Capítulo 4

David Emery se consideraba a sí mismo uno de los pocos «Expertos en Cementerios de Stoke Newington», algo en lo que siempre pensaba en mayúsculas, ya que era un tío de mayúsculas. Había hecho del conocimiento del cementerio de Abney Park la Obra de su Vida (una definición en la que para él, se imponían las mayúsculas) y había tenido que pasar años vagando por el cementerio y perderse en él y negarse a que le intimidase el ambiente tétrico del lugar antes de que estuviese dispuesto a llamarse a sí mismo su «Amo». Había permanecido encerrado allí más veces de las que podía contar, pero jamás había permitido que el cierre nocturno del cementerio afectase en modo alguno a sus planes mientras estaba dentro. Si llegaba a uno de los portones y lo encontraba cerrado con cadenas contra sus deseos, no se molestaba en llamar a la Policía de Hackney para que acudiese al rescate, como le recomendaba que hiciera el cartel que había en el portón. Para él no suponía ningún problema encaramarse a los barrotes, pasar por encima del portón y dejarse caer en la calle principal de Stoke Newington o, preferiblemente, en el jardín trasero de una de las casas adosadas que bordeaban el límite noreste del cementerio.

El hecho de haberse nombrado «Amo del Parque» le permitía utilizar sus senderos y recovecos de muchas maneras, pero, sobre todo, para prácticas amatorias. Lo hacía varias veces al mes. Era bueno con las mujeres -ellas le decían a menudo que tenía ojos entrañables, fuera lo que fuera que eso significara- y puesto que Una Cosa generalmente llevaba a la Otra con las mujeres en la vida de David, la sugerencia de que diesen un paseo por el parque raramente era rechazada, especialmente teniendo en cuenta que «parque» era una palabra…, bueno, una palabra tan inofensiva comparada con «cementerio»…

Su intención era siempre echar un polvo. En realidad, «dar un paseo», «caminar» o «vagar un rato» no eran más que eufemismos para «follar», y las mujeres lo sabían, aunque fingiesen ignorarlo. Ellas siempre decían cosas como: «Oooh, Dave, este lugar me pone nerviosa, de verdad», o cosas así, pero se mostraban totalmente dispuestas a acompañarle allí una vez que les rodeaba los hombros con el brazo -tratando de alcanzar una porción de pecho con los dedos si podía- y les decía que con él estarían seguras.

De modo que entraban en el parque, directamente a través del portón principal, que era su ruta preferida, ya que allí el camino era ancho y menos inquietante que si entraban por la carretera de la iglesia de Stoke Newington. Allí uno se encontraba debajo de los árboles y en las garras de las lápidas antes de haber recorrido unas decenas de metros. En el camino principal tenía al menos la ilusión de seguridad hasta que se desviaba a derecha o izquierda por uno de los senderos más estrechos que desaparecían entre los imponentes plátanos.

Aquel día en concreto, Dave había persuadido a Josette Hendricks para que le acompañase. Con sólo quince años, Josette era un poco más joven que las chicas a las que Dave estaba acostumbrado, por no mencionar el hecho de que tenía una risita nerviosa, un rasgo del que él no se había percatado hasta que la condujo a través del primero de los estrechos senderos, pero era una chica guapa con una piel adorable, y esos deliciosos pechos nada desdeñables, en más de un sentido. De modo que cuando él preguntó: «¿Qué me dices de un paseo por el parque?», ella le contestó, con los ojos brillantes y los labios húmedos: «Oh, sí, Dave», Y allá fueron.

Él tenía en mente un pequeño recoveco, un lugar creado por un sicómoro caído detrás de una tumba y entre dos lápidas. Allí podían producirse Acontecimientos Interesantes. Pero era demasiado calculador como para dirigirse directamente a ese rincón. Comenzó con un poco de contemplación de las estatuas cogidos de mano -«Oh, ese pequeño ángel parece muy triste, ¿verdad?»-, y de allí pasó a una mano detrás del cuello, una caricia -«Dave, ¡me haces cosquillas!»-, y la clase de beso que sugería pero nada más.

Josette era un poco más lenta que la mayoría de las chicas, probablemente como resultado de su educación. A diferencia de muchas chicas de quince años, era inocente y nunca había salido con un chico -«Mamá y papá dicen que todavía no»-, y, por lo tanto, no captaba las señales tan bien como podría haber hecho. Pero él era paciente. Cuando, finalmente, ella presionó su cuerpo contra el suyo por voluntad propia, demostrando que quería más besos y más largos, él sugirió que se apartasen del sendero para «ver si hay algún lugar…, ya sabes a qué me refiero». Lo dijo acompañado de un guiño.

¿Quién coño hubiese pensado que el recoveco, su Lugar de Seducción Particular, estaría ocupado? Era un atropello, eso era, pero allí estaba. Dave escuchó los gemidos cuando Josette y él se acercaron al lugar, y esos brazos y piernas entrelazados en los matorrales eran una visión inconfundible, sobre todo porque había cuatro de cada y ninguno de ellos llevaba ropa encima. También se podía ver el culo desnudo del tío que se movía arriba y abajo frenéticamente, la cabeza vuelta hacia ellos con una mueca dibujada en el rostro… «Joder, ¿todos tenemos esa expresión?», se preguntó Dave.

Josette lanzó una de sus risitas nerviosas al verlos: era una buena señal. Cualquier otra cosa habría sugerido miedo o alguna cosa parecida. Dave suponía que la chica no era una especie de puritana estrecha, pero nunca se sabía. Retrocedió con Josette cogida de la mano y pensó adónde podía llevarla. En el cementerio había sin duda muchos recovecos y rincones ocultos, pero él quería un lugar que estuviese cerca de éste, ya que Josette estaba hirviendo.

Y entonces lo vio claro. No estaban lejos de la capilla en el centro del cementerio. No podían entrar en el edificio, pero justo a su lado -de hecho, construido dentro de él- había un refugio que podían utilizar sin problemas. Y, pensándolo bien, ofrecía paredes y un techo, y eso era mejor que el recoveco bajo el árbol.

Inclinó la cabeza hacia la pareja que estaba copulando entre los matorrales y le guiñó un ojo a Josette.

– Hmmm, no está mal, ¿eh?-dijo.

– ¡Dave! -Ella dio un pequeño respingo de falso horror-. ¡Cómo puedes decir algo así!

– ¿Y bien? -dijo él-. ¿Estás diciendo que tú no…?

– No he dicho eso -respondió la chica.

Era como una invitación. Y entonces se dirigieron hacia la capilla. Cogidos de la mano y con cierta prisa. Josette, concluyó Dave, era decididamente una flor lista para ser arrancada.

Llegaron al claro cubierto de hierba donde se alzaba la capilla.

– Por aquí, amor -musitó Dave.

La llevó detrás de la entrada de la capilla y hacia el rincón más alejado. Y, una vez allí, todos sus planes se vieron frenados en seco.

Un adolescente con un barril por trasero estaba saliendo a trompicones del nido de amor de Dave. En el rostro tenía una expresión tal que casi pasaba desapercibido que se estaba sosteniendo los pantalones, con la cremallera abierta. Atravesó el claro a la carrera y desapareció.

Al principio, David pensó que el chico se había aliviado dentro de aquel lugar. Y ese pensamiento le irritó, ya que ahora no podía esperar que Josette quisiera revolcarse en un lugar que apestaba a meados. Pero como él estaba preparado y como ella estaba preparada, y como existía la diminuta posibilidad de que ese chico no hubiera utilizado el refugio como un retrete público, Dave se encogió de hombros y apremió a Josette para que siguiera avanzando: «Es allí, amor».

Estaba tan concentrado pensando en Una Sola Cosa que casi se muere del susto cuando Josette entró en el refugio y comenzó a chillar.


* * *

– No, no, no; Barbara -dijo Hadiyyah-. No podemos ir de compras sin más. No sin un plan. Eso sería demasiado abrumador. Primero debemos confeccionar una lista, pero antes tenemos que pensar qué es lo que queremos comprar. Y para hacer eso debemos averiguar el tipo de cuerpo que tienes. Así es como se hacen estas cosas. Lo puedes ver en la tele constantemente.

Barbara Havers miró a su compañera con expresión dubitativa. Se preguntó si debería buscar consejo para comprar ropa en una cría de nueve años. Pero, aparte de Hadiyyah, sólo podía recurrir a Dorothea Harriman si pensaba tomarse seriamente el «consejo» de Isabelle Ardery, y Barbara no estaba dispuesta a depositar toda su confianza en la compasión del máximo icono del estilo de Scotland Yard. Con Dorothea al timón, el barco de las compras probablemente navegaría directamente hacia King's Road o, peor aún, Knightsbridge, donde en una tienda de moda atendida por empleadas delgadas como alfileres, con el pelo esculpido y unas uñas del mismo estilo, se vería obligada a dejar una semana de paga por un par de bragas. Al menos con Hadiyyah existía la ligera posibilidad de que lo que había que hacer pudiera hacerse en Marks & Spencer.

Pero Hadiyyah no estaba por la labor.

– Topshop -dijo-. Tenemos que ir a Topshop, Barbara. O a Jigsaw. O tal vez a H &M, pero sólo tal vez.

– No quiero parecer una pija que viste a la moda -dijo Barbara-. Tiene que ser profesional. Nada con volantes fruncidos. O lleno de púas. Nada que lleve cadenas.

Hadiyyah puso los ojos en blanco.

– Barbara -dijo-, de verdad, ¿crees que yo usaría púas y cadenas?

Su padre seguramente tendría algo que decir al respecto, pensó Barbara. Taymullah Azhar mantenía atada a su hija, con lo que no había otra alternativa que llevar una correa muy corta. Incluso ahora, en sus vacaciones de verano, no tenía permiso para corretear con los chicos de su edad. Hadiyyah estaba estudiando urdu y cocina y, cuando no estaba estudiando, la cuidaba Sheila Silver, una jubilada mayor cuyo breve periodo de gloria -contado una y otra vez- se había producido cuando había actuado como telonera para un aspirante a Cliff Richard en la Isla de Wight. La señora Silver vivía en un piso en la Casa Grande, como la llamaban, una elaborada estructura amarilla de estilo eduardiano situada en Eton Villas; Barbara vivía detrás de este edificio en la misma propiedad y en un búngalo tamaño hobbit. Hadiyyah y su padre eran vecinos, residían en la planta baja de la Casa Grande y disponían de una zona en el frente que les servía como terraza. Aquí era donde estaban Hadiyyah y Barbara en ese momento, cada una con un zumo de frutas ante sí y ambas inclinadas sobre una sección arrugada del Daily Mail que Hadiyyah, aparentemente, había estado reservando para una ocasión como ésta.

Había ido a buscar el periódico a su habitación cuando Barbara le explicó sus problemas de guardarropa. «Tengo justo lo que necesitas», había anunciado alegremente y, agitando sus largas trenzas, había desaparecido dentro del piso, para regresar poco después con el artículo en cuestión. Extendió la hoja del periódico sobre la mesa de mimbre para mostrarle una historia acerca de la ropa y los tipos de cuerpo. En una doble página aparecían varias modelos que supuestamente exhibían todas las posibilidades de complexión corporal, exceptuando la anorexia y la obesidad, por supuesto, ya que el Daily Mail no quería promover tales extremos.

Hadiyyah había informado a Barbara de que debía comenzar con el tipo de cuerpo y no podían definir exactamente el tipo de cuerpo de Barbara si ella no se cambiaba de ropa y se ponía algo que…, bueno, ¿algo que les permitiese ver con qué estaban trabajando? Le dijo a Barbara que fuese a su casa a cambiarse de ropa -«De todos modos hace un calor horrible para llevar pantalones de pana y suéter de lana», añadió servicialmente- y luego volvió a inclinarse sobre el periódico para estudiar a las modelos. Barbara obedeció y regresó, aunque Hadiyyah soltó un respingo cuando vio la camiseta y los pantalones ajustados con una cinta.

– ¿Qué? -dijo Barbara.

– Oh, está bien. No importa -le dijo Hadiyyah-. Haremos lo que podamos.

«Lo que podamos», consistió en Bárbara de pie sobre una silla -sintiéndose como una perfecta idiota- mientras Hadiyyah se alejaba unos pasos en la hierba «para tener un poco de distancia y así poder compararte con las mujeres de las fotos». Lo hizo mientras sostenía el periódico y fruncía la nariz, y alternaba la mirada entre la página y Barbara antes de anunciar: «Tipo pera, creo. De talle bajo también. ¿Puedes levantarte un poco los pantalones? ¡Barbara, tienes unos tobillos preciosos! ¿Por qué nunca los enseñas? Las chicas siempre deberían realzar sus mejores atributos».

– ¿Y cómo iba yo a…?

Hadiyyah pensó un momento.

– Tacones altos. Tienes que usar zapatos de tacones altos. ¿Tienes zapatos de tacón alto, Barbara?

– Oh, sí -dijo Barbara-. Parecen perfectos para mi trabajo. De no llevarlos, las escenas del crimen serían muy tristes.

– Te estás burlando de mí. No puedes tomártelo a broma si queremos hacer esto como corresponde. -Hadiyyah se acercó nuevamente hacia ella a través del pequeño prado llevando consigo el artículo del Daily Mail. Lo extendió otra vez sobre la mesa de mimbre y luego anunció-: Una falda acampanada. La prenda básica de todo guardarropa. La chaqueta debe tener un largo que no llame la atención sobre tus caderas, y como tu cara es redonda…

– Aún sigo trabajando para eliminar la grasa infantil -dijo Barbara.

– … el escote de la blusa debería ser moderado, no pronunciado. Verás, los escotes de las blusas deben «reflejar» el rostro. Bueno, la barbilla, en realidad. Quiero decir: toda la línea que va desde las orejas hasta la barbilla, que incluye la mandíbula.

– Ah. Entiendo.

– Queremos la falda a media rodilla y los zapatos con tirillas. Y eso es por tus preciosos tobillos.

– ¿Tirillas?

– Hmmm. Es lo que dice aquí. Y debemos contar con complementos. El error que cometen muchas mujeres consiste en que no se ponen los complementos adecuados o -lo que es peor aún- no usan ningún accesorio.

– Joder. Claro que no -dijo Barbara con entusiasmo-. ¿Qué significa eso exactamente?

Hadiyyah dobló con cuidado el periódico, pasando los dedos amorosamente sobre cada pliegue.

– Oh, pañuelos y sombreros, y cinturones y alfileres de solapa y collares, y pulseras y pendientes y bolsos de mano. Guantes también, pero eso sólo en invierno.

– Dios -dijo Barbara-. ¿No crees que se me verá un tanto exagerada con todo eso?

– No se trata de llevarlo todo a la vez. -La voz de Hadiyyah era la paciencia personificada-. De verdad, Barbara, no es algo tan difícil. Bueno, quizá sea un «poco» difícil, pero yo ayudaré. Será muy divertido.

Barbara tenía sus dudas, pero se pusieron en marcha. Primero llamaron al padre de Hadiyyah a la universidad, donde consiguieron localizarle entre una conferencia y una reunión con un estudiante de posgrado. Al principio de su relación con Taymullah Azhar y su hija, Barbara había aprendido que una no salía con Hadiyyah sin haber informado antes a su padre de todo el programa. Odiaba tener que admitir que quería llevarse a Hadiyyah con ella en una excursión para comprar ropa, de modo que se las apañó con: «Tengo que comprar algunas cosas para el trabajo, y pensé que a Hadiyyah le gustaría acompañarme. Para que le dé un poco el aire y eso. Pensaba que podíamos tomar un helado una vez que acabase con las compras».

– ¿Ha terminado sus deberes para hoy? -preguntó Azhar.

– ¿Sus deberes? -Barbara miró a Hadiyyah.

La niña asintió vigorosamente, aunque Barbara tenía sus dudas en cuanto a lo que a la cocina se refería. Hadiyyah no se había mostrado demasiado entusiasmada ante la perspectiva de estar en la cocina de alguien con el calor del verano.

– Todo correcto -respondió.

– Muy bien -dijo Azhar-. Pero no vayáis a Camden Market, Barbara.

– Ni aunque fuera el último lugar sobre la tierra, se lo aseguro -repuso.

La tienda de la cadena Topshop más cercana estaba en Oxford Street, algo que entusiasmó a Hadiyyah y horrorizó a Barbara. La meca de las compras en Londres era siempre una ondulante e ingente masa de gente cualquier día, excepto en Navidad. En pleno verano, con los colegios de vacaciones y la ciudad abarrotada de visitantes llegados de todo el mundo, era una masa ondulante de humanidad al cuadrado. Al cubo. A la décima potencia. Lo que sea. Cuando llegaron allí tardaron cuarenta minutos en encontrar un aparcamiento con espacio para el Mini de Barbara. Otros treinta se les fueron en abrirse paso hasta Topshop, apartando a la gente con los codos en la acera, como salmones que regresan a casa. Cuando finalmente llegaron a la tienda, Barbara echó un vistazo al interior y quiso salir corriendo de inmediato. El lugar estaba lleno de chicas adolescentes, sus madres, sus tías, sus abuelas, sus vecinas… Estaban hombro con hombro, formaban colas ante las cajas, se empujaban de un lado a otro, de los colgadores a los mostradores, a los expositores; gritaban a sus teléfonos móviles por encima de la música ensordecedora; se probaban joyas: pendientes en las orejas, collares en los cuellos, pulseras en las muñecas. Era la peor pesadilla de Barbara hecha realidad.

– ¿No es maravilloso? -dijo Hadiyyah, excitada-. Siempre quiero que papá me traiga aquí, pero dice que Oxford Street es una locura. Dice que nada podrá arrastrarle a Oxford Street. Dice que ni unos caballos salvajes podrían traerle aquí. Dice que Oxford Street es la versión londinense de…, no lo recuerdo, pero no es nada bueno.

El Infierno de Dante, sin duda, pensó Barbara. Algún círculo infernal donde las mujeres como ella -que odiaba las tendencias de la moda, que se mostraba indiferente ante la ropa en general y cuyo aspecto horrible dejaba en un segundo plano lo que se pusiera encima- eran arrojadas por los pecados cometidos con la moda.

– Pero me encanta -dijo Hadiyyah-. Sabía que me encantaría. Oh, lo sabía.

Entró en la tienda y Barbara no tuvo más remedio que seguirla.

Ambas pasaron noventa agotadores minutos en Topshop, donde la falta de aire acondicionado -esto era Londres, después de todo, donde la gente aún creía que sólo había «cuatro o cinco días de calor en todo el año»- y lo que parecían ser un millar de adolescentes en busca de gangas hicieron que Barbara se sintiera como si hubiese pagado definitivamente por cada pecado terrenal que hubiera cometido, más allá de los que había llevado a cabo contra la haute couture. Cuando salieron de Topshop fueron a Jigsaw, y de Jigsaw a H &M, donde repitieron la experiencia vivida en Topshop, con el añadido de niños pequeños que chillaban a sus madres pidiendo helados, caramelos, cachorros de perro, empanadillas de salchicha, patatas con pescado frito y cualquier otra cosa que les pasara por sus mentes febriles. Ante la insistencia de Hadiyyah -«¡Barbara, sólo mira el nombre de la tienda, por favor!»- continuaron hacia Accesorize y, por último, se encontraron frente a un Marks & Spencer, aunque no sin un suspiro de desaprobación por parte de Hadiyyah.

– Aquí es donde la señora Silver compra sus bragas, Barbara -dijo Hadiyyah, como si esa información pudiese conseguir que su acompañante se parase en seco allí mismo-. ¿Quieres parecerte a la señora Silver?

– En este momento me conformaría con parecerme a Dame Edna [7]. -Barbara entró en los grandes almacenes y Hadiyyah la siguió-. Gracias Dios por apiadarte de nosotras -dijo Barbara por encima del hombro-. No sólo bragas, sino también aire acondicionado.

Hasta ahora todo lo que habían conseguido era un collar en Accessorize con el que Barbara pensó que no se sentiría completamente estúpida y un montón de artículos de maquillaje comprados en Boots. El maquillaje consistía en lo que Hadiyyah le dijo que debía comprar, si bien Barbara dudaba sinceramente de que fuese a usarlo alguna vez. Había aceptado la idea del maquillaje sólo porque la niña se había mostrado absolutamente irreductible ante la sistemática negativa de Barbara a comprar cualquier cosa. Hadiyyah había revisado todos los colgadores de ropa que habían visto hasta ahora. Por lo tanto, parecía justo que ella cediera en algo y pensó que el maquillaje podía ser esa opción. De modo que llenó su canasta con base, colorete, sombra de ojos, delineador de ojos, rímel, varios colores inquietantes de lápiz de labios, cuatro clases diferentes de cepillos y un bote de polvos sueltos que se suponía «fijarían todo en su lugar», tal y como le dijo Hadiyyah. Al parecer, las compras que Hadiyyah sugería que Barbara hiciera dependían en gran medida de la observación que hacía la niña de los rituales de su madre cada mañana, que a su vez dependían en gran medida de «potes de esto y aquello… Ella siempre tiene un aspecto radiante, Barbara, espera a verla». Ver a la madre de Hadiyyah era algo que no había sucedido en los catorce meses que habían pasado desde que conoció a la pequeña y a su padre, y el eufemismo «se marchó a Canadá de vacaciones» comenzaba a adquirir un significado que le resultaba difícil seguir ignorando.

– ¿No puedo apañármelas sólo con colorete?

Hadiyyah le respondió mofándose de ella abiertamente.

– Venga ya, Barbara -se rió la cría.

En Marks & Spencer, Hadiyyah no quiso ni oír hablar de que Barbara fuese a la sección de cualquier cosa que la niña considerase «apropiada para la señora Silver… Sabes lo que quiero decir». Ella tenía en mente esa prenda básica de todo guardarropa -la antes mencionada falda acampanada- y se declaró satisfecha con el hecho de que al menos era pleno verano y las prendas de otoño acababan de llegar. Por lo tanto, los artículos en oferta aún no habían sido manoseados por innumerables «madres trabajadoras que usan esta clase de cosas, Barbara. Ahora estarán de vacaciones con sus críos, de modo que no tenemos que preocuparnos por tener que conformarnos sólo con las sobras».

– Gracias a Dios -dijo Barbara.

Se dirigió hacia unos conjuntos en verde y ciruela cuando Hadiyyah la cogió con fuerza del brazo y la llevó en otra dirección. La niña se mostró satisfecha cuando encontraron «prendas separadas, Barbara, que podemos juntar para hacer conjuntos. Oh, y mira, tienen blusas con corbata de lazo. Son muy monas, ¿no crees?».

Cogió una de las blusas para que Barbara la examinara.

La mujer no podía imaginarse llevando una blusa, y mucho menos con un voluminoso lazo en el cuello.

– No creerás que eso favorece la línea de mi barbilla, ¿verdad? ¿Qué me dices de esto? -Cogió un vestido sin mangas de una pila perfectamente doblada.

– Nada de vestidos sin mangas -dijo Hadiyyah. Volvió a dejar la blusa en el colgador-. Oh, de acuerdo. Supongo que el lazo es demasiado.

Barbara alabó al Todopoderoso por esa declaración. Comenzó a revisar las faldas. Hadiyyah hizo lo mismo. Finalmente, seleccionaron cinco sobre las que tuvieron que ponerse de acuerdo, si bien iban haciendo concesiones mutuas a cada paso del camino: Hadiyyah devolvía al colgador, sin dudarlo, cualquier falda que considerase propia de la señora Silver; mientras que Barbara temblaba ante cualquier cosa que pudiese llamar la atención.

Luego se dirigieron a los probadores, donde Hadiyyah insistió en hacer el papel de vestidor de Barbara, lo que la expuso a su ropa interior.

– Horroroso, Barbara -dijo-. Tienes que usar bragas tipo tanga.

La policía no tenía intención de pasar siquiera por el territorio de las bragas, de modo que insistió para que se concentrasen en las faldas que habían elegido. La niña se limitó a agitar la mano en un gesto que rechazaba cualquier cosa «inadecuada, Barbara». Iba poniendo diversas objeciones: que si ésta formaba arrugas alrededor de las caderas, que si aquélla se ajustaba demasiado en el trasero, que si otra tenía un aspecto un tanto desagradable, y de una cuarta dijo que era algo que ni siquiera una abuela llevaría.

Barbara estaba considerando qué castigo podría infligirle a Isabelle Ardery por la «sugerencia» que le había hecho cuando, desde las profundidades de su bolso, comenzó a sonar su teléfono móvil, las cuatro primeras notas de Peggy Sue, un tono que se había bajado alegremente de Internet.

– Buddy Holly -dijo Hadiyyah.

– Me congratula haberte enseñado algo. -Barbara sacó el móvil y comprobó el número de la persona que llamaba. Salvada por la campana, aunque puede que estuvieran siguiendo sus movimientos. Abrió el teléfono-. Jefa -dijo.

– ¿Dónde está, sargento? -preguntó Isabelle Ardery.

– De compras -contestó Barbara-. Ropa. Como usted me aconsejó.

– Dígame que no se encuentra en una tienda de beneficencia y me hará una mujer feliz -dijo Ardery.

– Sea feliz entonces.

– ¿Deseo saber adónde…?

– Probablemente no.

– ¿Y ha logrado comprar…?

– Un collar…, hasta ahora -y por temor a que la jefa protestara por la excentricidad de esa compra, añadió-: y también maquillaje. Montones de maquillaje. Me pareceré a… -torturó su cerebro en busca de una imagen apropiada- Elle Macpherson la próxima vez que nos veamos. Y en este momento estoy en un probador, donde una niña de nueve años no aprueba las bragas que llevo puestas.

– ¿Su acompañante es una niña de nueve años? -preguntó Ardery-. Sargento…

– Créame, tiene las ideas muy claras acerca de lo que debería usar, jefa, y ésa es la razón por la que hasta ahora sólo me haya comprado un collar. Creo, sin embargo, que llegaremos a un acuerdo con respecto a una falda. Llevamos horas con este asunto y creo que he logrado agotarla.

– Bien, llegue a ese acuerdo con la niña y póngase en marcha. Ha surgido algo.

– ¿Algo…?

– Tenemos un cadáver en un cementerio, sargento, y es un cadáver que no debería estar allí.


* * *

Isabelle Ardery no quería pensar en sus hijos, pero su primera visión del cementerio de Abney Park hizo que le resultase prácticamente imposible pensar en cualquier otra cosa. Estaban en esa edad en la que vivir aventuras superaba a todo lo demás, excepto a la mañana de Navidad, y el cementerio era decididamente un lugar para la aventura. La hierba crecida en exceso, con sombrías estatuas funerarias victorianas cubiertas de hiedra, con árboles caídos que proporcionaban lugares imaginarios para fuertes y escondites, con lápidas desplomadas y monumentos ruinosos… Era un lugar sacado de una novela de misterio, completado con el ocasional árbol nudoso que había sido tallado a la altura del hombro para exhibir enormes camafeos en forma de lunas, estrellas y rostros lascivos. Y se encontraba a pocos pasos de la calle principal, detrás de una verja de hierro forjado y accesible para cualquiera a través de varios portones.

El sargento Nkata había aparcado su coche en la entrada principal, donde ya estaba esperando una ambulancia. Esta entrada se encontraba en el cruce de Northwold Road y la calle principal, una zona pavimentada delante de dos edificios color crema cuyo estucado se estaba descascarillando. Éstos se alzaban a ambos lados de unos enormes portones de hierro forjado que, según supo Isabelle más tarde, permanecían abiertos normalmente durante el día, pero que ahora estaban cerrados y custodiados por un policía de la comisaría local. El agente se acercó a su coche.

Isabelle salió al calor del verano, que se desprendía en oleadas desde el pavimento. No contribuía en absoluto a aliviar el martilleo que sentía en la cabeza, un dolor en el cráneo exacerbado de inmediato por el ruido de un helicóptero de la televisión que giraba por encima de sus cabezas como un ave de rapiña.

Una multitud se había reunido frente a la puerta principal, contenida por la cinta que señalaba la escena del crimen y que se tensaba desde una farola hasta la verja del cementerio a ambos lados de la entrada. Isabelle vio entre los curiosos a varios miembros de la prensa, reconocibles por sus libretas de notas, sus grabadoras y por el hecho de que estaban siendo aleccionados por un tío que debía ser el jefe de prensa de la comisaría de Stoke Newington. El hombre había mirado por encima del hombro cuando Isabelle y Nkata bajaron del coche. Asintió ligeramente con la cabeza, igual que el agente de la Policía local. No estaban contentos. La intrusión de la Metropolitana en su parcela no es que les hiciera mucha ilusión.

«Culpad a los políticos -quería decirles Isabelle-. Culpad a la Unidad de Protección de Menores, la SO 5, y al permanente fracaso del Departamento de Personas Desaparecidas. No sólo no las encuentran, sino que son incapaces de quitar de su lista a aquellas personas que ya no están desaparecidas. Culpad también a otra tediosa declaración de prensa y la consiguiente lucha de poder entre el personal civil que dirigía el SO5 y los frustrados oficiales que exigen un jefe policial para la división, como si eso fuese a resolver sus problemas». Pero, sobre todo, debían culpar al subinspector jefe sir David Hillier y a la manera en que había decidido cubrir el puesto vacante al que ahora optaba Isabelle. Hillier no lo había dicho, pero Isabelle no era tonta: ésta era su prueba y todo el mundo lo sabía.

Le había dicho al sargento Nkata que la llevase hasta la escena del crimen. Al igual que los policías en el cementerio, él tampoco parecía contento. Era evidente que no esperaba que a un sargento detective le pidiesen que actuase como chofer, pero era lo bastante profesional para mantener sus sentimientos bajo control. Ella no había tenido muchas alternativas. Se trataba de, o bien elegir a un conductor entre los miembros del equipo, o bien tratar de encontrar el cementerio de Abney Park sin ayuda y valiéndose de una guía de la ciudad. Si la asignaban de forma permanente a su nuevo puesto, Isabelle sabía que probablemente le llevaría años familiarizarse con esa compleja masa de calles y pueblos que, a lo largo de los siglos, se habían incorporado en la monstruosa expansión de Londres.

– ¿Patólogo? -preguntó al agente una vez que hubo hecho las presentaciones y firmado la hoja donde constaban todos los que entraban en el cementerio-. ¿Fotógrafo? ¿CSI?

– Dentro. Están esperando para meterla en la bolsa. Como ordenaron.

El policía era cortés…, nada más. La radio que llevaba fijada al hombro lanzó un graznido y el agente bajó el volumen. Isabelle desvió la mirada hacia los curiosos reunidos en la acera y de ellos a los edificios que se alzaban al otro lado de la calle. Estos incluían los omnipresentes establecimientos comerciales de todas las calles principales del país, desde un local de Pizza Hut hasta un kiosco de periódicos. Todos ellos tenían viviendas en los altos y, encima de uno de los locales -una charcutería polaca- se había construido un bloque de apartamentos. En esos lugares habría que llevar a cabo incontables interrogatorios. Los policías de Stoke Newington, decidió Isabelle, deberían estar agradeciendo al Señor que la Metropolitana se hiciera cargo del caso.

Una vez que estuvieron dentro del cementerio y los guiaron a través de su laberíntico abrazo, Isabelle preguntó por las tallas que se veían en los troncos de los árboles. Su guía era un voluntario del cementerio, un jubilado de unos ochenta años que les explicó que allí no había cuidadores ni encargados de mantenimiento, sino comités formados por personas como él, miembros no asalariados de la comunidad dedicados a rescatar Abney Park de la invasión de la naturaleza. Por supuesto, el lugar nunca volvería a ser lo que había sido, explicó el hombre, pero ésa no era la cuestión. Nadie quería eso. En cambio, estaba destinado a ser una reserva natural. Podrían verse pájaros y zorros y ardillas y cosas parecidas. «El objetivo es mantener los senderos transitables y asegurarnos de que el lugar no representa ningún peligro para las personas que desean pasar un tiempo en compañía de la naturaleza. Hay que tener esa clase de cosas en una ciudad, ¿no está de acuerdo? Una evasión, ya sabe. En cuanto a esas tallas en los árboles, las hace un chico. Todos le conocemos, pero no podemos cogerle mientras lo hace. Si le cogemos, uno de nosotros se encargará de que no vuelva a hacerlo», prometió.

Isabelle lo dudó. El hombre era tan frágil como las bocas de dragón silvestre que crecían a lo largo del sendero que seguían.

El guía los llevó por senderos cada vez más estrechos en su camino hacia el corazón del cementerio. Allí donde eran más anchos, los senderos eran pedregosos, empedrados de modos tan variados que parecían representaciones de todas las eras geológicas. Donde eran estrechos, los senderos estaban cubiertos de hojas putrefactas, y el terreno era esponjoso y aromático, y desprendía el intenso olor del abono vegetal. Finalmente apareció la torre de una capilla y luego la propia capilla, una triste ruina de hierro, ladrillo y acero corrugado, su interior invadido de malezas e inaccesible por las barras de hierro de la entrada.

– Es allí -les indicó el jubilado de forma retórica. El hombre señaló un grupo de oficiales del cuerpo forense con batas blancas que se encontraban al otro lado de un prado de hierba seca. Isabelle le agradeció su ayuda y luego le dijo a Nkata:

– Busque a la persona que encontró el cadáver. Me gustaría hablar con ella.

Nkata miró hacia la capilla. Isabelle sabía que quería inspeccionar la escena del crimen. Esperaba que el sargento protestara o discutiese. No hizo ninguna de las dos cosas.

– Muy bien -repuso Nkata, y ella dejó que fuera a lo suyo. A Isabelle le agradó la respuesta del sargento. Le caía bien.

Luego se acercó a una pequeña construcción auxiliar que se alzaba contigua a la capilla, junto a la cual una bolsa para cadáveres esperaba al lado de una camilla de ambulancia volcada. El cadáver tendría que ser transportado a pulso sobre la camilla, ya que los accidentados senderos del cementerio hacían imposible que el transporte llegara hasta allí.

Los oficiales del Departamento Forense estaban dedicados a una intensa labor que incluía desde medir con cinta métrica hasta señalizar las pisadas, por inútil que resultara, teniendo en cuenta que había docenas de ellas repartidas por el lugar. Sólo una estrecha vía de acceso consistente en tablas colocadas de un extremo a otro permitía llegar al lugar donde se encontraba el cadáver de la víctima, e Isabelle se puso unos guantes de látex mientras se dirigía hacia allí.

La patóloga forense salió del edificio auxiliar. Era una mujer de mediana edad, con los dientes, la piel y la tos de una fumadora empedernida. Isabelle se presentó al tiempo que preguntaba:

– ¿Qué es eso? -preguntó mientras señalaba el pequeño edificio con la cabeza.

– No tengo ni idea -contestó la patóloga. No le dijo su nombre, e Isabelle tampoco quiso saberlo-. No hay ninguna puerta que comunique con la capilla, de modo que no puede haber sido una sacristía. ¿Quizás un cobertizo para el jardinero? -La mujer se encogió de hombros-. En realidad, no tiene importancia, ¿verdad?

Por supuesto que no tenía importancia. Lo que importaba era el cadáver, que resultó ser el de una mujer joven. Estaba medio sentada, medio tumbada, dentro del pequeño anexo, en una posición que sugería que había caído hacia atrás después de ser atacada, y que luego se había deslizado por la pared hasta el suelo. La pared estaba moteada por el paso del tiempo y, encima del cadáver, un grafito de un ojo dentro de un triángulo proclamaba: Dios es inalámbrico. El suelo era de piedra y estaba cubierto de basura. La muerte había venido a mezclarse con bolsas de patatas fritas, envolturas de bocadillos, papeles de chocolatinas y latas de Coca-Cola vacías. Había también una revista pornográfica, una muestra de basura mucho más reciente que el resto de los desperdicios, ya que era nueva y no estaba arrugada. También estaba abierta por la página donde resaltaba una brillante fotografía de la entrepierna de una mujer que fruncía los labios pintados de rojo, calzaba botas de charol, lucía una chistera y nada más.

Un lugar espantoso para encontrar la muerte, pensó Isabelle. Se agachó para examinar el cadáver. El estómago le dio un vuelco al percibir el olor que desprendía el cuerpo sin vida: un olor a carne que se pudría por efectos del calor, denso como una niebla amarilla. Gusanos recién incubados se retorcían en las fosas nasales y la boca, el rostro y el cuello -al menos en las partes donde podían verse- se habían vuelto de un rojo verdoso.

La cabeza de la joven reposaba sobre el pecho, donde se había coagulado una gran cantidad de sangre. Allí, las moscas también estaban haciendo su trabajo, y el zumbido que producían era como cables de alta tensión en ese espacio cerrado. Cuando Isabelle movió con mucho cuidado la cabeza de la mujer para dejar expuesto el cuello, una nube de moscas se alzó de una horrible herida. La carne estaba serrada y rasgada, lo que sugería el uso de un arma empuñada por un asesino inexperto.

– La arteria carótida -dijo la patóloga. Señaló las manos hinchadas del cadáver-. Parece que trató de parar la hemorragia, pero no pudo hacer mucho. Debió de desangrarse deprisa.

– ¿Cuánto cree que lleva muerta?

– Es difícil precisarlo, a causa del calor. El cuerpo está lívido y la rigidez cadavérica ha desaparecido. ¿Veinticuatro horas, quizá?

– ¿Sabemos quién es?

– No llevaba nada encima. Y tampoco hemos encontrado un bolso. Nada que sugiera quién es. Pero los ojos… le servirán de ayuda.

– ¿Los ojos? ¿Por qué? ¿Qué pasa con ellos?

– Compruébelo usted misma -dijo la patóloga-. Están nebulosos, como cabía esperar, pero aún es posible ver una parte del iris. Muy interesante, me parece a mí. Ojos así no se ven muy a menudo.


Según la declaración de Alan Dresser, confirmada más tarde por los empleados del local de comida para llevar, McDonald's estaba inusualmente lleno de gente aquel día. Puede ser que otros padres de niños pequeños también estuviesen aprovechando ese intervalo de buen tiempo para salir a dar un paseo por la mañana, pero, en cualquier caso, la mayoría de ellos parece haber coincidido en McDonald's al mismo tiempo. Dresser tenía a su hijo pequeño que no dejaba de quejarse, y él estaba, lo reconoce, ansioso por calmarle, alimentarle y ponerse en marcha para regresar a casa y acostarle a dormir la siesta. Dejó el carrito con el niño en una de las tres mesas disponibles -la segunda desde la puerta de entrada- y fue al mostrador a hacer el pedido. Aunque un análisis retrospectivo demanda un castigo para Dresser por haber dejado a su hijo desatendido durante treinta segundos, en ese momento en McDonald's había al menos diez madres y, en compañía de ellas, al menos veintidós niños. En un establecimiento público de esas características y en pleno día, ¿cómo iba a imaginar que un peligro inconcebible estaba al acecho? Efectivamente, si uno piensa en algún peligro en un lugar así, le vienen a la mente pedófilos que merodean por los alrededores en busca de oportunidades para actuar, no en tres chicos menores de doce años. Nadie de los presentes parecía peligroso. De hecho, Dresser era el único hombre adulto del lugar.

Las cintas de videovigilancia muestran a tres chicos, identificados más tarde como Michael Spargo, Ian Barker y Reggie Arnold, acercándose al local de McDonald's a las 12.51. Llevaban más de dos horas en el centro comercial. Sin duda estaban hambrientos y, si bien podrían haber mitigado el hambre con las bolsas de patatas que habían cogido del kiosco del señor Gupta, su intención parece haber sido quitarle la comida a algún cliente de McDonald's y darse a la fuga. Tanto el relato de Michael como el de Ian coinciden en este punto. En todas las entrevistas, Reggie Arnold, sin embargo, se niega a hablar de McDonald's. Ello se debe, probablemente, al hecho de que, no importa de quién fuese la idea de llevarse a John Dresser de aquel lugar, fue Reggie Arnold quien cogió al niño de la mano cuando los chicos se dirigieron hacia la salida de Barriers.

Al mirar a John Dresser, Ian, Michael y Reggie debieron ver la antítesis de ellos mismos en el pasado. En el momento de su secuestro, el niño iba vestido con un flamante peto de invierno azul oscuro, con patitos amarillos en la parte delantera. El pelo rubio estaba recién lavado y aún no se lo habían cortado, de modo que le caía alrededor de su redonda cara hasta formar la clase de rizos angelicales que se asocian con los querubines del Renacimiento. Calzaba brillantes zapatillas deportivas blancas y llevaba su juguete favorito: un pequeño perro marrón y negro con las orejas colgantes y una lengua rosa parcialmente descosida fuera de la boca, un animal relleno que más tarde fue hallado en el camino que tomaron los chicos una vez que se llevaron a John de McDonald's.

Este secuestro se llevó a cabo sin ninguna dificultad. Fue cosa de un momento y la cinta de videovigilancia que documenta la abducción de John Dresser presenta una visión escalofriante. En ella se puede ver claramente a los tres chicos entrando en McDonald's (que, en esa época, no disponía de un circuito cerrado de cámaras de vigilancia propio). Menos de un minuto después, todos salen del local. Reggie Arnold aparece primero llevando a John Dresser cogido de la mano. Cinco segundos después le siguen Ian Barker y Michael Spargo. Michael come algo de un envase en forma de cono. Parece tratarse de patatas fritas de McDonald's.

Una de las preguntas formuladas una y otra vez después de los hechos fue: ¿cómo pudo Alan Dresser no darse cuenta de que se estaban llevando a su hijo? Existen dos explicaciones para ello. Una de ellas es el ruido y la cantidad de gente que había en el local en ese momento, que ahogaba cualquier sonido que John Dresser pudo haber hecho cuando se acercaron a él los tres chicos que se lo llevaron de allí. La otra es una llamada al teléfono móvil, llamada que Dresser recibió de su oficina cuando llegó a la caja para hacer su pedido. El desafortunado tiempo que duró la conversación le mantuvo de espaldas a su hijo más de lo normal en otras circunstancias y, como hace mucha gente, Dresser bajó la cabeza y la mantuvo en esa posición mientras escuchaba y respondía a su interlocutor, probablemente para evitar distracciones que habrían dificultado aún más su concentración en un ambiente tan ruidoso. Para cuando hubo acabado su llamada telefónica, hubo pagado por la comida y hubo regresado con ella a la mesa, John no sólo había desaparecido, sino que probablemente lo había hecho hacía casi cinco minutos, tiempo más que suficiente para que le llevasen fuera de Barriers.

Al principio, Dresser no pensó que alguien había cogido a su hijo. De hecho, con el local abarrotado de gente, eso fue lo último que pasó por su cabeza. En cambio pensó que el niño -inquieto como había estado en la tienda Stanley Wallinford- había bajado del carrito, atraído quizá por alguna cosa dentro de McDonald's o por algo fuera del local de comidas, pero todavía en el interior de la galería comercial. Esos minutos fueron vitales, pero Dresser no lo consideró así. Primero, compresiblemente, buscó dentro de McDonald's antes de comenzar a preguntar a los adultos allí presentes si habían visto a John.

Uno se pregunta cómo fue posible. Es mediodía. Es un lugar público. Hay otras personas, tanto niños como adultos. Y, sin embargo, tres chicos son capaces de acercarse a un niño pequeño, cogerle de la mano y marcharse con él sin que nadie aparentemente repare en ello. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? ¿Por qué ocurrió?

El cómo de este hecho, en mi opinión, hay que buscarlo en la edad de quienes perpetraron este crimen. El hecho de que ellos mismos fuesen niños les volvió prácticamente invisibles, porque la acción que cometieron estaba más allá de la imaginación de la gente presente en McDonald's. La gente simplemente no esperaba que la maldad llegase en el envoltorio en el que se presentó aquel día. La gente tiende a tener retratos mentales predeterminados de los secuestradores de niños, y esos retratos no incluyen a escolares.

Una vez que se hizo evidente que John no estaba en McDonald's y que nadie le había visto, Dresser amplió el campo de su búsqueda. Fue sólo después de haber inspeccionado las cuatro tiendas más próximas a McDonald's cuando Dresser buscó a los agentes de seguridad de la galería comercial y se transmitió un aviso a través del sistema de megafonía, alertando a los clientes habituales de Barriers de que estuviesen atentos a la presencia de un niño pequeño vestido con un mono azul. Dresser pasó la hora siguiente buscando a su hijo en compañía del gerente del centro comercial y el jefe del equipo de seguridad. Ninguno de ellos consideró necesario examinar las cintas de videovigilancia porque, en aquel momento, ninguno de ellos quería pensar lo impensable.

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