Capítulo 32

No había duda de que estaba metida en un gran lío. Meredith estaba llegando tardísimo al trabajo y sabía que su ausencia sólo se podía justificar con una excusa del tipo «he sido abducida por extraterrestres». Cualquier otra cosa significaría que la echaban. E iba a ser una ausencia, no simplemente un retraso.

Porque desde que había visto a Zachary Whiting hablando con Gina Dickens, Meredith sintió que debía tomar medidas, y esas medidas no consistían en llegar hasta Ringwood y sentarse obedientemente en el cubículo del estudio de diseño gráfico Gerber & Hudson.

No obstante, todavía no había llamado al señor Hudson. Sabía que debía hacerlo, pero no se atrevía. Se iba a enfurecer, y ella consideró que quizá podía acabar resolviendo lo de Gina Dickens, Zachary Whiting, Gordon Jossie y la muerte de Jemima, alzándose como una heroína que lucha hasta abatir a los villanos, y que eso le proporcionaría suficiente gloria que se tornara en una oportunidad para no perder su trabajo.

Al principio se sintió un poco desorientada viendo al comisario jefe charlando con Gina Dickens. No sabía qué hacer, ni qué pensar ni adónde ir. Se arrastró de vuelta hasta su coche y puso rumbo a Lyndhurst, porque allí había una comisaría de Policía, y uno debía confiar en la Policía. Aunque, se preguntó, ¿cuál era el objetivo de ir hasta allí cuando el jefe de la Policía de Lyndhurst y Gina Dickens eran uña y carne?

Meredith se detuvo a un lado de la carretera e intentó entender lo que había oído de Gina Dickens, lo que había descubierto acerca de ella durante la investigación y lo que había averiguado tras su conversación con Michele Daugherty. Trató de recordar todas las declaraciones que había escuchado, y mediante ellas intentar averiguar quién era en realidad Gina Dickens. Concluyó que debía de haber algo en algún lugar acerca de Gina, una grieta que dejara vislumbrar la verdad sobre ella, algo que hubiera descuidado. Meredith necesitaba hallar esa verdad, porque cuando la encontrara le diría exactamente qué hacer.

El problema, por supuesto, era dónde encontrarla. ¿Se suponía que debía hallarla? Si Gina Dickens no existía, entonces cómo iba a averiguar quién era ella realmente, y por qué estaba en connivencia con el comisario jefe Whiting en el supuesto de que… ¿Qué? ¿Cuál era exactamente la naturaleza de su relación?

Cualquier información acerca de Gina, como por qué fue a Hampshire o su verdadera identidad, era algo que guardaba celosamente. Lo ocultaba en ella misma o en su bolso o, quizás, en su coche. Pero eso, pensó Meredith, no tenía ningún sentido. Gina Dickens no podía correr ese riesgo. Gordon Jossie bien podría haberse tropezado con algo si lo dejaba por allí. Seguramente habría buscado un lugar mucho más seguro para salvaguardar la clave de su verdadera identidad y de lo que estaba haciendo.

Meredith agarró el volante con fuerza cuando se dio cuenta de lo obvio de la respuesta. Había un lugar en el que Gina podía actuar libremente: entre las cuatro paredes de su dormitorio. A pesar de que Meredith había buscado por todas partes en aquella habitación, ¿lo había hecho por todos los rincones? No había mirado entre el colchón y el somier de la cama, por ejemplo. Tampoco quitó los cajones en busca de algo que pudiera estar pegado bajo ellos. O, ya que estaba, detrás de los cuadros.

Ese maldito dormitorio guardaba todas las respuestas, consideró Meredith, porque nunca tuvo ningún sentido que Gina viviera con Gordon y mantuviera su propio espacio, ¿verdad? ¿Por qué gastarse dinero en eso si no existe en el fondo una razón? Así que las respuestas a cada enigma acerca de Gina Dickens estaban en Lyndhurst, donde siempre habían estado. Porque no sólo era el lugar en el que había alquilado el dormitorio, sino también la zona en la que estaba la comisaría de Policía de Whiting. Aquello resultaba descaradamente conveniente.

A pesar de todo este ir y venir de ideas y pensamientos, Meredith sabía que estaba peligrosamente cerca de no tener ni idea de qué hacer en aquella situación. Asesinato, ilegalidades policiales, identidades falsas… No estaba acostumbrada a aquello. Sin embargo, tenía que llegar al fondo de todo el asunto. No parecía que hubiera nadie más interesado en hacerlo. Aunque… Sacó su móvil y marcó el número de Rob Hastings. Estaba, por suerte, en Lyndhurst. Se encontraba, y eso ya no indicaba tanta suerte, a punto de entrar a una reunión con los guardas forestales, que iba a durar entre noventa minutos y dos horas.

– Rob, se trata de Gina Dickens y del comisario jefe -dijo ella rápidamente-. Están juntos en esto. Y Gina Dickens existe como tal, por cierto. Y el comisario jefe Whiting le contó a Michele Daugherty que debía dejar de investigar a Gordon Jossie, pero ella ni había empezado y…

– Espera, ¿de qué estás hablando? -preguntó Rob-. Pero ¿qué demonios…? ¿Quién es Michele Daugherty?

– Voy a Lyndhurst, a su habitación -siguió ella.

– ¿A la habitación de Daugherty?

– A la de Gina. Tiene una encima del Mad Hatter, Rob. En High Street. ¿Sabes dónde está? Los salones de té en la calle…

– Por supuesto que lo sé -dijo-. Pero…

– Tiene que haber algo ahí, algo que se me pasó por alto la última vez. ¿Nos vemos allí? Es importante, los vi juntos en la casa de Gordon. Rob, él condujo sin titubeos, salió y fue al prado, donde estuvieron hablando…

– ¿Whiting?

– Sí, sí. ¿Quién iba a ser? Eso es lo que te estoy intentando decir.

– Scotland Yard está en ello, Merry -dijo él-. Una mujer llamada Havers. Tienes que llamarla y explicárselo. Tengo su número.

– ¿Scotland Yard? Rob, venga, cómo podemos confiar en ellos, si no podemos confiar en Whiting. Son todos policías. ¿Y qué les contamos? ¿Que Whiting estuvo hablando con una Gina Dickens que, en realidad, no era Gina Dickens, pero que en realidad no sabemos quién es? No, no. Tenemos que…

– ¡Merry! Escucha, por el amor de Dios. Se le conté todo a esa mujer, a esa tal Havers. Lo que me dijiste sobre Whiting, cómo le diste información, cómo dijo que estaba todo en orden. Ella quiere conocer todo lo que sabes. Imagino que también querrá ver ese dormitorio. Escúchame.

Fue entonces cuando le dijo que se dirigía a la reunión con los guardas forestales. No podía saltársela, porque, entre otras cosas, tenía que… Bueno, no importaba, simplemente tenía que estar allí. Y que ella debía llamar a la detective de Scotland Yard.

– Oh, no -exclamó-. Oh, no, oh no. Si hago eso, no conseguiré que ella quiera allanar la habitación de Gina. Lo sabes.

– ¿Allanarla? ¿Allanarla? Merry ¿qué tienes planeado?

Le preguntó si podía esperarle. La encontraría en el Mad Hatter justo después de su reunión. Estaría allí tan pronto pudiera.

– No hagas ninguna locura -le dijo-. Prométemelo, Merry. Si te sucediera algo…

Se detuvo.

Al principio no dijo nada. Finalmente se lo prometió y colgó rápidamente. Tenía la intención de mantener la promesa y aguardar a Rob Hastings, pero cuando llegó a Lyndhurst, supo que esperar no entraba en sus planes. No podía esperar. Lo que fuera que se encontrara en la habitación de Gina era algo que iba a tener en breve en sus manos.

Estacionó cerca del New Forest Museum y avanzó por High Street hasta el salón de té de Mad Hatter. A esa hora de la mañana estaba abierto y a pleno rendimiento, así que nadie se dio cuenta de la presencia de Meredith cuando pasó por la puerta de al lado.

Subió por las escaleras como un rayo. Al llegar arriba, fue cautelosa con sus movimientos. Escuchó a través de la puerta de la habitación contigua a la de Gina. Dio un golpecito para asegurarse. Nadie contestó. Una vez más, no habría ningún testigo de lo que estaba a punto de hacer. Sacó de su bolso su tarjeta de crédito. Tenía las manos húmedas: los nervios. No existía más peligro al irrumpir en la habitación de Gina que la última vez. Entonces fueron sospechas las que la llevaron hasta allí. Ahora eran certezas.

Utilizó torpemente la tarjeta y la dejó caer en un par de ocasiones antes de que finalmente pudiera abrir la puerta. Echó un vistazo al pasillo y entró en la habitación. De repente hubo un movimiento a su izquierda. Una ráfaga de aire y algo borroso en la sombra. La puerta se cerró tras ella y oyó que se pasaba el cerrojo. Se giró y se encontró cara a cara con un completo desconocido. Un hombre. Por un momento, y sólo fue un simple instante, se le cruzó por la mente de manera fugaz que ridículamente se había metido en la habitación equivocada, que la habitación había sido alquilada a cualquier otro, que, para empezar, el dormitorio de Gina nunca estuvo encima del Mad Hatter. Y entonces se dio cuenta de que estaba en peligro, cuando el hombre la agarró del brazo, la volteó y le tapó bruscamente la boca con la mano. Sintió algo que la presionaba en el cuello, algo terriblemente afilado.

– ¿Qué tenemos por aquí? -le susurró al oído-. ¿Y qué vamos a hacer al respecto?


* * *

Cuando recibió la llamada telefónica del sargento de Scotland Yard, Gordon Jossie supo que había llegado el verdadero final con Gina. Hubo un momento aquella mañana, en la cocina, cuando ella negó lo de Jemima, en el que casi le había llegado a convencer de que estaba diciendo la verdad, pero después de que la detective Havers le llamara preguntándole por qué Gina no había aparecido en el hotel en Sway entendió que haber creído su historia tenía más que ver con sus deseos que con la realidad. Aquello, ciertamente, servía para describir perfectamente su vida adulta, pensó malhumorado. Hubo al menos dos años de su vida -esos años después de conocer a Jemima y haberse liado con ella- en que había desarrollado un futuro de fantasía. Parecía como si aquella fantasía pudiera transformarse en realidad por la propia Jemima, porque parecía necesitarle mucho. Le necesitaba del mismo modo que las plantas requieren una tierra decente y el agua adecuada, lo que le llevó a considerar que ese tipo de necesidad convertiría el simple hecho de estar con un hombre en algo más importante que quién era ese hombre. Ella parecía precisamente lo que él estaba buscando, aunque él no había estado buscando nada en absoluto. Había decidido que no tenía sentido buscar más. Mucho menos cuando el mundo que se había construido -o quizá, mejor dicho, el mundo que le habían construido- podría venirse abajo en cualquier momento. Y entonces, repentinamente, ella estaba en Longsdale Bottom con su hermano y su perro. Y allí estaba él con Tess. Y ella fue la que dio «el primer paso», como suele decirse. Una invitación a la casa de su hermano, que era su propia casa, una invitación para beber un domingo por la tarde aunque él no bebía, no podía y no debería correr ningún riesgo por una copa.

Fue por sus ojos. Era ridículo pensar ahora en que fue aquello lo que le llevó a Burley para verla de nuevo, pero así fue. Nunca había visto a nadie con un ojo de cada color y quería estudiarlo, se decía a sí mismo para convencerse. ¿Y el resto? ¿Qué importaba? El resto le había llevado donde se encontraba ahora.

Ella tenía el pelo más corto que meses más tarde, cuando la vio en Londres, después de que le dejara. También parecía más fino, pero quizá la memoria le estaba jugando una mala pasada. En cuanto al resto, allí estaba Jemima. Igual que siempre.

Al principio no comprendió por qué había escogido el cementerio de Stoke Newington para su encuentro, pero cuando vio los senderos, los monumentos en ruinas y la vegetación creciendo sin freno se dio cuenta de que la elección del lugar tenía que ver con que no la vieran con él. Aquello debería haberle tranquilizado en cuanto a sus intenciones, pero lo quería escuchar de su boca. También deseaba que le devolviera la moneda y la piedra. Estaba decidido. Debía tenerlas porque si estaban en posesión de Jemima, nadie sabía qué era capaz de hacer con ellas.

– ¿Y cómo me has encontrado? -le había dicho ella-. Sé lo de las postales. Pero ¿cómo…? ¿Quién…?

Él le contó que no sabía quién le había telefoneado, que simplemente era la voz de un tipo explicándole algo sobre el estanco de Covent Garden.

«Un hombre», había dicho ella para sí. Parecía que había estado contemplando las diferentes posibilidades. Existían, como bien sabía él, muchas. Jemima nunca había establecido grandes lazos de amistad con otras mujeres, pero con los hombres era diferente: la completaban de una manera que las mujeres no podían. Se preguntó si Jemima habría muerto por eso. Quizás algún hombre había malinterpretado la naturaleza de sus necesidades, y había exigido de ella algo que excedía lo que ella demandaba de él. De algún modo, todo aquello explicaba la llamada telefónica que había recibido, que en sí misma podía calificarse de traición, un ojo por ojo por así decirlo, un «haz lo que te digo o te delato»… A quien fuera que estuviera buscándola porque no importa quién sea…, «sólo quiero equilibrar la balanza del daño que tú y yo nos hemos hecho».

– ¿Se lo has contado a alguien? -le había dicho él.

– ¿Por esto me has estado buscando?

– Jemima, ¿se lo has contado a alguien?

– ¿De verdad crees que quiero que alguien lo sepa?

Entendió a qué se refería, aunque sintió que era como una punzada que le estaba infligiendo en lugar de simplemente contestar a su pregunta. Sin embargo, hubo algo en la manera en la que respondió que le hizo dudar. La conocía muy bien.

– ¿Estás con un tío nuevo? -le preguntó repentinamente, no porque quisiera saberlo, sino por lo que significaría si así fuera.

– No creo que sea de tu incumbencia.

– ¿Seguro?

– ¿Por qué?

– Ya sabes.

– Por supuesto que no lo creo.

– Si se lo has contado… Jemima, dime si se lo has contado a alguien.

– ¿Por qué? ¿Estás preocupado? Sí, supongo que lo estás. Yo lo estaría en tu lugar. Déjame preguntarte una cosa, Gordon: ¿te has preguntado cómo me sentiría si lo supieran otras personas? ¿Has pensado en el desastre en el que se convertiría mi vida? «Por favor, señorita Hastings, ¿nos podría conceder una entrevista? Una declaración sobre lo que ha significado para usted. ¿Nunca sospechó de nada? ¿Qué clase de mujer no habría visto que algo iba mal…?» ¿De verdad crees que quiero eso, Gordon? ¿Mi imagen manchada en la portada de los tabloides junto a la tuya?

– Pagarían -dijo-. Como bien dices, sería un periódico sensacionalista. Te pagarían un montón de dinero por la entrevista. Una fortuna.

Ella retrocedió con la cara blanca.

– Estás loco -le dijo-. Estás más loco que antes, si es que eso es posible.

– Muy bien -dijo vehementemente-. Entonces, ¿qué has hecho con la moneda? ¿Dónde está? ¿Dónde está la piedra?

– ¿Por qué? -preguntó ella-. ¿Por qué te importa tanto?

– Quiero llevármelo todo de vuelta a Hampshire, obviamente.

– Realmente, ¿quieres eso?

– Sabes que sí. Tenemos que devolverlo, Jemima. Es la única manera.

– No, hay otra manera completamente distinta de hacerlo.

– ¿Cuál?

– Creo que ya deberías saberla. Especialmente si me has estado buscando.

En ese momento se dio cuenta de que, efectivamente, ella estaba con otra persona. Fue cuando entendió, al margen de afirmar lo contrario, que era probable que su lado más oscuro fuera a revelarse a cualquier otro, si es que no lo había hecho ya. Su única esperanza -su única garantía sobre su silencio y el de cualquiera que supiera la verdad- radicaba en hacer lo que ella le pidiera.

Sabía que ella le iba a pedir algo, porque conocía a Jemima. Y la maldición que iba a cargar el resto de su vida iba a ser el conocimiento de que, de nuevo él y nadie más, se había puesto a sí mismo al borde de la destrucción completa. Él quería devolver la moneda y la piedra a esa tierra dónde habían estado enterradas durante miles de años. Y más que eso, quería saber si Jemima era capaz de mantener el secreto a salvo. Así que al poner las cartas encima de la mesa la había obligado a mostrar las suyas. Y ahora ella iba a jugar.

– Necesitamos el dinero -dijo ella.

– ¿Qué dinero? ¿Quiénes?

– Ya sabes qué dinero. Tenemos planes, Gordon, y ese dinero…

– Entonces, ¿es de esto de lo que se trata? ¿Por esto te fuiste? No por mí, sino para vender lo que fuera que desenterramos. Y entonces… ¿qué?

Pero no, no había sido así, no al principio. Lo del dinero era comprensible, pero no fue lo que llevó allí a Jemima. El dinero compra cosas, pero lo que no podría comprar nunca es lo que ella necesitaba.

– Es el tipo. ¿Es él, verdad? -comprendió Gordon al instante-. Él lo quiere. Para vuestros planes, sean los que sean.

Sabía que había dado en el clavo. Había visto que gradualmente se le encendían las mejillas. De hecho, ella le había dejado para alejarse de quién era él, pero ella había conocido a otro hombre al que le había contado todos sus secretos.

– ¿Por qué has tardado tanto, entonces? -le preguntó-. ¿Todos estos meses? ¿Por qué no se lo decías de una vez?

Ella le miró durante un momento.

– Las tarjetas -dijo.

Y entonces él vio que su temor a ser descubierto, su propia necesidad de consuelo, algo que no era como la necesidad de Jemima, pero que irónicamente acababa siendo idénticamente igual, había propiciado ese preciso encuentro. Cada nuevo amante preguntaría por qué alguien la estaba buscando. Donde pudo haber dicho una mentira, había dicho la verdad.

– ¿Qué quieres entonces, Jemima? -le preguntó.

– Te lo acabo de decir.

– Necesitaré pensarlo -respondió él.

– ¿Qué?

– Cómo hacer que suceda.

– ¿Qué quieres decir?

– Es obvio, ¿no? Si lo que quieres es cavar en toda la parcela, entonces tengo que desaparecer. Si no lo hago… ¿O quieres que me descubran? ¿Quizá me quieres ver muerto? Quiero decir, en algún momento significamos algo el uno para el otro, ¿no?

Ella guardó silencio tras escuchar esto. El día era claro, brillante y caluroso; el sonido de los pájaros se intensificó de repente.

– No te quiero muerto -dijo finalmente-. Ni tan siquiera quiero hacerte daño, Gordon. Sólo quiero olvidarme de todo esto. De nosotros. Deseo una nueva vida. Vamos a irnos del país, vamos a abrir un negocio… Sabes que es culpa tuya. Si no hubieras puesto esas tarjetas… Si no lo hubieras hecho… Yo estaba alterada, y él quería saber, así que se lo dije. Me preguntó, claro, cualquiera lo hubiera hecho, cómo había llegado a descubrirlo. Pensó que era la última cosa que le dirías a nadie. Así que le conté esa parte también.

– Lo del prado.

– No exactamente lo del prado, pero sí algo acerca de lo que podía encontrar allí. Cómo esperaba que lo usáramos o lo vendiéramos, o lo que fuera, y cómo no quisiste, y entonces… Bien, sí. ¿Por qué? Tuve que decirle por qué.

– ¿Tuviste que hacerlo?

– Por supuesto. ¿No lo ves? Se supone que no hay secretos entre los que se aman.

– Y él te ama.

– Sí.

Sin embargo, Gordon pudo percibir sus dudas, y entendió que éstas jugaban un papel importante en lo que estaba sucediendo. Deseaba protegerle, fuera quien fuera. Él quería el dinero. Esos deseos se mezclaron para provocar la traición.

– ¿Cuándo?

– ¿Qué?

– ¿Cuándo decidiste hacer esto, Jemima?

– No estoy haciendo nada. Tú querías verme, no he sido yo. Me estabas buscando, no al revés. Si no hubieras hecho nada de todo esto, no hubiera habido necesidad de contarle a nadie nada sobre ti.

– ¿Y cuándo apareció el dinero en lo vuestro?

– Nunca había salido hasta que se lo conté… -Su voz empezó a desvanecerse, y Gordon comprendió que estaba llegando a una conclusión por sí misma, abriendo una posibilidad que él veía clarísimamente.

– Es el dinero. Quiere el dinero. No a ti. Lo ves, ¿verdad?

– No, eso no es verdad.

– Y creo que has tenido dudas todo este tiempo -contestó él.

– Me ama.

– Si lo quieres ver así.

– Eres una persona odiosa.

– Supongo que sí.

Le dijo que cooperaría en su plan de volver a la propiedad, que la ayudaría. Desaparecería, pero sería algo que llevaría tiempo. Le preguntó cuánto tiempo, pero no estaba seguro. Tendría que hablar con ciertas personas; luego se lo haría saber. Mientras tanto, obviamente, ella podía llamar a los medios para sacar algo de dinero. Dijo esto último con cierta amargura mientras se alejaba. Menudo lío había montado, pensó.

Y ahora, Gina. O quién demonios fuera. Se dijo a sí mismo que si no hubiera sustituido la maldita valla del prado, nada de aquello hubiera sucedido. Pero la verdad del asunto era que el origen de todo eso ocurrió en un atestado McDonald's, cuando se pasó de un «vamos a pillarlo a un vamos a hacerle llorar, y hasta un hay que callarle…, y ¿cómo le callamos?».


* * *

Cuando Zachary Whiting se presentó en el pub Royal Oak unas pocas horas después de llegar a su lugar de trabajo, Gordon estaba en la cornisa de la terraza. Vio que aquel vehículo familiar entraba en el aparcamiento, pero no estaba ni nervioso ni tenía miedo. Estaba preparado para una eventual aparición de Whiting. Puesto que la última vez que se reunieron fueron interrumpidos, Gordon sabía que el comisario jefe probablemente querría terminar ese encuentro.

El policía le señaló desde abajo. Cliff le estaba entregando un haz de paja. Gordon le dijo que se tomara un descanso. El día era caluroso, como lo habían sido los anteriores

– Tómate una sidra -le dijo, y le comentó que se la pagaba él-. Que la disfrutes, yo iré enseguida.

Cliff pareció alegrarse.

– ¿Algún problema, colega? -murmuró en cuanto vio que se acercaba Whiting.

No conocía a Whiting, pero percibió que se acercaba amenazadoramente. Whiting lo llevaba escrito en la cara.

– En absoluto -respondió Gordon-. Tómate tu tiempo -añadió señalando la puerta-. Iré dentro de un rato -repitió.

Una vez que se hubo ido Cliff, esperó a Whiting. El comisario jefe se detuvo ante él. Hizo lo de siempre, se acercó mucho, pero Gordon no retrocedió.

– Te vas -dijo Whiting.

– ¿Qué?

– Ya me has oído. Te trasladan. Órdenes del Ministerio del Interior. Tienes una hora. Vamos. Deja la camioneta. No la vas a necesitar.

– Mi perra está dentro…

– Que le den por el culo a la perra. Se queda. Y la camioneta. Esto… -Y con un movimiento de cabeza señaló al bar, donde Gordon iba a dejar la paja, el trabajo que estaba haciendo.

– Eso ya está terminado. Entra en el coche.

– ¿Dónde me envían?

– No tengo ni puñetera idea, y no me interesa. Entra en el puto coche. No queremos montar una escena. No quieres montar una escena.

Gordon no iba a cooperar si no le ofrecía más información. No iba a entrar a ese coche sin saber a qué atenerse. Había un montón de zonas aisladas entre el lugar en el que estaba y la finca cerca de Sway, y el asunto inacabado entre aquel hombre y él le sugería que no irían a casa directamente. No tenía manera de saber si le estaba diciendo la verdad, aunque la muerte de Jemima y la presencia de New Scotland Yard en Hampshire sugería que era probable.

– No voy a dejar a la perra aquí -dijo-. Si me voy, ella también.

Whiting se quitó las gafas de sol y se las colgó de la camisa, que estaba húmeda por el sudor. Era por el calor del día o la anticipación. Gordon consideró que podían ser ambas.

– ¿Crees que puedes negociar conmigo? -preguntó Whiting.

– No estoy negociando. Estoy constatando un hecho.

– Ah, sí.

– Espero que tus instrucciones sean llevarme a algún sitio y entregarme. Espero que tengas un horario. Espero que te hayan dicho que no lo fastidies, para no montar una escena, para que no parezca otra cosa que dos tíos charlando aquí mismo, conmigo subiendo a tu coche al final. Cualquier otra cosa levantará sospechas, ¿verdad? Como para aquellos que están bebiendo cerveza en el jardín. Si tú y yo nos enzarzamos en una pelea y alguien llama a la Policía, y si es una pelea como Dios manda, de aquellas en las que se arrean golpes, entonces habrá más problemas y preguntas acerca de cómo lo hiciste para montar semejante lío cuando era algo tan simple como…

– Ve a buscar a esa maldita perra -dijo Whiting-. Te quiero fuera de Hampshire. Contaminas el aire.

Gordon esbozó una pequeña sonrisa. En verdad, el sudor le goteaba por los costados y se vertía como una cascada por su columna vertebral. Sus palabras eran duras, pero no había nada detrás de ellas, excepto sus armas para protegerse. Fue hacia la camioneta.

Tess estaba dentro, gracias a Dios, dormitando tumbada en el asiento. Su correa estaba atada al volante, la cogió rápidamente y la dejó caer al suelo, para que pudiera moverse con tranquilidad. La perra se despertó, parpadeó y bostezó ampliamente, exhalando una buena bocanada de aire canino. Empezó a levantarse. Le dijo que se quedara quieta y se metió dentro. Con una mano agarró la correa de su cuello. Tenía una cazadora y se la puso. Volteó las viseras para el sol. Abrió y cerró la guantera. Oyó que Whiting se acercaba mientras caminaba por la grava del aparcamiento.

– Imagino que no esperas que entre en el pub -le dijo-. Cliff necesitará al menos una nota de explicación. -Y dio las gracias por estar todavía con ánimos para poder decir tanto.

– Date prisa entonces -contestó Whiting, que regresó a su coche. No llegó a entrar en él, encendió un cigarrillo, miró y esperó. La nota fue breve: «Esto es tuyo hasta que lo necesite, colega». Cliff no necesitaba saber nada más. Si Gordon tenía la oportunidad de recuperar el vehículo más adelante, lo haría. En caso contrario, al menos no caería en las manos de Whiting.

Había dejado las llaves en el contacto, como solía hacer. Quitó la llave de su casa del llavero, llamó a Tess para que le siguiera, y salió de la camioneta. Todo había durado menos de dos minutos. Menos de dos minutos para cambiar de nuevo el rumbo de su vida.

– Estoy listo -le dijo a Whiting, y se acercó a él. La perra no paraba de menear la cola, como siempre, como si el capullo que se encontraba delante de ellos fuera a acariciarle la cabeza.

– Eso espero -respondió Whiting.

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