El hombre entró nuevamente con el coche en la finca mientras Gordon estaba dando de beber a los ponis. Diez minutos más y se marcharía a su trabajo en el tejado del Royal Oak. Pero ahora estaba atrapado. Permanecía dentro del prado con una manguera en la mano. Gina le observaba desde de la cerca; esta vez ella no había querido entrar en el prado. Aquella mañana los ponis parecían estar nerviosos. Su valor se había desvanecido.
Por encima del borboteo del agua que caía en el abrevadero, Gordon no oyó el motor del coche cuando el vehículo entró en el camino particular. Gina, sin embargo, estaba cerca del borde del camino y llamó a Gordon con cierto titubeo en el mismo momento en que el ruido de la puerta del coche al cerrarse atrajo su atención.
Él vio las gafas oscuras. Reflejaban la luz del sol como las alas de un murciélago extraviado. Luego el hombre echó a andar hacia la cerca y el movimiento de sus labios le confirmó a Gordon que ese hombre estaba decidido a disfrutar lo que fuese que sucediera a continuación.
– Un día magnífico, querida, ¿verdad? Un poco caluroso, pero quién puede quejarse. En este país tenemos muy pocos días de buen tiempo, ¿no cree? -le dijo a Gina en un tono perfectamente controlado para transmitir una absoluta ausencia de simpatía.
Gina miró a Gordon, una mirada rápida cargada de preguntas que no haría.
– Para ser sincera, me gustaría más que corriese un poco de brisa fresca -dijo ella.
– ¿Eso le gustaría? ¿No puede conseguir que nuestro Gordon la abanique a los postres, cuando los dos están calientes y sudorosos?
El hombre sonrió con una exhibición de dentadura que era tan falsa como todo lo demás en él.
– ¿Qué es lo que quieres?
Gordon lanzó la manguera hacia un lado. El agua continuó saliendo a chorros. Los ponis, sorprendidos por su inesperado movimiento, se alejaron trotando a través del prado. Pensó que quizás Gina entrase en la zona cercada en ese momento -con los ponis a una distancia segura-, pero no lo hizo. Se quedó junto a la valla con las manos apoyadas sobre uno de los postes recién colocados. No fue la primera vez que él maldijo ese trozo de madera vertical y a todos sus congéneres. Pensó que quizá tendría que haber dejado que todos los jodidos postes se pudriesen.
– Qué poco amable -respondió el hombre a la pregunta de Gordon-. Lo que quiero es un poco de conversación. Podemos tenerla aquí o podemos dar un paseo.
– Tengo trabajo que hacer.
– Esto no llevará mucho tiempo.
El hombre hizo un mínimo ajuste a sus pantalones: un leve tirón, un desplazamiento lateral, las pelotas colocadas en una posición más cómoda. Era la clase de movimiento que tenía cien interpretaciones diferentes, dependiendo de las circunstancias y del tío que lo hiciera. Gordon apartó la mirada.
– ¿Qué hacemos, pues, mi amor?
– Tengo trabajo pendiente.
– Eso lo sé. De modo que… ¿damos un paseo? -Luego se dirigió a Gina-. No le llevaré demasiado lejos. Habrá vuelto antes de que empiece a echarle de menos.
Gina paseó la mirada de Gordon al hombre, y nuevamente a Gordon. El hombre se dio cuenta de que estaba asustada, por lo que experimentó una inútil oleada de furia. Eso era, por supuesto, lo que el hombre quería que sintiese. Tenía que sacar a ese cabrón de su propiedad.
Fue hasta el grifo y cerró el paso de agua.
– Vamos -dijo y, al pasar junto a Gina, añadió con voz tranquila-. Está todo bien. Volveré.
– Pero por qué tienes que…
– Volveré.
Gordon subió al coche. Oyó una risa ahogada detrás de él: Ése es mi chico. Un momento después retrocedían hasta llegar al camino. Una vez allí, en dirección a Sway, el hombre dijo:
– Eres un pedazo de mierda, ¿lo sabías? Ella no te estaría mirando como si fueses un regalo de Dios para que le llenes su agujero húmedo si supiera la verdad, ¿no crees?
Gordon no dijo nada, aunque sintió que se le revolvía el estómago. Al final del camino giraron a la izquierda y continuaron hacia Sway. Al principio, pensó que su destino era el pueblo, pero pasaron frente al hotel, superaron con un traqueteo las vías del ferrocarril y continuaron en dirección noreste más allá de un grupo de casas rústicas a las afueras del pueblo. El camino los llevaba al cementerio, con sus ordenadas filas de tumbas protegidas en los cuatro costados por alisos, hayas y abedules. Gordon pensó que probablemente enterrarían a Jemima en un lugar como aquél. Los viejos cementerios de la zona estaban llenos y dudaba de que hubiera una parcela familiar en alguna parte, porque ella jamás lo había mencionado y sabía que a sus padres los habían incinerado. Ella nunca había hablado de la muerte, aparte de lo que le contó acerca de sus padres, y se había sentido agradecido por ello, aunque no lo había tenido en cuenta hasta aquel momento. El coche también dejó atrás el cementerio. Gordon estaba a punto de preguntar adónde demonios iban cuando un giro a la izquierda los llevó por un camino en mal estado, hasta un aparcamiento lleno de baches. Y entonces lo supo. Aquello era Set Thorns Inclosure, una zona boscosa similar a muchas otras en el Perambulation, rodeada de una valla para mantener alejados a los animales del New Forest que vagaban libremente por los prados, para que los árboles madereros en su interior crecieran y alcanzaran un tamaño que hiciera imposible que sufriesen ningún daño.
Los senderos transitables serpenteaban a través de aquella vasta extensión de bosques, pero en el aparcamiento había sólo otro coche, y nadie en su interior. De modo que tenían el bosque prácticamente para ellos solos, tal como el otro hombre quería.
– Ven, cariño -le dijo a Gordon-. Demos un pequeño paseo, ¿sí?
Gordon sabía que no tenía ningún sentido tratar de ganar tiempo. Las cosas serían como tenían que ser. Había algunas situaciones sobre las cuales ejercía, al menos, un control nominal. Pero aquélla no era una de ellas.
Salió del coche al aire de la mañana. El olor era fresco y puro. Unos metros delante del coche había un portón en la cerca y fue hacia ella, la abrió, entró en la zona vallada y esperó instrucciones. No tardaron en llegar. Desde ese punto, los senderos partían en tres direcciones: se adentraban en la zona vallada o seguían los límites del bosque. No le importaba qué sendero escogieran, ya que probablemente el resultado sería el mismo.
Un somero examen del terreno fue suficiente para determinar la dirección que debían tomar. Huellas de animales y pisadas humanas de aspecto bastante fresco llevaban hacia el corazón de los árboles, de modo que tomaron una ruta alternativa que discurría en dirección sureste a lo largo del límite del cercado, antes de descender hacia una zona de humedales para volver a ascender debajo de unos castaños y a través de densos setos de acebo. En los lugares abiertos, los guardabosques del Perambulation habían apilado montones de madera cortada de los árboles o que habían caído a causa de las tormentas. Los helechos eran compactos y exuberantes, alentados en su crecimiento por la luz del sol que se filtraba entre las ramas; ahora comenzaban a teñirse de marrón en los bordes. Hacia finales del verano y en otoño formarían una cubierta de encaje marrón allí donde los rayos del sol alcanzaran con más fuerza el suelo del bosque.
Los dos continuaron andando. Gordon estaba a la espera de lo que se avecinaba. No había nadie a la vista, aunque oían a un perro que ladraba a lo lejos. Aparte de eso, el único sonido procedía de los pájaros: ásperas llamadas de los depredadores aviarios y el ocasional y breve gorjeo de los pinzones ocultos profundamente entre los árboles. Era un lugar rico en fauna silvestre, donde las ardillas se alimentaban del abundante botín caído de los castaños. Allí, un relámpago rojizo entre la maleza era un claro indicio de la presencia de zorros en la zona.
Había también sombras por todas partes y el aire era perfumado. Gordon pensó que, mientras caminaba y esperaba, casi podía olvidar que estaba en compañía de un hombre cuya intención era hacerle daño.
– Aquí estamos suficientemente lejos -dijo el otro. Se acercó a Gordon por detrás y apoyó su pesada mano sobre su hombro-. Ahora, querido, permite que te explique una historia.
Estaban separados apenas por unos centímetros. Gordon podía sentir su aliento ansioso y caliente en la nuca. Habían llegado a un lugar donde el sendero se ensanchaba hasta formar un pequeño claro; un poco más adelante, parecía haber un cruce con un portón detrás. A lo lejos, el bosque terminaba y pudo ver un prado que se extendía en la distancia. Allí los ponis pastaban seguros y tranquilos, muy lejos de cualquier carretera.
– Ahora, querido, tienes que darte la vuelta y mirarme. Eso es. Exacto. Muy bien hecho, amor.
Cara a cara, Gordon pudo ver mucho más de lo que deseaba -grandes poros, puntos negros, unos cuantos pelos ignorados en el afeitado de aquella mañana-, y también podía oler el sudor de la anticipación. Se preguntó qué se sentiría al tener ese dominio sobre otra persona, pero sabía que no debía preguntárselo a ese hombre. Las cosas serían mucho peores para él si no jugaba bien sus cartas. Ya hacía mucho tiempo que había aprendido que simplemente debía pasar a través de las cosas para poder seguir adelante.
– De modo que nos han descubierto.
– ¿A qué te refieres?
– Oh, creo que lo sabes muy bien. Los polis te han hecho una visita, ¿verdad? Te están pisando los talones. ¿Qué te sugiere eso?
– La Policía no sabe nada que tú no les cuentes -dijo Gordon.
– Es lo que piensas, ¿verdad? Ummmmm. Sí. Pero han estado en la Escuela Técnica de Winchester, querido. ¿Adonde crees que irán ahora que ya saben que eso era mentira? Alguien, en alguna parte, tendría que haber solucionado eso.
– Bueno, nadie lo hizo. Y no veo que tenga ninguna importancia. No necesitaba esas jodidas cartas.
– ¿Eso es lo que crees?
El hombre se acercó un poco más. Ahora estaban pecho contra pecho y Gordon quiso apartarse al sentirse invadido. Pero sabía cómo sería interpretado ese movimiento. El otro quería que el miedo le sobrecogiera.
– Aprendí el oficio. He trabajado, tengo un negocio. ¿Qué más quieres?
– ¿Yo? -Su voz era todo inocencia y sorpresa-. ¿Qué más quiero yo? Mi querido muchacho, esto no se trata de mí.
Gordon no contestó. Tragó con dificultad un sabor amargo. Oyó que un perro ladraba con excitación en alguna parte. Oyó que su amo le llamaba como respuesta.
Entonces el otro hombre alzó la mano y Gordon sintió el calor de la palma acunando su nuca. Y luego los dedos se tensaron justo detrás de las orejas, el pulgar y el índice aumentando lentamente la presión hasta que se hizo insoportable. Se negaba a reaccionar, a parpadear, a gemir. Volvió a tragar. Percibió el sabor de la bilis.
– Pero ambos sabemos quién quiere algo, ¿no es cierto? Y ambos sabemos qué es ese algo. Tú sabes lo que yo creo que habría que hacer, ¿verdad?
Gordon no respondió. La presión aumentó.
– ¿Verdad, querido? Contéstame ahora. Tú sabes lo que yo creo que habría que hacer, ¿verdad?
– Lo sospecho -dijo Gordon.
– Unas pocas palabras de mi parte. Cinco o seis palabras. No puede ser eso lo que quieres, ¿verdad?
Sacudió ligeramente la cabeza de Gordon, un movimiento que llevaba el disfraz del afecto, excepto por el dolor de la presión detrás de las orejas. A Gordon le dolía la garganta; sentía la cabeza ligera.
– Estás obligado -dijo.
Por un momento, nada. Y luego el otro susurró:
– Yo. Estoy. ¿Qué?
– Obligado. Lo sabes. Este juego tuyo…
– Yo te enseñaré un puto juego…
Y la sonrisa, esa exhibición de dientes como un animal, excepto que pensar en el otro hombre como un animal era un deshonor para los animales.
– Abajo -dijo, hablando a través de los dientes-. Abajo. Eso es. De rodillas.
Le forzó con la presión de la mano en la nuca. No podía hacer otra cosa que obedecer.
Gordon estaba a escasos centímetros de la entrepierna del hombre y vio los dedos velludos que buscaban hábilmente la cremallera del pantalón. La bajaron con suavidad, como si hubiese sido aceitada anticipando este momento y el propósito que se escondía detrás de ella. La mano se deslizó en el interior del pantalón.
El perro interrumpió la escena. Un setter irlandés apareció en el sendero desde el cruce de caminos que había un poco más adelante. Se acercó trotando y lanzó un ladrido. Alguien lo llamó:
– ¡]ackson! Ven, muchacho. Ven.
Gordon se puso de pie de un brinco. El setter se acercó a él y olisqueó alrededor de sus pies.
– ¡Jackson! ¡Jackson! ¿Dónde estás? ¡Ven aquí!
– Está aquí -gritó Gordon-. Está aquí.
El otro hombre sonrió, esta vez sin mostrar la dentadura, pero con una expresión que decía que las cosas simplemente se habían pospuesto, no cancelado. Susurró:
– Una sola palabra mía y sabes quién aparecerá. Una sola palabra mía y, puf…, todo se irá a hacer puñetas. Lo recordarás, ¿verdad?
– Te pudrirás en el Infierno -dijo Gordon.
– Ah, pero no sin ti, querido. Eso es lo mejor de todo.
Meredith Powell encontró sin demasiadas dificultades la oficina que estaba buscando. Estaba en Christchurch Road cerca del cuartel de bomberos y fue andando hasta allí desde Gerber & Hudson Graphic Design durante su descanso de la mañana.
No sabía qué podía esperar de un investigador privado. Había visto muchas veces descripciones de investigadores privados en la tele, y casi siempre los caracterizaban como personajes extravagantes. Ella, sin embargo, no quería extravagancias. Ella quería eficacia. No disponía de demasiado dinero para gastar en aquello, aunque sabía que debía gastarlo.
La llamada al teléfono móvil de Gina la había convencido, igual que el hecho de que el móvil no estuviese en posesión de Gina. Aunque sabía que Gina simplemente podía haberse olvidado de llevárselo con ella antes de abandonar su habitación aquel día, daba la impresión de que ella era, más o menos, una residente permanente en la finca de Gordon y, siendo así, ¿por qué no había regresado a buscar su móvil una vez que descubrió que no lo tenía entre sus pertenencias? Sólo podía haber una respuesta: Gina no había regresado a su habitación a buscar el teléfono porque no quería tenerlo consigo, sonando, vibrando, recibiendo mensajes de texto…, al menos mientras Gordon Jossie estuviera cerca. Todo esto volvía a convertir a Gina en un personaje sospechoso. Y esto hizo que Meredith se pusiera en contacto con Daugherty Enquiries, Inc.
Daugherty, para sorpresa de Meredith, resultó ser una mujer mayor. En su atuendo no se incluía una gabardina arrugada, y en su oficina no había una planta cubierta de polvo y tampoco un escritorio de metal lleno de arañazos. La mujer llevaba puesto, en cambio, un vestido verde de verano y zapatos cómodos, y los muebles de su oficina estaban perfectamente lustrados. No había ninguna planta, ni polvo en las superficies. Sólo grabados en las paredes que representaban la vida silvestre en New Forest.
En el escritorio tenía algunas fotografías, reconfortantes instantáneas de hijos y nietos. En el escritorio, además, había un ordenador portátil abierto y una ordenada pila de papeles junto a él, pero cerró la tapa del ordenador y concentró toda su atención en Meredith en los pocos minutos que duró la conversación.
Meredith la llamó «señora Daugherty». Ella le dijo que era señorita, pero que podía llamarla Michele. Lo pronunció «Meshell», con el acento en la primera sílaba.
– Es un nombre inusual para alguien de mi edad -dijo-, pero mis padres eran unos visionarios.
Meredith no estaba segura de qué había querido decir con eso. Se tropezó una vez, dubitativa, con la sílaba en la que debería ir el acento del nombre, pero le cogió el truco después de una única corrección, algo que pareció agradarle a Michele Daugherty, pues su rostro se iluminó.
Meredith no perdió ni un minuto para explicarle a la investigadora lo que quería: cualquier información que pudiese encontrar acerca de Gina Dickens. Cualquier cosa, añadió. Ella no sabía qué era lo que la mujer podía llegar a descubrir, pero buscaba la máxima información posible.
– ¿La competencia?
El tono de la investigadora sugería que no era la primera vez que una mujer acudía a ella en busca de información acerca de otra mujer.
– Podría llamarlo así -dijo Meredith-. Pero esto es para una amiga.
– Siempre lo es.
Dedicaron unos minutos a los honorarios de la investigadora, y Meredith sacó su talonario porque en la tele el cliente siempre entregaba un anticipo. Pero Michele Daugherty hizo un gesto con la mano indicándole que no era necesario: Meredith pagaría una vez prestado el servicio.
Eso era todo. No había llevado mucho tiempo. Meredith regresó andando a Gerber & Hudson, con la sensación de que había dado un paso en la dirección correcta.
No obstante, comenzó a dudar de su decisión casi de inmediato. Gina Dickens la esperaba en su oficina. Estaba sentada en un sillón en el espacio cuadrado que hacía las veces de recepción, los pies apoyados en el suelo y el bolso sobre el regazo. Cuando Meredith entró, Gina se levantó y se acercó a ella.
– No sabía a quién recurrir. -Hablaba en un susurro ansioso-. Usted es la única persona que realmente conozco en New Forest. Me dijeron que había salido un momento, pero que podía esperarla aquí.
Meredith se preguntó si Gina, de alguna manera, había hecho algunos descubrimientos inoportunos: que ella había estado en su habitación encima del salón de té Mad Hatter, que había contestado a su teléfono móvil cuando se encontraba allí, que había cogido lo que había estado oculto debajo del lavamanos, que acababa de contratar los servicios de una investigadora privada para que averiguase todo lo que pudiera acerca de su existencia. Sintió una súbita oleada de culpa, pero logró reprimirla. A pesar de la expresión en el rostro de Gina, que parecía combinar el miedo con el acoso, no era el momento de permitir que la conciencia se apoderase de lo mejor de ella. Además, lo hecho, hecho estaba. Jemima estaba muerta y había demasiadas preguntas que necesitaban una respuesta.
Meredith desvió la mirada hacia el otro extremo de la habitación, donde estaba el pequeño cubículo donde realizaba su trabajo. El gesto pretendía transmitir la idea de que no tenía tiempo, pero Gina aparentemente no tenía intención de prestar atención a esos gestos.
– Descubrí… Meredith, lo que descubrí… No sé cómo interpretarlo, pero creo que lo sé y no quiero saberlo, y… necesito hablar con alguien…
La mención de que había descubierto algo captó de inmediato la atención de Meredith.
– ¿De qué se trata?
Gina dio un respingo, como si Meredith hubiese hablado en un tono demasiado alto. Miró alrededor de la oficina y dijo:
– ¿Podemos hablar fuera?
– Acabo de regresar de mi descanso. Tengo que…
– Por favor. Cinco minutos. Menos, incluso. Yo… Yo llamé a Robbie para averiguar dónde estaba usted. Él no quería decírmelo. No sé qué es lo que pensó. Pero le dije que usted y yo habíamos hablado y que necesitaba a otra mujer…, y como aún no tengo amigas… Oh, es estúpido atarse a un hombre. Lo sabía, pero lo hice de todos modos con Gordon, pues parecía tan diferente de los otros hombres que he conocido…
Sus ojos se humedecieron, pero no derramó ninguna lágrima. En cambio, la humedad los volvió luminosos. Meredith se preguntó, de manera algo ridícula, cómo lo había conseguido. ¿Cómo lograba una mujer parecer atractiva estando al borde del llanto? Ella se ruborizó intensamente.
Meredith hizo un gesto en dirección a la puerta. Ambas salieron al corredor. Gina tenía intención de bajar las escaleras y salir a la calle, pero Meredith le dijo:
– Tendrá que ser aquí. Lo siento.
Gina se volvió y pareció desconcertada por la brusquedad de las palabras de Meredith.
– Sí. Por supuesto. -Gina sonrió con un ligero temblor-. Gracias. Le estoy agradecida. Verá, yo no quería… -Comenzó a buscar algo en el bolso de paja que llevaba. De su interior sacó un sobre. Bajó el tono de voz-. La Policía de Londres ha venido a vernos. De Scotland Yard. Vinieron por el caso de Jemima y le preguntaron a Gordon…, nos preguntaron a los dos dónde estábamos el día que la mataron.
Meredith sintió una punzada de placer. ¡Scotland Yard! Un «sí» triunfal resonó en su cerebro.
– ¿Y? -preguntó.
Gina miró a su alrededor como si quisiera comprobar que nadie la escuchaba.
– Gordon había estado allí -dijo.
Meredith la cogió del brazo.
– ¿Qué? ¿En Londres? ¿El día que mataron a Jemima?
– La Policía vino a la finca porque encontraron una tarjeta. En la tarjeta había una fotografía. Meredith, él repartió esas tarjetas por todo Londres. Al menos en la zona donde pensaba que estaba Jemima. Lo reconoció ante la Policía cuando ellos le mostraron la tarjeta postal.
– ¿Una tarjeta? ¿Con su fotografía? Pero ¿qué demonios…?
Gina avanzó a trompicones con una explicación que Meredith apenas si pudo seguir: la National Portrait Gallery, una fotografía, un concurso de alguna clase, un anuncio, lo que fuese. Gordon lo había visto, viajó a Londres hacía unos meses, compró sólo Dios sabe cuántas de aquellas tarjetas y las repartió como si fuesen carteles de «Se busca».
– En el reverso de la tarjeta apuntó el número de su móvil -dijo Gina.
Meredith sintió que una corriente helada bajaba por sus brazos.
– Alguien le llamó cuando vio la tarjeta -susurró-. Gordon la encontró, ¿verdad?
– No lo sé -dijo Gina-. Él dijo que no. Me dijo que estaba en Holanda.
– ¿Cuándo?
– El día. Ese día. Usted sabe a qué día me refiero. Cuando Jemima… Usted lo sabe. Pero no fue eso lo que le dijo a la Policía, Meredith. Les dijo que estaba trabajando. Le pregunté por qué había dicho eso y me contestó que Cliff le daría una coartada.
– ¿Por qué no le dijo a la Policía que estaba en Holanda?
– Eso fue precisamente lo que yo le pregunté. Me dijo que no podía demostrarlo. Dijo que se había deshecho de todo. Le contesté que la Policía podía llamar al hotel donde se había alojado, y ellos podían llamar al granjero con quien había estado, pero…, Meredith, ésa no era realmente la cuestión.
– ¿Qué quiere decir? ¿Por que no era la cuestión?
– Porque… -La lengua se asomó y humedeció los labios, rosados con un carmín que combinaba perfectamente con uno de los colores del vestido de verano sin mangas que llevaba-. Yo ya lo sabía.
– ¿Qué? -Meredith sintió que la cabeza le daba vueltas-. ¿Que Gordon había estado en Londres? ¿El día en que mataron a Jemima? Entonces ¿por qué no se lo dijo a…?
– Porque él no sabía, no sabe, que yo lo había descubierto. Durante mucho tiempo ha estado evitando algunos temas, y cuando me acerco a cualquier cosa de la que Gordon no quiere hablar, simplemente lo evita. En dos ocasiones, incluso, se volvió un tanto violento, y la última vez que lo hizo, él… me asustó. Y ahora estoy pensando, ¿qué pasa si es el hombre al que están buscando? ¿Qué pasa si él…? No puedo soportar pensar que podría ser él, pero… Tengo miedo y no sé qué hacer. -Puso el sobre en las manos de Meredith-. Mire esto -dijo.
Meredith deslizó los dedos debajo de la pestaña del sobre, que no estaba sellada, sino simplemente doblada hacia adentro para contener lo que había en su interior. Sólo había tres objetos: dos billetes de tren de ida y vuelta a Londres y un recibo de hotel por una estancia de una sola noche. La factura del hotel se había pagado con una tarjeta de crédito, y Meredith comprobó que la fecha era del mismo día que habían matado a Jemima.
– Yo ya había encontrado estas cosas. Estaba sacando la basura (eso fue el día después de que Gordon regresara)…, y estaban en el fondo. No las hubiese visto si no se me hubiese caído un pendiente dentro del cesto con los papeles usados. Metí la mano para encontrarlo y vi el color del billete y, por supuesto, supe al instante lo que era. Y cuando vi el billete deduje que había viajado a Londres por Jemima. Al principio pensé que la relación entre ellos no había terminado, como Gordon me había dicho, o que si había terminado, aún tenían que solucionar algún asunto. Y quería hablar con él de inmediato sobre lo que había encontrado, pero no lo hice. Yo… ¿Sabe cómo es cuando tienes miedo de oír la verdad?
– ¿Qué verdad? Dios, ¿sabía que Gordon le había hecho algo a Jemima?
– ¡No, no! ¡Yo no sabía que ella estaba muerta! Quiero decir que lo que pensé fue que su relación no había terminado. Pensé que Gordon aún la amaba y que si me enfrentaba a él, eso era lo que me diría. Entonces todo habría terminado entre nosotros…, ella volvería… Y yo odiaba la idea de que Jemima regresara.
Meredith entrecerró los ojos. Podía ver el truco, si era un truco: porque tal vez Jemima y Gordon habían solucionado sus problemas. Quizá Jemima había intentado regresar. Y si ése era el caso, ¿qué hubiera impedido que Gina viajara a Londres, matara a Jemima y conservara el billete de tren y el recibo del hotel para cargarle el crimen a Gordon? Qué hermosa venganza de una mujer despreciada.
No obstante, en todo este razonamiento había algo que no encajaba. Meredith sentía que le latía la cabeza.
– He pasado mucho miedo -dijo Gina-. Hay algo muy malo en todo esto, Meredith.
Meredith le devolvió el sobre.
– Bueno, tiene que entregarle esto a la Policía.
– Pero entonces ellos volverán para hablar otra vez con Gordon. Él sabrá que fui yo quien le delató y si él realmente le hizo daño a Jemima…
– Jemima está muerta. No está herida. La asesinaron. Y es necesario que encuentren a quien lo hizo.
– Sí. «Por supuesto.» Pero si es Gordon… No puede ser Gordon. Me niego a pensar… Tiene que haber una explicación en alguna parte.
– Bueno, tendrá que preguntárselo a él, ¿verdad?
– ¡No! No estaré segura si él… Meredith, ¿no lo entiende? Por favor. Si usted no me ayuda… No puedo hacer esto sola.
– Debe hacerlo.
– ¿No querría usted…?
– No. Usted es quien tiene la historia. Usted conoce las mentiras. Si acudo yo a la Policía, sólo puede pasar una cosa.
Gina se quedó en silencio. Le temblaban los labios. Cuando sus hombros se hundieron, Meredith comprendió que Gina había resuelto las cosas por sí misma. Si Meredith llevaba los billetes de tren y el recibo del hotel a la Policía local o a Scotland Yard, sólo estaría repitiendo lo que alguien le había contado. Ese alguien era exactamente la persona que la Policía buscaría a continuación, y probablemente Gordon Jossie estaría allí cuando los detectives llegaran para interrogar a Gina.
Las lágrimas comenzaron a correr en ese momento por las mejillas de la mujer, que se las enjugó con la mano.
– ¿Vendrá conmigo? -dijo-. Iré a la Policía, pero no puedo enfrentarme a ello sola. Es un acto de traición muy grande…, y podría no significar nada y, si no significa nada, ¿acaso no comprende lo que estoy haciendo?
– No es verdad que no signifique nada -dijo Meredith-. Las dos lo sabemos.
Gina bajó la mirada.
– Sí, de acuerdo. Pero ¿qué pasa si voy a la estación y pierdo el coraje cuando tenga que entrar y hablar y…? ¿Qué haré cuando vengan a por Gordon? Porque vendrán, ¿no? Verán que mintió y vendrán, y él lo sabrá. Oh Dios. Oh Dios. ¿Cómo pude hacerme esto a mí misma?
La puerta de Gerber & Hudson se abrió y apareció la cabeza de Randall Hudson. No parecía satisfecho y lo demostró cuando dijo:
– ¿Vas a volver a trabajar hoy, Meredith?
Ella sintió calor en sus mejillas. Nunca antes la habían regañado en el trabajo. Dijo con voz baja a Gina Dickens:
– De acuerdo, iré con usted. Preséntese aquí a las cinco y media. -Y después a Hudson-: Lo siento, lo siento señor Hudson. Sólo ha sido una pequeña emergencia. Ya está todo solucionado.
No era demasiado cierto, eso de que estuviera todo solucionado. Pero lo estaría al cabo de muy pocas horas.
Barbara Havers había hecho antes la llamada telefónica a Lynley, sin la presencia de Winston Nkata. No es que quisiese que Winston no supiese que estaba llamando a su antiguo compañero. Era una cuestión de tiempo. Quiso ponerse en contacto con el inspector antes de su llegada a Yard aquel día. Para ello necesitaba llamar de buena mañana, y lo hizo desde su habitación en el hotel Sway.
Se había dirigido a Lynley en pleno desayuno. Le había puesto al tanto de las idas y venidas a Londres, y pareció cuidadoso en el tema de la actuación de Isabelle Ardery como superintendente, lo cual hizo que Barbara se preguntase qué es lo que no le quería contar. Reconoció en su reticencia esa peculiar lealtad de Lynley, de la que durante tanto tiempo ella se había beneficiado y sintió una punzada.
– Si ella piensa que tiene a su hombre, ¿por qué crees que no nos ha llamado a Londres?
– Las cosas se han movido rápido. Espero que hoy sepas algo de ella.
– ¿Qué crees que está pasando?
Al fondo oyó el tintineo de los cubiertos contra la porcelana. Podía imaginar a Lynley en el comedor de su casa señorial, con el The Times y el The Guardian cerca y una cafetera de plata a su alcance. Era el tipo de individuo que servía el café sin derramar una gota y, cuando lo agitaba en su taza, se las arreglaba para hacerlo sin emitir ni un sonido. ¿Cómo hacía eso la gente?
– No se está precipitando a una conclusión loca. Matsumoto tenía en su habitación lo que parecía el arma. Se la han llevado al forense. También tenía una de las postales metida en un libro. Su hermano se niega a pensar que él sea el responsable, pero no creo que nadie comparta su opinión.
Barbara se dio cuenta de que había evitado su pregunta.
– ¿Y usted, señor? -insistió.
Le oyó suspirar.
– Barbara, simplemente no lo sé. Simon ha obtenido la foto de esa piedra que había en el bolsillo de la víctima. Es curioso. Me pregunto qué quiere decir.
– ¿Que alguien la ha matado para conseguirla?
– De nuevo, no lo sé. Pero ahora mismo hay más preguntas que respuestas. Eso me hace sentir intranquilo.
Barbara esperó más.
– Puedo entender el deseo de cerrar el caso rápidamente. Pero si va a ser mal resuelto o se va a hacer una chapuza porque alguien está buscando una sentencia rápida, no va a ser bueno -dijo él.
– Para ella, quiere decir. Para Ardery. -Y después, por lo que eso significaba para ella y para su propio futuro en el Yard, tuvo que añadir-: ¿Le importa eso, señor?
– Parece una chica decente.
Barbara se preguntó qué querría decir eso, pero no contestó nada. Se dijo que no era asunto suyo, aunque no estuviese muy convencida de ello.
Planteó la razón de su llamada: el superintendente Zachary Whiting, las cartas falsificadas del Winchester Technical College II y el conocimiento que tenía Whiting del aprendizaje de Gordon Jossie en Itchen Abbas con Ringo Heath.
– No mencionamos ningún aprendizaje, por no hablar de donde estaba, así que, ¿por qué tendría conocimiento de ello? ¿Acaso controla a cada persona de todo el maldito New Forest? Me parece que algo está pasando en relación con Whiting y Jossie, señor, porque definitivamente Whiting sabe más de lo que está dispuesto a contarnos.
– ¿En qué estás pensando?
– En algo ilegal. En Whiting cobrando sobornos por lo que sea que Jossie haga cuando no está poniendo techos de paja a edificios antiguos. Trabaja en casas particulares. Ve lo que hay dentro, y algunas de esas personas tendrán algo valioso. Esta no es exactamente una parte pobre del país, señor.
– ¿Robos orquestados por Jossie y descubiertos por un Whiting que prefiere embolsarse sobornos en lugar de arrestarlo?
– O puede ser que estén metidos juntos en algo.
– ¿Algo que Jemima Hastings descubrió?
– Esa es definitivamente una posibilidad. Así que me preguntaba…, ¿podría usted hacer algunas comprobaciones? Un poco de fisgoneo. El historial y todo eso. ¿Quién es este tío, Zachary Whiting? ¿Dónde hizo su instrucción? ¿De dónde vino antes de acabar aquí?
– Veré lo que puedo averiguar -respondió Lynley.
Si bien no todos los caminos conducían exactamente a Gordon Jossie, pensó Barbara, por lo menos rodeaban a ese tío. Era el momento de ver qué es lo que tenía el resto del equipo de Londres tras seguirle la pista -por no mencionar las comprobaciones hechas a cualquier otro cuyo nombre hubiese tenido entre manos-, así que después de desayunar, cuando ella y Winston estaban haciendo los preparativos para el día, sacó su móvil para hacer la llamada.
Sonó antes de que pudiese hacer nada. La persona que llamaba era Isabelle Ardery. Sus comentarios fueron breves, del tipo «recójalo todo y vuelva a casa». Tenían una sospecha sólida, tenían lo que indudablemente era el arma del crimen: tenían sus zapatos y su ropa, darían positivo como sangre de Jemima, y tenían una conexión establecida entre ambos.
– Y es un chalado -concluyó Ardery-. Un esquizofrénico que no se medica.
– Entonces no puede ser juzgado -dijo Barbara.
– Juzgarle no es lo difícil, sargento. Mantenerle permanentemente alejado de la calle sí.
– Entendido. Pero hay algo más que sospechoso por aquí, jefa -le contestó Barbara-. Quiero decir…, Jossie, por ejemplo, ¿quiere que nos quedemos y metamos la nariz hasta que…?
– Lo que quiero es que vuelvan a Londres.
– ¿Puedo preguntar en qué punto estamos de la investigación sobre los historiales?
– No hay nada cuestionable en ninguno de ellos -le respondió Ardery-. Especialmente allí. Se acabaron sus vacaciones. Vuelva a Londres. Hoy.
– Vale.
Barbara cortó la llamada y se quedó mirando al teléfono. Reconocía una orden cuando la oía. No estaba convencida, de todos modos, de que la orden tuviese sentido.
– ¿Y bien? -le preguntó Winston.
– Ésa es, sin duda, una gran pregunta.