Capítulo 2

– Supongo que está enterada de lo que le ocurrió al inspector Lynley, ¿no es así? -preguntó Hillier.

Isabelle Ardery evaluó al hombre además de la pregunta antes de darle una respuesta. Estaban en el despacho de Hillier en New Scotland Yard, donde las filas de ventanas daban a los tejados de Westminster y algunas de las propiedades inmobiliarias más caras del país. Sir David Hillier estaba de pie detrás de su inmenso escritorio con aspecto pulcro y en notable buena forma para un hombre de su edad. Calculó que debía tener poco más de sesenta años.

Ante la insistencia de Hillier, ella estaba sentada, un hecho que consideró muy inteligente de su parte. Quería que sintiese su autoridad ante la eventualidad de que ella pudiese considerarse superior. Se refería a algo físico, por supuesto. Era poco probable que ella pudiese inferir que tenía alguna otra clase de ascendiente sobre el subinspector jefe de la Policía Metropolitana. Era casi siete centímetros más alta que él -incluso más si llevaba tacones-, pero allí terminaba toda su ventaja.

– ¿Se refiere a la esposa del inspector Lynley? Sí. Sé lo que le ocurrió. Yo diría que todos en el cuerpo saben lo que pasó. ¿Cómo está él? ¿Dónde está?

– Según mis informaciones, aún se encuentra en Cornualles. Pero el equipo quiere que regrese, y usted se dará cuenta de inmediato. Havers, Nkata, Hale… Todos ellos. Incluso John Stewart. Desde los detectives hasta los empleados del archivo. Todos. Los conserjes también, no tengo ninguna duda. Lynley es muy popular.

– Lo sé. Le conozco. Es todo un señor. Ésa sería la palabra, ¿no cree? «Señor».

Hillier la miró de un modo que no le gustó mucho, sugiriendo que tenía algunas ideas respecto adonde y cómo había conocido al detective inspector Thomas Lynley. Ella consideró la posibilidad de darle una explicación sobre ese asunto, pero rechazó la idea. Que el hombre pensara lo que quisiera. Ella tenía la oportunidad de conseguir el trabajo que deseaba y lo único que importaba era demostrarle que merecía ser nombrada superintendente «permanente» y no sólo «interina».

– Son profesionales, todos ellos. No convertirán su vida en una pesadilla -dijo Hillier-. Aun así, hay fuertes lazos de lealtad entre ellos. Algunas cosas tardan en morir.

Y algunas nunca mueren, pensó ella. Se preguntó si Hillier tenía intención de sentarse o si esta entrevista se llevaría a cabo en la modalidad director/alumno recalcitrante que la presente posición parecía indicar. Se preguntó asimismo si habría dado un paso en falso al aceptar sentarse, pero tenía la impresión de que Hillier había hecho un gesto inconfundible señalando una de las dos sillas colocadas delante de su escritorio, ¿o no era así?

– … no le causará ningún problema. Es un buen hombre -continuó diciendo Hillier-. Pero John Stewart es otra historia. Él sigue queriendo ocupar el puesto de superintendente, y no se lo tomó muy bien cuando no fue nombrado comisario permanente al acabar su periodo de prueba.

Isabelle volvió a concentrarse en la conversación con un respingo mental. La mención del nombre del inspector John Stewart le confirmó que Hillier había estado hablando de los otros policías que habían trabajado temporalmente en el puesto de inspector. Llegó a la conclusión de que había estado hablando de los oficiales internos. Hacer mención a aquellos que, como ella, se habían presentado a una audición -no había otra palabra para ello- de manera externa a la Policía Metropolitana no habría tenido ningún sentido, ya que era muy poco probable que se topase con alguno de ellos en uno u otro de los interminables pasillos con piso de linóleo de Tower Block o Victoria Block. El inspector John Stewart, por otra parte, sería uno de los integrantes de su equipo. Tendría que limar asperezas con él. Este no era uno de sus puntos fuertes, pero haría todo lo posible.

– Entiendo -le dijo a Hillier-. Iré con cuidado con el inspector Stewart. Iré con cuidado con todos ellos.

– Muy bien. ¿Ya se ha instalado? ¿Cómo están los niños? ¿Mellizos, verdad?

Ella hizo una mueca como uno haría normalmente cuando se menciona a «los hijos» y se obligó a pensar en ellos exactamente de ese modo, entre comillas. Las comillas los mantenían a distancia de sus emociones, en el lugar donde los necesitaba.

– Hemos decidido -dijo-, su padre y yo, que por ahora estarán mejor con él, ya que estoy aquí en periodo de prueba. Bon no está lejos de Maidstone, tiene una encantadora propiedad en el campo y, como son las vacaciones de verano, nos pareció que lo más razonable era que viviesen con su padre durante un tiempo.

– Imagino que no es fácil para usted -observó Hillier-. Los echará de menos.

– Estaré ocupada -dijo ella-. Y ya sabe cómo son los chicos. ¿A los ocho años? Necesitan supervisión y mucha. Considerando que Bob y su esposa están en casa, podrán controlarlos mucho mejor que yo, me temo. Todo irá bien.

Hizo que la situación pareciera ideal: ella trabajando duramente en Londres, mientras Bob y Sandra respiraban generosas cantidades de aire puro en el campo, todo el tiempo mimando a los chicos y alimentándolos con pasteles de pollo caseros rellenos con productos orgánicos y servidos con leche helada. Y, la verdad sea dicha, ese cuadro no estaba demasiado alejado de cómo sería probablemente la vida en la casa. Sandra era una mujer encantadora a su manera, si bien un poco demasiado relamida para el gusto de Isabelle. Ella tenía dos hijos de su anterior matrimonio, pero eso no significaba que no dispusiera de espacio en su hogar y en su corazón para los hijos de Isabelle. Porque los hijos de ésta eran también los hijos de Bob, y él era un buen padre y siempre lo había sido. Robert Ardery siempre estaba atento a todo lo que ocurría a su alrededor. Hacía las preguntas adecuadas en el momento oportuno y jamás profería una amenaza que no sonara como algo inspirado que se le acababa de ocurrir.

Hillier parecía estar leyéndole el pensamiento, o al menos lo intentaba, pero Isabelle sabía que ella era un duro rival para los esfuerzos de cualquiera que quisiera atisbar más allá del papel que representaba. Había elevado a la categoría de arte virtual el hecho de parecer tranquila, controlada y absolutamente competente, y esta fachada le había servido tan bien durante tantos años que ahora ya era una costumbre arraigada utilizar su personaje profesional como si fuese una cota de malla. Ése era el resultado de tener ambición en un mundo dominado por los hombres.

– Sí -Hillier prolongó la palabra, haciendo de ella menos una confirmación que una conjetura-. Tiene razón, por supuesto. Es bueno también que mantenga con su ex esposo una relación civilizada. Diez puntos por ello. No debe de ser fácil.

– Los dos hemos intentado conservar la cordialidad a lo largo de los años -le explicó Isabelle, nuevamente con esa, mueca en los labios-. Parecía lo mejor para los chicos. ¿Padres enfrentados? Esa situación nunca es buena para nadie.

– Me alegra oírlo, me alegra oírlo. -Hillier desvió la mirada hacia la puerta del despacho como si esperase que entrara alguien. Nadie lo hizo. Parecía intranquilo. Isabelle no consideró que fuese una mala señal. La intranquilidad podía jugar a su favor. Esa actitud sugería que Hillier no era un hombre tan dominante como él pensaba-. Supongo -dijo con el tono de voz de un hombre que da por terminada una entrevista- que le gustaría conocer a los miembros de su equipo. Ser presentada formalmente. Manos a la obra.

– Sí -afirmó ella-. Mi intención es hablar individualmente con cada uno de ellos.

– Nunca mejor que ahora -respondió Hillier con una sonrisa-. ¿Quiere que la acompañe abajo?

– Encantada. -Isabelle le sonrió a su vez y sostuvo la mirada el tiempo suficiente para ver que se sonrojaba. Hillier ya era un hombre de tez rojiza, de modo que se sonrojaba con facilidad. Ella se preguntó cómo sería cuando estaba furioso-. ¿Me permite ir un segundo al lavabo, señor…?

– Por supuesto -dijo él-. Tómese su tiempo.

En realidad era lo último que quería que hiciera. Isabelle se preguntó si lo hacía a menudo, usar frases vacías de significado. No era que importase, ya que no tenía ninguna intención de pasar mucho tiempo con ese hombre. Pero siempre resultaba útil saber cómo funcionaba la gente.

La secretaria de Hillier -una mujer de aspecto serio con cinco desafortunadas verrugas faciales que necesitaban una exploración dermatológica- le indicó a Isabelle dónde estaba el lavabo de señoras. Una vez dentro se aseguró de que no hubiera nadie más allí. Entró en el compartimiento más alejado de la puerta y se sentó en el retrete. Pero era sólo para cubrir las apariencias. Su verdadero propósito estaba dentro de su bolso.

Encontró la pequeña botella que había cogido en el avión donde la había guardado, la abrió y bebió su contenido en dos rápidos tragos. Vodka. Sí. Era justo lo que necesitaba. Esperó unos minutos hasta sentir que el alcohol surtía efecto.

Luego salió del compartimiento y fue al lavamanos, donde buscó en el bolso el cepillo y la pasta de dientes. Se cepilló a fondo, los dientes y la lengua.

Cuando acabó, ya estaba preparada para enfrentarse al mundo.

El equipo de detectives a los que supervisaría trabajaban en un espacio reducido, de modo que Isabelle se reunió primero con todos ellos. Se mostraron cautelosos y ella también. Era algo natural y no se sintió molesta por la situación. Hillier se encargó de hacer las presentaciones y luego enumeró sus antecedentes de forma cronológica: oficial de enlace con la comunidad, Robos, Antivicio, Investigación de Incendios Provocados y, en fecha más reciente, el MCIT [3]. Hillier no incluyó el tiempo que había pasado en cada uno de esos puestos. Ella avanzaba por el carril rápido y el equipo lo averiguaría calculando su edad, treinta y ocho años, aunque le gustaba pensar que parecía más joven, el resultado de haber permanecido prudentemente alejada del tabaco y el sol durante la mayor parte de su vida.

La única persona que pareció impresionada con su currículo fue la secretaria del departamento, una chica que parecía una aspirante a princesa llamada Dorothea Harriman. Isabelle se preguntó cómo una mujer joven podía tener ese aspecto con lo que debía ganar a final de mes. Pensó que Dorothea encontraba esas prendas en tiendas de beneficencia en las que se pueden descubrir tesoros atemporales si uno persevera, que tenía ojo para detectar los artículos de calidad y buscaba con suficiente dedicación.

Les dijo a los miembros del equipo que le gustaría hablar personalmente con cada uno de ellos. En su despacho, añadió. Hoy. Le gustaría saber en qué estaban trabajando actualmente, dijo, de modo que traed vuestras notas.

Fue exactamente como había esperado. El inspector Philip Hale se mostró cooperativo y profesional, con una actitud tranquila que Isabelle no podía reprocharle, con las notas preparadas: actualmente trabajaba con el CPS [4] en la preparación de un caso relacionado con el asesinato en serie de varones adolescentes. No tendría ningún problema con él. No había solicitado el puesto de comisario y parecía sentirse muy satisfecho con el lugar que ocupaba en el equipo.

El inspector John Stewart era otra cosa. Era un hombre muy nervioso, o eso parecían indicar sus uñas, mordidas, y la atención centrada sobre sus pechos quizá señalaran una forma de misoginia que Isabelle detestaba especialmente. Pero podía manejarle. Él la llamó «señora». Ella le dijo que «jefa» era suficiente. Él dejó pasar un momento antes de hacer el cambio. Isabelle dijo: «no pienso tener problemas con usted, John. ¿Usted piensa tener problemas conmigo?». Él contestó: «No, no, en absoluto, jefa». Pero ella sabía que no lo decía en serio.

Luego conoció al sargento Winston Nkata. El hombre despertó su curiosidad. Muy alto, muy negro, con una cicatriz en la cara a raíz de una pelea callejera de adolescencia, era puro Antillas pasado por el sur de Londres. Un exterior duro, pero había algo en sus ojos que sugería que el interior de ese hombre albergaba un corazón tierno que esperaba ser tocado. No le preguntó la edad, pero calculó que tendría unos veintipocos. Era uno de dos hermanos que eran las dos caras de una moneda: su hermano mayor estaba en prisión por asesinato. Eso, decidió Isabelle, convertía al sargento en un policía motivado, con algo que demostrar. Lo que le gustó.

No fue, sin embargo, el caso de la sargento Barbara Havers, la última integrante del equipo. Havers entró en el despacho con aire indolente -Isabelle decidió que no había absolutamente ninguna otra palabra para describir la forma en que se presentó la mujer-, apestando a humo de cigarrillo. Al hombro llevaba colgado un bolso del tamaño de un camión. Isabelle sabía que Havers había sido la compañera de Lynley durante varios años antes de la muerte de la esposa del inspector. Ella ya conocía a la sargento y se preguntó si Havers se acordaría.

Efectivamente.

– El asesinato Fleming -dijo Havers en cuanto estuvieron solas-. En Kent. Usted se encargó de la investigación del incendio provocado.

– Buena memoria, sargento -le dijo Isabelle-. ¿Puedo preguntarle qué les pasó a sus dientes? No los recuerdo así.

Havers se encogió de hombros.

– ¿Puedo sentarme o qué? -preguntó la sargento.

– Por favor -dijo Isabelle.

Había estado dirigiendo estas entrevistas del mismo modo que el subinspector jefe Hillier -aunque estaba sentada, no de pie, detrás de su escritorio-, pero en este caso se levantó y se acercó a una pequeña mesa de conferencias indicándole a la sargento Havers que se acercara. No quería establecer ningún vínculo con ella, pero sabía la importancia de mantener con aquella mujer una relación diferente de la que tenía con los demás miembros del equipo. Esta decisión tenía más que ver con que la sargento había sido compañera de Lynley que con el hecho de que ambas fuesen mujeres.

– ¿Sus dientes? -volvió a preguntar Isabelle.

– Me metí en una especie de conflicto -dijo Havers.

– ¿De verdad? No parece usted la clase de persona que se mete en una pelea -observó Isabelle y, aunque esto era cierto, también era verdad que Havers parecía exactamente la clase de persona que se defiende si le propinan un puñetazo, lo que aparentemente era la causa de que sus dientes delanteros presentaran ese estado, o sea, que estaban rotos de mala manera.

– Al tío no le gustó la idea de que le echara a perder el secuestro de un crío -dijo Havers-. Y dimos, él y yo. Un poco con los puños, un poco con los pies, y mi cara chocó contra el suelo. Era de piedra.

– ¿Fue el año pasado? ¿Mientras estaba de servicio? ¿Por qué no ha hecho que le arreglasen la dentadura? No ha habido problemas con la paga en la Metropolitana, ¿verdad?

– He estado pensando que los dientes rotos le dan carácter a mi rostro.

– Ah. ¿Con eso debo suponer que se opone a la odontología moderna? ¿O es que acaso tiene miedo a los dentistas, sargento?

Havers meneó la cabeza.

– Tengo miedo de convertirme en una belleza, y no me acaba de gustar la idea de rechazar a multitud de admiradores. Además, el mundo está lleno de gente con dentaduras perfectas. Me gusta ser diferente.

– ¿De verdad? -Isabelle decidió ser más directa con Havers-. Entonces eso debe explicar su forma de vestir. ¿Nadie le ha hecho nunca alguna observación sobre su ropa, sargento?

Havers cambió de posición en su asiento. Cruzó una pierna sobre la rodilla de la otra, exhibiendo -que Dios nos ayude, pensó Isabelle- una zapatilla deportiva rojo brillante de caña alta y unos centímetros de calcetín morado. A pesar del horrible calor del verano había combinado este elegante uso del color con pantalones de pana verdes y un suéter marrón. Esta última prenda estaba decorada con hilachas. La sargento tenía el aspecto de alguien que participaba en una investigación que abordara los horrores de la vida como refugiado.

– Con el debido respecto, jefa -dijo Havers aunque su tono sugería cierto resentimiento unido a sus palabras-, aparte del hecho de que el reglamento no le permite criticar mi forma de vestir, no creo que mi aspecto tenga mucho que ver con la forma en que yo…

– De acuerdo. Pero su aspecto tiene que ver con parecer una profesional -le interrumpió Isabelle-, algo que no parece en absoluto en este momento. Permítame que sea franca con usted: reglamento o no, profesional es como espero que sea el aspecto de mi equipo. Le aconsejo que se haga arreglar los dientes.

– ¿Qué, hoy? -preguntó Havers.

¿Había sonado lejanamente insolente? Isabelle entornó los ojos.

– Por favor, no se tome este asunto a la ligera, sargento -contestó-. También le aconsejo que cambie su forma de vestir por algo que sea más apropiado.

– Con el debido respeto otra vez, pero no puede pedirme…

– Es verdad. Tiene razón. Pero no se lo estoy pidiendo. Estoy aconsejando. Estoy sugiriendo. Estoy instruyendo. Todo lo cual, imagino, ya lo ha oído antes.

– No con tantas palabras.

– ¿No? Bueno, pues ahora las está escuchando. ¿Y puede decirme honestamente que el inspector Lynley nunca reparó en su aspecto general?

Havers se quedó en silencio. Isabelle podía asegurar que la mención de Lynley había dado en el clavo. Se preguntó vagamente si Havers había estado -o estaba- enamorada de ese hombre. Parecía algo descabelladamente improbable; ridículo, en realidad. Por otra parte, si los opuestos realmente se atraen, no podía haber dos personas más diferentes que Barbara Havers y Thomas Lynley, a quien Isabelle recordaba como un hombre afable, educado, de voz melosa y extremadamente bien vestido.

– ¿Sargento? ¿Acaso soy la única que…?

– Mire. No soy una persona a la que le gusta ir de compras -dijo Havers.

– Ah. Entonces permítame darle algunos consejos prácticos -dijo Isabelle-. En primer lugar, necesita una falda o unos pantalones que sean adecuados, que estén planchados y que tengan el largo apropiado. Luego una chaqueta que se pueda abotonar por delante. Después, una blusa sin arrugas, medias y un par de zapatos de charol con tacón o zapatos masculinos con cordones y bien lustrados. Esto que le digo no es precisamente neurocirugía, Barbara.

Havers se había estado contemplando el tobillo -oculto, sin embargo, por la parte superior de la zapatilla deportiva-, pero alzó la vista al oír su nombre de pila.

– ¿Dónde? -preguntó.

– ¿Dónde qué?

– ¿Dónde se supone que debo hacer esas compras?

Hizo que la palabra final sonara como si Isabelle le hubiera aconsejado que lamiera la acera.

– Selfridges -contestó Isabelle-. Debenhams. Y si para usted es un plan demasiado inquietante, puede pedirle a alguien que la acompañe. Seguro que tiene una o dos amigas que saben cómo combinar algo que resulte adecuado para llevar en el trabajo. Si no hay nadie disponible puede echarle un vistazo a alguna revista en busca de inspiración. Vogue. Elle.

Havers no parecía satisfecha, aliviada ni nada parecido a una expresión de aceptación. En cambio, su actitud era de abatimiento. Bueno, no había nada que ella pudiera hacer, pensó Isabelle. Toda la conversación podía interpretarse como sexista pero, ¡por Dios!, estaba tratando de ayudar a esa mujer. Con esa idea in mente decidió llegar hasta el fondo de la cuestión.

– Y mientras lo hace, ¿puedo sugerirle que también haga algo con su pelo?

Havers se irritó visiblemente, pero consiguió responder con voz tranquila:

– Nunca he sido capaz de hacer mucho con él.

– Entonces quizás alguien sí pueda. ¿Tiene usted alguna peluquería a la que acuda habitualmente, sargento?

Havers se llevó la mano a los mechones recortados. Su color era bastante decente. Pino sería una manera aproximada de definirlo, pensó Isabelle. Pero no parecían tener estilo alguno. Era obvio que la sargento se había encargado ella misma de cortarse el pelo. Sólo Dios sabía cómo, aunque Isabelle dedujo que la operación incluía el uso de tijeras de podar.

– Bien, ¿la tiene?

– No exactamente -dijo Havers.

– Entonces necesita encontrar una.

Havers movió los dedos de un modo que sugería que quería fumar, haciendo girar entre ellos un cigarrillo invisible.

– ¿Cuándo, entonces? -preguntó.

– ¿Cuándo qué?

– ¿Cuándo se supone que debo llevar a cabo todas sus… sugerencias?

– Ayer, por decirlo suavemente.

– ¿Ahora mismo, quiere decir?

Isabelle sonrió.

– Sargento, veo que será muy buena captando mis matices. Ahora bien -y aquí estaba el quid de la cuestión, la razón por la que Isabelle había hecho que se trasladaran a la mesa de conferencias- cuénteme: ¿qué sabe del inspector Lynley?

– No mucho. -Havers pareció y sonó inmediatamente cautelosa-. Hablé con él un par de veces, eso es todo.

– ¿Dónde está?

– No lo sé -dijo Havers-. Supongo que aún se encuentra en Cornualles. Lo último que supe de él fue que estaba caminando por la costa. Por toda la costa.

– Una buena excursión. ¿Cómo le pareció que se encontraba cuando habló con él?

Havers enarcó sus cejas sin depilar, preguntándose sin duda por la línea de interrogatorio que ahora había iniciado Isabelle.

– Como esperaría encontrar a alguien que tuvo que desconectar a su esposa de la máquina que la mantenía viva. No diría que estaba de buen humor. Creo que lo estaba llevando como podía, jefa. Eso es casi todo.

– ¿Regresará con nosotros?

– ¿Aquí? ¿A Londres? ¿A la Metropolitana? -Havers pareció considerar la situación, y también a Isabelle, mientras su mente evaluaba todas las posibilidades que pudiesen explicar por qué la nueva superintendente interina quería saber cosas del comisario interino anterior-. No quería el trabajo -dijo-. Era sólo algo temporal. No le interesan los ascensos y esas cosas. Él no es así.

A Isabelle no le gustaba que le leyeran el pensamiento. Y mucho menos que lo hiciera otra mujer. Thomas Lynley era efectivamente una de sus preocupaciones. No era reacia a que se reincorporase al equipo, pero si eso ocurría, quería que fuese con su conocimiento previo y con sus condiciones. Lo último que deseaba era que apareciera de pronto y todos le diesen la bienvenida con fervor religioso.

– Estoy preocupada por el bienestar del inspector Lynley, sargento. Si tiene noticias de él, me gustaría saberlo. Sólo saber cómo está. No lo que dice. ¿Puedo confiar en usted?

– Supongo que sí -dijo Havers-. Pero no tendré noticias de él, jefa.

Isabelle pensó que estaba mintiendo en ambas cosas.


* * *

La música hacía el viaje soportable. El calor era intenso porque si bien las ventanillas eran casi del tamaño de pantallas de cine alineadas a ambos lados del vehículo, no podían abrirse. Cada una de ellas tenía un estrecho panel de vidrio en la parte superior y todos estaban abiertos, pero no alcanzaba para mitigar lo que el sol, el clima y los cuerpos humanos inquietos provocaban dentro de ese tubo de acero rodante.

Al menos era un autobús articulado y no uno de esos de dos pisos. Cuando se detenía, se abrían las puertas delantera y trasera, y una bocanada de aire -caliente y sucio pero, aun así, aire renovado- le permitía respirar profundamente y creer que conseguiría sobrevivir al viaje. Las voces dentro de su cabeza continuaban asegurando exactamente lo contrario, diciéndole que necesitaba salir de allí y pronto, porque había trabajo que hacer, y era la poderosa obra de Dios. Pero no podía bajar del autobús, de modo que había echado mano de la música. Cuando logró que llegara a un volumen considerable a través de los auriculares, la música ahogó todos los demás sonidos, incluidas las voces.

Habría cerrado los ojos para perderse en ella: el vuelo del violonchelo y su tono plañidero. Pero tenía que vigilarla y debía estar preparado. Cuando ella hiciera un movimiento para bajar del autobús, él haría lo propio.

Llevaban viajando más de una hora. Ninguno de ellos tendría que haber estado allí. Él tenía su trabajo, igual que ella, y cuando la gente no quería hacer aquello que debía, el mundo se resentía y él tenía que curarlo. De hecho, le habían dicho que tenía que curarlo. De modo que la había seguido, con mucho cuidado, para no ser visto.

Ella había cogido un autobús y luego otro, y ahora estaba utilizando una guía de la ciudad para seguir la ruta. Aquello le confirmó que no estaba familiarizada con la zona que estaban atravesando, una parte de la ciudad que a él le resultaba muy parecida al resto de Londres. Casas de planta baja, tiendas con carteles de plástico mugrientos encima de los escaparates, grafitis que enlazaban las letras y las convertían en palabras absurdas como «chicos pollamuerta», «chaquetrinos» o «porténdulos».

Mientras recorrían la ciudad, en las aceras los turistas se transformaban en estudiantes con mochilas que se convertían en mujeres cubiertas de negro de la cabeza a los pies, con pequeñas aberturas para los ojos, en compañía de hombres cómodamente vestidos con tejanos y camisetas blancas. Y éstos se convertían en chicos africanos que jugaban corriendo en círculos debajo de los árboles en el parque. Y luego, durante un rato, bloques de pisos transformados en una escuela, y ésta, a su vez, disuelta en una colección de edificios de aspecto institucional de los que apartó la vista. Por último, la calle se estrechó; luego describió una curva para entrar en lo que parecía ser un pueblo, aunque él sabía que no era un pueblo en absoluto, sino un lugar que en otro tiempo había sido un pueblo. Era una más de la multitud de comunidades que habían sido engullidas con el paso del tiempo por la masa reptante de Londres.

La calle ascendió una pequeña colina y luego se encontraron entre las tiendas. Aquí las mujeres empujaban carritos de niño y la gente se mezclaba. Los africanos hablaban con los blancos. Los asiáticos compraban carnes halal cuyo consumo estaba permitido por el credo islámico. Pensionistas de la tercera edad bebían café turco en un establecimiento que anunciaba pasteles llegados de Francia. Era un lugar agradable. Hizo que se relajara y casi consiguió que olvidara la música.

Unos asientos por delante de él vio que ella comenzaba a moverse. Cerró el callejero después de haber doblado con cuidado la esquina de una página. No llevaba otra cosa que su bolso, y guardó la guía en su interior mientras se dirigía hacia una de las puertas. Él comprobó que estaban llegando al final de la calle principal y a las tiendas. Una verja de hierro forjado encima de un pequeño muro de ladrillo indicaba que habían llegado a un parque.

Le resultó extraño que ella hubiese hecho todo este viaje en autobús para visitar un parque, cuando había un parque -o, quizá, más exactamente un jardín- a menos de doscientos metros de su lugar de trabajo. Cierto, el día era terriblemente caluroso y debajo de los árboles estaría fresco, e incluso él buscó ese frescor después del viaje en ese horno ambulante. Pero si su objetivo había sido buscar un lugar fresco podría haber entrado en la iglesia de San Pablo, algo que acostumbraba a hacer durante la hora del almuerzo, donde leía las tablillas en las paredes o se sentaba cerca del reclinatorio de comunión para contemplar el altar y la pintura que había sobre éste. La Virgen y el Niño, ésa era la pintura. Él lo sabía y, aun así -a pesar de las voces en su cabeza-, no se consideraba un hombre religioso.

Esperó hasta el último momento para bajar del autobús. Había colocado su instrumento en el suelo, entre sus pies, y como la había estado vigilando tan estrechamente mientras ella se dirigía hacia el parque, casi olvidó recogerlo. Ése hubiera sido un error catastrófico. Como había estado tan cerca de cometer aquel fallo, se quitó los auriculares para silenciar la música. La llama viene, la llama viene, está aquí. Aquello comenzó a sonar dentro de su cabeza en el instante en que cesó la música. Invoco a las aves para que se deleiten con los caídos.

Al cabo de cuatro escalones que conducían al parque había un portón de hierro forjado abierto de par en par. Antes de subir los escalones, ella se acercó a un tablón acristalado. Detrás del cristal habían colocado un plano del lugar. Ella lo estudió, aunque sólo brevemente, como si verificase algo que ya sabía. Luego atravesó el portón y, un instante después, fue engullida por los árboles frondosos.

Apuró el paso para no perderla de vista. Echó un vistazo al tablón -senderos que discurrían de un lugar a otro, indicaciones hacia un edificio, palabras, un monumento-, pero no vio el nombre del parque, de modo que hasta que echó a andar por el camino que llevaba hacia sus profundidades no comprendió que se encontraba en un cementerio. No se parecía a ninguno que hubiera visto antes, porque hiedras y plantas trepadoras asfixiaban las lápidas y cubrían los monumentos en cuyas bases de zarzas y líquenes ofrecían flores y frutos. Hacía mucho tiempo que la gente enterrada en aquel lugar había sido olvidada, igual que el propio cementerio. Si alguna vez los nombres de los muertos habían estado grabados en las lápidas, ya esos relieves habían sido borrados por el tiempo. La invasión de la naturaleza reclamaba lo que había estado en aquel lugar mucho antes, antes de que cualquier hombre contemplase cómo enterraban a sus muertos en ese lugar.

El sitio no le gustaba, pero eso era algo que no podía evitar. Él era su guardián -¡sí, sí, comienzas a entenderlo!-, y su misión era protegerla, y eso significaba que tenía un deber que cumplir. Pero podía oír cómo se levantaba un viento que aullaba dentro de su cabeza y las palabras yo estoy a cargo de Tártaro surgieron de ese vendaval. Luego: Escucha, sólo escucha y Somos siete y Estamos a sus pies. Fue entonces cuando comenzó a andar a tientas, se colocó los auriculares y elevó el volumen al máximo hasta que sólo pudo oír el sonido del violonchelo y luego los violines.

El sendero por el que avanzaba estaba salpicado de piedras, era desparejo y polvoriento, y a lo largo de sus bordes aún reposaba la costra de hojarasca del año anterior, menos gruesa aquí que en el terreno que había debajo de los árboles que se alzaban por encima de su cabeza. Los árboles aportaban una atmósfera fresca al cementerio y perfumaban el ambiente, y pensó que si conseguía concentrarse en eso -la sensación del aire y el perfume de los brotes verdes-, las voces ya no importarían demasiado. De modo que respiró profundamente y se aflojó el cuello de la camisa. El sendero se curvaba y la vio delante de él; se había detenido para mirar un monumento.

Éste era diferente. La piedra estaba veteada por el paso del tiempo, pero, aparte de eso, estaba intacto y limpio de maleza; se alzaba orgulloso y no se habían olvidado de él. El conjunto estaba formado por un león dormido sobre un pedestal de mármol. El león era de tamaño natural, de modo que el pedestal era muy grande. Incluía inscripciones y nombres de familias, y tampoco habían permitido que el tiempo los borrase.

Vio que la mujer alzaba una mano para acariciar al animal de piedra, primero sus anchas patas y luego debajo de los ojos cerrados. Le pareció un gesto como de buena suerte, de modo que cuando ella se alejó y él pasó junto al monumento, el hombre extendió la mano para tocar el león con las puntas de los dedos.

Ella se alejó por un segundo sendero, más estrecho, que giraba hacia la derecha. Un ciclista apareció en la dirección contraria, y ella se hizo a un lado, entrando en un manto de hiedra y acedera, donde un perro se alzaba entre las alas de un ángel en actitud de oración. Un poco más adelante cedió paso a una pareja que caminaba cogida del brazo detrás de un carrito para bebés que cada uno de ellos guiaba con una mano. Dentro del carrito no había ningún niño, sino una cesta de picnic y botellas que brillaban tenuemente. Ella llegó hasta un banco alrededor del cual estaban reunidos varios hombres. Fumaban y escuchaban la música que salía de un radiocasete. La música era asiática, igual que ellos, y sonaba tan fuerte que podía oírla incluso por encima del violonchelo y los violines.

De pronto se dio cuenta de que ella era la única mujer que paseaba sola por aquel lugar. Y pensó que eso significaba peligro, y éste se intensificó cuando las cabezas de los asiáticos se volvieron para mirarla. No hicieron ningún movimiento para seguirla, pero él sabía que deseaban hacerlo. Una mujer sola significaba, o bien un ofrecimiento para un hombre, o bien una mujer que necesitaba disciplina.

Pensó que era muy imprudente acudir sola a aquel lugar. Los ángeles de piedra y los leones dormidos no la protegerían de aquello que podía rondar por el cementerio. Era pleno día en mitad del verano, pero los árboles acechaban por todas partes, la maleza era espesa, y no sería mayor problema sorprenderla, arrastrarla fuera del sendero y hacerle lo peor que pudiera hacerse.

Ella necesitaba protección en un mundo donde no la había. Se preguntó por qué parecía ignorarlo.

Un poco más adelante, el sendero se abría hacia un claro donde la hierba sin cortar -dorada por la falta de lluvia estival- había sido aplastada por los paseantes que buscaban una manera de llegar a una capilla. Era de ladrillo, con un campanario que se elevaba hacia el cielo y rosetones que marcaban ambos brazos de la cruz que formaba el edificio. Pero no se podía acceder a la capilla. Eran ruinas. Sólo al acercarse se podía apreciar que unas barras de hierro se cruzaban frente a lo que en otro tiempo había sido la puerta, que unas láminas de metal cubrían las ventanas y que allí donde debía haber vitrales entre la tracería de las ventanas circulares en cada extremo de ala cruciforme, la hiedra muerta colgaba como un triste recordatorio de lo que esperaba al final de cada vida.

Le sorprendió comprobar que la capilla no era lo que le había parecido desde una distancia tan próxima como la que marcaba el sendero; sin embargo, ella no pareció sorprendida. Se acercó a las ruinas, pero en lugar de detenerse a mirarlas, continuó su camino hasta un banco de piedra sin respaldo a través de la hierba sin cortar. Él se dio cuenta de que probablemente se volvería para sentarse allí un momento, una acción que le haría inmediatamente visible ante ella, de modo que se ocultó rápidamente en un lado del claro, donde un serafín que estaba verde por el liquen abrazaba con un solo brazo una imponente cruz. Aquello le proporcionó el escondite que buscaba, así que se agachó detrás del monumento mientras ella se sentaba en el banco de piedra. Luego abrió el bolso y sacó un libro, no la guía seguramente, ya que, a estas alturas, debía saber dónde estaba. De modo que, tal vez, debía tratarse de una novela, o de un libro de poesía, o el Libro de oración común. Comenzó a leer.

Pocos minutos más tarde, el hombre se dio cuenta de que estaba abstraída en el contenido de sus páginas. Imprudente. Ella llama a Remiel, decían las voces, por encima del sonido del violonchelo y de los violines. ¿Cómo habían llegado a ser tan poderosas?

Ella necesita un guardián, se dijo en respuesta a las voces. Ella necesitaba estar en guardia.

Puesto que era evidente que no lo estaba, él permanecería en guardia por ella. Aquél sería el deber que asumiría.

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