CAPÍTULO 4

ESTE FEAR DEARG ERA MÁS PEQUEÑO QUE YO, AUNQUE SÓLO unos centímetros. Apenas llegaba al metro cincuenta. Antiguamente debía ser el equivalente a la talla media de un humano. Su cara estaba arrugada y llevaba unas patillas encrespadas y anchas que cubrían sus mejillas como una barba grisácea. Su nariz era delgada, larga, y afilada. Sus ojos eran grandes para su cara y se inclinaban hacia arriba en las esquinas. Eran negros, y parecían no tener iris hasta que te dabas cuenta de que, al igual que Doyle, sus irises eran tan negros como sus pupilas, con lo que tenías problemas para distinguirlos.

Caminó delante de nosotros por la acera, junto a felices parejas caminando de la mano y sus familias todas sonrientes, todas riéndose. Los niños clavaban abiertamente los ojos en el Fear Dearg. Los adultos le miraban de reojo, pero fue a nosotros a quiénes se quedaron mirando fijamente. Me di cuenta de que nos veíamos tal como éramos. No se me había ocurrido usar el encanto para hacernos parecer humanos, o al menos, menos evidentes. Había sido demasiado imprudente con lo que decía.

Los padres tardaron en reaccionar, luego sonrieron, e intentaron establecer contacto visual. Si yo les devolvía la mirada, igual querrían entablar conversación, y nosotros de verdad que necesitábamos advertir a los semiduendes. Normalmente intentaba ser amistosa, pero no hoy.

El encanto era la habilidad para nublar la mente de otros a fin de que vieran lo que tú deseabas que vieran, no lo que estuviera realmente allí. Hasta hacía pocos meses, ésa siempre había sido mi magia más fuerte. Era todavía la magia con la que estaba más familiarizada, y ahora fluía fácilmente a través de mi piel.

Hablé en voz baja para Doyle y Frost…

– Sólo conseguimos miradas atónitas, y la prensa no está aquí para quejarse.

– Puedo esconderme.

– No, con esta luz no puedes -le dije. Doyle tenía la extraña habilidad de esconderse como una especie de ninja de película. Yo sabía que él era la Oscuridad, y tú nunca ves a la oscuridad antes de que te alcance, pero no había caído en la cuenta de que había algo más que simplemente siglos de práctica. Realmente podía envolver las sombras a su alrededor y esconderse. Pero no nos podía esconder a nosotros, y necesitaba algo más que la brillante luz del sol que le rodeaba para esconderse.

Imaginé mi pelo simplemente rojo, de un humano castaño rojizo, y no del granate hilado de mi color verdadero. Hice que mi piel palideciera hasta armonizar con el pelo, lejos del blanco nacarado de mi propia piel. Difundí el encanto para que fluyera sobre la piel de Frost mientras caminábamos. Su piel era del mismo blanco de luz de luna que la mía, así que era más fácil cambiar su color al mismo tiempo. Oscurecí su pelo hasta volverlo de un gris intenso y continué oscureciéndolo mientras nos movíamos hasta que fue una sombra oscura, negra con vetas grises. Armonizaba con su piel blanca y daba la sensación de haberse convertido en gótico. No estaba vestido correctamente para eso, pero por alguna razón encontré más fácil poner ese color en él. Podía haber escogido casi cualquier color si hubiera tenido tiempo suficiente, pero estábamos llamando la atención, y no quería hacerlo. En el momento que demasiada gente “nos veía” tal como éramos, el encanto podría desmoronarse. Así que, dicho y hecho, fui haciendo gradualmente el cambio mientras caminábamos, y proyecté un pensamiento hacia la gente que nos había reconocido, con el fin de que les costara reaccionar y pensaran que se habían equivocado.

El truco estaba en cambiar el pelo y la piel de forma gradual, suavemente, sin dejar que la gente se diera cuenta de que lo estabas haciendo, así que en realidad eran dos tipos de encanto en uno. El primero, solamente una ilusión de nuestra apariencia cambiando, y el segundo, un momento Obi Wan donde la gente justamente no veía lo que pensaban que vieron.

Por alguna razón, cambiar la apariencia de Doyle era siempre más difícil. No estaba segura del por qué, pero siempre se requería un poco más de concentración para convertir su piel negra en un profundo, rico tono marrón, y el… oh… tan oscuro pelo en un castaño que concordara con la piel. Con tan poco tiempo, lo mejor que pude conseguir debió hacer que pareciera vagamente indio, un indio americano. Dejé que las graciosas curvas de sus orejas conservaran sus pendientes; sin embargo, y ahora que yo ya le había dado a su piel un matiz más humano, las orejas puntiagudas le señalaban como un aspirante a hada, no, un aspirante a sidhe. Todos ellos parecían pensar que los sidhe tenían orejas acabadas en punta como si justo acabaran de salir de un cuento de ficción, cuando de hecho eso marcaba a Doyle como de sangre no pura, con mezcla de duende menor. Él casi nunca escondía sus orejas, un gesto desafiante, un dedo en el ojo de la corte. Los aspirantes también eran aficionados a llamar a los sidhe, elfos. Yo culpaba de eso a Tolkien y sus elfos.

Nos habíamos atenuado algo, pero todavía llamábamos la atención, y los hombres todavía se veían exóticos, pero habría tenido que pararme y concentrarme más intensamente para cambiarlos más profundamente.

El Fear Dearg también tenía el suficiente encanto para haber cambiado su apariencia. Aunque a él, simplemente no le importaba si se le quedaban mirando. Lo que quería decir que una llamada a un número determinado podía conseguir que la prensa cayera sobre él hasta que tuviéramos que llamar a otros guardaespaldas para conseguir llegar hasta nuestro coche. Eso había ocurrido dos veces desde que regresamos a Los Ángeles. No quería que volviera a ocurrir.

El Fear Dearg se rezagó para hablar con nosotros.

– Nunca he visto a un sidhe que fuera capaz de usar el encanto tan bien.

– Eso es adulación viniendo de ti -le dije-. Tu gente es conocida por su habilidad con el encanto.

– Todos los duendes menores son mejores con el encanto que las hadas mayores.

– He visto a un sidhe hacer que la basura pasara por un banquete y hacer que las personas se lo coman -le contesté.

Doyle añadió…

– Y un Fear Dearg necesita una hoja para crear dinero, una galleta para hacer un pastel, un leño para conseguir una bolsa de oro. Tú necesitas algo que se pueda unir al encanto para que funcione.

– Igual que yo -dije, pensando en eso…-Igual que el sidhe que vi que era capaz de hacerlo.

– Oh, pero hubo un tiempo en que los sidhe podían conjurar castillos por arte de magia, y comida para tentar a cualquier mortal que fuera mera apariencia -dijo el Fear Dearg.

– No he visto… -Entonces me detuve, porque a los sidhe no les gustaba admitir en voz alta que su magia se estaba desvaneciendo. Se consideraba grosero, y si la Reina del Aire y la Oscuridad te oían, el castigo podía ser una bofetada, si tenías suerte, y si no, sangrarías dolorosamente por recordarle que su reino disminuía.

El Fear Dearg dio un pequeño salto, lo que forzó a Frost a retroceder un poco de su posición a mi lado, para no pisar al semiduende. Doyle le gruñó, un gruñido bajo y profundamente retumbante que correspondía al enorme perro negro en el que podía convertirse. Frost avanzó, obligando al Fear Dearg a dar un paso delante para no ser pisoteado.

– Los sidhe siempre han sido mezquinos -dijo él, como si no le molestara en absoluto-, pero tú decías, mi reina, que nunca habías visto un encanto así en los sidhe. No, en tu vida, ¿eh?

La puerta del Fael estaba ahora frente a nosotros. Era toda de cristal y madera, muy pintoresca y anticuada, como si fuera una tienda con décadas a sus espaldas.

– Necesito hablar con uno de los semiduendes -le dije.

– Sobre los asesinatos, ¿eh? -preguntó él.

Por un momento nos quedamos inmóviles, y de repente me encontré detrás de los hombres y sólo podía vislumbrar el borde del abrigo rojo que cubría su cuerpo.

– Oh, eh -dijo el Fear Dearg con una risita-. Pensáis que fui yo. Pensáis que rajé sus gargantas.

– Lo hacemos ahora -dijo Doyle.

El Fear Dearg se rió, y fue la clase de risa que te daría miedo si la oías en la oscuridad. Era la clase de risa que disfrutaba del dolor.

– Podéis hablar con la semiduende que consiguió escapar hasta aquí con el cuento. Estaba repleta de toda clase de detalles. Histérica estaba, balbuceando acerca de los muertos, vestidos como se describía en los cuentos para niños, con flores aferradas en sus manos. -Dejó escapar un sonido asqueado-. Toda hada sabe que ninguna hada de las flores arrancaría una flor y la mataría. Las cuidan.

No había pensado en eso. Él tenía toda la razón. Era un error humano, igual que la puesta en escena de los cadáveres. Algunos duendes podían mantener viva una flor arrancada, pero no era un talento común. A la mayoría de los semiduendes no les gustaban los ramilletes de flores. Olían a muerte.

Quienquiera que fuera nuestro asesino, era humano. Necesitaba informar a Lucy. Pero tuve otra idea. Intenté empujar más allá de Doyle, pero fue como intentar mover una pequeña montaña; podías empujar, pero no conseguías demasiado. Hablé por su lado.

– ¿La semiduende vio los asesinatos?

– No -…y lo que pude ver de la pequeña cara arrugada del Fear Dearg pareció verdaderamente triste… -ella había ido a cuidar las plantas que tenía en la ladera y cuando llegó, la policía ya estaba allí.

– Aún así necesitamos hablar con ella -le dije.

Por un resquicio entre los cuerpos de Doyle y Frost, pude ver que él asintió con la cabeza.

– Está en la parte de atrás con Dobbin tomando algo para calmar sus nervios.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

– Pregúntaselo tú misma. Dijiste que querías hablar con un semiduende, no con ella específicamente. ¿Por qué querías hablar con uno, mi reina?

– Quería advertir a los demás de que podrían estar en peligro.

Él se volvió de manera que un ojo miró fijamente por el hueco que los hombres nos habían dejado. El rabillo de ese ojo negro se curvó hacia arriba, y me di cuenta de que estaba sonriendo abiertamente.

– ¿Desde cuándo le importa una mierda a los sidhes cuántas hadas de las flores se pierden en Los Ángeles? Una docena desaparece cada año debido al exceso de metal y tecnología, pero ninguna Corte del mundo de las hadas las dejará volver ni siquiera para salvar sus vidas. -La gran sonrisa se desvaneció cuando dejó de hablar, pareciendo enojado.

Peleé por no dejar traslucir mi sorpresa. Si lo que él acababa de decir era cierto, yo no lo había sabido.

– Me importa o no estaría aquí.

Él asintió con la cabeza, solemne.

– Espero que te importe, Meredith, hija de Essus, espero que verdaderamente te importe.

Frost se giró, dejando que Doyle mantuviera su completa atención sobre el Fear Dearg. Frost miraba detrás de nosotros y me di cuenta de que teníamos detrás un corrillo de gente formando fila.

– ¿Os importa? -preguntó un hombre.

– Lo siento -dije, y sonreí-. Nos poníamos al día con unos viejos amigos. -Él sonrió antes de poder contenerse, y su voz sonó algo menos irritada cuando dijo… -Bien, ¿podéis poneros al corriente dentro?

– Sí, por supuesto -le contesté. Doyle abrió la puerta, hizo al Fear Dearg pasar primero, y después entramos nosotros.

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