Capítulo 31

– No estoy enamorada de ti. Sólo es algo que ha pasado -dijo ella.

– Por supuesto. Lo entiendo perfectamente -respondió él.

– Nadie puede saberlo.

– Creo que eso es lo más obvio.

– ¿Por qué? ¿Hay otras?

– ¿Qué?

– Cosas obvias. Además de que soy una mujer, y tú un hombre, y que estas cosas a veces suceden.

Por supuesto que hubo otras cosas, pensó él. Dejando a un lado un sensual instinto animal, había que tener en cuenta su motivación y la de ella. Y también el ahora qué, qué es lo próximo y el qué hacemos cuando se mueve el suelo bajo nuestros pies.

– Remordimientos, supongo -le dijo Lynley.

– ¿Te arrepientes? Porque yo no. Como te he dicho, estas cosas pasan. No serás la primera persona a la que le suceden. No me lo creo.

No pensaba exactamente lo mismo que ella, pero no estaba en desacuerdo. En la cama, se dio la vuelta, se sentó en el borde, y pensó sobre su pregunta. La respuesta fue un sí y un no, pero no dijo palabra. Él sintió su mano en la espalda. Estaba fría, y su voz cambió cuando pronunció su nombre. Ya no era cortante y profesional, su voz era… ¿maternal? Dios, no. Ella no era en absoluto una mujer del tipo maternal.

– Thomas, si queremos ser amantes… -dijo Isabelle.

– Ahora no puedo -le respondió. No es que no pudiera imaginarse como el amante de Isabelle Ardery, algo que podía concebir sin problema, pero le daba miedo por todo lo que implicaba-. Debería irme.

– Hablamos luego -respondió ella.

Él llegó a casa muy tarde. Durmió poco. Por la mañana habló por el móvil con Barbara Havers, una conversación que hubiera preferido evitar. Tan pronto como pudo, se puso a trabajar en lo de Frazer Chaplin y su coartada.

Dragonfly Tonics tenía sus oficinas en unas caballerizas tras la capilla de Brompton y la iglesia de la Santísima Trinidad. Estaban frente al cementerio, a pesar de que había un muro, un seto y un camino que los separaba. Al otro lado del callejón de la fundación, vio que había aparcadas dos Vespas. Una naranja brillante y otra fucsia, ambas con distintivos de DragonFly Tonics, muy parecidos a los que había visto en la moto de Frazer Chaplin frente al hotel Duke.

Lynley aparcó el Healey Elliott justo enfrente del edificio. Se detuvo un instante para observar la variedad de productos dispuestos en la ventana principal. Consistían en botellas de sustancias con nombres como «Despierta Melocotón», «Limón Desintoxicante» y «Espabila Naranja». Los examinó y pensó irónicamente en la que hubiera elegido si la hubieran fabricado: «Dame algo con sentido sabor a fresa», se le ocurrió. Pensó en «Contrólate de Pomelo». No le hubieran ido mal ésos.

Entró en el edificio. La oficina estaba bastante desaprovechada. Al margen de algunas cajas de cartón con los logotipos de DragonFly Tonics impresos a un lado, sólo había una mesa de recepción con una mujer de mediana edad tras ella. Vestía un traje masculino de lino. Al menos parecía de hombre por cómo le sentaba la chaqueta. La talla le hubiera quedado bien a Churchill.

La mujer estaba metiendo folletos en sobres, y continuó con ello.

– ¿Puedo ayudarle? -le preguntó, y sonó sorprendida. Parecía como si nadie que viniera de la calle la hubiera interrumpido nunca.

Lynley le preguntó acerca de su sistema de publicidad. Ella le dijo que si quería poner en el Healey Elliott -que se veía desde la ventana que daba a la recepción- los distintivos de DragonFly Tonics. Él se estremeció al pensar en semejante profanación. Quería espetarle indignado: «¿Está usted loca, señora?», pero en lugar de eso se mostró interesado. La mujer sacó del escritorio un sobre nuevo, del que se deslizó lo que parecía ser un contrato. Habló de las tarifas que se pagaban por el tamaño y el número de distintivos solicitados, así como del kilometraje habitual que se estima en un conductor. Obviamente, señaló, los taxis recibían más dinero, seguidos muy de cerca por los mensajeros en moto. «¿Qué tipo de conductor es?», le preguntó a Lynley.

Esto le llevó a corregir la suposición de la recepcionista. Le enseñó su identificación y le preguntó acerca de los registros que guardaba de la gente que tenía vehículos de uno u otro tipo «decorados» -usó esta palabra siendo benevolente- con los distintivos de DragonFly Tonics. Ella le dijo que, por supuesto, existían registros, porque sino de qué modo iba a ser remunerada la gente que iba de un lado a otro de Londres, así como de otros lugares, con la publicidad pegada en sus vehículos.

Lynley esperaba descubrir que después de todo no hubiera ningún contrato de publicidad con Frazer Chaplin. A partir ahí, había decidido, se podría suponer que la Vespa que Frazer le enseñó a Lynley ante el hotel Duke no era la suya, después de todo, y que la mentira había surgido en un momento de inspiración. Le dio el nombre de Frazer a la recepcionista, y le preguntó si podría sacar el contrato.

Desafortunadamente, ella hizo precisamente eso, y todo encajaba con lo que Frazer había declarado. La Vespa era suya. De color verde lima. Por eso se habían usado los distintivos. Eran, de hecho, utilizados profesionalmente en Shepherd's Bush desde que DragonFly Tonics empezó a trabajar a regañadientes con ellos. Fueron colocados a conciencia, para que no se pudieran eliminar fácilmente, y cuando los quitaran una vez finalizado el contrato, el vehículo se repintaría.

Lynley suspiró. A menos que Frazer hubiera utilizado un vehículo diferente para llegar a Stoke Newington, debían revisar de nuevo todas las filmaciones de los circuitos cerrados de televisión con la esperanza de que alguna cámara hubiera grabado su Vespa en las proximidades del cementerio. También debían volver al duro puerta a puerta -ordenado por Isabelle- y a la esperanza de que alguien hubiera visto la moto.

O cabía la posibilidad de que hubiera sido Frazer y que hubiera empleado el ciclomotor o la moto de otro para llegar allí, dado que para hacer lo que se tenía que hacer en noventa minutos y llegar después al hotel Duke a tiempo, tuvo que ir hasta el norte de Londres con este medio. Simplemente no había otra manera de hacerlo con aquel tráfico.

Lynley estaba considerando todo esto cuando sus ojos se abrieron como platos al ver la fecha del contrato: una semana antes de la muerte de Jemima. Se centró en las fechas en general, lo que hizo que se diera cuenta de que había un detalle que había pasado por alto. Había ciertamente otra manera en la que el asesinato de Jemima Hastings se hubiera llevado a cabo, pensó.

Estaba entrando en su coche cuando Havers le llamó. «Lynley», comenzó y tras eso la sargento empezó a balbucear -no había otra palabra para describirlo- acerca de Victoria Street, un cajero automático, el ministerio del Interior, y de tomar un gin tonic.

Al principio pensó qué eso era lo que ella había hecho -tomar un gin tonic o dos o tres-, pero luego, en medio de su frenético monólogo, entendió la palabra «topo» y ahí finalmente fue capaz de descifrar que estaba pidiéndole que se reuniese con alguien en un cajero de Victoria Street, aunque todavía no estaba seguro de por qué debía hacerlo.

Cuando ella tomó aire, él preguntó:

– Havers, ¿a qué viene esto?

– Él estaba en Londres. El día en que murió. Jossie. Y Whiting lo ha sabido todo el tiempo.

Aquello llamó su atención.

– ¿Quién te ha dado esta información?

– Hastings. El hermano.

Y entonces ella empezó a dar la lata sobre Gina Dickens y alguien llamada Meredith Powell, así como con billetes, recibos, la costumbre de Gordon Jossie de llevar gafas oscuras y una gorra de béisbol, y que ¿no era exactamente como Yukio Matsumoto había descrito al hombre que vio en el cementerio?, y por favor, «por favor, vaya a la calle Victoria hasta ese cajero, porque todo lo que Norman Comosellame sabe no lo está largando por teléfono», y necesitaban saber qué era. Ella iba a sorprender a Whiting en su guarida, o cualquiera que fuera el término apropiado, pero antes de que pudiera hacerlo necesitaba saber qué tenía que decir Norman, así que volvían a lo de Norman y, de todos modos, Lynley tenía que ir a Victoria Street, y por, cierto, ¿por dónde andaba él?

Barbara tomó nuevo aliento, lo que le dio la oportunidad a Lynley de decirle que se encontraba en los jardines de las caballerizas de Ennismore, tras la capilla de Brompton y la iglesia de la Santísima Trinidad. Estaba trabajando en la conexión de Frazer Chaplin, y consideraba que…

– A la mierda con Frazer Chaplin -respondió ella-. Esto está candente, es Whiting, y éste es el camino. Por el amor de Dios, inspector, necesito que haga esto.

– ¿Qué pasa con Winston? ¿Dónde está?

– Tiene que ser usted. Winnie está con las filmaciones de los circuitos cerrados de televisión, ¿verdad? ¿Las filmaciones de Stoke Newington? Y de todos modos, si Norman Comosellame…, Dios, por qué no puedo recordar su maldito nombre… Es un tío de escuela privada. Lleva una camisa de color rosa. Tiene esa voz. Pronuncia cada frase tan profundamente desde lo más hondo de su garganta que prácticamente necesitas realizar una amigdalectomía sólo para excavar en sus palabras. Si Winnie aparece en el cajero y comienza a hablar con él… Winnie, de entre todos… Winnie… Señor, piense en ello.

– Muy bien -dijo Lynley-. Havers, muy bien.

– Gracias, gracias -respondió-. Esto es todo un enredo, pero creo que vamos por buen camino.

Él no estaba tan seguro. Cada vez que lo pensaba todo parecía complicarse más. Tenía tiempo para llegar a Victoria Street trazando una ruta que le llevó finalmente a Belgrave Square. Aparcó en el estacionamiento subterráneo de la Met y caminó de vuelta a Victoria, donde se topó con el cajero de Barclay's más cercano a Broadway, al lado de la papelería Ryman.

La pinta del topo de Havers era del tipo «por su vestimenta le conoceréis». Su camisa no era rosa. Era fucsia brillante, y la corbata era de patitos. Se dio cuenta de que su vida no estaba hecha para la intriga desde que empezó a caminar por la acera e hizo una pausa para mirar por la ventana de Ryman como si estudiara qué tipo de archivador pensaba comprar.

Lynley se sintió sumamente estúpido pero se acercó al hombre.

– ¿Norman? -le dijo. Cuando el otro se sorprendió, le dijo afablemente-. Barbara Havers cree que puede interesarle un gin tonic.

Norman miró a izquierda y derecha.

– Dios, por un momento pensé que era uno de ellos -exclamó.

– ¿Uno de quiénes?

– Oiga, no podemos hablar aquí. -Miró su reloj, uno de esos con múltiples esferas que se usan para bucear y, más de uno pensaría, para ir también a la luna-. Haga ver que me pregunta la hora, por favor -siguió-. Apague el suyo o lo que sea… Por Dios, ¿lleva un reloj de bolsillo? No había visto uno de esos desde…

– Reliquia familiar.

Lynley miró el reloj de Norman, que se lo puso frente a la cara. Lynley no estaba seguro acerca de cuál de las esferas debía mirar, pero cooperó y asintió con la cabeza.

– No podemos hablar aquí -dijo Norman cuando hubieron hecho toda la pantomima.

– ¿Por qué…?

– El circuito cerrado de televisión -murmuró Norman-. Tenemos que ir a otro lugar. Ellos nos pillarán en la filmación, y si lo hacen, estoy muerto.

Todo parecía tremendamente dramático hasta que Lynley se dio cuenta de que Norman hablaba de su trabajo y no de su vida.

– Creo que eso va a ser un pequeño problema, ¿no cree? Hay cámaras por todas partes.

– Mire, diríjase hasta el cajero automático. Saque algo de dinero. Voy a entrar en Ryman para comprar algo. Haga lo mismo.

– Norman, Ryman probablemente también tendrá una cámara.

– Demonios, simplemente hágalo -dijo.

Lynley se dio cuenta que el hombre estaba realmente asustado y que no jugaba a los espías. Así que sacó su tarjeta bancaria y se dirigió al cajero automático sin rechistar.

Retiró algo de dinero, se metió en Ryman y encontró a Norman mirando el expositor de almohadillas adhesivas. No se reunió con él allí, presuponiendo que la proximidad podría inquietar al hombre. En su lugar, se dirigió hasta las tarjetas de felicitación y las examinó; cogió primero una, después otra y otra y otra, aparentando encontrar algo apropiado. Cuando vio que Norman estaba a punto de llegar a la caja registradora, eligió una tarjeta al azar e hizo lo mismo.

Fue allí donde mantuvieron su brevísimo cara a cara, que se produjo de un modo que Norman parecía querer que fuera de lo más casual, si es que eso era posible, dado que estaba hablando por un lado de la boca.

– Hay un buen barullo por allí -dijo.

– ¿En el ministerio del Interior? ¿Qué está pasando?

– Definitivamente tiene algo que ver con Hampshire -afirmó-. Es algo grande, algo serio, y se están moviendo endiabladamente rápido para lidiar con ello antes de que se haga público.


* * *

Isabelle Ardery había pasado muchos años colocando los detalles de su vida en compartimentos separados. Por lo tanto, no tuvo ningún problema en hacer precisamente eso el día que Thomas Lynley la llamó. Estaba el inspector Lynley en su equipo, y estaba el Thomas Lynley de su cama. No tenía intención de confundirlos. Además, no era tan estúpida como para creer que su encuentro fue algo más que sexo, mutuamente satisfactorio y potencialmente «repetible». Más allá de eso, su dilema durante aquel día en la Met no le permitió tener ni un instante para recordar nada, especialmente acerca de la noche anterior con Lynley. Era «el primero de los dos últimos días» que el subcomisionado Hillier le había dado. Si tenía que salir de New Scotland Yard, entonces tenía la intención de hacerlo con el caso atado y bien atado.

Eso era lo que estaba pensando cuando apareció Lynley en su oficina. Sintió un molesto vuelco en el corazón cuando lo vio.

– ¿Qué tienes, Thomas? -dijo bruscamente, y se levantó de su escritorio, pasó junto a él, y se tambaleó al entrar al pasillo-. ¿Dorothea? ¿Qué tenemos del puerta a puerta en Stoke Newington? ¿Y dónde está Winston con todas esas filmaciones del circuito cerrado de televisión? No obtuvo respuesta y gritó:

– ¡Dorothea! ¿Dónde demonios…? -Y después soltó-: ¡Maldita sea!

Regresó a su mesa, donde repitió:

– ¿Qué tienes, Thomas? -Esta vez permaneció inmóvil.

Él empezó a cerrar la puerta.

– Déjala abierta, por favor.

Él se dio la vuelta.

– Esto no es personal.

Sin embargo, dejó la puerta como estaba. Ella sintió que se ruborizaba.

– Muy bien. Adelante. ¿Qué ha pasado?

Era una mezcla de información, que en última instancia venía a decir que Havers -quien parecía tener la puñetera inclinación de hacer lo que le diera la gana cuando se trataba de la investigación de un asesinato- había conseguido de alguien del Ministerio del Interior que se pusiera a escarbar sobre un policía de Hampshire. Él no había ido muy lejos -ese topo de Havers- cuando le llamaron al despacho de un funcionario superior cuya proximidad con el Ministerio del Interior era poco menos que inquietante. ¿Por qué estaba Zachary Whiting en los pensamientos de un funcionario del Ministerio del Interior como Norman?, le preguntaron.

– Norman hizo algunas filigranas para salvar su pellejo -dijo Lynley-. Pero se las ha arreglado para llegar a algo que puede ser útil.

– ¿Y eso qué es?

– Al parecer, Whiting ha dado protección a alguien muy importante del Ministerio del Interior.

– ¿Alguien de Hampshire?

– Alguien de Hampshire. Es una protección de alto nivel, del nivel más alto. El tipo de nivel que ahuyenta cualquier tontería cuando alguien se acerca remotamente. Norman me dio a entender que se trata de alguien de dentro de la oficina del secretario de Interior.

Isabelle se hundió en su silla. Señaló a otra con la mirada y Lynley se sentó.

– ¿Con qué crees que estamos lidiando, Thomas? -Consideró las opciones y dio con la más probable-. ¿Alguien se infiltró en una célula terrorista?

– ¿Con el informante ahora protegido? Es muy posible -dijo Lynley.

– Pero existen otras posibilidades, ¿no?

– No tantas como podrías pensar. No a este nivel. No con el ministro del Interior implicado. Hay terrorismo, como dices, con un infiltrado en la clandestinidad antes de que se produzca la redada. Hay protección para un testigo que testificará en un juicio, como en un caso contra el crimen organizado, un caso de asesinato sensible a las repercusiones…

– Un asunto como el de Stephen Lawrence. [33]

– Desde luego. También hay protección para los asesinos a sueldo.

– Una fatua.

– O la mafia rusa. O gánsteres albaneses. Pero sea lo que sea, es algo grande, algo importante.

– Y Whiting sabe exactamente qué es.

– Eso es. Porque sea quien sea a quien el Ministerio del Interior está protegiendo está bajo el amparo de Whiting.

– ¿En un piso franco?

– Tal vez. Pero también podría tener una nueva identidad.

Ella le miró. Él la miró. Ambos estaban en silencio, evaluando todas las posibilidades y comparándolas con lo que sabían los demás.

– Gordon Jossie -dijo finalmente Isabelle-. Proteger a Jossie es la única explicación del comportamiento de Whiting. ¿Esas cartas falsificadas de recomendación para el Winchester Technical College? Que Whiting supiera lo del aprendizaje de Jossie cuando Barbara le enseñó las cartas…

Lynley asintió.

– Havers está tras la pista de algo más, Isabelle. Está casi segura de que Jossie estaba en Londres cuando Jemima Hastings fue asesinada.

Le explicó más acerca de su conversación con Havers, sobre lo que ella le contó sobre su charla con Rob Hastings y su revelación acerca de los billetes de tren y de la factura del hotel, así como las garantías que Whiting había dado a una mujer llamada Meredith Powell de que esa información había sido enviada a Londres.

– ¿Se llama Meredith Powell? -preguntó-. ¿Por qué no hemos oído hablar de ella hasta ahora? Y, es más, ¿por qué está la sargento Havers informándote a ti y no a mí?

Lynley vaciló. Dejó de mirarla y se fijó en la ventana tras ella. Ella recordó que Thomas había ocupado esa oficina poco tiempo atrás y se preguntaba si deseaba regresar, ahora que ella estaba acabada. Sin duda, estaba en la senda de recuperarla, si ése era su deseo, y podía tener pocas dudas de que estaba más preparado para ello.

– Thomas, ¿por qué está Barbara informándote a ti y por qué no habíamos oído hablar de Meredith Powell antes? -dijo bruscamente.

Él volvió a mirarla. Sólo respondió a la segunda de sus preguntas, a pesar de que la respuesta a la primera iba implícita

– Querías que Havers y Nkata regresaran a Londres. -No lo dijo como una acusación. No era su estilo comentar el lío que había montado. Y claro, en ese momento, todo era tan obvio que no hizo falta hacerlo.

Ella giró su silla hacia la ventana.

– Dios -murmuró-. Me he equivocado desde el principio.

– No diría tanto…

– Por favor… -Se volvió hacia él-. No intentes arreglarlo, Thomas.

– No es eso. Es una cuestión de…

– ¿Jefa? -Philip Hale estaba de pie en la puerta. Tenía una hoja de papel en la mano.

– Han encontrado a Matt Jones. Ese Matt Jones.

– ¿Estamos seguros?

– Las piezas empiezan a encajar.

– ¿Y?

– Un mercenario. Un soldado. Lo que sea. Trabaja para una organización llamada Hangtower, principalmente en Oriente Próximo.

– ¿Alguien nos puede decir qué tipo de trabajo hace?

– Simplemente sabemos que es alto secreto.

– ¿Eso nos permite interpretar que se trata de asesinatos?

– Probablemente.

– Gracias, Philip -dijo Isabelle.

El hombre asintió con la cabeza y los dejó, no sin antes echar una mirada a Lynley que no necesitaba explicación. Hale dejaba claro qué pensaba acerca del desarrollo de la investigación por parte de su superintendente. Si ella le hubiera dejado donde debía hubieran tenido esa información acerca de Matt Jones o de cualquiera desde hacía tiempo. En su lugar le obligó a quedarse en el hospital Saint Thomas. Había sido una medida punitiva, pensó en ese momento, que dejó de manifiesto la peor clase de liderazgo.

– Ya estoy oyendo a Hillier -dijo ella.

– No te preocupes por Hillier, Isabelle -contestó Lynley-. Nada de lo que sabemos hasta ahora…

– ¿Por qué? ¿Ahora funcionas bajo los preceptos de la escuela de pensamiento de «lo que está hecho, hecho está»? ¿O quizás es que las cosas se van a poner peor en este caso?

Le miró a la cara y leyó en su rostro que se trataba de algo que todavía no le había dicho. Esbozó media sonrisa con la boca, una suerte de expresión de cariño que a Isabelle no le gustaba demasiado.

– ¿Qué? -dijo ella.

– Anoche… -empezó.

– No vamos a hablar de eso -dijo abruptamente.

– Anoche -repitió de igual modo-, estuvimos trabajando en ello, y todo se reduce a Frazer Chaplin, Isabelle. Nada de lo que hemos sabido hoy cambia eso. De hecho, lo que ha descubierto Barbara confirma que estamos yendo por buen camino. -Y cuando ella estaba a punto de preguntar, siguió-: Escúchame. Si la acusación que tenemos contra Whiting es proteger a Gordon Jossie por la razón que sea, entonces sabemos dos cosas que no nos permitían avanzar anoche.

Ella pensó en lo que acababa de decir y vio hacia dónde iba.

– El tesoro romano -dijo ella-. Si es que hay uno.

– Supongamos que existe. Nos preguntábamos por qué Jossie no comunicó inmediatamente lo que encontró, como pretendía hacer, y ahora lo sabemos. Considera esta posibilidad: si él desentierra el tesoro romano o incluso una parte de él y llama a las autoridades, lo siguiente en aparecer es una manada de periodistas que querrían hablar con él acerca de los porqués y los cómo de lo que ha encontrado. Este tipo de cosas no las puedes esconder bajo una alfombra. No, si se trata de un tesoro parecido al de Mildenhall o el de Hoxne. En un plazo muy corto, la Policía acordonaría la zona, llegarían los arqueólogos, se presentarían los expertos del Museo Británico. Me atrevería a decir que la BBC también aparecería, y entonces ya lo tendrías en las noticias de la mañana. Se supone que está escondido, y la metedura de pata lo haría salir irremediablemente a la luz. Isabelle, es la última cosa que querría.

– Pero Jemima Hastings no sabía nada de eso, ¿verdad? -afirmó pensativa-. Porque desconocía que él estaba bajo protección.

– Exacto. Él no se lo dijo. No vio por qué o no quiso decírselo.

– Quizás ella estaba con él cuando descubrió el tesoro -dijo Isabelle.

– O tal vez llevó algo a su casa que no sabía qué era. Lo limpió. Se lo enseñó a ella. Regresaron al lugar donde lo encontró y…

– Y encontraron más -concluyó Lynley.

– Pensemos que Jemima sabe que debe comunicarlo. O al menos supone que deben hacer algo más que excavar, limpiarlo, y ponerlo en la repisa de la chimenea.

– Y no podían gastarlo, ¿verdad? -dijo Isabelle-. Ellos querían hacer algo con ello. Así que ella tuvo que averiguar (alguien debía hacerlo) qué hace uno con semejante hallazgo.

– Esto -señaló Lynley- pone a Jossie en la peor de las situaciones. No puede permitir que su descubrimiento sea de dominio público, por lo que…

– La mata, Thomas. -Isabelle se sintió aliviada-. Sé razonable. Él es el único con un móvil.

Lynley negó con la cabeza.

– Isabelle, él es prácticamente el único que no lo tiene. La última cosa que quiere es que toda la atención se centre en él, y va a ser así si la mata, porque vive con él. Si está escondido, va a continuar así como sea, ¿cierto? Si Jemima se empecina en encargarse como debe del tesoro, ¿por qué no iba a hacerlo, dado que su venta en el mercado les proporcionaría una fortuna? Entonces, la única manera para detener esto y mantenerse fuera del ojo público no es matarla a ella.

– ¡Dios mío! -murmuró Isabelle.

Él clavó la mirada en ella.

– Es porque le dijo la verdad. Y por eso ella le dejó. Thomas, ella sabía quién era. Tenía que decírselo.

– Por eso fue a buscarla a Londres.

– Estaba preocupado por si se lo contaba a alguien…

Isabelle ató cabos.

– ¿Qué fue lo que hizo? Se lo contó a Frazer Chaplin. Al principio no, por supuesto. Pero sí una vez vio esas tarjetas con su fotografía en la Portrait Gallery con el número del móvil de Gordon Jossie. Pero ¿por qué? ¿Por qué contárselo a Frazer? ¿Tenía miedo de Jossie por alguna razón?

– Si ella le dejó, podemos suponer que, o bien no quería nada más con él, o bien estaba pensando qué hacer. Tiene miedo, se siente rechazada, preocupada, estupefacta, afectada, quiere el tesoro, su vida se ha desmoronado, sabe que si continúa viviendo con él su vida está en peligro… Pudieron ser innumerables cosas las que la llevaron a Londres. Podría ser una razón que se convirtió en otra.

– Primero huye y después conoce a Frazer.

– Se lían. Ella le cuenta la verdad. Ya ves, otra vez Frazer.

– ¿Por qué no Paolo di Fazio si fueron amantes y éste había visto las postales? O con Abbott Langer, ya que estamos, o…

– Ella acabó su relación con Paolo antes de lo de las postales, y Langer nunca las vio.

– O Jayson Druther, si no. Frazer tiene una buena coartada, Thomas.

– Entonces, vamos a desmontarla. Hagámoslo ahora.


* * *

Primero, le dijo Lynley, tenían que detenerse en Chelsea para pasar a ver a Deborah y a Simon Saint James. Les iba de camino, dijo él, y reconoció que los Saint James tenían algo que quizá les podía ser útil.

Una parada en la sala de interrogatorios permitió a Winston Nkata ofrecerles más información acerca de las cintas del circuito cerrado de televisión. No mostraban nada nuevo, como tampoco lo habían hecho antes. En concreto, no aparecía ninguna Vespa color lima que pudiera pertenecer a Frazer Chaplin y que tuviera vistosos anuncios de DragonFly Tonics. Sin sorpresas, pensó Isabelle. Descubrió, al igual que Lynley, que el detective Nkata había hablado por la mañana con la exasperante Barbara Havers.

– Según Barb, la punta del cayado del techador revela quién lo hizo -dijo él-. Pero dice que tachemos al hermano de la lista. Las herramientas de Robert Hastings servían, pero estaban sin usar. Por otro lado, Jossie tenía tres tipos de herramientas y una de ellas era como el arma que buscamos. Quiere saber si también encaja.

– Le he pedido a Dee que se las envíe. -Isabelle le comentó a Nkata que continuara con ello y siguió a Lynley hasta el aparcamiento.

En la casa de los Saint James encontraron a la pareja. Él les recibió en la puerta con la perrita de la familia ladrando frenéticamente alrededor de sus tobillos. Dejó pasar a Isabelle y a Lynley, y regañó a la perra, que, sin preocuparse, le ignoró y continuó ladrando

– ¡Dios mío, Simon! ¡Haz algo con ella! -gritó finalmente Deborah desde una habitación a la derecha de la escalera.

El comedor resultó ser un ceremonioso espacio de aquellos que uno encuentra en las viejas y chirriantes casas victorianas. Estaba decorado como tal, al menos en lo que a muebles se refería. Por suerte, no había demasiada ornamentación y tampoco estaba empapelado al estilo del floreado William Morris, aunque la mesa del comedor era de las pesadas y oscuras y el aparador albergaba un montón de cerámica inglesa.

Cuando se encontraron, Deborah Saint James estaba en la mesa aparentemente examinando unas fotografías, que recogió rápidamente cuando entraron.

– Ah, ¿no? -le dijo Lynley en referencia a éstas.

– De verdad, Tommy -contestó Deborah-. Sería más feliz si no me conocieras tanto.

– ¿No sería la hora del té…?

– Mi taza del té preferida. [34] Bien.

– Es decepcionante -dijo Lynley-. Pero creí que el té de la tarde no sería…, hmmm…, ¿debería decir una ventana para mostrar tus talentos?

– Muy divertido. Simon, ¿vas a permitir que se burle de mí o vas a salir en mi defensa?

– Pensaba esperar para ver hasta qué punto podéis seguir haciendo juegos de palabras terribles. -Saint James permanecía en la puerta, apoyado en el marco.

– Eres tan implacable como él.

Deborah saludó a Isabelle llamándola «superintendente Ardery», y se excusó para ir a tirar «esas cosas horribles» a la basura. Al pasar a su lado le preguntó si quería un café. Reconoció que llevaba encima del hornillo eléctrico de la cocina durante horas, pero que si le echaba leche y -varias cucharadas de azúcar- sería potable.

– O puedo hacer una nueva cafetera -ofreció.

– No tenemos tiempo -dijo Lynley-. Esperábamos poder hablar contigo, Deb.

Isabelle escuchó esto algo sorprendida, dado que ella pensaba que había ido hasta Chelsea no para hacer una visita a Deborah, sino más bien a su marido. La mujer parecía tan perpleja como Isabelle.

– Pues aquí entonces. Es mucho más acogedor -dijo.

«Aquí» era una biblioteca. Isabelle y Lynley entraron. Estaba situada donde se esperaría que estuviera la sala de estar, con una ventana que daba a la calle. Había grandes montones de libros: en las estanterías, en las mesas y en el suelo, junto a cómodos sillones, una chimenea y un escritorio antiguo. También había periódicos amontonados. A Isabelle le pareció que los Saint James estaban suscritos a todos los diarios de Londres. Como mujer a la que le gustaba vivir sin ataduras y compromisos, Isabelle encontró el lugar abrumador.

Al parecer Deborah percibió su reacción, porque dijo:

– Simon. Siempre ha sido así, superintendente. Puede preguntarle a Tommy. Fueron juntos al colegio, y Simon llevaba locos a los del internado. No ha mejorado desde entonces. Por favor, tirad lo que sea al suelo y sentaos. Por lo general, no está tan mal. Bueno, ya sabes, Tommy ¿verdad? -Al decir esto miró a Lynley. Luego su mirada volvió a Isabelle y sonrió rápidamente. No fue por diversión o respeto, notó Isabelle, sino para esconder algo.

La superintendente encontró un lugar que precisaba mover pocas cosas.

– Por favor. Llámeme Isabelle, no superintendente -dijo, y de nuevo Deborah sonrió rápidamente y seguidamente volvió a mirar a Lynley. Parecía estar intentando escudriñar sus intenciones. También consideró que Deborah Saint James conocía a Thomas mucho mejor que lo que su ligereza sugería.

– Isabelle -dijo Deborah. Se dirigió a Lynley-: Tiene que haber arreglado la habitación para la semana que viene. Lo prometió.

– ¿Entiendo que tu madre viene de visita? -le contestó él. Ambos se rieron.

Isabelle volvió a tener la sensación de que hablaban en clave. Quería decir, «Bien, vamos a continuar con lo nuestro», pero algo la detuvo y no le gustó lo que ese algo decía: ni acerca de ella ni de sus sentimientos. No estaba implicada emocionalmente en este asunto.

Lynley sacó el tema del que habían ido a hablar. Le preguntó a Deborah Saint James acerca de la exposición en la National Portrait Gallery. ¿Podría tener otra copia de la revista con las fotos tomadas la noche del estreno? Barbara Havers le había quitado un ejemplar, pero recordó que Deborah tenía otro.

Deborah dijo que «por supuesto», y fue hacia uno de los montones de periódicos. Excavó hasta desenterrar una revista. Se la entregó. Luego encontró otra -una diferente- y se la dio también a Lynley.

– De verdad, yo no las he comprado todas, Tommy -dijo-. Los hermanos y la hermana de Simon… Y después papá estaba tan orgulloso… -Se sonrojó.

– En tu lugar hubiera hecho lo mismo -intervino solemnemente Lynley.

– Está reclamando sus quince minutos de fama -le dijo Saint James.

– ¡Cómo sois! -dijo Deborah, y se dirigió a Isabelle-. Les gusta burlarse de mí.

Saint James preguntó qué quería Lynley de la revista. Quería saber qué estaba pasando. Tenía que ver con el caso, ¿verdad?

Ciertamente, le contestó Lynley. Tenían una coartada que desmontar y le parecía que las fotos de la inauguración de la galería podían ayudar a ello. Con las revistas en su poder, estaban dispuestos a emprender la próxima etapa de su viaje. Isabelle no lograba entender por qué unas fotos de ese tipo podían ayudar de algún modo, se lo dijo a Lynley una vez que estuvieron en la calle otra vez. Entraron en el Healey Elliott antes de que contestara. Le entregó las revistas a ella. Él se inclinó justo cuando ella encontró las fotos de la inauguración de la National Portrait Gallery y señaló a uno de los que allí aparecían. Frazer Chaplin, le indicó. Que estuviera en la inauguración iba a ser la pista que necesitaban.

– ¿Para qué?

– Para separar la verdad de la mentira.

Ella se volvió hacia él. De repente, él estaba inquietantemente cerca. Lo sabía porque la miró como si fuera a decir otra cosa o, peor aún, a hacer algo que ambos podrían lamentar.

– Y exactamente, ¿de qué tipo de verdad estamos hablando?

Él se apartó. Puso en marcha el coche.

– A medida que lo pensaba, cada vez tenía menos sentido la fecha de su contrato -dijo.

– ¿Qué fecha? ¿Qué contrato?

– El contrato con DragonFly Tonics, el acuerdo al que llegó Frazer Chaplin para llevar la publicidad del producto en su Vespa. Por exigencia del contrato debía ser de pintura brillante; regulaba el número de dispositivos requeridos. Por su firma parece que salió e hizo el trabajo.

– Y no lo tenía -dijo comprendiéndolo todo-. Winston está visionando esas grabaciones buscando una Vespa verde lima con dispositivos. En la investigación puerta por puerta se está preguntando por una Vespa verde lima con dispositivos.

– Algo que parece fácil de recordar si se ha visto.

– Cuando realmente no usó una Vespa verde lima con dispositivos para llegar a Stoke Newington finalmente.

Él asintió con la cabeza.

– Llamé al taller de pintura de Shepherd's Bush después de hablar con Barbara acerca de su encuentro con el soplón. Frazer Chaplin fue también allí para que le pintaran la Vespa y para que le pusieran los dispositivos. Pero lo hizo el día después de que Jemima muriera.


* * *

Bella McHaggis estaba lidiando con una nueva bandeja de gusanos de compostaje en su coche cuando llegó Scotland Yard. Eran los dos agentes con los que había hablado en la Met, justo el día en el que encontró el bolso de la pobre Jemima. Estacionaron al otro lado de la calle, enfrente de la casa, en un coche antiguo, que fue lo que le llamó la atención en un primer momento. La aparición de un vehículo de esas características en Oxford Road -o en cualquier calle, pensó- llamaba la atención. Hablaba de mimos, montones de dinero y mucha gasolina consumida. ¿Y la protección del medio ambiente? ¿Dónde estaba el sentido común? No recordaba sus nombres, pero asintió con un saludo, dado que cruzaron la calle hacia ella.

El hombre -educadamente se volvió a presentar como el detective Lynley, y su compañera, la superintendente Ardery- se hizo cargo de la bandeja de compostaje del coche de Bella. Tenía modales. De eso no había duda. Alguien le había criado adecuadamente, que era mucho más de lo que se podía decir de muchas personas por debajo de los cuarenta. Obviamente, no había ido hasta Putney para ayudarla con el compostaje de los gusanos. Bella les pidió que entraran en la casa. De todos modos, el inspector tuvo que llevar la bandeja al jardín trasero, y dado que la única manera de llegar era atravesando la casa, una vez dentro, Bella se comportó como debía y les ofreció una taza de té.

Declinaron el ofrecimiento, pero dijeron -en este caso, la superintendente Ardery- que querían hablar con ella. Bella contestó que por supuesto, faltaría más, y añadió resueltamente que esperaba que hubieran venido para decirle que habían detenido a alguien en el caso de la muerte de Jemima. Estaban cerca, dijo el inspector Lynley. Habían venido a hablar con ella de Frazer Chaplin, añadió la superintendente. Lo dijo con amabilidad y tal bondad que logró toda la atención de Bella.

– ¿Frazer? ¿Qué tiene que ver con Frazer? ¿No han hecho nada con esa médium?

– Señora McHaggis -intervino Lynley. A Bella no le gustó un pelo cómo sonó su tono, que era inexplicablemente de arrepentimiento. Menos le gustó su expresión porque le sugirió una pizca de… ¿era lástima? Ella sintió cómo se le erguía la espalda.

– ¿Qué? -gritó ella. Tenía ganas de enseñarles la puerta. Se preguntó cuántas veces más iba a tener que decirles a esos estúpidos dónde debían dirigirse, que era hasta Yolanda, la vidente chalada.

Lynley habló de nuevo. Comenzó a explicar todo tipo de cosas. Tenían que ver con el móvil de Jemima y con las llamadas que hizo el día de su muerte, y con las que recibió después de morir y los ping de las torres de conexión de telefonía móvil, fuera lo que fuese aquello. Frazer la llamó dentro de los plazos en los que se produjo su muerte, pero no llamó después, lo que, aparentemente, sugirió a los polis ¡que Frazer era el que había asesinado a la pobre muchacha! Bella se preguntó si había algo con menos sentido que aquello.

Entonces la mujer policía intervino. Su explicación tenía que ver con la moto de Frazer. Le soltó lo del color de la moto y lo de los dispositivos que había colocado en ella para ganar un poco más de dinero, y cómo la movilidad de Frazer encima de una moto por toda la ciudad era bastante fácil.

– Espere un momento -soltó Bella, porque no era tan tonta como ellos imaginaban, y comprendió entonces de qué iba todo ese juego. Señaló que si estaban interesados en las motos, ¿habían pensado que de la estaban parloteando era una moto italiana y que éstas podían ser alquiladas ese mismo día, y que había un italiano que vivía en su casa, quien había estado un tanto insensible con Jemima desde que ésta finalizara su relación con él? ¿Y todo ello no sugería que deberían estar buscando a Paolo di Fazio si quisieran endosarle el crimen a alguien de la casa de Bella?

– Señora McHaggis -repitió Lynley, con esos ojos llenos de profundidad. Los tenía marrones. ¿Por qué un hombre tan rubio tenía los ojos tan marrones?

Bella no quería ni oír ni escuchar. Les recordó que nada de lo que estaban contando importaba, pues Frazer no estuvo en ningún lugar cerca de Stoke Newington el día en que murió Jemima Hastings. Estuvo exactamente donde siempre estaba, entre su trabajo en la pista de hielo y en el hotel Duke. Había estado aquí, en su casa, duchándose y cambiándose de ropa. Les dijo que, como ya les había repetido hasta la saciedad, cuántas veces iba a tener que…

– Él la sedujo, ¿no es así, señora McHaggis? -Fue Isabelle quien se lo preguntó y lo hizo de malas maneras. Todos estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina, donde había un conjunto de recipientes con condimentos que Bella quiso lanzarle a Isabelle o contra la pared, pero no lo hizo. En su lugar dijo:

– ¿Cómo osa? -Una expresión que puso de manifiesto su edad más que cualquier cosa que hubiera dicho.

Los jóvenes -como aquellos dos agentes- hablaban de este tipo de cosas todo el tiempo. Tampoco usaban el verbo «seducir» cuando hablaban de lo suyo, y pensaron que no estaban haciendo nada que invadiese la privacidad de nadie en ningún momento.

– Eso es lo que hace, señora McHaggis -dijo la superintendente.

– Nos han confirmado que esto…

– En esta casa tenemos reglas -les dijo Bella, cortante-. Y no soy ese tipo de mujer. Sólo con sugerirlo…, incluso pensarlo…, o empezar a pensarlo…

Se estaba derrumbando y lo sabía. Creía que aquello la hacía parecer una completa tonta ante sus ojos, como un trapo viejo que sin saber cómo había caído víctima del piquito de oro de Casanova, que al principio quería su dinero, cuando ella no tenía tal dinero, y que entonces hizo que se preguntara por qué él se molestó con ella. Puso en orden sus pensamientos. Pensó en la dignidad que aún le quedaba.

– Conozco a mis huéspedes -dijo-. Tengo el hábito de conocerles, pues comparto una maldita casa con ellos, y no creo que quiera compartir mi casa con un asesino, ¿verdad?

No esperó a que le respondieran esta pregunta, que era completamente retórica.

– Presten atención porque no voy a repetirlo: Frazer Chaplin ha estado en esta casa desde la primera semana en la que empecé a alquilar habitaciones, y creo que le conozco lo suficiente…, y que sé lo que es desde… mucho antes que ustedes, ¿verdad?

Los dos policías intercambiaron una larga mirada.

– Tiene razón. Tampoco es algo que queramos indagar -dijo Lynley-. Lo que la superintendente quiere decir simplemente es que Frazer tenía éxito con las mujeres.

– ¿Y qué si lo tiene? -respondió-. No es culpa suya.

– No discrepo.

Lynley volvió a preguntar si podían simplemente volver a hablar sobre dónde estaba Frazer el día de la muerte de Jemima Hastings. Ella repitió que ya lo había dicho una y otra vez, y que las cosas no iban a cambiar por mucho que lo repitiera. Frazer había hecho lo de siempre…

Aquello les hizo volver donde querían. Si cada día era igual en la vida de Frazer Chaplin, ¿existía la posibilidad de que ella se estuviera equivocando, que simplemente les estuviera diciendo lo que pensaba que Frazer había estado haciendo y que quizás él hubiera hecho o dicho algo para que ella creyera que estaba en casa cuando la verdad es que no lo estaba? ¿Ella lo había visto siempre que él llegaba a casa para ducharse y cambiarse de ropa cuando iba de un trabajo al otro? ¿Estaba ella, de hecho, en casa cuando esto sucedía? ¿O podía haber estado comprando? ¿O trasteando arriba y abajo por el jardín? ¿Quizás había quedado con una amiga? ¿O había salido a tomar un café? ¿Tal vez estuvo colgada del teléfono durante un rato, o mirando un programa de televisión, o atendiendo a un compromiso que la llevó fuera o quizás a otra parte de la casa? ¿Existía la posibilidad de que ella, entonces, no supiera, que no pudiera jurar, que no lo hubiera visto o pudiera confirmar…?

Bella se sintió mareada. La estaban aturdiendo con todas las posibilidades. La verdad del caso es que Frazer era un buen chico y que no lograban verlo porque eran policías, y ella sabía cómo eran los policías. ¿No eran todos iguales? ¿No sabían todos ellos que lo mejor que hacían los policías era encontrar a un supuesto asesino y después manipular los hechos hasta encasquetarle la culpa a uno? ¿Y no habían demostrado los periódicos con falsas pruebas que había tipos del IRA relacionados con los de la Met y Dios, Frazer era irlandés, y Dios, si era irlandés eso no lo convertía en culpable ante sus ojos?

Entonces Lynley empezó a hablar de la National Portrait Gallery. Mencionó a Jemima y la foto de ésta, y Bella entendió entonces que el tema de conversación había cambiado de Frazer a las fotos de sociedad y francamente, se sintió aliviada de verlas.

– … demasiada casualidad para nuestro gusto -estaba diciendo Lynley. Mencionó a alguien que se llamaba Dickens, que relacionó por alguna razón con Hampshire, y entonces dijo algo más sobre Frazer y después sobre Jemima, y entonces ya no importaba, porque ¿qué pintaba ella en todo esto?, exigió Bella. Sintió que se desvanecía, tenía las manos heladas.

– ¿Quién? -preguntó Lynley.

– Ella, ella. -Bella señaló con su frío dedo la fotografía que la devolvía a la realidad. Era el tren de la verdad, que se acercaba a ella a toda velocidad. Su silbato decía tonta, tonta, tonta, y el sonido se hacía más ensordecedor a medida que se acercaba a ella.

– Esta es la mujer de la que estamos hablando -le dijo la superintendente, inclinándose para ver a la mujer de la fotografía-. Esta es Gina Dickens, señora McHaggis. Creemos que Frazer se reunió con ella esa noche…

– ¿Gina Dickens? -dijo Bella-. Están locos. Toda la vida ha sido Georgina Francis. La eché el año pasado por romper una de mis reglas.

– ¿Qué regla? -preguntó el superintendente.

– La regla de…

Tonta, tonta, tonta.

– ¿De? -insistió el inspector.

– Frazer… Ella… -dijo Bella. Tonta, tonta, tonta-. Dijo que ella se había ido. Dijo que nunca la había visto una vez que se fue. Él decía que ella era la que le quería…, pero él no la amaba…, no quería nada con ella.

– Ah, así que le mintió -le dijo Lynley-. ¿Podemos hablar otra vez sobre lo que recuerda del día que murió Jemima Hastings?

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