El poni yacía destrozado en el suelo de Mill Lane, que estaba justo en las afueras de Burley. Se retorcía de dolor en el suelo con dos de sus patas traseras rotas, tratando desesperadamente de ponerse en pie y salir del grupo de gente que le miraba detrás del coche que le había atropellado. De vez en cuando gritaba horriblemente mientras arqueaba la espalda y sacudía sus patas.
Robbie Hastings se paró en el estrecho borde. Le dijo a Frank que se quedara y salió del vehículo hacia el ruido: el poni, las conversaciones y los lloros. Mientras se acercaba a la escena, alguien del grupo se separó y fue a su encuentro, un hombre que vestía vaqueros, botas de agua y una camiseta.
Rob le reconoció de algunas noches que había frecuentado el Queen's Head. Se llamaba Billy Rodin y trabajaba a tiempo completo como jardinero en una de las grandes casas de la carretera. Rob no sabía cuál de ellas.
– Americano. -Billy se estremeció por el ruido del semental y movió con un gesto brusco su pulgar señalando al resto del grupo. Eran cuatro personas: dos parejas de mediana edad. Una de las mujeres estaba llorando, y la otra le daba la espalda a la escena y se mordía la mano-. Me confundió, es lo que pasó.
– ¿Se equivocó de lado en la carretera?
– Conduciendo, sí. El coche iba muy rápido en esa curva. -Billy señaló el camino por el que había llegado Rob-. Se asustaron. Giraron hacia la derecha en vez de a la izquierda y trataron de corregir el rumbo, y el semental estaba allí. Quería decirles un par de cosas, pero mírales, ¿eh?
– ¿Dónde está el otro vehículo?
– Siguió de largo.
– ¿Número de matrícula?
– No lo cogí. Estaba por allí. -Billy señaló hacia una de las muchas vallas de ladrillos que estaba en el camino, como a unos cuarenta metros.
Rob asintió con la cabeza y fue a ver al semental. El poni gritaba. Uno de los hombres americanos fue hacia él. Llevaba gafas de sol oscuras, un polo de golf con un logo, bermudas y sandalias.
– Maldita sea, lo siento -dijo-. ¿Puedo ayudar a meterlo en el trailer o a lo que sea?
– ¿Eh? -contestó Rob.
– El trailer. Quizá si lo sostenemos por la cadera…
Rob se dio cuenta de que el hombre pensaba de hecho que él había traído el trailer por esa criatura que estaba en el suelo frente a ellos, quizá para llevarle al cirujano veterinario. Él negó con la cabeza.
– Tenemos que matarlo.
– ¿No podemos…? ¿No hay ningún veterinario por la zona? Oh, mierda. Oh, demonios. ¿Le contó ese tipo lo que sucedió? Vino ese otro coche y se me fue completamente porque…
– Me lo ha contado.
Rob se puso de cuclillas para mirar más detenidamente al poni, cuyos ojos estaban blancos y de cuya boca salía espuma. Odiaba el hecho de que fuera uno de los sementales. Lo reconoció porque éste y otros tres fueron llevados a la zona de Rob para montar a las yeguas: un joven y fuerte ejemplar con una mecha resplandeciente en la frente. Tendría que haber vivido más de veinte años.
– Perdone, ¿tenemos que quedarnos mientras usted…? -preguntó el hombre-. Sólo quiero saberlo porque Cath está asustada y si tiene que ver cómo mata al caballo… Ella ama a los animales de verdad. Esto ya va a arruinar bastante nuestras vacaciones, así como la parte delantera de nuestro coche, y eso que sólo hace tres días que llegamos a Inglaterra.
– Vayan al pueblo -Rob le explicó cómo llegar allí-. Espérenme en el Queen's Head. Ya lo verá, hacia la derecha. Supongo que tendrán que hacer llamadas telefónicas, por el coche.
– Mire, ¿estamos metidos en un buen lío? ¿Puedo solucionarlo de alguna manera?
– No están metidos en ningún lío. Son sólo formalidades.
El poni relinchó salvajemente. Parecía un grito.
– Haga algo, haga algo-gritó una de las mujeres.
El americano le hizo un gesto con la cabeza.
– Queen's Head. Muy bien -dijo-. Vamos, vayámonos -anunció a los otros.
No tardaron mucho en irse de la escena, y dejaron a Rob, al semental y a Billy Rodin a un lado del camino.
– La peor parte del trabajo, ¿eh? -dijo Billy-. Pobre bestia tonta.
Rob no estaba seguro de a quién le sentaba mejor aquella definición, si al americano, al semental o a él mismo.
– Sucede demasiado a menudo, sobre todo en verano.
– ¿Necesitas mi ayuda?
Rob le contestó que no la necesitaba. Él despacharía al pobre animal y llamaría a los oficiales de New Forest para que recogieran el cuerpo.
– No hace falta que te quedes.
– Muy bien, entonces -señaló Billy Rodin, que se fue de vuelta al jardín desde donde había llegado a la carrera.
Su marcha le dejó a cargo del semental. Fue hacia el Land Rover a coger una pistola. Dos ponis menos en una semana, pensó. Las cosas se estaban poniendo cada vez peor. Su obligación era proteger a los animales del bosque, especialmente a los ponis, pero no veía cómo podía si la gente no aprendía a valorarlos. No culpaba a los pobres y tontos americanos. Era probable que no estuvieran conduciendo muy rápido. De visita para ver el campo y admirar su belleza, se pudieron haber despistado un momento por una vista o por otra cosa, pero él sospechó que si no hubiera sido porque les sorprendió el otro vehículo que se dirigía hacia ellos, nada de eso hubiera pasado. Le dijo a Frank una vez más que se quedara mientras él abría bruscamente la puerta del Land Rover y entraba por detrás.
La pistola no estaba. Enseguida lo vio y durante un momento de nervios pensó, ridículamente, que alguno de los americanos la había cogido, ya que habían conducido al lado del Land Rover en su camino a Burley. Entonces se acordó de los niños de Gritnam, donde estuvo descargando dos ponis en el bosque hacía poco tiempo. Ese pensamiento le revolvió el estómago y le condujo a lanzarse dentro del Land Rover y empezar a buscar frenéticamente.
Siempre había guardado de manera segura la pistola detrás del asiento del conductor en una funda disimulada para ese propósito, pero no estaba allí. No se podía haber caído al suelo, no estaba bajo el asiento como tampoco debajo del sitio del copiloto. Pensó en la última vez que la utilizó, el día que los dos detectives de Scotland Yard le encontraron en un lado de la carretera con otro poni herido, y consideró por un momento que uno de ellos… Quizás el hombre negro, al ser negro… Y entonces se dio cuenta de lo horrible que era ese pensamiento y lo que decía de él, puramente por considerarlo… Detrás, el semental continuaba destrozado y gritando.
Agarró la escopeta. Dios, no quería tener que hacerlo de esta manera, pero no tenía opción. Cargó el arma y la acercó al pobre poni, pero todo el rato en su cabeza pasaban imágenes febriles de los últimos días, de toda la gente que había estado cerca del Land Rover…
Tendría que haber sacado la pistola y la escopeta cada día del coche. Se había distraído demasiado: Meredith, los detectives de Scotland Yard, su visita a la Policía local, Gordon Jossie, Gina Dickens. ¿Cuándo fue la última vez que sacó la pistola y la escopeta tal y como era su costumbre? No podía saberlo.
Pero sí que había una sola certeza, y él la sabía muy bien. Tenía que encontrar esa arma.
Meredith Powell se encontró con su jefe, pero no pudo mirarle. Él tenía razón, ella se equivocaba y no había más explicación al respecto. Se había pasado. Había estado enormemente distraída. Había estado escaqueándose de la oficina con el más mínimo pretexto. Ciertamente, no podía negar todo eso, así que lo único que hizo fue asentir. Se sintió humillada como nunca se había sentido, ni siquiera en los peores momentos, años atrás en Londres, cuando había tenido que enfrentarse al hecho de que el hombre al que le había entregado su amor simplemente había sido un desmerecido objeto de las fantasías femeninas alimentadas por el cine, ciertas novelas y las agencias de publicidad.
– Así pues, quiero ver un cambio -le estaba diciendo el señor Hudson como conclusión de sus demandas-. ¿Me puedes asegurar ese cambio, Meredith?
Bueno, por supuesto que podía. Era lo que esperaba que dijera, y lo dijo.
Añadió que su mejor y más antigua amiga había sido asesinada hacía poco en Londres y que tal circunstancia le preocupaba, pero que se sobrepondría.
– Sí, sí, lo siento -dijo el señor Hudson bruscamente, como si ya estuviera en posesión de los datos concretos que rodeaban la muerte de Jemima, como seguramente era-. Es una tragedia. Pero la vida continúa para el resto de nosotros, y no va a continuar si dejamos que todo se desmorone a nuestro alrededor.
No, no, por supuesto. Estaba en lo cierto. Se arrepintió de no haber trabajado en Gerber & Hudson tanto como debiera, pero retomaría el ritmo al día siguiente. Es decir, a menos que el señor Hudson quisiera que se quedara por la tarde para recuperar el tiempo perdido, lo que hubiera podido hacer, a pesar de que tenía una niña de cinco años en casa y…
– No será necesario. -El señor Hudson utilizó un abrecartas para limpiar el interior de sus uñas, hincándolo laboriosamente de una manera que Meredith hizo que casi se desmayara-. Siempre y cuando vea mañana en su escritorio de nuevo a la antigua Meredith.
– Así será, oh, así será. Gracias, señor Hudson. Agradezco su confianza.
Cuando se despidieron, él regresó a su despacho. Era el fin de la jornada, así que podía irse a casa. Pero irse tan pronto justo después de la reprimenda del señor Hudson no estaría bien visto, independientemente de cómo hubiera finalizado la reunión. Sabía que debía dejar pasar al menos una hora con la cabeza pegada a lo que se suponía que debía estar haciendo, aunque, evidentemente, no podía recordar qué era.
Había un montón de mensajes telefónicos en su escritorio, de modo que los manoseó con la esperanza de encontrar alguna pista. Había ciertamente algunos nombres y había preguntas punzantes, y en última instancia calculó que podría empezar a buscar detalles de cada uno, ya que la mayoría tenía que ver con la preocupación de cómo iban los diseños de esto y de aquello, teniendo en cuenta los mensajes. Pero su corazón no estaba en ello y su mente tampoco cooperaba. Tenía, pensó, temas mucho más importantes en los que concentrarse que la combinación de colores que recomendaría para el anuncio del nuevo grupo de lectura de la librería local.
Puso los mensajes a un lado. Aprovechó el tiempo para ordenar su escritorio. Hizo un esfuerzo para parecer ocupada mientras sus colegas se despedían y desaparecían por la puerta, pero todo el tiempo sus pensamientos eran como una bandada de pájaros alrededor de una fuente de comida, picoteándola brevemente y alzando el vuelo de nuevo. En lugar de una fuente de comida, sin embargo, la bandada de pájaros daba vueltas alrededor de Gina Dickens, sólo para descubrir que había, no lejos, demasiados lugares en los que caer sin una sola pista o un punto de apoyo decente o seguro de no ser atacado.
Pero ¿cómo podría ser de otra manera?, se preguntó Meredith. Porque en todos los asuntos que había abordado sobre Gina, Meredith había sido mucho menos hábil que ella.
Se obligó a considerar cada uno de los encuentros que mantuvo con la otra joven, y se sintió que había sido engañada en todos. La verdad es que Gina la había captado con la misma facilidad que ella misma captaba a Cammie. No tenía más sentido e incluso menos arte que un niño de cinco años, y probablemente a Gina le habría costado menos de diez minutos averiguarlo.
Ya lo había hecho el primer día, cuando Meredith había llevado el absurdo pastel de cumpleaños derretido a la casa de Jemima. Gina había dicho que no tenía conocimiento de la relación con Jemima, y Meredith la había creído sin más. Y también había creído la reclamación de que el programa para jóvenes en riesgo de exclusión estaba sólo en su fase embrionaria. También había creído que Gordon Jossie -y no la misma Gina- había causado los moratones en el cuerpo de ésta. Y con respecto a todo lo que ella había afirmado sobre algún tipo de relación entre el comisario jefe Whiting y Gordon…
Gina podría haber anunciado que habían desembarcado unos siameses de Marte, que Meredith seguramente la habría creído.
Parecía que ahora sólo había una alternativa. Así que llamó a su madre y le dijo que llegaría un poco tarde a casa porque tenía que hacer un recado. Afortunadamente este recado le iba de camino, así que no debía preocuparse. Además, le pidió que le diese a Cammie un beso y un abrazo.
Luego se fue a su coche y se dirigió a Lyndhurst. Puso una cinta de autoafirmación que la acompañó en la A31. Repitió las declaraciones sonoras sobre su capacidad, su valor como ser humano, y la posibilidad de que se convirtiera en una agente de cambio.
El tráfico habitual de la hora punta aminoró el ritmo de su marcha cerca de la carretera de Bournemouth mientras se acercaba a Lyndhurst. Los semáforos en High Street tampoco facilitaban las cosas, pero a Meredith le pareció que el repetir las afirmaciones la mantenía concentrada, de manera que cuando por fin llegó a la comisaría de Policía, sus nervios se mantuvieron a raya, y estaba segura de que entenderían sus reclamaciones.
Esperaba que le impidieran pasar. Pensó que el agente especial de la recepción la reconocería y que, tras poner los ojos en blanco, le diría que no podía ver al comisario jefe de improviso. Aquel lugar no era, después de todo, un centro de acogida. Zachary Whiting tenía preocupaciones mucho más importantes que entrevistarse con todas las mujeres histéricas a las que se les ocurría llamar.
Pero no sucedió así. El agente especial le pidió que se sentara, desapareció durante menos de tres minutos, regresó y le pidió que le siguiera, porque si bien el superintendente Whiting quería irse a casa, una vez que escuchó el nombre de Meredith la recordó de su anterior visita -así que sí le había dado su nombre, pensó- y le pidió que entrara en su oficina.
Se lo explicó todo. Le contó absolutamente todo sobre el tema de Gina Dickens. Se guardó lo mejor para el final: que había contratado a una investigadora privada en Ringwood y lo que ésta había descubierto sobre Gina.
Whiting tomó notas en todo momento. Al final, él aclaró que Gina Dickens era la misma mujer que había acompañado a Meredith a la comisaría en Lyndhurst con pruebas, sugiriendo que un tal Gordon Jossie había estado en Londres justo al mismo tiempo que su antigua amante había sido asesinada. Era ésa la mujer, ¿no?
Lo era, dijo Meredith. Y se daba cuenta, comisario jefe Whiting, de que eso la hacía parecer una demente total. Pero ella tenía sus razones para profundizar en los antecedentes de Gina, ya que todo lo que ésta le había explicado estaba en cuarentena y ¿no era importante el hecho de que ahora sabían que cada una de las palabras que la mujer había dicho eran mentira? Había incluso mentido sobre sí misma y sobre Gordon Jossie, le dijo Meredith. Había dicho que era él -¡el mismísimo Whiting!- quien había hecho más de una misteriosa visita a Gordon.
¿Eso había hecho? Whiting, frunció el ceño. Se investigaría, le aseguró. Le dijo que se ocuparía personalmente del asunto. Que había mucho más para investigar, que esto era sólo el principio y ya que tenía acceso a un conjunto de métodos de investigación mucho mejores que cualquier investigador privado, Meredith debería dejar el asunto en sus manos.
– Pero hará algo, ¿verdad? -preguntó Meredith, e incluso se retorció las manos.
Lo haría, le dijo Whiting. No había nada de lo que preocuparse de ahí en adelante. Reconoció que la situación era urgente, especialmente en lo que tenía que ver con un asesinato.
Así que se fue. Se sentía, si no alegre, al menos sí moderadamente aliviada. Se había dado un paso adelante para tratar el problema de Gina Dickens, lo que la hizo sentirse un poco menos tonta al haberse dejado seducir -no había otra palabra para describirlo- por las mentiras de Gina.
Cuando llegó a casa de sus padres, vio que había un coche en la calzada de delante. No lo reconoció, y al mirarlo se paró de repente. Consideró brevemente la posibilidad que siempre había considerado y se odió a sí misma por hacerlo cada vez que algo inesperado ocurría, algo que pudiera afectar a Cammie: que el padre de su hija hubiera decidido visitarla. Nunca se había dado el caso, pero Meredith todavía no había logrado controlar que su pensamiento siempre adelantara esa posibilidad.
Dentro de la casa, se sorprendió al ver a la investigadora privada de Ringwood sentada en la mesa de la cocina con una taza de té y un plato de pastelitos rellenos ante ella. En su regazo estaba Cammie, y Michele Daugherty le estaba leyendo. No era un libro para niños, ya que Cammie no estaba interesada de ninguna manera en las historias sobre elefantes, niños y niñas, cachorros o conejos. Le estaba leyendo a la hija de Meredith una biografía no autorizada de Plácido Domingo, un libro en cuya compra había insistido Cammie cuando lo había visto en una tienda en Ringwood y había reconocido a uno de sus tenores favoritos en la portada.
La madre de Meredith estaba en la cocina, friendo las barritas de pescado y las patatas para la cena de su nieta.
– Tenemos una visita, cariño -le dijo despreocupadamente a Cammie-.Ya es suficiente por ahora. Pon a Plácido de nuevo en la estantería, sé buena chica. Volveremos con él después del baño.
– Pero, abuela…
– Camille. -Meredith usó su tono de madre.
La niña hizo una mueca, pero se deslizó del regazo de Michele Daugherty y se encaminó penosamente hacia la sala de estar.
Michele Daugherty miró en dirección a la cocinera. Meredith decidió bromear hasta que su madre hubiese supervisado la comida de Cammie. De hecho, ella no sabía si su madre conocía exactamente cómo Michele Daugherty se ganaba la vida, así que decidió esperar y ver lo que esta inesperada visita daría de sí, en lugar de cuestionarla.
Janet Powell, desafortunadamente, se estaba tomando su tiempo, probablemente con el fin de entender por qué esa extraña había venido preguntando por su hija. Se habían quedado sin conversación mientras la madre aún cocinaba. Como quien no quiere, Meredith le ofreció enseñarle el jardín, lo que Michele Daugherty aceptó con presteza. Janet Powell clavó una mirada a Meredith. «Te lo acabaré sacando igualmente», era el mensaje.
Había, gracias a Dios, al menos un jardín trasero al que ir. Los padres de Meredith eran expertos en rosas, y éstas estaban en plena floración, y ya que los Powell habían insistido en plantarlas con diferentes fragancias y no sólo por los colores, el olor era embriagador, imposible no apreciarlo y comentarlo. Michele Daugherty hizo ambas cosas, pero luego tomó a Meredith por el brazo y se la llevó tan lejos de la casa como le fue posible.
– No pude llamarle -dijo.
– ¿Cómo sabía dónde encontrarme? Yo no le dije dónde…
– Querida mía, me contrató porque soy una investigadora privada ¿no? ¿Cuán difícil cree que es encontrar a alguien que no está preocupado por ser encontrado?
Era lógico. Ella no estaba exactamente en la clandestinidad. Eso la llevó a la persona que sí se estaba escondiendo. O lo que fuese.
– ¿Ha descubierto…? -Esperó que su pensamiento fuese completado por la otra mujer.
– No es seguro. Nada es lo que parece ser. Por eso no la pude llamar por teléfono. No confío en el teléfono de mi oficina, y cuando se trata de móviles, son casi igual de arriesgados. Escuche, querida. Seguí con mi investigación una vez se fue. Empecé con el otro nombre, Gordon Jossie.
Meredith sintió un escalofrío subir por sus brazos, como descargas venidas desde el otro mundo.
– Ha descubierto algo -murmuró. Lo sabía.
– No es eso. -Michele miró alrededor, como si esperase que alguien saltara por encima de la pared de ladrillo y atravesara los arrietes de rosas para abordarla-. No es eso en absoluto.
– ¿Más de Gina Dickens, entonces?
– Tampoco. Recibí la visita de la Policía, querida. Un caballero llamado Whiting se presentó. Me hizo saber en términos muy claros que mi licencia de trabajo no estaba asegurada, especialmente si investigaba a un tío llamado Gordon Jossie, que estaba fuera de mis límites y mis esfuerzos. «La situación está bajo control», me dijo.
– Gracias a Dios -susurró Meredith.
Michele Daugherty frunció el ceño.
– ¿A qué se refiere?
– Fui a verle de camino a casa esta tarde. Al comisario jefe Whiting. Le dije lo que había descubierto usted sobre Gina Dickens. Ya le había hablado sobre Gordon. Había ido a hablar con él sobre Gordon, anteriormente. Antes de contratarla a usted, de hecho. He tratado que se interesara en lo que estaba pasando, pero…
– Usted no me entiende, querida -dijo Michele Daugherty-. El comisario jefe Whiting vino a verme esta mañana. Ni una hora después de que me dejara. Había empezado mi búsqueda, pero no había llegado muy lejos. Ni siquiera había llamado a la Policía local, ni a cualquier Policía. ¿Le llamó y le dijo que estaba investigando? ¿Antes de que lo viera esta tarde?
Meredith negó con la cabeza. Comenzó a sentirse mal.
– ¿Ve lo que esto significa? -murmuró Michele.
Meredith se hacía una idea, pero no tenía especial interés en verbalizarla.
– ¿Había empezado la investigación cuando se presentó? ¿Qué significa eso exactamente?
– Significa que entré en el Banco Nacional de Datos. Significa que, de alguna manera, al introducir el nombre de Gordon Jossie en el Banco Nacional de Datos empezaron a sonar las alarmas en algunos lugares, algo que hizo que el comisario jefe Whiting viniera corriendo hasta mi puerta. Esto significa que hay mucho más de lo que parece. Significa que no puedo ayudarla a ir más lejos.
Barbara Havers condujo directamente a la propiedad de Jossie Gordon, adonde llegó por la tarde y sin ser interceptada por la llamada telefónica de Isabelle Ardery, por lo que agradeció su buena estrella. Sólo esperaba que Lynley intercediera por ella ante la superintendente cuando saliese a la luz que Barbara se había ido a Hampshire. Si no, su plan se iría al traste.
No encontró ningún coche en el camino que llevaba a la casa. Barbara aparcó su coche y llamó a la puerta trasera como medida de prevención, a pesar de que sabía que no había nadie en la casa. Y así fue. No importa, pensó. Es hora de echar un vistazo. Se dirigió al garaje y trató de abrir su vasta puerta corredera. Ya estaba convenientemente abierta. Dejó un resquicio para que entrase algo de luz.
Hacía fresco en el interior, y olía a rancio, una combinación de piedra, polvo y mazorca. Lo primero que vio fue un coche antiguo, bicolor, a la moda de la década de los cincuenta. Estaba en perfectas condiciones y parecía como si alguien lo sacara a pasear todos los días. Barbara echó un vistazo más de cerca. Un Figaro, pensó. ¿Italiano? El inspector Lynley lo sabría, conocía cada coche que se encontraban. Nunca había visto un vehículo semejante. No estaba cerrado con llave, de modo que lo miró detalladamente, de derecha a izquierda, por debajo de los asientos y también en la guantera. No había nada interesante.
El Figaro permanecía estacionado en la parte trasera del edificio, para facilitar el acceso al resto de la habitación. Este espacio contenía un gran número de cajas de madera selladas. Barbara pensó que tendrían que ver con el trabajo de Gordon Jossie. Se acercó a ellas.
Había muchos cayados. No se sorprendió, ya que eran un elemento básico en la profesión de techador. No hacía falta ser físico nuclear para averiguar cómo se utilizaban. La forma de gancho hacía exactamente eso: se enganchaba en un extremo del manojo de carrizos y los sujetaba. La punta golpeaba debajo de las vigas. En lo que a un asesinato se refería, el uso del cayado era igual de sencillo de utilizar. El final del cayado estaba enganchado al mango y la punta hacía el trabajo sobre la víctima.
Lo interesante de los cayados de Jossie era que no todos eran iguales. Entre las cajas de madera, tres contenían cayados, pero en cada una de las casillas había ligeras diferencias. Ésta tenía que ver con la forma del gancho de la herramienta: cada extremo puntiagudo se había creado de manera diferente. En una caja, las puntas se habían formado con un corte diagonal. Otras se habían formado girando y golpeando el hierro cuatro veces al doblarlas a hierro candente, y en otras la punta más suave se había logrado rodando la plancha cuando se estaba fundiendo. El modelo era el mismo, pero los medios utilizados al hacerlos aparentemente eran la firma del herrero. Para una urbanita como Barbara, el hecho de que estos instrumentos se hiciesen a mano en estos días no le produjo ninguna emoción. Verlos fue como retroceder en el tiempo. Pero, claro, pensó, le pasaba lo mismo al ver los techos de paja.
Necesitaba llamar a Winston. A esas horas probablemente estaría en la sala de pruebas, y podría mirar detalladamente la foto del arma homicida y decirle cómo era la punta. No sería igual que firmar, sellar y culpar a alguien de la muerte de Jemima, pero al menos les permitiría saber si los cayados de Jossie de su garaje se parecían al que se utilizó para asesinar a su antigua amante.
Se dirigió hacia la puerta del establo en busca de su móvil, que estaba en el coche. Fuera, oyó el sonido de un vehículo, el golpe de una puerta cerrándose rápidamente, y el ladrido de un perro. Parecía que Gordon Jossie acababa de llegar a casa después de su jornada laboral. No le haría feliz encontrarla merodeando alrededor de su granero.
Tenía razón en eso. Jossie vino caminando hacia ella, y a pesar de la gorra de béisbol que daba sombra a una parte de su cara, Barbara podía ver por el resto de su rostro que no estaba precisamente contento.
– ¿Qué demonios está haciendo?
– Bonito suministro de cayados tiene allí -respondió ella-. ¿De dónde los saca?
– ¿Y qué importa eso?
– Es increíble que todavía estén hechos a mano. Porque lo están, ¿no? Pensaba que a estas alturas alguien los fabricaba, ya que la Revolución industrial hace tiempo que empezó. ¿No puede conseguirlos de China o de alguna otra parte? ¿De la India tal vez? Alguien tiene que fabricarlos en serie.
La golden retriever, absolutamente inútil como perro guardián, al parecer la había reconocido de su anterior visita a la propiedad. Le saltó encima y le lamió la mejilla. Barbara le dio una palmadita en la cabeza.
– Tess -dijo Jossie-. ¡Abajo! ¡Aléjate!
– Está bien -dijo Barbara-. Por lo general prefiero a los hombres, pero en un apuro una perra me viene bien.
– No me ha contestado -dijo Jossie.
– Estamos a la par. Usted tampoco. ¿Por qué se fabrican a mano los cayados?
– Porque los demás son basura y yo no trabajo con basura. Me enorgullezco de mi trabajo.
– Tenemos algo en común.
A él no le hizo gracia.
– ¿Qué quiere?
– ¿Quién los produce? ¿Alguien de por aquí?
– Un vecino. Los otros son de Cornwall y Norfolk. Necesito más de un proveedor.
– ¿Por qué?
– Es evidente. Se necesitan miles de ellos para hacer un techo, y no puedes quedarte corto en medio del trabajo. ¿Va a decirme por qué estamos hablando de los cayados?
– Estoy pensando en un cambio de profesión.
Barbara se dirigió al Mini y cogió su bolso. Buscó sus cigarrillos y le ofreció uno, pero él lo rechazó. Encendió el suyo y lo observó. Toda esta situación le dio tiempo para considerar lo que significaba aquello, ya que, él le estaba preguntando tanto sobre los cayados como ella a él. O bien era muy inteligente, o bien era otra cosa. La palabra «inocente» le vino a la cabeza. Pero había visto lo suficiente en lo que a criminales se refería para saber que el elemento criminal era el elemento criminal, ya que había tenido bastante éxito para convertirse en lo que era. Era como bailar en uno de esos dramas de época de la tele: uno tenía que saber los pasos adecuados y en qué orden se suponía que los tenía que dar.
– ¿Dónde está su amiga?-le preguntó.
– No tengo ni idea.
– Se largó, ¿no?
– Yo no he dicho eso. Puede ver por usted misma que su coche no está aquí, así que…
– El de Jemima está, sin embargo. En el garaje, ¿no?
– Lo dejó aquí.
– ¿Porqué?
– No tengo ni idea. Supongo que su idea era recogerlo cuando regresara, cuando lo necesitara o cuando tuviera un lugar donde dejarlo. No me lo dijo, y yo no le pregunté.
– ¿Por qué no?
– ¿Qué diablos le importa? ¿Qué quiere? ¿Qué hace aquí? -Miró alrededor, desde el garaje al prado oeste, y desde allí hasta el prado este, y de allí a la casa.
La perra se calmó y empezó a caminar, mirando a su amo y a Barbara. Después de unos momentos, ladró y se dirigió a la puerta de atrás de la casa.
– Creo que tu perro quiere comer -le dijo Barbara a Jossie.
– Sé cómo cuidar a un perro -le contestó él.
Se fue a la casa y desapareció en el interior. Barbara aprovechó la oportunidad para buscar la revista que le había dejado Lynley. La enrolló y se encaminó hacia la casa, donde entró.
Jossie estaba en la cocina, junto a la perra, que engullía un plato de comida seca. Jossie se situó en el fregadero mirando por la ventana. Desde ahí se veían su camioneta, el coche de Barbara, y el prado a lo lejos. Anteriormente, recordó, allí había animales.
– ¿Dónde están los caballos? -le preguntó.
– Ponis -respondió él.
– ¿Hay alguna diferencia?
– Volvieron al bosque, supongo. No estaba aquí cuando se los llevó.
– ¿Quién?
– Rob Hastings. Dijo que había venido por ellos. Ahora ya no están. Creo que los devolvió al bosque, ya que no es probable que ellos mismos abrieran la cerca del prado, ¿no?
– ¿Por qué estaban aquí?
Se volvió hacia ella.
– El turno de preguntas del Primer Ministro se ha acabado -dijo.
Por primera vez sonó amenazante, y Barbara vio un atisbo del verdadero hombre que se escondía detrás de ese exterior tan controlado. Dio una calada a su cigarrillo y se preguntó por su seguridad personal. Concluyó que era poco probable despachar el pedido allí mismo, en su cocina, así que se le acercó. Tiró la ceniza del cigarrillo en el fregadero.
– Siéntese, señor Jossie -dijo-. Tengo algo que mostrarle.
Su rostro se endureció. Parecía como si estuviera a punto de negarse, pero luego fue hasta la mesa y se dejó caer en una silla. No se había quitado ni la gorra ni las gafas de sol, y lo hizo en aquel momento.
– ¿Qué? -dijo.
Ni siquiera era una pregunta. Su voz sonaba cansada hasta el tuétano.
Barbara desenrolló la revista. Encontró las fotos de las páginas de sociedad. Se sentó frente a él y giró la revista para que él pudiera verla. No dijo nada.
Echó un vistazo a las fotos y después a ella.
– ¿Qué? -volvió a decir-. Una sarta de pijos bebiendo champán. ¿Se supone que me he de preocupar por esto?
– Échele un vistazo más detallado, señor Jossie. Es la inauguración de la exposición de fotos en la Portrait Gallery. Creo que sabe de qué exposición estoy hablando.
Miró de nuevo. Vio que estaba observando intensamente la imagen de Jemima posando con Deborah Saint James, pero ésta no era la imagen que le interesaba. Ella le indicó la foto en la que aparecía Gina Dickens.
– Los dos sabemos quién es, ¿verdad, señor Jossie? -le dijo.
No dijo nada. Lo vio tragar saliva. Fue su única reacción. No miró hacia arriba ni se movió. Ella observó sus sienes, pero no vio que le palpitara el pulso. Nada en absoluto. No es lo que esperaba, pensó. Era momento de presionar.
– Personalmente, creo en las casualidades, o en la sincronización, o lo que sea. Estas cosas pasan; no hay duda de ello, ¿eh? Pero digamos que no fue una coincidencia que Gina Dickens estuviera en la Portrait Gallery para la inauguración de esta exposición. Eso significaría que ella tenía una razón para estar ahí. ¿Cuál cree que sería?
Él no respondió, pero Barbara sabía que su mente estaba intranquila.
– Tal vez le vuelva loca la fotografía -continuó Barbara-. Supongo que eso es posible. A mí me gusta. Quizás estaba por la zona y pensó que así podría tomarse una copa de espumoso y un palito de queso o algo así. También puede ser. Pero hay otra posibilidad y, me crea o no, sé cuál es, señor Jossie.
– No -sonó un poco ronco.
Aquello era bueno, pensó Barbara.
– Sí -dijo ella-. A lo mejor tenía una razón para estar allí. A lo mejor conocía a Jemima Hastings.
– No.
– ¿No la conocía… o no se puede creer que la conociera?
No dijo nada. Barbara sacó su tarjeta, escribió su número de móvil en la parte trasera y la deslizó sobre la mesa hacia él.
– Quiero hablar con Gina -dijo-. Quiero que usted me llame cuando ella llegue a casa.