DOYLE USÓ SU VELOCIDAD SOBREHUMANA PARA RECOGERME Y llevarnos hacia la tienda más cercana. Frost cerró la puerta con llave detrás de nosotros. Un hombre protestó…
– Ehhh, ésta es mi tienda.
Doyle me dejó en el suelo de la pequeña charcutería familiar. El hombre que estaba detrás del mostrador se estaba quedando calvo y escondía su panza bajo un delantal blanco. La tienda al completo le iba como anillo al dedo, pasada de moda, repleta de piezas de carne, quesos y cortes poco saludables envasados en pequeños recipientes. No podía adivinar cómo algo así pudo sobrevivir en Los Ángeles, el paraíso de los obsesos de la salud.
Luego vi la corta cola de clientes casi completamente formada por duendes. Había un anciano que parecía completamente humano, pero la mujer baja que iba detrás de él era pequeña y rechoncha con el pelo rizado y pelirrojo y ojos como los de un halcón, literalmente como los de un halcón. Eran amarillos, y sus pupilas se movían arriba y abajo, intentando obtener un mejor vistazo de mí. Un chiquillo de aproximadamente cuatro años se agarraba a sus faldas, mirándome con sus ojos azules, su pelo de un rubio tan claro que parecía blanco, cortado a la última moda, cortito y bien peinado. La última persona en la cola llevaba un peinado Mohawk [9] multicolor acabado en un largo mechón que le caía por la espalda. Llevaba puesta una camiseta blanca con el logotipo de un conjunto musical y sus pantalones y chaleco eran de cuero negro. Llevaba piercings y parecía estar fuera de lugar en la cola, claro que nosotros también.
Se nos quedó mirando fijamente, igual que yo a él. Mirar fijamente no se consideraba grosero entre nosotros.
La mayoría de los duendes no se preocupaban por tener el colesterol o el azúcar alto, o cualquier otra de las muchas enfermedades que podrían matar a un ser humano por comer alimentos ricos en sal o conservantes. Los inmortales realmente no padecen enfermedades cardíacas. Me dio el antojo repentino de comer rosbif.
La puerta sonó detrás de nosotros. Uno de los reporteros golpeaba furiosamente la puerta, gritándonos para que abriéramos, diciendo que la tienda era un lugar público y que no teníamos ningún derecho a hacer esto.
Colocaron las cámaras delante del cristal de forma que la luz del día desapareció en medio del resplandor de los flashes. Me giré, protegiéndome los ojos. Por lo visto, me había dejado las gafas de sol en la zona de descanso del Fael.
El esbelto duende varón peinado a lo Mohawk, y que parecía todavía estar en la adolescencia, avanzó, haciéndome una desmañada reverencia.
– Princesa Meredith, ¿puedo conseguirte un asiento? -Examiné su delgado rostro de piel ligeramente verdosa. Había algo en su cara que simplemente no era humano. No podía explicarlo del todo, pero su estructura ósea no se ajustaba del todo a la humana. Se parecía más a un pixie del tamaño de un humano de baja estatura, con algo más de mezcla genética. Sus orejas puntiagudas se adornaban con casi tantos pendientes como las de Doyle. Pero los que colgaban de sus lóbulos llevaban plumas multicolores que rozaban los hombros de su chaleco de cuero.
– Sería maravilloso -le dije.
Él tomó una de las pocas sillas de pequeño tamaño y la sostuvo para que pudiera sentarme. Me dejé caer agradecida. De repente estaba cansada. ¿Era por estar embarazada? O… ¿Por el día que llevábamos?
Doyle fue hacia el tendero.
– ¿A dónde va a dar la puerta de atrás?
– No se puede salir por la puerta trasera, sólo se puede salir por donde llegasteis -dijo una mujer mientras aparecía desde la parte de atrás de la tienda. -Me temo que no podréis salir por allí, Princesa y Príncipes. Tuve que atrancar la puerta para mantener a la jauría de la prensa alejados.
A primera vista se parecía a su marido, humana, muchas arrugas suaves y agradable redondez. Luego comprendí que ella había pasado por la misma clase de cirugía que se había hecho Robert, el del Fael. Aunque sólo se había hecho lo justo para pasar por humana, no había intentado ser una gran belleza. Ser bonita era suficiente para ella, y cuando llegó hasta el mostrador y me miró con aquellos ojos castaños, me recordó tanto a mi abuela que se me hizo un nudo en la garganta. No iba a llorar, maldita sea.
Se arrodilló delante de mí y puso sus manos sobre las mías. Sus manos estaban frescas al tacto como si hubiera estado trabajando con algo frío en la trastienda.
Su marido dijo…
– Levántate, Matilda. Están haciendo fotos.
– Déjales -dijo ella por encima del hombro, volviéndose luego hacia mí. Alzó la mirada mirándome con aquellos ojos tan parecidos a los de Gran.
– Soy la prima de la cocinera Maggie Mae de la Corte Oscura.
Me costó un momento entender lo que esto significaba para mí. Una vez que supe que no tenía parientes sidhe exiliados fuera del mundo de las hadas, no se me ocurrió pensar que podría tener otros parientes aquí, aunque no fueran sidhe. Sonreí.
– Entonces eres la prima de mi Gran.
Ella asintió.
– Aye -y en esa sola palabra se podía oír un acento tan marcado y espeso como para salir rodando. -Si es una brownie procedente de Escocia que llegó al nuevo mundo, entonces somos primas. Robert también llegó del viejo mundo, pero bueno, él es galés, no está emparentado conmigo.
– Con nosotras… -dije.
Ella me sonrió lanzando sus dientes unos destellos demasiado blancos para que no fueran debidos al trabajo de un dentista, pero es que estábamos en Los Ángeles.
– ¿Entonces me reconoces como pariente?
Asentí.
– Desde luego -le contesté. Algo de la tensión que yo no había percibido hasta ahora desapareció del ambiente, como si hasta aquel momento hubieran estado nerviosos, o incluso hubieran tenido miedo. Pareció liberarlos a todos porque se acercaron.
– A la mayoría de los nacido nobles les gusta presumir de que en sus venas no corre más que pura sangre sidhe -dijo ella.
– Él no presume -dijo el pixie punk, señalando con la cabeza hacia Doyle. -Bonitos pendientes. ¿Tienes perforado algo más?
– Sí -confirmó Doyle.
El chico sonrió, haciendo estremecer con el gesto los anillos que llevaba en la nariz y en el labio superior.
– Yo también -dijo.
Matilda acarició mis manos.
– Pareces pálida. ¿Estás muerta de hambre o te da náuseas la comida?
Fruncí el ceño ante su pregunta.
– No te entiendo.
– Algunas mujeres tienen hambre todo el tiempo y otras no quieren ni mirar la comida cuando están embarazadas.
El ceño fruncido desapareció y le dije…
– Me apetecería mucho un rosbif. Proteínas.
Ella me dirigió otra vez aquella brillante sonrisa.
– Nosotros tenemos de eso. -Llamó a un hombre por encima del hombro. -Harvey, trae algo de rosbif para la princesa.
Él comenzó a protestar sobre los fotógrafos y demás, pero ella se giró y le miró de tal manera que a él no le quedó más remedio que ir a hacer lo que ella le estaba diciendo. Pero por lo visto no lo hacía lo suficientemente rápido, porque Matilda acarició mi mano otra vez y se levantó para supervisar o ayudar.
Todos fingimos que no había una multitud creciente presionando contra las ventanas y la puerta. Me coloqué dando la espalda al cristal para protegerme de los destellos de los flashes y deseé tener mis gafas de sol.
El duende de aspecto joven, y que probablemente me llevaba más de un siglo, se acercó cautelosamente a Doyle y Frost.
– ¿Escondes tus orejas puntiagudas?
A Frost le costó un momento darse cuenta de que se dirigían a él.
– No -contestó.
El muchacho le miró fijamente.
– ¿Así que eres lo que pareces, un sidhe puro?
– No -dijo Frost.
– Sé que no eres lo que aparentas -dijo el chico.
– No soy más sidhe puro que Doyle.
Me di la vuelta en la silla y dije…
– O yo.
El muchacho nos miró a cada uno de nosotros. Sonrió, complacido.
El sonido de un carraspeo me hizo girarme para mirar a la mujer con el niño que parecía humano. La mujer se dejó caer al suelo en una profunda reverencia, parpadeando con sus ojos de halcón hacia mí. El niño que estaba con ella intentó hacer lo mismo, pero ella le cogió del brazo.
– No, no, Felix, ella es una princesa duende, no una princesa humana. No tienes que inclinante ante ella.
El pequeño frunció el ceño, intentando comprender.
– Soy su niñera -aclaró ella, como si necesitara explicarse. -Las niñeras duende se han hecho muy populares por aquí.
– No lo sabía -le dije.
Ella sonrió alegremente.
– Nunca abandonaría a Felix. He estado con él desde que tenía tres meses, pero puedo recomendarte a otros cuidadores duende que están buscando trabajo o pensando en dejar el que tienen.
Todavía no había pensado en eso, pero…
– ¿Tienes alguna tarjeta de visita? -pregunté.
Ella sonrió y sacó una de su bolso. La puso sobre la mesa y escribió algo en el dorso.
– Éste es el teléfono de mi casa, así no tienes que pasar por la agencia. Ellos no entenderían que necesitarás algo diferente a la mayoría de los clientes.
Tomé la tarjeta y la puse en el pequeño monedero que era todo que traía conmigo. Íbamos de camino a la playa; Había cogido mi tarjeta de identidad y casi nada más.
Matilda me trajo un pequeño plato de rosbif presentado con bastante gracia.
– Habría puesto algo más de guarnición, pero cuando una está en estado de buena esperanza, nunca se sabe qué añadir.
Le sonreí.
– Es perfecto. Grac… perdón. Parezco novata.
– Oh, no te preocupes. He estado entre humanos durante siglos. Se necesitaría algo más que un “gracias” para hacer enfadar a esta brownie, eh, ¿Harvey? -dijo riéndose de su propia broma. Harvey, que estaba detrás del mostrador, pareció un tanto avergonzado pero contento.
El rosbif estaba tierno, justo vuelta y vuelta, exactamente como a mí me gustaba. Incluso la poca sal que llevaba lo hacía perfecto. Había notado esto en mis antojos, me había dado por vencida con la comida demasiado sazonada. Me pregunté si sería lo normal en estos casos.
Matilda acercó una silla, y la niñera, cuyo nombre era Agnes, hizo lo mismo. No parecía que nadie pudiera marcharse pronto. Estábamos sitiados por la prensa. De hecho, los reporteros y los paparazzi estaban siendo aplastados contra las ventanas y la puerta. Parecía que estaban empezando a intentar retroceder pero había demasiado peso detrás de ellos.
Doyle y Frost se quedaron de pie, vigilando a la gente de fuera. El duende que parecía un adolescente se quedó junto a ellos. Era obvio que estaba disfrutando de ser uno de los chicos y mostraba el tatuaje que llevaba en el hombro a Doyle y a Frost.
Matilda había pedido a Harvey que hiciera café. Me di cuenta, de repente, que ésta era la primera vez en semanas que me había sentado con otras mujeres y sin tener que ser la princesa, un detective, o la responsable de cada uno con los que trataba. Habíamos traído a mujeres sidhe con nosotros desde el mundo de las hadas, pero ellas habían formado parte de la guardia del príncipe. Habían pasado siglos sirviendo a mi padre, el Príncipe Essus, y él fue cordial con ellas, aunque no en exceso; fue tan cuidadoso en no exceder los límites, como descuidada fue su hermana, la reina. Donde ella había tratado a sus guardias como si fueran su harén o simples juguetes a los que atormentar, él había tratado a las suyas con respeto. Había tenido amantes entre ellas, pero el sexo no era despreciado entre los duendes. Era sólo normal.
Las guardias femeninas darían sus vidas por mantenerme a salvo, aunque se supone que deberían proteger a un príncipe. Pero no había más príncipes en la Corte Oscura o fuera del mundo duende. Yo había matado al último antes de que me matara a mí. Las guardias no se afligieron por su príncipe perdido. Él había sido un sádico sexual como su madre. Algo que por el momento habíamos logrado esconder a los medios, era la cantidad de guardias, tanto hombres como mujeres, que estaban traumatizados por las torturas que habían tenido que soportar.
Algunas de ellas hubieran querido que Doyle, o Frost, o uno cualquiera de los otros padres, fuera nombrado príncipe, y así ellas serían su guardia. Tradicionalmente, el hecho de dejarme embarazada habría convertido al futuro padre en príncipe y próximo rey, o por lo menos, consorte real. Pero con tantos padres, no existía ningún precedente para nombrarlos a todos príncipes.
Me senté con las mujeres, oyéndolas conversar sobre cosas del día a día, y comprendí que sentarme en la cocina de mi Gran o en la cocina con Maggie Mae había sido lo más cercano a lo cotidiano que alguna vez había podido disfrutar.
Con ésta eran tres, las veces que hoy notaba un nudo en mi garganta y las lágrimas aflorar a mis ojos. Así era cada vez que pensaba en Gran. Tan sólo había pasado un mes desde su muerte. Supongo que tenía derecho.
Matilda preguntó…
– ¿Estás bien, Princesa?
– Merry -dije. -Llámame Merry.
Con eso me gané otra alegre sonrisa. Luego se oyó un ruido detrás de nosotros.
Nos giramos para ver cómo el cristal comenzaba a resquebrajarse bajo el peso de los reporteros que estaban amontonados unos contra otros.
Doyle y Frost corrieron junto a mí. Me alzaron, llevándome hacia el mostrador y la trastienda. Agnes recogió al niño y corrió en busca de refugio. Oímos más gritos, y el cristal cedió quebrándose con un agudo y estridente chasquido.