Capítulo 34

Judi Macintosh le dijo a Lynley que fuera directamente. El subinspector estaba esperándole, dijo. ¿Quería un café? ¿Té? Parecía seria. Tal y como esperaba, pensó Lynley. Las noticias, como siempre y especialmente cuando tiene que ver con la muerte, vuelan.

Se negó cortésmente. En realidad, no le hubiera importado tomarse una taza de té, pero esperaba no pasar el tiempo suficiente en la oficina de Hillier como para bebérselo. El subinspector jefe se levantó a su encuentro y fue con Lynley hasta la mesa de conferencias. Se dejó caer en una silla.

– ¡Menudo follón! -dijo-. ¿Sabemos al menos cómo diablos llegó un arma a sus manos?

– Todavía no -dijo Lynley-. Barbara está trabajando en ello.

– ¿Y la mujer?

– ¿Meredith Powell? Está en el hospital. La herida fue muy grave, pero no fatal. Fue cerca de la médula espinal, por lo que se podía haber visto terriblemente afectada. Ha tenido suerte.

– ¿Y la otra?

– ¿Georgina Francis? Bajo custodia. Después de todo, el resultado ha sido bueno, aunque no exactamente de manual, señor.

Hillier la lanzó una mirada.

– Una mujer asesinada en un lugar público, otra mujer gravemente herida, dos hombres muertos, un esquizofrénico paranoico en el hospital, una demanda que pende de nuestras cabezas… ¿Qué parte de todo esto es un buen resultado, inspector?

– Tenemos al asesino.

– Que es un cadáver.

– Tenemos a su cómplice.

– Que quizá nunca vaya a juicio. ¿Qué sabemos de la tal Georgina Francis para que la podamos llevar a los tribunales? Vivió un tiempo en la misma casa que el asesino. Por alguna razón estuvo en la Portrait Galley. Era la amante del asesino. Era la amante del asesino del asesino. Pudo haber hecho esto, o pudo haber hecho aquello…, y ya está. Dele esta información a los de los tribunales y les oirá aullar.

Hillier levantó sus ojos hacia el cielo en un gesto inequívoco de buscar guía divina. Al parecer la halló.

– Está acabada -dijo-. Ha tenido una oportunidad más que decente de demostrar su capacidad de liderazgo y ha fallado. Ha marginado a miembros de su equipo, con los que trabajaba, ha asignado a agentes de manera inapropiada y sin tener en cuenta su experiencia, ha hecho juicios de valor que pusieron a la Met en la peor de las situaciones, socavó la confianza aquí y allá… Sea tan amable de decirme, Tommy: ¿cuál es el resultado?

– También podemos estar de acuerdo en que ha tenido ciertos impedimentos, señor -dijo Lynley.

– ¿De verdad? ¿Impedimentos de qué?

– Por lo que el Ministerio del Interior sabía y no podía (o no quería) contarle. -Lynley se detuvo, para que se entendiese cuál era su punto de vista. Poco había para poder usarse como defensa de Isabelle Ardery y su papel como superintendente, pero él creía que al menos debía intentarlo-. ¿Sabía usted quién era, señor?

– ¿Jossie?

Hillier negó con la cabeza.

– ¿Sabía que estaba siendo protegido?

Los ojos de Hillier se encontraron con los suyos. No dijo nada; con aquello Lynley obtuvo su respuesta. En algún momento a lo largo de la investigación, concluyó, le habían entregado a Hillier la fotografía. Quizá no le dijeron que Gordon Jossie era uno de los tres chicos responsables de la muerte de John Dresser en aquel terrible asesinato años atrás, pero sabía que era alguien en cuya vida nadie debía indagar.

– Creo que se lo deberían haber contado -dijo Lynley-. No necesariamente quién era, pero sí que estaba siendo protegido por el Ministerio del Interior.

– ¿De verdad? -Hillier apartó la mirada. Juntó sus dedos bajo la barbilla-. ¿Y por qué cree eso?

– Podría haber conducido hasta el asesino de Jemima Hastings.

– ¿Podría?

– Sí, señor.

Hillier le observó.

– Entiendo que habla en su nombre. ¿Se trata de algo así como «nobleza obliga», Tommy o quizás existe alguna otra razón?

Lynley no apartó la vista. Sin duda había pensado en esta cuestión antes de entrar en la oficina del subinspector, pero no había podido llegar a entender cómo se sentía acerca de sus verdaderas intenciones. Funcionaba únicamente por instinto, y esperaba que éste operara bajo el noble sentido de la justicia. Después de todo, era fácil mentirse a uno mismo cuando se trataba de sexo.

– Nada de eso, señor -dijo sin alterar la voz-. Su transición ha sido dura y con poco tiempo para adaptarse al trabajo, antes de adentrarse en la investigación. Además de eso, las investigaciones por asesinato reclaman hechos. Ella nunca los tuvo todos. Y eso, con todos mis respetos, es un fallo que no se le puede atribuir a ella.

– ¿Sugiere que…?

– No sugiero que se le pueda atribuir a usted, señor. Sospecho que estaba atado de manos.

– Entonces…

– Por eso necesita, en mi opinión, otra oportunidad. Eso es todo. No digo que se le deba dar el puesto permanentemente. No digo tampoco que deba considerarlo. Simplemente estoy diciendo que, según lo que he visto durante estos últimos días y según lo que usted me pidió que hiciera con mi presencia aquí, se le debería dar otra oportunidad.

Hillier frunció los labios. No se trataba tanto de una sonrisa como del reconocimiento de un buen argumento y quizás el resultado de aceptarlo de mala gana.

– ¿Tenemos un acuerdo? -preguntó.

– ¿Señor? -dijo Lynley.

– Su presencia. Aquí -Hillier rió entre dientes, pero parecía reírse de sí mismo. Como si dijera: «¿Quién podría haber pensado que todo iba a terminar así?».

– Quiere decir que vuelva a trabajar en la Met -señaló Lynley.

– Ese sería el trato.

Lynley asintió lentamente indicando que lo comprendía. El subinspector debía de ser un buen jugador de ajedrez. No habían llegado a jaque mate todavía, pero se estaban acercando.

– ¿Puedo pensármelo, señor, antes de aceptar? -preguntó.

– Por supuesto que no -dijo Hillier.


* * *

Isabelle estaba hablando por teléfono con el comisario jefe Whiting de la unidad del mando operativo en la comisaría de Lyndhurst. El hombre le contó que la pistola en cuestión pertenecía a uno de los agisters. No le explicó qué era un agister, y ella no preguntó. Sí que preguntó quién era y cómo había llegado Gordon Jossie a tener su arma. El agister resultó ser el hermano de la primera víctima, y había denunciado la desaparición del arma esa misma mañana. Sin embargo, no se lo contó a la Policía en un primer momento, lo que hubiera sido de gran ayuda. Se lo contó a su jefe en una reunión, lo que puso las cosas en marcha, aunque, claro, ya era demasiado tarde. Jossie, continuó Whiting, llevaba la pistola en el bolsillo de su cazadora o metida en sus pantalones. Whiting continuó como si abriera las aguas de una nueva teoría, podía haberla guardado en la casa, dado que entró a hacer la maleta. La primera teoría parecía más probable, dijo Whiting. Pero no dio ninguna razón convincente de por qué.

– Existe la posibilidad de que haya un tesoro escondido -dijo Isabelle-. Hay que echarle un vistazo.

– ¿Un qué? -quiso saber Whiting-. ¿Tesoro? -preguntó-. ¿Tesoro? Pero ¿qué demonios…?

– Un tesoro romano -le contó Isabelle-. Creemos que es la razón de todo esto. Consideramos que Jossie estaba haciendo alguno en la propiedad (probablemente algún tipo de trabajo) y se lo encontró. Fue capaz de entender lo que se le venía encima, pero allí estaba Jemima.

– ¿Y qué pasó luego? -preguntó Whiting.

– Seguramente ella quiso denunciarlo. Debía de ser de gran valor, y lo exige la ley. Teniendo en cuenta quién era, sin embargo, probablemente él quería mantenerlo enterrado. Así pues, se vio obligado a contarle la verdad, dado que dejarlo bajo tierra no tenía ningún sentido. Una vez se lo hubo dicho… Bien, allí estaba, viviendo con uno de los más famosos asesinos de niños que jamás hayamos encerrado. Eso debió de ser una información bastante difícil de digerir.

Whiting emitió un sonido que demostraba que estaba de acuerdo.

– Entonces, ¿hay algo en la propiedad que indique que había estado trabajando? Quiero decir, haciendo un trabajo durante el cual se podría haber tropezado con la evidencia de un tesoro.

Whiting le contó, meditativo, que en parte del prado había una nueva cerca, mientras que en la otra parte nadie había tocado nada. Cuando todo explotó, aquel día, la mujer -Gina Dickens- había estado trabajando en una parte del prado que no habían inspeccionado. ¿Quizá…?

Isabelle pensó en eso.

– Sería la otra parte -señaló-. La sección más nueva. La parte que ya estaba trabajada. Porque es lógico que Jossie hubiera descubierto algo donde estaba cavando. ¿Alguna obra nueva? ¿Algo nuevo en ese lugar? ¿Algo inusual?

Nuevos postes para la cerca, nuevo alambrado, nuevo abrevadero, dijo Whiting. Un maldito y enorme abrevadero que se les caía encima. Debía de pesar media tonelada.

– Ahí lo tiene -le contestó Isabelle-. ¿Sabe?, pensándolo bien, voy a poner las cosas en marcha yo misma. Desde ahora. En este sentido. El tesoro. Nos pondremos en contacto con las autoridades para que vayan hasta allí. Usted ya tiene suficiente con lo suyo.

Levantó la mirada, porque notó una presencia en la entrada de su oficina. Lynley estaba allí, de pie. Ella levantó un dedo, un gesto que le indicó que esperara. Entró y se sentó a un lado del escritorio. Parecía relajado. Ella se preguntó si alguna vez algo alteraba a aquel hombre.

Terminó la llamada telefónica. El agente de prensa de servicio en Lyndhurst había identificado a Gordon Jossie como Ian Barker. Mientras aquello sin duda volvería a sacar a la luz los detalles del cruento asesinato de John Dresser, el Ministerio del Interior quiso dar a conocer que uno de los tres asesinos del pequeño estaba muerto, se había suicidado. Isabelle reflexionó sobre esto. ¿Se suponía que era una advertencia? ¿Algo para darle un poco de paz a la familia Dresser? ¿Algo para atemorizar a Michael Spargo y Reggie Arnold, estuvieran donde estuvieran? Ella no entendía cómo revelar la auténtica identidad de Gordon Jossie iba a ayudar en nada de aquello. Pero no podía decir nada sobre aquello.

Cuando ella y Whiting colgaron, Isabelle y Lynley permanecieron sentados en silencio un rato. Fuera de su oficina se escuchaban los inconfundibles sonidos de un día que termina. Se moría de ganas de tomar un trago, pero todavía más de saber cómo había ido la reunión entre Lynley y sir David Hillier. Sabía que Thomas venía de allí.

– Es una forma de chantaje -dijo Isabelle.

Él juntó las cejas. Su boca se entreabrió, como si fuera a hablar, pero no dijo nada. Tenía una pequeña cicatriz, observó ella por primera vez, en su labio superior. Parecía antigua. Se preguntó cómo se la habría hecho.

– Lo que ha dicho es que lo va a mantener en secreto mientras los chicos se queden en Kent con él y con Sandra. «No quieres una batalla por la custodia, Isabelle. No quieres que acabemos en los tribunales. Sabes que saldrá a la luz y no quieres eso», me dice. Así que estoy paralizada. Puede destruir mi carrera. E incluso si no tuviera ese poder, perdería la custodia si llegara a juicio. Él lo sabe.

Lynley estaba en silencio. La miró y ella no pudo adivinar qué estaba pensando, aunque consideró que tenía que ver con cómo decirle que su carrera estaba acabada, a pesar de sus esfuerzos por salvarla.

Cuando habló, sin embargo, fue sólo para decir «alcoholismo».

– No soy una alcohólica, Tommy -dijo ella-. Bebo un poco de más de vez en cuando. Mucha gente lo hace. Eso es todo.

– Isabelle. -Él sonaba decepcionado.

– Es la verdad -contestó ella-. No soy más alcohólica que… tú. Que Barbara Havers. ¿Dónde está ella, por cierto? ¿Cuánto tarda alguien de Hampshire a Londres?

Lynley no pensaba desviarse del tema.

– Hay tratamientos, programas,… No tienes por qué vivir así…

– Era estrés. Por eso me encontraste así la otra noche. Eso fue todo. Por el amor de Dios, Tommy. Tú mismo me dijiste que bebiste sin control cuando tu esposa fue asesinada.

No dijo nada. Pero sus ojos se entrecerraron del modo en que lo hacen cuando te lanzan algo. Arena, un puñado de tierra, crueldad.

– Perdóname -dijo ella.

Él se movió en su silla.

– ¿Se queda con los chicos, entonces?

– Se queda con ellos. Puedo tener… Él lo llama visitas supervisadas, lo que quiere decir es que yo voy a Kent a verlos, ellos no vienen aquí, y cuando los veo, él y Sandra, o él, o Sandra, están presentes.

– ¿Ésa es su decisión? ¿Hasta cuándo?

– Hasta que decida lo contrario. Hasta que decida qué es lo que debo hacer para redimirme. Hasta…, no sé. -No quería seguir hablando de ello. No podía entender por qué le contaba todo eso. Sentía que se estaba abriendo, y era algo que no podía permitirse, que no quería permitirse. Estaba cansada, pensó.

– Te quedas.

Al principio, no entendió por qué cambió de tema.

– ¿Que me quedo?

– No sé por cuánto tiempo

– Está de acuerdo en que ésta no ha sido la mejor prueba para que demuestres tus habilidades.

– Ah. -Tuvo que admitir que estaba sorprendida-. Pero dijo…, porque con Shephenson Deacon… Me contaron…

– Eso fue antes de que lo del Ministerio del Interior saliera a la luz.

– Tommy, tú y yo sabemos que mis errores no tienen nada que ver con el Ministerio del Interior y con cualquiera de los locos secretos que guarden.

Él asintió con la cabeza.

– No obstante, fue muy útil. De haber sido todo tan directo desde el principio, el final de la historia hubiera sido diferente, me atrevería a decir.

Ella todavía estaba asombrada. Pero ese asombro pronto se tornó en comprensión. El subinspector, a fin de cuentas, no le había concedido un aplazamiento de su ejecución profesional simplemente porque el Ministerio del Interior no le había dicho la verdadera identidad de Gordon Jossie. Detrás de esa decisión había algo más, y ella sabía bien que en la negociación adicional para mantenerla en su lugar jugaban un papel importante las promesas que pudo haber hecho Lynley.

– Y exactamente, ¿qué es lo que has acordado?

– ¿Ves? Aprendes rápido -sonrió.

– ¿Qué acordaste?

– Algo que iba a hacer de todos modos.

– Regresas permanentemente.

– Por mis pecados, sí.

– ¿Por qué?

– Como te he dicho, lo iba a…

– No, quiero decir, ¿por qué has hecho esto por mí?

Fijó su mirada en ella. Ella no la apartó.

– No estoy seguro -dijo finalmente.

Se sentaron en silencio un rato más, observándose mutuamente. Finalmente, Isabelle abrió el cajón central de su escritorio y sacó un llavero metálico que había colocado allí esa mañana. De éste colgaba una sola llave. Ella ordenó que le hicieran el duplicado, pero no estaba segura, y continuaba sin estarlo, a decir verdad. Pero durante mucho tiempo había sido una experta en evitar la verdad, así que lo hizo. Hizo deslizar el llavero por encima del escritorio. Él miró aquello y después la miró a ella.

– Nunca habrá nada más entre nosotros que lo que hay ahora -le dijo-. Es necesario que entendamos eso desde el principio. Me gustas, pero no estoy enamorada de ti, Tommy, nunca lo estaré.

Él miró la llave. Después a ella. Y entonces otra vez a la llave. Isabelle quería que fuera él quien tomara la decisión, convenciéndose a sí misma de que no importaba, sabiendo que la verdad siempre sería una. Finalmente, aceptó lo que le había ofrecido.

– Entiendo -dijo.


* * *

Los cabos sueltos llevaron horas, por lo que Barbara Havers no llegó a Londres hasta mucho más tarde. Pensó en pasar la noche en Hampshire, pero en el último momento se dijo que lo más apropiado era regresar a casa, dado que su búngalo había estado cerrado dos días y estaría ya convertido en una sauna.

En el camino de regreso, recordó todo lo que había sucedido en el prado, y lo miró desde todos los ángulos posibles, preguntándose si hubiera sido posible cualquier otro final.

Al principio no reconoció el nombre. Ella era una adolescente cuando John Dresser fue asesinado, y pese a que el nombre de Ian Barker le sonaba, no lo relacionó de manera inmediata con la muerte de los Midlands y con el hombre en el prado con una pistola en la mano. Su preocupación inmediata era la herida de Meredith Powell, la condición de Frazer Chaplin y la clara posibilidad de que Gordon Jossie fuera a matar a alguien más. No se esperaba que girara la pistola hacia sí mismo. Después, sin embargo, las razones para hacerlo parecieron más claras. En ese momento estaba acorralado por todas partes. No había manera posible de escapar, de evitar que se revelara su identidad públicamente, de un modo u otro. Cuando eso sucediera, el malvado e incomprensible asesinato de su infancia volvería a ser diseccionado por el público que siempre, eternamente, y con razón, exigiría que pagara por ello.

Con la perra ladrando, ella chillando, Whiting rugiendo y Georgina Francis gritando, él se había puesto la pistola en la boca y había apretado el gatillo. Y luego, un silencio absoluto. La pobre perra se había arrastrado desde el vientre, como un soldado en la batalla. Había llegado hasta su amo, lloriqueando, mientras el resto de ellos corría a buscar a los heridos. Un helicóptero de la unidad de apoyo procedente de Lee-on-Solent llegó para llevar a Meredith al hospital. Los agentes llegaron desde la comisaría de Lyndhurst. Pisándoles los talones, como siempre, aparecieron los periodistas, y para atenderles a todos el jefe de prensa de la Policía se puso al mando de un centro operativo al final de Paul's Lane. Llevaron a Georgina Francis a la sala de custodia de la comisaría de Lyndhurst, mientras todo el mundo tuvo que esperar dos horas a que llegara el médico forense.

Con el tiempo, la participación de Barbara llegó a su fin. Habló un rato por el móvil con Lynley, que estaba en Londres, otro con Whiting, para repasar la situación en Hampshire. Cuando acabó, tuvo que decidir si quedarse a pasar la noche o irse. Decidió marcharse.

Estaba completamente hecha polvo cuando llegó a Londres. Se sorprendió al ver que las luces todavía estaban encendidas en el interior de la planta baja de la Big House cuando ella atravesó la puerta, pero no le dio demasiada importancia.

Mientras metía la llave en la cerradura vio una nota en su puerta. Estaba demasiado oscuro afuera para leerla, pero pudo ver su nombre escrito de la mano de Hadiyyah, con cuatro signos de exclamación tras él. Abrió la puerta y encendió las luces. Había esperado encontrar otro conjunto de moda encima del sofá cama. Sin embargo, no había nada. Lanzó su bolso encima de la mesa donde comía y vio que parpadeaba la señal de mensaje de su contestador. Fue hacia el teléfono mientras abría la nota de Hadiyyah. Ambas decían lo mismo: «¡¡Ven a vernos, Barbara!! ¡¡No importa a qué hora!!».

Barbara estaba que no podía con su alma. No se sentía muy sociable, pero al tratarse de Hadiyyah pensó que podría sobrevivir a unos minutos de conversación.

Volvió por donde había venido. Cuando cruzaba el pedazo de césped de los ventanales que servían de puerta de entrada a la casa de Taymullah Azhar, una de las puertas se abrió. Apareció la señorita Silver, llamándola desde detrás.

– Encantadora, de verdad -entonó de manera feliz. Vio entonces a Barbara-. Realmente muy encantadora -se acarició el turbante y siguió su camino hacia las escaleras de la entrada.

Barbara pensó qué diablos… cuando se acercaba a la puerta. Llegó en el mismo momento en el que Taymullah Azhar iba a cerrarla. Él la vio. Le dijo:

– Ah, Barbara. -Y entonces se giró para llamar a alguien-. Hadiyyah. Khushi. Barbara está aquí.

– Oh, ¡sí, sí, sí! -exclamó Hadiyyah. Apareció bajo el brazo de su padre, sonriendo tanto que su rostro podía haber iluminado toda una habitación.

– ¡Ven a ver! ¡Ven a ver! -le gritó a Barbara-. ¡Es la sorpresa!

Entonces una voz de mujer se oyó desde el interior del piso y Barbara supo de quién se trataba antes de que apareciera.

– Nunca me habían llamado «sorpresa». Preséntame, cariño. Pero al menos llámame «mamá».

Barbara sabía su nombre. Angelina. Nunca había visto una foto suya, pero se había permitido imaginar qué aspecto tendría. No estaba tan equivocada. La misma altura que Azhar y delgada como él. Piel translúcida, ojos azules, cejas y pestañas oscuras y un corte de pelo a la última. Pantalones estrechos, blusa suave y pies estrechos en zapatos planos. Eran el tipo de zapatos que una mujer se pone cuando no quiere ser más alta que su pareja.

– Barbara Havers -se presentó-. Así que usted es la madre de Hadiyyah. He oído hablar muchísimo de usted.

– ¡Es verdad! -cantó Hadiyyah-. Mamá, le he contado un montón de cosas sobre ti. Seréis muy buenas amigas.

– Espero que así sea. -Angelina puso un brazo alrededor de los hombros de su hija. Hadiyyah puso el suyo alrededor de la cintura de su madre.

– ¿Quiere entrar, Barbara? -preguntó Angelina-. Yo también he oído hablar mucho de usted. -Se volvió hacia Azhar-. Hari, ¿tenemos…?

– Estoy realmente cansada -cortó Barbara. No. No podía en ese momento-. Acabo de llegar del trabajo. ¿Lo dejamos para otro día? ¿Mañana? ¿Lo que sea? ¿Te parece bien, pequeña? -le preguntó a Hadiyyah.

La niña colgaba de la cintura de su madre y la miró. Le hablaba a Barbara, pero miraba a su madre.

– Sí, sí, sí -exclamó-. Mañana tenemos un montón de tiempo, ¿verdad, mamá?

– Mucho, mucho tiempo, cariño -respondió Angelina.

Barbara les dio las buenas noches, y saludó de una manera un tanto ausente. Estaba demasiado destrozada como para lidiar con todo aquello. Ya habría tiempo al día siguiente.

Se dirigía a su búngalo cuando él la llamó por su nombre. Se detuvo en el pasillo lateral de la casa. No quería tener esa conversación, pero estimó que no tenía muchas esperanzas de evitarla.

– Esto… -empezó Azhar, pero Barbara lo paró.

– No lograrás que se duerma esta noche -dijo alegremente-. Me imagino que estará bailando hasta el amanecer.

– Sí, yo también lo creo. -Miró hacia atrás, por donde había venido y después a Barbara-. Ella quería decírtelo antes, pero pensé que era mejor que esperara hasta… -Vaciló. La relación entre él y la madre de Hadiyyah estaba en una pausa.

– Por supuesto -dijo Barbara, rescatándolo.

– Si ella no hubiera vuelto, ¿sabes?, como dijo que haría, no deseaba tenérselo que explicar a Hadiyyah. Me pareció que su decepción sería mucho mayor.

– Por supuesto -dijo Barbara.

– Así que ya ves.

– Hadiyyah siempre lo creyó.

– Así es. Siempre lo dijo.

– No sé por qué.

– Bueno, es su madre, después de todo. Hay un vínculo. Lo sabe, lo siente.

– ¿No lo entiendes…?

Azhar se palpó los bolsillos. Barbara sabía qué estaba buscando, pero se había quedado sin cigarrillos. Él encontró su propio paquete y le ofreció uno. Ella negó con la cabeza. Lo encendió.

– ¿Por qué ha vuelto? -se preguntó él.

– ¿Qué?

– La verdad es que todavía no lo sé.

– Oh, bien.

Barbara no sabía qué decir. Nunca habían hablado sobre por qué Angelina había abandonado a Azhar y a su hija. Simplemente habían utilizado el eufemismo de un largo viaje a Canadá. Barbara había pensado que estaría haciendo cualquier cosa menos un viaje por aquel país -incluso si fue allí donde fue-, pero nunca había presionado para tener más información. Asumió que Hadiyyah no la tendría y que Azhar no querría darla.

– Sospecho que no fue lo que Angelina pensó que sería -dijo Azhar-. Vivir con él.

Barbara asintió con la cabeza.

– Eso es. Bien. Esa suele ser la historia de siempre, ¿verdad? -dijo-. La flor se marchita, y al final del día todo aparece, por mucho que se intente ocultar.

– ¿Sabías que había otro, entonces?

– ¿Otro hombre? -Barbara negó con la cabeza-. Me preguntaba por qué se fue y dónde estaba realmente, pero no sabía que había otra persona involucrada. -Miró hacia la parte delantera de la casa cuando continuó-: Si te soy sincera, Azhar… siempre me ha parecido fuera de lugar que os dejara a los dos. Especialmente a Hadiyyah. Quiero decir, los hombres y las mujeres tienen sus problemas, lo entiendo, pero nunca entendí que dejara a Hadiyyah.

– Así que lo entiendes.

El hombre le dio una calada al cigarrillo. La iluminación era tenue en el pasillo lateral de la casa; en esa oscuridad, Barbara apenas podía ver su cara. Pero la punta de su cigarrillo se iluminaba con cada profunda calada que daba. Recordó que a Angelina no le gustaba que fumara. Se preguntó si ahora lo dejaría.

– ¿Entender qué? -le preguntó.

– Que se llevará a Hadiyyah, Barbara. La próxima vez. Se la llevará. Y eso es algo… No puedo perder a Hadiyyah. No la perderé.

Sonó tan intenso y al mismo tiempo tan sombrío, si es que eso era posible, que Barbara sintió que algo se rompía en su interior, una grieta en la superficie que hubiera preferido que se hubiera mantenido sellada.

– Azhar, estás haciendo lo correcto -dijo-. Yo haría lo mismo. Todo el mundo lo haría.

Porque él no tenía más remedio, y ella lo sabía. Estaba atrapado por las circunstancias de su propia invención: había dejado a su primera mujer y a sus dos otros niños por Angelina, no se había divorciado nunca, nunca se había vuelto a casar… Aquello era una pesadilla que podía terminar en los tribunales si así lo quería Angelina, y él sería el perdedor, y perdería a la única persona que en su destrozada vida le había importado.

– Debo hacer lo que sea para mantenerla aquí -dijo.

– Estoy totalmente de acuerdo -contestó Barbara.

Y lo dijo en serio, a pesar de que habían cambiado su mundo, del mismo modo que ellas habían cambiado el mundo de aquel hombre que estaba allí, de pie en la oscuridad.

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