Capítulo 24

Un establecimiento llamado Sheldon Pockworth Numismática le sonaba a Lynley como un sitio escondido en un callejón de Whitechapel, una tienda cuyo propietario debía de ser del tipo señor Venus, [25] de huesos articulados en vez de sellos y medallas. Se encontró con que la realidad era diferente. La tienda estaba limpia, arreglada y muy iluminada. No se encontraba muy lejos del antiguo ayuntamiento de Chelsea, en un impecable edificio de ladrillos en la esquina de King's Road con la calle Sydney, donde compartía lo que sin duda era un carísimo local con varios comerciantes de porcelanas antiguas, plata, joyas, cuadros y fina porcelana.

No había nadie que respondiera al nombre de Sheldon Pockworth, nunca lo hubo. El negocio lo llevaba un tal James Dugué, que parecía más un tecnócrata que un proveedor de monedas y medallas militares de las guerras napoleónicas. Cuando Lynley fue esa mañana, se encontró a Dugué hojeando un pesado volumen que estaba encima del límpido mostrador de cristal. Debajo había varias monedas brillantes de oro y plata en un estante móvil. Cuando Dugué le miró, sus elegantes gafas de montura metálica reflejaron la luz. Vestía una almidonada camisa rosa y una corbata azul marino con rayas verdes en diagonal. Sus pantalones también eran del mismo color y, cuando se desplazó de un mostrador a otro, Lynley se fijó en que llevaba unas relucientes zapatillas deportivas blancas sin calcetines. Enérgico sería una buena palabra para describirle. Y, como se demostraría, era la palabra idónea.

Lynley había ido a la tienda directamente desde su casa, en vez de pasar por la comisaría. Vivía tan cerca que eso tenía más sentido, y había telefoneado a Isabelle al móvil por educación. Hablaron poco tiempo, vacilantemente y con cortesía. Algo entre ellos había cambiado ligeramente.

Al final de la cena de la noche anterior, él la había acompañado hasta el coche, pese a que ella le había mostrado que no era necesario tal gesto de cortesía, ya que se encontraba en perfectas condiciones en la improbable situación de que alguien la molestara en el elegante barrio de Chelsea. Entonces pareció darse cuenta de lo que había dicho, porque se paró en la calle, se giró, e impulsivamente le puso la mano en el hombro y murmuró:

– ¡Oh, Dios mío! Cuánto lo siento, Thomas.

Aquello le llevó a pensar que había relacionado su comentario con lo que le pasó a Helen, su asesinato en un barrio no muy diferente a éste, ni muy lejano a él.

– Gracias. Pero no hay necesidad, en serio… -dudó en seguir hablando-, eso sólo que… -Se calló de nuevo, en busca de las palabras adecuadas.

Se quedaron de pie en las sombras de una frondosa haya. Debajo de ella, la calzada ya comenzaba a acumular las hojas que habían caído por el calor y la sequía del verano. Una vez más, sintió que estaba muy cerca de Isabelle Ardery, era casi de su misma altura, esbelta sin ser delgada, con los pómulos prominentes -un detalle que no había notado hasta ahora- y los ojos grandes, en los que tampoco se había fijado. Sus labios se abrieron como si fueran a decir algo.

Aguantó su mirada. Pasó un rato. Cerca, sonó la puerta de un coche cerrándose. Miro hacia allá.

– Quiero que la gente deje de ser tan cuidadosa conmigo -confesó él.

Ella no contestó.

– Tienen miedo de decir alguna cosa que me haga recordar -continuó-. Lo entiendo. Supongo que yo me sentiría igual. Pero lo que no comprendo es que piensen que necesito recordar o que tengo miedo de recordar lo que pasó.

Ella siguió callada.

– Lo que quiero decir es que ella siempre estará allá. Es una presencia constante. ¿Cómo no iba a serlo? Ella estaba haciendo algo tan simple, de vuelta de la compra, y ellos estaban allí. Dos de ellos. Tenía doce años, el chico que le disparó. No tenía una razón en particular. Simplemente ella estaba allí. Cogieron al que disparó, pero no al otro, y el chico no le identificó. No ha dicho una palabra desde entonces. No la ha dicho desde que le cogieron. Pero la verdad es que todo lo que quiero saber es lo que ella debió decir antes de que ellos… Porque de algún modo, creo que yo me sentiría… Si lo supiera… -De repente notó que su garganta estaba tan tensa que sabía que podría, para su horror, ponerse a llorar si dejaba de hablar. Agitó la cabeza y despejó su garganta. Siguió mirando a la calle.

Cuando la mano de ella tocó la suya, sintió que era extraordinariamente suave. Ella le atrajo hacia sí y se sintió extrañamente cómodo. Se dio cuenta de que aparte de su familia cercana y de Deborah Saint James, nadie le había tocado desde hacía meses, más allá de estrecharle la mano en un saludo cotidiano. Era como si la gente hubiera comenzado a temerle, como si al tocarle creyeran que la tragedia que había visitado su vida pudiera, de algún modo, afectar la suya. Sintió alivio cuando le tocó y caminó junto a ella y sus pasos se sincoparon de modo natural.

– Allí -dijo ella cuando llegaron al coche. Le miró-. Ha sido una noche encantadora. Eres una compañía muy agradable, Thomas.

– Tengo mis dudas al respecto -contestó, tranquilo.

– ¿Las tienes?

– Sí. Y de hecho, puedes llamarme Tommy. Es como me llama todo el mundo.

– Tommy, sí. Me he dado cuenta. -Sonrió-. Ahora te voy a abrazar para que sepas que somos amigos -dijo, y lo hizo. Lo abrazó estrechamente, pero sólo un momento, y también rozó sus labios contra su mejilla-. Creo que por ahora debo llamarte Thomas, si te parece bien -dijo antes de separarse.

Ahora, en la tienda de monedas, Lynley esperaba a que el propietario acabara de leer el pesado volumen. Le enseñó a Dugué la tarjeta que habían encontrado en el bolso de Jemima Hastings, así como el retrato de la Portrait Gallery de Jemima. También se identificó como policía.

Sorprendentemente, después de que Dugué examinara la tarjeta judicial, le dijo a Lynley:

– Usted es el policía que perdió a su mujer el pasado febrero, ¿verdad?

– Lo soy.

– Recuerdo lo que pasó -le replicó Dugué-. Un asunto terrible. ¿En qué puedo ayudarle?

Cuando Lynley señaló con su cabeza el retrato de la Portrait Gallery de Jemima, dijo:

– Sí, la recuerdo. Había venido a la tienda.

– ¿Cuándo?

Dugué se quedó pensando en la pregunta. Miró hacia fuera de la tienda, casi toda ella ventanas, y se quedó observando el pasillo.

– Alrededor de Navidad -dijo-. No puedo ser más exacto, pero recuerdo que estaba todo decorado y recuerdo verla iluminada por detrás por las luces que pusimos en el pasillo. Así que debió ser por Navidad, una o dos semanas antes o después. Al contrario que otros establecimientos, no alargamos mucho más la decoración navideña. Si le soy sincero, todos los que trabajamos aquí la odiamos, como los villancicos. Puede que Bring Crosby soñara con la nieve. Yo sueño con estrangular a Bring Crosby tras escucharle toda una semana entera.

– ¿Compró algo?

– Si no recuerdo mal, quería que mirara con detenimiento una moneda. Era una aureus. Creyó que podría valer algo.

– Aureus. -Lynley se acordó de sus clases de latín en el colegio-. Oro, entonces. ¿Era valiosa?

– No tanto como se imagina.

– ¿Pese a ser de oro? -Lynley pensó que sólo el precio del oro la hacía bastante valiosa-. ¿Quiso venderla?

– Sólo quería saber si era valiosa. Y quería averiguar qué era, porque, de hecho, no tenía ni idea. Se dio cuenta de que era antigua, y era cierto. Era antigua. Del 150 después de Cristo.

– Romana, entonces. ¿Dijo cómo la había conseguido?

Dugué le pidió que le enseñara de nuevo la fotografía de Jemima, como si al verla se le fuera a estimular la memoria. Tras observarla durante un momento, dijo lentamente:

– Creo que dijo que estaba entre las cosas de su padre. No fue muy precisa, pero me imaginé que había muerto recientemente y que había estado revolviendo entre sus cosas, tratando de decidir qué hacer con esto y con lo otro.

– ¿Se ofreció a comprársela?

– Como he dicho, aparte del propio valor del oro, no era muy valiosa. En el mercado, no podría haber conseguido mucho. A ver… Aquí, deje que le muestre.

Fue hacia una mesa tras el mostrador. Abrió un cajón que había sido transformado para guardar libros. Los examinó y sacó uno de ellos.

– La moneda que tenía era un aureus acuñado durante el reinado de Antonino Pío -dijo-, el tipo que llegó a emperador directamente después de Adriano. ¿Sabe algo de él?

– Uno de los Cinco Buenos Emperadores -le contestó Lynley.

Dugué pareció impresionado.

– No es el tipo de cultura que uno piensa que puede tener un policía.

– Estudié Historia -reconoció Lynley-. En otra vida.

– Entonces sabrá que su reinado fue muy inusual.

– Sólo porque fue pacífico.

– Exacto. Como era uno de los tipos buenos, no era… Bueno, digamos que no era sexy. O, al menos, no es sexy ahora, no para los coleccionistas. Era inteligente, bien educado, con experiencia, protegía a los cristianos, clemente con sus enemigos conspiradores, y feliz de vivir en Roma y delegar responsabilidades en los cónsules de las provincias. Amaba a su esposa, a su familia, se preocupaba por los pobres, limitó sus gastos.

– En una palabra, ¿aburrido?

– Ciertamente, sobre todo comparado con Calígula o Nerón, ¿eh? -Dugué sonrió-. No hay mucho escrito sobre él, así que creo que los coleccionistas tienden a menospreciarlo.

– ¿Eso provoca que sus monedas sean menos valiosas en el mercado?

– Eso y el hecho de que durante su reinado se acuñaron hasta doscientas monedas diferentes.

Dugué encontró lo que andaba buscando en el volumen, y se lo acercó a Lynley.

La página, según pudo ver Lynley, mostraba ambas caras de la moneda aureus en cuestión. La pieza llevaba el retrato de perfil del emperador, como si fuera un busto, con caes y antonivs en relieve, formando un paréntesis en torno a la cabeza del emperador. La otra cara mostraba una mujer en un trono. Era la concordia, le explicó Dugué, y llevaba una pátera en su mano derecha y un cuerno de la abundancia detrás de ella. Esas imágenes eran muy frecuentes, continuó el coleccionista, y eso mismo le había explicado a Jemima. Pese a que la moneda era algo rara:

– Normalmente uno se encuentra con metales más corrientes, porque fueron acuñadas con mayor regularidad que las de oro. Su verdadero valor vendría dado por el mercado. Y éste lo marcaba la demanda de los coleccionistas por ese tipo de moneda.

– Entonces, ¿de qué estamos hablando exactamente? -preguntó Lynley.

– ¿El valor? -Dugué se quedó pensando en ello, mientras golpeaba con sus dedos la superficie del mostrador-. Yo diría que entre quinientos y mil. Si alguien la quisiera, y si esa persona estuviera pujando contra otra que también la quisiera. Lo que debe recordar -concluyó- es que una moneda tiene que ser…

Sexy -dijo Lynley-. Lo entiendo. Los chicos malos son los sexys, ¿no?

– Triste, pero cierto.

– ¿Podría asegurar que la casa numismática Sheldon Pockworth no tenía una aureus del periodo de Antoninus Pius en su haber? -preguntó Lynley,

Podía. Si el inspector quería ver una aureus de esa época, tendría que ir a buscarla al Museo Británico.


* * *

Barbara Havers se vio obligada a comenzar su día depilándose las piernas, algo que tampoco la ayudó mucho a mejorar su humor. Descubrió rápidamente que había un efecto dominó en transformar su apariencia: por ejemplo, llevar una falda -acampanada o de otro tipo- imponía llevar medias o ir con las piernas desnudas. Eso requería pasar la cuchilla por la piel, además de crema de afeitar u otro tipo de espuma, de la que no disponía, así que usó un chorro de lavavajillas para conseguir algo de jabón. Pero la operación en sí le llevó a tener que buscar una tirita en el botiquín cuando se cortó el tobillo y empezó a salir sangre a borbotones. Pegó un alarido y maldijo. ¿Qué tendría que ver cómo vestía con lo que era capaz de conseguir como policía?

No tenía más remedio, de todas maneras, que ponerse la falda. No sólo porque la actual superintendente se lo había sugerido, sino por el hecho de que Hadiyyah había sido tan radical como para hacer que se la pusiera. Además, Hadiyyah le había reclamado que esa mañana parara en la Big House después de salir de casa y enseñarle cómo le quedaba. Llevaba puesta la pulsera nueva y la blusa, pero se abstuvo de ponerse el pañuelo. Hace demasiado calor, pensó. Lo guardaré para el otoño.

Azhar fue hasta la puerta. Hadiyyah apareció tras él nada más oír la voz de Barbara. Ambos exclamaron ante la sospechosa transformación de la apariencia de Barbara.

– ¡Estás maravillosa! -le soltó Hadiyyah, mientras sus manos se aguantaban la barbilla, como si intentara no arrancar a aplaudir-. Papá, ¿no está maravillosa Barbara?

– Esa no es exactamente la palabra, pequeña, pero gracias de todos modos -dijo Barbara.

– Hadiyyah tiene razón -contestó Azhar-. Todo te queda perfecto, Barbara.

– Y se ha maquillado -dijo Hadiyyah-. ¿Ves que se ha maquillado, papá? Mamá siempre decía que el maquillaje realza lo que uno tiene, y Barbara lo ha utilizado justo como mami. ¿No lo crees, papá?

– Desde luego. -Azhar rodeó a su hija por los hombros- Las dos lo habéis hecho muy bien, khushi -le dijo.

Barbara se sintió muy a gusto con los cumplidos. Sabía que eran debidos a la amabilidad y la amistad y a nada más. No era ni sería jamás una mujer atractiva, pero, con todo, se imaginó que sus miradas aún seguían clavadas en ella mientras caminaba por el jardín hacia el coche.

Una vez en el trabajo, encajó las carcajadas y burlas de los compañeros. Sufrió los comentarios en silencio mientras buscaba a Lynley, y vio que no estaba. Se enteró, de que Hillier había reclamado la presencia de Ardery en su despacho.

¿Lynley la habría acompañado?, le preguntó a Winston Nkata. Intentó que pareciera natural, pero no consiguió engañarle.

– Habrá que esperar, Barb. De otra forma, te vas a volver loca.

Frunció el ceño. Odiaba que Winston Nkata la conociera tan bien. No podía saber cómo lo había conseguido. ¿Era ella tan obvia? ¿Qué más habría averiguado Nkata?

Preguntó, abruptamente, si alguien había obtenido información sobre Zachary Whiting. ¿Había algo más aparte de que se mostró más de una vez entusiasta con la idea de ser policía, independientemente de lo que eso quisiera decir? Pero nadie sabía nada. Barbara suspiró. Parecía que si se tenía que escarbar sobre alguien de Hampshire, ella iba a ser la encargada de cavar.

Y todo tenía que ver con lo que el SO7 había informado sobre los cabellos que se encontraron pegados en la mano de Jemima Hastings. Los cabellos de alguien oriental en el cuerpo, sumado a que el arma del crimen estaba en manos de un violinista japonés, y la sangre de la víctima en su ropa, y testigos que le vieron rondar por el vecindario con la misma ropa que el día de su muerte… No parecía ser algo urgente escarbar en el pasado de un policía ligeramente sospechoso. Y eso a pesar del descubrimiento de una camisa amarilla, manchada de sangre en un contenedor en Putney, al otro lado del río. Eso tenía que significar algo, como la presencia del bolso de la víctima en el mismo contenedor.

Barbara fue primero a por Whiting. Como alguien había informado de que era un entusiasta de su trabajo, seguramente debía de haber quedado algún registro que definiera mejor qué significaba exactamente ese entusiasmo. Sólo había que seguir el trazo de la carrera de Whiting para encontrar a alguien dispuesto a hablar de manera franca sobre ese tipo. Por ejemplo: ¿dónde había trabajado antes de Lyndhurst? Difícilmente habría pasado su carrera entera ascendiendo puestos en una sola comisaría. Eso no pasa.

El Ministerio del Interior era la mejor fuente de información, pero escarbar allí no iba a ser ni fácil ni rápido. La burocracia lo había convertido en una suerte de laberinto, y había que vérselas con la subsecretaría, las secretarías adjuntas y las asistentes de las adjuntas. Muchas de esas unidades tenían su propio equipo, y ese equipo estaba al mando de diferentes departamentos que eran responsables de monitorizar todo el país.

De todos los departamentos, a Barbara la mejor opción le pareció la sección que se encargaba de los procedimientos. La pregunta era: ¿a quién llamaba, le pedía un favor, le invitaba a tomar un café, le presionaba, sobornaba o suplicaba? Ése era el problema porque, al contrario que otros policías, que cuidaban sus contactos como un granjero cuida su cosecha, Barbara nunca había sido muy buena estrechando lazos con gente que más adelante podría ayudarla. Pero tenía que haber alguien con esas capacidades, que pudiera usarlas, que pudiera conseguir un nombre…

Pensó en sus compañeros. Lynley era la mejor opción, pero no estaba allí. Philip Hale también podría haberlo hecho, pero estaba vigilando el hospital Saint Thomas por orden de Ardery, por más desafortunada que ésta fuera. A John Stewart ni le consideró, pues era la última persona del mundo a quien ella le pediría un favor. Los contactos de Winston Nkata eran más de la calle, ya que pasó mucho tiempo como líder de los Brixton Warriors. [26] Eso le dejaba a los agentes y la plantilla civil, lo que le llevó a pensar en la persona más obvia de todos. Barbara se preguntó por qué no había pensado en Dorothea Harriman desde el principio.

La localizó en la sala de mecanógrafas de la secretaría del departamento, donde, en vez de estar escribiendo, estaba poniéndose laca de uñas en sus medias por alguna razón. Vestía una de esas estilizadas faldas de tubo -Barbara sintió que se estaba convirtiendo en una experta en materia de faldas-, que iba a la perfección con su desgarbada figura, y tenía una carrera en mitad de sus medias, justo donde estaba esparciendo la laca de uñas.

– Dee -saludó Barbara.

Harriman se asustó.

– ¡Oh por Dios! -dijo-. ¡Vaya susto, sargento Havers!

Por un momento, Barbara pensó que se refería a su aspecto. Entonces se dio cuenta de por qué se había asustado y le dijo:

– Perdona, no pretendía darte esta sorpresa. ¿Qué estás haciendo con eso?

– ¿Con esto? -Harriman mostró un bote de laca de uñas-. Una carrera -dijo, y cuando Barbara la miró extrañada, añadió-: en mis medias. La laca evita que las carreras se hagan más grandes. ¿No lo sabías?

Barbara contestó apresuradamente:

– ¡Ah, sí! Las carreras. Lo siento. No sé en lo que estaba pensando. ¿Tienes un minuto?

– Claro, por supuesto.

– ¿Podemos…?

En tanto que iba a ponerle en situación, Barbara sabía que tenía que ser inteligente y procurar que todo eso quedara entre ellas. Le hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera al pasillo. Harriman obedeció. Caminaron hacia el hueco de la escalera.

Barbara le explicó lo que quería: que husmeara por la oficina central, que encontrara a alguien dispuesto a hablar sobre el comisario jefe Zachary Whiting del condado de Hampshire. Le contó que tenía que llamar a la Sección de Procedimientos del Ministerio del Interior, porque era donde se guardaba la información sobre registros criminales, sobre las brigadas criminales regionales, el trabajo de investigación y las quejas. Tenía la sensación de que en alguna de esas áreas iba a encontrar una pequeña pista, posiblemente algo que podría haberle parecido insignificante a alguien que no la buscara, que le aclararía los tejemanejes de Whiting en Hampshire. Seguro que Dorothea Harriman sabía de alguien que le llevara a otra persona que le dijera de otra que a su vez encontraría una tercera…

Harriman frunció sus labios bien definidos. Se tocó su escultural peinado a la moda. Se pellizcó sus coloreadas mejillas.

En otras circunstancias, Barbara reconoció que le hubiera pedido a la joven un par de lecciones sobre maquillaje, ya que ella practicaba definitivamente la filosofía de la madre de Hadiyyah de realzar las facciones. Así, Barbara sólo podía fijarse en ella y admirarla, mientras Harriman pensaba sobre lo que le había pedido.

Miró la máquina de bebidas del rellano. Dos pisos más abajo se abrió una puerta y se oyó una voz que gritaba «qué es eso de servirle un plato de puré de patatas que sabía a gravilla y cemento seco», y se oyeron pasos subiendo la escalera a trompicones. Barbara cogió a Harriman del brazo y la llevó al pasillo y, de allí, fueron hasta el cuarto de la fotocopiadora.

Aquello hizo que Harriman pudiera considerar todas las diferentes posibilidades, ya fuera en el Rodolex, ya fuera en su agenda personal porque, en su particular aislamiento al otro lado de la sala, dijo en un suspiro:

– Hay un tipo cuya hermana tiene una compañera de piso…

– ¿Sí? -dijo Barbara.

– Quedamos algunas veces. Nos conocimos en una fiesta. Ya sabe cómo va…

Barbara no tenía ni idea, pero asintió como si lo comprendiera.

– ¿Puedes llamarle, verle, lo que sea?

Harriman golpeó con una de sus uñas los dientes.

– Es un poco complicado. Él estaba muy entusiasmado y yo no, ya sabes a qué me refiero. Pero…-Se le iluminó la cara-. Déjame ver qué puedo hacer, sargento Havers.

– ¿Puedes hacerlo ahora?

– Es muy importante, ¿verdad?

– Dee -le contestó Barbara con energía-, no puedes ni imaginarte lo importante que es.


* * *

No podía seguir evitando más la reunión con el inspector jefe. Judi Macintosh llamó a Isabelle aquella mañana, temprano, y a su móvil, para dejar claro las órdenes del señor David Hillier. La superintendente tenía que pasar por la oficina de Hillier nada más llegar a Victoria Street.

Para asegurarse de que lo había entendido, se le repitió la orden en cuanto llegó a la oficina, esta vez en boca de Dorothea Harriman, que se contoneó en lo que debían de ser siete centímetros de tacón, que iban a condenar a sus pies a una seria visita al podólogo en años venideros.

– Dice que se supone que tiene que ir ahora -le explicó diligentemente-. ¿Quiere que le traiga un café para que se lo lleve, superintendente Ardery? No suelo hacerlo -añadió, como para dejar claras sus funciones-, pero como es muy temprano y quizá quiera coger algo de fuerza…, el inspector puede ser un poco insoportable…

Lo que necesitaba para coger fuerzas no era café, pero Isabelle no pretendía ir por ese camino. Por el contrario, rechazó la oferta, guardó sus pertenencias en la mesa y se puso de camino hacia la oficina de Hillier en Tower Block, donde Judi Macintosh la había citado. La había enviado directamente al inspector y le había explicado que el jefe de prensa se les uniría allí.

No eran buenas noticias. Eso significaba que más maquinaciones estaban en marcha. Más maquinaciones implicaban que la posición de Isabelle estaba menos clara que el día anterior.

Hillier estaba justo acabando con una llamada:

– … Te estoy pidiendo que aguantes unas horas más hasta que se aclaren las cosas… No se trata de hacer… Hay puntos que aclarar… Por supuesto que serás el primero en saber… Si crees que éste es el tipo de llamadas que me gusta hacer… Sí, sí. Muy bien. -Y con eso colgó.

Le hizo un gesto con la cabeza para que se sentara en una de las dos sillas de delante de la mesa. Isabelle se sentó y él también, y la poca distancia entre ambos la tranquilizó.

– Es el momento para que me informe con todo detalle de lo que sabe, y le sugiero que vaya con cuidado con sus explicaciones -dijo.

Isabelle frunció el ceño. Vio que en la mesa del inspector había un diario sensacionalista y otro serio, vueltos del revés, y se le ocurrió que la prensa había publicado algún detalle que ella no les había contado ni a Hillier ni a Deacon, o alguna otra cosa que no había sabido con antelación o no sabía ahora. Se dio cuenta de que tenía que haber hojeado los diarios de la mañana antes de ir a trabajar, más que nada para prepararse. Pero no lo había hecho, como tampoco había visto los informativos de la televisión que ofrecían el clásico resumen de las portadas de los diarios.

– No estoy muy segura de a qué se refiere, señor -dijo, pensando incluso que eso es lo que quería que dijera, porque así le ponía en una posición de ventaja, como a él le gustaba.

Esperó a lo que vendría después. Estaba del todo segura que sería el momento dramático en que daría la vuelta a los periódicos, y así fue. Entonces vio rápidamente la referencia a esa rueda de prensa de la tarde de Zaynab Bourne, que había estado a punto de ser amputada por la rueda de prensa de la Policía. Zaynab Bourne lo consiguió; hizo público un dato que la propia Isabelle no había mencionado ni a Hillier ni a Deacon durante su reunión: Yukio Matsumoto era un enfermo crónico de esquizofrenia paranoica. Que la Policía hubiera ocultado esa información, en palabras del abogado, constituía «un claro y desafortunado intento de falsear la información, que no puede ni debe quedar impune».

Isabelle no necesitó leer el resto de la noticia para saber que la señora Bourne había confirmado que los investigadores policiales conocían la enfermedad de Yukio Matsumoto tras mantener un encuentro con su hermano, antes de que fueran tras él. Así que ahora la Policía se encontraba no sólo con una persecución a media tarde en mitad del tráfico de la avenida Shaftesbury, que ciertamente podía haberse quedado en una desafortunada e inevitable situación provocada por un individuo que trató de evitar una conversación razonable con dos agentes desarmados, sino que también tenían una persecución a un paciente del psiquiátrico aterrado en medio de ese tráfico, un hombre que sin lugar a dudas se encontraba en medio de un episodio psicótico que la Policía ya conocía de antemano, pues se lo había señalado el hermano del sospechoso. Y no ayudaba nada que el hermano fuera el virtuoso músico de renombre internacional, Hiro Matsumoto.

Isabelle consideró su postura. Sus manos estaban húmedas, pero lo último que pensó hacer fue secárselas en la falda. Si lo hacía, sabía que Hillier vería que sus manos temblaban. Intentó calmarse. Lo que se suponía que tenía que hacer allí era mostrarse fuerte, mediante una explicación convincente que incluyera que no le intimidaban ni los tabloides, ni los periódicos, ni los abogados, ni las ruedas de prensa o el propio Hillier. Miró al subinspector jefe directamente y dijo:

– El hecho de que Yukio Matsumoto sufriera problemas mentales apenas importa, tal y como yo lo veo, señor.

La piel de Hillier empezó a enrojecer. Isabelle continuó, con confianza antes de que él comenzara a hablar.

– Su estado mental no importaba cuando evitó nuestras preguntas, y ahora importa mucho menos.

La piel de Hillier enrojeció aún más.

Isabelle continuó arriesgándose. Entonó más su voz y la mantuvo fría. Fría quería decir que no tenía miedo de las discrepancias respecto a su evaluación del asunto. Quería decir que creía que era tan sólida como una roca.

– En cuanto Matsumoto esté listo para una rueda de reconocimiento… -dijo-. Tenemos a un testigo que señala que estuvo en el lugar de los hechos. Es el mismo que creó el retrato digital que el propio hermano del sospechoso reconoció. Matsumoto estaba, como usted ya sabe, en posesión del arma del crimen y vestía prendas manchadas de sangre, pero lo que todavía no sabe es que se encontraron en las manos de la víctima dos cabellos que han sido identificados como pertenecientes a una persona de origen oriental. Cuando los exámenes de ADN estén completos, se verá que esos cabellos son suyos. Estaba familiarizado con la víctima, vivían en el mismo edificio y se sabe que la seguía. Así que, francamente, señor, si sufre o no una enfermedad mental es secundario. No pensé en mencionárselo cuando me reuní con usted y el señor Deacon porque, a la luz de todo lo que sabíamos sobre el hombre, el hecho de que padezca esa enfermedad mental (que no ha sido probada por nadie más, salvo por su hermano y la abogada del hermano, por cierto), es un punto menor. Por si no fuera suficiente, hay otro detalle más que pesa sobre él: no sería el primer paciente mental que no está internado y que asesina a alguien en mitad de un episodio de este tipo, y, es triste decirlo, no será el último.

Se movió en la silla, se inclinó hacia delante poniendo sus brazos en la mesa de Hillier en un gesto que demostraba que era su igual, y que todos estaban en esto juntos.

– Por ahora -dijo ella-, esto es lo que recomiendo. Incredulidad.

Hillier no respondió enseguida. Isabelle pudo notar que le latía el corazón, en realidad, que estaba martilleando contra su caja torácica. Se dio cuenta de que se le podría haber notado en el pulso de las sienes si se hubiera peinado de otra manera, y sabía que, probablemente, se podía notar en su cuello. Pero éste también quedaba fuera del campo de visión de Hillier. Mientras no dijera nada y se limitara a esperar su respuesta, comunicándose con él con esa confianza sobre las decisiones que había tomado… Simplemente tenía que fijarse bien en sus ojos, si eran fríos y desalmados, que lo eran. No lo había notado antes de ese momento.

– Incredulidad -repitió finalmente Hillier. Sonó su teléfono. Descolgó, escuchó un momento-. Dile que espere -contestó-. Estoy a punto de terminar aquí. -Y se dirigió a Isabelle-: Continúe.

– ¿Con? -Lo pronunció como si asumiera que él había entendido su lógica, sorprendida de que necesitara que le aclarara más cosas.

Las aletas de su nariz se movieron, no como si estuvieran a punto de estallar, sino para respirar. Para cazar, sin duda. Ella mantuvo su posición.

– Con su tesis, superintendente Ardery. ¿Cómo cree que se puede presentar esto?

– Mostrando sorpresa ante la idea de que la enfermedad mental de alguien, tan desgraciada como pueda ser, se imponga a la seguridad de la población. Nuestros agentes fueron al lugar desarmados. El hombre en cuestión entró en un estado de pánico por razones que no se han podido establecer. Hay pruebas evidentes…

– Muchas de ellas obtenidas después del accidente -puntualizó él.

– Pero eso da igual, por supuesto.

– ¿Y qué es lo importante…?

– El hecho de que tenemos en nuestras manos a una persona que puede, como dice la frase, «ayudarnos con nuestra investigación» de un modo que nadie más puede. Lo que estamos buscando, benevolentes periodistas, es, debo recordarles, al responsable del asesinato de una mujer inocente en un lugar público, y si este caballero, señores, nos puede llevar al culpable, entonces exigiremos que nos lleve hasta él. La prensa completará el resto. La última cosa que le preguntarán es el orden en que ocurrió todo. Las pruebas son las pruebas. Ellos quieren saber qué es lo que ha pasado, no cómo lo hemos averiguado. Y si escarban en el hecho de que conseguimos las pruebas tras el accidente en la avenida Shaftesbury, debemos centrarnos en el asesinato, el cementerio y nuestra creencia en que la población preferirá que los protejamos de un loco cargado de armas que de perseguir a alguien que puede o no estar escuchando en su oreja los murmullos de Belcebú.

Hillier reflexionó sobre ello. Isabelle pensó en Hillier. Se preguntó por qué le habían concedido el título de sir, pues le pareció extraño que alguien en su puesto recibiera un honor reservado para jerarquías más altas. Que fuera nombrado «sir» no implicaba un servicio heroico a la población, más bien que Hillier conocía a gente en las altas esferas y, más importante, que sabía cómo utilizar a esa gente. Era, pues, un hombre al que no había que enfadar. Pero estaba bien. Ella no pretendía enfadarle.

– Es usted astuta, ¿verdad Isabelle? -le dijo-. No crea que no me he dado cuenta de que ha conseguido llevar a su terreno esta reunión.

– No pensaba que usted no se daría cuenta -le respondió Isabelle-. Un hombre como usted no alcanza este puesto porque no se entera de las cosas. Lo comprendo muy bien. Y le admiro. Es un animal político. Y yo también.

– ¿Lo es?

– ¡Oh, sí!

Pasó un rato, en el cual se quedaron examinándose con la mirada. Había algo de tensión sexual, e Isabelle se permitió imaginar cómo sería estar con David Hillier, los dos enzarzados en otro tipo de combate en la cama. Pensó que él debía imaginar lo mismo. Cuando tuvo la certeza de que así era, apartó la mirada.

– Asumo que el señor Deacon está esperando fuera, señor -le dijo-. ¿Quiere que me quede en la reunión?

Hillier no respondió hasta que ella volvió a mirarle.

– No será necesario -le contestó, pausadamente. Ella se levantó.

– Entonces, vuelvo al trabajo. Si me quiere… -escogió ese verbo deliberadamente-, la señorita Macintosh tiene mi número de móvil. Quizás usted lo tenga también, ¿no?

– Lo tengo -le contestó-. Volveremos a hablar.

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