ACABAMOS RODEADOS POR UN SÉQUITO INESPERADO DE reporteros y policías. En esta ocasión los reporteros formaban una masa tan compacta que Wright y O’Brian no podían conseguir que avanzáramos sin llegar a las manos, y por lo visto les habían ordenado no pasarse con la prensa. Se encontraban con el mismo problema que mis guardaespaldas habían estado soportando durante semanas. ¿Cómo te las arreglas para ser políticamente correcto cuando unos desconocidos te gritan a la cara, los flashes caen como bombas, y la muchedumbre se convierte en una masa de cuerpos que no tienes permitido tocar?
Los reporteros gritaban preguntas…
– ¿Ayuda a la policía en algún caso, Princesa?
– ¿En qué investigación está ayudando a la policía?
– ¿Por qué estaba llorando?
– ¿El dueño de tienda es realmente un pariente suyo?
Wright y O’Brian intentaban empujar para crear un camino pero sin hacer demasiada fuerza, lo que es mucho más difícil de hacer de lo que parece. Doyle y Frost se situaron a mis lados, porque la muchedumbre había crecido más allá de los reporteros. Humanos y duendes había salido de las tiendas y restaurantes para ver el escándalo que se había montado. Era propio de la naturaleza humana el ser curioso pero al añadirse a la multitud de reporteros habían conseguido paralizar el intento de avance.
Entonces, de repente, los reporteros se callaron, no todos al mismo tiempo, fue algo gradual. Primero uno se quedó en silencio, luego otro, y luego comenzaron a mirar alrededor como si hubieran oído un ruido, un sonido inquietante. Entonces lo sentí también: miedo. Un miedo que, como un viento frío y húmedo, pasaba rozando mi piel. Y de repente nos encontramos bajo la brillante luz del sol de California sintiendo como un escalofrío se deslizaba por nuestra espalda.
Doyle me cogió del brazo y eso me ayudó a pensar. Me ayudó a reforzar mis escudos mágicos, y cuando lo hice, el miedo me abandonó, aunque todavía podía verlo en las caras de los periodistas.
Wright y O’Brian tenían las manos sobre sus armas, mirando alrededor aprensivamente. Extendí mis escudos externos hacia ellos, igual que antes derramé el encanto sobre Doyle y Frost. Los hombros de Wright se relajaron como si le hubieran quitado un peso de encima. O’Brian dijo…
– ¿Qué fue eso?
– Es eso -dijo Doyle.
– ¿El qué…? -preguntó ella.
Los reporteros se separaron como una cortina. Simplemente no querían estar cerca de lo que fuera que andaba entre ellos. El Fear Dearg caminó hacia nosotros sonriéndonos con una mueca que nos mostraba sus retorcidos dientes. Yo tenía razón; era una sonrisa malévola. Su placer ante el miedo de los reporteros se reflejaba en su cara y en su forma chulesca de caminar.
Llegó hasta donde estábamos y entonces dejó caer una rodilla a tierra, arrodillándose ante nosotros.
– Mi reina -dijo él.
Una cámara destelló, capturando la imagen para las noticias de mañana, o de esta noche. El Fear Dearg miró en dirección al flash y se oyó un grito, luego un hombre huyó corriendo por la acera. Sus muchas cámaras tintinearon de forma discordante mientras corría a toda velocidad, gritando como si le persiguieran los mismísimos sabuesos espectrales [10] de la cacería salvaje.
Los otros reporteros retrocedieron todos a la vez. El Fear Dearg se rió entre dientes, y sólo con oír esa risa fue suficiente para que se me pusiera la piel de gallina. Si hubiera estado sola en algún camino oscuro habría sido aterrador.
– Debes practicar esa risa -le dije. -Es absolutamente malvada.
Me sonrió abiertamente.
– A un duende le gusta saber que su trabajo es apreciado, mi reina.
Un reportero gritó con voz temblorosa…
– Él le ha llamado su reina. ¿Significa eso que usted realmente no renunció al trono?
El Fear Dearg se puso en pie y saltó hacia ellos, levantando las manos y gritando…
– ¡Booo! -Los reporteros de aquel sector huyeron. Hizo un amago de movimiento hacia el otro grupo, pero la mayoría de ellos retrocedieron con las manos alzadas, como si intentaran demostrar que no querían hacernos daño.
Una mujer preguntó con voz entrecortada…
– Meredith, ¿es usted la reina de la Corte Oscura?
– No -le contesté.
El Fear Dearg me miró.
– ¿Debería decirle de qué Corte fue la primera corona que se posó en tu cabeza?
– Aquí no -le dijo Doyle.
El Fear Dearg le fulminó con la mirada.
– No te he preguntado a ti, Oscuridad. Si fuéramos parientes, entonces sería diferente, pero a ti no te debo nada, sólo a ella.
Me percaté de que Doyle, al negarse a reconocer que su ascendencia tuviera algo que ver con la del Fear Dearg, había insultado al duende.
Entonces Doyle pareció darse cuenta también, porque dijo…
– No reniego de mi herencia mixta, Fear Dearg. Sólo quise decir que en mis venas no hay rastro de sangre Fear Dearg, lo que es cierto.
– Ahhh, pero sí has tenido nuestra sangre en tu espada, ¿verdad? Antes de que fueras la Oscuridad de la Reina, antes de que fueras Nudons [11] y sanaras en tu mágico manantial, fuiste otras cosas, tuviste otros nombres. -El Fear Dearg bajó la voz con cada palabra, hasta que los reporteros, aunque renuentes, comenzaron a acercarse intentando oír. Yo sabía que Doyle había tenido otras identidades antes de ser adorado como un Dios, y que no había aparecido de repente ya completamente adulto al lado de la Reina Andais, pero nunca había preguntado. A los más viejos de los sidhe no les gustaba hablar de tiempos pasados, tiempos en los que éramos más poderosos.
El Fear Dearg se giró y saltó hacia los reporteros con un fuerte…
– ¡Haaah!
Estos corrieron, cayéndose y pisoteándose los unos a los otros en su frenético intento de alejarse debido al pánico. Los que estaban en el suelo, se levantaron y corrieron intentando alcanzar a los otros.
O’Brian dijo…
– No es del todo legal usar la magia contra la prensa.
El Fear Dearg movió la cabeza inclinándola a un lado como el ave que ha divisado un gusano. Esa mirada hizo que O’Brian tragara con dificultad, pero con mis escudos rodeándola pudo mantenerse firme.
– ¿Y cómo los habrías movido tú, nena?
– Oficial O’Brian -dijo ella.
Él sonrió abiertamente hacia ella, y yo noté cómo se estremecía, pero siguió sin retroceder. Eso le sumó un punto por valentía, pero yo no estaba segura de que fuera una buena idea burlarse de él cuando él le había mostrado un tan obvio interés sexual durante el interrogatorio de Bittersweet. A veces tener un poco de miedo es saludable.
Él comenzó a invadir su espacio personal, y yo me interpuse entre ellos.
– ¿Qué es lo quieres, Fear Dearg? Aprecio tu ayuda, de verdad que lo hago, aunque no creo que lo hicieras de corazón.
Miró con lascivia a O’Brian, dirigiendo luego hacía mí esa misma mirada lasciva. A mí no me molestó.
– No hay bondad en mi corazón, mi reina, sólo maldad.
– Nadie es del todo malo -le dije.
La mirada lasciva se intensificó hasta que la expresión de su rostro se convirtió en una máscara maligna, aunque más bien era una máscara de ésas que se ponen los niños en Halloween.
– Eres demasiado joven para entender cómo soy.
– Sé cómo es el mal -contesté- y no viene con una máscara cómica y una mirada lasciva. El mal procede de aquéllos que supuestamente te aman y sienten cariño por ti, pero que en realidad no lo hacen. El mal viene con una bofetada, o de la mano que te sujeta bajo el agua hasta que no puedes respirar, con toda serenidad, sin enfado o locura alguna, porque ella cree que tiene todo el derecho a hacerlo.
Su expresión maligna fue desapareciendo y empezó a tornarse en algo más serio. Me miró fijamente, y dijo…
– Los rumores dicen que soportaste muchos abusos a manos de tus parientes sidhe.
Doyle se giró hacia los policías.
– ¿Nos dan un poco de intimidad, por favor?
Wright y O’Brian intercambiaron una mirada, luego Wright se encogió de hombros.
– Sólo nos dijeron que les lleváramos hasta el coche sanos y salvos. Esperaremos aquí.
O’Brian intentó protestar, pero su compañero insistió, discutieron en voz baja mientras se apartaban dejándonos espacio.
La mano de Doyle que estaba sobre mi brazo se tensó, y Frost se acercó. Ambos me decían en silencio que no compartiera con otros historias de la Corte, pero la reina nunca se había preocupado de que yo hablara de ciertas cosas.
– Y de sus amigos, nunca te olvides de sus amigos, yo nunca lo hago -acabé.
Él pasó su mirada de Frost a Doyle, y preguntó…
– ¿Te atormentaron antes de convertirse en tus amantes?
Negué con la cabeza.
– No, no he tomado a ningún amante que alguna vez me levantara la mano.
– Has vaciado la Corte Oscura. Todos han venido a Los Ángeles contigo. ¿Quién se ha quedado, quién te ha atormentado tanto?
– Me he llevado solamente a los guardias, no a los nobles -le dije.
– Pero todos los guardias son nobles entre los sidhe, o no serían dignos de salvaguardar a una reina, o a un rey.
Me encogí de hombros.
– Me he llevado sólo lo que es mío.
Él se arrodilló otra vez, pero más cerca de mis pies, por lo que tuve que luchar contra el impulso de retroceder un paso. Antes lo habría hecho, pero algo en este momento me hizo desear ser la reina que el Fear Dearg necesitaba. Doyle pareció adivinar mi pensamiento, porque puso una mano en mi espalda como ayudándome a no ceder terreno. Frost simplemente se movió a mi otro lado hasta casi tocarme, aunque mantenía sus manos libres para empuñar las armas si fuera necesario. En público siempre intentaban que uno de ellos estuviera libre para eso, aunque a veces fuera complicado consolarme y protegerme al mismo tiempo.
– No has llamado a los Fear Dearg, Reina Meredith.
– No sabía que ellos fueran míos para poder llamarlos.
– Fuimos maldecidos y nuestras mujeres destruidas para que así dejáramos de ser un pueblo. Sin importar lo longevos que somos, los Fear Dearg somos una raza que agoniza.
– Nunca había oído ni siquiera un rumor de que los Fear Dearg tuvieran mujeres, o estuvieran malditos.
Giró aquellos negros y oblicuos ojos hacia Doyle que estaba a mi lado.
– Pregúntale a ése si digo la verdad.
Miré a Doyle. Él simplemente asintió.
– Nosotros y los Gorras Rojas casi derrotamos a los sidhe. Éramos dos razas orgullosas , y existimos gracias al derramamiento de sangre. Los sidhe vinieron para ayudar a los humanos, para salvarlos de nosotros. -Su voz era amarga.
– Habríais matado a cada hombre, mujer y niño de la isla -dijo Doyle.
– Quizás lo hubiéramos hecho -dijo- pero era nuestro derecho el hacerlo. Eran nuestros adoradores antes de que fueran los vuestros, sidhe.
– ¿Y qué clase de Dios es aquél que destruye a todos aquéllos que le adoran, Fear Dearg?
– ¿Y qué clase de Dios es aquél que ha perdido a todos sus fieles, Nudons?
– No soy ningún Dios, ni lo he sido nunca.
– Pero todos nosotros pensamos que lo éramos, ¿no es cierto, Oscuridad? -preguntó, dejando oír de nuevo aquella inquietante risilla.
Doyle asintió, su mano en mi espalda se tensó.
– Pensábamos muchas cosas que resultaron no ser ciertas.
– Ay, sí que lo hicimos, Oscuridad -dijo el Fear Dearg pareciendo triste.
– Te diré la verdad, Fear Dearg. Me había olvidado de ti y de tu gente, y de lo que pasó hace ya tanto tiempo.
Él alzó la mirada para mirar a Doyle.
– Ohh, ay, los sidhe hacen tantas cosas que luego simplemente olvidan. No se lavan las manos en agua, o en sangre, pero sí en el olvido y el tiempo.
– Meredith no puede hacer lo que tú quieres.
– Ella es la reina coronada de los sluagh, y por un breve momento fue la de los Oscuros. Coronada por el mundo de las hadas y la Diosa, eso es lo que vosotros nos hicisteis esperar, Oscuridad. Tú y tu gente. Fuimos condenados al anonimato, sin hijos, sin hogar, hasta que una reina legítimamente coronada por la Diosa y el mismo mundo de las hadas nos pueda conceder un nombre otra vez. -Él alzó la vista hacia mí. -Para ellos, ésa fue una forma de maldecirnos eternamente sin parecer que fuera para siempre. Era una forma de atormentarnos. Solíamos presentarnos ante cada nueva reina y rogar para que nos devolviera nuestro nombre, y todas ellas se negaron.
– Recordaban lo que erais, Fear Dearg -dijo Doyle.
El Fear Dearg se giró hacia Frost.
– Y tú, Asesino Frost, ¿por qué tan silencioso? ¿No tienes ninguna opinión, o sólo las que la Oscuridad te impone? Ése es el rumor, que eres su segundo [12].
Yo no estaba completamente segura de que Frost entendiera esto último, pero sí se daba cuenta de que se estaban burlando de él.
– No recuerdo cuál fue el destino de los Fear Dearg. Desperté al invierno, y tu gente se había ido.
– Es verdad, es verdad, antes sólo eras el pequeño Jackie Frost, sólo un sirviente más en la Corte de la Reina del Invierno -dijo, ladeando de nuevo la cabeza mientras miraba a Frost. -¿Cómo lo hiciste para convertirte en sidhe, Frost? ¿Cómo obtuviste ese poder mientras el resto de nosotros nos desvanecíamos?
– La gente cree en mí. Yo soy Jack Frost. Ellos hablan, escriben libros e historias, y los niños se asoman a sus ventanas y las ven cubiertas de escarcha y creen que lo he hecho yo. -Frost dio un paso hacia el hombre más pequeño que estaba arrodillado. -¿Y qué dicen los niños humanos de vosotros, Fear Dearg? Actualmente, apenas sois un susurro en las mentes humanas, completamente olvidados.
El Fear Dearg le dirigió una mirada que daba realmente miedo, tal era la cantidad de odio que contenía.
– Ellos nos recuerdan, Jackie, nos recuerdan. Vivimos en sus memorias y en sus corazones. Todavía son lo que nosotros hicimos de ellos.
– Las mentiras no te ayudarán, sólo la verdad -dijo Doyle.
– No es mentira, Oscuridad, ves al teatro o vete a ver sus películas llenas de sangre y violencia. Sus asesinos en serie, sus guerras, la carnicería en las noticias de la tarde cuando cuentan que un hombre ha asesinado a su familia para que no se enteren de que ha perdido su trabajo, o la mujer que ahoga a sus niños para poder estar con otro hombre. Oh, no, Oscuridad, los humanos nos recuerdan. Fuimos las voces en la noche más negra del alma humana, y lo que sembramos allí todavía vive. Los Gorras Rojas les dieron la guerra, pero los Fear Dearg les dimos el dolor y el tormento. Son todavía nuestros niños, Oscuridad, sin duda alguna.
– Y nosotros les dimos la música, las historias, el arte y la belleza -contestó Doyle.
– Sois sidhes Oscuros; también les disteis la matanza.
– Les dimos ambos -dijo Doyle. -Tú nos odias porque les ofrecimos algo más que sólo sangre, muerte, dolor y miedo. Ningún Gorra Roja, ningún Fear Dearg escribió alguna vez un poema, pintó un cuadro, o creó algo nuevo y fresco. No tenéis ninguna capacidad para crear, sólo para destruir, Fear Dearg.
Él asintió.
– Me ha costado siglos, más siglos de los que nadie admitiría, aprender la lección que nos disteis, Oscuridad.
– ¿Y qué lección has aprendido? -pregunté. Mi voz fue suave, como si ni yo estuviera segura de querer saber la respuesta.
– Que la gente es real. Que los humanos no existen sólo para nuestro placer y matanza, y que también son un pueblo -dijo, mirando con furia a Doyle. -Pero los Fear Dearg han logrado sobrevivir para ver la fuerza con que caen otros, igual que nosotros una vez caímos. Miramos cómo el poder y la gloria de los sidhe disminuyen y los pocos que quedamos nos alegramos.
– Aún así te arrodillas ante nosotros otra vez -dijo Doyle.
Él negó con la cabeza.
– Me arrodillo ante la reina de los sluagh, no la de los Oscuros, o la de la Corte de la Luz. Me arrodillo ante la Reina Meredith, y si el Rey Sholto estuviera aquí, le reconocería como rey. Él ha conservado la fe en el otro lado de su ascendencia.
– Los tentáculos de Sholto son sólo un tatuaje a menos que él los llame. Parece tan sidhe como cualquiera de los que estamos aquí -expresó Doyle.
– Y si yo quisiera a una joven y hermosa doncella, ¿no usaría mi encanto para verme algo mejor?
– Es ilegal usar la magia con el propósito de engañar a alguien para mantener relaciones sexuales -dijo O’Brian.
Respingué. No me había dado cuenta de que aunque los policías habían retrocedido, todavía se encontraban lo bastante cerca para oírnos.
El Fear Dearg la miró furioso.
– ¿Y tú no te maquillas cuando sales con alguien, Oficial? ¿No te pones vestidos bonitos?
Ella no le contestó.
– Bueno, pues no hay ningún maquillaje que cubra esto -dijo, señalando su propia cara. -No hay ningún traje que esconda mi cuerpo. Conmigo sólo funciona la magia, nada más. Podría hacerte entender cómo es el sentirse deforme a los ojos de los humanos.
– No la dañarás -dijo Doyle.
– Ah, el gran sidhe habla y los demás debemos escuchar.
– No has aprendido nada, Fear Dearg -dijo Doyle.
– Acabas de amenazar con utilizar la magia para desfigurar a O’Brian -añadí.
– No, mi magia es sólo encanto; para deformarla tendría que usar algo más sólido.
– No pongas fin a su maldición, Meredith. Se convertirían en una plaga para los humanos.
– Alguien me puede explicar cuál era esa maldición, exactamente.
– Yo lo haré, en el coche -dijo Doyle, avanzando un paso y poniéndose delante de mí. -Fear Dearg, podríamos habernos compadecido de ti después de tanto tiempo, pero has demostrado con sólo unas palabras a una humana que todavía eres peligroso, demasiado malvado para que te sean devueltos tus poderes.
El Fear Dearg tendió la mano hacia mí, por encima de la pierna de Doyle.
– Sólo danos un nombre, mi reina, te lo ruego. Danos un nombre y así podremos tener una vida otra vez.
– No lo hagas, Meredith, no antes de que entiendas lo que ellos eran y lo que podrían volver a ser.
– Hay sólo un puñado de nosotros en el mundo, Oscuridad -dijo el Fear Dearg, elevando la voz. -¿Qué daño podríamos hacer ahora?
– Si no necesitaras a Meredith para liberarte de la maldición, si no necesitaras de su buena voluntad, de la buena voluntad de alguna reina de las hadas, ¿qué le harías esta noche a cualquier mujer humana, Fear Dearg?
Los ojos del Fear Dearg reflejaron tal odio, que realmente retrocedí un paso detrás de Doyle, y Frost se movió de forma que yo sólo pude ver al Fear Dearg por los resquicios que dejaban sus cuerpos, como cuando lo vimos por primera vez.
Él me miró por en medio de ellos dos, y esa mirada realmente me hizo sentir miedo. Se puso en pie, un poco pesadamente, como si le hicieran daño las rodillas al estar tanto tiempo arrodillado en la acera.
– No sólo mujeres humanas, Oscuridad, o… ¿has olvidado que una vez nos enfrentamos con vuestra magia, y que los sidhe no estaban más seguros que los humanos?
– No lo he olvidado -contestó Doyle, y en su voz se oía la rabia. Nunca antes le había oído ese tono de voz. Sonaba como algo muy personal.
– No hay reglas que digan cómo conseguir que la reina nos conceda nuestro nombre -dijo él. -He preguntado amablemente si ella nos llamaría para salvarla, a ella y a los bebés que lleva dentro. Dejaríais que me llamara para salvarlos.
Los dos hombres cerraron filas y perdí de vista al Fear Dearg.
– No te acerques a ella, Fear Dearg, si lo haces te mataremos. Y si nos enteramos de la muerte de algún humano que lleve tu sello, ya no tendrás que afligirte por tu grandeza perdida, porque los muertos no se afligen.
– Ah, ¿y cómo vais a diferenciar mi estilo del de los humanos que llevan el espíritu de los Fear Dearg en sus almas? No es sólo música y poesía lo que veo en las noticias, Oscuridad.
– Nos marchamos -dijo Doyle.
Nos despedimos de Wright y O’Brian, y los hombres me metieron en el coche. Pusimos en marcha el motor, pero no arrancamos hasta que O’Brian y Wright se juntaron con el resto de los policías. Creo que ninguno de nosotros quería marcharse si O’Brian se quedaba cerca del Fear Dearg.
Fue Alice, con su modelito Gótico, quién salió del Fael y se acercó al Fear Dearg. Ella le abrazó, y él la abrazó en respuesta. Volvieron al salón de té de la mano, pero él nos miró por encima del hombro mientras yo ponía el SUV en marcha. La mirada era un desafío, una especie de Párame Si Puedes. Luego desaparecieron en la tienda. Me incorporé cuidadosamente al tráfico, y entonces dije…
– ¿Qué demonios era todo esto?
– No quiero contártelo en el coche -dijo Doyle, mientras se agarraba con fuerza a la puerta y al salpicadero. -No se cuentan historias acerca de los Fear Dearg cuando estás asustado. Eso los atrae y les otorga poder sobre ti.
A eso no supe qué decir, porque recordé un tiempo en el que pensaba que la Oscuridad de la Reina no sentía nada, y menos que nada, miedo. Sabía que Doyle sentía todas las emociones que todos los demás sentían, pero no admitía a menudo una debilidad. Él había dicho lo único que podría impedirme someterle a un interrogatorio de camino a la playa. Usé el manos libres para llamar a la casa de la playa y a la casa principal, para que supieran que estábamos bien. Que los únicos heridos habían sido los paparazzi. Algunos días el karma lo pone todo en su lugar.