Barbara Havers se dio cuenta más tarde, no sin asombro, de que todo se reducía al hecho de que el tráfico en el centro de Lyndhurst era de un solo sentido. Formaba un triángulo casi perfecto, y en la dirección en la que iba se veía forzada hasta seguir por la parte norte de dicho triángulo. Esto la llevó a High Street, donde, a medio camino entre la calle y más allá del entramado de madera del hotel Crown, ella debía girar hacia Romsey Road, que la llevaría hasta la comisaría de Policía. Debido al semáforo del cruce de Romsey Road, a lo largo del día se formaban retenciones. Eso es lo que pasó cuando Barbara tomó la curva que rodeaba la extensión de césped y techos de paja que conformaba Swan Green y fijó su rumbo a través del pueblo.
Quedó atrapada detrás de un camión horrendo que expulsaba gases como eructos que se colaron por su ventana. Consideró que también podía fumarse un cigarrillo y esperar a que el semáforo se pusiera en verde. No había necesidad de evitar una oportunidad así para contaminar sus ennegrecidos pulmones, pensó.
Iba a sacar su bolso cuando vio a Frazer Chaplin. Salía de un edificio justo delante de ella; era imposible que se equivocara de hombre. Estaba muy cerca de la acera izquierda, preparándose para volver a Romsey Road, y el edificio en cuestión -con un cartel que lo identificaba como el salón de té Mad Hatter- estaba en el lado izquierdo de la calle. En un instante pensó, «¿Qué diablos…?». Pero entonces se fijó en la mujer que iba con él. Empezaron a caminar por la acera de un modo que parecía indicar que eran dos amantes después de un encuentro, pero había algo en la manera que tenía Frazer de agarrarla con las dos manos que no cuadraba. Su brazo derecho la sujetaba con fuerza alrededor de la cintura. Su brazo izquierdo cruzaba su propio cuerpo para agarrar el brazo izquierdo de ella por el codo. Se detuvieron un instante ante los ventanales del salón de té y él le dijo algo. Entonces la besó en la mejilla y la miró de forma conmovedora, admirándola, enamorado. Si no hubiera sido porque esa manera de agarrarla y esa decidida rigidez en el cuerpo de la mujer, Barbara hubiera pensado que Frazer estaba haciendo lo que prematuramente había concluido que hacía cuando le vio la única vez que se vieron: esa postura con las piernas abiertas cuando estaba sentado, esa mirada de nena-mira-lo-que-tengo-aquí y el resto era historia. Pero la mujer que iba con él -quién demonios era, se preguntó Barbara- no parecía estar flotando por el aire un éxtasis sexual. En su lugar, parecía…, bueno, una prisionera sería una buena manera de describirla.
Se dirigían hacia donde estaba Barbara. Unos pocos coches antes que el suyo, sin embargo, cruzaron la calle. Continuaron por la acera y, a pocos metros, desaparecieron por un callejón situado a la derecha. Barbara murmuró: «Maldita sea, maldita sea, maldita sea», y esperó con creciente agitación a que las luces del semáforo del cruce empezaran a cambiar del rojo al ámbar y finalmente al verde. Vio que el callejón de la derecha tenía una P en una señal de color azul que indicaba que había un aparcamiento tras los edificios de High Street. Supuso que Frazer estaba llevando a esa mujer hasta allí. Havers le gritó a las luces: «Vamos, vamos, vamos», y éstas finalmente cooperaron. El tráfico empezó a moverse. Tenía que recorrer treinta metros hasta llegar al callejón.
Le pareció que pasaba una eternidad hasta que giró y pasó a toda velocidad entre los edificios, donde vio que el aparcamiento no era exclusivo para los clientes que acudían a hacer sus compras. También lo podía usar el New Forest Museum y las instalaciones públicas. Estaba atestado de coches y por un momento Barbara creyó que había perdido a Frazer y a su compañera en algún lugar entre las filas de vehículos.
Sin embargo, entonces le vio a cierta distancia, al lado de un Polo, y antes de que ella pudiera siquiera haber pensado en aquello como el final de una cita romántica entre Frazer Chaplin y su compañera, la manera en la que entraron en el vehículo lo dejó todo claro. La mujer se sentó en el asiento del pasajero como era de esperar, pero Frazer mantuvo su dominio sobre ella y subió rápidamente. A partir de ahí, Barbara no pudo saber qué estaba pasando, pero parecía bastante claro que la intención de Frazer era forzar a su compañera a moverse al asiento del conductor, y que no tenía intención de perder su control sobre ella mientras lo hacía.
Una bocina sonó repentinamente. Barbara miró por el retrovisor. Naturalmente, pensó, alguien más quería entrar en el aparcamiento. No podía echarse a un lado porque el paso era demasiado estrecho. Se metió en uno de los estacionamientos y maldijo a uno y a otro. Cuando volvió a la posición inicial en la que podía ver el vehículo en el que se había metido Frazer, éste había salido de donde estaba y se dirigía a la salida.
Barbara le siguió, esperando tener suerte. Necesitaba, por un lado, que nadie apareciera y no le dejara atrapar a Frazer; y, por el otro, que el tráfico en High Street le permitiera situarse detrás de él fácilmente y sin ser vista. Porque era obvio que tenía que seguirlo. Su intención de enfrentarse al comisario jefe Whiting en la comisaría debía posponerse por el momento, porque si Frazer Chaplin había venido a New Forest, no era para fotografiar a los ponis. La única pregunta era quién era la joven que iba con él. Era alta, delgada y vestía algo parecido a un camisón africano. Le cubría de los hombros hasta los tobillos. O iba disfrazada o se protegía del sol, pero, en cualquier caso, Barbara estaba segura de que no la había visto antes en Lyndhurst.
Por lo que había hablado con Rob Hastings, concluyó que debía de ser Meredith Powell. Si, de hecho, Meredith Powell había estado llevando a cabo algún tipo de investigación alocada por su cuenta -que, según Hastings, era lo que había hecho-, entonces se entendía que hubiera tropezado con Frazer Chaplin, cuya presencia en Hampshire sugería que estaba metido hasta el cuello en sus asuntos. Y el lenguaje corporal entre ellos lo decía todo, ¿no era así? Meredith -si realmente era ella, ¿si no quién demonios podía ser?- no quería estar con Frazer, y éste no tenía ninguna intención de dejarla libre.
Al final de High Street, se dirigieron hacia el sur por una de las calles del sistema unidireccional de Lyndhurst. Barbara los siguió.
Las señales, según vio, indicaban dirección a Brockenhurst; en otro punto del triángulo vial, la calle se convirtió en la A337. Enseguida se encontraron dentro de una frondosa zona boscosa. Todo era verde y exuberante, el tráfico fluía, pero había que prestar atención a los animales. Como el camino discurría en línea recta, Barbara frenó su marcha para que el Polo no pudiera verla. Había pocas opciones de dar la vuelta cuando uno iba a Brockenhusrt, por lo que tenía una idea clara de qué rumbo tomarían. No se sorprendió cuando, minutos más tarde, se topó con el camino a Lymington. Aquello, sabía ella, iba a colocarlos en la propiedad de Gordon Jossie. Ahí se dirigían. Ella pensaba que sabía por qué.
Obtuvo al menos parte de la respuesta a esa pregunta cuando en su móvil sonó Peggy Sue. Dado que había vaciado su bolso en el asiento trasero para buscar un pitillo, le resultó más fácil encontrar el móvil.
– Havers -gritó, y añadió-: rápido. No puedo detenerme. ¿Quién es?
– Frazer.
– ¿Qué diablos? -De ningún modo podía tener su número, pensó Barbara. Empezó a pensar en cómo había logrado hacerse con su número-. ¿Quién está contigo en el maldito coche? -inquirió-. ¿Qué es…?
– ¿Barbara?
Se dio cuenta de que era el detective Lynley.
– Maldición. Lo siento -dijo-. Pensé que era… ¿Dónde está? ¿Está usted aquí?
– ¿Dónde?
– En Hampshire. ¿Dónde si no? Escuche, estoy siguiendo…
– Hemos desenmascarado su coartada.
– ¿La de quién?
– La de Frazer Chaplin. No estaba en su casa el día que ella murió, no como dijo Bella McHaggis. Supuso que estaba allí porque siempre iba a casa entre sus dos trabajos, y él la animó a pensar que había hecho lo que hacía siempre ese día. Y la mujer en la fotografía de la Portrait Gallery… -Se detuvo porque se oía de fondo que alguien le hablaba. Dijo-: Sí, bien, a esa persona… -De nuevo se dirigió a Barbara-: Se llama Georgina Francis, Barbara, no Gina Dickens -continuó-: Bella McHaggis la ha identificado. -Alguien volvió a hablarle desde el fondo-. En cuanto a Whiting…
– ¿Qué pasa con Whiting? ¿Quién es Georgina Francis? ¿Con quién está hablando? -Ella creyó saber la respuesta a esta última cuestión, pero quería oírlo de la boca de Lynley.
– La superintendente -le contestó.
Rápidamente le contó que Georgina Francis encajaba en la fotografía: era una antigua inquilina de la casa de Bella McHaggis; la habían echado a la calle con un tirón de orejas por haber violado la norma de McHaggis acerca de la confraternización entre los habitantes de la pensión. Frazer Chaplin era el hombre implicado.
– ¿Qué diablos hacía ella en la Portrait Gallery? -preguntó Barbara-. Esto es una maldita coincidencia, ¿verdad?
– No si estaba allí para ver el concurso. No si estaba allí porque continuaba ligada a Frazer Chaplin. ¿Por qué debería finalizar su relación únicamente porque tuvo que mudarse? Consideramos…
– ¿Quiénes? -No pudo evitarlo aunque se odiaba por ello en aquel momento.
– ¿Qué?
– ¿Quiénes lo consideran?
– Por el amor de Dios, Barbara. -Él no era tonto.
– Muy bien. Lo siento. Continúe.
– Hemos hablado con la señora McHaggis largo y tendido.
Entonces contó lo de DragonFly Tonics, los dispositivos, la Vespa verde lima de Frazer, las grabaciones de las cámaras de circuito cerrado que había visionado Winston Nkata, los dos retratos robot y la camiseta amarilla, y el bolso de Jemima que habían encontrado dentro del cubo de Oxfam.
– Creemos que su intención era entregárselos a Georgina Francis para ponerlos en algún lugar de la propiedad de Gordon Jossie. Pero no tuvo tiempo suficiente. Una vez que Bella hubo visto la noticia en el diario, llamó a la Policía y tú apareciste. En ese momento el riesgo se volvió muy elevado para que él hiciera cualquier cosa que no fuera esperar a una mejor oportunidad.
– Está aquí. En Hampshire. Señor, está aquí.
– ¿Quién?
– Frazer Chaplin. Le estoy siguiendo ahora mismo. Tiene a una mujer con él y nos dirigimos a…
– Tiene a Frazer Chaplin a la vista -dijo Lynley a la persona que estaba con él. La superintendente dijo algo muy rápidamente.
– Que envíen refuerzos, Barbara. -Lynley le ordenó a Havers-. No lo digo yo. Habla Isabelle.
Isabelle, pensó Barbara. La maldita Isabelle.
– No sé dónde estamos ni adónde nos dirigimos, así que no sé decirles a los refuerzos dónde tienen que ir, señor -contestó Bárbara.
Ella estaba haciéndose la distante por razones que desconocía y que no quería explorar.
– Acércate lo suficiente para ver la matrícula. Y puedes decirme el modelo de coche, ¿verdad? Puedes ver el color -dijo Lynley.
– Sólo el color -dijo-. Tengo que seguirle…
– Maldita sea, Barbara. Entonces llama a los refuerzos, explícales la situación, y da tu número de matrícula y la descripción de tu coche. No tengo que recordarte que este tío es peligroso. Si tiene a alguien con él…
– No lastimará a nadie mientras ella conduzca, señor. Llamaré a los refuerzos cuando sepa dónde estamos. ¿Qué pasa con Whiting?
– Barbara te estás poniendo en peligro, así, sin más. No es el momento para que tú…
– ¿Qué sabemos, señor? ¿Qué le contó Norman? Oyó que Ardery hablaba.
– Ella cree…
Barbara cortó alegremente con un:
– Voy a tener que colgar, señor. El tráfico está fatal y creo que pierdo la señal y…
– Whiting -dijo él. Ella sabía que lo hizo para llamar su atención. Típico de él. Se vio forzada a escuchar toda una retahíla de hechos: el encargo a Whiting del Ministerio del Interior de proteger a alguien al más alto nivel; Lynley y Ardery llegando a la conclusión de que se trataba de Jossie, pues era la única explicación por la que Whiting no había entregado a New Scotland Yard las pruebas del viaje de Jossie a Londres; Whiting sabía que la Met se centraría en Jossie y no podía permitir que eso sucediera.
– ¿Incluso si las pruebas hacían ver que Jossie había matado a alguien? -inquirió Barbara-. Maldita sea, señor. ¿Qué tipo de alta protección? ¿Quién es este tipo?
No lo sabían, pero en ese momento daba lo mismo porque lo que importaba ahora era Frazer Chaplin… y que Barbara le tenía a la vista…
«Bla, bla, bla», pensó Barbara.
– Bien, bien, bien. Lo pillo -dijo ella-. Oh, maldita sea, creo que le estoy perdiendo, señor…, mala cobertura por aquí…, le estoy perdiendo.
– ¡Llama a los refuerzos de una vez por todas! -Esas fueron las última palabras que escuchó.
No se había quedado sin cobertura, pero el coche que estaba siguiendo había girado bruscamente hacia una carretera secundaria a las afueras de Brockenhurst. La discusión con Lynley no podía distraerla en ese momento. Decidió ir a por todas y viró a la derecha, justo por delante de un camión de mudanzas que iba en dirección contraria, justo donde una señal indicaba dirección a Sway.
Su cabeza era un hervidero de información: hechos, nombres, caras y posibilidades. Ella contaba con poder hacer una pausa, ordenarlo todo y llamar a Lynley pidiendo los refuerzos con los que tanto insistía; o bien podía llegar primero al lugar donde se estaban dirigiendo, sondear la situación y tomar después las decisiones pertinentes. Escogió la segunda opción.
Tess iba en el asiento trasero del vehículo de Whiting. Como era tonta, la perra estaba encantada de dar una vuelta en un día laborable, ya que normalmente debía esperar en el coche a que Gordon terminara de trabajar para poder hacer algo más que tumbarse y esperar a poder divertirse persiguiendo ardillas. Sin embargo, ahora las ventanas estaban abiertas, sus orejas ondeaban y su nariz olfateaba el delicioso olor del verano. Gordon, sabiendo lo que iba a suceder, se dio cuenta de que la perra no iba a poder ayudarle.
Lo que iba a suceder era evidente. En lugar de dirigirse a Fritham, el primer enclave de campos que debía cruzarse antes de llegar a la propiedad de Gordon, Whiting condujo en dirección a Eyeworth Pond. Había un sendero antes de la laguna que le habría llevado a la casa de Gordon más rápido, pero Whiting pasó de largo y fue a la laguna, donde aparcó en el primer piso de ese tosco estacionamiento. Daba al agua.
Tess no cabía en sí de gozo esperando un paseo por los bosques que bordeaban el estanque y se extendían hasta abarcar una amplia superficie de árboles de cultivo, colinas y otros recintos. Ladró, agitó la cola y miró de modo significativo a través de la ventana abierta.
– O callas a la perra, o abres la puerta y la sacas de aquí -dijo Whiting.
– ¿No vamos a…? -contestó Gordon.
– Calla a la perra.
A partir de entonces, Gordon entendió que cualquier cosa que sucediera ocurriría en el coche. Y tenía sentido, cuando uno pensaba en la hora del día, la época del año y el hecho de que no estaban solos. Los coches estaban aparcados en el nivel inferior, y había dos familias dando de comer a los patos a lo lejos en el estanque, un grupo de ciclistas salían del bosque, una pareja de ancianos hacían un picnic debajo de uno de los sauces y se tumbaban en hamacas, y una mujer paseaba a seis cachorros a mediodía.
Gordon se volvió hacia su perra.
– ¡Siéntate, Tess! ¡Más tarde! -le dijo, y rezó para que le obedeciera. Sabía que la perra correría hacia los árboles si Whiting insistía en que abriera la puerta. También sabía lo improbable que sería que le dejara ir tras ella si se escapaba. De repente, se dio cuenta de que Tess era más importante para él que cualquier cosa en su patética vida. El afecto que ella le tenía, del modo que tienen todos los perros, era incondicional. Iba a necesitar aquello en los días venideros.
La perra se sentó en el asiento con gran renuencia. Antes de hacerlo, le echó una mirada conmovedora desde el exterior.
– Más tarde -le dijo-. Buena perra.
Whiting se echó a reír. Movió su asiento y ajustó su posición.
– Muy bonito, Muy, muy bonito -dijo-. No sabía que eras tan aficionado a los animales. Me parece increíble conocer algo nuevo de ti, cuando ya pensaba que lo sabía todo. -Se puso cómodo-. Y ahora, tú y yo tenemos algunos asuntos pendientes -dijo.
Gordon no respondió nada. Se dio cuenta de la habilidad de Whiting en planearlo todo; ese hombre le había calado desde el principio. Su último encuentro se había visto interrumpido, pero había sido lo suficientemente largo como para saber cómo acabaría la próxima vez. Whiting entendió que Gordon nunca volvería a verle solo y sin algo para poder defenderse. Pero defenderse de Whiting en un lugar público podía exponerlo demasiado. Le habían atrapado otra vez. Por todas partes. Y siempre iba a ser así. Whiting empezó a bajarse la cremallera de su pantalón.
– Piénsalo de este modo, chaval. Supongo que te la han metido en el culo, y no me gusta. Lo otro servirá. Ven y sé un buen chico, ¿eh? Después lo vamos a dejar todo, tú y yo. No te harás el listillo. Nada de eso, querido.
Gordon supo que podría finalizarlo, ahora, en ese momento, y para siempre. Estaba listo. Pero el resultado de llevar a cabo aquello también significaría su final, y su cobardía no le permitía hacer frente a eso. Sencillamente le faltaba valentía. Así era y así sería para siempre. ¿Cuánto le llevaría y qué le costaría ejecutar a Whiting? Seguramente, pensó, podría vivir con ello, como había podido vivir con todo lo demás. Se volvió en su propio asiento. Miró a Tess. Tenía la cabeza sobre sus patas, sus ojos le miraban con tristeza, su cola se movía lentamente.
– La perra se viene conmigo -le dijo a Whiting.
– Como quieras -sonrió Whiting.
Las manos de Meredith se movían hábilmente en el volante. Su corazón latía con fuerza. Le costaba respirar. El tío le apoyaba algo en el costado, algo igual de afilado que lo que llevaba cuando ella se metió estúpidamente en el dormitorio de Gina Dickens.
– ¿Cómo crees que será cuando atraviesa la carne? -había murmurado, en referencia al objeto.
Ella no tenía ni la más remota idea de quién era él. Pero, evidentemente, él sabía quién era ella, porque la había llamado por su nombre.
– Y tú debes de ser Meredith Powell, la que me robó mi preciosa moneda de oro -le había dicho al oído-. Me han hablado de ti, Meredith, ya lo creo. Pero te aseguro que jamás pensé que tendría la oportunidad de conocerte.
– ¿Quién eres? -dijo, e incluso cuando lo preguntaba sabía que algo en él le era familiar.
– Es…, es una buena pregunta, Meredith. Pero no es necesario que sepas la respuesta.
La voz. Escuchó lo suficiente para poder relacionarle con la llamada que había interceptado en el dormitorio de Gina. En aquel momento había pensado que se trataba del comisario jefe Whiting, concluyó con amargura después de sopesar todas las opciones: aquel hombre era quien había hecho la llamada telefónica. La voz parecía la misma.
– Tu llegada cambia un poquito las cosas -le había dicho.
Así que fueron al coche de ella. Su mente empezó a discurrir a cien por hora cuando la forzó a sentarse en el asiento del conductor. Le dijo que le llevara a la propiedad de Gordon Jossie, así que supuso que ésa era la respuesta: ese tío actuaba en connivencia con Gordon, y Jemima había muerto porque lo había descubierto. Aquello, de todos modos, trajo la pregunta acerca de cómo encajaba Gina Dickens en todo eso, lo que llevó a Meredith a concluir que Gina y ese tío eran los que estaban compinchados. Pero eso llevó a la pregunta de quién era Gina, que la llevó a preguntarse quién era Gordon, lo que la obligó a preguntarse acerca de dónde encajaba en todo aquello el comisario jefe Whiting, cuando, según Michele Daugherty, fue el nombre de Jossie lo que llevó a Whiting hasta su oficina para amenazarla.
Y eso le planteó la pregunta de si la propia Michele Daugherty estaba involucrada, porque quizás ella también era una mentirosa. Todos parecían serlo.
«Dios, oh Dios, oh Dios -pensó Meredith. Tendría que haber ido a trabajar a Gerber & Hudson…»
Consideró conducir salvajemente alrededor de Hampshire en lugar de dirigirse a la propiedad de Gordon cuando el hombre le exigió que la llevara allí. Pensó que si conducía lo suficientemente rápido y sin cuidado tendría la oportunidad de llamar la atención de alguien -una patrulla de la Policía no hubiera estado mal-, y de este modo, salvarse. Pero estaba aquella cosa que asomaba por el costado, que sugería una lenta y dolorosa entrada en algún lugar cercano a… ¿qué? ¿Estaba allí su hígado? ¿Dónde tenía los riñones exactamente? ¿Y cuánto dolía ser apuñalada? ¿Cuál era su nivel de heroicidad para someterse…? Pero ¿la apuñalaría mientras conducía el coche?… Y si conducía de forma errática y él le dijera que se detuviera y ella empezara a correr hacia el bosque…, dentro de este frondoso bosque con miles de árboles…, ¿cuánto tiempo pasaría hasta que alguien la encontrara mientras ella se desangraba? Como Jemima. Oh, Dios, Oh Dios, Oh Dios.
– ¡Tú la mataste! -dejó escapar. No quería hacerlo.
Intentó mantener la calma. Como Sigourney Weaver en esa película antigua sobre el bicho del espacio. Es más, incluso como un referente más antiguo, como en el programa de la tele en el que salía Diana Riggs dándole patadas a los malos en la boca con esos tacones. Qué harían ellas en esta situación, se preguntó ridículamente. Cómo actuarían Sigourney y Diana. Para ellas era fácil porque lo tenían todo en el guión y, claro, el extraterrestre, el malo, el monstruo o lo que fuera… siempre moría al final, ¿no era así? Sólo que Jemima ya estaba muerta.
– ¡La mataste! ¡La mataste! -gritó Meredith.
La punta del arma cada vez presionaba con más fuerza.
– Conduce -dijo-. Me he dado cuenta de que matar es más fácil de lo que pensaba.
Ella pensó en Cammie. Empezaba a ver borroso. Se calmó. Haría lo que le dijera y lo que fuera necesario para poder volver con Cammie.
– Tengo una hija. De cinco años -dijo-. ¿Tú tienes hijos?
– Conduce -contestó él.
– Lo que quiero decir es que tienes que dejarme ir. Cammie no tiene un padre. Por favor. No querrás hacerle eso a mi pequeña.
Ella le miró. Era moreno, como un español, y su rostro parecía marcado por la viruela. Tenía los ojos marrones. Estaban clavados en ella. No había nada en ellos. Se dio cuenta de que era como mirar una pizarra. Miró hacia otro lado y se mantuvo atenta a la carretera. Empezó a rezar.
Barbara consideró que si el otro coche se dirigía a la propiedad de Gordon -como al parecer hacía desde que giró hacia Sway-, Gina Dickens debía de estar allí. O Georgina Francis. O quien demonios fuera. A mediodía estarían en plena caminata por la propiedad de Jossie para encontrarse con el mismo Jossie, que estaría en el trabajo. En cambio, estaban de camino para encontrarse con otra persona, y esa persona tenía que ser Gina-Georgina. Todo lo que Barbara necesitaba era seguirles desde una distancia prudencial, para cerciorarse de que paraban donde ella pensaba, y después llamar a los refuerzos, si no se veía con fuerzas para lidiar con la situación ella misma.
Si iba demasiado rápido a por Frazer Chaplin, Georgina Francis podría escapar. En esa parte del campo no parecía difícil. La isla de Wight estaba sólo a un ferri de distancia. Llegar al aeropuerto desde Yarmouth no parecía complicado. Southampton tampoco estaba lejos. Como tampoco lo estaba el aeropuerto. Así que debía ir con cuidado. Lo último que quería era jugar su mano demasiado pronto. Su móvil volvió a sonar. I love you, Peggy Sue. Miró a la pantalla de su teléfono y vio que era Lynley, que sin duda llamaba porque había entendido que se había cortado antes. Dejó que sonara el buzón de voz y continuó conduciendo. El Polo delante de ella hizo un giro en el primero de los estrechos caminos que llevaban a la casa de Gordon Jossie. Estaban a menos de dos minutos de su destino. Cuando llegaron y el coche tomó el camino hacia la casa de Gordon Jossie, Barbara no se sorprendió.
Pasó rápidamente -esperó que pensaran que era sólo otro coche en el camino- y encontró un lugar un poco más adelante, donde dejó el Mini en una de las salidas de acceso de una de las granjas de la zona. Aparcó, agarró su teléfono móvil por si se decidía a cooperar con sus superiores -aunque tuvo cuidado en dejarlo apagado- y se apresuró a regresar a la dirección que había dejado atrás.
Llegó primero a la casa de Jossie, no al camino de entrada. El seto de espino escondía la casa desde el sendero, y también los protegía de ser vistos. Ella se deslizó lo suficiente para ganar un poco de visión de la entrada y un poco del prado que estaba detrás. Vio a Frazer Chaplin y a su compañera entrar y cruzar dicho prado. Salieron de su campo de visión, sin embargo, en menos de diez metros. Volvió al seto. No le apetecía acabar llena de arañazos por intentar atravesarlo. Era espeso y, a efectos prácticos, intransitable, así que necesitaba pensar otro modo de poder atravesarlo. Encontró un lugar donde el seto formaba un ángulo y se metió en él para cruzar por el este de la propiedad. Como pudo ver una vez estuvo allí, aquello daba a otro prado definido por las mismas cercas de alambre que se usaban en todos los terrenos de Jossie. Pero éste era más fácil de escalar, y así lo hizo.
Ahora lo que se interponía entre ella, el prado oeste y Frazer Chaplin era el granero en el que Jossie mantenía el coche de Jemima y su equipo de techador. Si rodeaba el garaje, sabía que podía llegar a la parte norte del prado oeste, donde Frazer Chaplin tenía a la mujer que iba con él. No había indicios inmediatos de Gina Dickens, pero cuando Barbara se escabulló en dirección al garaje y hacia su parte posterior, pudo ver el bien conservado Mini Cooper de Gina, en el camino de entrada. Era el momento de llamar a los refuerzos, pero, antes de hacerlo, tenía que asegurarse de que la presencia del reluciente coche de color rojo indicaba que estaba la propietaria. Alcanzó la parte trasera del granero.
Detrás de él, a unos cincuenta metros de distancia, empezaba el bosque, bordeado por espesos castaños, y coronado por robles. Le podía haber proporcionado un refugio excelente, un lugar para esconderse y desde donde podría observar qué sucedía en el prado. Pero desde esa distancia, no había forma de saber qué estaban diciendo. Incluso si hubiera podido oírlos, era imposible llegar al bosque sin ser vista desde el mismo prado. Aunque se arrastrara, no funcionaría, dado que el prado estaba cercado por alambre, no con piedra, y la zona entre el prado y el bosque sólo proporcionaba la protección de algunos hierbajos ocasionales. Cualquiera sería fácilmente visto por alguien desde el interior.
Aquello funcionaba en ambos sentidos, pensó. Porque desde el borde del granero Barbara podía ver el prado con bastante facilidad. Y lo que vio fue a Frazer Chaplin empuñando un arma contra el cuello de Meredith Powell. Su otro brazo agarraba a Meredith por la cintura. Si ella se movía, lo que empuñaba Frazer -debía de ser un cayado de techador, dado el lugar en el que se encontraban- le iba a atravesar la carótida a Meredith Powell, tal y como había hecho con la arteria de Jemima en el cementerio Abney Park.
Barbara se dio cuenta de que pedir refuerzos sería totalmente inútil. Para cuando llegara la Policía de Lyndhurst, Meredith Powell probablemente estaría gravemente herida o muerta. Si quería evitarlo iba a tener que actuar.
Él la llamaba George. Ridículamente, Meredith se preguntó qué clase de nombre era ése para una mujer, hasta que se dio cuenta de que se trataba de un diminutivo de Georgina. Por su parte, Gina le llamaba Frazer. Y no estaba especialmente contenta de verle. La habían interrumpido en medio de lo que parecía un cultivo en serie del prado en el que Gordon mantenía a los ponis fuera del bosque cuando necesitaban cuidados especiales. Había estado limpiando un montón de hierbajos en la zona noroeste del prado y descubrió una vieja piedra que probablemente había estado allí desde hacía por lo menos doscientos años.
– ¿Qué demonios…? -dijo ella, que dejó lo que estaba haciendo al ver cómo Meredith estaba siendo forzada a caminar hacia donde ella se encontraba-. ¡Por el amor de Dios, Frazer! ¿Qué es lo que sucede?
– Una sorpresa, me temo -respondió él.
Ella miró apresuradamente a Meredith.
– ¿Y tuviste que…? -siguió.
– No podía dejarla allí, ¿no es así, George?
– Bueno, esto es genial. ¿Y qué diantre se supone que debíamos hacer con ella? -Señaló con un gesto hacia su proyecto de jardinería-. Tiene que ser aquí. No hay otro lugar. No hay tiempo para liarnos con más problemas de los que ya tenemos.
– No se puede hacer nada. -Frazer sonó reflexivo-. No me la encontré en la calle. Apareció en tu habitación. Había que ocuparse de ella, y todo tiene un límite. Tiene sentido hacerlo aquí más que en cualquier otro lugar.
Ocuparse de ella. Meredith sintió que le flojeaban las rodillas.
– Quieres echarle la culpa a Gordon, ¿verdad? Eso es lo que hiciste desde el principio -dijo Meredith.
– Como ves… -le dijo Frazer a Gina. Su voz tenía un tono significativo. No hacía falta ser un genio para saber a qué se refería: la maldita tarada había llegado al fondo de la cuestión y ahora tenía que morir. Podían matarla del mismo modo que asesinaron a Jemima. Podían esconder su cuerpo -ésa era la palabra, ¿no?- en los terrenos de Gordon. Quizá nadie lo descubriera hasta al cabo de un día, una semana, un mes o un año. Pero cuando lo encontraran, Gordon se llevaría toda la culpa porque los otros dos estarían bien lejos. Pero ¿por qué?, se preguntó Meredith.
No se había dado cuenta de que ella había hablado hasta que el brazo de Frazer la sujetó fuertemente por la cintura y el arma se metió en su piel. Sintió cómo se rompía y gimió.
– Sólo un poquito -murmuro entre dientes- Cierra el pico. -Y después le dijo a Gina-: Necesitamos una tumba. -Soltó una carcajada áspera y señaló-: Diablos, estabas «escarbando», de todos modos, ¿verdad? Me va a salir un dos por uno.
– ¿Aquí, en mitad del prado? -preguntó Gina-. ¿Por qué demonios íbamos a enterrarla aquí?
– No nos podemos dar el lujo de responder a esa pregunta, ¿verdad? -señaló-. Empieza a cavar, Georgina.
– No tenemos tiempo.
– No hay otra opción. No tiene que ser muy profundo. Lo suficiente para que cubra el cuerpo. Coge una pala mejor. Debe de haber una en el garaje.
– No quiero mirar cuando…
– Estupendo. Cierra tus malditos ojos cuando llegue el momento. Pero ve a por la puta pala y empieza a cavar la maldita tumba, porque no puedo matarla hasta que no tengamos un lugar donde pueda desangrarse.
– Por favor, tengo una niña pequeña. No podéis hacerme esto. -Meredith gimió de nuevo.
– Oh, ahí es donde te equivocas de pleno -dijo Frazer.
Conducían en silencio, aunque Whiting lo rompía de vez en cuando para silbar una cadenciosa melodía que por momentos sonaba alegre. Tess también cortaba el silencio, pero con un gemido, que le decía a Gordon que la perra entendía que algo iba mal.
El viaje no duró más de lo que podría haber durado ir de Fritham a Sway en pleno día. Pero para él era como si se arrastraran, pensó. Le parecía que llevaba toda la vida atrapado en el asiento del pasajero del coche de Whiting. Cuando por fin giraron en Paul's Lane, Whiting le dio las instrucciones, una maleta y que debía estar listo en un cuarto de hora. En cuanto a la pregunta que le hizo Gordon acerca del resto de sus pertenencias… Tendría que hablarlo con cualquier autoridad competente más adelante, porque a él no le interesaba en absoluto esa cuestión.
El comisario jefe hizo la forma de una pistola con el pulgar y el índice, y dijo:
– Considérate afortunado de que no tiré de la manta cuando me enteré de tu viajecito a Londres. Podía haberlo hecho entonces, ¿sabes? Considérate jodidamente afortunado.
Gordon se dio cuenta de cómo había trabajado la cabeza de Whiting, Su viaje a Londres -que Gina le contó a Whiting, sin duda- había eliminado cualquier tipo de precaución que Whiting hubiera tenido con él hasta la fecha. Antes de esa excursión, Whiting simplemente había estado acechando desde la periferia de su vida, enseñando que estaba seguro «manteniendo el pico cerrado» tal como había dicho una y otra vez, intimidándolo, pero sin cruzar ninguna otra frontera que no fuera la del matón al otro lado del jardín. Cuando se enteró de que había estado en Londres, sin embargo, y lo conectó con lo que sabía sobre la muerte de Jemima, las compuertas que habían soportado las aguas se abrieron y soltaron toda la bilis del comisario jefe. Una palabra suya al Ministerio del Interior y Gordon Jossie volvía dentro, un violador de las condiciones de su libertad, un peligro para la sociedad. El Ministerio del Interior le privaría de la libertad primero y después haría las preguntas. Gordon sabía cómo iba la jugada y eso le hacía cooperar.
Y ahora… En ese punto, Whiting difícilmente podía decirle al Ministerio del Interior nada acerca del viaje de Gordon a Londres el día que murió Jemima. Suscitaría un montón de preguntas en relación a cómo Whiting conocía aquello. Gina daría un paso al frente y revelaría que ella había estado pasando la información. Whiting se vería forzado a explicar por qué Gordon seguía en libertad, y eso no le interesaba. Mejor disfrutar de su última dosis de felicidad en Eyeworth Pond y después entregar a Gordon a quien fuera que viniera a buscarlo.
– No te importa que esté muerta, ¿verdad? -le dijo a Whiting.
El policía le miró. Detrás de sus gafas oscuras, sus ojos estaban blindados. Pero sus labios se movieron con asco.
– ¿Quieres que hablemos sobre la muerte de alguien?
Gordon no contestó.
– Ah, sí. No creo que ésta sea una conversación que alguien como tú quiera tener. Pero podemos tenerla si lo deseas, tú y yo. No soy reacio a ello, ya sabes.
Gordon miró por la ventana. Todo se iba a reducir a lo mismo, para siempre. No únicamente entre Whiting y él, sino entre él y cualquiera. Esa sería, eternamente, la medida de su vida, y estaba loco si pensaba de otro modo, incluso por un momento y especialmente cuando años atrás aceptó la invitación de Jemima Hastings para tomar una copa en la casa de su hermano. Se preguntó en qué estaría pensando al decirse que podía tener una vida normal. Medio loco y solo, pensó. Esa era la conclusión. La compañía de un perro no era suficiente.
Cuando llegaron a su propiedad vio de inmediato los coches en la entrada. Los reconoció. Gina estaba en casa, pero Meredith Powell también estaba allí por alguna razón.
– ¿Cómo quieres que lo hagamos entonces? -le dijo a Whiting mientras el comisario jefe aparcaba frente a los setos de la casa-. No podemos llamarlo exactamente un arresto, ¿verdad? Teniéndolo todo en cuenta.
Whiting miró su reloj. Gordon consideró que el comisario jefe estaba pensando acerca de los «dóndes» y de los «cuándos»: dónde se suponía que iba a entregar a Gordon al Ministerio del Interior y a qué hora. Era probable que también estuviera considerando cuánto tiempo había transcurrido desde que el Ministerio del Interior le había dicho que recogiera a Gordon, el tiempo correspondiente a su interludio juntos en Eyeworth Pond.
El reloj avanzaba, por lo que difícilmente podría volver luego a por sus enseres, una vez que Gina y Meredith se hubieran ido de la propiedad. Contaba con que Whiting le diría que tenía que irse sin la maleta. Sus cosas -tal como estaban- serían enviadas más adelante. Pero en cambio, Whiting le dijo con una sonrisa:
– Oh, esperaba que pudieras inventarte una historia interesante que contarles, querido.
Gordon se dio cuenta de que el comisario jefe veía aquello como algo divertido, todo a su costa. Primero Eyeworth Pond y ahora eso: Gordon haciendo las maletas y dando explicaciones que convenciesen a Gina de por qué estaba a punto de desaparecer.
– Un cuarto de hora -dijo Whiting-. No voy a perder ni un segundo de cháchara con las señoritas. Pero tú puedes hacer lo que quieras. La perra se queda aquí, a mi lado. Para estar seguro. Ya sabes.
– A Tess no le va a gustar -dijo Gordon.
– Sí que le gustará si tú se lo dices. Sabes cómo tratar a las chicas, ¿no es así, mi amor?
En ese momento, Gordon pensó que era mejor que la perra se quedara en el coche. Si Tess iba suelta por ahí, lo más seguro es que fuera en busca de Gina y revelara su presencia. Sin ella, él podría entrar en la casa por la puerta principal, subir en silencio las escaleras, hacer lo que tenía que hacer y marcharse sin ser visto. Sin dar ningún tipo de explicación. Sin mediar palabra.
Asintió con la cabeza a Whiting, le dijo a la perra que se quedara en el coche, y salió de él. Contó con que Gina y Meredith estaban dentro de la casa, probablemente en la cocina, pero, en cualquier caso, no estaban arriba, en el dormitorio. Si iba por la puerta delantera, podría llegar a las escaleras sin que le vieran. El suelo crujiría endemoniadamente, pero era inevitable. Haría lo posible para que todo estuviera lo más silencioso posible, y esperaría que cualquier conversación que mantuvieran fuera suficiente para cubrir su ruido. En cuanto a por qué Meredith se encontraba allí… No entendía cómo la respuesta a esa pregunta le iba a llevar a ningún lado. Además, no parecía tener importancia.
Una vez que hubo llegado a la puerta delantera, oyó sus voces. Pero la casa estaba silenciosa. Se movió lentamente por las escaleras. El único sonido era el de su peso encima de cada peldaño mientras subía. Fue hasta el dormitorio. Una simple maleta y un cuarto de hora. Gordon sabía que Whiting no se andaba con chiquitas. Un minuto de más y empezaría a pasearse por la finca, lo que obligaría a Gordon a explicarse por qué se lo llevaban o incluso él mismo daría las explicaciones. Gordon cogió su maleta de debajo de la cama.
Fue hasta la cómoda y abrió silenciosamente el cajón superior. Estaba cerca de la ventana y tuvo cuidado al moverse, intentando mantenerse fuera del alcance de la vista. Porque si Gina y Meredith estaban fuera y miraban hacia arriba… Dio un vistazo para asegurarse. Los vio a todos a la vez. La ventana daba a la entrada y a la parte oeste del prado, sin los ponis que solía tener allí por Gina, para que no entraran al recinto. Ella estaba en el prado, como Meredith. Pero con ellas estaba un hombre que no logró reconocer. Estaba de pie detrás de Meredith y la agarraba por la cintura de un modo que sugería que ella no estaba dispuesta a participar en todo aquello. Y todo aquello era una excavación. Gina tenía una de las palas del garaje y estaba cavando desesperadamente un rectángulo en el suelo, un poco más allá del abrevadero del viejo caballo. Vio que había limpiado algunos hierbajos. Debía de haber estado trabajando como una loca desde esa mañana.
Al principio pensó que lo estaba haciendo de maravilla. Las cosas parecía que salían como él esperaba. Entonces se dio cuenta de que le debía a Jemima ese instante. Claramente, ella le había revelado parte de la verdad, pero, por alguna razón, no se la había contado toda. ¿Algún tipo de lealtad perversa hacia él? ¿Sospechas sobre el otro? Nunca lo sabría.
Empezó a moverse desde la ventaba, sabiendo que los tres cavarían hasta China antes de saber qué estaban buscando.
Pero Meredith hizo un movimiento repentino -como si tratara de escapar de las manos del tipo extraño que estaba con ella- y al hacerlo, le dio la vuelta y él la volvió a girar, de modo que ya no estaban de cara a Gina y su hoyo, sino mirando hacia la casa. Gordon vio que el tipo sostenía algo sobre el cuello de Meredith, y su mirada fue de la pareja hasta Gina. Se fijó en lo que realmente estaba haciendo, el tamaño y la forma de aquello, y maldijo. Estaba cavando una tumba.
Así que ésos eran los asesinos de Jemima, pensó. Había estado durmiendo con uno de ellos. Era la mujer de Londres que, tal como le contaron los policías detectives de Scotland Yard, salía en las fotos de aquella exposición. Había ido hasta Hampshire con el objetivo de atraparlo, qué tonto había sido, y había caído en sus brazos.
Al colocar todas esas malditas tarjetas los había ayudado: «¿Han visto a esa mujer?», y por supuesto que la había visto. Jemima había confiado en aquel tío. El tío había confiado en Gina. Habían decidido el resto desde ese momento: uno de ellos en Londres, y otro en Hampshire, y cuando llegara el momento preciso…, lo demás era un juego de niños. Una llamada de ese tipo desde Hampshire: allí era donde estaba ella. Allí era donde podía encontrarla. Y entonces a esperar.
Y ahora ese momento, afuera, en el prado. Estaba destinado a ser así. Iba a haber otro cadáver. Pero en este caso en su propia casa.
No sabía cómo se lo había montado para recoger a Meredith Powell y llevarla allí. No sabía por qué lo habían hecho. Pero sí sabía con una claridad meridiana lo que pretendían, como si él mismo lo hubiera planeado. Sólo había un final posible.
Se dirigió hacia las escaleras.
Una vez que Gina Dickens empezó a excavar en serio, Barbara llamó a los refuerzos. Contaba con que Frazer no acabaría con la vida de su rehén hasta que tuviera un lugar donde deshacerse del cuerpo. La única manera de que pareciera que Gordon Jossie la había asesinado era dejarla en alguna parte y esperar que nadie la detectara hasta que estuviera bajo tierra el tiempo suficiente para que encajara con el tiempo de su muerte -y por lo tanto con la coartada de Jossie, que sería poco sólida-. Necesitaban enterrarla.
Por suerte Meredith Powell no colaboraba. Luchó lo mejor que pudo. Cuando lo hizo, sin embargo, Frazer le puso el cayado en el cuello. Sangraba profusamente por la parte delantera de su cuerpo, pero hasta ahora él había evitado el golpe fatal. Sólo lo suficiente para calmarla, pensó Barbara. Menudo trabajo estaba haciendo.
Cuando pasaron su llamada, Barbara se identificó entre susurros. Sabía que el equipo de emergencia podía estar en cualquier lugar de Hampshire, y eso, combinado con la imposibilidad de dar detalles específicos de cuál era su localización, significaba que era poco probable una intervención a tiempo. Pero ella contaba con que el comisario jefe Whiting sabía dónde vivía Gordon Jossie, y con que la información que ella había pasado, llegaría: «llama a la comisaría de Lyndhurst, cuéntale al comisario jefe Whiting que envíe refuerzos de una vez a la propiedad de Gordon Jossie a las afueras de Sway, él sabe dónde está, estoy en su casa, la vida de una mujer pende de un hilo, por el amor de Dios daos prisa, enviad a un equipo armado y hacedlo ahora».
Entonces apagó su móvil. No tenía arma, pero las probabilidades estaban a la par. Ella era totalmente capaz de marcarse un farol como nadie. Y si no disponía de nada de su parte, todavía guardaba un as en la manga. Era el momento de usarlo.
Se dirigió hacia el otro lado del garaje.
Meredith no podía gritar. La cosa puntiaguda estaba dentro de su carne por tercera vez. Ya le había pinchado en el cuello tres veces, en un lugar diferente en cada ocasión. La sangre manaba hacia abajo por su huesudo cuerpo y por sus pechos, pero no quería mirarlo por miedo a desmayarse. Ya estaba lo suficientemente débil.
– ¿Por qué? -susurró apenas. Sabía que decir «por favor» estaba fuera de lugar. Y «por qué» se refería a Jemima, no a ella. Había un buen número de preguntas que concernían a Jemima. No podía entender por qué tuvieron que matar a su amiga. Vio que lo habían hecho de tal modo que la Policía se centraría en Gordon como culpable. Llegó a la conclusión de que querían tanto a Jemima como a Gordon fuera de juego, pero desconocía el motivo. Y entonces ya no importaba, ¿verdad?, porque iba a morir también. Igual que Jemima y para qué, para qué y qué sería de Cammie. Sin un padre. Sin una madre. Creciendo sin saber lo mucho que ella… ¿Y quién la encontraría? La enterrarían, y luego y luego y después, ¡Dios!
Trató de mantener la calma. Intentó pensar. Procuró pensar en trazar un plan. Era posible. Lo era. Podía. Lo necesitaba. Y entonces sintió dolor de nuevo. Las lágrimas le caían y no quería llorar. Estaban ensangrentadas. No podía ingeniarse una manera de sobrevivir a aquello más que…, ¿qué? No lo sabía.
Tan increíblemente estúpida. Toda su vida era un brillante ejemplo de cuan estúpida una persona podía llegar a ser. Sin cerebro, chica. Completa y enloquecedoramente inútil e incapaz de interpretar a una persona, de leerla por lo que realmente era. Por lo que cualquiera fuera. Y ahora aquí… «¿A qué estás esperando? -se preguntó-. ¿Estás esperando a lo que has estado esperando siempre…, un rescate de donde tú misma te has colocado por ser tan endiabladamente cabezona desde el día que naciste…?»
– Esto acaba aquí.
Todo se detuvo. Sintió que el mundo daba un giro, pero no fue el mundo, sino el hombre que la sostenía, quien estaba dando vueltas, y ella con él. Y allí estaba Gordon. Había entrado en el prado. Iba hacia delante. Sostenía una pistola…, ni más ni menos, una pistola, de dónde había sacado Gordon una pistola, por Dios…, habría tenido siempre una pistola y por qué… Ella se sintió débil, pero aliviada. Se había mojado. Orina caliente salpicando su pierna. Se había acabado, acabado, acabado. Pero el tipo no la soltó. Tampoco dejó de agarrarla.
– Ah, veo que tendremos que hacerlo más profundo, George -dijo él, como si no se sintiera amenazado en lo más mínimo por lo que sostenía Gordon Jossie.
– No es allí, Gina -dijo Gordon inexplicablemente, señalando el lugar en el que había estado limpiando el prado-. Por eso la matasteis, ¿no? -Se dirigió al extraño-. Ya me has oído. Esto se acaba aquí. Déjala ir.
– ¿O qué? -dijo el hombre-. ¿Me vas a disparar? ¿Vas a ser el héroe? ¿Vas a dejar que salga tu foto en la portada de todos los diarios? ¿En los telediarios de la noche? ¿En las tertulias de los programas de la mañana? Vamos, Ian. No puedes querer eso. Continúa cavando, George.
– Así que ella te lo contó -respondió Gordon.
– Bueno, por supuesto que lo hizo. Uno pregunta, ya sabes. Después de eso, ella no quería que la encontraras. Ella estaba…, bien, no querría ofenderte, pero estaba lo suficientemente asqueada al saber quién eras de verdad. Luego, cuando vio las tarjetas… Volvió a casa en estado de pánico y… Uno le pregunta a su amante (perdona, George, pero creo que estamos empatados en esto, verdad, querida) le pregunta, claro. Ella te detestaba lo suficiente como para contármelo. Deberías haberlo dejado todo como estaba, ya sabes, una vez se fue a Londres. ¿Por qué no lo hiciste, Ian?
– No me llames así.
– Es tu verdadero nombre, ¿verdad? George, cariño, este es Ian Barker, ¿no es así? No es ni Michael ni Reggie. Es Ian. Pero él habla sobre ellos cuando sueña, ¿cierto?
– Pesadillas -dijo Gina-. Unas pesadillas que no puedes ni imaginarte.
– Deja que se vaya. -Gordon hizo un gesto con la pistola. El hombre todavía la agarró con más fuerza.
– No puedo, no lo haré. No tan cerca del final. Lo siento, colega.
– Voy a dispararte, seas quien seas.
– Frazer Chaplin, para servirle -dijo. Sonó bastante alegre. Dio un pequeño giro a lo que sostenía sobre el cuello de Meredith. Ella gritó-. Así que sí, ella vio esas tarjetas, Ian, amigo mío -dijo Frazer-. Entró en una suerte de estado pánico. Corrió de aquí para allá diciendo tonterías acerca de un tipo en Hampshire que jamás debió de haber conocido. Así que uno preguntó por qué. Bien, es lo que hace la gente. Y se desmoronó. Qué niño tan travieso eras, ¿no es así? Hay muchos por ahí que quieren encontrarte. La gente no olvida. Y menos un crimen de ese tipo. Y ésa es la razón, por supuesto, por la que no vas a dispararme. Aparte del hecho de que es bastante probable que yerres en tu tiro y le des a la pobrecita Meredith justo en la cabeza.
– Tal y como yo lo veo, eso no es un problema -dijo Gordon. Giró el arma hacia Gina-. Ella es la que va a recibir un disparo. Tira la pala, Gina. Esto ha acabado. El tesoro no está aquí, Meredith no va a morir y me importa un carajo quien sepa mi nombre.
Meredith gimió. No tenía ni idea de lo que estaban hablando, pero trató de extender su mano hacia Gordon en señal de agradecimiento. Había sacrificado algo. Ella no sabía qué. No sabía por qué. Pero lo que significaba era…
El dolor la desgarró. Fuego y hielo. Subió por la parte superior de la cabeza y a través de sus ojos. Sintió algo que se rompía y algo que estaba siendo liberado. Cayó al suelo sin ofrecer resistencia.
Barbara había logrado colocarse en la esquina sureste del garaje cuando oyó el disparo. Había estado moviéndose sigilosamente, pero se detuvo. Sólo por un instante. Sonó un segundo disparo y corrió hacia delante. Logró llegar al prado y se arrojó al interior. Escuchó un ruido detrás de ella, los pasos pesados de alguien corriendo hacia donde estaba ella y un hombre que gritó: «¡Tira esa mierda de arma!». Ella lo vio todo como si se hubiera congelado la imagen.
Meredith Powell en el suelo con una púa vieja atravesándole el cuello. Frazer Chaplin a menos de metro y medio de Gordon Jossie. Gina Dickens apoyada en la cerca de alambre con la mano en su boca. El mismo Jossie cogiendo la pistola con frialdad, todavía en la posición del segundo disparo, que acababa de lanzar al aire.
– ¡Barker! -Fue un estruendo, no la voz del comisario jefe Whiting. Estaba vociferando desde la entrada-. ¡Deja la maldita pistola en el suelo! ¡Ahora! Ya me has oído. ¡Ahora!
Tess pasó por delante de Whiting, saltando hacia delante, aullando, corriendo en círculos.
– ¡Suéltala, Barker!
– ¡Le has disparado! ¡Le has matado! -dijo Gina Dickens. Gritó, corrió hacia Frazer Chaplin y se echó encima de él.
– Los refuerzos están de camino, señor Jossie -dijo Barbara-. Baje el arma…
– ¡Deténgalo! ¡Ahora me matará a mí!
La perra ladró y ladró.
– Ve a ver a Meredith -dijo Jossie-. Que alguien haga el puñetero favor de ir a ver a Meredith.
– Deja la maldita arma primero.
– Te he dicho…
– ¿Quieres que ella también muera? ¿Igual que el chico? ¿Te excita la muerte, Ian?
Jossie entonces giró el arma y apuntó a Whiting.
– Solamente algunas muertes. Algunas malditas muertes.
La perra aulló.
– ¡No dispare! -imploró Barbara-. No lo haga, señor Jossie.
Ella corrió hacia la descompuesta figura de Meredith. La púa estaba clavada hasta la mitad, pero no había llegado a la yugular. Estaba consciente, pero sobrepasada por el shock. El tiempo era crucial. Jossie necesitaba saberlo.
– Está viva. Señor Jossie, está viva -dijo-. Deje el arma en el suelo. Déjenos sacarla de aquí. No hay nada más que pueda hacer ahora.
– Se equivoca. Sí que lo hay -dijo Jossie. Y volvió a disparar.
Michael Spargo, Ian Barker y Reggie Arnold fueron a unidades especiales de seguridad durante la primera etapa de sus sentencias. Por razones obvias, los mantuvieron separados, en centros ubicados en diferentes partes del país. El objetivo de las unidades especiales es la educación y -frecuentemente, pero no siempre, dependiendo del grado de colaboración del detenido- la terapia. La información acerca de cómo les fue dentro no es de dominio público, pero lo que sí se sabe es que a la edad de quince años, su tiempo allí terminó, y fueron trasladados a un «centro para jóvenes», que siempre ha sido un eufemismo para decir «una prisión para los jóvenes delincuentes». A los 18 años, fueron trasladados de sus respectivos centros juveniles a cárceles de máxima seguridad, donde pasaron el resto de la condena que habían dictado los tribunales de Luxemburgo. Diez años.
Aquello pasó, claro está, hace mucho tiempo. Los tres chicos, hoy hombres, fueron reinsertados en la sociedad. Debido a casos como el de Mary Bell, Jon Venables y Robert Thompson, por desgracia famosos niños criminales, a los chicos les dieron nuevas identidades. El lugar en el que cada uno fue puesto en libertad sigue siendo un secreto muy bien guardado, se desconoce si son miembros activos de la sociedad. Alan Dresser prometió cazarlos para «devolverles un poco lo que le hicieron a John», aunque dado que están protegidos por la ley y no pueden hacerse públicas sus fotografías, es improbable que el señor Dresser o cualquiera logre dar nunca con ellos.
¿Se ha hecho justicia? Ésta es una pregunta casi imposible de contestar. Para hacerlo se necesita contemplar a Michael Spargo, Reggie Arnold e Ian Barker, o bien como puros delincuentes, o bien como auténticas víctimas, y la verdad se encuentra en algún punto intermedio.
Extracto de Psicopatología, la culpa
y la inocencia en el caso John Dresser,
por el Doctor Dorcas Galbraith.
(Presentado en la Convención de la UE de Justicia
de Menores, a petición del honorable miembro
del Parlamento, Howard Jenkins Thomas.)