Capítulo 3

Su nombre era Gina Dickens, según descubrió Meredith, y aparentemente era la nueva pareja de Gordon Jossie, aunque en realidad no se refería a sí misma como tal. Ella no utilizó el término «nueva», pues resultó que no tenía idea de que hubiese una antigua pareja o una ex pareja, o comoquiera que uno quisiera llamar a Jemima Hastings. Tampoco utilizó la palabra «pareja» como tal, ya que no vivía exactamente en la casa, si bien «tenía esperanzas», añadió con una sonrisa. Pasaba más tiempo allí que en su propia casa, le confió, que no era más que una habitación amueblada con derecho a usar el baño y la cocina, situada en los altos del salón de té Mad Hatter. Estaba en Lyndhurst High Street, donde, francamente, el ruido de la mañana hasta la noche era realmente abrumador. Aunque, pensándolo bien, el ruido se prolongaba hasta después del anochecer, porque era verano y había numerosos hoteles, un pub, restaurantes…, y con todos los turistas que llegan en esta época del año… Se consideraba afortunada si conseguía conciliar cuatro horas de sueño cuando estaba allí. Algo que, a decir verdad, intentaba evitar.

Entraron en la casa. Meredith no tardó en comprobar que todas las cosas de Jemima habían desaparecido, al menos de la cocina, que fue hasta donde Meredith llegó, y también tan lejos como deseaba ir. Las alarmas se habían disparado dentro de su cabeza, tenía las palmas de las manos húmedas y las axilas le goteaban a ambos lados del cuerpo. Parte de esta reacción era fruto del creciente calor, pero el resto se debía a que todo estaba absolutamente mal.

Cuando habían permanecido en el exterior de la casa, la garganta de Meredith se había secado al instante hasta convertirse en un desierto.

Como si hubiese percibido esta situación, Gina Dickens la había acompañado dentro, le dijo que se sentara a la vieja mesa de roble y trajo agua de la nevera de diseño en una botella helada, exactamente la clase de cosa de la que Jemima se hubiese burlado. Gina sirvió agua para las dos en sendos vasos y dijo:

– Parece como si hubiera… No sé cómo llamarlo.

– Es nuestro cumpleaños -dijo Meredith estúpidamente.

– ¿El de Jemima y el suyo? ¿Quién es ella?

Al principio, Meredith no podía creer que Gina Dickens no supiese nada acerca de Jemima. ¿Cómo podía alguien vivir con una mujer todo el tiempo que Gordon había vivido con Jemima y, de alguna manera, ingeniárselas para ocultarle su existencia a su…? ¿Era Gina su siguiente amante? ¿O acaso era una más en la cola de sus amantes? ¿Y dónde estaba el resto de ellas? ¿Dónde estaba Jemima? Oh, Meredith había «sabido» desde el principio que Gordon Jossie no era trigo limpio.

– … en Boldre Gardens -estaba diciendo Gina-. ¿Cerca de Minstead? ¿Lo conoce? Él estaba cubriendo de paja una azotea de allí, y yo me había perdido. Tenía un mapa, pero soy una completa inútil incluso con un mapa. Espacialmente inservible. Norte, oeste, lo que sea. Ninguno de ellos significa nada para mí.

Meredith se animó. Gina le estaba contando cómo se habían conocido Gordon Jossie y ella, pero eso no le importaba. A ella le importaba Jemima Hastings.

– ¿Él nunca ha mencionado a Jemima? -preguntó-. ¿O el Cupcake Queen? ¿La tienda que ella abrió en Ringwood?

– ¿Pastelitos?

– A eso se dedica. Tenía un negocio que llevaba desde esta casa, pero creció demasiado… Pastelerías, hoteles y catering para fiestas, como cumpleaños infantiles y… ¿Nunca mencionó…?

– Me temo que no. No lo hizo.

– ¿Y qué hay de su hermano? ¿Robbie Hastings? Es un agister [5]. Todo esto… -Meredith hizo un gesto con el brazo que abarcaba toda la propiedad-. Esto forma parte de su terreno. Era parte del terreno de su padre. Y de su abuelo. Y de su bisabuelo. En su familia ha habido agisters desde hace tanto tiempo que toda esta parte del New Forest se llama en realidad los Hastings. ¿No lo sabía?

Gina meneó la cabeza. Parecía desconcertada y, ahora, un poco asustada. Apartó la silla unos centímetros de la mesa y desvió la mirada de Meredith al pastel que había traído con ella y que, ridículamente, había llevado a la casa. Al ver esto, a Meredith se le ocurrió que Gina no tenía miedo de Gordon Jossie -como tendría que haber sido-, sino de Meredith, quien estaba hablando como si estuviese loca.

– Debe de pensar que desvarío -dijo Meredith.

– No, no. Nada de eso. Es sólo que… -Las palabras de Gina eran rápidas y jadeantes, y pareció obligarse a no continuar hablando.

Ambas se quedaron en silencio. Desde fuera llegó un relincho.

– ¡Los ponis! -exclamó Meredith-. Si tienen ponis aquí, es probable que haya sido Robbie Hastings quien los trajo desde el Forest. O que lo haya arreglado con Gordon para ir a buscarlos. Pero, en cualquier caso, él habría venido en algún momento para echarles un vistazo. ¿Por qué hay ponis aquí?

Gina pareció más preocupada que antes ante el interrogatorio en el que se había convertido la conversación con Meredith. Aferró el vaso de agua con ambas manos y habló dirigiéndose a él más que a Meredith.

– Hay algo acerca de ellos… No lo sé exactamente.

– ¿Están heridos? ¿Cojos? ¿Desnutridos?

– Sí. Eso es. Gordon dijo que estaban cojos. Él los trajo del bosque… ¿hace tres semanas? Algo así. En realidad, no estoy segura. No me gustan los caballos.

– Ponis -la corrigió Meredith-. Son ponis.

– Oh, sí. Supongo. Nunca he podido ver la diferencia. -Dudó un momento, como si estuviese pensando en algo-. Él dijo…

Bebió un poco de agua, levantando el vaso con ambas manos, como si no hubiese sido capaz de llevárselo a los labios de otro modo.

– ¿Qué? ¿Qué fue lo que dijo? ¿Le dijo que…?

– Una, por supuesto, acaba «preguntando», ¿verdad? -dijo Gina-. Quiero decir, aquí tenemos a un hombre adorable que vive solo, de buen corazón, amable, apasionado cuando la pasión lo exige, ya sabe a lo que me refiero.

Meredith parpadeó. No quería saberlo.

– De modo que le pregunté cómo era que estaba solo, sin novia, ni pareja, ni esposa. «¿Nadie te echó el guante?» Esa clase de cosas. Durante la cena.

Sí, pensó Meredith. Fuera, en el jardín, sentados a la mesa de hierro forjado con las velas encendidas y los candelabros relucientes.

– ¿Y qué dijo él? -preguntó secamente.

– Que una vez había estado comprometido y que le habían herido profundamente, y que no quería hablar de ese tema. Así pues, no quise entrometerme en su vida privada. Pensé que me lo contaría cuando estuviese preparado.

– Es Jemima -dijo Meredith-. Jemima Hastings. Y ella es…

No quería ponerlo en palabras. Eso podría convertir en verdad lo que Gordon había dicho y, por lo que ella sabía, no era verdad en absoluto. Evaluó los hechos que conocía, que eran muy pocos. El Cupcake Queen estaba cerrado. Lexie Streener había hecho llamadas que nadie había devuelto. Esta casa en la campiña estaba medio ocupada por otra mujer.

– ¿Cuánto tiempo hace que se conocen Gordon y usted? -preguntó-. ¿Están liados? ¿Lo que sea?

– Nos conocimos a principios del mes pasado. En Boldre…

– Sí. En Boldre Gardens. ¿Qué hacía usted allí?

Gina pareció sorprendida. Era evidente que no esperaba esa pregunta, y aún más evidente era que no le había gustado nada.

– Estaba dando un paseo. Hace muy poco que vivo en New Forest, y me gusta explorar. -Sonrió como si quisiera quitarle hierro a lo que dijo a continuación-. ¿Sabe?, no estoy segura de por qué me hace todas estas preguntas. ¿Cree que a Jemima Hastings le ocurrió algo? ¿Que Gordon le hizo algo a ella? ¿O que yo le hice algo? ¿O que Gordon y yo hicimos algo juntos? Porque quiero que sepa que cuando llegué aquí, a esta casa en el campo, no había ningún indicio de que alguien…

Se interrumpió de pronto. Meredith vio que los ojos de Gina aún estaban fijos en ella, pero la mirada estaba desenfocada, como si estuviese viendo algo completamente distinto.

– ¿Qué? ¿Qué ocurre?

Gina bajó la mirada. Pasaron unos segundos. Los ponis volvieron a relinchar en algún lugar fuera de la casa y el gorjeo excitado de los doradillos invadió el aire, como si se advirtiesen mutuamente de la proximidad de un depredador.

– Tal vez -dijo Gina finalmente- debería venir conmigo.

Cuando Meredith finalmente encontró a Robbie Hastings, estaba en el aparcamiento en la parte trasera del Queen's Head, en Burley. Era un pequeño pueblo en el cruce de tres carreteras, dispuesto en una fila de edificios indecisos entre arcilla y paja, madera y ladrillo, todos los cuales exhibían tejados que se mostraban igualmente indecisos entre paja y pizarra. Como era verano, había vehículos por todas partes, incluidos seis autocares turísticos que habían traído visitantes, en la que probablemente sería su única experiencia en New Forest, aparte de viajar por los caminos rurales y contemplarlos cómodamente instalados en asientos mullidos y disfrutando del aire acondicionado. La experiencia consistiría en hacer fotografías de los ponis que vagaban libremente por los campos o en disfrutar de una comida cara en el pub o en uno de los pintorescos cafés, y hacer compras en las tiendas para turistas. Las tiendas eran el rasgo que definía al pueblo e incluían desde el Coven of Witches -orgullosamente el antiguo hogar de una auténtica bruja que había tenido que abandonar la región cuando su fama superó con creces su buena disposición a que invadieran su intimidad- hasta el Burley Fudge Shop, y todos los demás negocios instalados entre ambos. El Queen's Head dominaba todo este paisaje, al ser el edificio más grande del pueblo y, fuera de temporada, el lugar de reunión para todos los que vivían en la zona y que, con meridiana sensatez, evitaban acercarse tanto a él como a Burley en los meses de verano.

Meredith había telefoneado a Robbie a su casa en primer lugar, aunque sabía que probablemente no estuviese allí a esa hora del día. Como agister en activo, Robbie era el responsable del bienestar de todos los animales que vagaban libremente por la zona que tenía asignada -el área que como le había dicho a Gina Dickens se denominaba los Hastings-, y estaría en el Forest en su vehículo, o bien a caballo, asegurándose de que nadie molestase a los asnos, a los ponis, a las vacas y a alguna ocasional oveja. Porque éste era el mayor desafío al que debía enfrentarse quien trabajase en el Forest, especialmente durante los meses de verano. Era conmovedor ver a todos esos animales que no estaban restringidos por cercas, muros y setos. La gente tenía buenas intenciones, pero era congénitamente estúpida. Las personas que acudían al Forest no entendían que alimentar a un dulce y pequeño poni en verano condicionaba al animal para que pensara que alguien estaría allí, en el aparcamiento del Queen's Head, dispuesto a alimentarle también en pleno invierno.

Robbie Hastings parecía estar explicándole todo eso a un numeroso grupo de pensionistas con bermudas, zapatos acordonados y cámaras colgadas del cuello. Les había reunido junto a su Land Rover, en cuya parte trasera llevaba enganchado un remolque para caballos. A Meredith le pareció que Robbie había venido en busca de uno de los ponis del New Forest, algo que era inusual en esta época del año. Pudo ver al animal, inquieto, dentro del remolque. El hombre señalaba al animal mientras hablaba.

Meredith echó un vistazo a su pastel de chocolate cuando bajaba del coche. El baño que lo cubría se había derretido en la parte superior y comenzaba a formar un pequeño charco viscoso en la base. Varias moscas habían conseguido dar con él, pero el pastel era como una de esas plantas que comen insectos: cualquier cosa que aterrizaba sobre su superficie quedaba enlodado en esa mezcla de azúcar y cacao. Muerte por placer. El pastel estaba arruinado.

Ya no importaba. La situación estaba completamente descontrolada, y Robbie Hastings debía ser informado. Porque había sido el único padre para su hermana desde que ella tenía diez años, una posición a la que le había llevado un accidente de coche cuando tenía veinticinco años. El mismo accidente de coche que le había catapultado a la profesión que jamás pensó que conseguiría: uno de los, sólo, cinco agisters que trabajaban en el New Forest sustituyendo a su propio padre.

– … ésa es la razón por la que no debemos permitir que los ponis permanezcan en un solo lugar.

Robbie parecía estar completando sus observaciones ante un público con aspecto culpable por lo que aparentemente habían almacenado para la ocasión: manzanas, zanahorias, terrones de azúcar y cualquier cosa que pudiese atraer a un poni y que no formase parte de su alimentación natural. Cuando Robbie acabó con sus observaciones -expresadas con paciencia mientras los visitantes no dejaban de tomarle fotografías, aunque no llevaba su atuendo formal, sino que iba vestido con tejanos, camiseta y una gorra de béisbol-, saludó brevemente con la cabeza y abrió la puerta del Land Rover, dispuesto a marcharse de allí. Los turistas se alejaron hacia el pueblo y el pub, y Meredith se abrió paso entre ellos mientras llamaba a Robbie.

El hombre se volvió. Meredith se sintió como siempre en cuanto lo veía: llena de afecto, pero a la vez terriblemente apenada por el aspecto que le daban esos enormes dientes. Hacían que la boca fuese lo único que se percibía de él, y era realmente una lástima. Tenía buena planta, era fuerte y masculino, y sus ojos eran únicos: uno marrón y el otro verde, igual que los de Jemima.

Su rostro se iluminó.

– Merry Contrary [6].

– Han pasado muchos años, niña. ¿Qué estás haciendo en esta parte del mundo?

Llevaba guantes, pero se los quitó y extendió los brazos espontáneamente hacia ella, como siempre había hecho.

Meredith le abrazó. Ambos estaban acalorados y transpirados, y Robbie desprendía un olor ácido, mezcla de hombre y caballo.

– Qué día, ¿eh?

Robbie se quitó la gorra de béisbol revelando un cabello que hubiese sido grueso y ondulado si no lo llevara tan corto y pegado al cráneo. Era castaño y ya moteado de gris, algo que a Meredith le recordó su distanciamiento con Jemima. Tuvo la sensación de que la última vez que había visto el pelo de Robbie era aún completamente castaño.

– Llamé a la oficina de los guardas mayores, y me dijeron que estarías aquí -contestó ella.

Robbie se secó la frente con el antebrazo, volvió a ponerse la gorra y se la caló con fuerza.

– ¿Sí? ¿Qué hay? -Miró por encima del hombro mientras el poni se paseaba ruidosamente dentro del remolque y golpeaba contra los costados. El remolque se sacudió-. Eh, para ya -dijo al tiempo que hacía chasquear la lengua-. Sabes que no puedes quedarte aquí, en el Queen's Head, amigo. Tranquilo. Tranquilo.

– Jemima -dijo Meredith-. Es su cumpleaños.

– Así es. Y también es el tuyo. Lo que significa que tienes veintiséis años, y eso significa que yo… Dios mío, tengo cuarenta y uno. A estas alturas pensarías que habría encontrado una muchacha dispuesta a casarse con este pedazo de tío, ¿verdad?

– ¿Nadie te ha echado el lazo? -dijo Meredith-. Las mujeres de Hampshire están medio locas, Rob.

Él sonrió.

– ¿Qué me dices de ti?

– Oh, yo estoy completamente loca. Ya he tenido a mi único hombre, muchas gracias. No pienso repetir la experiencia.

Robbie volvió a sonreír.

– Maldita sea, Merry. No sabes cuántas veces he oído decir eso. ¿Para qué me has buscado, si no es para ofrecerme tu mano en matrimonio?

– Se trata de Jemima, Robbie, fui al Cupcake Queen y vi que estaba cerrado. Luego hablé con Lexie Streener y más tarde fui a su casa (la de Gordon y Jemima), y allí me encontré a una mujer, Gina Dickens. Ella no está viviendo allí ni nada por el estilo, pero está…, supongo que podríamos decir que está instalada. Y no sabe absolutamente nada acerca de Jemima.

– Entonces, ¿no has tenido noticias de ella?

– ¿De Jemima? No. -Meredith titubeó. Se sentía muy incómoda. Miró a Robbie tratando de leer su expresión-. Bueno, supongo que ella debe haberte explicado…

– ¿Lo que pasó entre vosotras dos? -preguntó-. Oh, sí. Me contó que os enfadasteis hace algún tiempo. No pensé que fuese algo permanente.

– Bueno, yo tenía que decirle que tenía mis dudas con respecto a Gordon. ¿No están los amigos para eso?

– Yo diría que sí.

– Pero todo lo que ella me respondió fue: «Robbie no tiene ninguna duda acerca de él, ¿por qué las tienes tú?».

– ¿Eso fue lo que te dijo?

– ¿Tenías dudas? ¿Igual que yo? ¿Las tenías?

– Oh, así es. Había algo en ese tío. No era exactamente que no me cayera bien, pero si Jemima iba a formar una pareja, me hubiera gustado que fuese con alguien que yo conociera bien. Y no conocía muy bien a Gordon Jossie. Pero considerando cómo se desarrollaron los acontecimientos, no tenía que haberme preocupado (lo mismo se aplica a ti), porque Jemima descubrió lo que fuera que debía descubrir cuando se lió con él, y fue lo bastante inteligente para dar por terminada la relación cuando pensó que debía hacerlo.

– ¿Qué significa eso exactamente? -Meredith cambió de posición. Se estaba cociendo bajo el sol. En este punto empezó a sentir como si todo su cuerpo se estuviese derritiendo, igual que su pobre pastel de chocolate en el coche-. Escucha, ¿podemos salir del sol? -preguntó-. ¿Podemos beber algo? ¿Tienes tiempo? Es necesario que hablemos. Creo que… Hay algo que no está bien.

Robbie miró hacia donde estaba el poni y luego a Meredith. Asintió al tiempo que decía: «Pero no en el pub». Cruzaron el aparcamiento hasta una pequeña arcada donde había puestos que vendían bebidas y bocadillos. Llevaron los suyos a la sombra de un castaño que extendía sus frondosas ramas sobre el borde del aparcamiento, donde un banco miraba hacia un prado que se abría en forma de abanico.

Un nutrido grupo de turistas estaba haciendo fotos a los ponis que pastaban con sus potrillos cerca de allí. Los animales eran especialmente llamativos, pero también muy asustadizos, lo que hacía que acercarse a ellos y a sus madres fuese más peligroso de lo habitual. Robbie observó el cuadro.

– Uno se pregunta qué diablos pretenden -dijo-. ¿Ese tío de allí? Es probable que reciba un mordisco. Y luego querrá que sacrifiquemos al poni o demandar a Dios sabe quién. No es que su pretensión le lleve a ninguna parte. Pero, aun así, hay algunas especies que necesitan ser apartadas para siempre del árbol genético.

– ¿Eso crees?

Robbie se sonrojó ligeramente ante la pregunta y luego la miró.

– Supongo que no -dijo. Luego añadió-: Se ha marchado a Londres, Merry. Un día me llamó por teléfono, hacia finales de octubre, y me dijo que se iba a Londres. Pensé que se refería a pasar el día, a comprar material o algo para la tienda. Pero me dijo: «No, no es por la tienda. Necesito tiempo para pensar. Gordon está hablando de matrimonio, y yo no estoy segura». Y allí sigue.

– ¿Estás seguro de eso? ¿Qué él le habló de matrimonio?

– Sí. ¿Por qué?

– Pero ¿qué hay del Cupcake Queen? ¿Por qué iba Jemima a abandonar su negocio?

– Sí. Es un poco extraño, ¿verdad? Intenté hablar con ella sobre eso, pero no quería saber nada. Todo lo que dijo fue que necesitaba tiempo para pensar.

– Londres. -Meredith se concentró en la palabra-. ¿Pensar en qué? ¿Boda? ¿Por qué?

– No lo dijo, Merry. Y sigue sin abrir la boca en cuanto a eso.

– ¿Hablas con ella?

– Oh, sí. Por supuesto que sí. Una vez por semana o más. Siempre me llama. Bueno, no podía ser de otro modo. Ya conoces a Jemima. Se preocupa por cómo me las arreglo sin aparecer por aquí como acostumbraba a hacerlo. De modo que se mantiene en contacto.

– Lexie me dijo que intentó llamar a Jemima. Primero le dejó mensajes y luego ya no pudo comunicarse con ella. De modo que tú hablas con ella una vez…

– Tiene un móvil nuevo -dijo Robbie-. No quería que Gordon tuviese el número. Él no dejaba de llamarla. Jemima no quiere que sepa dónde está.

– ¿Qué diablos pasó entre ellos?

– No lo sé, y ella tampoco me lo dijo. Fui allí una vez que Jemima se hubo marchado, porque ella había estado viviendo en una propiedad de la Corona… Pensé que debía hablar con Gordon.

– ¿Y…?

Robbie meneó la cabeza.

– Nada. Gordon dijo: «Tú sabes lo mismo que yo, amigo. Siento lo mismo que siempre. Son sus sentimientos los que han cambiado».

– ¿Hay alguien más?

– ¿Por parte de Jemima? -Robbie se llevó la lata de Coca-Cola a los labios y se bebió casi todo su contenido-. No había nadie cuando se marchó. Se lo pregunté. Ya conoces a Jemima. Es difícil pensar que abandonase a Gordon sin tener a alguien dispuesto a ser su novio.

– Sí, lo sé. Ese asunto de «estar sola». No puede resolverlo, ¿verdad?

– ¿Y quién la culpa? Después de lo que les pasó a nuestros padres…

Ambos se quedaron en silencio, pensando en ello, qué miedos se habían forjado en Jemima a raíz de haber perdido a sus padres cuando era una niña y cómo se habían manifestado esos miedos en su vida.

Al otro lado del prado, frente a ellos, un hombre mayor ayudado de un andador se estaba acercando demasiado a uno de los potrillos. La cabeza de su madre se alzó como un resorte, pero no había nada de lo que preocuparse. El potrillo se alejó rápidamente y la pequeña manada hizo lo propio.

Robbie suspiró.

– Tendría que haberme ahorrado las gachas de avena, para el caso que me hacen. Creo que algunas personas tienen algodón en lugar de cerebro. Mírale, Merry.

– Necesitas un megáfono.

– Necesito mi escopeta.

Robbie se levantó. Encararía a ese hombre, como era su obligación. Pero había algo más que Meredith quería que él supiera. Tal vez las cosas habían quedado explicadas en relación con Jemima, pero no todo estaba claro.

– Rob, ¿cómo llegó Jemima a Londres?

– En su coche, supongo.

Y éste era el meollo de todo el asunto. Era la respuesta que ella temía oír. Constituía un elemento accesorio y se convirtió en una alarma. Meredith la sintió como un cosquilleo en los brazos y un escalofrío -a pesar del intenso calor- que subió por su columna vertebral.

– No -dijo-. No fue así.

– ¿Qué? -Robbie se volvió para mirarla.

– Jemima no fue en su coche a Londres. -Meredith también se levantó-. Por eso he venido a verte. Su coche está en el granero de la casa de Gordon, Robbie. Gina Dickens me lo mostró. Estaba debajo de una lona, como si quisiera ocultarlo.

– Estás de broma.

– ¿Por qué iba a gastar bromas con este asunto? Ella, Gina Dickens, le preguntó a Gordon por el coche. Le dijo que era de él. Pero Gordon ni siquiera lo había conducido, y eso llevó a Gina a pensar que…

Meredith volvía a tener la garganta seca, desértica, como la había sentido durante su conversación con Gina.

Robbie tenía el ceño fruncido.

– ¿A pensar qué? ¿Qué está pasando, Merry?

– Eso es lo que quiero saber. -Rodeó con la mano el brazo musculoso de Robbie-. Porque eso no es todo, Rob.

Robbie Hastings intentó no mostrarse preocupado. Tenía obligaciones que cumplir -en este momento la más importante era el transporte del poni en el remolque-, y tenía que centrarse en su trabajo. Pero Jemima era una parte importante de sus obligaciones, a pesar de que ahora ya fuese una mujer adulta. Porque el hecho de que su hermana se hubiese convertido en adulta no había cambiado las cosas entre ellos. Él seguía siendo un referente paterno para ella, mientras que para Robbie su hermana sería siempre su hermana-hija, la niña abandonada que había perdido a sus padres después de una cena durante unas vacaciones en España: demasiado alcohol, demasiada confusión con respecto al lado de la carretera por el que debían conducir, y eso había sido todo, muertos en un instante, embestidos por un camión. Jemima no estaba con ellos, gracias a Dios. Porque si hubiese sido así, todas las personas que eran su familia habrían quedado borradas de la faz de la Tierra. Jemima, en cambio, se había quedado con él en la casa familiar y, de ese modo, su estadía allí se había convertido en permanente.

En consecuencia, incluso mientras Robbie le entregaba el poni a su dueño y mantenía una breve conversación con el hombre acerca de la enfermedad que padecía el animal -Robbie pensaba que se trataba «de cáncer, señor, y el poni tendrá que ser sacrificado, aunque quizá quiera llamar al veterinario para contar con una segunda opinión»- seguía pensando en Jemima. La había llamado por teléfono esa misma mañana al despertarse porque era su cumpleaños, y había vuelto a llamarla cuando se dirigía de regreso a Burley después de haber dejado al poni con su dueño. Pero esta segunda vez consiguió la misma respuesta que en la primera ocasión que telefoneó a Jemima: la alegre voz de su hermana en su buzón de voz.

No le había dado demasiada importancia al asunto cuando llamó la primera vez porque era temprano y supuso que Jemima habría desconectado el móvil la noche anterior, si deseaba remolonear en la cama el día de su cumpleaños. Pero, generalmente, ella le llamaba de inmediato cuando recibía un mensaje suyo, de modo que cuando dejó un segundo mensaje comenzó a preocuparse. Después de eso llamó a su lugar de trabajo, pero le dijeron que Jemima se había tomado media jornada libre el día anterior y que hoy no tenía que ir a trabajar. ¿Quería dejar algún mensaje? No quería.

Cortó la comunicación y sacudió la gastada cubierta de cuero del volante. Muy bien, se dijo, preocupaciones de Meredith aparte, era el cumpleaños de Jemima y era probable que simplemente se estuviese divirtiendo, ¿no? Recordó que hacía poco se había entusiasmado con el patinaje sobre hielo. Lecciones o algo así. De modo que podía estar fuera haciendo eso. Era muy propio de Jemima.

La verdad era que Robbie no le había contado todo a Meredith, allí, bajo el frondoso castaño en Burley. Pensó que no tenía sentido hacerlo, sobre todo porque Jemima tenía una larga historia de relaciones con hombres, y Meredith -bendita sea- no la tenía. No le había querido restregar este hecho en la cara de Meredith, ya que como resultado de la única y desastrosa relación que había logrado tener se había convertido en madre soltera. Por otra parte, Robbie respetaba a Meredith Powell por cómo se había enfrentado a la maternidad: estaba haciéndolo muy bien. Y, en cualquier caso, Jemima no había dejado a Gordon Jossie por otro hombre, de modo que esa parte de lo que Robbie le había contado a Meredith era verdad. Pero, como era previsible tratándose de Jemima, había encontrado a otro hombre muy pronto. Robbie le había ocultado esa parte. Más tarde se preguntaría si debía haberlo hecho. «Es muy especial, Rob -le había dicho con esa forma de hablar atropellada que tenía-. Oh, estoy "locamente" enamorada de él.»

Así era como se sentía siempre: locamente enamorada. No había razón para el interés, la curiosidad o la amistad cuando una podía estar locamente enamorada. Porque «locamente enamorada» equivalía a mantener alejada la soledad. Ella se había marchado a Londres para pensar, pero pensar era algo que conducía a Jemima hacia el miedo, y Dios sabía que ella prefería echar a correr antes que enfrentarse al miedo. Bueno, ¿no es lo que haría todo el mundo? ¿Acaso no lo haría él si pudiese?

Robbie ascendió el sinuoso camino de la colina que era Honey Lane, a escasa distancia de Burley. En verano era un túnel verde y exuberante, con acebo a los costados y robles y hayas que arqueaban sus copas en lo alto. El camino era de tierra apisonada -en la zona no se pavimentaba- y pasó sobre él con cuidado, haciendo todo lo posible por evitar los ocasionales baches que provocaban que la marcha fuese accidentada. Estaba a poco más de un kilómetro del pueblo, pero en esta zona uno retrocedía en el tiempo. Los árboles cobijaban los prados y, más allá de éstos, las construcciones antiguas indicaban la presencia de granjas y de pequeñas propiedades compartidas. Éstas tenían como fondo un abigarrado bosque de pinos silvestres aromáticos, avellanos y hayas que proporcionaban un hábitat para ciervos y lirones, comadrejas y musarañas. La distancia que separaba este lugar se podía cubrir caminando, pero la gente raramente lo hacía. Había rutas más fáciles y, según la experiencia de Robbie, a la gente le gustaba esa facilidad.

Al llegar a lo alto de la colina giró a la izquierda, hacia lo que hacía mucho tiempo que eran las tierras de Hastings. Éstas comprendían veinticinco hectáreas de prados y bosque, con el tejado de Burley Hill House apenas visible hacia el noreste y el pico de Castle Hill Lane detrás de él. En uno de los prados pastaban apaciblemente dos de sus caballos, encantados de no tener que soportar su peso por los caminos del New Forest en aquel caluroso día de verano.

Robbie aparcó junto al ruinoso granero y el cobertizo auxiliar tratando de no mirarlos para no tener que pensar en cuánto trabajo necesitaba su reparación. Bajó del Land Rover y cerró la puerta con fuerza. El ruido atrajo a su perro desde un costado de la casa, donde sin duda había estado durmiendo a la sombra; el animal se acercó meneando la cola y con la lengua colgando, algo completamente inusual. Ese weimaraner era normalmente un perro elegante. Pero odiaba el calor y se revolcaba en la pila de estiércol como si ello pudiese ayudarlo a escapar de él. Llevaba encima una hedionda capa en descomposición. Robbie se detuvo para sacudirse el polvo.

– Crees que eso es divertido, ¿verdad, Frank? -le preguntó al perro-. Eres todo un espectáculo. Lo sabes, ¿verdad? No debería permitir que te acercaras a la casa.

Pero allí no vivía ninguna mujer que pudiese reprenderlo o encargarse de llevar a Frank lejos de la casa. De modo que entró y el perro le siguió, Robbie no se lo impidió y agradeció su compañía. Le alcanzó al weimaraner un cazo lleno de agua fresca. Frank se tendió con evidente alegría en el suelo de la cocina.

Robbie dejó que lo hiciera y subió las escaleras. Estaba sudado y olía a caballo, después de haber transportado al poni enfermo; sin embargo, en lugar de meterse en la ducha -no tenía sentido preocuparse por eso a esta hora del día, ya que enseguida volvería a sudar y a oler mal otra vez- entró en la habitación de Jemima.

Se dijo que debía mantener la calma. No podía pensar si se ponía nervioso, y necesitaba pensar. Según su experiencia, todo tenía una explicación, y seguro que la habría para lo que Meredith Powell le había contado.

– Toda su ropa está allí, Rob. Pero no en el dormitorio. Gordon la ha guardado en cajas, y las ha llevado al desván. Gina las encontró porque, dijo, había algo que le resultó un tanto extraño (eso fue lo que me dijo) cuando él estaba hablando acerca del coche de Jemima.

– ¿Qué hizo entonces? ¿Te llevó a ver las cajas con la ropa? ¿En el desván?

– Al principio sólo me habló de ellas -dijo Meredith-. Le dije que quería verlas. Pensé que podrían llevar allí algún tiempo (desde antes de que Gordon y Jemima ocuparan la casa), de modo que las cajas podían pertenecer a otra persona. Pero no era así. Las cajas no eran viejas y había algo que reconocí al instante. Bueno, en realidad era algo mío, Jemima me lo pidió prestado un día y nunca me lo devolvió. Así pues, ¿entiendes…?

Él entendía y no entendía. Si no hubiese tenido noticias de su hermana al menos una vez por semana desde que se marchó, habría ido a Sway de inmediato decidido a encararse con Gordon Jossie. Pero había tenido noticias de Jemima, y en cada llamada le había dicho que estaba bien. «No debes preocuparte, Rob. Todo saldrá bien».

Al principio le había preguntado: «¿Qué es todo lo que saldrá bien?», y ella había esquivado la pregunta. Esa actitud le había obligado a preguntarle en más de una ocasión: «¿Gordon te ha hecho algo, pequeña?», a lo que ella siempre contestaba: «Por supuesto que no, Rob».

Robbie sabía que habría supuesto lo peor si Jemima no se hubiese mantenido en contacto con él: que Gordon la había matado y que luego la había enterrado en algún lugar de la extensa propiedad. En el Forest, en las profundidades del bosque, de modo que, si alguna vez alguien encontraba el cadáver, sería dentro de cincuenta años, cuando ya fuese demasiado tarde para que importase. De alguna manera, una profecía tácita -una creencia o un miedo- se habría cumplido con su desaparición, porque lo cierto era que a él no le gustaba Gordon

Jossie. Se lo había dicho a su hermana más de una vez, «Hay algo en ese tío, Jemima». Entonces, ella se echaba a reír y le contestaba: «Quieres decir que no es como tú».

Finalmente se había visto obligado a estar de acuerdo con Jemima. Era muy fácil aceptar y que te gustara la gente que era como tú. Con la gente que era diferente, ya era otra historia.

Cuando estuvo en el dormitorio de Jemima volvió a llamarla. Nadie respondió, igual que las dos veces anteriores. Sólo la voz grabada. Dejó un mensaje cuando le pidió que lo hiciera. Decidió conservar el tono distendido para que coincidiera con el de ella.

– Eh, cumpleañera, llámame, ¿quieres? No es que esté preocupado porque no tengo noticias tuyas. Merry Contrary ha venido a verme. Tenía un pastel para ti, querida. Se había derretido por completo por el jodido calor, pero la intención es lo que cuenta, ¿verdad? Llámame, cariño. Quiero hablarte de los potrillos.

Sintió que quería seguir un poco más, pero le estaba hablando al vacío. No quería dejarle un mensaje a su hermana. Quería hablar con su hermana.

Se acercó a la ventana del dormitorio: su alféizar, otro depositario más de aquellas cosas de las que Jemima no podía soportar desprenderse, que era prácticamente todo lo que había poseído alguna vez. Ahí estaban los ponis de plástico, apiñados unos contra otros y cubiertos de polvo. Más allá pudo ver los de carne y hueso: sus caballos pastando en el prado, con la luz del sol que arrancaba reflejos de sus pelajes bien cuidados.

El hecho de que Jemima no hubiese regresado para el nacimiento de los potrillos fue la señal que debía haberle indicado que algo no iba bien, pensó Robbie. Había sido siempre su momento favorito del año. Al igual que él, Jemima «era de New Forest». La había enviado a Winchester, al mismo colegio donde él había estudiado, pero Jemima regresó a casa cuando completó sus estudios. No quiso saber nada de la tecnología informática y se decantó por la repostería. «Este es mi lugar», dijo. Y así era.

Tal vez se había marchado a Londres no para tener tiempo para pensar, sino simplemente para tener tiempo. Quizás había decidido acabar su relación con Gordon Jossie, pero no supo cómo hacerlo. Tal vez pensó que si se marchaba durante el tiempo suficiente, Gordon encontraría a otra mujer, y ella entonces podría regresar. Pero nada de todo eso era propio de su hermana, ¿no?

«No debes preocuparte», había dicho Jemima. «No debes preocuparte, Rob».

Qué broma tan espantosa.

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