Aunque a Bella McHaggis le gustaba pensar que sus inquilinos reciclaban escrupulosamente, había aprendido con el tiempo que eran de lejos de los que tiran de todo en la basura. Así que cada semana se daba una vuelta por el interior de la casa. Encontró hojas sueltas y tabloides apilados aquí y allá, revistas viejas bajo las camas, latas de Coca-Cola incrustadas en papeleras y todo tipo de artículos sin valor alguno en casi cualquier sitio. Era por esto por lo que había salido de su casa con una cesta para la colada cuyo contenido tenía la intención de depositar entre los muchos recipientes que, mucho tiempo antes, había colocado en su jardín delantero con tal propósito. Sin embargo, caminando con la cesta en los brazos, Bella se detuvo abruptamente. Desde su anterior encuentro, la última persona que esperaba ver justo en su puerta era a Yolanda, la Médium. Estaba agitando en el aire lo que parecía ser un cigarro grande y verde. Una veta de humo salió de él y, mientras lo movía, Yolanda cantó sonoramente en su tono ronco y masculino.
Eso era la maldita gota que colmaba el vaso, pensó Bella. Soltó su cesta y gruñó:
– ¡Tú! ¿Qué coño tengo que hacer? Sal de mi propiedad inmediatamente.
Los ojos de Yolanda habían permanecido cerrados, pero se abrieron de repente. Parecía estar en trance. Ése era uno más de sus comportamientos completamente falsos, pensó Bella. Esa mujer era una completa charlatana.
Bella pateó la cesta de la ropa hacia un lado y se fue hacia la física, que aguantaba de pie.
– ¿Me has oído? Abandona la propiedad en este instante o haré que te arresten. Y deja de agitar ese…, esa cosa en mi cara.
Más cerca de ella, Bella vio que «esa cosa» era una colección de hojas pálidas, enrolladas y liadas con una cuerda fina. Su humo, a decir verdad, no olía mal, era más parecido al incienso que al tabaco. Pero ésa no era la cuestión.
– Negro como la noche -soltó Yolanda. Sus ojos parecían extraños, y Bella se preguntó si esa mujer no iría colocada-. Negro como la noche y el sol, el sol. -Yolanda movió su palo humeante (fuese lo que fuese) directamente hacia la cara de Bella-. Cieno de las ventanas, cieno de la puerta. La pureza se necesita o el mal dentro…
– Oh, por el amor de Dios -espetó Bella-. No intentes aparentar que estás aquí para otra cosa que no sea causar problemas.
Yolanda continuó agitando el objeto humeante como una sacerdotisa que interpretase un rito secreto. Bella la cogió del brazo y trató de mantenerla en su lugar. Se sorprendió al comprobar que la médium era bastante fuerte, y por un momento se quedaron plantadas como dos luchadoras envejecidas, cada una de ellas intentando lanzar a la otra a la lona. Finalmente, Bella ganó, lo cual hizo que agradeciese que las clases de yoga y gimnasia le hubiesen servido de algo más que para alargar su vida en este miserable planeta. Agarró el brazo de Yolanda, lo retorció y le tiró el cigarro verde de la mano. Lo estuvo pisando hasta que se apagó mientras Yolanda se quejaba, balbuceaba y murmuraba acerca de Dios, la pureza, el mal, la oscuridad, la noche y el sol.
– Oh, ya está bien de disparates.
Con el brazo de Yolanda aún en sus garras, Bella intentó llevarla hacia la puerta.
Yolanda, de todos modos, tenía otras cosas in mente. Pisó los frenos metafóricos. Con las piernas tan rígidas como las de un niño de dos años en mitad de una rabieta, se plantó firmemente, de modo que no había forma de moverla.
– Este es un lugar de maldad -siseó. A Bella, la expresión de esa mujer le pareció salvaje-. Si no te purificas, entonces deberás marcharte. Lo que le pasó a ella pasará otra vez. Todos vosotros estáis en peligro.
Los ojos de Bella oscilaron.
– ¡Escúchame! -gritó Yolanda-. Él murió dentro, y cuando eso pasa donde reside gente…
– Tonterías. Deja de intentar aparentar que estás aquí para otra cosa que no sea espiar y causar problemas, que es lo que has hecho desde el principio, y no lo niegues. ¿Qué quieres ahora? ¿A quién quieres ahora? ¿Tratas de hablarle a alguien más aparte de los que viven aquí? Bueno, pues no hay nadie más. ¿Estás satisfecha? Vete a la…, vete antes de que llame a la Policía.
Pareció que la idea de la Policía finalmente causó efecto. Yolanda dejó inmediatamente de resistirse y permitió que la condujesen hacia la puerta. Pero aun así parloteaba acerca de la muerte y de la necesidad de un ritual de purificación. Bella fue capaz de determinar a partir de las divagaciones de Yolanda que todo eso se debía al prematuro fallecimiento del señor McHaggis y, en honor a la verdad, el hecho de que Yolanda pareciese saber de la muerte del señor McHaggis dentro de la casa hizo que Bella vacilase. Pero se sacudió la vacilación de encima porque, obviamente, Jemima pudo haberle hablado sobre la muerte de McHaggis, ya que la misma Bella lo había mencionado más de una vez, así que sin más conversación entre ellas, echó a Yolanda de la propiedad y la empujó al pavimento.
Ahí, Yolanda dijo:
– Escucha mi aviso.
Bella contestó:
– Tú, maldita sea, escucha el mío. La próxima vez que asomes tu cara por aquí se lo explicarás a los polis. ¿Entendido? Y ahora, aire.
Yolanda empezó a hablar. Bella hizo un movimiento amenazante. Aparentemente funcionó, porque se apresuró en dirección al río. Bella esperó hasta que despareció por la esquina de Putney Bridge Road. Entonces volvió a lo que en principio quería hacer. Recogió el cesto de la ropa y se acercó a la apretada fila de contenedores de basura con sus limpias etiquetas puestas.
Fue en el contenedor de Oxfam donde lo encontró. Más tarde pensaría en lo milagroso de haber abierto ese contenedor en particular, porque ese día no tenía nada que depositar ahí. Se limitó a quitar la tapa para tomar nota de cuándo necesitaría vaciarlo. El mismo cubo de los periódicos estaba casi lleno, y el del plástico estaba igual; los contenedores de vidrio estaban bien, separando lo verde de lo marrón y de lo claro evitaba que se llenase muy rápido. Así pues, como estaba mirando los cubos en general, se había ido al de Oxfam por costumbre.
El bolso estaba enterrado entre un revoltijo de ropa. Bella lo había quitado maldiciendo la pereza de la gente, que quedaba patente en el hecho de que no podían molestarse en doblar lo que deseaban llevar a caridad. Tenía que hacerlo ella, prenda por prenda. Entonces vio el bolso y lo reconoció.
Era de Jemima. No había duda, y aunque la hubiera, Bella lo sacó, lo abrió y vio que ahí dentro estaba su monedero, su carné de conducir, su agenda y su teléfono móvil. Había otras cosas… y chelines, pero nada de aquello importaba tanto como el hecho de que Jemima había muerto en Stoke Newington, donde no había duda de que se hubiera llevado su bolso consigo; y ahora estaba aquí en Putney, tan grande como la vida que ya no tenía.
Bella no se planteó siquiera qué hacer con aquel repentino descubrimiento. Se iba a dirigir hacia la puerta principal, con el bolso bien agarrado, cuando la puerta se abrió detrás de ella. Se volvió, esperando ver a la obstinada Yolanda. Pero se topó con Paolo di Fazio. Cuando sus ojos se fijaron en el bolso que llevaba Bella, vio en su expresión que, al igual que ella, él sabía exactamente qué era.
Al volver al hospital de Saint Thomas y esperar allí la mayor parte de la noche anterior para oír una palabra sobre el estado de Yukio Matsumoto, Isabelle se las había arreglado para aplazar la cita con Hillier. Como él le había dado instrucciones de que se presentase en la oficina cuando volviese de Yard, había decidido simplemente no volver hasta mucho después de que el subinspector jefe hubiese dejado Tower Block, por la noche. Aquello le daría tiempo para intentar entender lo que había pasado y hablar claramente de ello.
El plan había funcionado. También le permitió ser la primera en la cola para conocer el estado del violinista. Era bastante simple: había estado en coma toda la noche. No estaba fuera de peligro, pero el coma fue artificial, inducido para permitir que el cerebro se recuperase. De haber podido decidir sobre aquello, habría hecho traer a Yukio Matsumoto y lo habría interrogado a fondo una vez que hubiese salido de la sala de operaciones. Ahora, lo máximo que podía hacer era poner vigilancia policial en las inmediaciones de cuidados intensivos para asegurarse de que el tipo, de repente, no iba a recobrar la conciencia por sí mismo para darse cuenta de la profundidad del problema en el que se encontraba y huir. Era, lo sabía, una posibilidad que daba risa. No estaba en condiciones de ir a ninguna parte. Pero había que seguir el procedimiento correcto, y ella iba a seguirlo.
Creía que lo había hecho desde el principio. Yukio Matsumoto era un sospechoso; su propio hermano lo había identificado mediante E-FIT (las siglas de identificación facial electrónica, en inglés), en el periódico. No se le escapaba que el hombre había entrado en un estado de pánico y que intentó huir de la Policía. Además de eso, como se supo después, estaba en posesión del arma homicida, y cuando sus ropas y sus zapatos fuesen analizados junto con el arma, encontrarían manchas de sangre en ellos -sin importar lo pequeñas que fuesen y que hubiese tratado de limpiarlas-, y esas manchas de sangre pertenecerían a Jemima Hastings.
El único problema era que aquella información no se podía filtrar a la prensa. No podía salir a la luz hasta el juicio. Y era otro problema, porque en cuanto se supiese que un ciudadano extranjero en Londres había sido atropellado por un vehículo mientras huía de los polis -lo cual no tardaría mucho en suceder-, la prensa se congregaría, como la jauría de lobos que era, en la escena de una historia que olía a incompetencia policial. Aullarían para que les entregasen al responsable, y el trabajo de la Met era posicionarse para controlar las cosas cuando los lobos se preparasen para matar, lo cual, naturalmente, era una de las dos razones por las que Hillier había querido verla: para determinar cuál iba a ser la posición de la Met. La otra razón, y ella lo sabía, era evaluar hasta qué punto la había jodido. Si decidía echarle la culpa, ella estaba acabada, y la oportunidad de conseguir un ascenso, perdida.
Aquella mañana, los periódicos habían mostrado una actitud de cautela, informando de los hechos sin más. Los tabloides, por otra parte, estaban haciendo lo acostumbrado. Isabelle había visto la BBC1 mientras hacía los preparativos para el día, y las cabezas pensantes de la mañana habían hecho su típico despiece con lo que decían los periódicos y los tabloides, sosteniéndolos en alto para deleite de sus espectadores y comentando los artículos. Así, mientras avanzaba hacia el Yard se enteró de que ya corrían ríos de tinta para el «Desastre de la persecución policial». Esto le dio tiempo a prepararse. Lo que quiera que fuese que le diría a Hillier tendría que ser bueno, y ella lo sabía perfectamente. En cuanto la prensa encontrara la conexión entre la víctima y su famoso hermano, más pronto que tarde, teniendo en cuenta las amenazas de Zaynab Bourne del día anterior, la historia tendría patas todavía más sólidas. Entonces, indudablemente, el tema duraría días. Podría haber sido peor, aunque no sabía cómo, exactamente.
Se tomó un café irlandés antes de ir al trabajo. Se dijo a sí misma que la cafeína compensaría los efectos del whisky, y, además, después de estar en pie la mayor parte de la noche, se lo había ganado. Se lo bebió rápidamente. También se metió en el bolso cuatro botellines de vodka. Se dijo a sí misma que probablemente no las necesitaría y que, en cualquier caso, no eran suficientes para conseguir nada más que ayudarla a pensar con claridad si se sentía confundida durante el día. En el trabajo se detuvo en la sala de incidencias. Le dijo a Philip Hale que relevase al oficial que estaba en el hospital de Saint Thomas y que se quedase allí. Su sorprendida expresión venía a decir que siendo un detective no se le debía pedir que hiciese algo que un guardia uniformado podía hacer fácilmente, como si fuese un gasto inútil de capital humano. Ella esperó a que hiciese un comentario, pero respiró y no dijo nada excepto «Jefa», a modo de respuesta educada. No importó, porque John Stewart habló por él: «Con el debido respeto, jefa…», lo cual, sabía Isabelle, no sentía en absoluto. Ella espetó: «¿Qué pasa?», y él apuntó que usar un detective para hacer de cerbero en el hospital, cuando podía estar haciendo lo que antes se le había pedido que hiciese -la investigación sobre los historiales que, por cierto, se estaban acumulando-, no era una manera de usar la experiencia de Philip muy sabiamente. Ella le dijo que no necesitaba su consejo.
– Vete con los forenses y pégate a ellos. ¿Por qué está tardando tanto ese análisis de los pelos encontrados en el cuerpo? ¿Y dónde está el inspector Lynley?
Le habían llamado para que fuera a la oficina de Hillier, según la informó Stewart, y parecía como si nada le pudiese haber complacido más que ser la persona que compartía esas noticias con ella.
Habría evitado su cita con Hillier, pero como Lynley había estado allí -sin duda dando su propio parte sobre las idas y venidas del día anterior-, no tuvo más remedio que presentarse por sí misma en el despacho del comisario asistente. Se negó a «fortalecerse» antes de acudir. La impertinente pregunta de Lynley sobre su afición a beber aún la atormentaba.
Se encontró con él en el pasillo cercano al despacho de Hillier.
– Parece que no haya dormido -le dijo.
Ella le contó que había vuelto al hospital y se había quedado allí toda la noche.
– ¿Cómo van las cosas? -preguntó, con un gesto hacia el despacho del CA.
– Como se esperaba. Podía haber ido mejor ayer con Matsumoto. Quiere saber por qué no ha sido así.
– ¿Lo ve desde su punto de vista, Thomas?
– ¿Qué?
– Hacer esa clase de afirmaciones. Darle el parte sobre mi actuación. Husmear de manera oficial. Bueno, lo que sea.
Lynley la miró de un modo que ella encontró desconcertante. No era sexual. Podría haber lidiado con eso. Era, sin embargo, intolerablemente agradable. Dijo tranquilamente:
– Estoy de tu lado, Isabelle.
– ¿Lo estás?
– Lo estoy. Le ha lanzado de cabeza a la investigación porque está siendo presionado desde arriba para ocupar el puesto de Malcolm Webberly, y quiere saber cómo haces el trabajo. Pero lo que pasa con él es sólo parcialmente cosa tuya. El resto es política. La política implica al comisario, a Interior y a la prensa. Siente tanta presión como tú.
– No me equivoqué. Lo de ayer estuvo bien resuelto.
– Yo no le he dicho nada en otra dirección. Al tipo le entró el pánico. Nadie sabe por qué.
– ¿Eso es lo que le dijiste?
– Eso fue lo que le dije.
– Si Philip Hale no…
– No arrojes a Philip a unos tiburones hambrientos. Esa clase de cosas volverán para atormentarte. Lo mejor es no culpar a nadie. Ésa es la actitud que te servirá a largo plazo.
Pensó en eso y dijo:
– ¿Está solo?
– Cuando entré, lo estaba. Pero le ha llamado Stephenson Deacon para que vaya a su despacho. Hay que redactar un informe, y el Directorio de Asuntos Públicos lo quiere cuanto antes. Eso quiere decir: hoy.
Isabelle reconoció el deseo fugaz de beberse al menos un botellín de vodka. No se podía decir cuánto duraría la reunión. Pero después se aseguró de que estaba preparada para el desafío. Esto no iba sobre ella, como había dicho Lynley. Simplemente estaba allí para responder preguntas.
– Gracias, Thomas.
Cuando se acercaba al despacho de Hillier se dio cuenta de que Lynley la había tratado de tú y la había llamado por su nombre, Isabelle. Se volvió a decirle algo, pero ya se había ido.
Judi Macintosh hizo una llamada breve al sancta sanctórum del subinspector jefe. Dijo: «La superintendente Ardery…», pero no obtuvo más. Escuchó un momento y dijo: «Claro, señor». Le dijo a Isabelle que tenía que esperar. Sólo serían unos minutos. ¿Quería la superintendente una taza de café? Isabelle la rechazó. Sabía que lo que tenía que hacer era permanecer sentada, y fue lo que hizo, pero no le resultó fácil. Mientras esperaba, su móvil sonó. Su ex marido. No iba a hablar con él en ese momento.
Un hombre de mediana edad llegó al lugar con una pequeña botella de gaseosa sujeta bajo el brazo.
– Entre, señor Deacon -le dijo Judi.
Era el jefe de prensa, enviado allí por el Directorio de Asuntos Públicos para tomar cartas en el asunto. Extrañamente, Stephen Deacon tenía una barriga como una pelota de fútbol, aunque por lo demás era tan fino como una toalla en un hotel de tercera categoría. Parecía una mujer embarazada ciegamente determinada a vigilar su peso.
Deacon desapareció en el despacho de Hillier. Isabelle esperó durante un agonizante cuarto de hora a ver qué pasaba después. Lo que pasó fue que a Judi Macintosh se le pidió que hiciese entrar a Isabelle, aunque cómo recibió la mujer esa información era un misterio, ya que nada parecía haber interrumpido lo que estaba haciendo -que era pelearse con el teclado del ordenador- cuando la miró y dijo:
– Entre, superintendente Ardery.
Isabelle así lo hizo. Le presentaron a Stephenson Deacon y se le pidió que se uniese a él y a Hillier en la mesa de conferencias que había a un lado del despacho del subinspector. Allí fue sometida a un interrogatorio exhaustivo por ambos hombres acerca de qué había pasado, cuándo, dónde, por qué, quién le hizo qué a quién, qué clase de persecución, cuántos testigos, cuál había sido la alternativa a empezar una persecución, si el sospechoso hablaba inglés, si el policía se identificó, si era alguien de uniforme, etcétera.
Isabelle explicó que el sospechoso en cuestión se había desbocado de improviso. Le estaban vigilando cuando, aparentemente, algo le asustó.
– ¿Alguna idea de qué? -quiso saber Hillier.
¿Alguna idea de cómo? Ninguna en absoluto. Ella había enviado hombres allí con instrucciones estrictas de no acercarse, de no llevar uniforme y de no montar una escena.
– Lo que obviamente sucedió -apuntó Deacon.
De algún modo se asustó. Parecía que hubiese tomado a la Policía por ángeles invasores.
– ¿Ángeles? Pero ¿qué…?
– Es un tipo un poco extraño, señor, según hemos comprobado. Si hubiésemos sabido algo sobre eso, si hubiésemos sabido que iba a malinterpretar cualquier acercamiento, si hubiésemos sabido que de ver a alguien acercándose lo interpretaría como que estaba en peligro…
– ¿Ángeles invasores? ¿Ángeles invasores? ¿Qué coño pintan los ángeles con lo que ha pasado?
Isabelle explicó el estado de Yukio Matsumoto. Describió los dibujos en las paredes. Les explicó la interpretación de Hiro Matsumoto sobre la representación de los ángeles que su hermano había dibujado, y concluyó con la conexión que existía entre el violinista y Jemima Hastings, según lo que habían encontrado en la habitación.
Al final, se hizo el silencio, lo que alegró a Isabelle. Se había sujetado las manos fuertemente en el regazo, pues se había dado cuenta de que habían empezado a temblar. Y aquello no era una buena señal. Era el resultado de no desayunar, decidió, una simple cuestión de falta de azúcar en la sangre.
Finalmente, Stephen Deacon habló. El abogado de Hiro Matsumoto, le dijo mirando lo que parecía ser un mensaje del teléfono, iba a dar una rueda de prensa al cabo de sólo tres horas. El violonchelista estaría allí, pero no hablaría. Zaynab Bourne iba a echar las culpas de lo sucedido en Shaftesbury Avenue directamente a la Met.
Isabelle empezó a hablar, pero Deacon levantó una mano para detenerla.
Ellos mismos se iban a preparar para una contrarrueda de prensa -se refirió a ello como un ataque preventivo-. La iban a dar dentro de, exactamente, diecinueve minutos.
En ese momento, Isabelle sintió una sequedad repentina en su garganta.
– Me imagino que quieren que esté allí.
Deacon negó con la cabeza.
– Ni por asomo.
Él ofrecería la información relevante que acababa de obtener de la superintendente. Si quería algo más de ella, se lo haría saber.
Así la despacharon. Mientras dejaba la habitación vio a los dos hombres inclinarse el uno frente al otro en una especie de corrillo que indicaba que estaban haciendo una suerte de evaluación. Era una señal desconcertante.
– ¿Qué haces aquí? -inquirió Bella McHaggis.
No le gustaban las sorpresas en general, y ésta en particular la molestó. Se suponía que Paolo di Fazio tenía que estar en el trabajo, no que iba a entrar por la puerta a esa hora del día. La presencia de Paolo en Putney y encontrar el bolso de Jemima le causaron una sensación de alarma que recorrió todo su cuerpo.
Paolo no contestó a su pregunta. Sus ojos estaban fijos -absolutamente paralizados, pensó Bella- en el bolso.
– Es de Jemima -dijo.
– Es interesante que lo sepas -respondió ella-. Yo he tenido que mirar dentro. -Y entonces repitió la pregunta-: ¿Qué estás haciendo aquí?
Su respuesta de «Vivo aquí» no resultó divertida.
– ¿Ha mirado dentro? -preguntó, como si nada.
– Te acabo de decir que he mirado el interior.
– ¿Y?
– ¿Y qué?
– Hay…, ¿había algo?
– ¿Qué clase de pregunta es ésa? -le respondió-. ¿Y por qué no estás en el trabajo, donde se supone que deberías estar?
– ¿Dónde lo encontró? ¿Qué va a hacer con él?
Lo que le faltaba.
– No tengo intención…
– ¿Quién más lo sabe? -la cortó él-. ¿Ha llamado a la Policía? ¿Por qué lo sujeta de ese modo?
– ¿De qué modo? ¿Cómo quieres que lo sujete?
Él rebuscó en su bolsillo y sacó un pañuelo.
– Aquí. Démelo.
Aquello encendió todas las alarmas. De repente, la mente de Bella se llenó de detalles; recordó el test de embarazo, que se mezclaba con otros igualmente peligrosos: todos los compromisos de matrimonio de Paolo di Fazio, la discusión que Bella oyó entre él y Jemima, el hecho de que Paolo fuera el que trajo a Jemima a la casa por primera vez…, y probablemente había más si pudiese aguzar el ingenio, pero no podía permitirse que su rostro reflejase lo que estaba pensando. No había visto nunca a Paolo tan tenso.
– Tú lo pusiste ahí, ¿no? Con todo lo de Oxfam. Te haces el tonto con estas preguntas, pero no me puedes engañar, Paolo.
– ¿Yo? Debe de estar loca. ¿Por qué iba a poner el bolso de Jemima en el cubo de Oxfam?
– Ambos sabemos por qué. Es el sitio perfecto para el bolso. Aquí mismo, en casa.
Podía ver, de hecho, cómo habría funcionado el plan. Nadie buscaría el bolso muy lejos del sitio donde Jemima había muerto, y si alguien lo encontraba por casualidad -como le había pasado a ella-, entonces era fácilmente explicable: la misma Jemima lo había tirado, ¡sin importarle nada que contuviese sus efectos personales! Pero si nadie lo encontraba antes de que fuese enviado a Oxfam, pues mejor. Para cuando se vaciase el cubo habrían pasado meses desde el asesinato. Se habrían llevado el contenido y puede que abriesen el bolso y distribuyesen las cosas por las tiendas. Para entonces nadie sabría de dónde había venido y, quizá, ni siquiera se acordarían de la muerte de Stoke Newington. Nadie pensaría que el bolso tenía algo que ver con un asesinato. Oh, está todo tan bien pensado, ¿no?
– ¿Cree que le hice daño a Jemima? -preguntó Paolo-. ¿Cree que la maté? -Se pasó la mano por la cabeza en un gesto que ella sabía que indicaba agitación-. ¡Pazza donna! ¿Por qué iba a hacerle daño a Jemima?
Ella estrechó los ojos. Sonaba tan convincente… Cómo no iba a ser así, con sus cinco o quince o cincuenta compromisos con mujeres que siempre le dejaban y por qué, por qué, por qué. ¿Qué es lo que pasaba con el señor Di Fazio? ¿Qué les hacía? ¿Qué quería de ellas? O mejor aún, ¿qué es lo que ellas acababan sabiendo de él?
Se acercó un paso a ella.
– Señora McHaggis, por lo menos vamos a…
– ¡No! -retrocedió ella-. ¡Quédate donde estás! No te acerques un centímetro más o gritaré hasta que me estalle la cabeza. Conozco a los de tu clase.
– ¿A los de mi clase? ¿Qué clase es ésa?
– No te hagas el tonto conmigo.
– Entonces tenemos un problema -suspiró él.
– ¿Cómo? ¿Por qué? Oh, no intentes pasarte de listo.
– Necesito entrar en la casa -dijo-. No puedo hacerlo si no me permite acercarme y pasar. -Volvió a meterse el pañuelo en el bolsillo. Lo había estado sujetando todo el tiempo (y sabía que lo había querido utilizar para limpiar las huellas dactilares del bolso, porque no era un maldito idiota, y ella tampoco), pero seguramente se había dado cuenta de lo que estaba intentando hacer-. Me he dejado en la habitación un giro postal que querría enviar a Sicilia. Debería ir a buscarlo, señora McHaggis.
– No te creo. Podrías haberlo enviado inmediatamente cuando lo pagaste.
– Sí, podría. Pero también quería escribir una carta. ¿Quiere verla? Señora McHaggis, se está comportando como una tonta.
– No uses esas tretas conmigo, jovencito.
– Por favor piense un poco. Lo que usted ha concluido no tiene sentido. Si el asesino de Jemima vive en esta casa, como usted parece pensar, hay sitios mucho, mucho mejores para dejar el bolso que el jardín delantero. ¿No está de acuerdo?
Bella no dijo nada. Estaba intentando confundirla. Eso era lo que los asesinos siempre hacían cuando estaban entre la espada y la pared.
– Para ser sincero, pensé que Frazer era probablemente el responsable de lo que había pasado, pero este bolso me dice…
– ¡No te atrevas a culpar a Frazer! -Porque eso es lo mismo que él había hecho. Trataban de culparse entre ellos, trataban de dividir las sospechas. Oh, era rematadamente listo, de hecho.
– Tampoco tiene sentido que él sea el culpable. ¿Por qué iba Frazer a matarla, traer aquí el bolso y ponerlo en la basura frente a la casa en la que vive?
– No es basura -dijo de un modo inane-. Es para reciclar. No voy a permitir que lo llames basura. La gente no piensa a priori que sea útil. Y si la gente simplemente empezase a reciclar, podríamos salvar el planeta. ¿No lo entiendes?
Él elevó sus ojos al cielo. A Bella le pareció, por un momento, exactamente como una de esas imágenes de santos martirizados. Tenía la piel oscura por ser italiano, y la mayoría de mártires eran italianos, ¿no? Pero ¿era realmente italiano? Puede que simplemente lo aparentase. Señor, ¿qué le estaba pasando? ¿Era esto lo que un terror abyecto provocaba en la gente? Pero tal vez no estaba tan aterrorizada como lo había estado antes o como se supone que debía estarlo.
– Señora McHaggis -dijo Paolo tranquilamente-, por favor considere que otra persona pudo haber metido el bolso de Jemima en ese cubo.
– Ridículo. ¿Por qué iba otra persona…?
– Y si otra persona puso el bolso ahí, ¿quién puede ser? ¿Hay alguien que quiere que uno de nosotros parezca culpable?
– Sólo una persona parece culpable, muchacho, y esa persona eres tú.
– No. ¿Es que no lo ve? Ese bolso también hace que usted lo parezca, ¿no? Igual que yo, al menos a sus ojos. Igual que Frazer.
– ¡Estás repartiendo las culpas! Te dije que no lo hicieras. Te dije…
De repente se dio cuenta: los vagos murmullos sobre lo oscuro, la noche, el sol y el cieno; las oraciones y el cigarro verde.
– Oh, Dios mío -murmuró Bella.
Se alejó de Paolo y fue a tientas hacia la puerta para entrar en la casa. Sabía que el que él la siguiera o no hasta el interior ya no tenía importancia.