Capítulo 26

Robbie Hastings no había encontrado dificultades en la comisaría de Lyndhurst. Tenía planeada una acción rápida, pero no fue necesario, como descubrió más tarde. Tras identificarse, le escoltaron hasta el despacho del comisario jefe, donde Zachary Whiting le ofreció un café y le escuchó sin interrumpirle ni una vez. Mientras Rob hablaba, Whiting fruncía el ceño como signo de preocupación, pero ese gesto tenía más que ver con la preocupación de Rob que con las preguntas que hacía y sus reclamaciones para que actuara. Ante las conclusiones del listado de preocupaciones de Rob, Whiting dijo:

– Por Dios, está todo controlado, señor Hastings. Debería haber sido informado de ello, y no puedo entender por qué no se ha hecho.

Rob se preguntó qué estaba controlado, y así lo expresó, añadiendo que había billetes de tren y el recibo de un hotel. Sabía que se los habían dado a Whiting y ¿qué es lo que había hecho con ellos? ¿Qué es lo que había hecho con respecto a Jossie?

De nuevo, Whiting, le tranquilizó. Lo que quería decir al señalar que las cosas estaban controladas era que todo lo que él -Whiting- sabía, todo lo que le habían explicado, y todo lo que le habían dado estaba ahora en manos de los detectives de Scotland Yard, que habían venido a Hampshire por la investigación del asesinato en Londres. Es decir, los billetes y el recibo del hotel, continuó Whiting. A estas alturas, debían de estar ya en Londres, pues los había enviado por mensajería especial. El señor Hastings no tenía de qué preocuparse. Si Gordon Jossie había perpetrado ese crimen contra su hermana…

– ¿Si? -preguntó Rob.

Entonces el señor Hastings podría esperar que Scotland Yard llamara en cuestión de poco tiempo.

– No entiendo por qué la Policía de Londres, y no ustedes, aquí…

Whiting levantó la manó. Le explicó que era un asunto complicado, porque más de una jurisdicción policial estaba implicada. Y al porqué estaba Scotland Yard investigando el asesinato y no la Policía local no pudo contestarle. Era probable que se debiera a asuntos políticos en Londres. Sin embargo, lo que Whiting sí le dijo es que la razón por la que el condado de Hampshire no estaba llevando el caso tenía que ver principalmente con que el asesinato no tuvo lugar en Hampshire. La Policía de Hampshire colaboraría y estaba cooperando, a pleno rendimiento, con Londres, naturalmente. Eso significaba proporcionar cualquier pista que se les ofreciera o que conocieran, y, de nuevo, quería dejarle claro que eso se había estado haciendo y que continuaría haciéndose.

– Jossie reconoce que estuvo en Londres -le contó a Whiting de nuevo-. Él mismo me lo ha dicho. El muy bastardo lo reconoce.

Y eso, también, sería notificado a la Policía de Londres. Alguien sería entregado a la justicia, señor Hastings. Es muy probable que sucediera en muy poco tiempo.

Whiting acompañó personalmente a Rob a la recepción de la comisaría al acabar la reunión. Durante el camino, le presentó al responsable de la oficina de prensa, al sargento al mando de la sala de detenidos y a dos agentes especiales, que eran el enlace con la comunidad.

En la recepción, Whiting informó a uno de los agentes especiales de servicio que hasta que tuviera lugar alguna detención respecto al asesinato en Londres de Jemima Hastings, se le podría permitir el acceso cada vez que su hermano necesitara ver al comisario jefe. Rob apreció ese gesto. Le ayudó mucho a tranquilizar su mente.

Volvió a casa y montó el trailer de los caballos. Con Frank como compañero, con la cabeza colgando por la ventana, la lengua y las orejas agitándose, condujo desde Burley por los caminos que iban a Sway y de allí al terreno de Gordon Jossie. Las estrecheces de las carreteras y conducir con el trailer de caballos le hacía ir más despacio, pero no tenía prisa. No esperaba que Gordon Jossie estuviera en la propiedad a esa hora del día.

Resultó que estaba en lo cierto. Cuando Rob dio la vuelta a la casa de campo y aparcó el camión cerca de la verja donde estaban los ponis del área de Minstead, nadie salió de la casa para detenerle. La ausencia del golden retriever de Jossie le confirmó que no había nadie. Dejó salir a Frank del Land Rover para que corriera, pero le ordenó que se mantuviera alejado cuando trajera los ponis del cercado. Como si le comprendiera a la perfección, el perro fue directo al granero, olisqueando el suelo mientras iba hacia allí.

Los ponis no estaban tan inquietos como los de dentro de Perambulation, por lo que no fue complicado hacerlos entrar al trailer de caballos. Esto explicaba de algún modo cómo Jossie los dirigió cuando los trajo aquí, pues, al contrario que Rob, no era un cuidador con experiencia. Sin embargo, no explicaba qué es lo que hacía Jossie con dos ponis, tan lejos de donde normalmente pastaban y que no eran los suyos. Tenía que haber visto el corte de sus colas, así que si los había confundido con sus propios ponis porque echó una ojeada rápida, una mirada más detenida le habría dicho que eran de otra área. Guardarlos en su terreno cuando no eran responsabilidad suya, y durante más tiempo del que necesitaban estar allí, era un gasto que otro granjero habría evitado. Rob no podía comprender por qué se los había quedado Gordon Jossie.

Cuando los tuvo listos para ser transportados, Rob volvió a la cerca para cerrar la puerta. Entonces vio algo en lo que debería haberse fijado al visitar con anterioridad el terreno, si no hubiera estado primero preocupado por su hermana y después tan absorto con la presencia de Gina Dickens y los ponis. Vio que Jossie había estado trabajando en la cerca. La puerta era relativamente nueva, un buen número de los postes de la valla también lo eran, y el alambre de espino también. La novedad, sin embargo, comprendía sólo una parte de la cerca. El resto, seguía igual. De hecho, el resto estaba muy deteriorado, con los postes torcidos y con zonas donde crecía a sus anchas la mala hierba.

Aquello le hizo pensar. Sabía que no era inusual que un campesino hiciera mejoras en su terreno. Normalmente era necesario. Sin embargo, era raro que alguien como Jossie, que se caracterizaba por su extremo y compulsivo cuidado con que hacía todo lo demás, dejara una tarea así inacabada. Volvió dentro del recinto para mirar más de cerca.

Rob se acordó de que Gina Dickens quería tener un jardín. Por un momento se preguntó si ella y Jossie habían tomado la improbable decisión de poner allí el jardín. Si Gordon intentaba construir otra cerca en algún otro lugar para los ponis, explicaría por qué no había ido más allá con su plan de transformarlo en un corral de ganado. Por otra parte, cambiar el uso del cercado para transformarlo en un corral significaría mover el pesado granito a otro lugar, un trabajo que requería el tipo de equipo que Gordon no poseía.

Rob frunció el ceño ante eso. El abrevadero, de repente, le pareció tan innecesario como la presencia allí de los ponis. ¿No había ya antes un abrevadero? ¿Dentro de la cerca? Claro, sí que lo había.

Lo buscó. No le llevó mucho tiempo. Encontró el antiguo abrevadero en la parte sin restaurar del cercado, repleto de zarzas, parras y hierbajos. Estaba a cierta distancia de la fuente de agua, lo que hacía que el nuevo abrevadero no fuera del todo una mala idea, ya que la manguera podía llegar más fácilmente. Aun así, era extraño que Gordon invirtiera en un nuevo abrevadero sin haber amortizado aún el antiguo. Tenía que haber sospechado que estaba allí.

Era curioso. Rob decidió hablar de ello con Gordon Jossie.

Volvió a su vehículo y murmuró a los ponis que se movían inquietos dentro del trailer. Llamó a Frank, el perro vino corriendo, y se pusieron en marcha hacia el norte del Perambulation.

Pese a que condujo por las carreteras principales, les llevó una hora llegar hasta allí. Rob quedó bloqueado por un tren parado en las vías en Brockenhurst, que cortaba el cruce, y de nuevo, por un autobús turístico que tenía una rueda pinchada y que provocó una caravana en el carril hacia el sur de Lyndhurst. Cuando finalmente pudo continuar hacia Lyndhurst, la impaciencia de los animales en el trailer le señaló que llevarlos hacia Minstead era una mala idea. Así que decidió girar hacia la Bournemout Road, en dirección a Bank.

Más allá y a lo largo de un camino protegido, se encontraba el pequeño enclave de Gritbam, donde una serie de casitas sin jardín que daban al campo, con árboles y riachuelos convertían la zona en el lugar más seguro en New Forest para liberar a los ponis que habían pasado demasiado tiempo tras la cerca de Gordon Jossie.

Rob aparcó en medio del camino que unía las casas, como si el lugar fuera tan estrecho que no hubiera otro sitio donde dejar el vehículo. Allí, entre el silencio roto sólo por los petirrojos y el sonido de los carrizos, liberó a los ponis. Dos niños salieron de una de las casas a verle trabajar, pero, bien educados en las costumbres de New Forest, no se aproximaron. Sólo cuando los ponis cabalgaban hacia una corriente que brillaba a distancia entre los árboles, los niños hablaron:

– Tenemos gatitos aquí, si quiere verlos. Tenemos seis. Mamá dice que vamos a tener que abandonarlos.

Rob fue hacia donde estaban de pie los niños, descalzos y pecosos en mitad del calor veraniego. Un niño y una niña. Cada uno de ellos sujetaba a un gatito en sus brazos.

– ¿Por qué has traído a los ponis? -preguntó el niño. Parecía que era el mayor de los dos y que le sacaba varios años a su hermana, que le observaba, admirada. Rob recordó que Jemima le había observado así alguna vez. Le recordó cómo le había fallado a Jemima.

Estaba a punto de explicarles lo que estaba haciendo con los ponis cuando sonó el teléfono. Estaba en el asiento de su Land Rover, pero podía oírlo claramente.

Fue a coger la llamada, escuchó la noticia que todo agister odia oír y maldijo. Por segunda vez en una semana, un poni de New Forest había sido atropellado por un motorista. Requerían los servicios de Rob para hacer lo último que hubiera deseado: tenía que ser sacrificar al animal.


* * *

La preocupación que Meredith Powell sentía por la noche se había convertido en ansiedad pura por la mañana. Toda tenía que ver con Gina. Habían compartido la cama de la habitación de Meredith, y Gina le había preguntado en la oscuridad a Meredith si no le importaba que la cogiera de la mano mientras dormían. Le había dicho: «Sé que es ridículo preguntarlo, pero creo que me ayudará a calmarme un poco…». Meredith le había contestado que sí, que por supuesto, que ni siquiera necesitaba justificarse, y cubrió la mano de Gina con las suyas. La chica se giró y agarró las de Meredith, y sus manos quedaron apoyadas durante horas y horas en el colchón entre ellas. Gina se quedó dormida rápidamente -lo cual tenía sentido, ya que la pobre chica estaba exhausta por todo lo que había pasado en la casa de Gordon Jossie-, pero su sueño fue ligero e intermitente, y cada vez que Meredith intentaba deshacerse de la mano de Gina, los dedos de ésta la apretaban, daba un pequeño gimoteo, y el corazón de Meredith lo sentía por ella. Así que en la oscuridad, pensó sobre lo que debía hacer con Gina. Había que protegerla de Gordon, y Meredith sabía que ella era probablemente la única persona dispuesta a hacerlo.

Pedirle a la Policía ayuda era algo que estaba fuera de discusión. El comisario jefe Whiting y su relación con Gordon, cualquiera que fuera, eliminaba esa posibilidad, y si incluso ésa no hubiera sido la situación, la Policía no iba a malgastar a sus agentes en proteger a alguien sólo por las marcas de unos moratones. Antes de hacer cualquier movimiento necesitaban algo más que eso. Normalmente, querían una orden judicial, una orden incumplida, cargos contra alguien, o algo por el estilo, y Meredith tenía el presentimiento de que Gina Dickens estaba demasiado asustada para decidirse por alguna de estas opciones.

Podía pedirle que se quedara en casa de sus padres, pero no por un tiempo indefinido. Era cierto que no había nadie más hospitalario que ellos, pero también era cierto que ya la estaban alojando a ella y a su hija, y que, de todos modos, en tanto que Meredith se había inventado impulsivamente lo del escape de gas para explicar la presencia de Gina, su madre y su padre supondrían que la avería estaría reparada al cabo de unas veinticuatro horas.

Si ése fuera el caso, Gina tendría que volver a su apartamento de encima del Mad Hatter. Por supuesto, era el peor sitio donde podía quedarse, ya que Gordon Jossie sabría dónde encontrarla. Así que necesitaba pensar en una alternativa por la mañana, se le ocurrió cuál podría ser.

– Rob Hastings te protegerá -le contó a Gina tras el desayuno-. En cuanto le expliquemos lo que Gordon te hizo, seguramente te ayudará. Nunca le ha gustado. Tiene habitaciones libres en su casa y te ofrecerá una sin que se la tengamos que pedir.

Gina no había comido mucho, simplemente había picado de un bol con trozos de pomelo y le había pegado un mordisco a una tostada seca. Estuvo callada durante un rato antes de decir:

– Debiste de ser una muy buena amiga de Jemima, Meredith.

Difícilmente podía considerarse así, ya que no había sido capaz de disuadir a Jemima de que siguiera con Gordon…, y mira lo que había pasado. Meredith estaba a punto de contestarle aquello, pero Gina continuó.

– Necesito regresar -dijo.

– ¿A tu apartamento? Es una mala idea. No puedes ir donde él sabe que te encontrará. Nunca imaginará que estás en casa de Rob. Es el sitio más seguro.

Pero, sorprendentemente, Gina dijo:

– Al apartamento no. Debo regresar a casa de Gordon. He estado consultándolo con la almohada y he pensado en lo que sucedió. La culpa fue mía…

– ¡No, no, no! -le chilló Meredith.

Así era como actuaban siempre las mujeres maltratadas. Darles tiempo para pensar conducía a que normalmente concluyeran que ellas estaban equivocadas, que de algún modo habían provocado a sus hombres a hacer lo que habían hecho para dañarlas. Acababan diciéndose a sí mismas que si hubieran mantenido la boca cerrada o no les hubieran denunciado o llevado la contraria, no hubieran llegado los golpes.

Meredith intentó como pudo explicárselo, pero Gina se obstinó.

– Ya sé todo eso, Meredith -le dijo Gina-. Soy licenciada en Sociología. Pero esta vez es diferente.

– ¡Es lo que siempre dicen! -le interrumpió Meredith.

– Lo sé. Confía en mí. Yo confío. Pero no puedes pensar que dejaré que me haga daño de nuevo. Y la verdad es… -Miró más allá de Meredith, como si buscara el coraje para reconocer lo peor-. Le amo de veras.

Meredith estaba aterrada. Su cara debió de expresarlo, porque Gina continuó diciendo:

– No creo, después de todo, que le hiciera daño a Jemima. No es de ese tipo de hombres.

– ¡Fue a Londres! ¡Mintió sobre ello! Te mintió a ti y también a Scotland Yard. ¿Por qué iba a mentir si no tuviera una razón para hacerlo? Y te mintió desde el primer momento que pensó en ir. Te dijo que estaba en Holanda. Te dijo que iba a comprar carrizos. Me lo contaste y tienes que saber lo que eso significa.

Gina dejó que Meredith dijera lo que tenía que decir sobre el asunto antes de que ella llevara la conversación hacia su conclusión al señalar:

– Él sabía que me disgustaría si me contaba que había ido a ver a Jemima. Sabía que no razonaría con él. Y es lo que ha pasado, y ciertamente estuve fuera de lugar anoche. Mira, has sido buena conmigo. Has sido la mejor amiga que he tenido en New Forest. Pero le quiero y debo comprobar si hay alguna oportunidad de que él y yo podamos hacer que las cosas funcionen. Está bajo un estrés terrible ahora mismo, por lo de Jemima. Ha reaccionado mal, pero yo tampoco he reaccionado bien. No puedo abandonarlo todo, porque él me hizo algo que me dañó un poco.

– Puede haberte hecho daño -dijo Meredith-, pero mató a Jemima.

– No lo creo -contestó Gina con firmeza.

No se podía hablar del asunto con ella, descubrió Meredith. Sólo podían hablar de su intención de regresar con Gordon Jossie, para «darse otra oportunidad», como hacían la mayoría de las mujeres maltratadas en todas partes. Esto era malo, pero lo peor era que Meredith no tenía opción. Tenía que dejarla marchar.

Aun así, la preocupación por Gina Dickens la agobió durante toda la mañana. No tenía inspiración para ponerse a trabajar en Gerber & Hudson. Cuando hubo una llamada en la oficina para ella, se alegró de poder parar un rato y tomar el tentempié en el despacho de Michele Daugherty, que era quien la había llamado y le había dicho: «Tengo algo para ti. ¿Tienes tiempo para vernos?».

Meredith compró un zumo de naranja para llevar y se lo bebió de camino al despacho de la investigadora privada. Casi había olvidado que había contratado a Michele Daugherty ya que habían sucedido muchas cosas desde que le pidió que vigilara a Gina Dickens.

La detective estaba al teléfono cuando ella llegó. Tras hacerla esperar, Michele Daugherty la hizo entrar en su despacho, donde una tranquilizadora pila de papeles parecía indicar que había estado trabajando duro en el dosier que Meredith le había dado.

La detective no perdió el tiempo con preliminares formales.

– No existe ninguna Gina Dickens -dijo-. ¿Está segura que me dio el nombre correcto? ¿De que se escribe así?

En un principio, Meredith no entendió lo que la detective le estaba preguntando, por lo que dijo:

– Se trata de alguien a quien conozco, señora Daugherty. No se trata de un nombre que escuché decir en el pub o por ahí. Ella es…, más bien… Bueno, ella es más bien una amiga.

Michele Daugherty no le preguntó por qué Meredith estaba investigando a una amiga. Simplemente contestó:

– Sea lo que sea, no existe ninguna Gina Dickens que haya podido encontrar. Hay bastantes Dickens, pero ninguna llamada Gina en su franja de edad. O en cualquier otra franja, ya que estamos.

Continuó explicándole que había intentado con todas las posibilidades en que se podía escribir el nombre que le dio. Teniendo en cuenta que Gina era probablemente un apodo o una abreviatura de un nombre más largo, había probado en las bases de datos con Gina, Jean, Janine, Regina, Virginia, Georgina, Marjorina, Angelina. Jacquelina, Gianna, Eugenia y Evangelina.

– Y podría seguir indefinidamente, pero supongo que usted no quiere pagar por esto -dijo-. Cuando las cosas toman esta dirección, les digo a mis clientes que no existe una persona con ese nombre, a no ser que ella haya logrado desaparecer del sistema sin haber dejado ni una señal en ningún sitio, lo que no es posible. Ella es británica, ¿verdad? ¿Está completamente segura? ¿Hay alguna posibilidad de que sea extranjera? ¿Australiana? ¿Neozelandesa? ¿Canadiense?

– Por supuesto que es británica. Pasé la noche anterior con ella, por Dios santo. -Como si eso que acababa de decir significara algo, continuó rápidamente-: Ha estado viviendo con un hombre llamado Gordon Jossie, pero tienen un apartamento en Lyndhurst, encima del salón de té Mad Hatter. Dígame cómo ha buscado. Dígame dónde ha mirado.

– Donde siempre miro. Donde cualquier investigador, incluida la Policía, miraría. Querida, la gente deja recuerdos. Deja pistas sin saberlo: nacimiento, educación, salud, cuentas bancarias, tratos financieros a lo largo de sus vidas, billetes de aparcamiento… Poseen algo que quizás haya requerido un préstamo o una garantía, y entonces han necesitado ser registrados; suscripciones a revistas, facturas de teléfono, de agua, de electricidad. Se busca a través de todo esto.

– ¿Qué es lo que me está diciendo? -Meredith se sentía bastante aturdida.

– Le estoy diciendo que no hay ninguna Gina Dickens. Y punto. Es imposible no dejar huella, da igual quién seas o dónde vivas. Por lo que si una persona no deja huellas, es bastante obvio concluir que esa persona no es quien dice ser. Y aquí lo tiene.

– Entonces, ¿quién es ella? -Meredith consideró sus posibilidades-. ¿Qué es?

– No tengo ni idea. Pero los datos indican que es alguien muy diferente de quien pretende ser.

Meredith se quedó mirando a la detective. No quería entenderlo, pero, de hecho, lo estaba entendiendo todo demasiado, terriblemente bien.

– Gordon Jossie, entonces -dijo, sin emoción-. J-o-s-s-i-e.

– ¿Qué pasa con Gordon Jossie?

– Empiece con él.


* * *

Gordon tuvo que regresar a su almacén a por una carga de carrizos turcos. Habían tenido que pasar una inspección en el puerto que le exasperó por lo que tardaba, una circunstancia que le hizo retrasarse de manera considerable en su mejora del techo del Royal Oak Pub. Los ataques terroristas de los últimos años habían provocado que las autoridades portuarias creyeran que había extremistas musulmanes escondidos en cada paquete de cada barco que amarraba en Gran Bretaña. Sospechaban sobre todo de los objetos que provenían de países con los que no estaban familiarizados. Que los carrizos crecían en Turquía era una información que los oficiales portuarios desconocían. Así que tenían que ser examinados durante un periodo de tiempo exasperante, y si ese examen llevaba una semana o dos, no podía hacer mucho al respecto. Era otra razón para intentar conseguir juncos de Holanda.

Por lo menos Holanda era un sitio conocido a ojos de los inútiles tipos asignados a la tarea de inspeccionar todo lo que se enviaba al país.

Cuando él y Cliff Coward regresaron al almacén para dejar los carrizos, vieron que Rob Hastings había cumplido su palabra. Los dos ponis se habían ido de la zona cercada. No estaba seguro de qué hacer al respecto, pero entonces, quizá, pensó con cansancio, que no se podía hacer nada, tal y como estaba la situación en ese momento.

Esto era algo que Cliff había querido discutir. Al ver el coche de Gina marcharse de las inmediaciones de la casa de Gordon, Cliff le preguntó por ella. No dónde estaba, sino cómo estaba. Una pregunta repetida casi cada día: «Qué, ¿cómo está nuestra Gina?». A Cliff le había gustado mucho Gina desde el principio.

Gordon le había dicho la verdad:

– Se ha ido.

Cliff repitió la frase anonadado, como si lo que le había dicho le costara que entrara en su cabeza. Cuando le llegó al cerebro, preguntó:

– ¿Qué? ¿Te ha dejado?

– Así son las cosas, Cliff.

Esto provocó un largo discurso de Cliff sobre el tema de qué tipo de perdurabilidad, como apuntó, tenían chicas como Gina.

– Tienes seis días o menos para hacerla volver, tío -le señaló Cliff-. ¿Crees que los hombres van a dejar que una chica como Gina esté por ahí suelta sin intentar algo con ella? Llámala, dile que lo sientes, haz que vuelva. Dile que lo sientes, incluso si no hiciste nada para que ella se fuera. No digas nada. Sólo actúa.

– No hay nada que hacer.

– No estás bien de la cabeza.

Así que cuando Gina apareció mientras estaban cargando los juncos en el maletero de la furgoneta de Gordon, Cliff se esfumó. Desde el camión, vio su Mini Cooper rojo por el camino y dijo:

– Tienes veinte minutos para conseguirlo, Gordon.

Entonces se fue, en dirección al establo.

Gordon caminó hacia el final de la carretera para que cuando Gina llegara con el coche, él estuviera en las inmediaciones del jardín frontal. En su corazón, sabía que Cliff tenía razón. Era el tipo de mujer por la que los hombres se ponían en fila, para ver si tenían la mínima oportunidad de conquistarla, y él era un idiota si no intentaba que volviera.

Frenó en cuanto le vio. La capota del coche estaba bajada y su pelo estaba despeinado por el viento. Quería tocárselo. Sabía cómo era su tacto, tan suave entre sus manos.

Se acercó al coche.

– ¿Podemos hablar?

Ella llevaba gafas oscuras para protegerse del fuerte sol de esos días, pero las apartó y se las dejó en la cabeza. Sus ojos, vio, estaba irritados. Él era la razón que lo había provocado, sus llantos. Era otra carga, otro fallo más en su intento de ser el hombre que quería ser.

– Por favor. ¿Podemos hablar? -le repitió.

Le miró cautelosamente. Apretó los labios, y él pudo ver que se mordía el de abajo. No como si ella quisiera evitar hablar, pero sí como si temiera lo que podría pasar si hablaba. Él extendió el brazo hacia la puerta y ella se estremeció ligeramente.

– Oh, Gina -dijo él. Dio un paso atrás, para ayudarla a decidirse. Cuando ella abrió la puerta, él pudo respirar de nuevo-. ¿Podemos…? -preguntó-. Sentémonos por aquí.

«Por aquí» era el jardín que ella había arreglado tan amorosamente para él, con su mesa y sus sillas, las antorchas y las velas. «Por aquí» era donde habían cenado en el agradable tiempo de verano entre las flores que ella había plantado y regado laboriosamente. Caminó hacia la mesa y la esperó. Le miraba, pero no decía nada. Tenía que tomar la decisión por sí misma. Rezó para que tomara la decisión que les permitiera tener un futuro.

Salió del coche. Echó una mirada a la furgoneta, a los carrizos que estaban cargando dentro, a la cerca que había más allá. Vio que fruncía el ceño.

– ¿Qué ha pasado con los caballos? -preguntó.

– Se han ido.

Cuando la miró, su expresión le dijo que ella pensaba que lo había hecho por ella, porque ella les tenía miedo. Una parte de él le quería decir la verdad: que Rob Hastings se los había llevado porque Gordon no tenía necesidad, y de hecho, no tenía el derecho, para mantenerlos allí. Pero la otra parte de él vio que era el momento de conquistarla y quería conquistarla. Así que dejó que se creyera lo que quisiera creer sobre la marcha de los ponis.

Fue al jardín junto a él. Estaban separados del camino por un seto. También estaban apartados de los ojos curiosos de Cliff Coward por la casa que estaba en medio del jardín frontal y del establo. Aquí podían hablar y no ser vistos ni oídos. Esta distancia le parecía a Gordon que lo haría más fácil, aunque parecía que en Gina provocaba el efecto contrario, ya que miraba alrededor, temblaba como si tuviera frío y arrimaba los brazos a su cuerpo.

– ¿Qué ha pasado?-le preguntó. Vio que tenía grandes morados en los brazos, unas marcas espantosas. Al verlas se movió hacia ella-. Gina, ¿qué ha pasado?

Miró sus brazos, como si se hubiera olvidado. Dijo, débilmente:

– Me golpeé a mí misma.

– ¿Qué has dicho?

– ¿Nunca has querido hacerte daño a ti mismo porque nada de lo que haces parece que va a salir bien? -contestó.

– ¿Qué? ¿Cómo…?

– Me golpeé -dijo-. Cuando no era suficiente, utilicé… -No le había estado mirando, pero ahora que lo hacía, él comprobó que sus ojos estaban llenos de lágrimas.

– ¿Utilizaste algo para herirte? Gina… -Dio un paso hacia ella. Ella se apartó. Se sintió desconcertado-. ¿Por qué lo hiciste?

A ella se le cayó una lágrima y la apartó con la mano.

– Estoy tan avergonzada -dijo-. Lo hice.

Por un terrible momento pensó que ella quería decir que había matado a Jemima, pero lo aclaró todo:

– Yo cogí esos billetes y ese recibo del hotel. Los encontré y los cogí, y fui la que se los dio a… Lo siento.

Entonces empezó a llorar en serio y él fue hacia ella. La tomó entre sus brazos. La chica se lo permitió, y porque se lo permitió, él sintió que su corazón se abría a ella como nunca se había abierto hacia nadie, ni siquiera a Jemima.

– No debí haberte mentido -dijo él-. No debí haberte dicho que iba a Holanda. Tenía que haberte contado desde el principio que había quedado con Jemima, pero pensé que no podía.

– ¿Por qué? -Ella apretó su puño contra el pecho-. ¿Qué pensaste? ¿Por qué no confiaste en mí?

– Todo lo que te dije de mi cita con Jemima era cierto. Lo juro por Dios. La vi, pero estaba viva cuando la dejé. No nos separamos bien, pero no nos separamos enfadados.

– ¿Entonces qué pasó?

Gina esperó su respuesta, mientras él luchaba por ofrecérsela, con su cuerpo, con su alma y su vida colgando en la balanza de qué palabras escoger. Tragó saliva y ella le preguntó:

– ¿De qué demonios estás tan asustado, Gordon?

Llevó las manos a ambos lados de su preciosa cara.

– Tú eres sólo la segunda. -Se agachó para besarla y ella le dejó. Su boca se abrió a él y aceptó su lengua y sus manos le rodearon el cuello y le sujetó contra ella de tal manera que el beso continuó y continuó. Se sintió en llamas. Se apartó. Estaba respirando tan rápidamente como si hubiera estado corriendo-. Sólo Jemima y tú. Nadie más -dijo.

– Oh, Gordon -contestó ella.

– Vuelve conmigo. Lo que viste en mi…, esa ira…, ese miedo…

– Chis -murmuró. Le tocó a cara con sus dedos y en cada punto que tocaba notaba que su piel ardía.

– Haces que todo desaparezca -le dijo-. Vuelve. Gina. Te lo juro.

– Lo haré.

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