UNA VEZ QUE VOMITÉ ME ENCONTRÉ MEJOR. ME DISCULPÉ por devolver en el laboratorio, pero por suerte el suelo no conservaría pruebas del desastre. Carmichael me dio un caramelo mentolado y nos marchamos. Rhys nos llevó a casa, e hizo las gestiones pertinentes para recoger el otro coche a la mañana siguiente. Aparte de él, nadie más que yo sabía conducir, y ninguno de los hombres parecía desear que lo hiciera. Supongo que no podía culparlos.
Me recliné en el asiento de los pasajeros y dije…
– Pensé que podría tener náuseas por la mañana, no por la tarde.
– Es diferente de una mujer a otra -dijo Doyle desde el asiento trasero.
– ¿Conoces a alguien que sufra de náuseas por la tarde? -pregunté.
– Sí -fue todo lo que dijo.
Me giré en el asiento y él era la Oscuridad en un coche oscuro, aunque las farolas nos iluminaban mientras Rhys conducía. Frost estaba a su lado, haciendo que el contraste fuera aún mayor. Barinthus estaba en el lado opuesto y había dejado claro que no deseaba estar cerca de Frost.
– ¿Quién es ella? -le pregunté.
– Mi mujer -dijo, mirando hacia fuera por la ventanilla, no hacia mí.
– ¿Has estado casado?
– Sí.
– ¿Y tenías algún hijo?
– Sí.
– ¿Qué les pasó?
– Murieron.
No supe qué decir a esto. Me acababa de enterar de que Doyle había estado casado, había tenido un hijo, y los había perdido a ambos; no había tenido idea de todo eso minutos antes. Me giré y dejé que el silencio llenara el coche.
– ¿No te molesta? -preguntó Doyle quedamente.
– Pienso en ello, pero… ¿cuántos de vosotros habéis tenido mujer e hijos?
– Todos nosotros menos Frost, creo -contestó Rhys.
– Los tuve -dijo Frost.
– Rose -dije.
Él afirmó con la cabeza.
– Sí.
– No sabía que hubieras tenido un hijo con ella. ¿Qué pasó?
– Murió.
– Todos murieron -musitó Doyle.
Barinthus habló desde la penumbra del asiento trasero.
– Hay momentos, Meredith, en los que ser inmortal y eternamente joven no es una bendición.
Pensé en ello.
– Por lo que sabemos, estoy envejeciendo a un ritmo sólo algo más lento que un humano normal. No soy ni inmortal, ni eternamente joven.
– No eras inmortal de niña -dijo Barinthus -y tampoco tenías alguna mano de poder como los otros niños.
– ¿Todos vosotros vais a estar dentro de más de cien años, sentados en algún coche movido por energía atómica y contándoles a nuestros hijos cosas sobre mí?
Nadie dijo nada, pero Rhys separó una mano del volante y la puso sobre la mía. Realmente no había nada qué decir, o ningún consuelo. Me agarré a la mano de Rhys, y él me la sostuvo todo el camino a casa. A veces el consuelo no tiene palabras.