CAPÍTULO 22

REALMENTE HABÍA DOS SALAS DE ESTAR EN LA CASA DE LA playa. Una era más pequeña e íntima, si puedes definir así un espacio lo bastante grande como para contener el comedor, la cocina, la entrada, el vestíbulo, y una pequeña sala de estar donde sentarse a uno de los lados. Todo eso era la Gran Estancia, pero la parte que era una sala de estar era más pequeña que el resto, así que se quedó con el nombre de la pequeña sala de estar. La grande era un cuarto por sí mismo, con un conjunto de ventanas que iban desde el alto techo hasta el suelo alfombrado. Era una de las pocas estancias alfombradas de la casa, así que ir dejando charcos de agua ahí dentro sería un problema, razón por la cual estaba aislada de la mayor parte de los otros cuartos, y no tenía una puerta de acceso directo al exterior hacia la playa. El largo sofá, compuesto por amplios módulos formaba casi un cuadrado y llenaba el cuarto. Había sólo una entrada estrecha a un costado y mesas de café intercaladas a intervalos con el mobiliario para que pudieras dejar tus bebidas, si la pequeña mesa de madera dorada que estaba a un lado, junto a un bar de sobras abastecido, no estaba lo bastante cerca como para dejar las bebidas allí.

Los sofás eran blancos, descansando sobre una vasta extensión de alfombra color canela. La combinación de colores era muy parecida a la que había en la casa principal de Maeve Reed. Había colores fríos, blancos, cremas, canela, dorados, y azules en otras partes de la casa, pero aquí no había nada que distrajera la vista de la asombrosa extensión del océano, y si no le tenías miedo a las alturas, podías acercarte a los ventanales y mirar hacia abajo para divisar las afiladas rocas que estaban esparcidas a la orilla del mar.

Era a la vez un cuarto hermoso y frío. Daba la impresión de ser un lugar creado para recibir a un socio comercial, no a los amigos. Nosotros íbamos a intentar añadir algo de calor a la decoración.

El cielo todavía se veía negro tras el cristal. El mar se extendía, y parecía aceite brillando negro como la tinta, reflejándose en la luna llena.

La luz de la luna y la oscuridad hacían que la alfombra de color café claro pareciera ser blanca y gris. Los sofás resplandecían casi fantasmales a la luz de la luna. Ésta brillaba lo suficiente para que las sombras alrededor del cuarto parecieran más densas en comparación. Se necesitaba una luna brillante para que las sombras se vieran así. Los tres nos adentramos en esas sombras brillantes y nuestra piel reflejó la luz como si estuviéramos hechos de agua espumosa brillando bajo el resplandor de la luna.

La casa estaba tan silenciosa que podía oír el movimiento y el arrullo del mar contra las rocas de abajo. Nos movíamos en un silencio hecho de luz de luna, sombras, y el suspiro del mar.

Me moví hacia el sofá que estaba más cerca de la pared de cristal, porque llamarlo ventana no le hacía justicia. Era una pared de cristal contra la que el océano se extendía hasta encontrarse con el oscuro horizonte, moviéndose en círculos que resplandecían y brillaban tenuemente bajo el toque de la luna.

Algo en el juego de luces me hizo querer verlo mejor, así que pasé por delante del sofá y me acerqué al cristal, desde donde podía apreciar esa vista vertiginosa del mar y las rocas, y el agua espumosa que se veía blanca y plateada bajo esa luz oscura.

Brii comenzó a quitarse los arcos, las flechas, y las espadas que llevaba dejándolas cuidadosamente sobre la larga mesa situada a un lado del cuarto.

Ivi se me acercó con el arma enfundada y la espada en su cinturón. Llegó hasta mí con el chaleco de la armadura todavía puesto. La mayoría de los hombres estarían indecisos tras tanto tiempo sin una mujer, pero Ivi me sujetó por la parte superior del brazo en un agarre casi hiriente, alzándome para poder besarme. No hizo el menor gesto para inclinarse; sólo me alzó para que pudiera llegar hasta él, y era lo bastante fuerte como para levantarme y simplemente sujetarme donde me quería.

La toalla enrollada en mi pelo cayó al suelo, dejando caer mi cabello mojado y frío contra nuestros rostros. Él me rodeó la cintura con un brazo para sujetarme. La otra mano se metió en mi pelo mojado y tiró con fuerza, haciéndome gritar, en parte de dolor y en parte de algo diferente.

Su voz sonó ruda y feroz, volviéndose su tono más grave como les sucedía a algunos hombres.

– Los demás dicen que te gusta el dolor.

Mi voz salió sin aliento, contenida por la fuerza con que me tenía sujeta.

– Algo de dolor, no demasiado.

– Pero te gusta esto -dijo.

– Sí, me gusta mucho.

– Perfecto, porque a mí también -dijo, al tiempo que soltaba mi pelo y me apretaba con más fuerza contra su cuerpo, mientras su otra mano soltaba el velcro de su chaleco. Luego me tiró sobre la alfombra, sacándose bruscamente el chaleco por encima de la cabeza, todo casi en el mismo movimiento.

Yací allí, sin aliento por su brusquedad, ya que él le había dado el punto justo para que me sintiera pasiva. Jugar a ser la víctima que consiente era un juego del que disfrutaba si estaba bien realizado. Mal hecho e Ivi se encontraría con una pelea entre manos. La toalla que me cubría se había abierto y me quedé simplemente recostada, desnuda e inerme a la luz de luna y a él.

Él sujetó mis piernas arrodillándose entre ellas, atrapando mi cuerpo contra el suelo, mientras se quitaba las armas, la espada, el cinturón y la camiseta. Formaron un montón a su alrededor como pétalos desgarrados de una flor impaciente.

Se alzó sobre mí, ejerciendo más presión sobre mis piernas, a fin de que resultara casi doloroso, pero no demasiado. Le había visto desnudo, porque la mayor parte de nosotros no teníamos problemas con la desnudez, pero vislumbrar a un hombre sin sus ropas no es lo mismo que observar la línea de ese mismo cuerpo arrodillado sobre ti, y sabiendo esta vez que todo lo que ese cuerpo promete está a punto de ser tuyo.

Su cintura era esbelta. Incluso los músculos bajo toda esa piel reluciente eran largos y sin grasa, como dejando claro que sin importar lo que él hiciera, no iba a engordar. Estaba construido como un corredor de fondo; gracia y velocidad se mezclaban con toda esa fuerza. Su pelo se desplegó a su alrededor, y me di cuenta de que se movía por sí mismo, sin que hubiera viento, era su propia magia la que lo hacía extenderse como un halo que cubría todo su cuerpo de un manto blanco, gris, y plateado, y las vides que adornaban ese cabello resplandecían como si un cable eléctrico recorriera cada una de sus líneas, de sus hojas, haciendo que relucieran en diferentes tonos de verde. La espiral de sus ojos había empezado a girar, pudiendo llegar a marearme si le miraba con fijeza durante mucho tiempo seguido.

Lo que sea que vio en mi cara le hizo quitarse los pantalones y empujarlos hacia abajo por sus delgadas caderas y así revelar esa última parte de sí mismo, ya duro, deseoso y grueso, como si su cuerpo hubiera decidido que el resto de él ya era lo suficientemente delgado y la diferencia la iba a compensar allí. Él presionó contra el mío su propio cuerpo, grueso y largo, todo lo que una podría desear en ese momento.

Se inclinó sobre mí, sus rodillas todavía presionando mis piernas, y así poder moverse para usar su gruesa y temblorosa avidez. Se recostó sobre mí, y su pelo no cayó sobre nosotros, se movió a un lado de forma que quedáramos protegidos de su resplandor y movimiento. Su pelo sonaba a nuestro alrededor, haciendo el mismo sonido que hacían las hojas moviéndose al viento.

Apretó mis muñecas contra el suelo y yo quedé completamente inmovilizada, pero él no me podía alcanzar. Así que estaba atrapada, pero no con un propósito que yo pudiera ver.

Recostó su cara sobre la mía, y susurró…

– No frunzas el ceño, Meredith. Ésa no es la mirada que quiero ver en tu cara ahora mismo.

Yo jadeaba al hablar, pero logré preguntar…

– ¿Y qué mirada quieres ver en mi cara?

Él me besó. Me besó como si me estuviera comiendo la boca, utilizando los dientes, mordiéndome, y entonces, cuando yo ya estaba a punto de gritar, cambió a un beso largo y profundo, tan tierno y cuidadoso como ninguno que hubiera sentido alguna vez.

Alzó la cara justo lo suficiente para que pudiera ver sus ojos. Ya no eran espirales, sino que eran simplemente de un verde encendido como si la luz le cegara, reflejándose en sus ojos.

– Esa mirada… -dijo-. Dijiste en la ducha que habías tenido toda la estimulación previa que necesitabas, así que no me molestaré esta noche. Sin embargo, quiero que sepas que no soy como tu Mistral. Hay noches en que la gentileza también se agradece.

– Pero no esta noche -susurré.

Él sonrió.

– No, no esta noche, porque te he visto tomar mil decisiones todos los días, Princesa. Siempre a la cabeza de algo, siempre ante una elección que realizar, siempre ante algo que afecta a demasiadas personas. Percibo tu necesidad de tener un sitio donde las decisiones sean tomadas por otros, donde la elección no te corresponda, algún lugar donde puedas dejarte ir y dejar de ser la princesa.

– ¿Y ser qué? -Susurré.

– Simplemente esto -dijo, y sujetando mis muñecas con una mano, usó la otra para bajarse los pantalones hasta la mitad de sus muslos. En ese momento movió sus rodillas para abrir aún más mis muslos, a fin de poder comenzar a empujar contra mi sexo.

Era casi demasiado largo para el ángulo que estaba usando, así que tuvo que usar su mano libre para colocarse hasta poder deslizar la punta de su pene dentro. Era lo bastante ancho como para que aún teniendo en cuenta mi anterior sesión de sexo, tuviera que empujarse contra mí, abriéndose camino con la fuerza de sus caderas.

Alcé la cabeza para poder observar cómo su cuerpo penetraba casi a la fuerza en el mío. Hay siempre algo en la primera vez que un hombre entra en mí que hace que le quiera mirar, y sólo verle tan grueso, tan grande… me hizo gritar sin palabras.

Él sostenía casi todo su peso sobre mis muñecas, allí donde las mantenía sujetas. Dolía, pero de una forma casi agradable, esa forma en la que te permites saber que el momento de la decisión ya ha pasado. Podría haber dicho que no, podría haber protestado, pero si él no quisiera soltarme, no podría obligarle, y había algo en ese momento de rendición que era exactamente lo que necesitaba.

Grité dos veces más antes de que él se abriera camino tan lejos como podía. Llegó hasta lo más hondo de mi cuerpo sin conseguir penetrarme hasta la empuñadura. En ese momento comenzó a salir, y entonces volvió a empujar, y finalmente yo estaba lo suficientemente mojada, y él estaba lo bastante listo. Comenzó a entrar y a salir con caricias largas y lentas. Había esperado que el sexo fuera rudo para armonizar con la forma en que había empezado, pero una vez que estuvo dentro de mí, fue como el segundo beso que me había dado, profundamente tierno y asombroso.

Él se regodeó en esa lentitud, acariciándome hasta que me llevó al límite, haciéndome gritar su nombre. Mis manos forcejearon debajo de las suyas, y si hubiera podido alcanzarle le hubiera rasguñado el cuerpo con las uñas, pero me sujetó con facilidad, manteniéndose a salvo mientras me montaba y conseguía que gritara su nombre.

La luz recorría mi cuerpo, mi piel brillaba para corresponder a su resplandor. Mi pelo resplandecía con luces del color de los rubíes reflejadas sobre la blanca oscuridad de su pelo, y mis ojos despedían luces doradas que se sumaban a los diferentes destellos verdes que reflejaban los suyos, yaciendo los dos en un túnel de luz y magia formado por la cascada de su propio pelo.

Sólo después de haberme convertido en una masa temblorosa de terminaciones nerviosas y ojos resplandecientes que no podían enfocarse en nada, él empezó de nuevo. Esta vez no hubo suavidad alguna. Esta vez me montó como si me poseyera, y quisiera constatar que tocaba todas las partes de mi cuerpo. Golpeó contra mi cuerpo, volviéndome a llevar al borde del orgasmo casi con la primera caricia, y me encontré gritando repetidas veces, como si cada empujón de su cuerpo me hiciera acabar. No podía decir dónde se detenía un orgasmo y comenzaba el siguiente. Fue una larga espiral de placer, en la que me quedé ronca de tanto gritar y sólo era débilmente conciente de lo que me rodeaba. El mundo se había reducido al golpear de su cuerpo y a mi placer.

Al fin, dio un último empujón, y fue en ese momento que supe que había sido cuidadoso, porque con ese último envite me hizo gritar de verdad, pero el dolor estaba mezclado con tanto placer que dejó de ser dolor y terminó pasando a formar parte del borde caliente y encendido del éxtasis.

Fue sólo cuando comenzó a salir de dentro de mí que me di cuenta de que aunque él ya no sujetaba mis muñecas, algo sí lo hacía. No podía enfocar lo suficiente para poder mirar, pero cuando tiré de mis muñecas había sogas sujetándolas, aunque diferentes de cualquier cuerda que alguna vez hubiera tocado mi piel.

Él se apartó de encima de mí y me di cuenta de que tampoco podía mover las piernas. Más cuerdas estaban atadas alrededor de mis muslos y pantorrillas.

Eso me hizo luchar por intentar ver, por enfocar, por estar alerta. Odiaba tener que salir de ese estado de placer, pero quería ver qué había utilizado para atarme, y cómo lo había conseguido sin mover las manos.

Había vides alrededor de mis muñecas, vides que guiaban más vides que habían escalado parte de la pared de cristal, de forma que las oscuras líneas de sus siluetas se recortaban contra la suave oscuridad. No estaba tan oscuro como había estado cuando empezamos, pero tampoco había llegado el amanecer. La oscuridad se desvanecía pero todavía no había una luz verdadera. El falso amanecer presionaba contra las ventanas, semioculto por las líneas oscuras de las vides de hiedra.

Ivi se puso de pie, usando la parte trasera del sofá para estabilizarse, y aún así casi se cayó.

– Ha pasado tanto tiempo desde que fui capaz de darle placer a una mujer así. Tanto tiempo desde que fui capaz de llamar a las vides. Estás apresada por la hiedra, Princesa.

Traté de decir que no sabía lo que quería decir, pero Briac estaba preparado junto al cristal cubierto de vid. Estaba desnudo y podía ver su piel blanca como la ceniza, no piel luz de luna como la mía, sino de un blanco grisáceo del que nadie más en ninguna corte podía jactarse. Sus hombros eran más anchos que los de Ivi, y había más carne y más músculo en su cuerpo. Brii era hermoso, elegante con su larga trenza amarilla de pelo que caía sobre uno de sus hombros y luego descendía por la parte delantera de su cuerpo, casi escondiendo la longitud impaciente de su sexo. Aunque tendría que haberse soltado el pelo del todo para cubrir totalmente su gracia. Yo yacía allí, atada de pies y manos, incapaz de levantarme, o moverme, y él se erguía por encima de mí, desnudo y listo.

– Ésta no es la manera en que habría llegado a ti por primera vez, Princesa Meredith -me dijo, pareciendo casi avergonzado, lo cual no era una emoción que nos permitiéramos mucho durante el sexo.

– No le hace demasiada gracia el bondage, a nuestro Briac -dijo Ivi, y se oía en su voz esa nota de humor que se había convertido en su marca, aunque también faltaba ese rastro de pesar que había soportado por tanto tiempo, como si no hubiera espacio para nada más aparte del brillo prolongado de la felicidad.

Tiré de las vides, y éstas se movieron contra mi piel, presionando con más fuerza, vivas, retorciéndose, apretándose cada vez más a medida que con más fuerza yo tiraba de ellas.

– Sí -dijo Ivi-, están vivas. Son una parte de mí, pero tienen consciencia, Meredith. Lucha y ellas se cierran herméticamente. Lucha con demasiada fuerza y se cerrarán con mucha más fuerza de la que quisieras.

Brii cayó de rodillas, luego se puso a cuatro patas. Comenzó a gatear hacia mí, y las vides del suelo se retorcieron alejándose de él, como pequeños animales escapándose de su contacto. No podía ayudar aparte de moverme un poco contra las ataduras mientras él gateaba en mi dirección. Las vides se apretaron, como manos recordándome que me detuviera, y luché por permanecer inmóvil cuando Brii estuvo sobre mí, todavía a cuatro patas, por lo que pude ver la línea de su cuerpo. Ver que estaba duro y preparado, y que iba a necesitar el trabajo que Ivi había hecho entre mis piernas para poder tomarlo por entero.

Brii apoyó esos labios rojos y llenos, los labios más bellos en cualquier corte, cerca de mi boca y susurró…

– Di que sí.

Dije…

– Sí.

Él sonrió, entonces me besó, y respondí a su beso, y en ese momento comenzó a empujar dentro de mí.

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