– Por supuesto que él estaba aquí -había confirmado Clifford Coward respecto a la coartada de Gordon Jossie-. ¿Dónde iba a estar?
Era un tipo bajo y arrogante, que vestía con unos vaqueros costrosos. Llevaba una cinta en la cabeza manchada de sudor, y estaba acodado a la barra de su pub habitual en el pueblo de Winsted, con una pinta de cerveza delante de él y una bolsa de patatas fritas vacía y arrugada junto al puño. Jugaba con la bolsa mientras hablaba. Dio muy pocos detalles. Estaban trabajando en el tejado de un pub cerca de Frith y suponía que él sabría muy bien si Gordon Jossie no hubiese estado allí hacía seis días, ya que sólo eran ellos dos y alguien estaba subido en ese andamio cogiendo los manojos de carrizos mientras él se los alcanzaba.
– Sospecho que era Gordon -dijo con una sonrisa-. ¿Por qué? ¿Qué se supone que ha hecho? ¿Asaltó a alguna pobre anciana en la plaza del mercado de Ringwood?
– En realidad se trata más de una cuestión de asesinato -dijo Barbara.
La expresión de Cliff cambió visiblemente, pero su historia no. Gordon Jossie había estado con él, dijo, y Gordon Jossie no era un asesino.
– Joder, creo que yo lo sabría jodidamente bien -aclaró-. Hace más de un año que trabajo con él. ¿A quién se supone que ha matado?
– Jemima Hastings.
– ¿Jemima? Imposible.
Fueron desde Winstead hasta Itchen Abass por la autopista, bordeando Winchester. En una pequeña propiedad situada entre Itchen Abbas y el caserío de Abbotstone encontraron al maestro de empajar con quien Gordon Jossie había trabajado años atrás para aprender el oficio. Se llamaba Ringo Heath.
– No pregunten -dijo ácidamente-. Podría haber sido John, Paul o George, y joder si lo sabré yo.
Cuando llegaron, estaba sentado en un banco deteriorado, en el lado sombreado de una casa de ladrillo. Parecía estar tallando algo, ya que en una mano sostenía un cuchillo de aspecto inquietante, con una afilada hoja que se curvaba hasta formar un gancho, y lo usaba con una fina varilla, dividiéndola primero por la mitad y luego afilando ambos extremos hasta convertirlas casi en puntas de flecha. A sus pies había una pila de varillas esperando su turno. En una caja de madera que había sobre el banco junto a él colocaba las varillas ya terminadas. A Barbara le parecieron escarbadientes para un gigante, ya que cada una de ellas medía aproximadamente noventa centímetros. También parecían armas potenciales. Igual que ese cuchillo, que según supo se llamaba «hocino» o «podadera». Y los escarbadientes eran las varillas que se utilizaban para hacer abrazaderas.
Heath sostuvo una en el aire, extendida entre ambas palmas. La dobló casi por la mitad y luego la soltó. La varilla recuperó la línea recta original, como si fuese un muelle.
– Maleable -dijo, aunque ellos no le habían preguntado nada-. Madera de avellano. Puedes usar madera de sauce en caso necesario, pero el avellano es el mejor. -Se retorcía hasta formar una abrazadera, les explicó, y luego la abrazadera se utilizaba para fijar los carrizos en su sitio una vez que habían sido colocados en el tejado-. Se hunde en los carrizos y, finalmente, acaba por pudrirse, pero no importa. Para entonces los carrizos ya están comprimidos y eso es lo que quieres: compresión. El mejor tejado que el dinero puede comprar, la paja. No todo son casas como cajas de bombones y jardines llenos de mariquitas, ¿verdad?
– Supongo que no -dijo Barbara solidariamente-. ¿Tú qué dices, Winnie?
– A mí me parece bien, un tejado así -dijo Nkata-. Supongo que puede haber problemas con el fuego.
– Bah, tonterías -dijo Heath-. Cuentos de viejas.
Barbara lo dudaba. Pero no estaban allí para hablar acerca de la naturaleza inflamable de los carrizos en los tejados. Aclaró el motivo de su visita: Gordon Jossie y su aprendizaje con Ringo Heath. Habían telefoneado previamente a Heath para averiguar dónde estaba. Él les había dicho «¿Scotland Yard? ¿Y qué están haciendo por aquí?», pero, por lo demás, se había mostrado dispuesto a cooperar.
– ¿Qué puede decirnos de Gordon Jossie? -comenzó Barbara-. ¿Le recuerda?
– Oh. Sí. No hay ninguna razón para olvidar a Gordon.
Heath continuó con su trabajo mientras les contaba su historia con Jossie. Había llegado a aprender el oficio ya poco mayor de lo habitual. Tenía veintiún años.
– Los aprendices, normalmente, tienen alrededor de dieciséis años, lo cual es mejor para formarlos, ya que no tienen idea de nada, y aún se encuentran en ese punto en el que incluso pueden creer que no tienen idea de nada, ¿no? Pero veintiuno es un poco mayor, porque no quieres a un tío que ya tiene unos hábitos fijos. Yo era un poco reacio a tomarle como aprendiz.
Sin embargo, finalmente, aceptó a Gordon y las cosas fueron muy bien. Jossie trabajaba duro. Un tío que hablaba muy poco y escuchaba mucho y «no iba por ahí llevando esos jodidos auriculares con la música a tope como hacen ahora los críos. La mitad del tiempo ni siquiera puedes conseguir captar su atención. Estás en lo alto del andamio gritándoles, y ellos están abajo escuchando a quién sea, y meneando la cabeza siguiendo el "ritmo"». Pronunció esta última palabra con desprecio, era un hombre que evidentemente no compartía la pasión de su tocayo por la música.
Jossie, por otra parte, no había sido el típico aprendiz. Y siempre se mostraba dispuesto a hacer cualquier cosa que le dijesen, sin alegar que algo «era indigno de él o estupideces por el estilo». Una vez que le puso a trabajar en el empajado de tejados -algo que, por cierto, no ocurrió durante los primeros nueve meses de su aprendizaje- jamás hizo una sola pregunta. Y hubiera sido pertinente formular una pregunta que jamás hizo: «¿Cuánto dinero puedo hacer con este trabajo, Ringo?», si hubiera pensando en comprarse un Maserati con lo que gana un especialista en empajar.
– Es una buena vida -le expliqué-, pero no es tan buena, de modo que si estás pensando en impresionar a las chicas con gemelos de oro o lo que sea, le estás pidiendo peras al olmo. Le dije que siempre se necesita un técnico en empajar, porque estamos hablando de casas catalogadas, ¿sabe? Y el sur está lleno de ellas, y hasta Gloucestershire y más allá también, y tienen que conservar sus tejados de paja. No se los puede reemplazar con tejas o cualquier otro material. De modo que si eres bueno en tu oficio (y Gordon estaba destinado a ser bueno), tienes trabajo todo el año y, en general, recibes más encargos de los que puedes manejar.
Gordon Jossie, al parecer, había sido un aprendiz modélico: sin ninguna queja por su parte había comenzado su aprendizaje sin hacer otra cosa más que buscar, acarrear, alzar, limpiar, quemar basura. Además, según Heath:
– Lo hacía todo bien. No buscaba la salida más fácil. Me di cuenta de que sería bueno cuando le hice subir al andamio. Éste es un trabajo donde cuentan mucho los detalles. Oh, parece que sólo se trata de cubrir las vigas con carrizos y ya está, pero es una labor que debe hacerse paso a paso, y un tejado decente (uno grande, digamos) requiere meses de trabajo, porque no es igual que colocar tejas o martillar tablillas, ¿verdad? Se trata de trabajar con un producto natural, o sea, que no hay dos carrizos del mismo diámetro y su longitud no es exacta. Esto a veces requiere paciencia y habilidad, y lleva años dominar el oficio para poder empajar un tejado como corresponde.
Gordon Jossie había trabajado como aprendiz para él durante casi cuatro años y, para entonces, ya había superado con creces la etapa de aprendiz, y era más como un socio. De hecho, Ringo Heath había querido convertirle en su socio, pero Gordon tenía intención de comenzar su propio negocio. De modo que se marchó con la bendición de Heath y había comenzado del mismo modo en que lo hacían todos: como subcontratado por alguien con una empresa más grande hasta que pudo independizarse.
– Desde entonces siempre he acabado con aprendices que son unos jodidos holgazanes -concluyó Heath-, y pueden creerme, cogería a un tío mayor como Gordon Jossie sin pensármelo dos veces si apareciera por aquí.
Mientras hablaban, Heath había llenado la caja de madera con las varillas ya terminadas, y luego la levantó para llevarla hasta una camioneta y dejarla junto a varios cajones de embalaje que descansaban en medio de una colección de curiosas herramientas, que Heath identificó para ellos sin que se lo preguntaran. El hombre mostraba un creciente entusiasmo por su oficio. Tenían cuchillas para esculpir la paja… -Quitan aproximadamente un milímetro, están muy afiladas, y tienes que usarlas con mucho cuidado para no hacerte un corte en la mano-, las palas especiales que se utilizaban para alisar la paja y que a Barbara le parecían parrillas de aluminio con un mango, algo que uno podría usar para freír el beicon; el holandés, que se usaba en lugar de la pala especial para alisar la paja cuando el tejado era curvo…
Barbara asentía discretamente, y Nkata lo apuntaba todo en su libreta, como si más tarde tuviera que superar un examen sobre la materia. Ella tenía problemas para seguirle y se preguntaba cómo haría para apartar al señor Heath de su larga exposición sobre el proceso de colocar la paja en un tejado, para lograr que se volviera a centrar en el tema de Gordon Jossie. Oyó que decía «y cada una de ellas es diferente», lo que hizo que prestase más atención a lo que le estaba contado aquel hombre.
– … pequeños objetos que aporta el herrero, como los cayados y las clavijas.
Los cayados estaban curvados en un extremo -de ahí su nombre, ya que se asemejaban a un cayado de pastor en miniatura- y se enganchaban alrededor de los carrizos, y luego se clavaban a las vigas para fijarlos en su sitio. Las clavijas, que parecían largos clavos con un ojo en un extremo y una punta afilada en el otro, mantenían los carrizos en su sitio mientras el empajador trabajaba. Éstas venían del herrero, y lo interesante era que todos los herreros las fabricaban según quisieran, especialmente en lo que se refería a la punta.
– Forjadas a cuatro lados, a dos lados, cortadas para conseguir una punta serrada, pulidas con una piedra de afilar… Cualquier cosa que al herrero le apetezca. A mí me gusta el holandés. Me gusta un forjado adecuado.
Aquello último lo dijo como si en Inglaterra ya no pudiese encontrarse algo como un forjado adecuado.
Barbara quedó seducida por la idea de la herrería y cómo podía relacionarse ese oficio con la fabricación de un arma. Las herramientas propias del oficio de empajar tejados parecían armas, independientemente de que Heath se refiriese a ellas como los utensilios de su trabajo. Barbara cogió una -eligió una de las clavijas- y comprobó que la punta era afilada y apta para cometer un asesinato. Se la pasó a Nkata y vio por su expresión que ambos pensaban lo mismo.
– ¿Por qué tenía ya veintiún años cuando vino a trabajar con usted, señor Heath? ¿Lo sabe?
Heath se tomó un momento, aparentemente para adaptarse al brusco cambio de tema, ya que él estaba en plena digresión sobre por qué los holandeses se enorgullecían de su trabajo más que los ingleses, y que eso parecía estar relacionado con la Unión Europea y la entrada masiva de albaneses y otros europeos del este en Gran Bretaña. Parpadeó y dijo:
– ¿Eh? ¿Quién?
– Veintiún años es una edad tardía para un aprendiz, eso fue lo que dijo. ¿Qué había estado haciendo Gordon Jossie antes de venir aquí?
Colegio universitario, les dijo Ringo Heath. Había sido alumno en un colegio universitario en Winchester. Había estudiado alguna clase de oficio, aunque Heath no recordaba cuál. Jossie había traído con él dos cartas. Cartas de recomendación, de personas que habían sido sus profesores. No era la manera típica en que un aprendiz se presenta para un posible empleo, de modo que él se había sentido muy impresionado por ese detalle. ¿Querían ver las cartas? Le parecía que aún las conservaba en alguna parte.
Cuando Barbara le dijo que por supuesto que querían verlas, Heath se volvió hacia la casa y gritó:
– ¡Gatita! Te necesito.
A esta llamada respondió saliendo de la casa una mujer cuyo aspecto distaba mucho de ser el de una gatita. Llevaba un rodillo de cocina debajo del brazo y parecía el tipo de mujer que se mostraría muy feliz usándolo: grande, peleona y musculosa.
– De verdad, querido, ¿por qué tienes que gritar de ese modo? Estoy dentro, en la cocina -dijo Gatita con una voz sorprendentemente cortés que desmentía su apariencia. Sonaba como un personaje aristocrático en una obra teatral de época, pero parecía alguien que hubiese estado lavando los cacharros de cocina en el sótano de la casa.
Heath la miró con una sonrisa tonta en los labios.
– Mi querida niña. No conozco la potencia de mi propia voz. Lo siento. ¿Tenemos aún aquellas cartas de recomendación que me dio Gordon Jossie cuando vino buscando trabajo? Sabes a cuáles me refiero, ¿verdad? ¿Las de sus profesores? ¿Las recuerdas? -Luego se dirigió a Barbara y Winston-: Ella se encarga de llevar los libros y esas cosas. Y la chica tiene una cabeza para las cosas y los números que les dejaría boquiabiertos. No dejo de decirle que debería ir a la tele. A uno de esos programas de preguntas y respuestas o algo por el estilo, ¿saben a qué me refiero? Le digo que podríamos ser millonarios si se presentara a uno de esos programas.
– Oh, déjalo ya, Ringo -dijo Gatita-. A propósito, he preparado ese pastel de pollo y puerros que tanto te gusta.
– Preciosa.
– Tonto.
– Ya verás cuando estemos solos.
– Oh, qué cosas dices, Ring.
– Ejem…, ¿qué hay de esas cartas? -interrumpió Barbara. Miró a Winston, que observaba el intercambio entre marido y mujer como alguien que observara un partido de pimpón amoroso.
Gatita dijo que iría a buscarlas, ya que suponía que estaban en el archivo de Ringo. Sólo será un momento, añadió, porque le gustaba tener las cosas organizadas, puesto que «si dejara las cosas en manos de Ringo estaríamos viviendo debajo de una montaña de papeles».
– Eso es verdad, querida -dijo Ringo.
– Guapo…
– Gracias, señora Heath -contestó Barbara, deliberadamente.
Gatita hizo sonidos de besos dirigidos a su esposo, quien a su vez hizo un gesto que parecía indicar que le encantaría propinarle unas palmadas en el trasero, ante lo cual ella lanzó una risita tonta y desapareció dentro de la casa. Dos minutos después estaba de regreso con las cartas, y llevaba una carpeta de papel manila de cuyo interior sacó las cartas.
Barbara comprobó que se trataba de recomendaciones que daban fe del carácter de Jossie, su ética laboral, su agradable comportamiento, su buena disposición para aceptar las instrucciones y todo lo demás. Las cartas estaban escritas en un papel con membrete del Winchester Technical College II, y una de ellas estaba firmada por un tal Jonas Bligh, mientras que la otra había sido escrita por un tal Keating Crawford. Ambos afirmaban conocer a Gordon Jossie de las clases, y también de fuera del colegio. Un joven excelente, declaraban ambos, responsable y de buen corazón que merecía la oportunidad de aprender un oficio como el de empajar tejados. Nadie se arrepentiría de contratarle. Estaba destinado a tener éxito.
Barbara preguntó si podía quedarse con las cartas. Las devolvería a los Heath, por supuesto, pero, por ahora, si ellos no tenían ninguna objeción…
No la tenían. Llegados a este punto, sin embargo, Ringo Heath preguntó qué quería Scotland Yard de Gordon Jossie.
– ¿Qué se supone que ha hecho? -preguntó.
– Estamos investigando un asesinato cometido en Londres -les dijo Barbara-. Una mujer llamada Jemima Hastings. ¿La conocían?
Los Heath no la conocían. Pero lo que sí sabían era que Gordon Jossie no era un asesino. Gatita, sin embargo, añadió un detalle curioso al currículo de Jossie cuando Barbara y Nkata estaban a punto de marcharse.
No sabía leer, les dijo, un dato que siempre hizo que ella se preguntase cómo había podido completar sus cursos en el colegio técnico. Aunque obviamente había clases que podían no requerir saber leer, a ella siempre le había parecido un tanto extraño que Gordon consiguiera alcanzar semejante éxito en ese colegio de Winchester.
– ¿Sabes?, querido, eso sugiere que había algo que no cuadraba del todo en Gordon, ¿no crees? Quiero decir, si él realmente consiguió aprobar su curso y, aun así, ocultar el hecho de que no sabía leer… Eso implica una habilidad para ocultar otras cosas también, ¿verdad?
– ¿Qué quieres decir con que no sabía leer? -preguntó Ringo-. Eso no son más que tonterías. Bah.
– No, amor. Es la verdad. Gordon no sabía leer una sola palabra.
– ¿Quiere decir que tenía problemas con la lectura o que no sabía leer? -preguntó Nkata.
Gordon no sabía leer, dijo ella. De hecho, aunque conocía el alfabeto, tenía que copiarlo para estar seguro. Era la cosa más rara que había visto nunca. A raíz de esto, ella se había preguntado en más de una ocasión cómo había hecho para aprobar los cursos en el colegio.
– Supuse que Gordon había estado actuando ante los profesores de un modo no del todo académico -concluyó-, ¿saben?
Durante el resto del día, Meredith Powell sintió un fuego débil que ardía dentro de ella. Estaba acompañado de un persistente martilleo en la cabeza, algo que no estaba relacionado con el dolor, sino con las palabras «ella está muerta». El simple hecho de la muerte de Jemima era malo: colocó a Meredith en un estado de incredulidad y tristeza, y ésta era más profunda de lo que jamás habría esperado sentir por alguien que no era miembro de su familia cercana. Más allá del hecho de su muerte, sin embargo, estaba el hecho adicional de que Jemima había sido asesinada antes de que Meredith pudiese arreglar las cosas entre ellas, y esto le carcomía la conciencia y el corazón. Ya no era siquiera capaz de recordar qué fue lo que realmente había dañado de ese modo su larga amistad. ¿Había sido acaso un lento deterioro del afecto que sentían la una por la otra, o había sufrido un golpe mortal? No podía recordarlo, lo que le confirmaba la escasa importancia que debía de haber tenido.
– Yo no soy como tú, Meredith -le había dicho Jemima cientos de veces-. ¿Por qué no puedes aceptarlo?
– Porque tener a un hombre no hará que dejes de tener miedo -le había respondido.
Sin embargo, había interpretado esa respuesta como un indicio de los celos de Meredith. Pero ella no había estado celosa, para nada. Ella sólo estaba preocupada. Durante años había visto cómo Jemima iba coqueteando de un chico a otro y de un hombre a otro en una búsqueda incesante de algo que ninguno de ellos había sido capaz de darle. Y eso era lo que quería que su amiga entendiera y lo que había intentado meterle en la cabeza una y otra vez hasta que finalmente había desistido -o quizás había sido Jemima, ahora era incapaz de recordarlo- y allí era hasta donde había llegado su amistad.
Sin embargo, hubo un asunto mucho más importante que Meredith no había sido capaz de ver hasta ahora: ¿por qué había sido tan increíblemente importante que Jemima Hastings viese las cosas a la manera de Meredith Powell? Y para esa pregunta, Meredith no tenía ninguna respuesta.
Llamó por teléfono a la casa de Gordon Jossie antes de marcharse del trabajo al acabar la jornada. Gina Dickens contestó la llamada, y eso era bueno, porque era a Gina Dickens a quien Meredith quería ver.
– Necesito hablar con usted -dijo-. ¿Puede reunirse conmigo? En este momento estoy en Ringwood, pero puedo encontrarme con usted en cualquier parte, donde usted prefiera. Sólo que no…, no en la casa de Gordon, por favor.
No quería volver a ver la casa. No creía que pudiera enfrentarse a eso en este momento, no con otra mujer viviendo allí, compartiendo felizmente la vida con Gordon Jossie mientras Jemima yacía muerta, fría y asesinada en Londres.
– La Policía ha estado aquí -dijo Gina-. Dijeron que Jemima…
Meredith cerró los ojos con fuerza y sintió el auricular frío y resbaladizo en la mano.
– Necesito hablar con usted -dijo.
– ¿Porqué?
– Me reuniré con usted. Dígame dónde.
– ¿Por qué? Me está poniendo nerviosa, Meredith.
– No es ésa mi intención. Por favor. Me reuniré con usted en cualquier parte. Sólo que no en la casa de Gordon.
Hubo una pausa. Luego Gina respondió que en Hinchelsea Wood. Meredith no quería arriesgarse a ir a un bosque, con toda su soledad y todo lo que esa soledad sugería acerca del peligro, no importaba lo que Gina hubiese dicho acerca de que ella la ponía nerviosa y todo lo que se suponía que implicaba eso acerca de la aparente inocencia de Gina. Meredith, en lugar de eso, sugirió un brezal. ¿Qué le parecía Longsdale Heath? Había un aparcamiento y podían…
– Un brezal no -dijo Gina al instante.
– ¿Por qué no?
– Serpientes.
– ¿Qué serpientes?
– Culebras. En los brezales hay culebras. Usted debe de saberlo. Lo leí en alguna parte y no quiero…
– Hatchet Pond entonces -la interrumpió Meredith-. Está en las afueras de Beaulieu.
Ambas estuvieron de acuerdo.
Cuando Meredith llegó a Hatchet Pond, vio que allí había otras personas. También había ponis y potrillos. La gente caminaba a orillas del agua, paseaba a sus perros, leía dentro de los coches, pescaba, conversaban sentados en los bancos. Los ponis bebían agua del estanque y pastaban en el prado.
El estanque se extendía y ocupaba una superficie razonable, con una lengua de tierra en el extremo más lejano que se adentraba en el agua y estaba cubierta de hayas y castaños, y un único y elegante sauce. Era un buen escenario para las citas amorosas nocturnas de los jóvenes, apartado de la carretera de modo que no se veían los coches aparcados, pero, aun así, convenientemente ubicado en el cruce de varias rutas: con Beaulieu inmediatamente al este, East Boldre al sur, y Brockenhurst hacia el oeste. Toda clase de problemas podían producirse en ese lugar entre adolescentes de sangre caliente. Meredith lo sabía por Jemima.
Esperó unos veinte minutos a que llegase Gina. Había cubierto velozmente la distancia desde Ringwood guiada por una firme determinación. Una cosa era sospechar gravemente de Gordon Jossie, Gina Dickens y del hecho de que la mayor parte de las pertenencias de Jemima estuviesen guardadas en cajas en el desván de la casa. Y otra muy distinta enterarse de que Jemima había sido asesinada. Durante todo el trayecto desde Ringwood, Meredith se había enfrascado en una conversación mental con Gina acerca de estos y otros asuntos. Cuando, finalmente, la mujer llegó a Hatchet Pond en su pequeño descapotable, con las enormes gafas oscuras de estrella de cine cubriéndole la mitad del rostro y un pañuelo que mantenía el pelo en su lugar -como si fuese Audrey Hepburn o algo así-, Meredith se sentía preparada.
Gina salió del coche. Miró a uno de los ponis que estaba cerca mientras Meredith cruzaba el aparcamiento hacia ella.
– Caminemos -dijo Meredith.
– Les tengo un poco de miedo a los caballos -dudó Gina.
– Oh, por el amor de Dios. No le harán daño. Son sólo ponis. No sea tonta.
Cogió a Gina del brazo, y ésta se apartó.
– Puedo caminar sola -dijo secamente-. Pero no cerca de los caballos.
– De acuerdo.
Meredith echó a andar por un sendero que bordeaba el estanque. Eligió una dirección que las alejaba de los ponis hacia un pescador solitario que lanzaba el sedal a escasa distancia de una garza, que permanecía inmóvil esperando atrapar una anguila confiada.
– ¿De qué va todo esto? -preguntó Gina.
– ¿De qué cree usted que va? Gordon tiene el coche de Jemima. Tiene su ropa. Ahora ella está muerta, en Londres.
Gina se detuvo y Meredith se volvió hacia ella.
– Si está sugiriendo que Gordon…, o siquiera intentando convencerme de que él…
– ¿No cree que ella habría enviado a buscar su ropa? ¿Al final?
– No necesitaba su ropa de campo en Londres -respondió Gina-. ¿Qué iba a hacer allí con esa ropa? Y lo mismo se aplica a su coche. Ella no necesitaba un coche. ¿Dónde lo iba a dejar? ¿Por qué habría de conducirlo?
Meredith se mordisqueó la piel alrededor de las uñas. La verdad estaba aquí en alguna parte. Ella la descubriría.
– Lo sé todo acerca de usted, Gina. No existe ningún programa para chicas en riesgo de exclusión. Ni en el colegio universitario de Brockenburst ni tampoco en el instituto. Los servicios sociales no han oído hablar de ese programa y ni siquiera han oído hablar de usted. Lo sé porque lo he comprobado, ¿de acuerdo? Así que por qué no me dice lo que realmente está haciendo aquí. ¿Por qué no me dice la verdad acerca de Gordon y de usted? ¿Acerca de cuándo se conocieron en realidad, de cómo se conocieron y de qué significó eso para él y Jemima?
Gina separó los labios y luego los frunció.
– ¿Me ha estado investigando? ¿Qué pasa con usted, Meredith? ¿Por qué es tan…?
– ¡No se atreva a volver esto contra mí! Es muy astuto por su parte, pero no permitiré que me arrastre en esa dirección.
– Oh, vamos, no sea ridícula. Nadie la está arrastrando a ninguna parte. -Pasó junto a Meredith por el estrecho sendero que bordeaba el agua-. Si vamos a caminar, caminemos.
Gina comenzó a alejarse. Un momento después, dijo por encima del hombro y con un tono duro:
– Piense un poco, si es capaz de hacerlo. Yo le dije que estaba elaborando un programa. No le dije que existiese. Y el primer paso para elaborar un programa, consiste en evaluar las necesidades, por el amor de Dios. Y eso es precisamente lo que estoy haciendo en este momento. Eso es lo que estaba haciendo cuando conocí a Gordon. Y sí, de acuerdo, lo admito. No he sido tan diligente como lo era cuando llegué a New Forest. Y sí, la razón de que haya sido así es que me lié con Gordon. Y sí, me gustaba ser la pareja de Gordon, y que Gordon me mantuviera. Pero, que yo sepa, nada de eso es un crimen, Meredith. De modo que lo que yo quiero saber (si no le importa decírmelo) es: ¿por qué siente tanta aversión por Gordon? ¿Por qué no puede soportar la idea de que yo (o cualquier otra mujer, supongo) esté con él? Porque no se trata de mí, ¿verdad? Se trata de Gordon.
– ¿Cómo le conoció? ¿Cómo le conoció realmente?
– ¡Ya se lo he dicho! Le he dicho toda la verdad desde el principio. Le conocí el mes pasado, en Boldre Gardens. Ese mismo día, más tarde, volví a encontrarme con él y fuimos a beber algo. Gordon me preguntó si quería ir a beber algo y me pareció bastante inofensivo, y era un lugar público y… Oh, ¿por qué me molesto con todo esto? ¿Por qué no es sincera conmigo? ¿Por qué no me dice qué es lo que sospecha de mí? ¿Que he asesinado a Jemima? ¿Que he alentado al hombre al que amo para que la asesinara? ¿O lo único que le molesta es que le ame?
– Esto no tiene nada que ver con amar a nadie.
– Oh, ¿de verdad? Entonces tal vez me está acusando de enviar a Gordon a que asesinara a Jemima por alguna razón. Quizás me ve en la escalera de entrada agitando un pañuelo a modo de despedida mientras Gordon se aleja para hacer lo que fuera que se suponía que debía hacer. Pero ¿por qué iba a hacer yo algo así? Ella había desaparecido de su vida.
– Quizás Jemima se puso en contacto con él. Quizás ella quería regresar. Quizás ellos se encontraron en alguna parte, y Jemima le dijo que le quería…, y usted no podía soportarlo…, y entonces tuvo que…
– ¿O sea que yo la asesiné? ¿Ahora no fue Gordon, sino yo? ¿Tiene idea de lo ridículo que suena cuando dice esas cosas? ¿Y quiere encontrarse aquí, en un lugar como Hatchet Pond, con una asesina? -Gina apoyó las manos en las caderas como si estuviese pensando una respuesta a su propia pregunta. Luego sonrió y dijo amargamente-: Ah, sí. Ahora comprendo por qué no quería que nos viésemos en Hinchelsea Wood. Qué tonta he sido. Yo podría haberla matado allí. No tengo idea de cómo lo habría hecho, pero eso es lo que piensa. Que soy una asesina. O que Gordon lo es. O que ambos lo somos, que nos confabulamos de alguna manera para eliminar a Jemima por razones que son tan jodidamente oscuras…
Gina se apartó. A pocos pasos había un banco erosionado por la intemperie y se dejó caer sobre él. Luego se quitó el pañuelo que llevaba en la cabeza y se echó el pelo hacia atrás. Se quitó también las gafas oscuras, las dobló y las mantuvo apretadas en la mano.
Meredith permaneció de pie delante de ella con los brazos cruzados delante del pecho. De pronto fue agudamente consciente de cuan diferentes eran: Gina, bronceada y voluptuosa, y obviamente atractiva para cualquier hombre; ella, una chica flaca, infeliz y pecosa, sola y con todos los números para seguir así. Sólo que ésa no era la cuestión.
Sin embargo, como si Gina le hubiese leído el pensamiento, dijo en un tono que ya no era amargo en absoluto, sino que parecía resignado:
– Me pregunto si esto es lo que usted le hace a cualquier mujer que mantiene una agradable relación con un hombre. Sé que no aprobaba la relación de Gordon y Jemima. Me dijo que no quería que estuviese con ella. Pero yo no podía imaginar por qué, qué podía importarle a usted que Gordon y Jemima estuviesen juntos. ¿Acaso era porque usted no tenía a nadie? ¿Porque, tal vez, lo seguía intentando y fracasando mientras a su alrededor hombres y mujeres se emparejaban sin ningún problema? Quiero decir, sé lo que le pasó. Gordon me lo explicó. Jemima se lo contó. Naturalmente, él estaba tratando de entender por qué le odiaba de ese modo, y ella le dijo que era una historia que tenía que ver con Londres, con la época en que usted vivió allí y se lió con un hombre casado, un hombre del que ignoraba que estuviese casado, y se quedó embarazada…
Meredith sintió que se le cerraba la garganta. Quería detener de alguna manera ese torrente de palabras, pero no podía: el catálogo completo de sus fracasos personales. Se sintió débil y mareada mientras Gina continuaba hablando… acerca de la traición y luego el abandono y luego «pequeña y jodida estúpida, no digas que no sabías que estaba casado, porque no eres tan imbécil. Nunca te mentí, ni una sola vez. ¿Por qué coño no tomaste precauciones? A menos que quisieras atraparme. Eso era, querías atraparme. Pues bien no me dejaré atrapar, no por una tía como tú, o por ninguna otra si se trata de eso, y sí, sí, querida puedes deducir exactamente lo que eso significa».
– Oh, lo siento. Lo siento. Venga. Siéntese.
Gina se levantó e insistió en que Meredith se sentase en el banco junto a ella. No dijo nada más durante varios minutos, mientras a través de la superficie de las serenas aguas del estanque revoloteaban las libélulas: sus alas frágiles lanzaban destellos verdes y morados bajo la luz del sol.
– Escuche -dijo Gina con voz tranquila-, ¿es posible que usted y yo lleguemos a ser amigas? Si no amigas, quizá conocidas al principio y después amigas…
– No lo sé -dijo Meredith lentamente, y se preguntó hasta dónde habría llegado la noticia de su humillación. Supuso que a todas partes. Era lo que se merecía. Porque estúpido es aquel que hace estupideces, y ella había sido imperdonablemente estúpida.
Cuando el cuerpo de John Dresser fue encontrado dos días más tarde, el caso era ya una noticia de ámbito nacional. En ese momento, lo que el público sabía era lo que se veía en las cintas de videovigilancia de las cámaras instaladas en Barriers, en las que un niño pequeño parecía alejarse alegremente cogido de la mano con tres chicos. Las fotografías distribuidas por la Policía ofrecían imágenes que podían interpretarse de dos maneras: como un grupo de críos que habían encontrado al pequeño vagando por la galería comercial y salían con él en busca de un adulto que, en último término, fue quien le hizo daño, o bien como unos chicos que intentan secuestrar y posiblemente aterrorizar a otro niño. Estas imágenes aparecieron en las primeras páginas de todos los periódicos nacionales, en todos los tabloides sensacionalistas, en los periódicos locales y en televisión.
Michael Spargo llevaba ese inconfundible anorak color mostaza al que sobraban un par de tallas, y su identidad fue rápidamente establecida por su propia madre. Sue Spargo llevó a su hijo directamente a la comisaria. Que había recibido previamente una paliza era evidente por las marcas en el rostro, aunque no hay ningún registro donde conste que nadie hubiese interrogado a Sue Spargo acerca de esto.
Siguiendo las normas que prescribe la ley, Michael Spargo fue interrogado en presencia de un asistente social y de su madre. El detective encargado de este interrogatorio fue un veterano que llevaba veintinueve años en el cuerpo de Policía, el detective inspector Ryan Farrier, un hombre que tenía tres hijos y dos nietos. Farrier había dedicado a la investigación criminal nueve de los veintinueve años de su carrera, pero nunca se había encontrado con un asesinato que le afectase del modo en que lo hizo la muerte de John Dresser. De hecho, Farrier quedó tan profundamente perturbado, como consecuencia de lo que oyó y vio en el curso de la investigación, que desde entonces ha permanecido retirado de la Policía y sometido a tratamiento psiquiátrico. Cabe señalar, en este sentido, que el Departamento de Policía facilitó servicios psicológicos y psiquiátricos a todas las personas que trabajaron en el caso desde que se encontró el cuerpo sin vida de John Dresser.
Como era de esperar, al principio Michael Spargo lo negó todo. Afirmó que aquel día estaba en la escuela, y mantuvo esa afirmación hasta que le presentaron no sólo las imágenes de las cintas de vigilancia, sino también la prueba aportada por su maestra en cuanto a su absentismo escolar. «De acuerdo, estaba con Ian y Reg», es todo lo que dice sobre la cinta. Cuando se le piden los apellidos de sus compañeros, contesta: «Fue idea de ellos. Yo nunca quise llevarme a ese crío».
Estas palabras enfurecen a Sue Spargo, cuyo estallido verbal e intentos de agresión física son inmediatamente reprimidos por los adultos presentes en la sala de interrogatorios. Sus gritos de «Diles la puta verdad o te mataré, juro que lo haré» son las últimas palabras que le dirá a Michael durante el curso de la investigación y hasta el momento después de que se dicte la sentencia. Este abandono del chico en un momento crucial de su vida es característico de su forma de criar a sus hijos, y quizá refleje más crudamente que cualquier otra cosa el origen de la perturbación psicológica de Michael.
Los arrestos de Reggie Arnold e Ian Barker se produjeron inmediatamente después de que Michael Spargo mencionase sus nombres, y lo único que se sabía en el momento de sus detenciones era que John Dresser había sido visto con ellos y que había desaparecido. Cuando ambos fueron trasladados a las dependencias policiales (cada uno de ellos a una comisaría diferente, y no volvieron a verse hasta que comenzó el juicio), Reggie iba acompañado de su madre, Laura, a quien luego se unió su padre, Rudy, mientras que Ian estaba solo, si bien su abuela llegó a la comisaría antes de que se iniciara el interrogatorio. El paradero de Tricia, la madre de Ian, en el momento del arresto de su hijo nunca queda claro en la documentación aportada, y tampoco asistió al juicio.
Al principio nadie sospechó que John Dresser estuviera muerto. Las transcripciones y las cintas de los primeros interrogatorios por parte de la Policía indican que su creencia inicial era que los chicos se llevaron a John en un acto de pura maldad, se cansaron de su compañía y le dejaron en alguna parte para que se las arreglase solo. Aunque los tres chicos ya eran conocidos por la Policía, ninguno de ellos lo era más que por hacer novillos, por pequeños actos de vandalismo y por hurtos menores. (Uno se pregunta, no obstante, cómo es posible que Ian Barker, con un historial de torturas a animales, hubiera pasado desapercibido durante tanto tiempo). Únicamente cuando diversos testigos comenzaron a presentarse en las primeras treinta y seis horas posteriores a la desaparición de John Dresser -notificando el grado de angustia que mostraba el pequeño- la policía parece haber tenido la sospecha de que podría haber ocurrido algo más grave que una travesura.
La búsqueda del niño ya había comenzado y, como el área que rodea a Barriers fue marcada por la Policía y siguiendo el esquema de una circunferencia perfecta y cada vez más amplia, no pasó demasiado tiempo antes de que la obra abandonada de Dawkins fuese inspeccionada.
El agente Martin Neild, que tenía veinticuatro años en aquel momento y era un flamante padre, fue quien encontró el cuerpo de John Dresser, alertado de la posibilidad de su cercanía por la visión del mono azul de John, arrugado y ensangrentado, tirado en el suelo cerca de un lavabo portátil en desuso. Dentro de este lavabo, Neild encontró el cuerpo sin vida del niño, embutido cruelmente en el retrete químico. Neild recuerda que quiso pensar que se trataba de un muñeco o algo por el estilo, pero sabía que no era así.