Fue directamente al servicio de mujeres. El único problema era que no se había acordado de llevar consigo el bolso a la oficina de Hillier, con lo que en ese momento no tenía recursos y acabó contando con lo único que estaba a mano, que era agua del grifo. No era el líquido más eficaz para lo que le dolía. Pero se lo aplicó, pues no tenía nada más: en su cara, en sus manos, en sus muñecas.
Se sintió algo mejor cuando se marchó de Tower Block y se puso en camino hacia su oficina. Oyó que la llamaba Dorothea Harriman, quien por alguna razón parecía incapaz de remitirse a ella de un modo más sencillo que «superintendente detective en funciones Ardery», pero la ignoró. Cerró la puerta de su despacho y fue directamente a la mesa. Descubrió rápidamente que tenía tres mensajes en el móvil. También los ignoró. Pensó: «Sí, sí, sí» mientras sacaba uno de los botellines de vodka de la compañía aérea. Con las prisas por beber, se le cayó al suelo de linóleo. Se puso de rodillas debajo de la mesa para cogerla, y se la bebió mientras se ponía de pie. Por supuesto, no era suficiente. Vació el bolso en el suelo en busca de otra. También se la bebió y fue a por una tercera. Se la merecía. Había sobrevivido a un encuentro al que, a todas luces, no tendría que haber sobrevivido. Había logrado evitar participar en la reunión con Stephenson Deacon y la junta directiva del Relaciones Públicas. Argumentó el caso y ganó, aunque fuera por el momento. Y porque sólo fue por el momento, necesitaba una maldita copa, se merecía esa maldita copa, y si había alguien entre el Cielo y el Infierno que…
– ¿Superintendente detective en funciones Ardery?
Isabelle se giró hacia la puerta. Sabía, por supuesto, quién estaría allí de pie. Lo que no sabía era cuánto tiempo había estado o qué había visto.
– ¡No vuelva a entrar en esta oficina sin llamar primero! -le espetó.
Dorothea Harriman parecía asustada.
– Llamé. Dos veces.
– ¿Y oyó mi respuesta?
– No. Pero yo…
– Entonces no entre. ¿Lo entiende? Si vuelve a hacerlo… -Isabelle escuchó su propia voz. Para su horror, se sintió como una arpía. Se dio cuenta de que aún tenía en la mano el tercer botellín y cerró el puño, disimulando. Lanzó un suspiro.
– El detective inspector Hale la ha llamado desde el hospital Saint Thomas, señora -dijo Harriman. Su tono era formal y educado. Era, como siempre, una profesional consumada y que lo fuera en ese preciso momento hizo que Isabelle se sintiera como una auténtica chalada-. Siento haberla molestado -se disculpó Harriman-, pero ha llamado dos veces. Le conté que estaba reunida con el inspector jefe, pero dijo que era urgente y que usted lo querría saber y que se lo explicara nada más llegar a su despacho. Dijo que le había llamado a su móvil, pero que no la había localizado…
– Me lo olvidé aquí, en mi bolso. ¿Qué ha pasado? -preguntó Isabelle.
– Yukio Matsumoto está consciente. El detective inspector dice que se le tenía que informar de ello en el momento en que usted volviera.
Cuando Isabelle llegó, la primera persona a la que vio fue al agente Philip Hale, de quien erróneamente pensó que estaba esperándola en la calle. Era todo lo contrario, se volvió hacia ella furioso, pensando que ya había seguido suficiente las órdenes de quedarse en el hospital hasta que el principal sospechoso recuperara la consciencia.
Había hecho venir, le explicó, a dos agentes uniformados para que vigilaran la puerta de la habitación de Matsumoto.
Ahora se dirigía hacia la habitación, donde él y los otros policías querían controlar…
– Inspector Hale -le interrumpió Isabelle-. Soy yo quien dice lo que tiene que hacer, no usted a mí. ¿Estamos de acuerdo en eso?
– ¿Qué? -Hale la miró frunciendo el ceño.
– ¿Qué quiere decir con ese «qué»? No es idiota, ¿verdad? No parece idiota. ¿Lo es o no?
– Mire, jefa, estaba…
– Estaba en este hospital, y en este hospital se va a quedar hasta que se le ordene lo contrario. Se quedará en la puerta de la habitación de Matsumoto, sentado o de pie, no me importa cómo. Le cogerá de la mano si es necesario. Pero lo que no hará es irse por su cuenta y llamar a varios agentes para que ocupen su lugar. Hasta que no se le ordene lo contrario, se queda aquí. ¿Ha quedado claro?
– Con todos los respetos, jefa, aquí estoy perdiendo el tiempo.
– Déjeme aclararle algo, Philip. Estamos donde estamos porque previamente decidió enfrentarse a Matsumoto cuando se le dijo que mantuvieran la distancia.
– Eso no fue lo que sucedió.
– Y ahora -continuó Isabelle-, pese a que se le ha ordenado que se quede en el hospital, se las ha ingeniado para ser relevado. ¿No es cierto, Philip?
– Lo es, en parte -reconoció, cambiando de postura.
– ¿Y en qué parte no lo es?
– No me enfrenté a él en el Covent Garden, jefa. No le dije nada a ese tipo. Quizá me acerqué mucho, puede que… Lo que sea. Pero no le…
– ¿Se le ordenó que se aproximara a él? ¿Qué se acercara al tipo? ¿Qué respiraran el mismo aire? Me parece que no. Se le ordenó que le encontrara, que informara de ello y que le vigilara. En otras palabras, se le ordenó que se mantuviera alejado, cosa que no hizo. Y ahora estamos aquí, donde estamos, porque tomó una decisión que no tenía que tomar. Justo como está haciendo ahora. Así que vuelva al hospital, regrese a la puerta de la habitación de Matsumoto, y a no ser que me oiga ordenarle lo contrario, se queda allí. ¿He sido lo suficientemente clara?
Mientras hablaba, observó que el músculo de la mandíbula de Hale se tensaba. No respondió y ella le chilló:
– ¡Inspector! Le estoy haciendo una pregunta.
– Como desee, jefa -respondió finalmente.
Dicho esto, se dirigió hacia la entrada del hospital, y el inspector fue detrás de ella, como ella prefería que fuese: varios pasos por detrás. Se preguntó por qué esos detectives que estaban bajo sus órdenes iban a la suya en la investigación, y lo que significaba sobre el liderazgo que había tenido el anterior superintendente, Malcolm Webberly, y por los subsiguientes, incluido Thomas Lynley. Tenía que imponer la disciplina, pero administrarla en medio de todo lo que estaba sucediendo sería particularmente exasperante. Iban a tener que producirse cambios con todo este grupo. No cabía ninguna duda al respecto.
En cuanto alcanzó la puerta con Hale como su sombra, llegó un taxi. Hiro Matsumoto salió de él, con una mujer que le acompañaba. Era, gracias a Dios, no su abogada, sino una mujer japonesa que parecía tener, aproximadamente, su edad. La tercera de los hermanos Matsumoto, concluyó Isabelle: Miyoshi Matsumoto, la flautista de Filadelfia.
Así era. Se paró, y desde la puerta, con el dedo, le indicó a Hale que entrara en el hospital. Esperó a que Matsumoto pagara el taxi, y en cuanto lo hizo le presentó a su hermana. Acababa de llegar de Estados Unidos la pasada tarde, dijo. Aún no había visto a Yukio. Pero habían hablado con los doctores de su hermano.
– Sí -dijo Isabelle-. Está consciente. Y debo hablar con él, señor Matsumoto.
– No sin la presencia de su abogado. -Fue Miyoshi Matsumoto la que respondió, y su tono no era como el de su hermano. Obviamente, había vivido el suficiente tiempo en una gran ciudad de Estados Unidos como para saber que la presencia del abogado era la regla número uno para enfrentarse con el cuerpo policial-. Hiro, llama a la señora Bourne ahora mismo. -Acto seguido, le dijo a Isabelle-: Márchese. No la quiero cerca de Yukio.
Aunque no fue consciente de ello, era irónico que le dijeran exactamente lo mismo que ella le había dicho a Philip Hale antes de la huida de Yukio Matsumoto.
– Señora Matsumoto. Entiendo que esté disgustada… -comenzó.
– No se equivoca.
– … Y estoy de acuerdo con que esto es un jaleo.
– ¿Es así como lo llama?
– Pero lo que pediría que viera es…
– Fuera de mi vista. -Miyoshi Matsumoto apartó de su camino a Isabelle y se fue ofendida hacia las puertas del hospital-. Hiro, llama a su abogada. Llama a alguien. Que se mantenga alejada de aquí.
Se fue dentro, dejando a Isabelle fuera junto a Hiro Matsumoto. Miró hacia el suelo, con los brazos cruzados a la altura del pecho.
– Por favor, interceda -dijo ella.
Pareció que estaba considerando la solicitud. Isabelle sintió un momento de esperanza hasta que él le dijo:
– Es algo que no puedo hacer. Miyoshi se siente…
– ¿Se siente…?
Miró hacia arriba. Detrás de sus gafas brillantes, sus ojos parecían débiles.
– Responsable -aclaró.
– Usted no hizo esto.
– No por lo que ha pasado -puntualizó-, sino por lo que no ha pasado. -Le hizo un gesto a Isabelle y se fue hacia las puertas del hospital.
Primero le siguió, después caminó a su lado. Entraron en el hospital y se dirigieron hacia la habitación de Yukio Matsumoto.
– Nadie podía haberlo previsto -dijo Isabelle-. El agente que se encontraba en la escena me ha confirmado que no se aproximó a su hermano, que quizás Yukio vio u oyó algo que ni siquiera podemos entender a qué se debió, y simplemente salió disparado. Como ha dicho antes…
– Superintendente, eso no era lo que quería decir. -Matsumoto se paró.
Alrededor de ellos, la gente hacía sus cosas: los visitantes llevaban flores y globos a sus allegados, los trabajadores del equipo del hospital cruzaban con determinación de un pasillo a otro. Sobre sus cabezas, el servicio de megafonía pedía a la doctora Marie Lincoln que se presentara en la sala de operaciones, y, a su lado, dos ancianos pedían perdón mientras llevaban a un paciente a algún lugar en camilla. Matsumoto continuó:
– Hicimos lo que pudimos por Yukio durante muchos años, Miyoshi y yo, pero no fue suficiente. Teníamos nuestras carreras y era más fácil dejarle a su aire, para que pudiéramos conseguir nuestros objetivos con la música. Con Yukio bajo nuestra responsabilidad, como una carga… -Negó con la cabeza-. ¿Cómo hubiéramos podido llegar tan lejos, Miyoshi y yo? Y ahora esto. ¿Cómo hemos podido caer tan bajo? Me siento profundamente avergonzado.
– No tiene porqué sentirse así -le consoló Isabelle-. Si está enfermo, como usted asegura, y sin medicación, si sufre una enfermedad mental que le provoca hacer cosas, la responsabilidad no es suya.
Él había continuado caminando mientras ella hablaba, y llamó al ascensor y le miró a la cara. Cuando se abrieron las puertas casi en silencio, él se giró y ella le siguió adentro.
– De nuevo me malinterpreta, superintendente -le dijo en un tono calmado-. Mi hermano no mató a esa pobre mujer. Hay una explicación para todo: para la sangre que había sobre él, para… esa cosa que encontraron en su apartamento…
– Entonces, por el amor de Dios, déjele que dé sus explicaciones -dijo Isabelle-. Deje que cuente lo que hizo, lo que sabe, lo que pasó realmente. Usted puede estar presente, a su lado, en la cama. Su hermana puede estar presente. No voy de uniforme. No sabrá quién soy y no tiene por qué decírselo si usted cree que entrará en un estado de pánico. Puede hablarle en japonés, si eso es más fácil para él.
– Yukio habla inglés perfectamente, superintendente.
– Entonces háblele en inglés. O en japonés. O en ambos idiomas. Me da igual. Si, como dice, no es culpable de nada más que de estar en el cementerio, entonces habrá podido ver alguna cosa que nos pueda ayudar a encontrar al asesino de Jemima.
Llegaron a la planta que él había solicitado y las puertas se abrieron. En el pasillo, Isabelle le paró por última vez. Dijo su nombre de tal manera que incluso ella notó el tono de desesperación de su voz. Y cuando él la miró con gravedad, ella continuó diciendo:
– Estamos en un momento decisivo. No podemos esperar a que aparezca Zaynab Bourne. Si lo hacemos, usted y yo sabemos que ella no me va a dejar hablar con Yukio, lo que significa que, como usted dice, si él no es culpable más que de estar en el cementerio Abney Park cuando Jemima fue atacada y asesinada, él mismo podría estar en peligro, pues el asesino sabrá por cada uno de los periódicos de la ciudad que Yukio es la persona que estuvo allí. Y si estuvo allí, es muy probable que viera algo, y es muy probable que nos lo pudiera contar. Eso es algo que no podrá hacer si la abogada aparece.
Se dio cuenta de que en este momento estaba más que desesperada. Estaba casi balbuceando y le daba igual lo que decía o si se creía lo que decía (de hecho no se lo creía), porque lo único que importaba entonces era que el violoncelista diera su brazo a torcer.
Esperó. Rezó. Su móvil sonó y ella lo ignoró.
– Deje que hable con Miyoshi -dijo finalmente Hiro Matsumoto y se fue, precisamente, a hacerlo.
Barbara descubrió que Dorothea Harriman tenía un talento oculto. Por la apariencia y la conducta de Harriman, siempre había deducido que la secretaria del departamento no tenía problemas de verdad para ligar con hombres, cosa que, por supuesto, era cierta. Lo que no se había imaginado era cómo conseguía Harriman que su recuerdo permaneciera en sus víctimas durante largo tiempo y cómo éste provocaba en ellos una disposición para cooperar en cualquier cosa que ella deseara.
A los noventa minutos de la petición de Barbara, Dorothea regresó con un trozo de papel que agitaba entre sus dedos. Era su «infiltrado» en la oficina central, el compañero de piso de la hermana de un tipo que estaba, al parecer, perdido bajo el yugo de Dorothea. La compañera de piso era un piñón menor en la bien engrasada máquina que era la oficina central, se llamaba Stephanie Thompson-Smythe y «esto es lo realmente excelente» suspiró Dorothea, se estaba viendo con un tipo que aparentemente tenía acceso a aquellos códigos, llaves o palabras mágicas que eran necesarios para crear una situación de «¡Ábrete, Sésamo!» con los registros laborales de cualquier policía.
– Tuve que contarle lo del caso -confesó Dorothea.
Parecía bastante satisfecha por su éxito y deseosa de hablar con elocuencia de ello, algo que Barbara pensó que se merecía, así que la escuchó pacientemente y esperó a que le diera el trozo de papel.
– Bueno, por supuesto, ella lo sabía. Lee los diarios. Así que le dije, bueno, tuve que manipular un poquito la verdad, naturalmente, que una de las pistas parecía que les llevaba al Ministerio del Interior, lo que, por supuesto, le hizo pensar que a lo mejor el culpable está por allí en algún lugar, protegido por alguno de los altos cargos. ¿Algo así como lo de Jack, el Destripador? Da igual, le dije que cualquier cosa con la que pudiera ayudarnos sería estupenda, y le juré que su nombre no saldría a la luz en ninguna parte. Le dije que estaría haciendo un servicio heroico si nos ayudaba, incluso con el detalle más pequeño. Pareció gustarle.
– Genial -le dijo Barbara. Señaló el trozo de papel que aún aguantaba Dorothea.
– Y ella dijo que llamaría a su novio y lo hizo. Has quedado con ellos dos en el Suffragette Scroll [27] dentro de… -Dorothea miró un momento su reloj de pulsera que, como el resto de sus cosas, era fino y de oro-, veinte minutos. -Sonó triunfal: su primera incursión en el submundo de los husmeadores y de los canallas había resultado un éxito total.
Le dio el trozo de papel, que acabó por ser el número de teléfono móvil del novio de la compañera de piso. Era, según le contó Dorothea, por si acaso pasaba algo y ellos no se presentaban.
– Tú -le dijo Barbara- eres una maravilla.
Dorothea se sonrojó.
– Creo que he llevado la situación bastante bien.
– Mejor que eso -contestó Barbara-. Me voy ya mismo. Si alguien pregunta, estoy en una misión de mucha importancia para la superintendente.
– ¿Y si pregunta ella? -señaló Dorothea-. Sólo ha ido al hospital Saint Thomas. Volverá de un momento a otro.
– Ya pensarás en algo -le dijo Barbara mientras agarraba su bolso, y se fue para encontrarse con su potencial topo de la oficina central.
El Sufragette Scroll no estaba muy lejos, ni de la oficina central ni de New Scotland Yard. El monumento dedicado al epónimo movimiento de principios del siglo xx se erguía en la esquina norte del parque que se encontraba en la intersección de Broadway con Victoria Street.
El recorrido era de cinco minutos de paseo para Barbara, en los que se incluía el tiempo que esperó al ascensor del Victoria Block, así que tenía el tiempo perfecto para fortalecerse con nicotina y ordenar su cabeza antes de que dos individuos le estrecharan la mano, esforzándose por parecer dos amantes que pasean un rato por el parque en su tiempo libre del trajín diario.
Una era Stephanie Thompson-Smythe (se presentó a sí misma como Steph T-S) y el otro se llamaba Norman Wright, quien tenía el puente de la nariz tan delgado que llevaba a pensar que entre sus antepasados se dieron serios episodios de endogamia. Podía cortar pan con la punta de su nariz.
Norman y Stephanie T-S miraron a su alrededor, como si fueran agentes del MI5.
– Habla tú. Yo vigilaré -le dijo Stephanie a su hombre, y se retiró hacia un banco un poco más lejos.
Barbara pensó que ésa era una buena idea. Cuánta menos gente involucrada, mejor.
– ¿Qué piensa del monumento? -dijo, mirando hacia arriba atentamente y hablando con las comisuras de los labios.
De ese gesto Barbara entendió que harían ver que eran dos admiradores de la señora Pankhurst [28] y sus seguidoras, y le pareció bien. Caminó alrededor del monumento, mirándolo desde abajo y murmurándole a Norman lo que necesitaba y esperaba lograr de su relación, por breve que fuera y debería ser.
– Su nombre es Whiting. Zachary Withing. Necesito todos los detalles. Tiene que haber algo en alguno de sus archivos que parezca corriente pero que no lo sea.
Norman asintió. Se tiró de la nariz, y a Barbara le dio un escalofrío pensar en el daño que ese gesto podría hacerle a su delicada protuberancia; mientras, él reflexionó sobre sus palabras.
– Así que quieres todo, ¿eh? Puede ser complicado. Si se lo envío por Internet, dejo un rastro.
– Vamos a tener que ser anticuados en nuestro método -apuntó Barbara-. Cuidadosos y anticuados.
La miró sin ningún tipo de expresión en el rostro, lo que claramente demostraba que se trataba de un fruto de la era electrónica.
– ¿Anticuados? -preguntó.
– Una fotocopiadora.
– ¡Ah! -exclamó-. ¿Y si no hay nada para copiar? Muchas de estas cosas están archivadas en el ordenador.
– La impresora. La impresora de alguien. El ordenador de otra persona. Hay maneras, Norman, tienes que encontrar una de ellas. Estamos hablando de vida o muerte. De un cadáver de una mujer en Stoke Newington y de algo podrido…
– … en Dinamarca. [29] -dijo Norman-. Sí, ya veo.
Barbara se preguntó de qué demonios estaba hablando, pero cayó en la cuenta antes de que hiciera el idiota y preguntara qué tenía que ver Dinamarca con el precio del salami.
– Ah, muy bien. Muy, muy bien. Lo que hay que recordar es que lo que es corriente puede no serlo. Este tipo ha conseguido muy rápidamente ser comisario jefe en el condado de Hampshire, así que es posible que no nos tropecemos con pruebas aplastantes.
– Algo sutil. Sí. Por supuesto.
– ¿Y bien? -preguntó Barbara.
Vería lo que podía hacer. Mientras tanto, ¿necesitarían alguna palabra clave? ¿Quizás una señal? ¿Alguna manera para decirle que tenía buenas noticias sin tener que llamar a New Scotland Yard? Y si iba a hacer copias de todo, ¿dónde dejaría lo que encontrara?
Obviamente había leído las primeras novelas de John Le Carré. Decidió que tenía que jugar al mismo juego que él. El lugar del encuentro sería, Barbara se lo explicó sotto voce, el cajero de enfrente del banco Barclays de Victoria Street. Él la llamaría a su móvil y le preguntaría: «¿Te apetece una copa, cariño?», y ella sabría que tendrían que encontrarse en ese lugar. Ella estaría detrás de él en la cola. Él dejaría la información en el cajero mientras sacase dinero o lo simulara. Entonces ella lo recogería junto a su dinero después de haber usado el cajero automático. No era el sistema más sofisticado, pensó, sobre todo por las cámaras de grabación interna que podrían registrar cada uno de los movimientos de las inmediaciones, pero no podían evitarlas.
– De acuerdo -dijo Norman, y esperó a que ella le diera su teléfono móvil. Se separaron.
– Hasta pronto, Norman -le dijo Barbara mientras se retiraba.
– Vida o muerte -respondió
Dios, pensó, las cosas que llegaba a hacer para encontrar a un asesino. Regresó a Victoria Block.
Cuando llegó a la sala de reuniones, circulaban varios rumores. Se enteró de que tenían que ver con el informe del SO7, que justo acababa de llegar: la salpicadura de sangre en la camisa amarilla que se sacó del cubo Oxfam pertenecía a Jemima Hastings. Bueno, pensó Barbara, eso es lo que ya les había parecido a ellos.
Se acercó a la pizarra cubierta de las fotos seleccionadas, la información desordenada, la lista de nombres y la cronología de los hechos dibujada. No le había echado un buen vistazo desde que la hicieron regresar de Hampshire. Entre otras cosas, había una buena foto de la camisa amarilla. Le podía dar una buena pista, pensó. Se preguntó cómo le quedaría el amarillo a Whiting.
Sin embargo, no fue la camisa lo que llamó su atención. Fue otra fotografía, la del arma del crimen, y la regla que estaba al lado y que indicaba su tamaño.
Cuando la vio, dio la vuelta a la foto para ir a buscar a Nkata. Desde el otro lado de la sala, él levantó la mirada en ese momento, tenía el teléfono apoyado en su oreja, y obviamente se percató de la expresión de Havers, porque dijo unas pocas palabras más a quien estuviera al otro lado de la línea antes de unírsele.
– Winnie -dijo ella, y señaló la fotografía.
No necesitó decir nada más. Oyó que él soltaba un silbido, así que supo que estaba pensando lo mismo que ella. La única cuestión era si su conclusión era la misma que la de ella.
– Tenemos que volver a Hampshire -dijo.
– Barb… -contestó él.
– No discutas.
– Barb, nos ordenaron regresar. No podemos irnos como si nosotros estuviéramos al mando.
– Llámala. Lleva su móvil encima.
– Podemos llamarla desde aquí. Podemos decirle a los polis que…
– ¿Llamar a dónde? ¿A Hampshire? ¿Con Whiting al mando? Winnie, por Dios, ¿crees que tiene sentido hacer eso?
Miró la foto del arma, luego la de la camisa amarilla. Barbara sabía que él estaba pensando en el reglamento, en lo que había detrás de lo que ella le estaba proponiendo, y en sus dudas. Barbara había respondido a la pregunta sobre de qué lado de la línea podía caminar Winnie. No podía culparle. Su propia carrera tenía tantos altibajos que apenas importaban unas cuantas manchas negras más. Pero la de él no.
– Muy bien -concluyó ella-. Llamaré a la jefa. Pero entonces me iré. Es la única manera.
Para alivio suyo, Isabelle Ardery descubrió que Hiro Matsumoto tenía cierta influencia sobre su hermana. Tras conversar en la habitación de su hermano, Miyoshi Matsumoto salió y le dijo a Isabelle que podía hablar con Yukio. Pero si su hermano se disgustaba por sus preguntas o por su presencia, la entrevista se daría por terminada. Y ella, no Isabelle, sería quien determinaría su nivel de angustia.
No tenía otra opción que estar de acuerdo con las normas de Miyoshi. Agarró el móvil del bolso y lo apagó. No quería correr ningún riesgo de que cualquier otra cosa externa a sus preguntas molestara al violinista.
La cabeza de Yukio estaba vendada y él estaba conectado a varias máquinas y goteos intravenosos. Pero estaba consciente y parecía hablar con comodidad en presencia de sus dos hermanos. Hiro se había puesto cerca del hombro de su hermano, donde había colocado su mano. Miyoshi ocupó un lugar al otro lado de la cama. Se preocupó maternalmente por el cuello de la bata de hospital de su hermano, así como de la fina manta que le cubría. Miró a Isabelle de manera suspicaz.
– Tienes el tiempo que tarde la señora Bourne en llegar.
Ese, vio Isabelle, había sido el trato al que llegaron los hermanos. Hiro llamó a la abogada a cambio de que su hermana accediera a permitir que Isabelle pudiera hablar unos minutos con Yukio.
– Muy bien -dijo, y observó al violinista. Era más pequeño de lo que le había parecido en la huida. Y más vulnerable de lo que esperaba-. Señor Matsumoto…-comenzó-. Yukio, soy la superintendente Ardery. Necesito hablar con usted, pero no debe preocuparse. Lo que vayamos a decirnos aquí, en esta habitación, no será grabado ni documentado. Su hermano y su hermana están aquí para asegurarse de que no le molesto, y puede estar seguro de que molestarle es la última de mis intenciones. ¿Me entiende?
Yukio asintió, aunque su mirada se fue primero hacia la de su hermano. Había, se fijó Isabelle, solamente un ligero parecido entre ambos. Aunque Hiro Matsumoto era el mayor, parecía mucho más joven.
– Cuando fui a su apartamento en Charing Cross Road, encontré un pedazo de metal, afilado como una púa, en el borde del lavabo. Había sangre en él, y se descubrió que esa sangre pertenecía a una mujer llamada Jemima Hastings. ¿Sabe cómo llegó la púa hasta allí, Yukio?
Yukio no respondió. Isabelle se preguntó si lo haría. Nunca se había enfrentado a un enfermo esquizoide-paranoico, así que no tenía ni idea de lo que podría pasar.
Cuando finalmente habló, él señaló su cuello, la zona que más se parecía a la herida que sufrió Jemima Hastings.
– Se lo saqué.
– ¿La púa? ¿Le quitó la púa del cuello de Jemima?
– La desgarró -contestó él.
– ¿La púa desgarró su piel? ¿Hizo que empeorara la herida? ¿Es eso lo que está diciendo? -Se ajustaba al estado en que quedó su cuerpo, pensó Isabelle.
– No le haga decir lo que quiere que diga -le espetó bruscamente Miyoshi Matsumoto-. Si va a hacerle preguntas a mi hermano, él las responderá a su manera.
– La vida emerge de la fuente, como cuando Dios le explicaba a Moisés que golpeara la piedra -dijo Yukio-. De la piedra sale agua para saciar su sed. El agua es un río, y el río se convierte en sangre.
– ¿La sangre de Jemima? -le preguntó Isabelle-. ¿Se le manchó la ropa cuando le sacó la púa?
– Estaba por todas partes. -Cerró los ojos.
– Ya es suficiente -le soltó su hermana a Isabelle.
«¿Estás loca?», quiso decirle Isabelle, sin duda la pregunta menos indicada para la hermana de un esquizofrénico-paranoico. No había escuchado nada que materialmente le sirviera y, con certeza, ni una sola palabra que pudiera utilizar en un juicio. O para presentar cargos contra él. O contra cualquiera. Se reirían de ella en el cuerpo si tan siquiera lo intentaba.
– ¿Por qué estaba usted allí, en el cementerio, ese día? -le preguntó.
Aún con los ojos cerrados, y sólo Dios sabía qué era lo que estaba viendo detrás de sus párpados, Yukio dijo:
– Era la opción que me dieron. Cuidar o luchar. Preferí cuidar, pero querían algo más.
– Entonces ¿luchó? ¿Tuvo una pelea con Jemima?
– Eso no es lo que está diciendo -le interrumpió Miyoshi-. No luchó contra esa mujer. Él trataba de salvarla. Hiro, está intentando manipular sus palabras.
– Estoy intentando averiguar qué pasó ese día. Si no es capaz de verlo…
– Entonces intente llevar la conversación a otro terreno -le espetó Miyoshi. Y entonces, le dijo a su hermano, con su mano tocándole la frente-: Yukio, ¿estabas allí para proteger a esa mujer en el cementerio? ¿Es ésa la razón por la que estabas allí cuando la atacaron? ¿Intentaste salvarla? ¿Es eso lo que estabas diciendo?
Yukio abrió los ojos. Miró hacia su hermana, pero pareció que no la veía. Por primera vez, su voz era clara:
– La miré -dijo.
– ¿Puedes decirme qué viste? -le preguntó Miyoshi.
Comenzó a hablar entrecortadamente y la mitad de lo que dijo quedó ofuscado e ininteligible por lo que Isabelle se imaginó que, o eran referencias a la Biblia, o productos de su mente febril. Explicó que Jemima estaba en el claro donde se hallaba la capilla del cementerio. Se sentó en un banco. Leyó un libro. Utilizó su teléfono móvil. Finalmente, se le sumó un hombre. Gafas de sol y gorra de béisbol fue lo máximo que pudo describir de él Yukio Matsumoto, una descripción que servía para una cuarta parte de la población masculina del país, o del mundo. Eso decía a gritos «disfraz», tan alto y tan claro que Isabelle pensó que, o bien Yukio Matsumoto se lo estaba inventando completamente, o bien que finalmente habían conseguido una descripción, completamente inútil, del asesino. No estaba segura de cuál de las dos opciones era la correcta. Pero entonces las cosas se complicaron.
Aquel hombre estuvo charlando con Jemima en el banco donde ella estaba sentada. Yukio no tenía ni idea de cuánto duró la conversación, pero, cuando acabó, el hombre se marchó.
Y cuando se marchó, Jemima Hastings estaba aún viva, indudablemente.
Utilizó su teléfono de nuevo. ¿Una vez, dos, tres veces? ¿Quinientas veces? Yukio no lo sabía. Pero entonces recibió una llamada. Tras ella, caminó bordeando la capilla, fuera de su campo de visión.
– ¿Y entonces? -le preguntó Isabelle.
Nada. Al menos no al principio, no en los siguientes minutos. De repente, apareció un hombre de ese lado de la vieja capilla. Un hombre que vestía de negro…
Dios, ¿por qué siempre vestían de negro?, se preguntó Isabelle.
– Llevaba una mochila y se fue por en medio de los árboles. Lejos de la capilla, fuera completamente de su vista.
Yukio entonces esperó. Pero Jemima Hastings no regresaba al claro frente a la capilla. Entonces fue a buscarla, y así era como había descubierto algo que no había visto antes: que había un pequeño edificio colindante a la capilla. En ese edificio, Jemima yacía herida, sus manos alrededor del cuello. Entonces fue cuando vio la púa. Pensó que ella estaba intentando sacársela, así que la ayudó.
Y de este modo, pensó Isabelle, el río de sangre de su arteria, que ya había salido a chorros y manchado la camisa amarilla que llevaba su asesino, comenzó a salir al ritmo de los latidos de su corazón. Yukio no podía haber hecho nada para salvarla. No con una herida como ésa, agravada porque él retiró el arma.
Eso en el caso de que hubiera que creerle, pensó. Y tenía el terrible presentimiento de que debía creerle.
Un hombre con gafas de sol y una gorra de béisbol. El otro, de negro. Necesitarían sacar los retratos robot de ambos. Isabelle rezó por que pudieran hacerlo antes de que Zaynab Bourne llegará a la habitación y lo fastidiara todo.