Meredith finalmente siguió la pista de Gordon Jossie hasta Fritham. Había supuesto que aún estaría trabajando en ese edificio, en Boldre Gardens, donde Gina Dickens le había conocido, pero cuando llegó allí era obvio por el estado del tejado que ya hacía tiempo que se había marchado a otro trabajo. La paja estaba perfectamente colocada y la pieza que hacía las veces de firma de Gordon estaba en su sitio en el caballete: un elegante pavo real cuya larga cola protegía la esquina más vulnerable del caballete y caía en forma de paja esculpida un par metros desde el tejado.
Meredith masculló su decepción con un insulto -en voz apenas audible para que Cammie no pudiese oírla- y le dijo a su hija:
– Vamos hasta el estanque de los patos, ¿quieres?, parece ser que allí hay un puente verde muy bonito que lo cruza. Podremos caminar por él.
El estanque de los patos y el puente las mantuvo allí una hora, pero resultó ser un tiempo bien aprovechado. Después del paseo se detuvieron en el quiosco de refrescos y, mientras compraba un helado para Cammie y una botella de agua para ella, Meredith averiguó dónde podía encontrar a Gordon Jossie sin necesidad de llamarle por teléfono y, de ese modo, darle tiempo para que se preparase antes de verla.
Gordon estaba trabajando en el pub que había cerca de Eyeworth Pond. Se enteró de estos detalles por la chica que atendía la caja, quien aparentemente disponía de la información porque había tenidos los ojos puestos en el aprendiz de Gordon durante todo el tiempo que los dos hombres habían trabajado en Boldre Gardens. Ella, al parecer, había conseguido empezar a hacerse querer por el muchacho, a pesar de -o quizá debido a- que sus piernas estaban tan arqueadas que tenían la forma del hueso de la suerte de un pavo. Allí era donde Meredith podía encontrar a los tíos que cubrían de paja los tejados, dijo la joven, cerca de Eyeworth Pond. Entornó los ojos y le preguntó a cuál de los dos hombres buscaba. Meredith se sintió tentada de decirle que reservase la ansiedad para algo que mereciera realmente la pena. Un hombre en cualquier estado, de cualquier edad, y en cualquier forma era la última cosa que ella deseaba añadir a su vida. Pero le contestó que estaba tratando de encontrar a Gordon Jossie, así que la joven le indicó la ubicación exacta de Eyeworth Pond, justo al este de Fritham. Y, de todos modos, el pub se encontraba más cerca de Fritham que del estanque, añadió.
La perspectiva de otro estanque y de toparse con más patos hizo que resultase más fácil sacar a Cammie de los prados y las flores de Boldre Gardens, y llevarla al coche. No era en absoluto su lugar favorito, ya que odiaba las restricciones de su sillita y la falta de aire acondicionado en el vehículo, y ya hacía tiempo que disfrutaba mostrando su desagrado ante la situación. Por suerte, sin embargo, Fritham se encontraba a sólo un cuarto de hora de los jardines, justo al otro lado de la A31. Meredith condujo hasta allí con todas las ventanillas bajadas y, en lugar de su cinta de afirmación personal, puso una de las favoritas de Cammie. Su hija -¡qué sorpresa!- tenía predilección por los tenores y, de hecho, era capaz de cantar Nessuno dorma con un ardor operístico asombroso.
A Meredith no le resultó difícil encontrar el pub en cuestión. El Royal Oak era un mejunje de estilos que reflejaba los diferentes periodos que se habían sucedido en las ampliaciones del local. De tal modo, el pub combinaba arcilla y paja, entramados de madera y ladrillo, y el tejado era en parte de paja y en parte pizarra. Gordon había quitado la paja vieja hasta dejar las vigas a la vista. Cuando Meredith llegó, Gordon estaba bajando del andamio donde, debajo del roble epónimo del pub, su aprendiz estaba organizando unos manojos de carrizos. A Cammie le pareció estupendo mecerse en un columpio situado al aire libre, en un extremo de la taberna, de modo que Meredith sabía que su hija estaría entretenida mientras su mamá conversaba con Gordon.
El hombre no pareció sorprendido al verla. Meredith supuso que Gina Dickens le había informado de su visita a la casa, ¿quién podía culparla? Se preguntó si, después de haber hecho su informe, Gina también le había hablado a Gordon acerca de un coche que no era de él y de la ropa que estaba guardada en el desván de la casa. Tal vez. Se había mostrado muy nerviosa cuando Meredith le hizo una descripción detallada del lugar que Jemima Hastings había ocupado en la vida de Gordon Jossie.
Meredith no perdió el tiempo en preámbulos una vez que vio a Cammie instalada en el columpio. Se dirigió hacia Gordon Jossie y le espetó:
– Lo que me gustaría saber, Gordon, es cómo se suponía que Jemima iba a viajar a Londres sin su coche.
Aguardó a oír la respuesta, bien atenta a su expresión. Gordon miró a su aprendiz.
– Vamos a tomarnos un descanso, Cliff -dijo. No añadió nada más hasta que el joven asintió y desapareció en el interior del pub. Luego se quitó la gorra de béisbol y se enjugó el rostro y la calva con un pañuelo que sacó del bolsillo de los tejanos. Llevaba puestas las gafas de sol y no se las quitó, algo que, pensó Meredith, haría que fuese muy difícil leer su expresión. Siempre había pensado que Gordon llevaba gafas oscuras tan a menudo porque no quería que la gente viese sus ojos inquietos, pero Jemima le había dicho: «Oh, eso es una tontería», y, al parecer, creía que no había nada raro en un hombre que usaba esa clase de gafas con lluvia o con sol, a veces incluso dentro de la casa. Pero ese había sido el problema desde el principio: Meredith pensaba que había un montón de cosas acerca de Gordon Jossie que simplemente olían mal, mientras que Jemima se negaba a verlas. Después de todo, él era un hombre, un ejemplar de una subespecie entre la que Jemima había estado dando bandazos durante años como si fuese alguien controlado por una máquina de pinball.
Gordon se quitó las gafas oscuras, pero sólo el tiempo suficiente para limpiar los cristales con el pañuelo, y luego volvió a ponérselas, guardó el pañuelo en el bolsillo de los vaqueros y dijo con voz tranquila:
– ¿Qué tenías contra mí, Meredith?
– El hecho de que separases a Jemima de sus amigos.
Gordon asintió lentamente, como si estuviese asimilando las palabras de Meredith.
– De ti, quieres decir -soltó finalmente.
– De todos, Gordon. No lo negarás, ¿verdad?
– No tiene sentido negar algo absolutamente equivocado. Estúpido también, si no te importa que te lo diga. Tú dejaste de venir a casa, de modo que si hubo alguna separación fuiste tú quien la provocó. ¿Quieres hablar de por qué lo hiciste?
– De lo que quiero hablar es de por qué el coche de Jemima está en su granero. Quiero saber por qué le dijiste a esa… rubia que está en tu casa que el coche es tuyo. También quiero saber por qué la ropa de Jemima está en unas cajas en el desván y por qué no hay siquiera un vago indicio de ella en ningún lugar de la casa.
– ¿Por qué se supone que debo decirte todo eso?
– Porque si no me lo dices, o si lo haces y no quedo satisfecha con tu explicación…
Meredith dejó la amenaza pendiente. Gordon no era tonto. Sabía cuál era el resto de la frase.
No obstante, preguntó:
– ¿Qué?
Llevaba puesta una camiseta de manga larga, y del bolsillo del pecho sacó un paquete de cigarrillos. Encendió uno con un mechero de plástico. Y luego esperó la respuesta de Meredith. Gordon volvió la cabeza ligeramente para mirar detrás de ella, donde, al otro lado de la calle, frente al Royal Oak, se alzaba una vieja casa de ladrillo rojo en el borde del brezal. El propio brezal se extendía en la distancia, salpicado por el púrpura de los brezos. Más allá había un bosque. Las copas de los árboles parecían brillar bajo el calor del verano.
– Oh, sólo respóndeme -dijo Meredith-. ¿Dónde está y por qué no se llevó su coche?
Gordon volvió la cabeza nuevamente hacia ella.
– ¿Qué iba a hacer con un coche en Londres? No se lo llevó porque no lo necesitaba.
– Entonces, ¿cómo llegó a Londres?
– No tengo idea.
– Eso es absurdo. No puedes esperar que crea…
– Tren, autocar, helicóptero, ala delta, patines -la interrumpió él-. No lo sé, Meredith. Un día dijo que se marchaba, y al día siguiente se largó. Cuando llegué a casa del trabajo, ya no estaba. Supongo que cogió un taxi hasta Sway y luego el tren desde allí. ¿Y qué?
– Tú le hiciste algo. -Meredith no había pretendido acusarle, no de este modo y no tan deprisa. Pero pensar en ese coche y en las mentiras alrededor de él, y en Gina Dickens instalada en la casa mientras las pertenencias de Jemima languidecían metidas en cajas en el desván…-. ¿Verdad? -insistió-. Rob trató de comunicarse con ella por teléfono, y Jemima no le contestó… y tampoco le devuelve las llamadas y…
– Él te interesa, ¿verdad? Bueno, Rob siempre ha estado disponible y, pensándolo bien, supongo que es una jugada inteligente.
Meredith deseó golpearle. No tanto por lo ridículo del comentario, sino por el hecho de que eso era lo que Gordon pensaba, que, igual que Jemima, ella siempre estaba buscando un hombre, que de alguna manera estaba incompleta e insatisfecha, tan… tan desesperada sin un hombre que mantenía sus antenas femeninas preparadas por si algún tío disponible aparecía cerca de ella. Algo que -en relación con Rob Hastings- era completamente absurdo, ya que era quince años mayor que ella y le conocía desde que tenía ocho años.
– ¿De dónde salió esa tal Gina? -preguntó-. ¿Cuánto hace que la conoces? ¿La conociste antes de que Jemima se marchase, ¿verdad, Gordon? Ella era la razón de todo esto.
Gordon meneó la cabeza, transmitiendo de forma elocuente tanto su incredulidad como su asco. Dio una profunda calada al cigarrillo con un gesto que Meredith interpretó como airado.
– Conociste a esa tal Gina…
– Su nombre es Gina. Gina Dickens, punto. No la llames «esa tal Gina». No me gusta.
– ¿Es que acaso se supone que debe importarme que a ti no te guste? Conociste a esa persona y decidiste que preferías estar con ella y no con Jemima, ¿no es así?
– Eso es un puto disparate. Vuelvo al trabajo.
Gordon se dio la vuelta para marcharse.
Meredith alzó la voz.
– Tú la alejaste. Quizá Jemima esté en Londres ahora, pero nunca hubo una razón para que ella se marchase, excepto tú. Ella tenía aquí su propio negocio. Había contratado a Lexie Streener. Estaba tratando de que el Cupcake Queen fuese un éxito, pero a ti eso no te gustaba, ¿verdad? Le pusiste las cosas difíciles. Y, de alguna manera, utilizaste eso, o el interés de Jemima en su negocio, o las horas que estaba fuera de casa, o «lo que sea», para que ella sintiera que tenía que marcharse. Y luego trajiste a Gina… -A Meredith todo eso le parecía tan razonable, tan propio de la forma en que actuaban los hombres.
– Vuelvo al trabajo -repitió él mientras se dirigía a la escalera que daba acceso al andamiaje que se extendía a lo largo del edificio. Antes de comenzar a subir, sin embargo, se volvió hacia ella-. Para que conste, Meredith, Gina no llegó aquí, a New Forest, hasta junio. Vino de Winchester y…
– ¡De donde eres tú! Fuiste a la escuela allí. La conociste entonces.
Ella sabía que su voz sonaba como un chillido, pero no podía evitarlo. Por alguna razón que no era capaz de entender había comenzado a sentirse desesperada por saber qué estaba pasando y qué había ocurrido durante todos esos meses en los que Jemima y ella se habían distanciado.
Gordon agitó la mano a modo de despedida.
– Puedes creer lo que quieras. Pero lo que yo quiero es saber por qué me has odiado desde el principio.
– No se trata de mí.
– Todo trata de ti, y por eso me odiaste desde la primera vez que me viste. Piensa en eso antes de volver por aquí. Y deja a Gina en paz.
– Jemima es la razón…
– Jemima -dijo él con voz tranquila- ya habrá encontrado fácilmente a otro hombre. Tú lo sabes tan bien como yo. Y espero que eso también te vuelva loca.
La camioneta de Gordon Jossie no estaba a la vista cuando Robbie Hastings aparcó tras los altos setos, en el camino particular de la casa. Pero eso no le hizo cambiar de idea. Si Gordon no estaba allí, aún existía la posibilidad de que su nueva mujer sí estuviese en la casa, y Robbie quería verla tanto como deseaba hablar con Gordon. También quería echar un vistazo por los alrededores. Y quería ver el coche de Jemima con sus propios ojos, aunque Meredith nunca podía haberlo confundido con el de otra persona. Era un Fígaro, y no se ven coches así todos los días en la carretera.
No tenía ni idea de todo lo que aquello podía o no probar. Había llamado otras dos veces al móvil de Jemima, y no había obtenido respuesta. Comenzaba a sentir pánico. Jemima era una chica alocada, pero nunca ignoraría a su propio hermano.
Robbie se dirigió hacia el prado donde pastaban dos ponis. Era una época del año un tanto extraña para sacar a los animales del bosque, y se preguntó cuál sería el problema. Ambos ponis parecían encontrarse en perfectas condiciones.
Miró hacia la casa por encima del hombro. Todas las ventanas estaban abiertas, como si confiasen en que entrase la brisa, pero no parecía haber nadie dentro. Todo le venía de perlas. Meredith había dicho que el coche de Jemima estaba en el granero, de modo que dirigió allí sus pasos. Había abierto ya la puerta cuando oyó la agradable voz de una mujer que preguntaba:
– Hola. ¿Puedo ayudarle en algo?
La voz llegaba de un segundo prado, que se encontraba en el costado este del granero, al otro lado de un estrecho sendero rural lleno de baches que llevaba al brezal. Robbie vio a una mujer joven que se quitaba restos de hierbajos de las rodillas de los pantalones vaqueros. Parecía como si la hubiese vestido la diseñadora de uno de esos programas de la tele: camisa blanca almidonada y con el cuello levantado, pañuelo de cuello vaquero, sombrero de paja que le protegía el rostro de los rayos del sol. Llevaba gafas de sol, pero podía asegurar que era guapa. Más guapa que Jemima con diferencia, alta y con curvas en lugares donde otras chicas de su edad habitualmente no deseaban tenerlas.
– ¿Busca a alguien? -preguntó ella.
– A mi hermana -dijo Robbie.
– Oh -dijo ella.
Ninguna sorpresa, pensó él. Bueno, a estas alturas no tendría que mostrarse sorprendida, ¿verdad? Meredith había estado allí antes que él, y qué mujer no haría preguntas acerca de su hombre si el nombre de otra mujer surgía de manera inesperada.
– Me dijeron que su coche está en el granero -dijo Robbie.
– Claro -dijo ella-. El mío también. Espere un momento.
Se agachó para pasar a través de la cerca alambrada. Eran alambres de espino, pero llevaba guantes gruesos para mantenerlos apartados. También llevaba un mapa de alguna clase, parecía un Ordnance Survey. [11]
– Ya he terminado aquí -dijo-. El coche está allí dentro.
Así era. No estaba oculto debajo de una lona, como había dicho Meredith, sino a plena luz: era gris acorazado con el techo crema. Era un cacharro viejo y, como tal, lo habían metido en el fondo del granero. Detrás de él había otro coche, un Mini Cooper último modelo, aparentemente el de la mujer.
La chica se presentó, aunque sabía perfectamente que no podía ser otra que Gina Dickens, la sustituta de Jemima. Se había sentido bastante molesta al enterarse de que el coche no era de Gordon, sino de su antigua pareja. Había tenido algunas palabras con él por ese motivo, añadió. Y también a causa de la ropa de Jemima, que estaba guardada en unas cajas en el desván de la casa.
– Gordon me dijo que se había marchado hacía varios meses y que en todo ese tiempo no había tenido ninguna noticia de ella, que es probable que no regrese, que ellos…, bueno, no dijo exactamente que hubiesen tenido una pelea, sólo que se separaron. Dijo que era algo que se veía venir desde hacía tiempo y que había sido idea de ella, y como él esperaba seguir adelante con su vida, había metido todas sus cosas en cajas y no se había deshecho de ellas. Pensó que algún día querría recuperarlas y le pediría que se las enviase cuando… estuviese instalada en alguna parte, supongo. -Se quitó las gafas y le miró abiertamente-. Estoy hablando sin parar -dijo-. Lo siento. Es que todo esto me pone nerviosa. Me refiero a la impresión que da y todo lo demás. Su coche aquí, sus cosas metidas en unas cajas en el desván.
– ¿Usted creyó a Gordon?
Robbie deslizó la mano por el coche de Jemima. No tenía una mota de polvo y brillaba con una pátina reluciente. Ella siempre lo había cuidado muy bien. De modo que Meredith tenía razón en cuanto a esto: ¿por qué su hermana no se lo había llevado? Cierto, sería difícil tener un coche en Londres. Pero ella no habría tenido eso en cuenta. Cuando la atacaba un impulso, nunca se detenía a considerar la situación.
Gina contestó con la voz ligeramente alterada:
– Bueno, en realidad no tenía ninguna razón para no hacerlo, señor Hastings. Me refiero a creer en lo que me dijo. ¿Usted piensa de otro modo?
– Robbie -dijo él-. Mi nombre es Robbie. Puede llamarme así.
– Yo soy Gina.
– Sí. Lo sé. -Él la miró-. ¿Dónde está Gordon?
– Está trabajando cerca de Fritham. -Se frotó los brazos como si hubiese sentido un súbito escalofrío-. ¿Le gustaría entrar? -preguntó-. En la casa, quiero decir.
No tenía ningún interés en hacerlo, pero la siguió, esperando que quizá pudiera averiguar algo que mitigase su creciente preocupación. Atravesaron la zona del lavadero y de allí pasaron a la cocina. Gina dejó el mapa sobre la mesa y Robbie vio que se trataba efectivamente de un mapa de Ordnance Survey, tal y como había pensado. Ella había marcado la propiedad y había añadido al mapa una segunda hoja de papel con un dibujo hecho a lápiz. Este también mostraba la propiedad, sólo que era más grande. Gina aparentemente vio que estaba examinando el dibujo porque dijo: «Estamos…», y su voz sonó vacilante, como recelosa de compartir la información.
– Bueno, Gordon y yo estamos pensando en hacer algunos cambios por aquí.
Eso desde luego decía mucho acerca de la ausencia de Jemima. Robbie miró a Gina Dickens. Ella se había quitado el sombrero. Su cabello era puro oro. Estaba moldeado en su cabeza como una gorra ajustada, en un estilo que recordaba a los locos años veinte. Se quitó los guantes y los lanzó sobre la mesa.
– Un tiempo sorprendente -dijo-. ¿Quiere un poco de agua? ¿Sidra? ¿Una Coca-Cola? -Cuando él negó con la cabeza, Gina se acercó a la mesa y se quedó a su lado. Se aclaró la garganta. Robbie percibió que no estaba cómoda. Aquí estaba ella con el hermano de la ex amante de su amante. Era una situación «jodidamente» incómoda. Él también lo estaba-. Pensaba en que sería fantástico tener un verdadero jardín, pero no estaba muy segura de dónde hacerlo. Estaba intentando determinar dónde termina realmente la propiedad, y pensé que uno de estos mapas me serviría de ayuda, pero no fue así. De modo que decidí que tal vez en el segundo prado…, como no estamos…, como él no lo está usando. Pensé que podría cultivar un bonito jardín, un lugar adonde podría traer a mis chicas.
– ¿Tiene hijos?
– Oh, no. Trabajo con chicas adolescentes. La clase de chicas que podrían meterse en problemas si no tienen a alguien que se interese por ellas. ¿Chicas en peligro? Esperaba poder tener un lugar, en alguna parte, además de una oficina…
Su voz se apagó. Usó los dientes para estirar la parte interna del labio.
Él quería que esa mujer no le gustara, pero no podía evitarlo. No era culpa suya que Gordon Jossie hubiera decidido seguir adelante después de que Jemima le abandonara si realmente era eso lo que había pasado. Robbie miró el mapa y luego el dibujo que había hecho Gina. Vio que había trazado una cuadrícula en la zona del prado y que había numerado cada una de las casillas.
– Estaba tratando de hacerme una idea del tamaño exacto -dijo ella a modo de explicación-. De ese modo podría saber con lo que estamos…, con lo que estoy trabajando. No sé si ese prado servirá para lo que tengo en la cabeza, de modo que si no es así, entonces, ¿tal vez parte del brezal…? Por eso estoy tratando de determinar dónde acaba la propiedad, en caso de que tenga que hacer el jardín…, de que «nosotros» tengamos que hacer el jardín en otro sitio.
– Tendrá que ser así -dijo Robbie.
– ¿Qué?
– No pueden hacer el jardín en el prado.
Ella pareció sorprendida.
– ¿Por qué no?
– Gordon y Jemima -Robbie no permitiría que su hermana no formase parte de la conversación- tienen derechos comunes aquí, y los prados están destinados a los ponis, si están enfermos.
Su rostro se descompuso.
– No tenía idea… -respondió ella.
– ¿De que Gordon tuviese derechos comunes?
– Ni siquiera sé lo que significa esa expresión, sinceramente.
Rob le explicó brevemente cómo parte de la tierra dentro de los límites del Perambulation gozaba de ciertos derechos inherentes a ella -el derecho de pastoreo, el derecho de bosque, el derecho de cortar árboles o marga o turbera-, y que esta propiedad en particular tenía el derecho de pastoreo común. Eso significaba que Gordon y Jemima disponían de ponis que podían pastar libremente en el New Forest, pero con la condición de que las tierras próximas a la casa debían conservarse para los ponis en caso de que los animales tuviesen que ser retirados del bosque por alguna razón.
– ¿Gordon no le explicó nada de esto? -preguntó-. Es extraño que estuviese pensando en hacer un jardín en el prado cuando sabe que no puede hacerlo.
Ella pasó los dedos por el borde del mapa.
– En realidad, yo no le he hablado del jardín. Gordon sabe que me gustaría traer a las chicas aquí, para que puedan ver los caballos, pasear por el bosque o los cotos, hacer un picnic junto a alguno de los estanques… Pero eso ha sido todo. Pensaba que primero haría un esquema. Ya sabe…, ¿esbozar un bosquejo?
Robbie asintió.
– No es mala idea. ¿Son chicas de ciudad? ¿De Winchester o Southampton, o algo así?
– No, no. Son de Brockenhurst. Quiero decir que van a clase en Brockenhurst -a la universidad o el instituto-, pero supongo que pueden proceder de cualquier parte del New Forest.
– Es buena idea siempre que algunas de ellas no procedan de propiedades iguales a ésta -observó él-. Si fuese así, no les resultaría muy divertido, ¿no cree?
Ella frunció el ceño.
– No había pensado en eso. -Se acercó a la ventana de la cocina. Desde allí se podía ver el camino particular que se adentraba en la propiedad y el prado de la zona oeste, un poco más allá-. Toda esta tierra -dijo con un suspiro-. Es una pena no darle un buen uso.
– Depende de cómo defina «buen uso» -dijo Robbie.
Mientras hablaba echó un vistazo alrededor de la cocina. Estaba desnuda de todos aquellos objetos que habían pertenecido a Jemima: su colección de libros de cocina, sus coloridos colgantes de pared y sus caballos en miniatura, que solían estar en un estante encima de la mesa -algunos pertenecientes a aquella colección que ella había conservado en su casa familiar, la casa de él- habían desaparecido. En su lugar había ahora una docena de tarjetas postales antiguas del tipo de las que precedieron a las tarjetas de felicitación: una para Pascua, una para el Día de San Valentín, dos para Navidad, etc. No eran de Jemima.
Al verlas, Robbie pensó que Meredith Powell estaba en lo cierto en cuanto a sus sospechas. Gordon Jossie había borrado a su hermana por completo de su vida. No era algo ilógico. Pero sí lo era conservar su coche y su ropa. Tenía que hablar con Jossie. De eso no había ninguna duda.