Capítulo 16

Barbara Havers se encargó de las llamadas telefónicas y Winston Nkata de la planificación de la ruta. Ella pudo encontrar sin dificultades a Jonas Bligh y Keating Crawford, los dos instructores en el Winchester Technical College II -nadie arrojaba ninguna luz sobre si realmente existía un Winchester Technical College I-, y ambos individuos accedieron a hablar con los detectives de Scotland Yard. Ambos preguntaron también la razón de su inminente visita. Cuando ella les dijo que se trataba de un tipo llamado Gordon Jossie para quien habían escrito cartas de recomendación, la respuesta fue idéntica en ambos casos: «¿Quién?».

Barbara repitió el nombre de Jossie. Debía de haber sido hacía unos once años, añadió ella.

Nuevamente ambos se mostraron sorprendidos. ¿Once años? Era muy difícil recordar a un estudiante de hace tanto tiempo. Pero cada uno de ellos le aseguró que esperaría su llegada.

Nkata, mientras tanto, estudiaba el mapa para encontrar la ruta que les llevase hasta Winchester, a través de la ciudad y a los alrededores del colegio universitario. Cada vez se sentía menos feliz de encontrarse en Hampshire, y Barbara no podía culparle. Era la única persona negra que había visto desde que entraron en New Forest y, por la reacción de todas las personas con las que entraron en contacto en el hotel en Sway, Winston parecía ser el primer hombre negro que habían visto en su vida, aparte de en la televisión.

La noche anterior, durante la cena, ella le había dicho en voz baja: «Primero, la gente piensa que somos pareja, Winnie», para excusar la obvia curiosidad del camarero.

– ¿Sí? -dijo él, y Barbara pudo sentir que a Nkata se le ponían los pelos de punta-. ¿Y qué si lo somos? ¿Hay algo malo con las parejas mixtas? ¿Qué hay de malo en eso?

– Por supuesto que no -dijo Barbara al instante-. Joder, Winnie. Ni que yo tuviera esa suerte. Y eso es lo que están mirando. «¿Él y "ella"?», están pensando. «¿Cómo consiguió a ese tío?» No por su aspecto, de eso no hay duda. Míranos, tú y yo, cenando en un hotel. La luz de las velas, las flores en la mesa, la música…

– Es un CD, Barb.

– Ten paciencia conmigo, ¿de acuerdo? La gente saca conclusiones a partir de lo que ve. Puedes creerme. Me pasa todo el tiempo cuando estoy con el inspector Lynley.

Nkata pareció reflexionar sobre eso. El comedor del hotel tenía algo moderadamente especial, aun cuando la música efectivamente fuese de un CD con viejos éxitos de Neil Diamond y las flores de la mesa fueran de plástico. Seguía siendo el único establecimiento en Sway donde se podía disfrutar de algo remotamente parecido a una velada romántica. No obstante, preguntó:

– ¿Segundo?

– ¿Eh?

– Dijiste «primero». ¿Qué es lo segundo?

– Oh. Segundo, es sólo que tú eres alto y tienes esa cicatriz en la cara. Eso te convierte en un tío de carácter. Y luego está también tu manera de vestir, que contrasta con la mía. Ellos también podrían estar pensando que eres «alguien» y que yo soy tu secretaria o ayudante o lo que sea. Probablemente un jugador de fútbol. Ése serías tú, no yo. O quizás una estrella de cine. Supongo que están tratando de decidir dónde te vieron la última vez: Gran Hermano, algún concurso, quizás en Morse [19] cuando todavía llevabas pañales.

Nkata la miró con una expresión ligeramente divertida.

– ¿Haces esto con el inspector Lynley, Barb?

– ¿Hacer qué?

– Preocuparte tanto. Por él, quiero decir. Como lo estás haciendo conmigo.

Ella sintió que se ruborizaba.

– ¿Eso hacía? Quiero decir, ¿lo hago? Lo siento. Es sólo que…

– Es muy amable de tu parte -le dijo él-. Pero me han mirado peor en otras ocasiones que ahora, puedes creerme.

– Oh -dijo ella-. De acuerdo.

– Y -añadió Nkata- no vistes ni la mitad de mal de lo que dices, Barb.

Ante este comentario, ella lanzó una carcajada.

– Correcto. Y Jesús no murió en la cruz. Pero no tiene importancia. La superintendente Ardery se está encargando del asunto. Muy pronto, créeme, seré la respuesta de la Metropolitana a… -Se estiró el labio-. Verás, ése es el problema. Ni siquiera sé cuál es el último icono de la moda. Así de fuera de onda estoy. Bien, no tiene importancia. No tiene solución. Pero deja que te diga una cosa, la vida era mucho más fácil cuando era suficiente con imitar la manera de vestir de la reina.

No se trataba en absoluto de que ella hubiese imitado jamás la manera de vestir de la reina, pensó Barbara. Aunque sí se preguntaba si un par de zapatos prácticos, guantes y un bolso enlazado en el brazo satisfarían a la superintendente Ardery.

Al ser Winchester una ciudad y no un pueblo, Winston Nkata no fue objeto de un escrutinio especial. Tampoco despertó demasiada curiosidad en el campus del Winchester Technical College II, que encontraron fácilmente, gracias a su planificación previa. Jonas Bligh y Keating Crawford, sin embargo, demostraron ser dos individuos fascinantes. Como esperaba encontrarles en un departamento que estuviese relacionado de alguna manera con el empajado de tejados, Barbara había descuidado preguntar a qué se dedicaban. Resultó que Bligh trabajaba en algo misterioso relacionado con ordenadores, mientras que el campo de Crawford eran las telecomunicaciones.

Bligh se encontraba en sus horas de consulta, o eso les dijeron, y hallaron su oficina metida debajo de una escalera arriba y debajo de la cual, durante su conversación inicial con él, manadas de estudiantes se agolpaban de manera incesante.

Barbara no podía imaginar que alguien pudiese conseguir nada en semejante ambiente, pero cuando se presentaron a Bligh, los tapones de cera que se quitó de los oídos explicaron cómo conseguía resistir en ese lugar. Bligh sugirió que salieran de allí, que fuesen a tomar un café, a dar un paseo, lo que fuese. Barbara, a su vez, sugirió que buscasen a Crawford, un plan que esperaba que les ahorraría tiempo.

Esa cuestión se resolvió por medio de un teléfono móvil. Se reunieron con el instructor de telecomunicaciones en el aparcamiento, donde una caravana que vendía helados y zumos atraía a una verdadera multitud. Crawford era uno de ellos. «Pesado» era una manera compasiva de describirlo. Era obvio que necesitaba el Cornetto que atacaba en ese momento. Acabó el helado y pidió otro inmediatamente. Por encima del hombro, preguntó a los detectives y a su colega:

– ¿Alguien quiere uno?

Barbara dijo que no, capaz de ver su futuro cuando sus pies se acercaban a las llamas de la muerte. Winston también rechazó la idea. Y también Bligh, quien dijo entre dientes:

– Muerto antes de cumplir los cincuenta, sólo hay que esperar. -En tono más afable y dirigiéndose a Crawford añadió-: No te culpo. Qué verano tan caluroso, joder.

Durante unos minutos se dedicaron a una suerte de maniobras coloquiales preliminares que eran características de los ingleses: una breve charla acerca del tiempo. Luego se dirigieron hacia un pequeño prado de color marrón que recibía la sombra de un recio plátano. Allí no había bancos ni sillas, pero era un verdadero alivio protegerse del sol.

Barbara le entregó a cada uno de los hombres las cartas de recomendación que habían escrito para Gordon Jossie. Bligh se puso unas gafas de leer; Crawford dejó caer una gota de helado de vainilla sobre el papel. Lo limpió en la pernera del pantalón y dijo: «Lo siento, riesgos de la profesión», y comenzó a leer. Un momento después, frunció el ceño y dijo:

– ¿Qué coño…? -Bligh meneó la cabeza simultáneamente. Hablaron casi al mismo tiempo.

– Esto es falso -dijo Bligh mientras Crawford declaraba-. Yo no escribí esto.

Barbara y Winston se miraron.

– ¿Están seguros? -preguntó Barbara-. ¿Es posible que lo hayan olvidado? Quiero decir, seguramente les piden que escriban un montón de cartas cuando los alumnos acaban el curso, ¿verdad?

– Por supuesto -convino Bligh. Su voz era seca-. Pero, generalmente, me piden que escriba cartas relacionadas con mi campo de trabajo, sargento. Es papel con membrete del colegio, es cierto, pero la carta habla de los logros conseguidos por Gordon Jossie en Cuentas y Finanzas, una asignatura que yo no imparto. Y, además, ésa no es mi firma.

– ¿Y usted? -preguntó Barbara a Crawford-. ¿Supongo que…?

Crawford asintió.

– Reparación de Grandes Electrodomésticos -dijo, indicando el contenido de la carta y extendiéndola hacia ella-. No es mi especialidad. Ni de lejos.

– ¿Qué me dice de la firma?

– Lo mismo, me temo. Alguien probablemente robó papel con membrete de alguna oficina (o incluso puede haberlo diseñado por ordenador, supongo, si tenía una muestra) y luego escribió sus propias recomendaciones. A veces suceden estas cosas, aunque este tío debió hacer primero algunas comprobaciones para ver quién enseñaba qué. En mi opinión, el tío echó un vistazo a la lista del personal docente y eligió nuestros nombres al azar.

– Exactamente -convino Bligh.

Barbara miró a Winston.

– Eso explica cómo alguien que no sabe leer o escribir consiguió completar sus estudios en el colegio, ¿verdad?

Winston asintió.

– Pero no cómo alguien que no sabe leer ni escribir pudo redactar esas cartas, porque no lo hizo él.

– Ese parece ser el caso.

Y eso, por supuesto, significaba que otra persona había escrito esas cartas de recomendación para Gordon Jossie, alguien que le conocía desde hacía años, alguien con quien probablemente ellos aún no habían hablado.


* * *

Robbie Hastings sabía que si quería llegar al fondo de lo que le había pasado a su hermana, y si quería ser capaz de seguir viviendo -no importaba cuan infelizmente-, tenía que empezar a enfrentarse a unas cuantas verdades básicas. Meredith había tratado de explicarle al menos una de esas verdades cuando hablaron en la iglesia de Winchester. Él la había interrumpido no sin brusquedad porque era, lisa y llanamente, un maldito cobarde. Pero sabía que no podía continuar por ese camino. De modo que, finalmente, levantó el auricular del teléfono.

– ¿Cómo estás? -dijo ella al oír su voz-. Quiero decir, ¿cómo lo llevas, Rob? ¿Cómo puedes resistirlo? Yo no puedo comer ni dormir. ¿Tú puedes? ¿Lo haces? Yo sólo quiero…

– Merry. -Se aclaró la voz. Una parte de él gritaba «es mejor no saber, es mejor no saber nunca», y una parte de él estaba tratando de ignorar esos gritos-. ¿Qué…? En la iglesia, cuando estábamos hablando de ella…, ¿qué querías decir?

– ¿Cuándo?

– Dijiste «siempre». Esa fue la palabra que empleaste.

– ¿Lo hice? Rob, no sé…

– Con un tío, dijiste. Siempre que ella estaba así con un tío.

«Por Dios -pensó Rob-, no me hagas seguir.»

– Oh. -La voz de Meredith era baja-. Jemima y el sexo, a eso te refieres.

Rob susurró apenas la respuesta.

– Sí.

– Oh, Rob. Supongo que no debería haber dicho eso.

– Pero lo dijiste. De modo que tienes que explicármelo. Si sabes algo que esté relacionado con su muerte…

– No es nada -dijo ella rápidamente-. Estoy segura. No es eso.

Él no dijo nada más. Pensó que si permanecía en silencio, Meredith se vería obligada a seguir hablando, y fue lo que hizo.

– En aquella época, ella era más joven. En cualquier caso, fue hace años. Y Jemima habría cambiado, Rob. La gente cambia.

Él quería creerlo con todas sus fuerzas. Era una cuestión tan simple como decir: «Oh. De acuerdo. Bueno, gracias» y ya está. Podía percibir murmullos de conversaciones de fondo. Había llamado a Meredith al trabajo y podría haber utilizado eso como pretexto para dar por terminada la conversación en ese punto. Ella también podría haberlo hecho, en realidad. Pero no aprovechó esa posibilidad. No podía hacerlo ahora y vivir sabiendo que había huido. Igual que si hacía la vista gorda a lo que, en el fondo, sabía que Meredith probablemente le diría si él insistía.

– Creo que ha llegado el momento de que conozca toda la historia, Meredith. No sería una traición por tu parte. Además, nada de lo que digas supondrá ya ninguna diferencia.

Cuando ella finalmente se decidió a hablar, Rob tuvo la sensación de que lo hacía desde el interior de un tubo, ya que el sonido era hueco, aunque también podría haber sido que su corazón estaba hueco.

– Once, entonces, Rob -dijo Meredith.

– ¿Once qué? -dijo él. «¿Amantes?», se preguntó. ¿Jemima había tenido tantos amantes? ¿Y a qué edad? ¿Y ella realmente había llevado la cuenta?

– Años -dijo Meredith-. A esa edad. -Y cuando él no dijo nada, ella continuó hablando deprisa-: Oh, Rob. No quieres saberlo. De verdad. Y ella no era mala. Ella sólo… Verás, ella igualaba las cosas. Por supuesto, en aquel momento yo no lo sabía, por qué lo hacía, quiero decir. Sólo sabía que podía acabar embarazada, pero ella decía que no porque tomaba precauciones. Incluso conocía esa palabra, precauciones. No sé qué es lo que usaba o dónde lo conseguía, pues no me lo dijo. Sólo que no era asunto mío decirle lo que estaba bien o mal, y si era realmente su amiga, que lo era, yo sabía que tenía que ser así. Y luego se convirtió en una cuestión de que yo no tenía novios: «Sólo estás celosa, Merry». Pero no era eso, Rob. Ella era mi amiga. Sólo quería protegerla. Y la gente hablaba de ella. Sobre todo en la escuela.

Robbie no estaba seguro de que pudiera hablar. Estaba en la cocina y tanteó a ciegas detrás de él, con infinita lentitud, buscando una silla donde poder sentarse.

– ¿Los chicos de la escuela? -preguntó-. ¿Los chicos de la escuela se acostaban con Jemima cuando tenía once años? ¿Quién? ¿Cuántos?

Porque les encontraría, pensó. Les encontraría y les haría pagar incluso ahora, tantos años después.

– No sé cuántos -dijo Meredith-. Quiero decir, ella siempre tuvo novios, pero no creo que… Seguro que no con todos ellos, Rob.

Sin embargo, él sabía que estaba mintiendo para proteger sus sentimientos, o tal vez porque creía que ya había traicionado a Jemima lo suficiente, a pesar de que era él quien la había traicionado al no haber sido capaz de ver lo que tenía todo el tiempo delante de las narices.

– Cuéntame el resto -dijo-. Porque hay más, ¿verdad?

La voz de Meredith se alteró al contestar, y él se dio cuenta de que estaba llorando.

– No, no. No hay nada más, de verdad.

– Maldita sea, Merry…

– De verdad.

– Cuéntamelo.

– Rob, por favor, no preguntes.

– ¿Qué más? -Y ahora fue su propia voz la que se quebró cuando añadió-: Por favor…, -Y quizá fue eso lo que hizo que ella continuase hablando.

– Si había un chico con quien ella lo estaba haciendo y otro chico la quería… Ella no lo entendía. No sabía cómo ser fiel. Eso para ella no tenía ningún significado especial. No es que fuera una buscona. Ella simplemente no entendía cómo lo veía el resto de la gente. Quiero decir, lo que pensaban o podían hacer o podían pedirle. Intenté decírselo, pero estaba este chico, y aquel chico, y este hombre, y aquel hombre. Jemima era incapaz de entender que eso no tenía nada que ver con el amor (lo que ellos querían de ella), y cuando intenté decírselo, ella pensó que estaba siendo…

– Sí -dijo él-. De acuerdo. Sí.

Meredith volvió a quedarse en silencio aunque él alcanzaba a oír que algo crujía contra el teléfono. Un pañuelo de papel, probablemente. Había estado llorando durante toda la conversación.

– Solíamos pelearnos -dijo ella-. ¿Te acuerdas? Solíamos hablar durante horas en su habitación. ¿Recuerdas?

– Sí. Sí. Lo recuerdo.

– Tienes que entenderlo… Yo traté de… Tendría que habérselo dicho a alguien, pero no sabía a quién.

– ¿No pensaste en contármelo a mí?

– Lo pensé. Sí. Pero entonces…, a veces pensaba… Todos los hombres y quizás incluso tú…

– Oh, Dios, Merry.

– Lo siento. Lo siento mucho.

– ¿Por qué pensaste…? ¿Acaso ella dijo…?

– Nunca. Nada. Eso no.

– Pero aun así tú pensaste…

Sintió que una carcajada burbujeaba en su interior, una carcajada de simple desesperación ante una idea tan abominable, tan alejada de la verdad de quién era él y cómo vivía su vida.

Al menos, pensó, con Gordon Jossie se había producido un cambio en su hermana. Jemima, de alguna manera, había encontrado lo que estaba buscando, porque sin duda le había sido fiel. Tuvo que haberlo sido.

– Ella, sin embargo, le fue fiel a Jossie. Fue sincera con él. Quiero decir, como te expliqué antes, Gordon quería casarse con ella y no lo habría hecho si hubiese tenido el más leve indicio o sospecha de que…

– ¿De verdad?

Algo en la forma en que ella formuló la pregunta hizo que se interrumpiese.

– ¿De verdad qué?

– ¿Quería casarse con ella? ¿Seguro?

– Por supuesto que sí. Ella se marchó porque necesitaba tiempo para pensarlo, y supongo que a Gordon le preocupaba la posibilidad de que todo hubiese acabado, pues la llamaba una y otra vez, y ella se compró otro teléfono móvil. O sea, que ella finalmente se había aclarado… Te expliqué todo esto, Merry.

Al llegar a este punto casi balbuceaba. Pensó que la amiga de su hermana tenía que decirle algo más.

– Pero, Rob, antes de nuestra…, ¿cómo lo llamaría?, ¿nuestra ruptura?, ¿nuestra pelea?, ¿el fin de nuestra amistad? Antes de eso, ella me dijo que Gordon no quería casarse en absoluto. No era por ella, dijo. Él no quería casarse, punto. Jemima me dijo que Gordon temía el matrimonio. Tenía miedo de acercarse demasiado a cualquiera.

– Los tíos siempre dicen eso, Merry. Al principio.

– No. Escucha. Ella me dijo que hizo lo imposible para convencerle de que viviesen juntos, y antes de eso hizo lo imposible para convencerle de que le dejase pasar la noche con él, y antes de eso hizo lo imposible para persuadirle de que se acostaran. De modo que pensar que Gordon estaba loco por casarse con ella… ¿Qué podría haber hecho que cambiase de idea?

– Vivir con ella. Acostumbrarse a eso. Ver que no había ningún gran temor en el hecho de vivir con alguien. Aprender que…

– ¿Qué? ¿Aprender qué? La verdad, Rob, es que si había algo que aprender…, algo que descubrir…, no sería que probablemente él descubrió que Jemima…

– No.

Él lo dijo no porque lo creyera, sino porque quería creerlo: que su hermana había sido para Gordon Jossie lo que no había sido para su propio hermano. Un libro abierto. ¿No era eso acaso lo que las parejas estaban destinadas a ser el uno con el otro?, se preguntó. Pero no tenía ninguna respuesta. ¿Cómo demonios podía tenerla si el hecho de ser la mitad de una pareja era únicamente una fantasía para él?

– Ojalá no hubieras preguntado -dijo Meredith-. No debería haberte contado nada ¿Qué importa ahora? Quiero decir, al final ella sólo quería alguien que la amara, eso creo. En aquel momento no lo entendí, cuando éramos pequeñas. Y cuando finalmente llegué a entenderlo, cuando ya éramos mayores, nuestros caminos se habían vuelto tan diferentes que cuando intenté hablar con ella acerca de ese tema, parecía que era yo quien tenía un problema, no Jemima.

– Y eso fue lo que la mató -dijo él-. Eso fue lo que ocurrió, ¿verdad?

– Seguro que no. Porque si ella había cambiado como dijiste que lo había hecho, si le era fiel a Gordon… Y había estado con él durante más tiempo que con cualquier otro hombre, ¿verdad? ¿Más de dos años? ¿Tres?

– Ella se marchó deprisa y corriendo. Él no dejaba de llamarla.

– ¿Lo ves? Eso significa que él quería que volviese, algo que Gordon no habría deseado si ella le hubiese sido infiel. Creo que ella había dejado todo eso atrás, Rob. Lo creo de verdad.

Sin embargo, Robbie podía percibir por la ansiedad en el tono de Meredith que, cualquier cosa que ella dijese a partir de ese momento, tendría la intención de aliviar sus sentimientos. Se sentía mareado, como si estuviese en un tiovivo. Entre toda la nueva información que había conseguido reunir tenía que haber una verdad fundamental acerca de su hermana. Tenía que existir alguna manera de explicar tanto su vida como su muerte. Y él debía encontrar esa verdad, porque sabía que su hallazgo sería la única manera que tendría de perdonarse a sí mismo por haberle fallado a Jemima cuando ella más le había necesitado.


* * *

Barbara Havers y Winston Nkata regresaron a la Unidad de Mando Operativo, donde entregaron las cartas falsificadas del Winchester Technical College II al comisario. Whiting las leyó. Era la clase de lector que iba formando las palabras con los labios a medida que avanzaba en la lectura. Se tomó su tiempo.

– Hemos hablado con estas dos personas, señor -dijo Barbara-. Ellos no escribieron esas cartas. No conocen a Gordon Jossie.

El comisario alzó la vista.

– Eso es un problema -dijo.

Cuanto menos, pensó Barbara, aunque Whiting no parecía muy interesado en la cuestión.

– La última vez que estuvimos aquí -dijo-, usted nos dijo que dos mujeres habían llamado en relación con Jossie.

– Eso hice. -Whiting parecía estar meditando sobre el asunto-. Fueron dos llamadas, creo. Dos mujeres que sugerían que era necesario investigar a Jossie.

– ¿Y? -preguntó Barbara.

– ¿Y? -dijo Whiting.

Barbara y Winston se miraron. Él tomó la palabra.

– Ahora hemos conseguido estas cartas. En Londres tenemos a una chica muerta conectada con este tío. Hace algún tiempo, él viajó a Londres a buscarla, algo que no niega, y distribuyó tarjetas postales con la fotografía de ella en lugares visibles de la ciudad. Pedía que le llamasen si alguien la veía. Y usted mismo recibió dos llamadas advirtiéndole acerca de ese tío.

– Esas llamadas no mencionaron ninguna tarjeta postal en Londres -dijo Whiting-. Tampoco mencionaron a su chica muerta.

– Lo importante son las propias llamadas y cómo las pruebas se acumulan contra Jossie.

– Sí -dijo Whiting-. Eso puede hacer que las cosas parezcan dudosas. Lo comprendo.

Barbara decidió que andarse por las ramas no era el camino que había que tomar con el comisario.

– Señor, ¿qué es lo que sabe acerca de Gordon Jossie que no nos dice?

Whiting le devolvió las cartas.

– Nada de nada -contestó.

– ¿Le investigó basándose en esas llamadas telefónicas?

– Sargento… ¿Es Havers? ¿Y Nkata? -Whiting esperó a que ambos asintiesen, aunque Barbara podría haber jurado que conocía perfectamente sus nombres, a pesar de que los pronunciara mal-. No soy muy propenso a utilizar a mis hombres para que investiguen a alguien basándome en la llamada telefónica de una mujer que quizás estaba enfadada porque un tío la dejó plantada en una cita.

– Dijo dos mujeres -señaló Nkata.

– Una mujer, dos mujeres. La cuestión es que no presentaron ninguna queja, sólo sospechas, y sus sospechas equivalían a sospechas, ¿entiende?

– ¿Y eso qué significa? -preguntó Barbara.

– Significa que esas mujeres no tenían nada que justificase sus sospechas. El tío no estaba espiando a través de las ventanas. No merodeaba por las escuelas primarias. No les robaba los bolsos a las ancianas. No trasladaba bultos sospechosos de esto o aquello a su casa o fuera de ella. No invitaba a las mujeres en la calle a que subieran a su coche para un poco de ya-saben-qué. Por lo que decían (estas mujeres que, por cierto, no dejaron sus nombres) sólo era un tío sospechoso. Estas cartas que me han traído -señaló las falsificaciones del colegio técnico- no añaden nada a la receta. A mí me parece que aquí lo importante no es que ese tío las haya falsificado…

– Él no lo hizo -dijo Barbara-. No sabe leer ni escribir.

– De acuerdo. Otra persona las falsificó. Un amigo. Una novia. Quién sabe. ¿En algún momento se ha considerado la posibilidad de que nunca le habrían contratado como aprendiz a esa edad si no hubiera tenido algo que demostrase que era un riesgo que merecía la pena correr? Creo que eso es todo lo que muestran esas cartas.

– Es verdad -dijo Barbara-. Pero de todos modos…

– De todos modos aquí lo importante es si hizo bien su trabajo una vez que lo consiguió. Y eso fue lo que hizo, ¿verdad? Hizo un buen aprendizaje en Itchen Abbas. Luego inició su propio negocio. Ha conseguido que su negocio prosperase y, que yo sepa, no se ha metido en problemas.

– Señor…

– Creo que no hay nada más que decir, ¿verdad?

En realidad, Barbara no pensaba eso, pero no dijo nada. Nkata tampoco abrió la boca. Y mientras que ella se cuidó muy bien de no mirar a Winston, él también se cuidó bien de no mirarla. La razón era que había un detalle que el comisario Whiting no estaba abordando: ellos no le habían dicho absolutamente nada acerca de que Gordon Jossie había servido como aprendiz con Ringo Heath o con cualquier otra persona, y el hecho de que Whiting lo supiese sugería, otra vez, que en New Forest había más sobre Gordon Jossie y su vida en ese lugar de lo que a simple vista parecía. Y para Barbara no había ninguna duda: el comisario Zachary Whiting estaba completamente al corriente.


* * *

Meredith decidió que era necesario tomar medidas después de la llamada de Rob Hastings. Era consciente de que el pobre hombre estaba destrozado hasta el tuétano y devastado por la culpa, a partes iguales, y puesto que parte de ello se debía a que ella se había ido de la lengua hablando de cosas que era mejor mantener en silencio, dio los pasos necesarios para enderezar la situación. Había visto ya suficientes policías en la tele como para saber lo que debía hacer cuando tomó la decisión de viajar a Lyndhurst. Estaba bastante segura de que Gina Dickens no estaría en la habitación que afirmaba tener alquilada encima del salón de té Mad Hatter [20] ya que la chica parecía estar decidida a establecer su vida junto a Gordon Jossie. Meredith pensaba que, teniendo en cuenta este objetivo, probablemente no había pisado su casa desde hacía tiempo. En caso de que Gina estuviese allí, Meredith ya había preparado una excusa razonable: venía a pedirle disculpas por haber sido tan desagradable. Era en parte cierto, al menos, si bien estar molesta era sólo la mitad de todo el asunto.

Había pedido el resto del día libre. Una terrible jaqueca, el calor y ese momento del mes. Dijo que trabajaría en casa, si no les importaba, donde podría ponerse una compresa fría en la cabeza para aliviar el dolor. De todos modos, ya había completado la mayor parte del gráfico. Sólo necesitaría una hora más para que estuviese acabado.

Su jefa no tuvo ninguna objeción, así que Meredith se marchó de la oficina. Cuando llegó a Lyndhurst aparcó junto al New Forest Museum y recorrió a pie la escasa distancia que la separaba de los salones de té en High Street. Era pleno verano y Lyndhurst bullía de turistas. La ciudad se asentaba en el centro del Perambulation y generalmente representaba la primera parada de los visitantes que deseaban tomar contacto con esta zona de Hampshire.

A la habitación de Gina en los altos del Mad Hatter se accedía a través de una entrada que estaba separada del salón de té, desde donde se extendía hasta la calle el aroma de los productos recién horneados. En la parte superior había sólo dos habitaciones y, puesto que del interior de una de ellas sonaba música hip-hop a todo volumen, Meredith eligió la otra. Allí fue donde aplicó los conocimientos adquiridos mirando las series policiales en la tele. Utilizó una tarjeta de crédito para quitar el cerrojo. Tuvo que hacer cinco intentos y acabó bañada en sudor -tanto por la tensión nerviosa como por la elevada temperatura dentro del edificio- antes de llegar a entrar en la habitación de Gina. Pero cuando lo hubo conseguido supo sin lugar a dudas que había tomado la decisión correcta. Porque en la mesilla de noche comenzó a sonar un teléfono móvil y, en lo que a ella concernía, ese sonido estaba gritando pista.

Corrió hacia la mesilla de noche y respondió a la llamada.

– ¿Sí? -dijo con todo el tono autoritario que pudo reunir y jadeando tanto como pudo para disimular la voz.

Mientras lo hacía, echó un vistazo alrededor de la habitación. Estaba amueblada con sencillez: una cama, una cómoda, una mesilla de noche, un escritorio, un armario para la ropa. Había un lavamanos con un espejo encima, pero la habitación no tenía un cuarto de baño contiguo. La ventana estaba cerrada y el calor era sofocante.

No hubo respuesta desde el otro extremo de la línea. Pensó que había perdido la comunicación y se maldijo por ello. Entonces una voz de hombre dijo:

– Cariño, Scotland Yard ha estado aquí. ¿Cuánto tiempo más, joder?

Ella se quedó helada de la cabeza a los pies, como si una ráfaga de aire refrigerado hubiese atravesado la habitación.

– ¿Quién es? ¡Dígame quién es! -preguntó.

Silencio por respuesta. Luego: «Mierda» en un susurro apenas audible. Y después nada.

– ¿Hola? ¿Hola? ¿Quién es? -preguntó, pero sabía que quienquiera que fuese ya había cortado la comunicación.

Pulsó el botón de rellamada, aunque suponía que el hombre que estaba en el otro extremo de la línea difícilmente contestaría la llamada. Pero ella no necesitaba que lo hiciera. Sólo tenía que ver el número desde donde había llegado la llamada. Lo que consiguió sin embargo, fue Número privado escrito en la pequeña pantalla. Mierda, pensó. Quienquiera que fuera ese tío, estaba llamando desde un número oculto. Cuando se estableció la conexión, la llamada sonó y sonó, tal como ella esperaba. Ni buzón de voz ni mensaje. Había sido una llamada hecha por alguien que estaba conspirando con Gina Dickens.

Ante esta revelación, Meredith sintió una oleada de triunfo. Eso demostraba que había estado en lo cierto desde el principio. Ella ya sabía que Gina Dickens no era trigo limpio. Ahora solo restaba descubrir el verdadero propósito de su presencia en New Forest, porque no importaba lo que Gina había afirmado acerca de su programa de ayuda a chicas en riesgo de exclusión, Meredith no se lo creía. Que ella supiera, la única chica en peligro había sido Jemima.

La estridente música hip-hop seguía tronando a través de las paredes de la habitación. Desde abajo ascendía el ruido del salón de té. Desde el exterior reverberaba el ruido de la calle a través de las ventanas: camiones que pasaban por la calle principal y hacían chirriar los neumáticos al llegar a la suave pendiente, coches que se dirigían hacia Southampton o Beaulieu, autocares turísticos del tamaño de pequeñas cabañas que transportaban a sus pasajeros de regreso al sur, a Brockenhurst, o incluso más lejos, a la ciudad portuaria de Lymington y una excursión hasta la Isla de Wight. Meredith recordaba que Gina había hecho referencia a la cacofonía en la calle debajo de su ventana. En este aspecto, al menos, no había mentido. Pero en otras cuestiones… Bueno, eso era precisamente lo que Meredith había venido a descubrir.

Tenía que darse prisa. Estaba pasando otra vez del frío al calor, y sabía que no podía arriesgarse a abrir una ventana y llamar así la atención hacia la habitación. Pero el calor hacía que el aire estuviese viciado y que sintiese claustrofobia.

Su primer objetivo fue la mesilla de noche. La radio reloj que había encima de ella estaba sintonizada en Radio 5, un detalle que no parecía indicar nada en particular, y dentro del único cajón de la mesilla sólo había una caja de pañuelos de papel y un viejo paquete de Blue-Tack abierto, y a cuyo contenido le faltaba un pequeño trozo. En el estante de la mesilla había una pila de revistas, demasiado viejas como para que pertenecieran a Gina, pensó Meredith.

En el armario había ropa, pero no una cantidad que pudiera asociarse con una residencia permanente. Todas las prendas, sin embargo, eran de buena calidad, en consonancia con lo que Meredith ya había visto que llevaba Gina. Tenía un gusto caro. Nada de lo que había en el armario era basura moderna. Aunque la ropa no proporcionaba ninguna otra pista acerca de su dueña, sí hizo que Meredith se preguntase cómo esperaba mantener Gina su magnífico guardarropa con lo que Gordon Jossie ganaba empajando tejados, pero poco más.

Tuvo la misma suerte con la cómoda, donde la única información importante que recabó fue que Gina no se compraba las bragas en las rebajas. Las diminutas prendas parecían ser de seda o satén, al menos de seis colores y estampados diferentes, y cada par de bragas tenían su sujetador a juego. Meredith se permitió un momento de envidia de bragas antes de revisar el resto de los cajones. Encontró camisetas perfectamente dobladas, jerséis y unos cuantos pañuelos para el cuello. Eso era todo.

El escritorio proporcionó incluso menos información. En una caja de madera había algunos folletos turísticos y, en el cajón central encontró algunos artículos de papelería muy baratos junto con dos tarjetas postales del salón de té Mad Hatter. Dentro del cajón había un bolígrafo, pero eso era todo. Meredith lo cerró, se sentó en la silla del escritorio y pensó en lo que había visto.

Nada que fuese de utilidad. Gina tenía ropa bonita, le gustaba la ropa interior fina y tenía un teléfono móvil. Por qué no tenía ese teléfono consigo era una cuestión interesante. ¿Acaso se lo había olvidado? ¿No quería que Gordon Jossie supiese que lo tenía? ¿Le preocupaba que tener el teléfono pudiera indicar algo que ella no quería que Gordon supiera? ¿Estaba evitando a alguien que podía llamarla y con quien no quería hablar? ¿Estaba, por lo tanto, huyendo? La única manera de conseguir una respuesta a cualquiera de estas conjeturas era preguntarle directamente a Gina, algo que Meredith difícilmente podía hacer sin revelar que había forzado la entrada de su habitación, de modo que estaba en un callejón sin salida.

Echó un vistazo alrededor de la habitación. A falta de otra cosa que hacer, miró debajo de la cama, pero no se sorprendió al encontrar sólo una maleta que no contenía nada. Incluso la examinó en busca de un doble fondo -sintiéndose ya bastante ridícula en ese punto-, pero no encontró nada. Se levantó del costado de la cama y notó una vez más la falta de ventilación de la habitación. Pensó en echarse un poco de agua en la cara y supuso que no haría daño a nadie si usaba el lavamanos para refrescarse. El agua estaba tibia y debería haberla dejado correr varios minutos para que se enfriase y sirviese de algo.

Se secó ligeramente con la toalla de mano, volvió a colgarla en su sitio y luego examinó más detenidamente el lavamos. Estaba fijado a la pared y su aspecto era bastante moderno. También era muy femenino, con flores y vides pintadas sobre la porcelana. Meredith deslizó la mano por la suave superficie y luego, pensando que si ella lo había percibido, también lo habría hecho Gina, pasó la mano por debajo. Sus dedos se toparon con algo extraño. Se agachó para poder ver mejor.

Allí, debajo del lavamanos, habían fijado algo utilizando Blue-Tack. Parecía tratarse de un pequeño paquete hecho con papel, doblado y pegado con cinta adhesiva. Lo despegó de debajo del lavamanos y lo llevó al escritorio. Quitó con mucho cuidado el Blue-Tack y la cinta adhesiva para su posterior uso.

Una vez desplegado, el papel resultó ser un trozo de la papelería barata de la habitación. Había sido modelado en forma de una bolsita y lo que contenía parecía ser un pequeño medallón. Meredith habría preferido encontrar un mensaje críptico o algo similar. Le habría gustado leer: «Le pedí a Gordon Jossie que matara a Jemima Hastings para que quedase libre para mí», aunque tampoco le hubiera parecido mal «Creo que Gordon Jossie es un asesino, aunque yo no tuve nada que ver con ello». Lo que tenía en la mano, en cambio, era un objeto redondo con aspecto de haber sido fabricado como parte de una clase de metalurgia. Era evidente que la intención era que fuese un círculo perfecto, pero no se había conseguido del todo. El metal en cuestión parecía ser de oro sucio, pero podría haber sido cualquier cosa que se pareciera o tuviera algo que ver con el oro, ya que Meredith suponía que no había muchas clases que permitiesen a sus alumnos experimentar con algo tan caro.

La idea de las clases la llevó inevitablemente a Winchester, de donde había venido Gina Dickens. Una exploración más detallada de este hallazgo quizá produjese algún fruto. Meredith no sabía si este objeto pertenecía realmente a Gina -y tampoco tenía la más remota idea de por qué Gina o cualquier otra persona lo había colocado debajo del lavamanos-, pero el paquete de Blue-Tack abierto en la mesilla de noche sugería que era de Gina. Y en la medida en que pudiese pertenecer a ella, Meredith no se encontraría en un callejón sin salida en su investigación.

Ahora la cuestión era si debía llevarse el pequeño medallón o tratar de recordar cuál era su aspecto para poder describirlo más tarde. Consideró la posibilidad de dibujarlo, e incluso fue hasta el escritorio, se sentó y sacó una hoja de papel del cajón para hacer un boceto. El problema era que su confección no era particularmente definida, y si bien parecía haber cierto estampado en relieve en el pequeño objeto, no podía distinguirlo muy bien. De modo que le pareció que no tenía más alternativa que entregarse a un pequeño acto de pillaje. Después de todo era por una buena causa.


* * *

Cuando Gordon Jossie regresó a su casa, encontró a Gina en el último lugar en que habría esperado verla: el prado oeste. Estaba en el extremo más alejado y podría no haberla visto en absoluto de no haber sido por el relincho de uno de los ponis, que hizo que dirigiera su atención hacia ellos. Alcanzó a divisar a lo lejos su pelo rubio contra el fondo verde oscuro del bosque. Al principio pensó que simplemente estaba caminando en el linde exterior del prado y detrás de la cerca, tal vez regresaba de dar un paseo entre los árboles. Pero cuando bajó de la camioneta con Tess pegada a sus talones y se dirigió hacia la cerca, vio que Gina en realidad se encontraba dentro del prado.

Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Desde el principio, Gina había convertido su miedo a los ponis de New Forest en un tema recurrente. De modo que el hecho de encontrarla dentro del prado y entre los caballos despertó en él la cobra durmiente de la desconfianza.

Ella no se había percatado de su llegada. Caminaba lentamente junto a la línea que formaba la cerca de alambre de espino y parecía decidida a ignorar la presencia de los ponis, a la vez que estaba atenta ante los excrementos o cuidaba dónde pisaba, ya que tenía la vista fija en el suelo.

La llamó. Ella se sobresaltó, llevándose una mano al cuello de la camisa. En la otra mano parecía llevar un mapa.

Él vio que calzaba sus botas altas de goma. Este detalle le confirmó que, fuera lo que fuese que Gina estuviese haciendo, seguía preocupada por las serpientes. Por un momento pensó en explicarle que no era probable que hubiese serpientes en el prado, que el prado no era el brezal. Pero éste no era momento de explicaciones por su parte. Había una pregunta que ella debía responder: qué estaba haciendo en el prado y con ese mapa en la mano. Ella sonrió, agitó la mano a modo de saludo y dobló el mapa.

– Me has dado un buen susto -dijo Gina echándose a reír.

– ¿Qué estás haciendo? -No pudo evitarlo: su voz era afilada. Hizo un sostenido esfuerzo para suavizarla, pero no consiguió que su tono fuese normal-. Pensaba que tenías miedo de los ponis.

Ella desvió la mirada hacia los animales. Los ponis estaban cruzando el prado en dirección al abrevadero. Gordon les echó un vistazo mientras se aproximaba al cercado con Tess detrás de él. El nivel del agua estaba bajo y fue en busca de la manguera y la desenrolló hacia la hierba. Entró, le ordenó a la perra que se quedase donde estaba -algo que a Tess no le gustó nada, por lo que comenzó a pasearse arriba y abajo para demostrar su desagrado- y comenzó a llenar el abrevadero.

Mientras lo hacía, Gina continuó su camino, dirigiéndose hacia él, pero no lo hizo cruzando el prado directamente, como lo habría hecho cualquier otra persona. En lugar de eso, se acercó sin apartarse apenas de la cerca. No le contestó hasta que no llegó a la parte oriental del prado.

– Me has descubierto -dijo-. Quería que fuese una sorpresa.

Miró con cautela a los ponis. A medida que se acercaba a Gordon, también se acercaba a ellos.

– ¿Qué sorpresa? -preguntó él-. ¿Eso que llevas en la mano es un mapa? ¿Qué haces con un mapa? ¿Cómo puede ser un mapa parte de una sorpresa?

Ella se echó a reír.

– Por favor. De una en una.

– ¿Qué haces dentro del prado, Gina?

Ella le observó un momento antes de contestar. Luego dijo con cuidado:

– ¿Pasa algo? ¿No tendría que estar aquí?

– Dijiste que los ponis de New Forest… Dijiste que los caballos en general…

– Sé lo que dije acerca de los caballos. Pero eso no significa que no intente superarlo.

– ¿De qué estás hablando?

Gina llegó a su lado antes de volver a contestar. Se pasó la mano por el pelo. A pesar de su malestar, le agradó ver que hacía ese gesto. Le gustaba la manera en que el pelo volvía a acomodarse perfectamente en su sitio; no importaba cómo ella -o él- lo despeinase.

– De superar un miedo irracional -dijo ella-. Se llama «desensibilización». ¿Nunca has oído hablar de gente que consigue superar sus miedos exponiéndose a ellos?

– Tonterías. La gente no supera sus miedos.

Gina había estado sonriendo mientras hablaba, pero su sonrisa se desvaneció ante el tono de voz empleado por Gordon.

– Eso es ridículo, Gordon -dijo-. Por supuesto que sí, si quieren hacerlo. Esas personas se exponen gradualmente a sus miedos hasta que los superan. Como superar el miedo a las alturas exponiéndose de manera lenta y progresiva a lugares cada vez más altos. O superar el miedo a volar acostumbrándose primero a la manga que lleva hasta el avión, luego acercándose a la entrada del aparato…, y luego unos pasos dentro del aparato con las puertas abiertas y, finalmente, a los asientos. ¿Nunca has oído hablar de ello?

– ¿Qué tiene eso que ver con estar en el prado? ¿Y llevar un mapa contigo? ¿Qué coño estás haciendo con un mapa?

Ella frunció el ceño en el acto. Cambió el peso del cuerpo de un pie al otro de ese modo tan femenino, con una cadera proyectada hacia fuera.

– Gordon, ¿me estás acusando de algo? -preguntó.

– Contesta la pregunta.

Gina pareció tan sorprendida como cuando él la había llamado hacía unos minutos. Sólo que, en esta ocasión, lo sabía, la razón era la forma áspera en que le había hablado.

Ella habló sin alterarse.

– Ya te lo he explicado. Estoy tratando de acostumbrarme a los caballos estando en el prado con ellos. No cerca de ellos, pero tampoco al otro lado de la cerca. Pensaba quedarme allí hasta que sintiera que no me ponían tan nerviosa. Luego pensaba dar uno o dos pasos para acercarme a ellos. Eso es todo.

– El mapa -dijo él-. Quiero saber acerca del mapa.

– Dios mío. Lo cogí de mi coche, Gordon. Es algo para agitar ante ellos, para espantarlos si se acercaban demasiado.

Él no dijo nada en respuesta a esta última explicación. Ella le miraba tan fijamente que giró la cabeza para impedir que pudiese leer su expresión.

Sentía que la sangre latía en sus sienes; sabía que el rostro enrojecido le delataba.

– ¿Eres consciente de que actúas como si tuvieras alguna sospecha de mí? -dijo Gina con un tono de voz extremadamente cauteloso.

Él permaneció en silencio. Quería salir del prado. Deseaba que ella también saliera de allí. Se dirigió hacia la puerta de la cerca y ella le siguió al tiempo que le preguntaba:

– ¿Qué ocurre Gordon? ¿Ha pasado algo? ¿Algo más?

– ¿A qué te refieres? -preguntó él, girándose hacia Gina-. ¿Qué se supone que ha pasado?

– Bueno, cielos, no lo sé. Pero primero aparece ese hombre extraño para hablar contigo. Luego esos dos detectives de Scotland Yard para decirte que Jemima…

– ¡Esto no tiene nada que ver con Jemima! -gritó Gordon.

Ella le miró boquiabierta y luego cerró la boca.

– De acuerdo -dijo-. No se trata de Jemima. Pero es evidente que estás enfadado y no puedo creer que sea sólo porque haya entrado en el prado para acostumbrarme a estar con los caballos. Porque eso no tiene ningún sentido.

Gordon se obligó a hablar porque tenía que decir algo.

– Han hablado con Ringo. Me telefoneó para hablarme de ello.

– ¿Ringo?

Gina estaba absolutamente desconcertada.

– Él les dio unas cartas, y esas cartas son falsas. Él no lo sabía, pero ellos lo descubrirán. Entonces les faltará tiempo para regresar aquí. Cliff mintió, como le pedí que hiciera, pero se quebrará si le presionan. Forzarán la situación, y él se vendrá abajo.

– ¿Acaso algo de eso importa?

– ¡Por supuesto que importa!

Abrió la puerta de la cerca con violencia. Se había olvidado de la perra. Tess corrió dentro del prado y saludó a Gina con enorme entusiasmo. Al ver esta escena, Gordon se dijo que el hecho de que Gina le gustara a Tess debía significar algo bueno. La perra sabía leer bien la intención de las personas, y si percibía a Gina como buena y decente, ¿qué otra cosa importaba?

Gina se agachó para acariciar la cabeza de la perra. Tess meneó la cola y se pegó a la chica en busca de más caricias. Gina alzó la vista hacia él y dijo:

– Pero tú viajaste a Holanda. Eso fue todo. Si se llega a eso, puedes decirle a la Policía que mentiste porque no tienes los papeles. Y, en cualquier caso, ¿qué importa si no tienes el itinerario o el billete…, o lo que sea? Tú fuiste a Holanda y puedes probarlo de alguna manera. Registros de hotel. Búsquedas en Internet. La persona con la que hablaste de los carrizos. Realmente, ¿cuán difícil puede ser en verdad? -Cuando Gordon no contestó, ella añadió-: Gordon, ¿no fue eso lo que pasó? Tú estuviste en Holanda, ¿verdad?

– ¿Por qué quieres saberlo?

Habló de un modo estridente. Era lo último que pretendía, pero no permitiría que le presionaran.

Ella había dejado de acariciar a Tess y se había levantado mientras hablaba. Dio un paso alejándose de él. Dirigió la mirada más allá de Gordon, y él se giró para ver quién estaba allí, pero sólo era su coche. Tal vez Gina estaba pensando en marcharse. De alguna manera, la chica pareció dominar este deseo porque, una vez más, habló con voz tranquila, aunque él podía ver por la manera en que su boca formaba las palabras que estaba en actitud vigilante y preparada para huir de él. Se preguntó cómo diablos habían llegado a este punto, pero en el fondo sabía que éste sería siempre el punto final al que llegaría con una mujer. Podría haber estado cincelado en piedra, como una premonición.

– Querido, ¿qué ocurre? -preguntó ella-. ¿Quién es Ringo? ¿De qué cartas estás hablando? ¿Acaso esos policías han vuelto hoy a hablar contigo? ¿O, en el fondo, esto trata sólo de mí? Porque si es así, yo no tenía idea… No tenía intención de hacerte daño. Sólo me pareció que si vamos a estar juntos (quiero decir, de forma permanente), entonces necesito acostumbrarme a los animales que hay en New Forest. ¿No crees? Los caballos forman parte de tu vida. Son parte de esta propiedad. No puedo estar evitándolos para siempre. Pensó en las opciones que tenía antes de contestar:

– Si querías familiarizarte con los caballos, yo te habría ayudado.

– Lo sé. Pero entonces no hubiese sido una sorpresa. Y eso era lo que quería que fuese. -Una leve tensión pareció liberarse dentro de ella antes de continuar-. Lo siento si, de alguna manera, me he pasado de la raya. No pensé que realmente podía causarle daño a algo. ¿Quieres verlo? -Cogió el mapa y lo desplegó-. ¿Me dejarás que te lo enseñe, Gordon? -preguntó.

Ella esperó a que él asintiera. Cuando Gordon lo hizo, se alejó de él. Se acercó lentamente al abrevadero, con el mapa sostenido junto a ella. Los ponis estaban bebiendo, pero levantaron las cabezas con cautela. Después de todo eran animales salvajes y tenían la intención de seguir siéndolo.

Junto a él, Tess gimoteó reclamando su atención. Gordon cogió su collar. Al llegar al abrevadero, Gina levantó el mapa. Lo agitó hacia los ponis al tiempo que gritaba: «¡Soo, caballo!». Tess comenzó a ladrar cuando los ponis dieron media vuelta y se alejaron al trote, hacia el otro extremo del prado.

Gina se volvió hacia él. No dijo nada. Él tampoco. Era otro momento de elección para él, pero había tantas ahora, tantas opciones y tantos caminos, y cada día parecía que hubiesen más. Un movimiento equivocado era todo lo que hacía falta y él lo sabía mejor que nadie.

Gina regresó adonde estaba él. Cuando estuvo nuevamente fuera del prado, Gordon soltó a Tess y la perra saltó hacia Gina. Un momento para otra caricia y la retriever se alejó corriendo hacia el granero en busca de sombra y de su plato con agua.

Gina se paró delante de él. Como era su costumbre, Gordon aún llevaba puestas las gafas oscuras y ella se las quitó, al tiempo que decía:

– Déjame ver tus ojos.

– La luz -dijo él, aunque esto no era totalmente cierto, y añadió-: No me gusta estar sin ellas.

– Y ésa era la verdad.

– Gordon, ¿no puedes relajarte un momento? ¿Me dejarás que te ayude a relajarte?

Él se sentía tenso de la cabeza a los pies, atrapado en unos grilletes que él mismo había creado.

– No puedo.

– Sí puedes -dijo ella-. Déjame que lo haga, querido.

Y lo milagroso de Gina era que aceptaba que la forma en que él se había comportado apenas unos momentos antes no tenía importancia. Ella era el ahora personificado. El pasado era el pasado.

Gina deslizó una mano por su pecho y el brazo alrededor de su cuello. Le atrajo hacia ella mientras la otra mano se deslizaba cada vez más abajo para endurecerle.

– Deja que te ayude a relajarte -repitió, esta vez más cerca y contra su boca-. Déjame, cariño.

Él gimió indefenso y entonces hizo su elección. Recorrió el mínimo espacio que quedaba entre ellos.

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