Capítulo 11

Yolanda, la Médium, tenía un pequeño local en un mercado junto a Queensway, en Bayswater. Barbara Havers y Winston Nkata la encontraron sin demasiadas dificultades una vez que descubrieron el mercado, al que accedieron a través de una entrada no señalizada entre un diminuto kiosco de diarios, revistas y bebidas y uno de los omnipresentes negocios de venta de maletas baratas que parecían brotar en todas las esquinas de Londres. El mercado era la clase de lugar junto al que uno pasaría caminando sin verlo: una madriguera de pasadizos sólo para los habitantes del barrio, de techos bajos y orientación étnica, en la que los cafés rusos competían con las panaderías asiáticas, y las tiendas que vendían narguiles estaban junto a los kioscos donde la música africana sonaba a todo volumen.

Una pregunta formulada en el café ruso les proporcionó la información de que dentro del mercado había un lugar llamado Psychic Mews. Allí, les explicaron, trabajaba Yolanda, la Médium, y, considerando la hora del día, era probable que estuviese en el local.

Una breve caminata más y llegaron a Psychic Mews. El lugar resultó ser lo que parecía -aunque probablemente no lo fuese-, unas auténticas cocheras antiguas completadas con calles adoquinadas y edificios que tenían el aspecto de viejos establos, como todas las cocheras de Londres. A diferencia del resto, sin embargo, estaban protegidas por un techo igual que el resto del mercado. Esta circunstancia le permitía disfrutar de una apropiada atmósfera de penumbra, misterio e incluso peligro. Uno podía esperar, pensó Barbara, que Jack el Destripador, se descolgase del techo en cualquier momento.

El negocio de Yolanda era uno de los tres «santuarios psíquicos» que había en ese lugar. Su única ventana -con una cortina que aseguraba la intimidad de los clientes- mostraba un alféizar con objetos adecuados a su línea de trabajo: una mano de porcelana con la palma hacia fuera y todas las líneas identificadas, una cabeza también de porcelana donde se señalaban varias partes del cerebro, una carta astrológica y un mazo de cartas de tarot. Sólo faltaba la bola de cristal.

– ¿Crees en toda esta basura? -le preguntó Barbara a Nkata-. ¿Lees tu horóscopo en el periódico o algo por el estilo?

Winston comparó la palma de su mano con la de porcelana que reposaba en el alféizar de la ventana.

– Según esto, yo tendría que haber muerto la semana pasada -dijo, y abrió la puerta con el hombro.

Tuvo que agacharse para poder entrar. Barbara le siguió a una antesala donde ardían unos palitos de incienso y sonaba música de cítara. Contra una de las paredes, la forma del dios elefante había sido plasmada en yeso y, frente a él, colgaba un crucifijo encima de lo que parecía ser un muñeco katsina de los indios hopis. En el suelo, un enorme Buda parecía servir de tope para la puerta. Barbara llegó a la conclusión de que Yolanda cubría todas las bases espirituales.

– ¿Hay alguien aquí? -llamó.

Como respuesta apareció una mujer de detrás de una cortina de cuentas. No estaba vestida como Barbara había esperado. De alguna manera, uno pensaría que una médium estaría vestida como una gitana: pañuelos, faldas de colores y montones de collares de oro con pendientes a juego y de gran tamaño. Pero, en cambio, la mujer llevaba un traje de oficina que Isabelle Ardery habría aprobado con entusiasmo, ya que estaba confeccionado para que se adaptara a su cuerpo robusto, e incluso a los ojos no entrenados de Barbara el atuendo parecía anunciarse a sí mismo con las palabras «diseñador francés». Su única concesión al estereotipo era el pañuelo que llevaba, pero incluso este complemento estaba doblado formando una cinta que le sostenía el cabello recogido. Y, en lugar de negro, el pelo era anaranjado, un tono bastante inquietante que sugería un desafortunado encuentro con una botella de peróxido.

– ¿Es usted Yolanda? -preguntó Barbara.

La mujer, a modo de respuesta, se llevó las manos a las orejas. Cerró los ojos con fuerza.

– ¡Sí, sí, está bien! -La voz era queda y extraña. Sonaba como la voz de un hombre-. ¡Le oigo de puta madre!

– Lo siento -contestó Barbara, aunque en su opinión, ella no había levantado la voz en absoluto. Los médiums, pensó, debían de ser muy sensibles al sonido-. No pretendía…

– ¡Se lo diré a ella! Pero debe dejar de gritar. No estoy sorda, ¿sabe?

– No pensé que estuviese gritando. -Barbara sacó su identificación-. Scotland Yard -dijo.

Yolanda abrió los ojos. Ni siquiera miró en la dirección de la credencial que le enseñaba Barbara. En cambio, dijo:

– El tío grita lo suyo.

– ¿Quién?

– Él dice que es su padre. Dice que usted tiene que…

– Está muerto -dijo Barbara.

– Por supuesto que está muerto. Si no fuese así, difícilmente podría oírle. Oigo a la gente muerta.

– ¿Como lo de «En ocasiones veo muertos»?

– No se pase de lista. ¡De acuerdo! ¡De acuerdo! ¡Deje ya de gritar! Su padre…

– Mi padre no gritaba. Nunca lo hacía.

– Pues ahora lo hace, cariño. Él dice que debe llamar a su madre. Dice que la echa de menos.

Barbara lo dudaba. La última vez que había visto a su madre, la pobre mujer creía estar viendo a su antigua vecina la señora Gustafson, y el pánico resultante -en los últimos años en casa su madre había llegado a temer a la señora Gustafson, como si aquella mujer mayor se hubiese metamorfoseado en Lucifer- no se había aliviado con los múltiples intentos de Barbara, desde mostrarle su identificación hasta apelar a cualquiera de los otros residentes con los que la señora Havers vivía en una residencia de ancianos privada en Greenford. Barbara no había vuelto a visitarla desde entonces. En aquel momento le pareció que era la decisión más razonable.

– ¿Qué debo decirle? -preguntó Yolanda. Y luego, con las manos cubriéndose nuevamente los oídos-. ¿Qué? ¡Oh, por supuesto que le creo! -Y luego le dijo a Barbara-. ¿James, sí? Pero no le llamaban así, ¿verdad?

– Jimmy. -Barbara, incómoda, cambió el peso del cuerpo de un pie al otro. Miró a Winston, que también parecía estar anticipando un mensaje no deseado que alguien le enviaba desde el más allá-. Dígale que iré a visitarla. Mañana. Lo que sea.

– No debe mentirle al mundo de los espíritus.

– La semana próxima entonces.

Yolanda cerró los ojos.

– Ella dice que irá la semana próxima, James. -Y luego a Barbara-. ¿No puede arreglarlo para ir antes? Es muy insistente.

– Dígale que estoy trabajando en un caso. Él lo entenderá.

Aparentemente, lo entendió, porque una vez que Yolanda hubo transmitido este mensaje al mundo de los espíritus, lanzó un suspiro de alivio y desvió su atención hacia Winston. Tenía un aura magnífica, le dijo. Bien desarrollada, inusual, brillante y evolucionada. Fan-tás-ti-ca.

– Ya -dijo Nkata-. ¿Podemos hablar un momento, señorita…?

– Solamente Yolanda -contestó ella.

– ¿No tiene un apellido? -preguntó Barbara. Para que quedara constancia y todo eso. Porque al tratarse de un asunto de la Policía… Yolanda seguramente lo entendía, ¿eh?

– ¿Policía? Soy legal -dijo Yolanda-. Tengo licencia. Cualquier cosa que necesiten.

– Ya me lo imaginaba. No estamos aquí para investigar su vida empresarial. ¿Su nombre completo es…?

Resultó -como era de esperar- que Yolanda era un seudónimo, ya que Sharon Price no sonaba tan bien en el negocio de los médiums.

– ¿Y eso sería señora o señorita Price? -preguntó Nkata después de haber sacado su libreta de notas y con el lápiz portaminas a punto.

Era señora, confirmó ella. El señor era el conductor de uno de los taxis negros de Londres, y los hijos de la señora y el señor ya eran mayores y se habían marchado de casa.

– Están aquí por ella, ¿verdad? -preguntó Yolanda sagazmente.

– ¿Así que conocía a Jemima Hastings? -dijo Nkata.

Yolanda no advirtió el tiempo verbal de la pregunta.

– Oh, conozco a Jemima, sí. -dijo-. Pero no me refería a Jemima. Me refería a ella, esa vaca gorda de Putney. Ella los llamó, ¿no es así? ¡Qué cara tiene!

Aún estaban en la antesala y Barbara le preguntó si había algún lugar donde pudieran sentarse para mantener una conversación en condiciones. Yolanda les hizo pasar a al otro lado de la cortina de cuentas, donde tenía un espacio montado que era una combinación entre la consulta de un psicoanalista con un diván contra una pared y un salón para celebrar sesiones de espiritismo con una mesa redonda en el medio y una silla parecida a un trono situada a las doce en punto, obviamente destinada a la médium.

Yolanda se dirigió hacia allí y les indicó a Barbara y a Nkata que se sentasen a las tres y a las siete respectivamente. Esto tenía que ver con el aura de Nkata, evidentemente, y con la ausencia de aura de Barbara.

– Usted me tiene un tanto intrigada -dijo Yolanda, dirigiéndose a Barbara.

– A usted y a todo el mundo.

Barbara miró a Nkata. Él le devolvió una mirada de profunda y absolutamente falsa preocupación ante su obvia falta de aura.

– Luego me ocuparé de ti -dijo en voz baja, y Nkata reprimió una sonrisa.

– Oh, puedo ver que son dos personas incrédulas -afirmó Yolanda con su extraña voz masculina. Luego buscó algo debajo de la mesa, por lo que Barbara esperó que el mueble comenzara a levitar. Pero, en cambio, lo que hizo la médium es sacar la ostensible razón de que sus cuerdas vocales estuviesen arruinadas: un paquete de Dunhill. Encendió uno y empujó el paquete hacia Barbara, con la absoluta convicción, al parecer, de que ella era una colega en esta cuestión-. Se muere por fumar -dijo-. Adelante. Lo siento, cariño -le dijo a Winston-. Pero no debe preocuparse. Usted no se morirá por ser fumador pasivo. Eso sí, si quiere saber más tendrá que pagarme cinco libras.

– Creo que me gustaría que me sorprendieran -dijo Nkata.

– Como guste, querido. -Yolanda inhaló el humo con evidente placer y se acomodó en su trono para mantener una charla apropiada con ellos-. No quiero que ella viva en Putney -dijo-. Bueno, no se trata tanto de Putney como de «ella»… y cerca de «ella». Supongo que me refiero a que viva en su casa.

– ¿Usted no quería que Jemima viviera en la casa de la señora McHaggis?

– Correcto. -Yolanda dejó caer la ceniza al suelo, que estaba cubierto con una alfombra persa, aunque ese detalle no pareció preocuparla-. Las casas donde ha muerto alguien necesitan ser descontaminadas. Hay que quemar salvia en todas las habitaciones. No es suficiente con agitarla mientras se recorre toda la casa. Y no me refiero a la salvia que se puede comprar en el mercado. Uno no coge un paquete del estante de las hierbas secas en Sainsbury's y pone una cucharadita en un cenicero, y luego lo enciende y ya está. De ninguna jodida manera. Hay que conseguir salvia de verdad, liarla bien y prepararla para que arda. Luego se enciende y se dicen las oraciones adecuadas. Entonces se liberan los espíritus que necesitan ser liberados y el lugar queda purificado de la muerte y, sólo entonces, es saludable y adecuada para que una persona retome su vida en ese lugar.

Winston, según pudo comprobar Barbara, estaba apuntando todo lo que ella decía como si tuviese la intención de detenerse en alguna parte para conseguir los descontaminantes apropiados.

– Lo siento, señora Price, pero… -dijo Barbara.

– Yolanda, por el amor de Dios.

– De acuerdo: Yolanda. ¿Se refiere a lo que le pasó a Jemima Hastings?

Yolanda pareció desconcertada.

– Me refiero a que ella vive en una «casa de muerte». McHaggis (me pregunto si hubo alguna vez una mujer con un nombre más apropiado) [14] es viuda. Su esposo murió en esa casa.

– ¿En circunstancias sospechosas?

Yolanda carraspeó.

– Eso habrá que preguntárselo a McHaggis. Yo puedo ver la infección que rezuma a través de la ventana cada vez que paso frente a la casa. Le dije a Jemima que debía marcharse de allí. Y está bien, lo admito, tal vez fui demasiado insistente en cuanto a eso.

– ¿Y ése podría haber sido el motivo de que llamasen a la policía? -preguntó Barbara-. ¿Quién los llamó? Lo pregunto porque sabemos que a usted la advirtieron de que dejase de acosar a Jemima. Según nuestra información…

– Esa es una interpretación, ¿verdad? No hice más que expresar mi preocupación. El asunto fue a más, de modo que volví a expresarla. Tal vez he sido un poco… Oh, quizá llevé las cosas demasiado lejos, tal vez estuve acechando un poco delante de la casa, pero ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Permitir que ella languideciera? Cada vez que la veo, eso está más encogido, y, así pues, ¿debo quedarme de brazos cruzados y dejar que suceda? ¿Sin decir nada?

– Eso está más encogido -dijo Barbara-. ¿«Eso» vendría a ser…?

– Su aura -intervino servicialmente Nkata, que ya estaba por encima de la situación.

– Sí -confirmó Yolanda-. Cuando conocí a Jemima, estaba resplandeciente. Bueno, no como usted, querido -le dijo a Nkata-, pero sí de un modo más marcado que la mayoría de la gente.

– ¿Cómo la conoció? -preguntó Barbara. Ya estaba bien de auras, decidió, ya que Winston empezaba a mostrarse decididamente satisfecho de sí mismo en este asunto.

– En la pista de patinaje sobre hielo. Bueno, no en la pista de patinaje sobre hielo propiamente. Más bien a partir de la pista de patinaje sobre hielo. Abbott fue quien nos presentó. Abbott y yo solemos tomar café de vez en cuando en el bar. Y también me encuentro con él cuando hago las compras. Él tiene un aura bastante agradable…

– De acuerdo -musitó Barbara.

– Y como sufre tanto a causa de sus esposas (bueno, me refiero a sus ex esposas), me gusta decirle que no debe preocuparse tanto. Un hombre sólo puede hacer lo que puede, ¿eh? Y si no gana suficiente dinero como para mantenerlas a todas, no tiene que ir de cabeza a la tumba por eso. Él hace lo que puede. Imparte clases, ¿verdad? Pasea perros en el parque. Da clases particulares de lectura a los críos. ¿Qué más esperan de él esas tres zorras?

– Qué más, efectivamente -dijo Barbara.

– ¿Quién sería este tío? -preguntó Winston.

Abbott Langer, aclaró Yolanda. Era instructor en el Queen's Ice & Bowl, que estaba justo un poco más arriba de la calle del mercado donde ahora se encontraban.

Resultó que Jemima Hastings había estado tomando clases de patinaje sobre hielo con Abbott. Yolanda les había encontrado a ambos tomando una taza de café después de la clase en el café ruso que había en el mismo mercado. Abbott fue quien las presentó. Yolanda se quedó admirada del aura de Jemima…

– Apuesto a que sí -masculló Barbara.

Le había hecho a Jemima unas cuantas preguntas que estimularon la conversación que, a su vez, impulsó a Yolanda a entregarle su tarjeta profesional. Y eso fue todo.

– Ella vino a verme tres o cuatro veces -dijo Yolanda.

– ¿Por qué motivo?

La médium consiguió dar una calada al cigarrillo y parecer horrorizada al mismo tiempo.

– No hablo acerca de mis clientes -dijo-. Lo que ocurre aquí dentro es confidencial.

– Necesitamos una idea general…

– Oh, no necesitan solamente eso. -Dejó escapar una fina columna de humo-. Generalmente, ella es como todos los demás. Quiere hablar acerca de un tío. Bueno, como todas. Es siempre acerca de un tío, ¿eh? ¿Lo hará él? ¿No lo hará él? ¿Lo harán ellos? ¿No lo harán ellos? ¿Debería? ¿No debería? Mi preocupación, sin embargo, es esa casa donde vive, pero ¿ha querido alguna vez oír hablar de eso? ¿Ha querido alguna vez oír hablar acerca de dónde debería estar viviendo?

– ¿Y dónde debería ser eso? -preguntó Barbara.

– No en esa casa, desde luego. Veo peligro allí. Incluso le he ofrecido un lugar conmigo y mi esposo, por un precio tirado. Tenemos dos habitaciones libres…, y ambas han sido purificadas, pero ella no ha querido dejar a McHaggis. Reconozco que quizá puedo haber sido un poco insistente en este asunto. Quizá me pasé en alguna ocasión por allí para hablarle de ello. Pero lo hice sólo porque ella necesita salir de ese lugar y ¿qué tengo que hacer yo al respecto? ¿No decir nada? ¿Dejar que sea lo que Dios quiera? ¿Esperar a que pase lo que tiene que pasar?

A Barbara se le ocurrió entonces que Yolanda no había caído en la cuenta de que Jemima estaba muerta, algo que resultaba bastante curioso, ya que era supuestamente una médium y ahí estaba la poli haciendo preguntas sobre uno de sus clientes. Por una parte, el nombre de Jemima no había sido notificado a los medios de comunicación, puesto que aún no habían localizado a nadie de su familia. Por otra parte, si Yolanda mantenía conversaciones con el padre de Barbara, ¿el espíritu de Jemima no estaría también profiriendo gritos desde el otro mundo?

Barbara miró fijamente a Nkata tomando en cuenta el asunto de su padre. ¿Acaso el muy cabrón se había encargado de encontrar a Yolanda y la había llamado previamente para proporcionarle detalles de su vida? Ella lo creía capaz de eso y de mucho más. Tendría que reírse.

– Yolanda -dijo-, antes de que sigamos adelante, creo que necesito aclararle algo: Jemima Hastings está muerta. La asesinaron hace cuatro días en el cementerio de Abney Park, en Stoke Newington.

Silencio. Y luego, como si tuviese el trasero en llamas, la médium se levantó como un rayo. Se tambaleó hacia atrás. Dejó caer el cigarrillo sobre la alfombra y lo apagó con el pie -al menos Barbara esperó que lo hubiese apagado, ya que no le gustaban los incendios- y extendió los brazos. Comenzó a gritar como si estuviese al borde de la muerte, diciendo: «¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Oh, perdonadme, Inmortales!». Y luego cayó directamente encima de la mesa con los brazos aún extendidos. Una mano tendida hacia Nkata y la otra hacia Barbara. Al no entender lo que quería, Yolanda golpeó las palmas contra la tabla de la mesa y luego volvió las manos hacia ellos.

Se suponía que debían cogerlas.

– ¡Ella está aquí, entre nosotros! -exclamó Yolanda-. Oh, dime, amado. ¿Quién? ¿Quién?

Comenzó a gemir. Jesús bendito.

Barbara miró a Winston, llena de espanto. ¿Debían de llamar a alguien y pedir ayuda? ¿Cero, sesenta y nueve? ¿Debían echarle agua? ¿Había salvia a mano en alguna parte?

– Oscuro como la noche -susurró Yolanda con una voz más ronca que antes-. Él es oscuro como la noche.

Bueno, debía serlo, pensó Barbara, aunque sólo fuese porque siempre lo eran.

– Asistido por su compañero el sol, cae encima de ella. Lo hacen juntos. Él no estaba solo. Puedo verle. Puedo verle. ¡Oh, mi amado!

Luego lanzó un grito y se desmayó. O pareció que se desmayaba.

– ¡Joder! -susurró Nkata. Miró a Barbara en busca de instrucciones.

Ella quería decirle que era él el del aura brillante, de modo que más valía que supiera qué coño hacer. Pero, en lugar de eso, se levantó. Nkata hizo lo mismo y, entre los dos, colocaron el trono de Yolanda en su sitio, la sentaron allí y le colocaron la cabeza entre las piernas.

Cuando Yolanda se recuperó, lo que sucedió con una rapidez que sugería que no se había desmayado, comenzó a gimotear acerca de McHaggis, la casa, Jemima, las preguntas de Jemima sobre… «Me ama, Yolanda, es él mi hombre, Yolanda, debería ceder y hacer lo que me pide, Yolanda». Pero aparte de gimotear «oscuro como la noche que me cubre», que a Barbara le sonaba sospechosamente a un verso conocido, no fue capaz de transmitir nada más. Sí dijo que Abbott Langer probablemente supiese algo más, porque Jemima había asistido regularmente a clases de patinaje, y él se había sentido impresionado con su devoción por el hielo.

– Es esa casa -dijo Yolanda-. Traté de advertirle acerca de esa casa.


* * *

No fue difícil encontrar a Abbott Langer. El Queen's Ice & Bowl estaba un poco más arriba de la calle, tal como había dicho la médium. Como su nombre sugería, el lugar combinaba los placeres de la bolera y del patinaje sobre hielo. También ofrecía una galería de videojuegos, un bar de comidas y un nivel de ruido garantizado para provocar migrañas en personas previamente inmunes a ellas. El ruido procedía de todas direcciones y comprendía una absoluta cacofonía de sonidos: música rock de la zona de la bolera; chillidos, pitidos, estallidos, timbres y campanillas de la galería de videojuegos; música de baile de la pista de patinaje sobre hielo; gritos y alaridos de los patinadores en la pista. La época del año era la causa de que el lugar estuviese abarrotado de niños con sus padres y adolescentes que necesitaban un lugar donde pasar el tiempo, enviarse mensajes de texto y, aparte de eso, parecer enrollados. Asimismo, debido al hielo, estar dentro del edificio era muy agradable, y eso atraía a más gente de la calle, aunque sólo fuera para bajar la temperatura corporal.

En la pista de hielo había quizá cincuenta personas, la mayoría de ellas aferradas a las barandillas de los laterales. La música -al menos lo que podía oírse de ella por encima del ruido ensordecedor- parecía destinada a estimular suaves golpes con los pies, pero no parecía dar resultado. Nadie, observó Barbara, excepto los instructores de patinaje, llevaba el ritmo. Y había tres, visibles gracias a los chalecos amarillos que llevaban. Eran los únicos capaces de patinar hacia atrás, algo que a Barbara le parecía una proeza admirable.

Winston y ella se quedaron junto a la barandilla y observaron el espectáculo durante unos minutos. Entre los patinadores había varios niños que parecían estar tomando lecciones en una zona reservada para ellos en el centro de la pista. La clase la impartía un hombre alto con el cabello en forma de casco que le asemejaba a un imitador de Elvis. Era mucho más grande que alguien a quien se asocia con un patinador sobre hielo, más de metro ochenta y con la complexión de una nevera: en absoluto gordo, pero sólido. Era difícil no advertir su presencia, no sólo debido al pelo, sino porque -a pesar de su corpulencia- era notablemente ágil con los pies. Resultó ser Abbott Langer, y se reunió enseguida con ellos a un lado de la pista cuando otro de los instructores fue a avisarle que le buscaban.

Tenía que acabar la clase que estaba impartiendo, dijo. Podían esperarle allí -«Miren esa niña vestida de rosa… Conseguirá la medalla de oro»- o en el bar de comidas.

Barbara y Winston eligieron el bar de comidas. Como ya había pasado la hora del té y ella ni siquiera había almorzado, Barbara eligió un bocadillo de jamón y ensalada con mayonesa, patatas fritas con sal y vinagre, una crepe, una barra de chocolate Kit-Kat y una Coca-Cola para bajarlo todo. Winston -¿cómo iba a sorprenderse por eso?- eligió un zumo de naranja.

Ella le miró con el ceño fruncido.

– ¿Alguien te ha hablado alguna vez de tus asquerosos hábitos personales? -le preguntó. Él negó con la cabeza.

– Sólo sobre mi aura -dijo Winston-. Esa es tu cena, ¿verdad?

– ¿Te has vuelto loco? Aún no he almorzado.

Abbott Langer se les añadió cuando Barbara estaba terminando su comida. Había colocado protecciones en las cuchillas de sus patines. Dentro de media hora tenía que dar otra clase, dijo. ¿Qué podía hacer por ellos?

– Venimos de hablar con Yolanda -dijo Barbara.

– Ella es completamente legal -dijo Abbott inmediatamente-. ¿Se trata de una referencia? ¿Pensaban utilizarla? ¿Como en la tele?

– Ah…, no -dijo Barbara.

– Nos envió a hablar con usted sobre Jemima Hastings -dijo Winston-. Está muerta, señor Langer.

– ¿Muerta? ¿Qué ha ocurrido? ¿Cuándo murió?

– Hace unos días. En Abney…

Abbott abrió los ojos como platos.

– ¿Es la mujer del cementerio? Vi la noticia en los periódicos, pero no había ningún nombre.

– No se publicará ningún nombre hasta que no hayamos contactado con su familia -dijo Nkata.

– Bueno, no puedo ayudarles con eso. No sé nada de su familia. -Apartó la vista en dirección a la pista de hielo, en uno de cuyos extremos se había producido una colisión múltiple. Los instructores se apresuraban a ayudar a los caídos-. Dios, eso es terrible, ¿verdad? -Volvió la vista hacia ellos-. Asesinada en un cementerio.

– Lo es -dijo Barbara.

– ¿Pueden decirme cómo…?

Lo sentían. No podían. Normas, trabajo policial, las reglas de la investigación. Habían acudido a la pista de hielo para recabar información sobre Jemima Hastings. ¿Cuánto tiempo hacía que la conocía? ¿La conocía bien? ¿Cómo se habían conocido?

Abbott lo pensó un momento.

– El Día de San Valentín. Lo recuerdo porque ella trajo globos para Frazer. -Vio que Nkata escribía en su libreta de notas y añadió-: Es el tío que se encarga de entregar los patines alquilados. Junto a las taquillas. Frazer Chaplin. Al principio pensé que era una especie de mensajera. ¿Saben a lo que me refiero? Una chica que hacía una entrega de globos de San Valentín de parte de la novia de Frazer. Pero resultó que ella era la nueva novia (o, al menos, era su intención), y había venido para darle una sorpresa. Nos presentaron y estuvimos hablando unos minutos. Se mostró muy entusiasmada con tomar lecciones, de modo que quedamos en encontrarnos para hablar de ello. Tuvimos que ajustamos con sus horarios, pero no fue difícil. Bueno, yo no tuve problemas para adaptarme. Tengo tres ex esposas y cuatro hijos en total, de modo que no rechazo a los clientes que pagan.

– ¿Lo hubiera hecho en otra situación? -preguntó Barbara.

– ¿Rechazarla? No, no. Bueno, quiero decir que quizá lo habría hecho si mis circunstancias hubiesen sido diferentes (debido a mis ex esposas y los niños). De todos modos, ella acudía regularmente a las clases, a su hora, y siempre pagaba. No podía quejarme porque su mente pareciera estar en otras cosas cuando venía aquí, ¿no cree?

– ¿Qué clase de cosas? ¿Lo sabe?

Parecía el tipo de hombre que estaba a punto de decir que odiaba hablar mal de los muertos, pero dijo:

– Supongo que era algo relacionado con Frazer. Creo que las lecciones eran sólo una excusa para estar cerca de él, y por eso no podía concentrarse en lo que hacía. Frazer tiene algo que atrae a las mujeres, y cuando se sienten atraídas, él, desde luego, no las rechaza, ya saben.

– En realidad, no lo sabemos -dijo Barbara. Una mentira, naturalmente, pero en aquel momento necesitaban todos los detalles que pudiesen reunir.

– De vez en cuando tiene líos -dijo Abbott con delicadeza-. No quiero que me malinterpreten, siempre va con mujeres adultas, ninguna menor ni nada por el estilo. Ellas devuelven sus patines y hablan un momento con él, le dejan una tarjeta o una nota o algo así, y…, bueno, ya sabe. Frazer sale un tiempo con una, un tiempo con otra. A veces llama a su empleo nocturno (trabaja como barman en un hotel de lujo) para decir que llegará tarde. Entonces, aprovecha y pasa unas horas con una de ellas. No es mal tío. Es sólo su manera de ser.

– ¿Y Jemima tenía idea de lo que pasaba?

– Una sospecha. Las mujeres no son estúpidas. Pero el problema para Jemima era que Frazer trabaja aquí en el primer turno, y ella sólo podía venir por las tardes o cuando tenía el día libre en el trabajo. De modo que eso le permitía a Frazer estar más o menos disponible para mujeres que querían flirtear con él… o algo más.

– ¿Cuál era la relación que mantenía usted con Jemima? -preguntó Barbara, ya que se dio cuenta de que los murmullos de Yolanda, a pesar de que quería ignorarlos, podían aplicarse muy bien a este hombre, con su mata de pelo negro «oscuro como la noche».

– ¿La mía? -preguntó con las puntas de los dedos apoyadas en el pecho-. Oh, jamás me lío con mis alumnas de patinaje. Eso no sería ético. Y, en cualquier caso, tengo tres ex esposas y…

– Cuatro hijos, sí -dijo Barbara-. Pero supongo que tener una aventura no le hace mal a nadie. Si una mujer estaba disponible y no había ningún compromiso…

El patinador se sonrojó.

– No voy a negar que era una mujer atractiva. Lo era. En un sentido nada convencional, ¿sabe?, con esos ojos que tenía. Un poco pequeña, con poca carne. Pero tenía una simpatía auténtica, no como la típica londinense. Sospecho que un tío podría haber interpretado mal esa característica si hubiera querido.

– Usted, sin embargo, no lo hizo.

– Si tres veces no consiguieron hechizarme, no estaba dispuesto a intentarlo una cuarta vez. No he tenido suerte en el matrimonio. Creo que el celibato me mantiene a salvo de una complicación amorosa.

– Pero una vez abonado el terreno, supongo que podría haber tenido a Jemima -sugirió Barbara-. Después de todo, tener una aventura no implica que tenga que casarse.

– Abono o no, yo no lo habría intentado. Es posible que hoy en día una aventura no tenga por qué acabar en boda, pero tenía la sensación de que ése no era el caso con Jemima.

– ¿Está diciendo que ella iba detrás de Frazer para casarse con él?

– Estoy diciendo que ella quería casarse, punto. Tenía la impresión de que podría haber sido Frazer, pero también podría haber sido cualquier otro tío.


* * *

A esa hora, Frazer Chaplin ya no estaba en el Queen's Ice & Bowl, pero eso no era ningún problema. El nombre no era nada común. No podía haber dos Frazer Chaplin en la ciudad. Debía de ser el mismo tipo que vivía en la casa de Bella McHaggis, le dijo Barbara a Nkata. Tenían que hablar con él.

Mientras atravesaban la ciudad, Barbara puso a Winston al corriente de las reglas establecidas por Bella McHaggis en relación con la confraternización entre los inquilinos de su casa. Si Jemima Hastings y Frazer Chaplin habían estado liados, su casera lo ignoraba, o bien había hecho la vista gorda porque tenía sus razones, algo que Barbara dudaba seriamente.

Cuando llegaron a Putney, Bella McHaggis entraba en su casa con un carrito de la compra medio lleno de periódicos. Cuando Nkata aparcó el coche, la señora McHaggis comenzó a descargar su carrito dentro de uno de los grandes cubos de plástico que tenía en el jardín delantero de la casa. Estaba aportando su granito de arena por el medioambiente, les informó cuando ambos atravesaron la entrada. Los putos vecinos no reciclaban una jodida cosa si ella no insistía e insistía con ese asunto.

Barbara emitió un adecuado murmullo de solidaridad y luego preguntó si Frazer Chaplin estaba en casa.

– Este es el sargento Nkata -añadió a modo de presentación.

– ¿Qué quieren de Frazer? -preguntó Bella-. Es con Paolo con quien deberían hablar. Lo que encontré lo encontré en su armario, no en el de Frazer.

– ¿Cómo dice? -preguntó Barbara-. Mire, ¿podemos entrar, señora McHaggis?

– Cuando haya terminado mi trabajo aquí -dijo Bella-. Algunas cosas son importantes para algunas personas, señorita.

Barbara tuvo la tentación de decirle a la mujer que el asesinato era sin duda una de esas cosas, pero, en cambio, puso los ojos en blanco en dirección a Nkata mientras Bella McHaggis volvía a su tarea de descargar los periódicos del carrito de la compra. Una vez que hubo terminado les dijo que la siguieran dentro de la casa. Acababan de cruzar la puerta -con sus listas de reglas y sus carteles acerca de la presencia de la dueña en la propiedad- cuando Bella los informó acerca de la prueba que había encontrado y exigió saber por qué no habían enviado a alguien de inmediato a recogerla.

– Llamé a ese número, sí señor. El que aparece en el Daily Mail y en el que se pide información. Pues bien, yo tenía información, ¿verdad?, y una pensaría que vendrían y harían una o dos de sus preguntas sobre ese asunto. Y pensé que vendrían corriendo.

Bella los condujo al comedor, donde la cantidad de diferentes periódicos que había extendido encima de la mesa sugería que estaba siguiendo de cerca el progreso de la investigación. Les dijo que debían sentarse y esperar allí mientras iba a buscar lo que ellos querían. Cuando Barbara le dijo que lo que ellos querían era hablar con Frazer Chaplin si estaba en casa, Bella dijo:

– Oh, no sea tan ingenua. Es un hombre, pero no es tonto, sargento. ¿Ha hecho algo con respecto a esa médium? Llamé a la Policía para hablarles de ella. La sorprendí merodeando otra vez por mi propiedad. Allí estaba, en carne y hueso.

– Hemos hablado con Yolanda -dijo Barbara.

– Gracias a Dios. -Bella pareció aplacarse en el tema de Frazer Chaplin, pero entonces su rostro se alteró mientras realizaba el salto mental desde lo que Barbara acababa de decir hasta lo que Barbara y Winston Nkata querían: tener una conversación con Frazer-. Esa jodida vaca loca. Ella les dijo alguna cosa sobre Frazer, ¿verdad? Les dijo algo que les ha traído hasta aquí para arrestarle. Bien, no pienso aceptarlo. No con Paolo y sus cinco compromisos matrimoniales, y el haber traído a Jemima aquí como huésped, y esa discusión que tuvieron. Es sólo una amiga, me dice, y ella asiente y luego ya ven lo que pasa.

– Permita que le aclare que Yolanda no nos dijo nada acerca de Frazer Chaplin -dijo Barbara-. Hemos venido a verle por otra cosa. De modo que si fuese a buscarle… Porque si él no está aquí…

– ¿Qué otra cosa? No hay… Oh, esperen aquí y se lo demostraré.

Bella abandonó el comedor. Oyeron que subía la escalera. Cuando se hubo marchado, Winston miró a Barbara.

– Me ha parecido que debería haberle dedicado un saludo marcial o algo así.

– Es todo un personaje -reconoció Barbara. Luego añadió-: ¿Has oído que corría el agua? ¿Es posible que Frazer se estuviese duchando? Su habitación está debajo de nosotros. El apartamento del sótano. No parece que Bella quiera que le veamos, ¿verdad?

– ¿Le está protegiendo? ¿Crees que Frazer le gusta?

– Coincide con lo que Abbott dijo acerca de Frazer y las mujeres.

Bella regresó y traía consigo un sobre blanco. Con el gesto triunfal de una mujer que les ha superado en su propio terreno, les dijo que echaran un vistazo a eso. «Eso» resultó ser un fino tubo de plástico con un trozo de papel que sobresalía de uno de los extremos y con una zona acanalada en el otro. En el medio había dos pequeñas ventanas, una redonda y otra cuadrada. El centro de cada de una de ellas estaba coloreado con una delgada línea azul, una horizontal y otra vertical. Barbara nunca había visto uno antes -ella apenas había estado en situación de necesitarlo-, pero sabía qué era lo que estaba mirando y, aparentemente, Winston también.

– Una prueba de embarazo -anunció Bella-. Y no estaba entre las pertenencias de Jemima. Estaba con los objetos personales de Paolo. De Paolo. Bueno, yo diría que Paolo no se estaba haciendo una prueba de embarazo a sí mismo, ¿verdad?

– Probablemente no -convino Barbara-. Pero ¿cómo sabe que es de Jemima? Porque supongo que eso es lo que está pensando, ¿verdad?

– Es obvio. Ellos compartían el cuarto de baño, y el retrete del cuarto de baño. Ella se lo dio a Paolo, o bien, lo que es más probable, él lo vio en la basura y lo cogió, y eso explica la pelea que tuvieron. Oh, él dijo que se debió a un malentendido, que Jemima había colgado su ropa interior en el baño, y ella dijo que había sido por esa típica discusión entre hombres y mujeres sobre la tabla del retrete levantada, pero le diré que tuve un presentimiento sobre ellos desde el principio. Eran dos mosquitas muertas, amigos del trabajo en Covent Garden. Dio la casualidad de que yo disponía de una habitación desocupada y, casualmente, él conocía a alguien que estaba buscando una habitación y «podría traerla, señora McHaggis. Ella parece una chica muy agradable», dice él. Y allí estaba yo, dispuesta a creerles a los dos mientras ellos se mudaban furtivamente al piso de abajo, haciéndolo como conejos a mis espaldas. Bueno, permítame que le diga ahora mismo que, si no hubiese muerto, se habría marchado de esta casa. Fuera. Terminado. A la calle.

Justo donde Yolanda la quería, pensó Barbara. Tanto mejor, pero la médium difícilmente habría entrado subrepticiamente en la casa para plantar una prueba de embarazo en el cuarto de baño ante la mínima posibilidad de que Bella McHaggis encontrase el chisme, atara cabos y la expulsara de su casa. ¿O sí?

– Tendremos eso en cuenta -dijo Barbara.

– Por supuesto que lo tendrán jodidamente en cuenta -dijo Bella-. Es un móvil alto, claro, sin ninguna duda. De tamaño natural. Justo delante de sus narices. -Se inclinó sobre la mesa, la palma apoyada en la portada del Daily Express-. Ha estado comprometido para casarse cinco veces. Cinco veces. ¿Qué nos dice eso sobre él? Bueno, les diré lo que nos dice: desesperación. Y «desesperación» implica un hombre que no se detendrá ante nada.

– ¿Y está hablando de…?

– Paolo di Fazio. ¿De quién si no?

De cualquier otro hombre, pensó Barbara, que se dio cuenta de que Winston estaba pensando exactamente lo mismo. Sí, de acuerdo, dijo, hablarían con Paolo di Fazio.

– Espero que lo hagan. Tiene un estudio en alguna parte, un lugar donde hace sus esculturas. Si quieren saber mi opinión, creo que arrastró a esa pobre chica a ese lugar y le hizo cosas horribles, y que luego se deshizo del cadáver…

Sí, sí, lo que sea. Todo esto será comprobado, le aseguró Barbara, señalando a Winston para indicar que había estado tomando nota escrupulosamente de todo lo que ella les había dicho. Hablarían con todos los huéspedes, y eso incluía a Paolo di Fazio. Ahora bien, en cuanto a Frazer Chaplin…

– ¿Por qué quiere meter a Frazer en esto? -preguntó Bella.

«Precisamente porque usted no quiere hacerlo», pensó Barbara.

– Se trata de acabar con todas las posibilidades. Es lo que hacemos.

Era una parte inherente a su trabajo. Lo llamaban «REE»: rastrear, entrevistar, eliminar.

Mientras Barbara hablaba, la puerta que llevaba al apartamento del sótano se abrió, luego se cerró y una voz agradable dijo desde abajo:

– Ya me marcho, señora McH.

Winston se levantó. Salió al corredor que conducía hacia la parte trasera de la casa y llamó:

– ¿Señor Chaplin? Soy el sargento Nkata. Nos gustaría hablar un momento con usted, por favor.

Pasó un momento. Y después:

– ¿Puedo llamar al Dukes para avisar? Me esperan en el trabajo dentro de media hora.

– No nos llevará mucho -dijo Nkata.

Frazer siguió a Nkata al comedor, lo que permitió que Barbara echara un vistazo de cerca al hombre. «Oscuro como la noche.» Otro más, pensó. No era que quisiera dar crédito a los desvaríos de Yolanda. Pero aun así… El tío era un escollo más y no se le podía dejar sin estudiar.

Aparentaba unos treinta años. La piel aceitunada mostraba marcas de viruela, pero ese detalle no distraía, y aunque su barba incipiente y oscura habría podido cubrir las cicatrices si la dejaba crecer, Frazer había sido listo al no hacerlo. Tenía aspecto de pirata y parecía ligeramente peligroso, un rasgo que, Barbara lo sabía, algunas mujeres encuentran muy atractivo.

Él la miró durante un instante y luego asintió con la cabeza. Llevaba un par de zapatos en la mano y se sentó a la mesa para calzárselos. Se ató los cordones mientras rechazaba con un «no, gracias» la taza de té que le ofrecía Bella McHaggis. Fue un ofrecimiento que, de forma deliberada, no hizo extensivo a los otros dos. Su atención hacia el hombre -le llamaba «querido»- sumado a lo que Abbott les había explicado sobre el efecto que ejercía en las mujeres provocó que Barbara quisiera sospechar de él en el acto. No era exactamente una buena manera de ejercer el oficio policial, pero sentía una aversión instantánea hacia los hombres como aquel sujeto porque tenía en el rostro una de esas expresiones inconfundibles de «yo-sé-lo-que-quieres-y-lo-tengo-aquí-en-mis-pantalones». No importaba la diferencia de edad, si él se lo estaba haciendo a Bella furtivamente, no era de extrañar que ella estuviese atontada.

Y lo estaba. Eso resultaba evidente, mucho más allá del «querido» y el «amor». Bella miraba a Frazer con una expresión cariñosa que Barbara podría haber considerado maternal, si no fuera una policía que había visto casi todas las variedades de los enredos humanos en los años que llevaba en el cuerpo.

– La señora McH me ha contado lo de Jemima -dijo Frazer-, que ella es la mujer que apareció muerta en el cementerio. Querrán saber lo que yo sé y se lo explicaré con mucho gusto. Espero que Paolo piense del mismo modo, como todos los que la conocieron. Es una chica encantadora.

– Era -dijo Barbara-. Está muerta.

– Lo siento. Era. -Su expresión era algo entre imperturbable y solemne. Barbara se preguntó si ese tío sentía realmente algo ante el hecho de que su compañera de la pensión hubiese sido asesinada. Por alguna razón, lo dudada.

– Tenemos entendido que usted no le resultaba indiferente -dijo Barbara. Winston cumplía con su papel con la libreta de notas y el lápiz, pero no perdía de vista ningún movimiento de Frazer-. Los globos del Día de San Valentín y todos los etcéteras.

– ¿Y cuáles serían esos etcéteras? Porque, tal como yo lo veo, estoy seguro de que no es ningún crimen regalar media docena de inocentes globos.

Bella McHaggis entornó los ojos ante la mención de los globos. Su mirada fue desde la Policía hasta su inquilino. Frazer dijo:

– No hay nada de qué preocuparse, señora McH. Dije que no cometería dos veces el mismo error, y le doy mi palabra de que no lo hice.

– ¿Cuál sería ese error? -preguntó Barbara.

Frazer se acomodó en su asiento. Barbara advirtió que adoptaba una postura de piernas abiertas. Uno de esos tipos a los que les gusta exhibir las joyas de la familia.

– En una ocasión tuve una pequeña aventura amorosa con una chica que vivía aquí -dijo-. Estuvo mal, lo sé, y cumplí mi penitencia. La señora McH no me echó a patadas como, por otra parte, podría haber hecho, y se lo agradezco mucho. De modo que no pensaba volver a comportarme como el hijo descarriado.

Considerando lo que Abbott les había contado de Frazer -si les había dicho la verdad-, Barbara tenía sus dudas en cuanto a la sinceridad de sus palabras en este asunto.

– Tengo entendido que tiene dos trabajos, señor Chaplin -dijo-. ¿Podría decirme dónde está empleado, además de trabajar en la pista de hielo?

– ¿Por qué? -Bella McHaggis fue quien hizo la pregunta-. ¿Qué tiene eso que ver con…?

– Es sólo una cuestión de procedimiento -le dijo Barbara.

– ¿Qué clase de procedimiento? -insistió Bella.

– No pasa nada, señora McH -dijo Frazer-. Sólo hacen su trabajo.

Frazer les dijo que trabajaba tardes y noches en el hotel Dukes, en Saint James. Era el barman; lo había sido durante los últimos tres años.

– Qué trabajador -observó Barbara-. Dos empleos.

– Estoy ahorrando -dijo-. No creo que eso sea un crimen.

– ¿Ahorrando para qué?

– ¿Por qué eso es tan importante? -preguntó Bella-. Verá…

– Todo es importante hasta que deja de serlo -dijo Barbara-. ¿Señor Chaplin?

– Emigrar -dijo.

– ¿A…?

– Auckland.

– ¿Por qué?

– Pienso abrir un pequeño hotel. Un encantador hotel-boutique, para ser más preciso.

– ¿Alguien le está ayudando a ahorrar?

Frazer frunció el ceño.

– ¿A qué se refiere?

– ¿Alguna joven, quizás, que contribuye a ese fondo para el hotel, haciendo planes, pensando que será incluida en el proyecto?

– Supongo que está hablando de Jemima.

– ¿Por qué esa conclusión tan precipitada?

– Porque si fuese de otro modo no mostraría el menor interés. -Sonrió. Luego añadió-: A menos que usted quisiera contribuir.

– No, gracias.

– Pobre de mí. Se une usted a todas las otras mujeres que permiten que junte mis ahorros sin ayuda de nadie. Y eso incluiría a Jemima. -Se palmeó los muslos en un gesto de punto final y se levantó de la silla-. Como ha dicho que esto sólo llevaría un momento, y como tengo otro trabajo que atender…

– Vete ya, cariño -dijo Bella McHaggis. Luego añadió de manera expresiva-: Si hay algún otro asunto que tratar aquí, yo me encargaré de todo.

– Gracias, señora McH -dijo Frazer, que le apretó ligeramente el hombro.

Bella pareció complacida con ese contacto. Barbara supuso que formaba parte del «efecto Frazer». Luego les dijo a ambos:

– No abandonen la ciudad. Tengo la sensación de que necesitaremos volver a hablar con ustedes.


* * *

Cuando regresaron a Victoria Street ya había comenzado la reunión informativa vespertina. Barbara se encontró buscando a Lynley cuando entró en la habitación, y luego se sintió irritada por hacerlo. Apenas se había acordado de su antiguo compañero en todo el día y quería que las cosas siguiesen así. Sin embargo, registró su presencia en un extremo de la sala.

Lynley asintió a modo de saludo, y una breve sonrisa elevó apenas las comisuras de su boca. La miró por encima de sus gafas de leer y luego volvió a concentrarse en los papeles que tenía en la mano.

Isabelle Ardery estaba de pie delante de los tableros escuchando el informe de John Stewart. A Stewart y los policías que trabajaban con él se les había encomendado la envidiable tarea de encargarse del enorme volumen de material que habían sacado de la habitación de Jemima Hastings. Por el momento, el inspector hablaba de Roma. Ardery parecía impaciente, como si esperase que apareciera algún dato sobresaliente.

No parecía que eso fuera a ocurrir inmediatamente. Stewart estaba diciendo:

– El común denominador es la invasión. Tenía planos del Museo Británico y del Museo de Londres, y las salas marcadas con un círculo corresponden a los romanos, la invasión, la ocupación, las fortalezas, todos los efectos personales que dejaron atrás. Y también compró un montón de tarjetas postales en ambos museos y un libro titulado Roman Britain.

– Pero dijiste que ella tenía también un plano de la National Gallery y de la Portrait Gallery -señaló Philip Hale. Había estado tomando notas y se refirió a ellas-. Y de la Geffrye, la Tate Modern y la Wallace Collection. Tengo la impresión de que esa mujer estaba haciendo un reconocimiento de Londres, John. Visitando lugares de interés. -Volvió a consultar sus notas-. La casa de sir John Soane, la casa de Charles Dickens, la casa de Thomas Carlyle, la Abadía de Westminster, la Torre de Londres… Tenía folletos de todos esos lugares, ¿verdad?

– Es verdad, pero si queremos encontrar una conexión…

– La conexión es que era una turista, John.

Isabelle Ardery les explicó que el SO7 les había enviado un informe, y había buenas noticias: habían sido identificadas las fibras aparecidas en su ropa. Eran una mezcla de algodón y rayón de color amarillo. No coincidían con ninguna de las prendas que llevaba la mujer, de modo que había una muy buena posibilidad de que tuvieran una conexión más con su asesino.

– ¿Amarillo? -preguntó Barbara-. Abbott Langer. El tío de la pista de patinaje sobre hielo. Lleva un chaleco amarillo. Todos los instructores lo llevan. -Les habló de las lecciones de patinaje sobre hielo que Jemima estaba tomando-. Podría ser que las fibras hubiesen quedado en su cuerpo después de una de esas lecciones.

– Entonces debemos buscar ese chaleco -dijo Ardery-. El de ese tío o el de otro de los instructores. Conseguid a alguien que haga una prueba de tejidos. También disponemos de una curiosa descripción transmitida por teléfono como resultado de toda la publicidad que ha provocado este caso. Al parecer, un hombre de aspecto bastante sucio salió del cementerio de Abney Park en el espacio de tiempo en que Jemima Hastings fue asesinada. Fue visto por una mujer mayor que esperaba el autobús justo en la entrada del cementerio de Church Street. La mujer lo recordaba porque, según dijo (y repito sus palabras) parecía como si se hubiese estado revolcando sobre las hojas, tenía el pelo muy largo y era japonés, chino, vietnamita o -tal como ella lo describió- «uno de esos tipos orientales». Llevaba pantalones negros y alguna clase de caja o algo por estilo (ella pensó que se podía tratar de un maletín), y tenía el resto de la ropa liada debajo del brazo, excepto la chaqueta, que llevaba puesta del revés. Tenemos a alguien con ella para hacer un retrato robot y, si hay suerte, conseguiremos algunos resultados una vez que lo publiquemos. ¿Sargentos Havers y Nkata…?

Nkata asintió mirando a Barbara para que fuese su compañera quien hiciera los honores. Un tío decente, pensó ella, y se preguntó cómo había llegado Winston a ser tan intuitivo y, a la vez, tan completamente despojado de ego.

Presentó su informe: Yolanda, la Médium, un resumen de la historia de Abbott Langer y las lecciones de patinaje sobre hielo, la razón de esas lecciones de patinaje sobre hielo, los globos, la prueba de embarazo -«resultó ser negativa»-, Frazer Chaplin y Paolo di Fazio. Añadió la discusión oída casualmente entre Paolo di Fazio y la víctima, el presunto estudio donde Paolo hacía sus esculturas, la conducta de Frazer con las mujeres, el posible interés no maternal de Bella McHaggis por Frazer, el segundo empleo de Frazer en el hotel Dukes y sus planes para emigrar.

– Comprobad los antecedentes de todos ellos -ordenó Isabelle cuando Barbara acabó su informe.

– Nos pondremos a ello ahora mismo -respondió Barbara.

– No -dijo Ardery-. Les quiero a los dos (usted y la sargento Nkata) en Hampshire. Philip, usted y su gente encárguense de la comprobación de antecedentes.

– ¿Hampshire? -dijo Barbara-. ¿Qué tiene que ver Hampshire…?

Ardery les puso al corriente, resumiendo lo que ellos se habían perdido durante la primera parte de la reunión informativa. El inspector Lynley y ella, dijo, habían encontrado esas cosas, y «Necesito que lleven una de éstas a Hampshire». Le entregó una tarjeta postal. Barbara vio que se trataba de una versión más pequeña de la fotografía de Jemima Hastings que ilustraba el póster de la National Portrait Gallery. En el anverso podía leerse: «¿Ha visto a esta mujer?», escrito con rotulador negro, acompañado de una flecha que indicaba que había que dar la vuelta a la tarjeta. En el reverso habían apuntado un número de teléfono, aparentemente de un móvil.

El número, le informó Ardery, pertenecía a un tío de Hampshire llamado Gordon Jossie. El sargento Nkata y ella debían viajar allí para ver qué tenía que decir el señor Jossie con respecto a este asunto.

– Será mejor que se lleven una bolsa de viaje, porque supongo que esto podría llevar más de un día -dijo.

Esto suscitó los gritos y exclamaciones habituales, comentarios de «Oohh, os vais de vacaciones», y «Coged habitaciones separadas, Winnie». Ante tal panorama, Ardery dijo con tono brusco:

– Ya está bien.

En ese preciso momento Dorothea Harriman entraba en la habitación. Llevaba un papel en la mano, un mensaje telefónico. Se lo entregó a Ardery. Ella lo leyó. Luego alzó la vista y una expresión de satisfacción se dibujó en su rostro.

– Tenemos un nombre para el primer retrato robot -anunció mientras señalaba el tablero donde estaba fijado el primer retrato robot que habían hecho gracias a la descripción de los dos adolescentes que se habían tropezado con el cadáver en el cementerio.

– Uno de los voluntarios que trabaja en el cementerio cree que se trata de un chico llamado Marlon Kay. El inspector Lynley y yo nos ocuparemos de él. En cuanto al resto de vosotros…, ya tenéis vuestras tareas asignadas. ¿Alguna pregunta? ¿No? De acuerdo entonces.

Volverían a empezar por la mañana, les dijo. Hubo varias miradas de sorpresa: ¿una tarde libre? ¿En qué estaba pensando Ardery?

Sin embargo, nadie hizo preguntas, ya que había muy pocos caballos regalados en medio de una investigación. El equipo comenzó a prepararse para abandonar la habitación. Ardery se dirigió a Lynley:

– Thomas, ¿podemos hablar en mi despacho?

Lynley asintió. Ardery abandonó el centro de coordinación. Él, sin embargo, no la siguió de inmediato. Se dirigió al tablón para echar un vistazo a las fotografías reunidas allí, y Barbara aprovechó la oportunidad para acercarse a él. Lynley había vuelto a ponerse las gafas de leer y estaba observando las fotografías aéreas y comparándolas con el diagrama dibujado de la escena del crimen.

– Antes no tuve oportunidad… -dijo Barbara a sus espaldas.

Lynley se volvió del tablón con las fotografías.

– Barbara -dijo, a modo de saludo.

Ella le miró fijamente porque quería leer su expresión, el porqué, el cómo y qué significaba todo.

– Me alegro de que haya vuelto, señor. No se lo dije antes.

– Gracias.

No añadió que era bueno para él que estuviera allí, como podía haber hecho cualquier otra persona. No era bueno estar allí, pensó ella. Sólo formaba parte de seguir adelante.

– Me preguntaba… ¿cómo se manejará ella? -dijo Barbara.

En realidad lo que quería saber era qué significaba que él hubiera regresado a la Met: qué implicaba sobre él, sobre ella, sobre Isabelle Ardery y sobre quién tenía poder e influencia y quién no tenía nada de eso.

– Es obvio. Quiere el trabajo.

– Y usted, ¿está aquí para ayudar a que lo consiga?

– Sólo me pareció que era el momento oportuno. Ella vino a verme a casa.

– De acuerdo. Bien. -Barbara se acomodó el bolso en el hombro. Quería algo más de él, pero no fue capaz de formular la pregunta correspondiente-. Es un poco diferente, eso es todo -dijo al fin-. Me marcho, entonces. Como ya he dicho, es bueno que usted…

– Barbara. -Su voz era grave. También era jodidamente amable. Sabía lo que ella estaba pensando y sintiendo, y «siempre» había sido así, algo que odiaba de ese hombre-. No tiene importancia.

– ¿Qué?

– Esto. En realidad, no tiene importancia.

Mantuvieron uno de esos momentos de duelo de miradas. Él era bueno leyendo, anticipando, entendiendo…, todas esas jodidas habilidades interpersonales que hacían de una persona un buen policía, y de otra persona el elefante metafórico que irrumpe en una cacharrería.

– De acuerdo -dijo ella.

– Sí. Gracias.

Otro momento de miradas encontradas hasta que alguien dijo:

– Tommy, ¿puedes echarle un vistazo…?

Él se volvió. Philip Hale se acercaba a ellos, y ya daba igual. Barbara aprovechó la oportunidad para volatilizarse.

Más tarde, mientras conducía hacia su casa, se preguntó si él era sincero cuando dijo que no tenía importancia. Porque el hecho era que a ella no le gustaba nada que su compañero estuviese trabajando con Isabelle Ardery, aunque no quería pensar demasiado en cuál era la razón de ese disgusto.

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