dos años de relación; él había intentado encontrarla. Había visto en el Mail on Sunday el anuncio de la exposición de retratos fotográficos por pura casualidad, y aquélla -señaló la tarjeta- era la foto que se había utilizado en el anuncio publicitario para esa exposición. De modo que decidió ir a Londres. En la galería nadie supo decirle dónde podía encontrar a la modelo y no tenía idea de cómo podía ponerse en contacto con la fotógrafa. De modo que había comprado las tarjetas -cuarenta, cincuenta, sesenta…, no lo recordaba, pero tuvieron que ir a buscar más en el almacén- y las había ido dejando en cabinas telefónicas, en los escaparates de las tiendas, en cualquier lugar donde pensó que la gente las vería. Había procedido en círculos cada vez más amplios alrededor de la galería hasta que se le acabaron las tarjetas. Y después esperó.
– ¿Hubo suerte? -preguntó Barbara.
– Nadie me llamó -le dijo a Gina-. Esto fue antes de conocerte. No tiene nada que ver con nosotros. Que yo supiera, que yo sepa, nadie las vio nunca, nadie la vio nunca, ni sumó dos más dos. Fue una pérdida de tiempo y de dinero. Pero sentía que al menos debía intentarlo.
– Encontrarla, quieres decir -soltó Gina con voz serena.
– Era por el tiempo que habíamos estado juntos. Más de dos años. Sólo quería saber. No significa nada. -Jossie se volvió hacia Barbara-. ¿Dónde las consiguió?
Barbara contestó a la pregunta de Jossie con otra.
– ¿Le importaría contarnos porqué le abandonó Jemima Hastings?
– No tengo ni puta idea. Un día decidió que se había terminado y se largó. Me lo dijo, y al día siguiente desapareció.
– ¿Así como así?
– Supongo que lo había estado planeando durante semanas. Al principio la llamé. Quería saber qué coño estaba pasando. ¿Quién no lo haría en mi situación? No me lo esperaba. Pero ella nunca contestó las llamadas y nunca las devolvió. Luego cambió el número del móvil o se compró otro, o lo que sea, porque la línea dejó de dar señal. Le pregunté a su hermano acerca de eso…
– ¿Su hermano?
Nkata alzó la vista de la libreta de notas. Jossie identificó al hermano de Jemima como Robbie Hastings. Nkata lo apuntó.
– Pero él dijo que no sabía nada acerca de lo que le pasaba a su hermana. Yo no le creí (nunca le caí bien y supongo que se alegró cuando Jemima terminó con nuestra relación), pero no pude sacarle ni un detalle. Finalmente arrojé la toalla. Y entonces -añadió, con una mirada a Gina Dickens que debía ser calificada de agradecimiento- conocí a Gina el mes pasado.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Jemima Hastings? -preguntó Barbara.
– La mañana del día que me dejó.
– ¿Y eso fue?
– El día después de Guy Fawkes. El año pasado. -Bebió un trago largo del líquido rosado y luego se secó los labios con el brazo-. ¿Y ahora me dirán de qué va todo esto?
– ¿Hizo algún viaje fuera de Hampshire la semana pasada?
– ¿Por qué?
– ¿Quiere contestar a la pregunta, por favor?
El rostro de Jossie se tiñó de rojo.
– Creo que no. ¿Qué coño está pasando aquí? ¿De dónde ha sacado la tarjeta? No he violado ninguna ley. Hay tarjetas en las cabinas telefónicas por todo Londres y son jodidamente más sugerentes que ésa.
– Esta tarjeta estaba entre los objetos personales de Jemima en su habitación de Londres -dijo Barbara-. Lamento decirle que está muerta. La asesinaron en Londres hace seis días. De modo que, nuevamente, le pregunto si ha hecho algún viaje fuera de Hampshire.
Barbara había oído la expresión «blanco como el papel», pero nunca había visto que ocurriese tan deprisa. Supuso que tenía que ver con la coloración natural de Gordon Jossie: su rostro se enrojecía rápidamente y parecía perder el color de la misma manera.
– Oh, Dios mío -musitó Gina Dickens. Buscó la mano de Gordon.
El movimiento de Gina hizo que él se echara hacia atrás.
– ¿Qué quiere decir con «asesinada»? -le preguntó a Barbara.
– ¿Hay más de un significado para «asesinada»? -dijo ella-. ¿Ha estado fuera de Hampshire, señor Jossie?
– ¿Dónde murió? -preguntó él, a modo de respuesta y, cuando Barbara no le contestó, se dirigió a Nkata-. ¿Dónde ocurrió? ¿Cómo? ¿Quién?
– Fue asesinada en un lugar llamado Abney Park, en el cementerio -dijo Barbara-. De modo que, otra vez, señor Jossie, tengo que preguntarle…
– Aquí -dijo él como si estuviese aturdido-. No he salido. He estado aquí. Estuve aquí.
– ¿Aquí en su casa?
– No. Por supuesto que no. He estado trabajando. Estuve…
Gordon Jossie parecía estar absolutamente aturdido. Eso, pensó Barbara, o bien estaba tratando de hacer una jugarreta mental para ganar tiempo y encontrar una coartada que no había imaginado que tendría que ofrecer. Explicó que era especialista en empajar tejados y que había estado trabajando en un encargo, que era lo que hacía cada día, excepto los fines de semana y algunos viernes por la tarde. Cuando le preguntaron si alguien podía confirmarlo, él dijo que sí, por supuesto, por el amor de Dios, tenía un aprendiz que trabajaba con él. Les dio el nombre del joven -Cliff Coward- y también su número de teléfono. Luego preguntó:
– ¿Cómo…? -Se humedeció los labios-. ¿Cómo… murió?
– Fue apuñalada, señor Jossie -explicó Barbara-. Murió desangrada antes de que alguien la encontrase.
En ese momento, Gina apretó con fuerza la mano de Jossie, pero no dijo nada. ¿Qué podía decir, teniendo en cuenta su posición?
Barbara consideró aquella última cuestión: la posición de Gina, su seguridad, o la falta de ella.
– Y usted, señorita Dickens, ¿ha estado usted fuera de Hampshire?
– No, por supuesto que no.
– ¿Y hace seis días?
– No estoy segura. ¿Seis días? Sólo he ido a Lymington. Compras…, en Lymington.
– ¿Quién puede confirmarlo?
Gina se quedó callada. Era el momento en el que se suponía que alguien decía: «¿No estará insinuando que yo tuve algo que ver con esto?», pero ninguno de ellos lo hizo. En cambio, ambos se miraron y finalmente Gina dijo:
– Supongo que nadie puede confirmarlo, excepto Gordon. Pero ¿por qué tendría que haber alguien capaz de confirmarlo?
– ¿Conserva los recibos de sus compras?
– No lo sé. Creo que no. Quiero decir, normalmente nadie lo hace. Puedo mirar, pero realmente no creo que… -Parecía asustada-. Intentaré encontrarlos -dijo-. Pero si no puedo…
– No sea estúpida. -El comentario de Jossie iba dirigido a Barbara-. ¿Qué se supone que podría haber hecho Gina? ¿Eliminar a la competencia? No hay ninguna. Habíamos terminado, Jemima y yo.
– De acuerdo -dijo Barbara. Le hizo una seña a Winston y él cerró la libreta de notas-. Bueno, ¿ahora ya está terminado, verdad, entre Jemima y usted? «Terminado» es definitivamente la palabra exacta para describirlo.
Entró en el granero. Pensó en cepillar a Tess -como acostumbraba a hacer en aquella clase de momentos-, pero la perra no acudió, a pesar de sus insistentes llamadas y silbidos. Se quedó parado estúpidamente junto a la mesa que usaba para cepillarla, sin objetivo alguno y gritando con la boca muy seca: «¡Tess, Tess! ¡Ven aquí, perrita!». No lo consiguió; al parecer los animales tenían una gran intuición, y Tess sabía perfectamente que algo no iba bien.
La que se acercó fue Gina, que, con voz serena, dijo:
– Gordon, ¿por qué no les dijiste la verdad? -Sonaba asustada, y él se maldijo por esa nota de temor que transmitía su voz.
Ella preguntaría, por supuesto. Era, después de todo, la pregunta del millón. El quería agradecerle no haberles dicho nada a los policías de Scotland Yard, porque sabía lo que debió parecerle a Gina que les mintiese.
– Fuiste a Holanda, ¿verdad? Estuviste allí, ¿verdad? ¿Ese nuevo proveedor de carrizos? ¿Ese lugar donde los cultivan? Porque los carrizos de Turquía son una basura… Fue allí donde estuviste, ¿verdad? ¿Por qué no se lo dijiste?
Él no quería mirarla. Lo había oído todo en su voz, de modo que no quería verlo también en su rostro. Pero tenía que mirarla a los ojos por la simple razón de que ella era Gina y no cualquier otra persona.
De modo que la miró. En su rostro, no vio temor, sino preocupación. Era por él. Lo sabía, y saberlo le volvía débil y desesperado.
– Sí -dijo.
– ¿Fuiste a Holanda?
– Sí.
– Entonces ¿por qué no se lo dijiste a esos policías? ¿Por qué dijiste que…? No estabas trabajando, Gordon.
– Cliff dirá que sí.
– ¿Cliff mentirá por ti?
– Si se lo pido, sí. No le gustan los polis.
– Pero ¿por qué habrías de pedírselo? ¿Por qué no decirles simplemente la verdad? ¿Gordon, ha pasado…?
Quería que Gina se acercase a él como había hecho antes, poco después de amanecer, en la cama y luego en la ducha, porque aunque era sexo y sólo sexo, significaba más que sexo, y eso era lo que él necesitaba. Qué extraño resultaba que entendiera en ese momento lo que Jemima había querido de él y de ese acto. Excitarse y dejarse llevar y alcanzar un final para eso que nunca podía terminar, porque estaba preso en su interior, y ninguna simple unión de cuerpos podía liberarlo.
Dejó el cepillo sobre la mesa. Era obvio que la perra no tenía intención de obedecerle -ni siquiera para que la cepillase-, y se sintió como un idiota por seguir esperándola.
– Geen.
– Dime la verdad.
– Si les hubiese dicho que estuve en Holanda no se habrían detenido allí.
– ¿Qué quieres decir?
– Querrían que lo demostrase.
– ¿No puedes demostrarlo? ¿Por qué no ibas a ser capaz de demostrar…? ¿No fuiste a Holanda, Gordon?
– Por supuesto que fui a Holanda. Pero tiré el billete.
– Pero hay registros. Hay toda clase de registros. Y también está el hotel. Y quienquiera que te haya visto…, el granjero…, ¿cualquiera… que cultive los carrizos? Ese hombre podrá decirles… Puedes llamar a la Policía y contarles la verdad… y eso será todo.
– Es más fácil así.
– ¿Cómo diablos puede ser más fácil pedirle a Cliff que mienta? Porque si le miente a la Policía y ellos descubren que les ha mentido…
Ahora sí parecía asustada, pero el miedo era algo con lo que él podía enfrentarse. Era algo que entendía. Se acercó a ella del mismo modo que se acercaba a los ponis en el prado, una mano extendida y la otra visible: «no hay sorpresas aquí, Gina, nada que temer».
– ¿Puedes confiar en mí en esto? -preguntó-. ¿Confías en mí?
– Por supuesto que confío en ti. ¿Por qué no habría de confiar en ti? Pero no entiendo…
Él le tocó el hombro desnudo.
– Tú estás aquí conmigo. Has estado conmigo…, ¿qué? ¿Un mes? ¿Más? ¿Acaso piensas que yo le haría daño a Jemima? ¿Viajar a Londres? ¿Encontrarla dondequiera que estuviese y apuñalarla hasta matarla? ¿Es así como me ves? ¿Como esa clase de tipo? ¿Un tío que viaja a Londres, asesina a una mujer por ninguna razón concreta, ya que ella ha desaparecido de su vida hace mucho tiempo, luego regresa a su casa y le hace el amor a esta mujer, a la mujer que está aquí, en el centro de todo su ardiente mundo? ¿Por qué? ¿Por qué?
– Deja que te mire a los ojos.
Ella estiró la mano y le quitó las gafas de sol, que él se había dejado puestas cuando entró en el granero. Las dejó encima de la mesa y luego apoyó la mano en la mejilla de Gordon. Él la miró. Ella sostuvo la mirada y él no se echó hacia atrás. Finalmente, la expresión de Gina se suavizó. Le besó en la mejilla y él cerró los ojos. Luego ella lo besó en la boca. Luego su boca se abrió y las manos bajaron hasta sus nalgas y le acercó hacia ella.
Después de un momento ella, jadeando, dijo:
– Tómame aquí mismo.
Y él lo hizo.
Encontraron a Robbie Hastings entre Vinney Ridge y Anderwood, que eran dos apeaderos en Lyndhurst Road entre Burley y la A35. Le habían localizado llamándole a su móvil al número que Gordon Jossie les había proporcionado.
– Seguramente les hablará pestes de mí -dijo Jossie ásperamente.
No había sido una tarea fácil dar con el hermano de Jemima Hastings, ya que muchas carreteras en New Forest tenían nombres apropiados, pero ninguna señal. Finalmente encontraron su paradero sólo por azar, después de haberse detenido en una cabaña donde la carretera que habían cogido describía una curva muy pronunciada, sólo para descubrir que se llamaba Anderwood Cottage. Si continuaban por esa ruta, les dijo el dueño de la cabaña, podrían encontrar a Rob Hastings en un camino que llevaba a Dames Slough Inclosure. Hastings era un agister, les dijo, y le habían llamado para hacer «el triste y habitual trabajo».
Este trabajo resultó ser el sacrificio de uno de los ponis de New Forest que había sido atropellado por un coche en la A35. El pobre animal había conseguido tambalearse a través de hectáreas de matorrales antes de desplomarse. Cuando Barbara y Nkata encontraron a Hastings acababa de poner fin a la vida del animal con un piadoso disparo de una pistola calibre 32; luego había arrastrado el cuerpo hasta el borde de la carretera. Estaba hablando por el móvil y, sentado junto a él, había un weimaraner de aspecto majestuoso. Estaba bien entrenado…, para ignorar no sólo a los intrusos, sino también al poni muerto, cuyo cadáver estaba tendido a escasa distancia del Land Rover en el que Robbie Hastings había llegado a este paraje solitario.
Nkata se apartó de la carretera tanto como fue posible. Hastings asintió levemente cuando se acercaron. Le dijeron que querían hablar con él de inmediato, y su expresión se volvió seria. No se recibían muchas llamadas de Scotland Yard en esta parte del mundo.
– Quieto, Frank -le dijo al perro, y avanzó hacia ellos-. Será mejor que se mantengan alejados del poni. No es una imagen agradable. -Les informó de que estaba esperando al New Forest Hounds. Luego añadió-: Ah. Aquí está.
Una camioneta con la caja abierta llegó por la carretera. El vehículo llevaba un remolque con laterales poco profundos donde cargarían al animal muerto. Su carne sería utilizada para alimentar a los perros, les contó Robbie Hastings mientras la camioneta se colocaba en posición. Al menos algo bueno saldría de la estupidez temeraria de conductores que pensaban que el Perambulation era su circuito de carreras personal, añadió.
Barbara y Nkata ya habían decidido que de ningún modo pensaban informar a Robbie Hastings de la muerte de su hermana en el arcén de una carretera rural. Pero también suponían que su sola presencia le pondría nervioso, y así fue. Una vez cargaron el poni en el remolque y la camioneta de New Forest Hounds hubo negociado una curva difícil para regresar a la carretera principal, Hastings se volvió hacia ellos.
– ¿Qué ha pasado? Es algo malo. No estarían aquí si fuese de otra manera.
– ¿Hay algún lugar donde podamos hablar con usted, señor Hastings? -dijo Barbara.
Hastings acarició la suave cabeza de su perro.
– Podemos hablar aquí -dijo-. No hay ningún lugar cerca de aquí donde podamos mantener una conversación privada, a menos que quieran que vayamos a Burley, y les aseguro que no querrán hacerlo, no en esta época del año.
– ¿Vive usted cerca?
– Más allá de Burley.
Se quitó la gorra de béisbol que llevaba y reveló una cabeza con el pelo cortado a cepillo. El pelo se estaba agrisando.
Hastings usó el pañuelo que llevaba anudado al cuello para enjugarse la cara. Tenía un rostro especialmente poco atractivo, con dientes grandes y salientes, y carecía prácticamente de barbilla. Sus ojos, sin embargo, eran profundamente humanos y se llenaron de lágrimas al mirarlos.
– Está muerta, ¿verdad? -dijo.
Cuando la expresión de Barbara le confirmó que así era, él lanzó un grito desgarrador y se alejó.
Barbara y Nkata se miraron. Al principio, ninguno de los dos se movió. Luego fue Nkata quien apoyó una mano sobre el hombro de Hastings y le dijo:
– Lo sentimos mucho, amigo. Es triste cuando alguien se va de esta manera.
Él mismo estaba apenado. Barbara lo sabía por la forma en que se alteraba el acento de Nkata: se volvía menos sur de Londres, más caribeño, con las «t» convertidas en «d».
– Le llevaré a su casa. La sargento nos seguirá en mi coche. Usted me indica el camino y le llevamos hasta allí. No hay necesidad de que se quede aquí ahora. ¿Me dirá cómo podemos llegar a su casa?
– Puedo conducir -dijo Hastings.
– Eso ni pensarlo, amigo.
Nkata le hizo una seña a Barbara, y ella se apresuró a abrir la puerta del acompañante del Land Rover. En el asiento había una escopeta y la pistola que Hastings había empleado para dispararle al poni. Barbara guardó las armas debajo del asiento y, entre ella y Nkata, ayudaron a Hastings a subir al vehículo. El perro los siguió: un elegante salto y Frank se instaló junto a su amo, para confortarle, tranquila y silenciosamente, de la manera en que lo hacen los perros.
Abandonaron la zona en una pequeña y triste procesión; fueron no en la dirección en la que habían llegado, sino siguiendo por el camino a través de un bosque de robles y castaños. Las grandes y frondosas copas de los árboles se arqueaban sobre el camino formando un túnel de hojas. Cuando regresaron a Lyndhurst Road, sin embargo, a uno de los lados había un amplio prado que llevaba a un enmarañado brezal. Allí pastaban libremente manadas de ponis y si querían cruzar la carretera, simplemente lo hacían.
Una vez llegaron a Burley se hizo rápidamente evidente por qué Hastings había dicho que no querrían mantener una conversación privada en ese lugar. Había montones de turistas por todas partes, y parecían seguir el ejemplo de los ponis y las vacas que vagaban a voluntad por las calles del pueblo: caminaban donde su capricho los llevaba. El sol brillante caía sobre sus hombros.
Hastings vivía más allá del pueblo. Tenía una casa al cabo de un tramo de carretera llamada Honey Lane -señalada, de hecho, con un cartel, se percató Barbara-. Cuando finalmente llegaron a la propiedad, comprobó que era similar a una granja, con prados y varias construcciones anexas. En uno de los prados había dos caballos.
La puerta que utilizaron conducía directamente a la cocina de la casa, donde Barbara se dirigió a una tetera eléctrica que descansaba boca abajo en un escurreplatos. Llenó la tetera con agua, la enchufó y dispuso jarras y saquitos de té. A veces, un trago caliente de la bebida nacional era la única manera de expresar un sentimiento de solidaridad.
Nkata sentó a Hastings junto a una vieja mesa con tablero de formica, donde el hombre se quitó la gorra y se sonó la nariz con el pañuelo, que luego apelotonó y dejó a un lado.
– Lo siento -dijo con los ojos llenos de lágrimas-. Tendría que haberme dado cuenta cuando no contestó a mis llamadas el día de su cumpleaños. Y cuando no me devolvió las llamadas inmediatamente al día siguiente. Siempre me llamaba. Antes de que pasara una hora, generalmente. Cuando no lo hizo, lo más fácil fue pensar que estaba ocupada. Liada con algo. Ya saben.
– ¿Está casado, señor Hastings?
Barbara llevó las jarras a la mesa, junto con un bote de metal abollado con azúcar que había encontrado en un estante junto a otros botes similares que contenían café y harina. Era una cocina antigua con cosas antiguas, desde los electrodomésticos hasta los objetos que había en los estantes y dentro de los armarios. Como tal, parecía una habitación que había sido amorosamente conservada, y no un lugar que había sido restaurado ingeniosamente para que diese el pego de un periodo anterior.
– Eso no es muy probable -respondió a la pregunta de Barbara. Parecía ser una resignada y penosa referencia a sus facciones poco agraciadas. Eso era triste, pensó Barbara, como una profecía autocumplida.
– Ya -dijo ella-. Bien, tendremos que hablar con todas las personas que conocían a Jemima en Hampshire. Esperamos que pueda ayudarnos con eso.
– ¿Por qué? -preguntó Hastings.
– Por la forma en que murió, señor Hastings.
En ese momento, Hastings pareció tomar conciencia súbitamente de algo que aún no había considerado, a pesar de que estaba delante de dos representantes de la Policía Metropolitana.
– Su muerte… La muerte de Jemima -dijo.
– Lamento mucho comunicarle que fue asesinada hace seis días. -Barbara añadió el resto de la historia: no cómo había muerto, sino el lugar donde se había producido. Y también en este aspecto proporcionó una descripción general, mencionando el cementerio, pero no así su ubicación y tampoco dónde estaba el lugar donde había sido hallado el cuerpo-. De modo que habrá que entrevistar a todos los que la conocían -concluyó.
– Jossie. -Hastings parecía aturdido-. Ella le abandonó. A él no le gustó. Ella dijo que Jossie no podía aceptarlo. Él no dejaba de llamarla por teléfono.
Una vez dicho esto, se cubrió los ojos con los puños y comenzó a llorar como un niño.
La tetera eléctrica se apagó y Barbara fue a buscarla. Vertió el agua caliente en las jarras. Encontró leche en la nevera. Un par de tragos de whisky habrían resultado mejor para ese pobre hombre, pero no pensaba revisar los armarios en busca de una botella, de modo que tendría que conformarse con el té, a pesar del intenso calor. Al menos el interior de la cabaña estaba fresco. Se mantenía de ese modo gracias a su construcción de gruesas paredes de arcilla y paja, cuya superficie era áspera y encalada por fuera, mientras que el interior de la cocina estaba pintado de amarillo pálido.
La presencia del weimaraner fue lo que, finalmente, consiguió serenar a Robbie Hastings. El perro había apoyado la cabeza sobre el muslo de Hastings, y el gemido largo y quedo que profirió el animal pareció animar a su amo. Robbie Hastings se enjugó las lágrimas y volvió a sonarse la nariz.
– Sí, Frank -dijo, y acarició al perro.
Bajó su cabeza y apoyó los labios sobre el animal. Cuando volvió a levantar la cabeza no miró a Barbara y tampoco a Nkata. En cambio fijó la vista en la jarra de té.
Quizá sabiendo cuáles serían sus preguntas, Hastings comenzó a hablar, lentamente al principio, luego con mayor seguridad. Junto a él, Nkata sacó su libreta de notas.
En Longslade Bottom, comenzó a relatar Hastings, había un extenso prado adonde la gente acudía regularmente para que sus perros se ejercitasen sin correa. Un día, hacía ya varios años, él había llevado a su perro a ese lugar y Jemima le había acompañado. Allí fue donde conoció a Gordon Jossie. Eso debió de haber sido hacía unos tres años.
– Era un tipo nuevo en la zona -dijo Hastings-. Había dejado de trabajar con un maestro de empajar de Itchen Abbas (un sujeto llamado Heath), y había llegado a New Forest para iniciar un negocio propio. Nunca decía mucho, pero Jemima se prendó de Jossie en el acto. Bueno, no podía ser de otra manera, porque en esa época ella estaba entredós.
Barbara frunció el ceño, preguntándose por esa expresión. Supuso que se trataba de algún extraño término propio de Hampshire.
– ¿Entredós?
– Entre dos hombres -aclaró él-. A Jemima siempre le gustó tener pareja. Desde que tenía…, no lo sé…, ¿doce o trece años? Quería tener novios. Siempre pensé que era porque nuestro padre había muerto como lo había hecho, igual que nuestra madre. En un accidente de circulación, los dos en el acto. Creo que eso hizo que pensara que debía tener a alguien que realmente le perteneciera, y de forma permanente.
– A alguien más, además de usted -dijo Nkata.
– Supongo que a Jemima le parecía que necesitaba a alguien más especial. Yo era su hermano. No significa nada que su hermano la amara, ya que se suponía que debía ser así.
Hastings acercó la taza a los labios. Un poco de té se derramó sobre la mesa. La esparció con la palma de la mano.
– ¿Era una mujer promiscua? -preguntó Barbara. Cuando Hastings la miró duramente, añadió-: Lo siento, pero debo preguntarlo. Y no importa, señor Hastings. Sólo si pudiera estar relacionado con su muerte.
Él negó con la cabeza.
– Para ella sólo se trataba de estar enamorada. En determinados momentos, se liaba con uno o dos…, pero sólo si creía que estaban locamente enamorados. «Locamente enamorados» era como ella siempre lo expresaba: «Estamos locamente enamorados el uno del otro, Rob». Una típica chica joven. Bueno…, casi.
– ¿Casi?
Barbara y Nkata preguntaron al unísono.
Hastings parecía pensativo, como si estuviese examinando a su hermana bajo una nueva luz. Luego dijo lentamente:
– Supongo que ella realmente se aferraba a los tíos. Y quizá por eso le resultase difícil que le durara un chico. Y lo mismo con los hombres. Creo que pretendía demasiado de ellos y eso, bueno…, a la larga acababa con la relación. Yo no era muy bueno para eso, pero intenté explicarle las cosas: cómo a los tíos no les gustaba que se colgaran de ellos de esa manera. Pero supongo que se sentía sola en el mundo a causa de lo de nuestros padres, aunque no estaba sola, nunca, no del modo en que ustedes piensan. Pero sentirse de esa manera…, ella tenía que combatir esa soledad. Ella deseaba… -frunció el ceño y pareció considerar cómo expresar lo que diría a continuación-. Era un poco como si quisiera meterse dentro de su piel, llegar a estar así de cerca de ellos, «ser» ellos, como si dijéramos.
– ¿Un control absoluto? -preguntó Barbara.
– Ésa no era su intención, nunca. Pero, sí, supongo que eso era lo que ocurría. Y cuando un tío quería tener su propio espacio, Jemima no podía soportarlo. Ella se colgaba más todavía. Supongo que ellos sentían que les faltaba el aire, de modo que se la quitaban de encima. Jemima lloraba un poco, luego los culpaba, por no ser lo que ella realmente quería e iba en busca de otro tío.
– Pero ¿eso no pasó con Gordon Jossie?
– ¿Lo de asfixiarle? -Negó con la cabeza-. Con él, Jemima llegó tan cerca como se lo propuso. A él parecía gustarle.
– ¿Qué pensaba usted de Jossie? -preguntó Barbara-. ¿Y del hecho de que su hermana estuviese liada con él?
– Yo quería que me cayera bien, porque la hacía feliz, tanto como una persona puede hacer feliz a otra, ya sabe. Pero en Gordon había algo que no me gustaba. No se parecía a los tíos de por aquí. Yo quería que Jemima encontrase a alguien, que sentara la cabeza, formara una familia, ya que eso era lo que deseaba, y no veía que eso pudiera pasar con él. Sin embargo, no se lo dije a Jemima. No habría supuesto ninguna diferencia que se lo dijera.
– ¿Por qué no? -preguntó Nkata.
Barbara advirtió que no había probado su té. Pero Winston nunca había sido muy devoto del té. Era más bien un hombre de cerveza, aunque no en exceso. Winston era casi tan abstemio como un monje: poco alcohol, nada de tabaco… Su cuerpo era como un templo.
– Oh, cuando ella estaba «locamente enamorada», el pacto quedaba sellado. No habría tenido ningún sentido. De todos modos, supongo que no había nada de qué preocuparse, ya que Jemima probablemente se cansaría de él como había sucedido con otros hombres. Unos meses y las cosas acabarían, y ella saldría a la búsqueda de otro hombre. Sin embargo, eso no pasó. Al poco tiempo ya estaba pasando las noches en la casa de Gordon. Luego encontraron esa propiedad en Paul's Lane, se hicieron con ella y se instalaron a vivir allí. Bueno, yo entonces no pensaba decir nada. Sólo esperaba lo mejor. Y aparentemente eso fue lo que sucedió durante algún tiempo. Jemima parecía muy feliz. Comenzó un negocio con sus pastelitos glaseados y todo eso, en Ringwood. Y él se dedicaba a su negocio de empajar tejados. Parecían estar bien juntos.
– ¿Negocio de pastelitos glaseados? -preguntó Nkata-. ¿Qué es eso?
– El Cupcake Queen. Suena loco, ¿eh? Pero la cuestión es que Jemima era muy buena en la cocina, tenía muy buena mano para la repostería. Tenía un montón de clientes que compraban sus pasteles, decorados y todo eso, para ocasiones especiales, días festivos, cumpleaños, aniversarios, reuniones, fiestas. Trabajó mucho hasta que pudo abrir una tienda en Ringwood (el Cupcake Queen), y las cosas le iban muy bien, pero luego todo quedó en la nada porque abandonó a Jossie y se marchó de aquí.
Mientras Nkata apuntaba en su libreta, Barbara dijo:
– Gordon Jossie nos dijo que no tenía idea de por qué Jemima le había abandonado.
Hastings resopló.
– Él me dijo que suponía que Jemima tenía a otro y que le había dejado por ese tío.
– ¿Y qué le dijo ella a usted?
– Que se había marchado para pensar.
– ¿Eso es todo?
– Eso es todo. Fue lo que Jemima me dijo. Que necesitaba tiempo para pensar. -Hastings se frotó la cara con la mano-. La cuestión es que, yo no creí que fuese nada malo, ¿saben?, que quisiera marcharse. Supongo que finalmente no quiso apresurar las cosas con Jossie, que quería aclararse antes de sentar la cabeza de forma permanente. Pensé que era una buena idea.
– ¿No le dijo nada más?
– Sólo que se marchaba de aquí para poder pensar. Se mantuvo en contacto conmigo de forma regular. Compró un móvil nuevo y me dijo que lo había hecho porque Gordon no dejaba de llamarla, pero en ese momento no pensé demasiado en lo que eso podía significar. Sólo que Gordon quería que volviese. Bueno, yo también quería que lo hiciera.
– ¿Sí?
– Por supuesto que sí. Ella es… Ella es toda la familia que tengo. Quería que volviera a casa.
– ¿Aquí, quiere decir? -preguntó Barbara.
– Sólo a «casa». Lo que fuera que eso significara para ella. Siempre que fuese Hampshire.
Barbara asintió y le pidió que confeccionara una lista de los amigos y conocidos de Jemima en la zona, tan completa como pudiese. También le dijo que necesitarían -lamentablemente- conocer su paradero el día que su hermana murió. Por último, le preguntaron qué sabía acerca de las actividades de Jemima en Londres. Hastings les dijo que sabía muy poco, excepto que «tenía alguien allí, un tipo del que estaba "locamente enamorada". Como de costumbre».
– ¿Le dijo su nombre?
– No quiso ni darme la inicial. Era algo absolutamente nuevo, dijo ella, esa relación, y no quería echarlo a perder. Todo lo que dijo fue que sentía que estaba tocando la luna con los dedos. Eso y «éste es el hombre». Bueno, eso ya lo había dicho antes. Siempre lo decía. De modo que no le di demasiada importancia.
– ¿Eso es todo lo que sabe? ¿Nada acerca de quién era ese tío?
Hastings pareció considerar esta última pregunta. Junto a él, Frank suspiró sonoramente. Se había recostado en el suelo, pero cada vez que Hastings se movía en la silla, el perro se levantaba de inmediato, con la atención puesta en su amo. Hastings le sonrió y le estiró suavemente una de las orejas.
– Jemima había comenzado a tomar clases de patinaje sobre hielo -dijo-. Sólo Dios sabe por qué, pero así era ella. Hay una pista de hielo que se llama Queen, o algún otro nombre «real», quizá Príncipe de Gales y… -Agitó la cabeza-. Supongo que se trataba de su instructor de patinaje. Eso sería propio de Jemima. Alguien patinando alrededor de la pista de hielo con el brazo alrededor de su cintura; ella se habría derretido por eso. Habría pensado que significaba algo importante, cuando todo lo que implicaba era que el tío la estaba sosteniendo para que no se cayera.
– ¿Así era ella? -preguntó Nkata-. ¿Interpretaba mal las cosas?
– Siempre pensaba que las cosas significaban «amor», cuando, de hecho, no tenían nada de eso -dijo Hastings.
Una vez que los policías le dejaron solo, Robbie Hastings subió a la planta superior. Quería meterse bajo la ducha para quitarse el olor a poni muerto. También quería un lugar para llorar.
De pronto comprendió lo poco que la Policía le había dicho: muerta en un cementerio en algún lugar de Londres. Eso era todo. También tomó conciencia de lo poco que él les había preguntado. No cómo había muerto ella, no dónde había muerto dentro del cementerio y ni siquiera cuándo exactamente. Tampoco quién la había encontrado. Ni qué habían averiguado hasta ahora. Y, al reconocer todo esto, se sintió profundamente avergonzado. Lloró por eso tanto como había llorado por la incalculable pérdida de su hermana pequeña. Se le ocurrió pensar que hasta ese momento, no importa dónde hubiera estado su hermana, nunca había estado completamente solo. Pero ahora su vida parecía acabada. Era incapaz de imaginar cómo haría para seguir adelante.
Sin embargo, ése era el absoluto punto final de aquello que se permitiría a sí mismo. Había muchas cosas que hacer. Salió de la ducha, se puso ropa limpia y se alejó de la casa en dirección al Land Rover. Frank saltó dentro del vehículo detrás de él y juntos viajaron hacia el oeste, hacia Ringwood. Fue un lento viaje a través de la campiña. Le dio tiempo a pensar. Pensó en Jemima y en lo que ella le había dicho en las numerosas conversaciones que habían mantenido después de que se marchara a Londres. Lo que intentaba recordar era cualquier cosa que pudiera haber indicado que se encontraba en camino hacia su muerte.
Podía haberse tratado de un asesinato fortuito, pero no lo creía. No sólo no podía siquiera comenzar a imaginar la posibilidad de que su hermana hubiera sido simplemente la víctima de alguien que la había visto y decidido que era perfecta para uno de esos escalofriantes asesinatos tan comunes en esta época, sino que también estaba la cuestión de dónde se encontraba. La Jemima que él conocía no iba a los cementerios. Lo último que deseaba era que le recordasen la muerte. Jamás leía las notas necrológicas en los periódicos, no veía películas si sabía que el personaje principal iba a morir, evitaba los libros con finales tristes y colocaba los periódicos boca abajo si la muerte estaba en la primera página, como ocurría a menudo. De modo que si había acudido sola a un cementerio, debía haber tenido una razón para hacerlo. Y una reflexión acerca de la vida de Jemima le llevó a la única razón que él realmente no quería considerar.
Una cita. El último tío del que había estado locamente enamorada probablemente estaba casado. Eso no le habría importado a Jemima. Casado o soltero, en pareja o no…, éstas no eran más que minúsculas distinciones que ella no habría hecho. En lo que respecta al amor -tal como ella lo concebía-, lo mejor que hubiera podido pasarle habría sido tener una relación con un hombre. Jemima habría definido como amor cualquier cosa que hubiese entre ellos. Lo habría llamado «amor» y hubiese esperado que siguiera el curso del amor tal como ella lo concebía: dos personas colmándose mutuamente, como almas gemelas -otro concepto extravagante muy propio de su hermana- después de haberse encontrado milagrosamente, caminando felices y cogidos de la mano para siempre. Cuando eso no ocurría, ella se aferraba al tío y se volvía muy exigente. «¿Y luego qué? -se preguntó-. ¿Luego qué, Jemima?»
Quería culpar a Gordon Jossie por lo que le había pasado a su hermana. Sabía que la había estado buscando. Jemima se lo había dicho, aunque no le había dicho cómo lo sabía; así que en aquel momento pensó que sólo podría tratarse de otra de sus fantasías. Pero si Gordon Jossie «había» estado buscando a Jemima y la había encontrado, podría haber viajado a Londres y…
El porqué era el problema. Ahora Jossie tenía otra amante. Y también Jemima, si era verdad lo que le había contado. Entonces, ¿qué sentido tenía? ¿El perro que no come ni deja comer? Sabía que esas cosas ocurrían. Un tío es rechazado, encuentra a otra mujer, pero no puede quitarse de la cabeza a la primera. Entonces decide que la única manera de eliminar de su mente los recuerdos asociados a ella es eliminándola para poder seguir adelante con la mujer que la ha reemplazado. Jemima había sido, según propia confesión de Jossie y a pesar de su edad, su primera amante. Y ese primer rechazo es siempre el peor, ¿verdad?
Esos ojos suyos detrás de las gafas oscuras, pensó Robbie. El hecho de que tuviese tan poco que decir. Jossie trabajaba duro, pero ¿qué significaba eso? El centro de atención colocado en un objetivo -la construcción de su negocio- podía desplazarse fácilmente hacia otra cosa.
Robbie pensó todo esto mientras viajaba hacia Ringwood. Se enfrentaría a Jossie, decidió, pero aquél no era el momento. Quería verle sin que estuviese acompañado por la mujer que había reemplazado a Jemima.
Ringwood fue difícil de sortear. Robbie llegó desde Hightown Hill. Esto le obligó a pasar por delante del abandonado local del Cupcake Queen, cuya visión no podía soportar. Aparcó el Land Rover no muy lejos de la iglesia parroquial de San Pedro y San Pablo, que dominaba la plaza del mercado desde una pequeña colina donde se alzaba entre antiguas sepulturas. Desde el aparcamiento, Robbie podía oír el ruido permanente e incluso oler los gases de los tubos de escape de los camiones que circulaban por la carretera de circunvalación de Ringwood. Desde la plaza del mercado alcanzaba a ver las flores brillantes en el cementerio de la iglesia y las fachadas lavadas a mano de los edificios georgianos a lo largo de la calle principal. Era allí donde Gerber & Hudson Graphic Design tenía su pequeño grupo de oficinas, encima de una tienda llamada Food for Thought. Le dijo a Frank que se quedara en la entrada y subió las escaleras.
Robbie encontró a Meredith Powell sentada delante de su ordenador, en el proceso de crear un póster para un estudio de danza infantil en la ciudad. No era, él lo sabía, el trabajo que Meredith quería. Pero, a diferencia de Jemima, ella siempre había sido una persona realista y, como madre soltera que se había visto obligada a vivir en la casa de sus padres para poder ahorrar dinero, sabía muy bien que su sueño de diseñar telas no era un objetivo que pudiese alcanzar en un futuro cercano.
Cuando vio a Robbie, Meredith se levantó de su silla. Llevaba un caftán de brillantes colores veraniegos: lima intenso combinado con violeta. Hasta él podía darse cuenta de que esos colores no iban con ella. Era desgarbada y parecía fuera de lugar, igual que él. Ese pensamiento hizo que sintiera por ella una súbita y vergonzosa ternura.
– ¿Podemos hablar, Merry? -dijo él. Meredith pareció leer algo en su rostro. Se acercó a una de las oficinas interiores, asomó la cabeza y habló brevemente con alguien. Luego se reunió con él. Robbie la llevó escaleras abajo y, una vez que estuvieron en la calle, pensó que la iglesia o el cementerio de la iglesia era el mejor lugar para decírselo.
Meredith saludó a Frank con un: «Hola, Frank», y el weimaraner agitó la cola y los siguió por la acera. Meredith miró a Robbie.
– Pareces… -dijo-. ¿Ha ocurrido algo, Rob? ¿Has tenido noticias de ella?
Él le dijo que sí. Había tenido noticias acerca de ella. Subieron la escalinata que llevaba al cementerio, pero allí hacía demasiado calor, pensó él, con el sol cayendo a plomo y ni un soplo de brisa. De modo que encontró un lugar con sombra para Frank debajo de un banco en el porche y llevó a Meredith al interior de la iglesia. Para entonces, ella ya le estaba preguntando:
– ¿Qué ocurre? Es algo malo. Puedo verlo. ¿Qué ha pasado?
La chica no lloró cuando él se lo explicó. En cambio, se dirigió a uno de los estropeados bancos de madera. Se sentó. Cruzó las manos sobre el regazo y, cuando él se puso junto a ella en el banco, le miró.
– Estoy terriblemente apenada, Rob -musitó-. Esto debe de ser horrible para ti. Sé lo que ella significa para ti. Sé que era… Ella lo es todo.
El hombre agitó la cabeza. No podía contestar. El interior de la iglesia estaba fresco, pero él aún sentía calor. Se maravilló cuando, junto a él, vio que Meredith temblaba.
– ¿Por qué se marchó? -La voz de Meredith estaba teñida de angustia. Él advirtió, sin embargo, que había hecho la pregunta como una forma más de esos «¿por qué?» universales. ¿Por qué ocurren esas cosas terribles? ¿Por qué la gente toma decisiones incomprensibles? ¿Por qué existe el mal?-. Por Dios, Rob. ¿Por qué se marchó? Amaba New Forest. No era una chica de ciudad. Apenas si pudo soportar el colegio en Winchester.
– Ella dijo…
– Sé lo que dijo. Tú me contaste lo que dijo. Y él también. -Se quedó un momento en silencio, pensando-. Todo esto tiene que ver con Gordon. Tal vez no el asesinato, pero sí parte de él. Una pequeña parte. Algo que todavía no somos capaces de ver o entender. De alguna manera. Una parte.
Y entonces comenzó a llorar. Fue en ese momento cuando cogió uno de los cojines de su soporte y lo colocó junto a las rodillas.
Al verla, creyó que se disponía a rezar; en cambio, comenzó a hablarle a él, pero con la cara vuelta hacia el altar, con sus retablos de ángeles tallados que alzaban sus escudos de cuadrifolio. Describían los instrumentos de la pasión. Interesante, pensó con impotencia, no tenían nada que ver con los instrumentos de defensa.
Meredith le contó que había investigado a la nueva pareja de Gordon, Gina Dickens, acerca de lo que le dijo…, sobre lo que estaba haciendo en esta parte de Hampshire. Nadie sabía nada acerca de ningún programa destinado a chicas en riesgo de exclusión, le dijo Meredith, y su voz sonaba amarga mientras le comunicaba las noticias. Ningún programa en el colegio en Brockenhurst, ningún programa en el distrito, ningún programa en ninguna parte.
– Ella miente -concluyó Meredith-. Conoció a Gordon hace mucho tiempo, puedes creerme, y quiso estar con él, y Gordon con ella. No fue suficiente con que lo hicieran en un hotel o algo por el estilo -Meredith dijo esto último con la amargura de una mujer que había hecho exactamente eso-, sin que nadie lo supiera. Ella quería más. Lo quería todo. Pero no podía conseguirlo con Jemima presente, verdad, de modo que consiguió que Gordon alejase a Jemima. Rob, esa mujer no es quien dice ser.
Robbie no sabía cómo responder. Todo le parecía poco verosímil. Se preguntó cuál era el verdadero propósito que había animado a Meredith a investigar a Gina Dickens y lo que decía hacer en Hampshire. Meredith se caracterizaba por no estar de acuerdo con todas aquellas personas que no podía entender y, en más de una ocasión a lo largo de los años de su amistad, Jemima había tenido conflictos con Meredith debido precisamente a esto, a la incapacidad de Meredith para entender por qué Jemima no podía simplemente no estar con un hombre, ya que Meredith era total y perfectamente capaz de hacerlo. Meredith no era una cazadora de hombres en serie; por lo tanto, en su opinión, Jemima tampoco lo era.
Sin embargo, en esta cuestión había algo más que eso, y Robbie creía saber de qué se trataba: si Gina quería a Gordon y había hecho lo posible para que apartase a Jemima de su vida para tenerlo sólo para ella, entonces Gordon había hecho por Gina lo que el lejano amante londinense de Meredith no había hecho por ella, a pesar de que había existido una necesidad mayor en forma de su propio embarazo. Gordon había alejado a Jemima, abriendo la puerta para que Gina entrase completamente en su vida, no como una amante secreta, sino como una explícita pareja en su vida. Esto seguramente habría enfurecido a Meredith. No era de piedra.
– La Policía ha hablado con Gordon -le dijo Robbie-. Supongo que también hablaron con ella. Con Gina. Me preguntaron dónde estaba cuando Jemima…, cuando ocurrió y…
Meredith se volvió hacia él.
– ¡No hicieron eso!
– Por supuesto que sí. Tenían que hacerlo. De modo que también se lo preguntaron a él. Y a ella, probablemente. Y si no lo hicieron, lo harán. Vendrán a hablar contigo también.
– ¿Conmigo? ¿Por qué?
– Porque tú eras su amiga. Tuve que elaborar una lista con los nombres de todas las personas que pudieran decirles algo, cualquier cosa. Están aquí para eso.
– ¿Qué? ¿Para acusarnos? ¿A ti? ¿A mí?
– No. No. Sólo para asegurarse de que saben todo lo que hay que saber sobre Jemima. Lo que significa… -Dudó un momento.
Ella alzó la cabeza. El pelo le rozaba los hombros. Él vio que en los lugares donde la piel estaba desnuda tenía pecas, como en el rostro. Recordaba que ella y su hermana, de adolescentes, estaban muy preocupadas por tener pecas en la cara. Probaban numerosos productos y usaban maquillaje. Eran, simplemente, dos chicas que crecían juntas. La intensidad del recuerdo le golpeó con fuerza.
– Ah, Merry -soltó, y no pudo continuar.
No quería echarse a llorar delante de ella. Le parecía inútil y un gesto de debilidad. De pronto fue estúpida y egoístamente consciente de lo espantosamente feo que era, de cuan horrible le haría parecer el llanto ante la amiga de Jemima, y si bien eso era algo que nunca le había importado antes, ahora sí le importaba, porque quería consuelo. Y pensó que no había ningún consuelo, que nunca había habido y nunca lo habría para los hombres feos como él.
– Tendría que haber mantenido el contacto con ella este último año, Rob -dijo Meredith-. Si lo hubiese hecho, quizá no se habría marchado de aquí.
– No debes pensar eso -dijo él-. No es culpa tuya. Eras su amiga y estabais pasando por un mal momento. Es algo que suele suceder.
– Era algo más que un mal momento. Era… Yo quería que ella me escuchara, Rob, que me prestara atención, sólo por una vez. Pero había cosas sobre las que ella nunca habría cambiado de opinión, y una de esas cosas era Gordon. Porque en aquella época ya se acostaban, y siempre que Jemima se acostaba con un tío…
Él le aferró el brazo para que no siguiera hablando. Sintió que el llanto crecía en su interior, pero no quería y no podía dejarlo salir. No podía mirarla, de modo que observó los vitrales que rodeaban el altar y pensó que debían ser de la época victoriana, porque la iglesia había sido reconstruida y allí estaba Jesús diciendo: «Soy Yo, nada debéis temer». Y estaba San Pedro y también el Buen Pastor, y allí, oh, allí estaba Jesús con los niños, y estaba sufriendo para que los niños pequeños fueran a él, y ése era el problema, ¿verdad?, que los niños pequeños con todos sus problemas no sufrieran. ¿No era ése acaso el verdadero problema cuando todo lo demás te lo habían arrebatado?
Meredith estaba callada. Él mantenía la mano sobre su brazo y se dio cuenta de la fuerza con la que lo apretaba y el daño que debía estar provocándole. Sintió que los dedos de Meredith se movían sobre los suyos allí donde parecían garras sobre la piel desnuda, y se le ocurrió que ella no estaba tratando de deshacerse de su mano, sino que estaba acariciando sus dedos y luego la mano, describiendo círculos lentos y pequeños para decirle que entendía su pena, aunque la verdad era que ella no podía entender, nadie podía, lo que significaba que te lo robasen todo y no tener ninguna esperanza de llenar ese vacío.