Capítulo 22

Lynley contestó la llamada de Isabelle Ardery en cuanto salió de El Paraíso Médium. Por suerte, había puesto el teléfono en vibración, porque si no, no hubiese podido oírlo, debido a la música turca que sonaba en la tienda.

– Espera, tengo que salir de aquí -dijo.

– … ha sido el trabajo más rápido que ha logrado hacer -murmuraba Isabelle Ardery cuando Lynley activó de nuevo el teléfono nada más llegar a la calle.

A la pregunta de Lynley, le repitió lo que le había estado diciendo: el inspector John Stewart, en un alarde admirable de lo que era capaz de hacer cuando no complicaba deliberadamente las cosas, había rastreado todas las llamadas entrantes y salientes del móvil de Jemima Hastings los días previos a su muerte, el día en que murió y también los días siguientes.

– Tenemos una llamada hecha desde el estanco el mismo día en que fue asesinada -dijo Ardery.

– ¿Jayson Druther?

– Lo confirmó. Dijo que llamó por un pedido de puros cubanos. No los encontraba. Su hermano también llamó, y también Frazer Chaplin y… Te anuncio que me he dejado lo más suculento para el final. Gordon Jossie también la llamó.

– Estuvo también allí…

– Estaba su número, ahí mismito. El mismo que aparecía en las postales que colocó en los alrededores de la galería y del Covent Garden. Interesante, ¿no?

– ¿Qué es lo que hemos conseguido de las torres de telefonía móvil? -preguntó Lynley-. ¿Nada todavía?

Pretendían rastrear la localización de las llamadas al teléfono de Jemima en el momento en que se hicieron, y situar la conexión del móvil sólo se podía conseguir desde esas torres. No podían dar con la ubicación exacta de la llamada, pero les acercaría al lugar concreto.

– John está en ello. Va a llevarle algo de tiempo.

– ¿Llamadas tras su muerte?

– Había mensajes de Yolanda, de Rob Hastings, Jayson Druther, de Paolo di Fazio.

– ¿Nada de Abott Langer o Frazer Chaplin? ¿Nada de Jossie?

– Nada. No después de su muerte. Me da la sensación de que alguno de estos tipos sabía que ya no tenía sentido llamarla, ¿no crees?

– ¿Y qué puedes decirme de las llamadas que hizo el día que murió?

– Tres a Frazer Chaplin, antes de la que recibió de él; y una a Abott Langer. Sería preciso hablar con ellos otra vez.

Lynley le dijo que se pondría a ello. Estaba a pocos metros de la pista de hielo.

Le explicó lo que Yolanda le había dicho de su último encuentro con Jemima. Si ésta había acudido a la médium en busca de consejo sobre secretos que tenían que salir a la luz, Lynley creía que esos secretos tenían que ver con un hombre. En tanto que Jemima podría haberse enamorado del irlandés, si la médium no le había mentido, no era descabellado que él fuera el destinatario de uno de esos secretos que necesitaba sacarse de encima. Le señaló a la superintendente que, por supuesto, no obviaba que había otros potenciales destinatarios del mensaje de Jemima: Abott Langer podía ser uno, como también Paolo di Fazio, Jayson Druther, Yukio Matsumoto y todo hombre que hubiera sido importante en su vida, como Gordon Jossie, además de su hermano Rob.

– Habla primero con Chaplin y Langer -le dijo Ardery cuando terminó-. Seguiremos escarbando hasta el final. -Se quedó callada por un momento, antes de añadir-: ¿Secretos que han de salir a la luz? ¿Eso es lo que te contó? ¿Te das cuenta de que Yolanda te está contando su propia versión, Thomas?

Lynley estuvo pensado lo que Yolanda le dijo sobre él, sobre su aura, sobre el regreso a su vida de una mujer, una mujer que se había ido, pero no del todo, que jamás había podido olvidar. Tenía que admitir que no sabía cuánto de lo que Yolanda había dicho se basaba en su intuición, en haber observado las sutiles reacciones de su interlocutor mientras hablaba, y en lo que le llegaba del «más allá». Pensó en que se podían restar de todas las cosas que predecía aquellas que no estuvieran basadas en hechos, y dijo:

– Pero cuando hablaba de Jemima, jefa, no hizo ninguna predicción. Sólo explicaba lo que Jemima le había contado.

– Isabelle -le corrigió-. No es jefa. Llámame Isabelle, Thomas.

Se quedó callado por un momento, recapacitando.

– Isabelle, entonces -dijo finalmente-. Yolanda me ha explicado lo que Jemima le contó.

– Pero a ella le interesa desviarnos de nuestro camino si es que escondió el bolso en el cubo.

– Cierto. Pero cualquier otra persona podía haberlo dejado allá. Y ella podría estar protegiendo a esa persona. Deja que hable con Abott Langer.

Los registros obtenidos del teléfono móvil de Jemima significaron para Isabelle buenas y malas noticias a la vez. Cualquier pista que les llevara en dirección al asesino tenía que ser algo bueno. Al mismo tiempo, cualquier pista que los desviara de Yukio Matsumoto como sospechoso ponía en peligro su posición. Una cosa era que, persiguiendo al asesino, éste fuera arrollado por un taxi y quedara seriamente herido. Era malo para su situación, pero no nefasto. Otra cosa era que un inocente paciente psiquiátrico sin medicar fuera herido al huir de Dios sabe qué, de alguna invención de su febril mente. No tenía buena pinta, en esa época en que se identificaba por error como terroristas a gente corriente y se la liquidaba tras un horrible tiroteo. Para bien o para mal, con llamadas de móvil o no, necesitaban algo definitivo, algo férreo, que cavara la tumba de Matsumoto.

Había visto por televisión la rueda de prensa preventiva de la Policía que ofrecieron juntos Stephenson Deacon y el director de Relaciones Públicas. Tenía que reconocer que los de la oficina de prensa eran tan fríos y delicados como una escultura de mármol, pero era evidente que con tantos años a sus espaldas habían refinado el sutil arte de dosificar la información que pretendidamente era clara, aunque lo último que desearan era ofrecer detalles incriminatorios de un oficial o de una acción cometida por la Metropolitana. Deacon y el propio Hillier aparecieron ante las cámaras. Hillier llevaba su discurso preparado: el accidente en la avenida Shaftesbury fue desafortunado, inesperado, inevitable y cualquier otra palabra con un prefijo negativo sacada del diccionario. Pero los oficiales no iban armados, remarcó, se habían identificado clara y repetidamente como policías, y si el sospechoso huye de la Policía cuando se le quiere interrogar, esos policías van a ir a por él, por razones obvias. En una investigación de asesinato, la seguridad de la gente está por encima de otras consideraciones, sobre todo cuando alguien trata de esquivar a la Policía. Hillier no hizo públicos los nombres de los policías a los que se refería. Eso vendría más tarde, como bien sabía Isabelle, en el desafortunado caso de que fuera necesario echar a alguien a los leones.

Isabelle tuvo una clara idea de quién se trataría. Más tarde llegaron las preguntas de los periodistas, pero no las escuchó. Regresó al trabajo, y seguía allí cuando le pasaron una llamada de Sandra Ardery. No llamaba desde su móvil; una opción inteligente por parte de Sandra, pensó Isabelle, ya que hubiera reconocido el número y no habría contestado. Al revés, la llamada llegó por la centralita y acabó en la línea de Dorothea Harriman. Se acercó personalmente a darle las buenas noticias: Sandra Ardery estaría muy agradecida si pudiera «charlar un rato con usted, jefa. Dice que es por lo de los niños». El tono en que dijo eso señalaba la infundada seguridad de Harriman de que Isabelle iría corriendo a hablar con cualquiera que tuviera algo que decir sobre «los niños».

Isabelle tuvo ganas de descolgar el teléfono y ladrarle «¿Qué?», pero se contuvo. No tenía nada en contra de la mujer de Bob, quien al fin y al cabo había tenido un papel heroico al mantenerse neutral en sus disputas con el que había sido su marido. Asintió con la cabeza a Harriman y cogió la llamada.

La voz de Sandra era susurrante, como siempre. De alguna manera, hablaba como si estuviera haciendo una mala imitación de Marilyn Monroe o estuviera exhalando nubes de humo, aunque ella no se permitía ese placer, que Isabelle supiera.

– Bob me ha dicho que trató de localizarte antes -le dijo Sandra-. ¿Te dejó un mensaje en el móvil? Le dije que probara en el despacho, pero… Ya conoces a Bob.

Ah, sí, pensó Isabelle.

– He estado liada con cosas del trabajo. Hemos tenido un incidente con un tipo en la calle.

– ¿Estás metida en ese lío? ¡Qué horror! Vi la rueda de prensa. Interrumpió mi programa.

Su programa era sobre medicina, como bien sabía Isabelle. No una serie sobre hospitales, sino más bien una intensa incursión científica en la enfermedad, la debilidad y otras muchas aflicciones, mortales y cualquier de otro tipo. Sandra lo veía religiosamente y tomaba abundantes notas, como si así controlara la salud de los niños. Como resultado, regularmente los llevaba al pediatra en un ataque de pánico; el más reciente, cuando a la más pequeña le salió de repente una roncha en el brazo y Sandra creía firmemente que se trataba de un brote de algo llamado mal de Morgellons. La obsesión de Sandra con ese programa era de lo único de lo que Isabelle y Bob Ardery podían reírse juntos.

– Sí, estoy metida en un caso relacionado con ese incidente -le contó Isabelle-, por eso no he podido…

– ¿No tenías que haber estado en la rueda de prensa? ¿No es así como se hace?

– No se hace de una manera particular. ¿Por qué? ¿Me está controlando Bob?

– Oh, no, no. -Eso significaba que sí que la estaba controlando, significaba que probablemente había llamado a su mujer y le había dicho que encendiera rápidamente la televisión porque su ex por fin la había cagado de verdad esta vez y la prueba estaba en ese momento siendo retransmitida para consumo del público-. De todas maneras, no llamo por eso.

– ¿Por qué me llamas? ¿Están bien los chicos?

– Oh, sí, sí. No has de preocuparte. Están tan bien como el tiempo. Un poco ruidosos, normal, algo traviesos…

– Tienen ocho años.

– Claro, claro. No quería insinuar… Isabelle, no te preocupes. Adoro a esos niños. Ya lo sabes. Tan sólo son radicalmente diferentes a las chicas.

– No les gustan las muñecas ni los juegos de té, si es eso a lo que te refieres. Pero no era lo que esperabas de ellos, ¿verdad?

– Para nada, para nada. Son encantadores. Ayer fuimos de excursión, por cierto, los chicos, las chicas y yo. Pensé que les podría gustar la catedral de Canterbury.

– ¿Fuisteis? -«Una catedral», Isabelle pensó para sus adentros. Para chavales de ocho años-. No pensaría…

– Bueno, por supuesto, por supuesto, tienes razón. No fue tan tranquilo como esperaba. Pensé que la parte de Thomas Beckett funcionaría. Sabes lo que quiero decir. ¿Un asesinato en el altar mayor? ¿Esos obispos rebeldes? Y funcionó, en parte. Al principio. Pero mantener su atención fue complicado. Creo que hubieran preferido un viaje a la playa, pero me preocupa tanto la exposición solar…, con el agujero de la capa de ozono, el calentamiento global y la creciente alarma de cáncer de piel. Y ellos no quieren ponerse protección, Isabelle, cosa que, por otra parte, entiendo. Las chicas enseguida se lo pusieron, pero, por la manera en que reaccionan, cualquiera podría pensar que intento torturar a los chicos. ¿Nunca lo usas?

Isabelle tomó aire profundamente.

– Quizá no de manera tan regular como debería haber hecho. Ahora… -dijo.

– Pero es crucial usarlo. Seguro que ya lo sabes…

– Sandra. ¿Hay algo en concreto por lo que me hayas llamado? Tengo un montón de cosas que resolver aquí, ¿sabes?, así que si sólo has llamado para charlar…

– Estás ocupada, estás ocupada. Claro, estás ocupada. Sólo quería decirte que vengas a comer. Los chicos quieren verte.

– No creo que…

– Por favor. Tengo planeado llevar a las niñas a casa de mi madre, así podrás estar a solas con los chicos.

– ¿Y Bob?

– Y a Bob, naturalmente. -Se calló un momento y dijo impulsivamente-: Intenté hacérselo ver, Isabelle. Le expliqué que era justo. Que necesitabas tiempo con ellos. Le conté que os haría la comida y que la tendríais lista, y así podríamos irnos a casa de mi madre. Os dejaríamos a ti con ellos y sería como estar en un restaurante o un hotel, sólo que en nuestra casa. Pero… Me temo que no lo ve de esa manera. Él no quiere. Lo siento tanto, Isabelle. Ya sabes que tiene buenas intenciones.

«No tiene buenas intenciones en absoluto», pensó Isabelle.

– Por favor, ven, ¿lo harás? Los chicos… Creo que están atrapados en medio, ¿tú no? No lo entienden. Bueno, ¿cómo podrían?

– Seguro que Bob se lo ha explicado todo. -Isabelle no se molestó en esconder su amargura.

– No lo ha hecho, no lo ha hecho. Ni una palabra, ni una palabra. Sólo que mamá está en Londres, ajustándose a su nuevo trabajo, tal y como acordasteis.

– Yo no acordé nada. ¿De dónde demonios sacaste la idea de que yo estuve de acuerdo?

– Sólo es que él dijo…

– ¿Estarías de acuerdo en entregar tus hijos a otra persona? ¿Lo estarías? ¿Crees que soy ese tipo de madre?

– Ya sé que has intentado ser una muy buena madre. Sé que lo has intentado. Los chicos te adoran.

– ¿Intentado? ¿Intentado? -De repente Isabelle se escuchó a sí misma y quiso clavarse el puño en la cabeza, cuando se dio cuenta de que había comenzado a hablar como Sandra, con su exasperante costumbre de decir dos veces las palabras y las frases, un tic nervioso que siempre le hizo pensar que aquella mujer actuaba como si creyera que el mundo estaba parcialmente sordo y necesitado de sus constantes repeticiones.

– ¡Oh! No lo estoy diciendo bien, no lo estoy diciendo…

– Debo volver al trabajo.

– Pero ¿vendrás? ¿Lo pensarás? No se trata de ti ni se trata de Bob. Se trata de los chicos. De los chicos.

– No te atrevas a decirme de qué mierda se trata.

Isabelle colgó de golpe el teléfono. Maldijo y dejó caer la cabeza entre sus manos. «No lo haré, no lo haré», se dijo a sí misma. Y entonces se echó a reír, aunque incluso a ella le pareció que sonaba histérica. Era esa maldita manía de decir dos veces las palabras. Pensó que se iba a volver loca.

– Eh…, ¿jefa?

Alzó la cabeza, pese a que sabía de antemano que la deferencia del tono que la había interrumpido provenía del agente John Stewart. Se quedó allí parado con una expresión en la cara que decía que había escuchado gran parte de su conversación con Sandra.

– ¿Qué es eso?-le espetó ella.

– El cubo Oxfam.

Tardó un rato en centrarse: Bella McHaggis y su jardín reciclado.

– ¿Qué pasa con él? -le preguntó a Stewart.

– Hay algo más que un bolso dentro. Hay algo que queremos que vea.


* * *

Lynley se encontró con que el polideportivo Queen Ice & Bowl estaba haciendo su agosto a causa de la persistente ola de calor, especialmente en la pista de patinaje. Debía de ser el lugar más fresco de Londres y parecía que todo el mundo, desde los más pequeños hasta los pensionistas, trataban de aprovecharse de ello. Había quienes simplemente se agarraban a la reja y patinaban como podían. Otros, más aventureros, se tambaleaban por la pista sin ningún tipo de ayuda, mientras los más expertos trataban de esquivarlos. En el centro, los futuros olímpicos practicaban saltos y volteretas con mayor o menor destreza; por otro lado, tratando de hacerse un hueco en la zona, los instructores enseñaban a sus patosos estudiantes, a través de bravos intentos por parecerse a Torvill y Dean. [22]

Lynley tuvo que esperar para hablar con Abott Langer, ya que estaba dando clase en mitad de la pista. El tipo que alquilaba los patines le había indicado quién era, refiriéndose a Langer como «el imbécil del pelo». Lynley no supo con certeza qué quería decir hasta que echó un vistazo al instructor. Entonces se dio cuenta de que no había mejor descripción. Jamás había visto en persona a uno de esos calvos peinados como ensaimadas. Nunca.

El caso es que no importaba, Langer sabía patinar. Sin apenas esfuerzo, dio un salto que lo elevó del hielo, según pudo observar Lynley, mostrándole a un joven alumno, que debía rondar los diez años, lo fácil que era. El chico lo intentó y aterrizó en el hielo con su trasero. Langer se deslizó y le levantó con ayuda de sus pies. Acercó su cabeza a la del crío, hablaron un rato y Langer volvió a saltar una segunda vez. Era muy bueno. Elegante. Fuerte. Lynley se preguntó si también era el asesino.

Cuando acabó la clase, interceptó al profesor de patinaje mientras se despedía de su alumno y ponía las protecciones a las cuchillas de sus patines.

– ¿Puedo hacerle un par de preguntas? -Se le acercó educadamente y le enseñó su identificación.

– Ya he hablado con los otros dos oficiales -contestó Langer-. El tipo negro y una mujer regordeta. No veo qué más podría añadir.

– Hay algunos cabos sueltos. No le llevará mucho tiempo. -Señaló la cafetería que dividía la pista de patinaje y la bolera-. Vayamos a por un café, señor Langer. -Permaneció allí hasta que Langer no tuvo más remedio que aceptar mantener esa conversación.

Lynley compró dos cafés y los llevó a la mesa donde Langer dejaba caer su musculoso cuerpo. Estaba toqueteando un salero. Sus dedos eran delgados pero fuertes, y sus manos eran grandes, como el resto de su cuerpo.

– ¿Por qué les mintió a los otros oficiales, señor Langer? -le preguntó Lynley sin preámbulos-. Debería saber que comprobamos la información que se nos da.

Langer no contestó. Un tipo listo, pensó Lynley. Esperaba más.

– No hay ex mujeres, no hay niños. ¿Por qué mentir sobre algo tan fácil de averiguar?

Langer abrió en un momento dos sobres de azúcar que vertió en su café. No lo removió.

– No tiene nada que ver con lo que le sucedió a Jemima. No he tenido nada que ver con eso.

– Sí, claro, qué iba a decir. Cualquiera diría lo mismo.

– Es un asunto de coherencia. Sólo eso.

– Explíquese.

– Le digo a todo el mundo lo mismo. Tres ex mujeres. Niños. Hace que las cosas sean más sencillas.

– ¿Es importante para usted?

Langer apartó la mirada. Desde donde estaban sentados, se veía la pista de hielo: esas pequeñas y jóvenes figuras femeninas saltando con sus mallas de colores y sus cortísimas faldas.

– No quiero implicarme -dijo-. Me parece que las ex mujeres y los niños ayudan.

– ¿Implicarse con?

– Soy profesor. Es todo lo que hago con ellas, sea cual sea su edad. A veces alguna muy joven o no tanto, o cualquiera de ellas, muestra demasiado interés, sólo porque hay algo de roce en la pista. Es estúpido, no significa nada y no me aprovecho de ello. Las ex mujeres lo hacen imposible.

– ¿Jemima Hastings también?

– Le di lecciones a Jemima. Hasta ahí llegó todo. Ella me utilizó, más bien.

– ¿Para qué?

– Ya le conté esto a los otros. No les mentí. Ella estaba interesada en Frazer.

– Le llamó el día que murió asesinada. No lo mencionó a los otros detectives, junto a lo de sus ex mujeres y sus hijos.

Langer cogió su café.

– No recordaba la llamada.

– ¿Y ahora se acuerda?

Parecía reflexivo.

– Sí, la recuerdo. Estaba buscando a Frazer.

– ¿Había quedado con él en el cementerio?

– Prefiero pensar que le estaba poniendo a prueba. Lo hacía a menudo. Todas las chicas con las que salía acababan haciendo lo mismo. Jemima no era la primera y no habría sido la última. Siempre ha sido de este modo desde que trabaja aquí.

– ¿Una mujer poniéndole a prueba?

– Una mujer que apenas confiaba en él, que quería asegurarse de que iba por el buen camino. Casi siempre se desviaba.

– ¿Y Jemima?

– Era un asunto de los suyos, como cualquier otro, pero no lo sé, ¿debería? Además, ese día no podía ayudarla, tendría que haberse dado cuenta antes de llamarme.

– ¿Por?

– Por la hora. Él no está aquí a esa hora. Si lo hubiera pensado, sabría que él no está aquí. Pero no contestaba al móvil, me dijo. Le estuvo llamando varias veces, pero él no contestaba. Quería saber si estaba todavía aquí, donde, tal vez, no podía oír el teléfono… con todo el ruido. -Señaló el barullo de alrededor-. Pero, insisto, ella tendría que haber sabido que él ya se había ido a casa. De todas maneras, eso es lo que le dije.

«A casa», se repitió Lynley.

– ¿No se fue de aquí directamente al hotel Duke?

– Siempre va primero a su casa. No quiere guardar aquí su uniforme del hotel, porque se puede ensuciar, pero, conociendo a Frazer, puede ser por otras razones. -Hizo un gesto obsceno con las manos, una indicación del acto sexual-. Parece que ha estado trabajándose a alguien de camino entre la pista y el hotel. O allá, en casa, incluso. No me sorprendería. Sería muy propio de él. De todas maneras, Jemima dijo que le había estado dejando mensajes y sentía pánico.

– ¿Usó esa palabra? ¿Pánico?

– No. Pero pude notarlo en su voz.

– ¿Era miedo, quizá? ¿No pánico, sino sólo miedo? Llamaba desde un cementerio, después de todo. La gente se asusta en los cementerios.

Langer se encogió de hombros.

– No lo creo. Si me pregunta, creo que era pavor a enfrentarse a algo que ella se negaba a creer.

«Interesante», pensó Lynley.

– Continúe.

– Frazer, creo que ella quería estar convencida de que Frazer Chaplin era el único, si sabe a lo que me refiero, «el único». Pero también creo que ella sabía que, en realidad, no lo era.

– ¿Qué le hace llegar a esa última conclusión?

Langer sonrió levemente.

– Porque es la conclusión a la que siempre llegan, agente. Todas las mujeres que se quedan colgadas de ese tío.


* * *

Lynley adelantó rápidamente el encuentro con ese gran modelo de masculinidad del que antes hablaban. Se puso en camino hacia Saint James Place, hacia un cercano y oculto callejón sin salida donde el hotel Duke formaba una L con ladrillos rojos, hierro forjado, ventanas salientes y suntuosas franjas de hiedra que colgaban de los balcones del primer piso. Dejó el Healey Elliot bajo la vigilancia de un portero uniformado y entró en el silencio reservado que suele encontrarse en los centros religiosos. ¿Necesitaba alguna cosa?, le preguntó un botones que pasaba.

El bar, respondió. Una inmediata sonrisa de reconocimiento: la voz de Lynley y la manera en que la usaba le harían ser bienvenido siempre en cualquier establecimiento donde la gente habla en murmullos, se llama a los empleados «el equipo» y se tiene el buen gusto de beber jerez primero y oporto después.

– Si el caballero es tan amable de seguirme…

El bar estaba profusamente decorado con retratos navales y pinturas de castillos abandonados, sobre los que dominaba un retrato del Almirante Nelson en sus días posteriores a lo de la armada, como correspondía a una decoración de inspiración marítima. El bar comprendía tres zonas -dos de las cuales estaban separadas por una chimenea en la que, afortunadamente, no ardían leños- y estaba amueblado con sofás tapizados y mesas redondas de vidrio, ante las que a esa hora del día se reunían sobre todo ejecutivos. Todos saboreaban gin tonics, aunque había otros tipos duros que comenzaban a mostrar miradas vidriosas a causa de los martinis. Era, en principio, la bebida estrella de uno de los barmans, un italiano de marcado acento que le preguntó a Lynley si quería la especialidad de la casa, que, según le aseguró, ni la agitaba ni la removía, sino que más bien la emulsionaba hasta convertirla en un néctar milagroso.

Lynley se contuvo. Le pidió un agua con gas, una Pellegrino, si es que tenían. Con lima y sin hielo. Y preguntó si podía hablar con Frazer Chaplin. Le enseñó su identificación. El barman, de nombre Heinrich, nada italiano, apenas reaccionó a la presencia del policía, independientemente de su acento culto. Le dijo con un tono de indiferencia que Frazer Chaplin aún no había llegado. Se suponía, le dijo mirando un reloj impresionante, que tenía que llegar dentro de un cuarto de hora.

¿Frazer tenía un horario fijo?, le preguntó al barman. ¿O sólo venía como refuerzo cuando había más trabajo en el hotel?

Horario fijo, le contó.

– Bajo otras condiciones no hubiera aceptado el trabajo -apuntó Heinrich.

– ¿Por qué no?

– En el turno de noche es cuando hay más movimiento. Las propinas son mejores. Y también los clientes.

Lynley levantó una ceja, como buscando más información, que Heinrich estaba encantado de proporcionarle. Al parecer, Frazer se dejaba querer por mujeres de diferentes edades que frecuentaban el bar del hotel Duke casi todas las tardes. Muchas eran ejecutivas extranjeras, de paso en la ciudad por una razón u otra, y Frazer estaba aparentemente dispuesto a ofrecerles una razón más.

– Está buscando a la mujer que le cuide como él quiere -señaló Heinrich. Movió la cabeza, pero su expresión era de un inconfundible afecto-. Se considera un gigoló.

– ¿Le funciona?

– Todavía no -respondió Heinrich riendo-. Pero eso no le hace desistir al muchacho. Le gustaría tener un hotel boutique, como éste. Pero quiere que alguien se lo compre.

– Necesita mucho dinero, entonces.

– Así es Frazer.

Lynley reflexionó sobre ello y lo relacionó con los secretos que Jemima había querido contar. Para un hombre que sólo deseaba de una mujer su dinero, la noticia de que ella no podría entregarle lo que deseaba era una verdad dura y potente. Como también era posible que ella no quisiera nada más con él tras descubrir que estaba con ella por el dinero… Si es que ella lo tenía. Pero, de nuevo, y de modo exasperante, había otras verdades relacionadas con Jemima. Tenía un secreto que contarle a Paolo di Fazio: quería compartir su vida con Frazer Chaplin, pese a lo que Paolo sentía por ella. Y con gente como Abott Langer o Yukio Matsumoto… Seguro que si se hurgaba un poco saldrían verdades sin revelar por todas partes.

Lynley calculó la hora a la que Frazer Chaplin llegaba cada día al bar del hotel Duke: el irlandés empleaba noventa minutos en llegar desde la pista de hielo a su trabajo allí. ¿Le dio tiempo a correr hacia Stoke Newington, asesinar a Jemima Hastings y llegar a su otro trabajo? Lynley no entendió cómo. Además, Abott Langer le había sugerido que el tipo fue a Putney antes de ir hacia el hotel, y aunque no hubiera hecho ese camino, con el tráfico de Londres le hubiera resultado imposible. Y Lynley no se imaginaba al asesino cogiendo el transporte público para llegar al cementerio.

Cuando Frazer Chaplin apareció en el hotel, Lynley tuvo la extraña sensación de que ya había visto a ese hombre antes. El sitio exacto, permanecía en los límites de su memoria, no podía darle una ubicación a ese rostro. Pensó en los lugares donde había estado los últimos días, pero no daba con ello, así que se olvidó del tema por un rato.

No solía juzgar el estilo de otros hombres, pero pudo entender que Chaplin atraía a las mujeres a las que les gustaban los hombres misteriosos y salvajes, que tuvieran esa aura de peligro, una moderna actualización de Heathcliff y Sweeney Todd. Vestía una chaqueta de color crema y una camisa blanca donde lucía una pajarita roja, junto a unos pantalones negros. Viendo el conjunto, se entendía por qué se cambiaba en casa y no quería ir cargado con el uniforme o dejarlo en la pista de hielo. Su cabello era casi negro, como el de Abott Langer, pero, a diferencia de éste, su peinado era más moderno. Parecía recién duchado y afeitado. Tenía las manos bien cuidadas y llevaba un anillo de ópalo en su anular izquierdo.

Se sentó junto a Lynley, después de que el barman le dijera que éste quería verle. Lynley había escogido una mesa bastante cercana a la reluciente barra de caoba. Frazer se dejó caer en una de las sillas, extendió su brazo y dijo:

– Heinrich me ha comentado que quiere hablar conmigo. ¿Tiene alguna pregunta más que hacerme? Ya me interrogaron los otros dos polis.

Lynley se presentó y le dijo:

– Usted es la última persona con la que habló Jemima Hastings, señor Chaplin.

Chaplin le respondió con un tono cadencioso que, pensó Lynley, debía atraer a las mujeres mucho más que su masculina presencia.

– Lo soy -contestó, pero de modo afirmativo en vez de una pregunta-. ¿Y cómo lo sabe, inspector?

– Por los registros de su teléfono móvil -le contó.

– ¡Ah! Bueno, creía que la última persona en hablar con Jemima había sido el tipo que la mató, a no ser que se la cargara sin preliminares.

– Al parecer le llamó bastantes veces en las horas previas a su muerte. También llamó a Abott Langer, buscándole a usted, según su versión. Abott cree que ella estaba enamorada de usted, y no es la única persona que lo piensa.

– ¿Me equivoco si digo que la otra persona es Paolo di Fazio? -preguntó Chaplin.

– Mi experiencia me dice que si el río suena, agua lleva -contestó Lynley-. ¿A qué se debió su llamada a Jemima Hastings, señor Chaplin?

Frazer golpeó con sus dedos la mesa de cristal. Cogió unos frutos secos de un bol plateado que había al lado y se los puso en la palma de la mano.

– Era una chica estupenda. Eso se lo puedo decir a usted y a cualquiera que me pregunte. Pero pese a que podría haberla visto alguna vez fuera…

– ¿Fuera?

– Fuera de los apartamentos de la señora McHaggis. Pese a que podría haberla visto alguna vez en el pub, en High Street, quizá comimos o fuimos al cine, no pasamos de eso. También le digo que a ojos de los demás podría parecer que estábamos juntos. Si le soy sincero, la propia Jemima podría haberlo pensado. Todas las veces que vino a la pista de hielo, sus citas con la gitana que lee las manos, este tipo de cosas que hacen pensar que nos estábamos viendo. Pero ¿más allá de ser agradable con ella? ¿Más allá de ser agradable con alguien con quien compartía apartamento? ¿Más que tratar de tener o mantener una amistad…? Eso son imaginaciones, inspector.

– ¿De quién?

– ¿Cómo?

– ¿Imaginaciones de quién?

Se metió los frutos secos en la boca y luego lanzó un suspiro.

– Inspector, Jemima sacó conclusiones. ¿No le ha pasado nunca con ninguna mujer? La estás invitando a una cerveza y, de repente, te ves casado, con hijos y en medio del campo en una casa con rosales en el jardín. ¿No le ha pasado alguna vez?

– No que yo recuerde.

– Pues tiene suerte, porque a mí sí que me ha sucedido.

– Hábleme de la llamada que le hizo el día que murió.

– Le juro por el Espíritu Santo que no recuerdo haberla llamado. Y si lo hice fue, como dice, porque me estuvo llamando ella, porque no le cogía el teléfono para evitarla. O al menos eso intentaba. Ella me perseguía. No voy a negarlo. Pero de ningún modo le daba pie a la muchacha.

– ¿Y el día de su muerte?

– ¿Qué pasa?

– Dígame dónde estuvo. Qué hizo. Qué vio.

– Ya se lo he contado a los otros dos…

– Pero no a mí. Y a veces hay detalles que se pueden perder u olvidar cuando se escribe el informe. Sígame la corriente.

– No hay nada más que añadir. Hice mi turno en la pista de hielo, fui a casa a ducharme y a cambiarme. Vine aquí. Es lo que hago cada día, por Dios. Cualquiera se lo puede confirmar, así que puede dejar de pensar en que me escabullí de algún modo para matar a Jemima Hastings. Sobre todo porque no tenía una maldita razón para hacerlo.

– ¿Cómo viene hasta aquí desde la pista de hielo, señor Chaplin?

– Tengo una moto.

– Tiene una moto…

– Sí. Y si está pensado que me dio tiempo a zafarme del tráfico, llegar a Stoke Newington y regresar aquí… Bien, lo mejor es que me acompañe. -Frazer se levantó, cogió unos cuantos frutos secos más y se los metió en la boca. Habló un segundo con Heinrich, y Lynley le siguió fuera del bar y del hotel.

Al fondo del callejón estaba Saint James Place, donde Frazer Chaplin había aparcado su moto. Era una Vespa, el tipo de motos que se pueden ver zigzagueando por las calles de cualquier ciudad italiana. Pero, al contrario que esas motos, la de Chaplin no estaba pintada de un inconfundible y chillón verde lima, sino que también estaba cubierta de pegatinas de color rojo que publicitaban un producto llamado Dragon Fly Tonics, convirtiendo la moto en una suerte de tablón de anuncios móvil no muy diferente de los taxis negros que de vez en cuando se veían por la ciudad.

– ¿Cree que estoy lo suficientemente loco como para ir a Stoke Newington en esto? -dijo Chaplin-. ¿Como para dejarla aparcada por ahí y en un momento matar a Jemima? ¿Por quién me toma, hombre, por un loco? ¿Sería capaz de olvidar que has visto una cosa así aparcada por ahí? Yo no lo haría y creo que nadie podría olvidarse. Haga una maldita foto si quiere. Enséñela por ahí. Pregunte por la calle y por las casas, y verá que tengo razón.

– ¿Razón con respecto a qué?

– Con respecto a que yo no maté a Jemima.


Cuando la Policía le pregunta en la grabación a Ian Barker: «¿Por qué desnudaste al bebé?», no responde. Su abuela teje detrás de ellos, una silla está tirada en el suelo y alguien golpea la mesa. «Sabías que el bebé estaba desnudo, ¿verdad? Cuando lo encontramos estaba desnudo. Lo sabías, ¿verdad, Ian?». Ésas son las siguientes preguntas, a las que les sigue: «Le dejasteis desnudo antes de que le golpearas con el cepillo del pelo. Tus huellas están en ese cepillo, por eso lo sabemos. ¿Por qué estabas enfadado, Ian? ¿Qué te había hecho Johnny para que te enfadaras así? ¿Le querías castigar con el cepillo?».

Finalmente, Ian dice: «No le hice nada a ese niño. Pregúntale a Reggie. Pregúntale a Mickey. Mickey fue el que le cambió el pañal. Él era el que sabía cómo. Tiene hermanos. Yo no. Y Reggie fue quien mangó los plátanos, ¿eh?».

Michael responde a lo del cepillo: «Yo nunca, nunca. Ian me dijo que se había cagado. Ian dijo que se suponía que yo tenía que cambiarle. Pero yo nunca». Cuando se le pregunta por los plátanos, se pone a llorar. En última instancia, dice: «Tenía caca, sí. Ese bebé estaba en la mugre del suelo… Estaba allí tumbado…». Sus lloros se convierten en gemidos.

Reggie Arnold se dirige a su madre, como antes, diciéndole: «Mami, mami, no había ningún cepillo. Nunca dejé desnudo al bebé. Nunca le toqué. Mami, nunca toqué a ese bebé. Mickey le golpeó, mamá. Él estaba en el suelo y le dio en la cara porque… Mamá, debió de caerse. Y Mickey le golpeó».

Cuando se entera de la acusación de Reggie, seguida de la de Ian, Michael Spargo finalmente comienza a contar el resto de la historia en lo que parece un intento de defenderse contra lo que cree que es un ataque de los otros dos chicos echándole toda la culpa a él. Admite que le dio con el pie a John Dresser, pero asegura que sólo fue para darle la vuelta al crío, «para ayudarle a respirar mejor».

De aquí en adelante, los detalles escabrosos comienzan poco a poco a salir: los golpes al pequeño John Dresser con los pies, el uso de tubos de cobre como espadas o látigos, y, en último término, de bloques de hormigón abandonados. Michael no quiere contar enteramente ciertas partes de la historia (los detalles exactos de lo que pasó con los plátanos o el cepillo, por ejemplo), y los otros dos chicos también guardan silencio sobre esas pruebas cuando se les pregunta. Pero la autopsia del cuerpo de John Dresser, sumada a la angustia que revelan los chicos cuando el asunto del cepillo aparece, indica el componente sexual del crimen y su horrible violencia confirma la profunda rabia que los chicos descargaron en los últimos minutos de vida del pequeño.

Una vez obtenida la confesión de los chicos, la acusación de la Corona [23] tomó la inusual y polémica decisión de no presentar al juez durante el juicio posterior el listado completo de las heridas que sufrió John Dresser tras su muerte. Su razonamiento tenía una doble intención. Primero, los chicos habían confesado y tenían las grabaciones de las cámaras de vigilancia, disponían de testigos y de abundantes pruebas forenses, y todas ellas inculpaban sin ninguna duda a Ian Barker, Michael Spargo y Reggie Arnold. Segundo, sabían que Donna y Alan Dresser estarían en el juicio, estaban en su derecho, y el CPS no quiso alimentar la agonía de los padres revelándoles toda la brutalidad con la que se ensañaron con su hijo antes y después de muerto. ¿No era suficiente, pensaron, saber que su hijo casi recién nacido había sido raptado, llevado a rastras por el pueblo, apedreado con trozos de hormigón y abandonado en un lavabo portátil? Además, tenían las confesiones completas de al menos dos de los chicos (Ian Barker sólo se atrevió a confesar que sí estaba en Barriers ese día y que vio a John Dresser, antes de mantener firmemente durante el resto de los interrogatorios que «quizá hice algo y quizá no») y más que eso les pareció innecesario de cara a una condena. Se podría discutir, sin embargo, la existencia de una tercera razón, debido al silencio de la fiscalía en torno a las heridas internas de John Dresser: si la existencia de esas heridas se hubiera hecho pública, aparecerían las consiguientes preguntas sobre el estado mental de los asesinos, y esas preguntas hubieran llevado ineluctablemente al jurado a considerar el decreto del Parlamento de 1957 que declara que una persona «no debe ser condenada a muerte si sufre de una anomalía mental…, pues sustancialmente disminuye la responsabilidad mental de sus actos en el momento del crimen». «Anomalía mental» es aquí el concepto clave, y las nuevas heridas de John indicaban una profunda anomalía en los tres asesinos. Pero un veredicto de homicidio habría sido impensable, considerando el ambiente en el que fueron juzgados los chicos. El tribunal fue trasladado en varias ocasiones y, mientras tanto, el asesinato pasó de ser un asunto nacional a uno internacional. Shakespeare dijo que «la sangre llama a la sangre», y esta situación era el mejor ejemplo.

Hubo quien argumentó que cuando los chicos robaron el cepillo de la tienda de todo a cien en Barriers eran plenamente conscientes de lo que iban a hacer con él. Pero, en mi opinión, sugerir que lo habían razonado y pensado va más allá de lo que eran capaces. No niego que quizá mi resistencia a creer en tal grado de premeditación se debe a una tendencia personal de rehusar que en la cabeza y el corazón de niños de diez y once años pueda darse ese potencial de pura maldad. Tampoco negaré que prefiero creer que el uso del cepillo se debió a un acto impulsivo. Lo que sí comparto es que el hecho de haberlo usado explica muchas cosas sobre los chicos: aquellos que abusan y violan han sufrido abusos y violaciones en el pasado, no una vez, sino repetidamente.

Cuando el cepillo salió a la luz en los interrogatorios, ninguno de los chicos se atrevió a hablar sobre el tema. Escuchando las grabaciones, sus reacciones varían: desde Ian, que afirma que en la vida había visto ese cepillo, a la impostura de inocencia de Reggie cuando decía «Mickey lo debió de haber robado de esa tienda, pero no lo sé, yo no sé… Nunca cogería un cepillo, mami. Tienes que creer que nunca cogería un cepillo», o a la de Michael: «No teníamos un cepillo, no teníamos un cepillo, no lo teníamos, no lo teníamos», en lo que parece un ataque de pánico ligado a cada negación. Cuando a Michael se le dice suavemente que «sabes que uno de vosotros cogió el cepillo, hijo», asegura que «Reggie pudo ser, quizá, pero no lo vi» o «no sé lo que pasó con el cepillo, no lo sé».

Sólo cuando se habla de la presencia del cepillo en la zona de Dawkins (junto a las huellas en él, sumado a la sangre y a los restos fecales en su mango), las reacciones de los chicos se intensifican. Michael comienza con un «yo nunca… Te dije y dije que yo nunca… Yo nunca cogí un cepillo… no había cepillos», y continúa con un «fue Reggie quien le hizo eso al bebé… Reggie quería… Ian lo cogió de sus manos…, les dije que pararan y Reggie lo hizo». Reggie, por su parte, dirige todos sus comentarios a su madre, diciendo: «Mamá, yo nunca… haría daño a un bebé. A lo mejor le pegamos una vez, pero nunca… Le quité el mono que llevaba puesto porque estaba todo asqueroso, y por eso… Estaba llorando. Mamá, estaba llorando, sabía que no había que pegarle si estaba llorando». Durante su testimonio, Rudy Arnold está callado, pero se puede oír a Laura, entre lamentos, quejarse: «Reggie, Reggie, ¿qué nos has hecho?», mientras la asistente social, calmada, le ofrece un vaso de agua, quizá para tratar de hacerla callar. En lo que se refiere a Ian, finalmente se pone a llorar cuando se le señala el alcance de las heridas de John Dresser. Junto a él, se pueden escuchar los lamentos de su abuela: «Jesús, sálvalo. Señor, sálvalo». Eso hace pensar que la mujer acepta la culpabilidad del chico.

Es en este momento de la aparición del cepillo en los interrogatorios (tres días después de que se encontrara el cuerpo del pequeño) cuando los chicos confiesan plenamente el crimen. Uno de los horrores que se suman al asesinato de John Dresser es que cuando confiesan el espantoso crimen, sólo uno de ellos tiene a su padre presente. Rudy Arnold estaba sentado junto a su hijo. Ian Barker sólo tenía a su abuela, y Michael Spargo estaba acompañado únicamente por una asistente social.

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